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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.24 no.71 Bogotá Jan./Apr. 2011

 

"Deber de memoria" y "Razones de olvido" en la justicia transaccional colombiana

"Duty and memory" and "Reasons for oblivion" in the transitional colombian justice

Jefferson Jaramillo Marín1
Mariana Delgado Barón2

1Sociólogo y Magíster en Filosofía Política por la Universidad del Valle, Colombia. Candidato a Doctor en Ciencias Sociales, Flacso, Míxico. Becario del Conacyt. Profesor del departamento de Sociología de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. jefferson.jaramillo@flacso.edu.mx

2Politóloga y Magister en Ciencia Política por la Universidad de los Andes, Colombia. Magíster en Política Internacional por la Universidad de Birmingham. Candidata a Doctora en Ciencias Sociales. Flacso, Míxico. Becaria de la Secretaría de Relaciones Exteriores, México. mariana.delgado@flacso.edu.mx


RESUMEN

La Justicia Transicional es un campo de disputa entre razones filosóficas y alternativas políticas alrededor de ¿cómo procesar en el presente el desangre nacional pasado? y ¿cómo configurar unas políticas hacia el futuro que sirvan para que no se vuelva a repetir el horror? Tanto las razones filosóficas como las alternativas políticas se balancean en una "delgada cuerda" entre quienes defienden radicalmente un "deber de memoria" a favor de las víctimas y quienes aceptan, incluso demandan y razonan, sobre la importancia de ciertas cuotas de olvido a favor de los victimarios y de la nación. Este artículo de reflexión quiere contribuir al debate sobre estos dos horizontes filosóficos y políticos, sobre sus impactos en el caso colombiano y sobre la posibilidad de un "equilibrio reflexivo" entre ambos.

Palabras claves: Justicia transicional, Colombia, memoria, olvido, política, derecho.


SUMMARY

Transitional Justice is a field of dispute between philosophical reasons and political alternatives about how to process, in the present, the national past bleeding, and how to configure some policies, toward the future, that serve for not to repeat the horror. The philosophical reasons as well as political alternatives move around a thin line between those who radically defend a "duty of memory" in favor of the victims, and those who agree, even require and reason, on the importance of a certain degree of oblivion in favor of the offenders and the nation. This reflection article wants to contribute to the debate on these two philosophical and political horizons, their impacts in the Colombian case and the possibility of a "reflexive balance" between both.

Key words: Transitional justice, Colombia, memory, oblivion, politics, right.


INTRODUCCIÓN

A partir del fin de la Segunda Guerra Mundial emerge en el mundo una especie de "nueva conciencia humanitaria" que coloca el acento político, cultural y jurídico en un giro hacia el pasado. Los contenidos filosóficos, alcances políticos y abusos de este tipo de conciencia, han sido expuestos de manera magistral por diversos pensadores y expertos, entre otros por Huyssen (2002), Todorov (2000), Ricoeur (2004), Yerushalmi (1998), Reyes Mate (2008), Orozco (2009). Una consecuencia de lo que podemos llamar "boom humanitario" y "ola memorial" fue colocar en la escena pública la importancia y necesidad de la "justicia transicional". Desde entonces, ella es invocada y cuestionada por diversos sectores sociales, gobiernos, instituciones y acadímicos. Invocada por aquellos que la consideran una política proclive a la gestión y procesamiento de largos y degradados conflictos, con altos costos para las naciones y con secuelas si no superables, si al menos tramitables para las víctimas. Duramente cuestionada, por los que sólo ven en ella mecanismos pragmáticos para salirles al paso a las deudas históricas de justicia, verdad y memoria, con políticas vacías de reparación o con reconciliaciones forzadas por la coyuntura. En el caso colombiano, ambas posiciones están a la orden del día con el denominado proceso de Justicia y Paz, como se verá más adelante cuando examinemos eso que aqueé denominaremos "justicia transicional casera".

Este artículo de reflexión, producto de las discusiones de los autores a propósito de sus tesis doctorales, quiere mostrar que la Justicia Transicional es un campo de disputa entre razones filosóficas y alternativas políticas alrededor de dos preguntas ¿cómo procesar en el presente el desangre nacional del pasado? y ¿cómo configurar unas políticas hacia el futuro que sirvan para que no se vuelva a repetir el horror? Tanto las razones filosóficas como las alternativas políticas en torno a ella, se debaten en una "delgada cuerda" entre quienes defienden, no sin razón, un "deber de memoria" a favor de las víctimas y quienes aceptan, incluso demandan y razonan, sobre la importancia de ciertas cuotas de olvido a favor de los victimarios y de la nación. Nuestra reflexión quiere contribuir al debate sobre estos dos horizontes. Señalamos cómo para el caso colombiano, en el actual terreno del proceso de Justicia y Paz, ambas dimensiones generan tensión y disputa. Nuestra pregunta aqueé es ¿queé tanto miradas de forma imbricada, ponderando reflexivamente sus contenidos filosóficos y sus costos políticos, podrían o no garantizar un "equilibrio necesario" en la aplicación de medidas transicionales más eficaces, a las que tenemos hasta ahora en el país?

1. ¿PARA QUÉ RECUPERAR EL PASADO? ¿PARA QUÉ OLVIDAR?

Un "deber de memoria" termina por imponerse desde la Segunda Guerra Mundial, en aquellos grupos que vivieron experiencias traumáticas o pasados nacionales violentos. Quizá para subrayar no sólo "la violencia del recuerdo, sino tambiín su imperiosa presencia" (Allier, 2010), este deber coloniza rápidamente las respuestas a la pregunta ¿para queé recuperar el pasado? Varios son los pensadores que se enfrentan a dicho "deber", en unos casos para subrayarlo como imperativo, en otros para ponderarlo reflexivamente o tambiín para señalar sus limitaciones y abusos. Examinemos brevemente el asunto. El primero que se debería mencionar es Walter Benjamin. En sus famosas Tesis sobre la historia sentenció que cualquier esfuerzo por recuperar el pasado tenía que enfrentarse a una verdad inefable: no podría ser recuperado "como verdaderamente fue" sino como termina "relumbrando en un instante de peligro". Este pensador supo realmente que implicaciones tenía ese "instante de peligro", a travís del fascismo y especialmente del "estado de excepción" convertido en regla de vida. Su llamado fue entonces a encender desde el pensamiento crítico, la "chispa de esperanza" que quedaba en el pasado digno de ser recuperado. A diferencia de Nietzsche (1998) no temía al pasado, sino a los verdugos de íste. Especialmente para evitar el "olvido selectivo" y el "olvido instrumentado", el impuesto oficialmente por la historia o el vehiculizado por el poder político dominante. Su visión se concentró en ratificar la necesidad del "deber de la memoria", frente a un pasado que a cierto tipo de historia no había importado, el "pasado de los vencidos", "la tradición de los oprimidos" (Benjamin, 2005). Desde luego, para Benjamin la historia estaría del lado del vencedor y "de los herederos de todos aquellos que vencieron alguna vez".

A diferencia de Benjamin una víctima más de la guerra, un "sobreviviente" como Primo Levi, resulta tambiín emblemático para pensar ese deber. De hecho es a quiín se adjudica el origen del tírmino (1994). Desde su perspectiva sería un resquicio importante para seguir viviendo despuís de sobrevivir a los campos de concentración. Es un deber para con el hundido (el que no lo logró) y es una obligación para el salvado (el que lográndolo) debe dar cuenta de lo que pasó. Pero tambiín es un llamado a la sociedad, para que a travís del relato, exorcice, libere, reconstruya. Y ese deber lo encuentra Lívi condensado en la "escritura". Si Benjamin lo encontró en la memoria viva de los vencidos, Levi lo recupera en la narrativa de los salvados. Contar la experiencia, además de un acto liberador, es tambiín un "acto político", un imperativo con un pasado que debe ser recuperado, para aleccionar a la sociedad, bajo la forma: "sucedió una vez y podría volver a suceder" (Levi, 2002; Sánchez, 2008). El famoso slogan de colectivos y activistas que reza, Nunca Más, debe mucho a este acto emancipador. De todas formas, es preciso aclarar aqueé que no es la experiencia de todos los sobrevivientes de los campos. Para otros, como Jorge Semprún, "escribir sería morir", "en esa medida sólo el olvido podía salvarlo". De hecho su silencio sobre lo que sucedió en los campos de concentración fue parte de una "memoria postergada" muchos años.

Pero el "deber de memoria", es para otros un "trabajo de memoria". No es sólo un imperativo sino un trabajo hermeníutico, fenomenológico y epistemológico. No se trata sólo de una obligación moral sino de una pregunta y una cortapisa a la artesanía del historiador y del memoriólogo. Y he aqueé la importancia de Paul Ricoeur. A travís del recuerdo se puede ayudar a no doblegarse ante el silencio impune; pero tambiín a travís de un "exceso de memoria" se puede perturbar el trabajo crítico de la historia o dejar "anclada" la memoria de una comunidad histórica a su desgracia singular, desarraigándola del sentido de justicia venidero. Por eso llama a ponderar en sus justas dimensiones, como un trabajo interpretativo, el "deber de olvido". Quizá consciente de que la guerra deja "huellas vivas" en el curso histórico y en las trayectorias biográficas, reflexiona sobre los costos de la memoria, pero tambiín sobre las razones para olvidar (Ricoeur, 2004). El olvido no es sólo, "a secas" la contracara de la memoria, sino tambiín toda una "institución". Es el olvido decretado (religioso o jurídico) o el olvido necesario. Es el olvido donde confluyen tanto las disposiciones jurídicas como las prescripciones sociales y morales (1999).

Por su parte, Yosef Yerushalmi (1998), a quien deberíamos prestar más atención hoy en medio de tanto "mercado de memorias" en Latinoamírica, enfatiza en el reconocimiento tanto del "deber de memoria" como del "deber de historia". Nos habla desde un mundo en el que pese a la emergencia necesaria del recuerdo, tambiín deviene una especie de tendencia a "violar brutalmente lo que la memoria puede conservar", especialmente por la mentira deliberada, por la deformación de fuentes y archivos, por la invención de pasados recompuestos y míticos al servicio de ciertos poderes. Es un llamado a que no pasemos por entero todo "discurso sobre la memoria". Ese "deber de historia" exige entonces del oficio del historiador y probablemente del ciudadano, el último censor del valor hermeníutico de la memoria, como dirá Ricoeur, "combatir a los militantes del olvido, a los asesinos de la memoria, a los conspiradores del silencio". Exige ponderar, ante el pasado, tanto el exceso y la escasez de memoria, como el de historia. Y llama a reflexionar sobre preguntas que sería importante actualizar una vez más en nuestro contexto nacional ¿dónde debemos trazar la frontera entre memoria, olvido y justicia?, ¿en queé medida tenemos necesidad de la historia? ¿Y de queé clase de historia? ¿De queé deberíamos acordamos?, ¿queé podemos autorizarnos a olvidar?

En la misma óptica de Ricoeur y Yerushalmi, aparece el pensador búlgaro Tzvetan Todorov (2000), un muy buen traductor de varias de las crisis de nuestro tiempo. Desde su lente, nos hace conscientes del valor que tiene el derecho de recuperar el pasado para una nación o para un individuo, pero previene contra lo que considera un "culto a la memoria por la memoria". Sacralizar la memoria sería otra manera de volverla estíril. En razón de ello, si bien existe un imperativo frente al pasado, íste no debe regir el presente sino más bien ser utilizado "en función de comprender mejor el presente". Además, su recuperación puede englobar una doble faceta. De una parte pueden existir intencionalidades "buenas" y "malas" dependiendo de ¿queé pasado? se pretenda recuperar, en función de ¿queé presente? y ¿con queé pretensión? se quiera reconciliar una nación. Así, desde su perspectiva, algunos pueden insistir que lo que necesitan una nación y sus víctimas es recuperar una "memoria ejemplar", una que englobe el reconocimiento de verdades y perdones responsabilizantes para todos los implicados en función de un presente reconciliador; otros, pueden persistir en que lo se debe buscar es una "memoria literal", de los horrores sufridos y con la finalidad de generar juicios punitivos. Ambas tienen sus virtudes y bemoles. La primera ayudaría a sanar heridas, además de permitir la justicia reparadora; la segunda a reabrirlas cuando nadie lo ha hecho o ha querido hacerlo, siendo eficaz y necesaria como dispositivo de denuncia. Sin embargo, no debidamente tramitados y procesados tanto por las víctimas, los gobiernos y los victimarios, la primera puede provocar la clausura de ciertas verdades para una nación, forzando cierto tipo de perdones y la segunda, puede anclar en el resentimiento y generar sistemáticamente una esterilización de la posibilidad de la reconciliación.

Para cerrar estas breves viñetas, no deberíamos dejar la oportunidad de mencionar a Reyes Mate para quien ese "deber de memoria" debe ser leído como parte de "un signo de nuestro tiempo" caracterizado, entre otras cosas, por una "cultura reconstructiva" y por una "cultura de la memoria". Buen lector de Benjamin y conocedor de la realidad española posfranquista, en la que imperó por doquier una política de silencio a favor de la concertación democrática, podría sernos útil para entender cómo a travís de la cultura reconstructiva, se manifiesta una sensibilidad especial hacia la justicia y la reparación y menos hacia el punitivismo y el castigo. Y cómo en la cultura memorial, emerge la preocupación por el valor hermeníutico del pasado. Un pasado, frente al cual el intelectual, el político o la misma sociedad, debe en lo posible "afinar la mirada", para darse cuenta, "lo que pudo ser y quedó frustrado, para descubrir posibilidades latentes que pueden ser activadas" (2008: 25).

Ahora bien, como vemos, las preguntas de ¿para qué recuperar el pasado? y ¿para queé olvidarlo? nos conduce entonces por los meandros de varios análisis, donde parecen primar más o menos tres grandes ideas: el pasado se recupera para comprender mejor el presente, incluso como ha argumentado Laborie para "resistir a la mecánica implacable del olvido" (1993: 141). Pero tambiín puede, con enormes costos y riesgos, olvidarse en función de razones políticas y morales, o puede recordarse y narrarse para exorcizar el dolor y el trauma. Frente a esto último quizá valga recordar las hermosas palabras de Mark Osiel al referir que "cuando una sociedad sufre un trauma a gran escala sus miembros buscan reconstruir sus instituciones bajo las bases de un entendimiento compartido de queé fue lo que pasó. Para ese fin se realizan encuestas, se escriben monografías, se componen memorias, se legisla. Pero sobre todo se cuentan relatos" (Osiel, 1995). Contar relatos es tambiín una manera de exorcizar culpas y atar responsabilidades y perdones. Aún así, no está de más aclarar que el desciframiento del sentido de estas preguntas, es una labor que debe ser acometida por distintos sectores sociales, no sólo los académicos. Todos ellos, no están exentos de ponderar cual es la funcionalidad e intencionalidad de lo que recuerdan, narran u olvidan.

Pero la cuestión sobre el valor del pasado y sobre los alcances del olvido, no se agotan en la reflexión filosófica mencionada hasta aqueé. Tras la Segunda Guerra Mundial asistimos a todo un movimiento de ípoca, a una especie de "nueva conciencia humanitaria" que coloca el acento político y cultural en un "retorno político y judicial al trauma histórico" y a una especie de "primado" ítico de la memoria sobre el olvido y de la justicia sobre la impunidad. El recuerdo y el olvido irrumpen en la escena pública, transformando el interrogante primario de los filósofos hasta aqueé nombrado ¿para queé recuperar el pasado cruento? para dar paso a ¿cómo procesarlo en el presente? y ¿cómo diseñar unas políticas hacia el futuro que sirvan para evitar su repetición? Será hasta los años ochenta, que dichas preguntas emerjan situadas en el registro de la reelectura y conmemoración del pasado del holocausto judío, que con el tiempo terminará por devenir en un "poderoso prisma a travís del cual se comienzan a percibir otros ´genocidios´" (Huyssen, 2002). Sólo baste recordar aqueé, que en Amírica del Sur ese "prisma" comenzó a afectar primero a Argentina, donde se dijo que lo había ocurrido era un genocidio, extendiíndose luego por otros países del cono sur, más adelante por los centroamericanos hasta tocar países como el nuestro, donde se habla del "genocidio de la Unión Patriótica" o del "Holocausto de El Palacio de Justicia". Examinemos ahora bajo queé condiciones emergen estas nuevas preguntas.

2. LAS PREGUNTAS ORIGINARIAS SE TRANSFORMAN. LA EMERGENCIA DE UNA "NUEVA CONCIENCIA HUMANITARIA" Y EL "PRIMADO" DE LA JUSTICIA TRANSICIONAL.

Desde los años ochentas para acá, ha sido común escuchar hablar de que el pasado es necesario recuperarlo para una nación en su totalidad, o para ciertos grupos subalternos, como "depósito del trauma" o "archivo del dolor", que les permita en un mediano plazo administrar, tramitar y hacer inteligibles culpas, perdones y reconciliaciones (Castillejo, 2009). Se ha mencionado la necesidad de reconstruir el pasado en función de perdones y reparaciones a escala internacional, con la intención de saldar deudas morales, sociales y jurídicas con los afectados históricos. No han sido pocos, situados bajo esa óptica que arguyeron a favor de la necesidad de recuperarlo para volverlo "instrumento de justicia" (Juliá, 2006); incluso, para "refundar o demoler la identidad misma de (nuestras naciones) y de nuestras democracias surgidas de los hechos violentos" (Portelli, 2003: 27). Lo interesante aqueé, es que si bien en la literatura íste "boom" comenzó a verse con cierto "ánimo" tambiín se tuvo cautela y precaución frente a sus alcances e implicaciones. Especialmente frente a los riesgos que iba desencadenando a su paso, por ejemplo: "instrumentalización del pasado", "bulimia conmemorativa", "hiperculto del testimonio", "hipertrofia de la historia" "delirio presentista", "ideologización memorial"(1).

Si la cuestión a nivel reflexivo generó preguntas y debates, en el terreno de la práctica política de los Estados, se asumió el reto, muchas veces de forma acrítica o pragmática, de "motorizar" rápidamente "el discurso de la nueva conciencia humanitaria" especialmente, eso de "tramitar el horror", "asistir el dolor" y "combatir la injusticia". La manera de hacerlo fue con instrumentos transicionales que permitieran redirigir las demandas y deberes de las víctimas. Surgió entonces todo un debate sobre el valor de la justicia transicional, no sólo como una "determinada forma de justicia", sino como un "cuerpo" o "conjunto" de mecanismos empleados en "condiciones extraordinarias" que terminarían implicando tambiín unas "políticas de transición" hacia la democracia y la paz(2). Como bien se sabe, estas políticas implican la búsqueda de escenarios más propicios para la convivencia y la democracia en contextos de postconflicto, donde el pasado y el futuro no queden subordinados el uno al otro.

Lo anterior se tradujo en una preocupación por la recuperación, procesamiento y tratamiento de las huellas vivas del pasado violento en el presente, las dejadas por el genocidio, las masacres sistemáticas a la población civil, los abusos y violaciones a los derechos humanos de sectores vulnerables, y otras formas de "trauma social" (Roth- Arriaza; 2006: 2). Pero tambiín implicó la activación de estrategias para ir sanando paulatinamente las heridas y las divisiones dejadas por la guerra. Es decir, se partió del hecho de que recuperar el pasado no era sólo un deber ítico y algo imprescindible, sino que aprender a tramitarlo ejemplarmente lo era aún más. Y ello implicó entonces, acercar a las partes (víctimas- victimarios) para que se involucraran en los procesos de verdad; garantizar que los derechos de las víctimas a la justicia y reparación fueran programáticos; y, por si fuera poco, reformar sistemática y sostenidamente las instituciones políticas y judiciales con el fin de fortalecer la democracia y garantizar la plena defensa de los derechos humanos (Anderlini, et. al; 2007; Orozco, 2009).

Con la Justicia transicional, devienen tambiín toda una serie de "mecanismos de tramitación" y rituales de representación del dolor. Desde tribunales internacionales hasta comisiones históricas y cortes de justicia locales (Orozco, 2009; Mobekk; 2005). Desde programas de asistencia legal hasta mecanismos de reparación material y simbólica a las víctimas. Desde estrategias de desmovilización y reinserción de actores armados a la vida civil, hasta el diseño y ejecución de "lugares de memoria" y construcción de escenarios de convivencia (Reyes Mate, 2008). Todos ellos con el aparente objetivo de impartir justicia y buscar caminos de reconciliación. Desde los años ochenta, por doquier, el mundo se convirtió en la gran plataforma de comisiones de todo tipo y de formas de intervención de diversos expertos en traumas sociales (Castillejo, 2010; Jimínez, 2008).

Bajo ese boom transicional, no serán pocos los países que desembocan por esta vía: Argentina, Chile, Uruguay, Sudáfrica, Guatemala, Salvador, Irlanda del Norte, Burundi, Sri Lanka, Ecuador y recientemente Colombia. En varios de ellos, funcionaron bajo la sombrilla de esos discursos, comisiones de Verdad, de Reconciliación o de Esclarecimiento Histórico, que operaron con mandatos presidenciales o internacionales de corta duración para investigar los hechos de violencia y sus causas generadoras, durante un período determinado de tiempo. Muchas de ellas contaron con un relativo grado de legitimidad política y social en sus procederes y generaron recomendaciones a los gobiernos de turno para los procesos de reconciliación futuros. Sin embargo, los resultados de estos procesos no se repartieron por igual. En muchos de esos procesos, se lograron avances importantes e innegables en la creación de condiciones posconflicto (probablemente el caso más exitoso sea el sudafricano y frente al cual habría que mantener muchas hoy varias reservas)(3). En otros casos, lo que se han tenido son cuotas muy precarias en cuanto al esclarecimiento de la verdad de los crímenes cometidos por agentes privados o estatales (caso guatemalteco y salvadoreño).

El temor esbozado por los filósofos de ser demasiado flexibles en las cuotas de memoria o poco reflexivos sobre los alcances políticos del olvido, terminó siendo desoído por los países que apostaron por políticas transicionales pragmáticas. Así, nos encontramos frente a sociedades donde se canjeó demasiada verdad por reconciliación forzada, incluso donde se "decretó por arriba" el cierre del pasado en procura de una transición democrática, como fueron los casos español y uruguayo (Cfr. Aguilar, 1996; Dutrínit, 2010; Allier, 2010). En otras sociedades, la "reconciliación nacional" pactada por ciertos grupos (los responsables de los nuevos gobiernos democráticos, los poderes de facto del antiguo rígimen y algunas organizaciones de derechos humanos), no se tradujo en "reconciliación social", en reconstrucción del tejido desde abajo (Reyes Mate, 2008). En algunas más, los acuerdos nacionales sobre los cuales se tejió alguna dosis de esperanza, terminaron siendo "papel mojado", al no sustentarse sobre bases sociales amplias y cambios estructurales, como posiblemente pasó en los casos del Salvador y Guatemala. En otras situaciones, y aqueé resulta ilustrativa la situación colombiana, ya se comienzan a esbozar temores reales frente a las cuotas de olvido y memoria que se están canjeando a favor de la reconciliación, que algunos sectores de la opinión nacional consideran "forzada". Con íste último punto nos trasladarnos entonces a otro registro analítico, donde intentaremos ponderar, hasta dónde es posible aceptar que de la imbricación entre razones de olvido y deber de memoria, que hasta aqueé ha sido presentada en el terreno de los argumentos filosóficos y políticos, pueda surgir un "equilibrio reflexivo" sobre nuestra justicia transicional. En comienzo, resultará útil examinar, especialmente para el lector internacional, queé tipo de justicia tenemos en este sentido en el país.

3. ¿QUÉ TIPO DE JUSTICIA TRANSICIONAL TENEMOS EN COLOMBIA?

1. Se trata de un modelo, donde existe una gran disputa y tensión entre acadímicos y activistas, sobre su naturaleza, eficacia y alcances. Por ejemplo, algunos la consideran una "experiencia inídita" en el mundo por todo lo que está tratando de hacer a la vez: a. generar una política integral para recuperar la dignidad de las víctimas; b. posicionar mecanismos de búsqueda de verdad judicial y verdad histórica; c. liderar iniciativas de reconstrucción de las memorias colectivas e históricas de los conflictos; d. aplicar políticas de reparación integrales con las víctimas (Cfr. Pizarro, 2007a; 2007b; 2010). Otros son escípticos, por los resultados obtenidos hasta ahora, frente a su aplicación en contextos como el nuestro, donde se conjugan demasiados "factores estructurales": conflicto armado insurgente y contrainsurgente y pobreza estructural y desigualdad social; todos ellos, de difícil tramitación en la historia del país, y más aún en la actual coyuntura política (Arango, 2007). Los hay quienes, aun reconociendo los alcances y virtudes, consideran que mientras no exista una "transición estándar" de una situación de guerra a una condición estable de paz, o de un escenario de democracia formal a uno de profundización democrática, por más discurso transicional que se quiera vender, seguiremos subordinados a una "justicia transicional sin transición" (Uprimny y Safón, 2006) o a "transiciones fallidas" (Gamboa, 2007)(4). Otros, incluso han invitado recientemente a pensarla desde visiones menos verticales y abstractas como hasta ahora, ponderando mejor el valor y alcance de las "prácticas de justicia transicional desde abajo" realizadas por las comunidades que están en la base de la pirámide social en el país (Uprimny y Sánchez, 2009 -entrevista con el profesor Harry Mika).

2. Una de las particularidades de esta "justicia transicional a la colombiana" es que tiene lugar en un país donde no existe "transición de facto" ni en la guerra ni en el discurso sobre la guerra. Quizá, uno de los cambios más significativos de esta larga confrontación, sea el tránsito, especialmente desde los años ochentas, desde una "guerra de combates" (entre ejírcitos combatientes) a una "guerra de masacres" (con aplicación de lógicas y tecnologías de terror sobre la población civil), como bien lo han revelado los informes del Grupo de Memoria Histórica(5). Sin embargo, hay tambiín una continuación de lógicas, intereses y actores a lo largo de los años. En el plano del discurso, se ha insistido en negar la existencia del conflicto armado interno consecutivamente durante casi una dícada. Si bien es cierto, que antes de la era Uribe Vílez había un mayor reconocimiento de este asunto y no se logró la paz, en la "era Uribe", no hubo espacio "real" para pensar en una "paz negociada", en un marco de oportunidad política más amplio que el que nos legó la seguridad democrática. Lo problemático es que en lugar de una transición de un discurso de absoluta negación de la guerra hacia uno que permitiera rescoldos importantes para la aceptación del conflicto histórico, lo que hubo fue un discurso persistente a favor de la "guerra contra los terroristas". Justicia y Paz "avanzó" bajo ese panorama, con el relato oficial explicativo de la "amenaza terrorista". Con esa negación, se justificó la negociación con unos actores y la exclusión del diálogo con otros, y, sobre todo, se alimentó el imaginario de un Estado "libre de responsabilidades directas" frente a la guerra y sus víctimas. Hasta ahora, lo cuestionable de todo ello, no sólo ha sido la suspensión de la responsabilidad histórica y judicial del Estado, en los hechos crueles, sino el situarlo bajo la forma de un "arquetipo institucional incólume", de "actor imparcial" de un conflicto que el mismo ayudó a producir y perpetuar históricamente (6).

3. Estamos de cara a un tipo de justicia en la que de una parte adquieren relevancia y visibilidad las víctimas, al punto de sugerirse que en el marco de ísta iniciativa, y luego de muchos años de espaldas ante ellas, el país atraviesa por una "nueva sensibilidad y una obligación social y ítica con ellas" (Sánchez, 2009). Pero tambiín, y con razón, hay una preocupación por el futuro de los victimarios. Ya en el país se habla incluso, y de manera necesaria y urgente, de visibilizar las "memorias de los perpetradores". Todavía no está muy claro cuál será el resultado de la balanza. El asunto es que se ha colocado mucho ínfasis en ciertos victimarios, "los paramilitares", los cuales se han beneficiado ampliamente de planes de desmovilización y reinserción a la vida civil. Lo cuestionable está en que mientras las víctimas son aparentemente "visibilizadas" bajo la lógica de un deber de memoria (por ejemplo, a travís de los "informes emblemáticos" que ha producido el Grupo de Memoria Histórica) varias estructuras paramilitares, luego de entrar en el proceso de desmovilización, se han vuelto a rearmar y ello está provocando nuevas formas de revictimización. En una larga guerra como la nuestra fácilmente se entrecruzan las políticas de memoria con las políticas de olvido. Además, nuestra justicia transicional pasa hoy por una tensión no debidamente analizada y difícilmente resoluble, entre visibilización de la víctima y revictimización. No en vano algunos autores, con mucha razón, han señalado (entre ellos, Uprimny y Safón, 2007) la tensión entre unos discursos y unas prácticas de emancipación y visibilización de las víctimas y ciertas dosis de permisividad e impunidad con los victimarios(7).

4. Esta es una justicia que ha tenido enormes dificultades "para ganar en legitimidad", sobre todo porque todo su andamiaje es parte de un rompecabezas hecho y rehecho "sobre el camino". Además de tener que luchar a "pulso" su reconocimiento en los sectores y comunidades más afectadas por una guerra de dícadas en el país y con serias desconfianzas frente a los aparatos de justicia y frente al gobierno de Uribe Vílez, ha tenido que transformar el derecho como institución. En ese sentido, se ha visto abocada a reeducar a fiscales y jueces para que se apropien de estrategias investigativas y de imputación adecuadas. Con ello tambiín ha devenido una reeducación y un desaprendizaje de viejas tícnicas de muchísimos profesionales (historiadores, antropólogos, trabajadores sociales, psicólogos, sociólogos), sobre todo frente al quehacer cotidiano con las víctimas. Trabajo que está implicando, más allá de recuperar "maniáticamente" relatos traumáticos, entender tambiín, la importancia de la ítica de la colaboración y de la escucha (Aranguren, 2008; Castillejo, 2010). A esto se suma que nuestra "justicia transicional casera" sigue siendo sumamente trágica, porque parecen no existir "óptimos para la fijación de las penas", es decir "entre lo que las víctimas están dispuestas a bajar y lo que los victimarios están dispuestos a subir" (Orozco, 2009:74); tensión que se hace aún más aguda, al tratar de cruzar y entrelazar "razones de Estado" y "razones jurídicas y políticas". Es decir, ya no es sólo un asunto de deber de memoria, como lo hicimos notar en la primera parte de este artículo, sino tambiín de "deber de justicia". Posiblemente este no sea un tema sólo de Colombia, pero si se está viviendo con intensa fuerza, a propósito de las dos sentencias hasta ahora otorgadas por el proceso de Justicia y Paz(8). Por si fuera poco, está limitada enormemente en su accionar, por el hecho de experimentar restricciones de tiempo, dinero y personal; además de estar en juego un elemento selectivo, para garantizar el juicio a los "peces gordos" del paramilitarismo, y no simplemente a los cuadros menos representativos como ha acontecido hasta ahora.

5. Alrededor de los dos motores y soportes institucionales de Justicia y Paz (la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) y el Área de Memoria Histórica), se vertebran dificultades sin las cuales es imposible comprender este laboratorio. La primera comisión fue creada por la ley 975 de 2005 (Ley de Justicia y Paz) y tiene a su cargo durante ocho años, funciones extremadamente ambiciosas que realizar en una misma coyuntura política, por ejemplo, acompañar los procesos de desmovilización de actores armados ilegales, facilitar la reincorporación de los mismos, atender de manera integral a las víctimas, ejecutar políticas de justicia y verdad, y generar mecanismos de reparación simbólico-material para ellas. Es de conocimiento público que el actual diseño institucional de la CNRR, impide que se convierta pronto en una Comisión de la Verdad como tal(9), con un mandato autónomo y con más efectividad en sus procedimientos de justicia y verdad (Cfr. Jaramillo, 2010a). Muchos de sus críticos, la consideran un escenario profundamente ambiguo y dependiente de sus políticas y decisiones, lo que bloquea sus resultados y pretensiones de llevar a cabo la Reconciliación. Para otros, resulta ser un organismo cuyas acciones operativas en las regiones han terminado desdibujadas y siendo poco eficaces en materia de justicia transicional (Corporación Viva la Ciudadanía, 2008). La segunda, por su parte, lidera por mandato de la CNRR, la "reconstrucción global" del origen y evolución del conflicto armado interno en los últimos 41 años; en particular, la memoria de todos aquellos hechos derivados de los actos cometidos por los grupos armados ilegales, tal y como los define el marco jurídico de Justicia y Paz. Aunque MH ha buscado mantener cierta autonomía acadímica, metodológica y operativa de su trabajo respecto de la CNRR, ganando hasta ahora un importante terreno al respecto, su equipo de investigación ha tenido que trabajar, sorteando disputas y controversias con sectores acadímicos, políticos, organizativos y comunitarios en el país. Los dos primeros cuestionan la "supuesta" autonomía del grupo, así como sus estrategias metodológicas y sus intencionalidades políticas en el levantamiento de la memoria(10). Los dos últimos sectores, entre los cuales se cuentan las organizaciones de víctimas, los familiares y los sobrevivientes, han exigido a MH "negociar" su entrada, aceptación, permanencia y continuidad en las zonas donde recabaron información para los casos emblemáticos o lideraron iniciativas de memoria. Esta negociación se extiende, tambiín a la concertación de aspectos decisivos que deben contener los informes, la participación de las comunidades en ellos y las estrategias de divulgación(11). Para muchos sectores, la gran pregunta que sigue rondando aqueé es ¿queé tanto alcance e impacto podrá tener este ejercicio de fenomenología de las memorias, en un contexto donde no hay transición?

6. Es una justicia subsumida en un ocíano de discursos, narrativas, mercados y luchas. Por doquier se habla de transición, por doquier se lucha contra ella. Por doquier se minimalizan y se maximalizan sus alcances. Algunos discursos emanan de los agentes gubernamentales y de los actores desmovilizados en el proceso, que amparados en la "transición" reclaman de manera minimalista, más reconciliación que justicia y en varios casos "derecho a olvidar". Otros discursos, son propiciados por organizaciones de víctimas, colectivos de derechos humanos, profesionales del activismo, que resguardados bajo la sombrilla de la "transición" demandan de manera muy maximalista y sin dar el brazo a torcer, "políticas de memoria" frente a las "políticas de olvido" del sistema colombiano. A su vez, las narrativas transicionales son usadas por las víctimas, para instrumentar o exigir más justicia, mejores reparaciones, condenas más ejemplares para los victimarios, más verdad histórica y judicial. Pero tambiín las memorias son instrumentadas por los fabricantes de silencios y olvidos. Por si fuera poco, a la par de estos discursos transicionales se hacen más visibles, desde diversos ángulos, innumerables "relatos del conflicto", ya no sólo narrativas oficiales condensadas en informes de gobierno, sino repertorios y tecnologías plurales y performativas sobre el pasado (Uribe, 2009)(12). Por si fuera poco, las memorias de las víctimas se convierten en "bestsellers", como ha pasado con algunos de los informes de Memoria Histórica. A esto se añade la activación de unos "mercados de memoria", las oficiales, las subalternas, las de denuncia, las de resistencia, las negadoras. Y unas "luchas memoriales" que colocan en escena las tensiones entre distintos sectores (víctimas, organizaciones, expertos, organismos de cooperación, perpetradores, jueces, medios de comunicación, entre otros) por la representación del pasado, la descripción del presente y la construcción del futuro de la nación.

4. DEBER DE MEMORIA Y RAZONES DE OLVIDO. ¿ES POSIBLE EL EQUILIBRIO REFLEXIVO?

Frente a este panorama, es innegable que la justicia transicional en Colombia se balancea como un "malabarista" en una "delgada cuerda" entre el deber de memoria y las razones de olvido. Nuestra percepción, es que no estamos al borde del precipicio del olvido impune, porque el proceso tiene cosas interesantes que revelan el potencial del deber y el trabajo de memoria y de la historia. Especialmente desde la experiencia liderada por el grupo de Memoria Histórica con los informes emblemáticos. Sin embargo, sin negar los posibles logros de los cuales no haremos apología aquí(13) si son notorias las dificultades y costos en lo que va de esta experiencia. Habría entonces que darle la razón a los analistas que arguyen que nuestra justicia transicional se caracteriza por un "equilibrio precario" entre la sanción a los criminales y la búsqueda de paz, entre la recuperación de la memoria histórica y jurídica del conflicto a favor de las víctimas y la reconciliación a favor de la unidad nacional (Uprimny y Safón, 2006). Pero ¿a qué obedece éste equilibrio precario? Una primera respuesta nos diría que apostar por "políticas de memoria" o por "políticas de olvido", está determinado seriamente por los contextos de represión y conflicto, por sus legados, por factores institucionales previos y posteriores, por las apuestas de los grupos de poder (Barahona de Brito, Aguilar y González, 2002). Dos casos dicientes, no los únicos, pueden ser el chileno y el uruguayo.

En el chileno, el llamado "deber de memoria" tuvo que "lidiar" con una doble faceta de la "transición". De una parte, con la transición se legitimó políticamente "desde arriba" la democracia como el mecanismo formal para procesar los conflictos y superar el trauma de la dictadura. Pero fue tambiín en la transición donde se construyó socialmente, "desde abajo" "una política del silencio". La diada, democracia y silencio fue la constante para garantizar la "concertación" (Cfr. Lechner y Güell, 2002). El deber de memoria pronto cedió su lugar tambiín a ciertas razones olvidadizas, las cuales fueron sedimentándose en la democracia chilena hasta el día de hoy. A favor de la concertación se canjeó mucha verdad por reconciliación. Por su parte, en Uruguay, el pacto transicional llevado a cabo entre el Partido Colorado y el Frente Amplio con los militares a mediados de los ochenta, permitió una leve transición democrática, pero tambiín "blindó" jurídica y políticamente a estos últimos frente a una posible revisión posterior del pasado. Ello quedaría sellado y ratificado con la figura de Julio María Sanguinetti (1985-1990) y la tristemente cílebre "Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (1986) (Dutrínit y Varela, 2010; Allier, 2010).

Bajo esa lógica, lo que pasó en Chile y en Uruguay, de establecer la primacía de las necesidades de paz y reconciliación nacional sobre las exigencias de castigo a los grandes violadores de derechos humanos", se estaría repitiendo en el caso colombiano, claro está respetando las consabidas diferencias de escenarios y de historias (Cortís, 2008: 88). Así, desde arriba se tejería el discurso de la reconciliación y el dichoso "horizonte transicional", algo que siempre ha repetido Eduardo Pizarro León Gómez, presidente de la CNRR, pero en la base social las acciones del gobierno, al menos de Uribe Vílez - no sabemos aún que pase con el gobierno de Santos-, negarían la existencia del conflicto armado, no se establecerían las medidas de justicia, verdad y reparación lo suficientemente claras para con todas las víctimas, se sería demasiado lapso con las lógicas punitivas frente al victimario y, por si fuera poco, se negaría la responsabilidad histórica del Estado en la guerra y su responsabilidad directa con las víctimas de crímenes perpetrados por agentes estatales.

Otra respuesta, siguiendo a Orozco (2009) es que en nuestra justicia transicional casera, tal y como está operando hoy, existen una serie de disputas, no fácilmente aceptables entre visiones contextualistas - realistas y visiones universalistas -idealistas en torno a la memoria y al olvido. Por este camino, la justicia transicional tiene que resolver al menos dos cosas de gran calibre. De una parte, ser conscientes que cuotas altas de memoria pueden contribuir a la lucha contra la impunidad que para un país como Colombia son elevadas e históricamente acendradas, pero en ocasiones, estas mismas cuotas pueden devenir en obstáculos para la transición. Esto ha llevado entonces al gobierno a privilegiar la idea de que hay que bajarse en los "máximos" de justicia, verdad histórica y judicial, memoria y reparación para favorecer mínimos de reconciliación nacional. El problema es que no se ha ponderado lo suficiente la relación entre reconciliación nacional y reconciliación social, como ha sugerido el filósofo Reyes Mate. De otra parte, tambiín ha implicado reconocer que dosis elevadas de olvido frenan o hacen imposible la justicia, la verdad y la memoria para una nación con díficits importantes en estas materias. Sin embargo, en coyunturas críticas, algunos actores institucionales y sociales, demandarían la necesidad de cierres, especialmente cuando lo que está en juego es una reconciliación nacional que permita la transición del desangre hacia la paz razonable.

Esto último genera aún más dudas. ¿A queé tipo de cierres ceder? ¿Por cuánto tiempo? ¿Bajo queé condiciones? ¿queé paz estar dispuestos a aceptar como razonable? Tendríamos incluso que preguntarnos y para eso serían útiles no dejar de lado las reflexiones filosóficas con las que comenzamos este artículo ¿queé deberíamos estar dispuestos a olvidar de ísta guerra de masacres, donde hay una clara política punitiva del cuerpo?(14). Recordemos además que por más que se quiera, frente al pasado nunca hay un cierre definitivo. Cuando íste retorna, lo puede hacer de formas más radicales en sus demandas. Muchísimos casos en el mundo así parecen ilustrarlo. En nuestro caso, dos elementos que habría que ponderar debidamente frente a un posible cierre del pasado son: el relacionado con la temporalidad del conflicto y la implicación que esto tiene para la reconstrucción histórica; y por otro lado, el problema de la tierra. En el primero, según Justicia y Paz, la gínesis de la guerra en el país, tiene un comienzo en 1964 con la emergencia de las FARC y un posible fin en 2005 con las políticas de transición del gobierno de Uribe Vílez. Pero ¿será aceptable y razonable esto? ¿que se está abarcando y que se está quedando por fuera?, ¿qué estamos entendiendo por olvido, por justicia, por memoria bajo esa génesis y bajo ese final decretado? Alargar y acortar este período tendrá repercusiones en la memoria y olvido que queramos recuperar o decretar para el país. Respecto al segundo, es innegable que el "nudo gordiano" de nuestra guerra sigue siendo la tierra. El asunto es que no está claro cuanta tierra se ha "usurpado" en este conflicto. Algunos analistas hablan de más de un millón de hectáreas; otros más realistas consideran que han sido cinco millones, para algunas organizaciones serían más de 10 millones. A esto se añade que tasar por encima o por debajo lo que ha sido objeto histórico de despojo, especialmente en esta coyuntura donde se está debatiendo la nueva Ley de víctimas, y bajo el criterio de cerrar y cicatrizar las heridas de la guerra, puede generar efectos contrarios y secuelas mayores a las que tenemos hoy.

¿Qué hacer entonces? ¿Imposible pensar en un escenario de "equilibrio reflexivo" entre memoria y olvido para el caso colombiano? Recientemente el profesor Iván Orozco (2009), quien además hace parte del Grupo de Memoria Histórica de la CNRR, ha propuesto una tesis que puede ser interesante debatir, respecto a lo que hemos venido argumentando hasta aqueé. Según él, tanto el "maximalismo memorial" como el "pragmatismo de las razones olvidadizas", vistas por separado generan tensión y disputa, además de enormes costos emocionales y sociales para una nación. Esto último con hondas repercusiones para las víctimas. Sin embargo, examinados de forma imbricada, con sus alcances y limitaciones, podrían garantizar un equilibrio necesario en la aplicación de la justicia transicional. En esta perspectiva, nuestra justicia transicional sería entonces, no sólo un conjunto de mínimos normativos, sino.

"un campo de batalla y negociación entre razones memoriosas y razones olvidadizas" (...) de hibridaciones y mezclas entre razones que miran hacia atrás (las de víctimas, jueces y litigantes) y razones que miran hacia adelante (ejecutivo y políticos)" (...) el lugar donde se despliegan las más fuertes tensiones entre lógicas de justicia y lógicas de reconciliación (...) el lugar donde se confrontan el universalismo de los derechos y el relativismo de las éticas contextuales, las normas abstractas y las medidas concretas de políticas(...) la paz y la justicia, la justicia legal y la justicia política (...), las lógicas de justicia y las lógicas de reconciliación (...) las pasiones retribucionistas y las exigencias del garantismo liberal" (2009: 19; 37; 60-61; 75).

Bajo ese equilibro reflexivo, tal y como lo sugiere el autor, se podría entonces aceptar que al Estado no habría que endilgarle todas las responsabilidades absolutas por la barbarie, pero tampoco eximirlo de ninguna" (2009: 138). Habría más bien que considerarlo un "responsable parcial". En ese sentido, lo que nos estaría diciendo el "equilibro reflexivo" es que en contextos fragmentados y parciales de monopolio de violencia, o de "territorialidades bélicas" y "soberanías en vilo" como el nuestro, si seguimos el clásico argumento de Uribe (2001), la responsabilidad de "garante absoluto" o la "negación de total responsabilidad" pueden acarrear dificultades para los procesos transicionales. Lo que necesitaríamos sería una posición que logre el "óptimo" entre un maximalismo y un minimalismo de culpas, es decir una posición de "responsabilidad parcial histórica del Estado Colombiano". También desde esa perspectiva, se debería aceptar, el argumento de que dado que las responsabilidades por los crímenes están muy repartidas entre las partes en conflicto, lo mejor sería diseminarlas en varios actores. Esto desde luego estaría en consonancia con la famosa tesis de Orozco, discutidísima por cierto, de que en nuestro país, opera una victimización del tipo "horizontal y simétrico", donde víctimas y victimarios deambulan en una especie de "zona gris"(15). . En este escenario, los primeros se constituyen con el tiempo en victimarios y los segundos reclaman, a su vez, su condición de víctimas y el ciclo no se cierra. Y puesto que existen vasos comunicantes entre ellos también se reconoce la necesidad pragmática de ajustar también las reconciliaciones a estos modelos.

Siguiendo la argumentación del profesor Orozco, una alternativa transicional como ésta, alejada de polarizaciones desgastantes, podría despertar "mayor simpatía y espíritu de colaboración en la comunidad internacional y favorecer una solución negociada a la guerra degradada que vive el país" (2009: 140). Sin embargo, aunque a primera vista puede resultar atractivo el argumento, es crucial ponderar lo problemático de estas posiciones, por el peso que pueden tener para enfrentar la memoria y el olvido de nuestra guerra. Es cierto, que aceptar responsabilidades parciales del Estado, o responsabilidades diseminadas en todos los actores ayudaría a generar ambientes favores de negociación y sería una posición si se quiere "higiénica" del conflicto. No obstante, habría que contemplar que tanto favorecen la legitimación y naturalización, no sólo en el discurso sino también en la práctica transicional, de la disolución de responsabilidades jurídicas, morales y políticas "específicas y diferenciadas" de los bandos en conflicto. Por lograr responsabilidades generales, podemos limitar las responsabilidades personales y específicas. Desde nuestro punto de vista, esto acarrearía el riesgo de aceptar lo inaceptable, bajo el pretexto de "equilibrar las cargas de responsabilidades en esta guerra", sobre todo cuando sabemos, por ejemplo, para los casos de Trujillo y El Salado donde ocurrieron masacres, que las intencionalidades, los recursos, las lógicas de terror, las estrategias de victimización de los actores en esta guerra no son simétricas.

De otra parte, nos dice el autor, "una concepción balanceada de la justicia transicional implica llegar a un cierto equilibrio entre responsabilidades colectivas, políticas y legales, sincrónicas y diacrónicas, e individuales" (Orozco, 2009: 141). Pero habría que preguntar ¿cómo garantizar política y jurídicamente el "equilibrio debido" en la sociedad en su conjunto, entre verdad y justicia, entre perdones responsabilizantes y reparaciones integrales, entre normas abstractas y medidas concretas, cuando en la cadena de los procesos transicionales locales y regionales, siguen existiendo eslabones muy débiles, que aún no han sido lo suficientemente atendidos por el proceso de Justicia y Paz por ejemplo, las víctimas que trágicamente hoy les toca fungir como de "segunda" y "tercera" categoría en el país? Y esto no es sólo un tema de reflexión sociológico, sino que tiene un gran contenido filosófico ¿cómo estamos entendiendo hoy a la víctima? Si bien el profesor Orozco reconoce que existe "un enorme diferencial de poder entre ellas, dado que no son los mismos poderes con los que cuentan las víctimas de la guerrilla que aquellos con los que cuentan las víctimas de los paramilitares" (Orozco, 2009: 193), la verdad es que estamos frente a un escenario demasiado ambiguo para con ellas y para la generación de un equilibrio transicional debido. Por ejemplo, no se ha resuelto y quizá no sea fácilmente resoluble por ahora la tensión entre los poderes diferenciales de las víctimas y de los actores de la guerra y las expectativas sociales de la nación (González, 2010). Además, no sólo hay diferenciales de poder entre víctimas de un lado y otro, sino también un porcentaje elevado de unas "muy débiles" "extremadamente débiles" vengan de donde vengan. Específicamente porque aún no tienen acceso fácil a los procedimientos de justicia por los lugares tan lejanos donde viven, o porque no cuentan con representantes legales oficiosos, o porque no pueden acceder a las versiones libres por falta de recursos o por temor, o porque no entienden o se niegan aceptar que en las versiones libres algunos temas siguen siendo vedados, por ejemplo la "tierra"; también están aquellas que desconocen en su "integralidad" los procesos jurídicos o las instancias directas a las que acudir para denunciar o solicitar reparación, o que incluso son instrumentalizadas por líderes inescrupulosos, funcionarios públicos o mercaderes del activismo.

REFLEXIÓN FINAL

Cerramos, aduciendo que aunque sugestiva la idea de encontrar un equilibrio reflexivo entre razones de olvido y razones memoriosas, aún es difícil de lograr en las actuales circunstancias. Por ahora, no tenemos las respuestas sobre cómo hacerlo. Sólo hemos querido profundizar aún más en el debate. Si se quiere, un equilibrio de este tipo exige desplegar y combinar en la escena pública un amplio repertorio de razones filosóficas, instrumentos y políticas, no desequilibrándose la balanza a favor de unos y en contra de otros. Un buen comienzo sería un reconocimiento pleno de parte del actual gobierno de que estamos en una guerra, o al menos en un conflicto armado interno, y no solo frente a una "amenaza terrorista". De otra parte, exigiría, entre otras cosas, repensar las penas alternativas que hay para los victimarios en este momento. Así mismo, exigiría un proyecto de Ley de Víctimas, ajustado a las demandas reales de las víctimas históricas y no únicamente a las razones fiscales o de seguridad del Estado, como hasta ahora se ha discutido por parte de algunos sectores no proclives a esta iniciativa. Demandaría también seguir trabajando en estrategias permanentes y plurales de reconstrucción de memoria histórica (en esto es lo que más y mejor se ha avanzado), tanto por parte de la institucionalidad como por parte de diversos sectores sociales y comunitarios. A esto se sumaría la lucha por garantizar opciones de reparación material y simbólica, colectiva e individual más programáticas a las que existen hoy. Justicia y Paz ha sido un comienzo, mal o bien, pero un comienzo necesario. El asunto es que no puede quedarse en el imaginario nacional como eso. No se puede desaprovechar el enorme marco de oportunidad política que se abrió con ello. Sin embargo, somos del parecer que debe darse paso hoy a una estrategia más integrada para seguir pensando ¿qué tanta memoria necesitamos?, ¿qué tanto olvido nos merecemos como país?. Para terminar recogemos nuevamente la sugerencia de Reyes Mate de la necesidad del "valor hermenéutico del pasado". Hoy nuestra justicia transicional casera necesita de un ejercicio hermenéutico, no solo de una pragmática política. Requerimos de un trabajo fenomenológico y epistemológico de la memoria y del olvido (Ricoeur, 2004). Ello demandaría un trabajo amplio de varios sectores, de los expertos, de los políticos, de la academia, de las víctimas, de las organizaciones y de los organismos internacionales, para "afinar la mirada", frente a "lo que pudo ser y quedó frustrado" y sobre todo para descubrir en ello posibilidades latentes que pueden ser activadas" (Reyes Mate: 2008: 25).


COMENTARIOS

1 A este respecto, consultar, Allier (2010); Nora (2008); Reyes Mate (2008); Orozco (2009); Rabotnikof (2007); Todorov (2000); Bensoussan (1998).

2. No es nuestra intención debatir aqueé los desarrollos históricos y conceptuales de este tipo de justicia. Podemos simplemente afirmar que ella se ha transformado desde la Segunda Guerra Mundial (con los juicios llevados a cabo en Nüremberg y Tokio), encontrándose actualmente en un momento de "expansión y normalización". Para una ampliación de este tema se recomiendan los trabajos de Teitel (2003; 2000); De Greiff (2006); Elster (2006); Osiel (2000); Uprimny y Safón (2006). Además, a lo largo del siglo XX, se ha visto fortalecida y delimitada en "su núcleo normativo duro" por los avances en los instrumentos internacionales de derechos humanos, del derecho internacional humanitario y del derecho penal internacional. Para una ampliación de esto se sugiere el reciente texto de Rincón (2010).

3. Un trabajo de reciente factura al respecto es del Castillejo (2009), especialmente su abordaje, en óptica comparativa, entre el caso sudafricano y el colombiano.

4. Pese a la modificación de su intensidad, a la mutación sufrida por las estructuras de guerra o a la transformación de las relaciones de fuerza entre los distintos actores (por ejemplo, la "derrota estratégica" de las FARC desde finales de los noventa o el rearme de muchos desmovilizados y la profundización del rearme del Estado colombiano) la característica de nuestro conflicto es su "persistencia" en muchas de sus lógicas y expresiones en varias zonas del país.

5. Esta área desarrolla sus actividades desde el 2006 y la conforman un grupo de diecisiete investigadores nacionales y un comité consultivo de ocho académicos extranjeros. Su principal objetivo es "elaborar y divulgar una narrativa global sobre el conflicto armado en Colombia". La metodología utilizada son los "casos emblemáticos", que permiten ilustrar, a partir de la reconstrucción de eventos y situaciones concretas de violencia vividas por determinadas comunidades, la magnitud de los conflictos, las disputas entre actores, las lógicas y mecanismos de terror, los impactos sobre la población y las iniciativas de resistencia. Desde el 2008 hasta ahora se han producido cinco informes sobre masacres (Trujillo, El Salado, La Rochela, Bojayá y Bahía Portete); tres informes temáticos (memorias en tiempos de guerra, memoria y género en Costa Caribe y despojo de tierras) y unas herramientas metodológicas para reconstruir memoria histórica. Para ampliar, se sugiere visitar http://www.memoriahistorica-cnrr.org.co.

6. Es de aclarar a que la "negación del conflicto" no fue una posición compartida de forma unánime por los funcionarios del gobierno de Uribe Vélez. Al respecto es interesante analizar el papel del Grupo de Memoria Histórica que adscrito a la CNRR (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación), organismo cuestionado por varios sectores, dejó planteadas con los informes emblemáticos que ha ido entregando sobre la memoria del conflicto sendas responsabilidades, por acción u omisión, de agentes estatales en las masacres ocurridas en distintas zonas. Esta indagación hace parte de la tesis doctoral de uno de los autores de este artículo.

7. Frente al tema es clave reconocer que con los discursos transicionales se corre el riesgo de que exista una distribución desigual de poder de enunciación y posicionamiento de responsabilidades y demandas entre los actores. Esto es lo que ha pasado en Colombia, entre el Estado y las víctimas.

8. Condenas de ocho años, proferidas a Uber Enrique Bánquez Martínez, alias "Juancho Dique", y Edward Cobos Téllez, alias "Diego Vecino". Sus condenas fueron por tres masacres cometidas en Bolívar.

9. La creación de esta comisión fue sugerida en 2009 al gobierno nacional, por la Corte Suprema de Justicia. Su solicitud iba encaminada a esclarecer los crímenes cometidos por los paramilitares que se desmovilizaron al amparo de la Ley de Justicia y Paz. Este llamado se hizo en el marco de un serio cuestionamiento, luego de cuatro años, a la efectividad de los procesos judiciales amparados en esta Ley. Recientemente, el Alto Comisionado para la Paz, Frank Pearl, aseguró que no se necesita una comisión de la verdad en el país, puesto que ya existe un Área de Memoria Histórica para ello, y eso sería duplicar funciones de forma innecesaria. Cfr. "No necesitamos una comisión de la verdad". El Espectador, Junio 19 de 2010. En entrevista de uno de los autores de este artículo, con varios de los miembros de este grupo, pese a las declaraciones del Alto Comisionado, se hizo la salvedad de las diferencias radicales entre uno y otro escenario, aunque también se ponderaron las implicaciones de que éste grupo contribuyera en un mediano plazo a la creación de una comisión de la verdad.

10. En conversaciones que sostuvo uno de los autores de este artículo, con algunas organizaciones sociales y expertos en violencia, se habló de que este grupo, pese a lo loable de su tarea, puede correr el riesgo, al menos en esta coyuntura de Justicia y Paz y de la seguridad democrática, de "emblematizar la memoria", "volverla un patrimonio de expertos", "ser funcionales al sistema". Aún así, estas "visiones desde fuera" deben ser ponderadas con una "etnografía desde dentro" alrededor de lo que este grupo está encontrando y posicionando a favor de visibilización de la memoria del desangre en el país. Aproximaciones más amplias sobre el tema se pueden encontrar en (Jaramillo, 2010b).

11. Estos asuntos fueron abordados en conversaciones con algunos miembros de MH.

12. Estos repertorios condensan estrategias corporales, visuales, sonoras, auditivas entre otras.

13. Se invita al lector a revisar algunos balances importantes al respecto, desde distintas posiciones (Orozco, 2009; Pizarro, 2010; Rangel, 2009; Díaz, Sánchez y Uprimny, 2009).

14. El termino de "política punitiva sobre el cuerpo", lo extraemos de Blair (2010), quien hace un análisis interesante sobre las lógicas y estrategias de terror sobre el cuerpo y la mecánica del sufrimiento en la guerra colombiana. Respecto a las masacres, el grupo de Memoria Histórica ha hablado de unas 2.505 masacres, con 14.660 víctimas, entre 1982 y 2008 (CNRR- Memoria Histórica, 2008).

15. Para una discusión amplia sobre el tema se recomienda revisar la noción de "victimización múltiple" que sugieren Uprimny y Safón (2005); también la discusión de Cortes (2009) y la Brunkhorst (2007a; 2007b) especialmente, de este último autor, su noción de que los procesos de victimización siempre son verticales, y la necesidad del "uso público de la historia" para desenmascarar los contenidos ideológicos de posturas que hacen que los victimarios aparezcan como víctimas. La respuesta de Orozco a algunas de estas posturas se puede rastrear en Orozco (2007).


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