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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.24 no.72 Bogotá Aug. 2011

 

LO POLÍTICO EN LA GUERRA CIVIL COLOMBIANA(1)

WHAT IS POLITICAL IN THE COLOMBIAN CIVIL WAR

Mauricio Uribe López

Profesor del Centro Interdisciplinario de Estudios sobre Desarrollo CIDER de la Universidad de los Andes. Correo Electrónico: muribe@uniandes.edu.co


RESUMEN

El argumento básico del artículo controvierte la idea de que la baja representatividad social y los motivos interesados de los actores armados los descalifican como actores políticos. Se apoya en la distinción schmittiana amigo/enemigo para argumentar que una guerra civil es –con independencia de los motivos de las partes- siempre política en la medida en que la intensidad de la enemistad anteponga el animus belli al animus furandi. Señala –en concordancia con el planteamiento de Stathis Kalyvas- que la representatividad social de las partes es endógena a la guerra civil y no puede ser usada como criterio previo para su identificación. El ocultamiento de la guerra civil colombiana expresa la intención de exculpar a las élites y a la sociedad.

Palabras clave: Guerra Civil, Carl Schmitt, Élites, Contrainsurgencia, Derecho de Gentes


SUMMARY

The basic argument of the article controverts the idea that the low social representativeness and the interested motives of the armed actors disqualify them as political actors. It is supported by the friend/enemy Schmittian distintion to argue that a civil war is always political -independently of motives by the parties–, inasmuch as the intensity of enmity gives preference to the animus bel li over the animus furandi. The article points out –in concordance with the proposal of Stathis Kalyvas- that social representativeness of the contending parties is endogenous to the civil war and cannot be used as a previous criterion for its identification. The concealment of the Colombian civil war portrays the intention of exculpating the elites and the society.

Keywords: Civil war, Carl Schmitt, elites, contrainsurgencia, International Law


INTRODUCCIÓN

Este artículo se apoya en el concepto que de lo político propone Carl Schmitt no sólo para argumentar la existencia de una guerra civil en Colombia, sino también para reivindicar su carácter político. Se entiende que dicha reivindicación es necesaria para dos propósitos: acotar la barbarie en la guerra y acortar su duración para ponerle fin a los horrores morales. El jurista alemán no era indiferente a la necesidad de evitar la deshumanización de las guerras y ponerle coto a los excesos a los que la lógica del enemigo absoluto suele conducir.

En este punto nos encontramos con la primera preocupación normativa de toda la teoría schmittiana: la necesidad perentoria de impedir la criminalización en la esfera de lo político, y, puesto que el partisano pertenece a éste ámbito, la tarea de establecer la guía que permita distinguirlo del criminal puro (Giraldo Ramírez, 2009: 112).

El artículo se divide en dos partes. La primera argumenta el carácter político de la oposición armada en Colombia y de los actores, también armados, que forman parte de la configuración contrainsurgente. Esa parte se divide a su vez en cinco secciones: la primera plantea el argumento schmittiano de la distinción amigo enemigo como distinción específica de lo político; la segunda recalca la importancia de dicha distinción para evitar la deshumanización y alargamiento de las guerras; la tercera repasa el uso selectivo de la tradición del derecho de gentes en Colombia; la cuarta presenta la tendencia internacional hacia la criminalización de las guerras y la reinstalación en el mundo contemporáneo del lenguaje medieval de la guerra justa; la quinta, aborda el carácter específicamente político de la guerra civil colombiana.

La segunda parte del artículo argumenta la importancia de reconocer la guerra civil que ha padecido Colombia. Allí se señala que su negación cobija con un manto de inocencia a la sociedad y a las élites. Un manto que ha impedido la relativización de la enemistad necesaria para acotar la barbarie y que ha hecho más estrechas las posibilidades de una negociación política.

1. EL CARÁCTER POLÍTICO DE LAS GUERRAS CIVILES: ALGUNAS PISTAS EN CLAVE SCHMITTIANA

1.1 La distinción amigo-enemigo y el vínculo constitutivo entre política y violencia

La guerra es un horror moral y una empresa política. Negar lo segundo aumenta el riesgo de acentuar lo primero. La guerra no es simplemente un instrumento de la política como se desprende de la célebre fórmula de Clausewitz. Aquella es política porque la violencia, potencial o efectiva entre conjuntos de personas, constituye la especificidad de lo político. La brecha entre Schmitt y Clausewitz expresa, hasta cierto punto, la brecha "entre una concepción polémica de la política y una concepción política de la guerra" (Giraldo Ramírez, 2009: 118,119).

Si queremos indagar acerca de los criterios que definen lo político –argumenta Carl Schmitt- es necesario diferenciarlo de los criterios que definen la especificidad de lo moral, de lo económico, de lo estético. Si se supone –plantea el jurista- que la distinción específica de lo moral es entre el bien y el mal; de lo económico, entre lo rentable y lo no rentable; de lo estético, entre lo bonito y lo feo... ¿cuál es, entonces, la distinción específica de lo político?

Pues bien, la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo...El sentido de la distinción amigo-enemigo es marcar el grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una asociación o disociación... El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él (Schmitt, 1932:56,57).

No obstante, la distinción amigo enemigo no implica que el dominio de lo político sea, necesariamente, el escenario trágico de un permanente enfrentamiento violento. De hecho, lo político también se define por los esfuerzos orientados a evitar la lucha sangrienta. Lo decisivo es que aquella esté presente, aún como posibilidad: "El que este caso se produzca sólo excepcionalmente no afecta a su carácter determinante, sino que es lo que le confiere su naturaleza de fundamento..." (Schmitt, 1932:65). Esa excepcionalidad es la que devela el núcleo de lo político. La lucha real es la amenaza latente en la enemistad. Schmitt anota que: "Es por referencia a esta posibilidad extrema como la vida del hombre adquiere su tensión específicamente política" (Schmitt, 1932:65).

Aclara el jurista alemán que ese criterio de distinción no agota todo el contenido de lo político pero permite identificar lo que de éste resulta irreductible a otros dominios. La distinción amigo-enemigo no sólo es irreductible a lo moral, a lo económico o a lo estético, sino también a lo privado. No cualquier adversario es un enemigo (hostis). Dado que sólo en la esfera de lo privado tiene sentido el amor o el odio hacia el adversario, al enemigo –aclara Schmitt- no hace falta odiarlo.

Enemigo es un conjunto de hombres que siquiera eventualmente, esto es, de acuerdo con una posibilidad real, se opone combativamente a otro conjunto análogo. Sólo es enemigo el enemigo público, pues todo cuanto hace referencia a un conjunto tal de personas, o en términos más precisos a un pueblo entero, adquiere eo ipso carácter público (Schmitt, 1932: 58,59).

De hecho, como lo había precisado Max Weber, lo que confiere carácter político a una asociación es el medio (eventualmente elevado a fin) de la coacción física. Una asociación de dominación sólo debe llamarse política en virtud de la garantía continua de amenaza y aplicación de la fuerza física dentro de un ámbito geográfico determinado (Weber, 1922:44). Poco menos de tres siglos antes que Weber, Hobbes señaló el núcleo violento del pacto por el cual la multitud se une en la civitas. Al identificar la seguridad como el fin del Estado, el filósofo de Malmesbury calificó la coacción estatal como ese poder visible que mantiene a los hombres a raya e impide, "esa miserable condición de guerra" en que desembocan sus "pasiones naturales" (Hobbes, 1651:137).

1.2 La distinción amigo-enemigo como freno a la extrema deshumanización de las guerra civiles

Según Weber la asociación política (el "instituto político") que en su pleno desarrollo es enteramente moderna es el Estado. No cualquier Estado sino aquél que está "en correspondencia con el moderno tipo del mismo" (Weber, 1922:45). Para Schmitt, los moldes de esas asociaciones no siempre encajan en los moldes de los Estados como tal vez lo hicieron, en el cenit de la modernidad europea. Hubo un tiempo –escribe con nostalgia el jurista prusiano- en el que "el Estado, esa joya de la forma europea y del racionalismo occidental" logró "algo completamente inverosímil: instaurar la paz en su interior y descartar la hostilidad como concepto jurídico" (Schmitt, 1963:40). En los moldes de ese tiempo, el primer axioma de Schmitt: "El concepto de Estado presupone el de lo político", implica que lo estatal remite a un tipo particular de distinción amigo-enemigo: la que tiene lugar en el ámbito de la política exterior. Al interior del Estado no habría, en principio, espacio para la política sino para la policía.(2) El caso problemático en ese contexto es el surgimiento de la enemistad al interior de un Estado, es decir, el caso de la guerra civil.

Guerra es una lucha armada entre unidades políticas organizadas, y guerra civil es una lucha armada en el seno de una unidad organizada -que sin embargo se vuelve justamente por ello problemática (Schmitt, 1932:62).

El autor de "El Concepto de lo Político" señalaba allí que la determinación de un enemigo interior impone al Estado la necesidad de regresar a la situación normal con la urgencia de decidir la lucha "por la fuerza de las armas", "fuera de la constitución y del derecho" (Lorenz von Stein citado por Schmitt, 1932:76). En este punto, y tal vez motivado por su ideología –como sugiere Enrique Serrano Gómez (2010)- el realismo político schmittiano renuncia a reconocer cierta correspondencia -en cuanto al propósito de la relativización de la enemistad- entre el Derecho de Gentes del Ius Publicum Europaeum y el Estado de Derecho.

Mientras en el derecho entre Estados la "guerra puede ser limitada y circunscrita" a regulaciones; al interior de cada Estado, el llamado schmittiano es a deshacerse de las "ataduras constitucionales". Sin embargo en el "Prólogo" de 1963, Schmitt toma nota de la forma en que los moldes de la unidad política ya no encajan uno a uno en los moldes de la estatalidad. La distinción entre "afuera" y "adentro" de los Estados se hace borrosa, y con ella también las distinciones entre militar y civil, guerra y paz, privado y público. Esa bruma, así como las "nuevas formas y métodos contemporáneos de la guerra nos fuerzan a reconsiderar el fenómeno de la hostilidad" (Schmitt, 1963: 47). Ello implica regresar a la especificidad de lo político, núcleo de la concepción política de la guerra: la distinción amigo enemigo.

Esa reconsideración abre la puerta a la posibilidad de que al "interior" de las porosas demarcaciones de los Estados, haya no sólo "policía" sino también política en el tratamiento de sus competidores armados. De modo que la imperiosa necesidad de frenar la "aterradora pretensión de negar al enemigo la calidad de hombres" que conduce "la guerra a la más extremada inhumanidad" (Schmitt, 1932:84) se aplique, no sólo a las guerras entre Estados sino también a las guerras civiles. Esto en vista de que la propia distinción entre aquellas no es tajante (Kaldor 1999, Waldmann, 2003; Giraldo Ramírez, 2009). 

La regulación y la clara delimitación de la guerra suponen una relativización de la hostilidad. Toda relativización de este género representa un gran progreso en el sentido de la humanidad. Desde luego no es fácil de lograr, ya que para los hombres resulta difícil no considerar a su enemigo como un criminal. Sin embargo el derecho internacional europeo referente a las guerras territoriales entre países consiguió dar este sorprendente paso. Queda por saber hasta qué punto lograrán algo semejante otros pueblos cuya historia tan sólo conoce guerras coloniales y civiles (Schmitt, 1963:41).

 1.3 Derecho de gentes y élites en Colombia

La Corte Constitucional de Colombia admitió en 1997, una demanda del General Harold Bedoya contra una disposición del Código Penal de la época que consideraba conexos, los delitos cometidos en combate y el delito político.(3) La Corte declaró inexequible esa disposición argumentando, entre otras cosas, que los "delitos políticos corresponden a formas desviadas de acción política que suscitan una respuesta represiva que, primordialmente, debe manifestarse y concluir en un proceso judicial" (Sentencia C-456/97). Los magistrados Carlos Gaviria y Alejandro Martínez, quienes salvaron su voto, advirtieron sobre el riesgo de que la judicialización punitiva de la guerra condujera a su a degradación.

...[C]reemos que la Corte se equivoca profundamente cuando afirma que la norma declarada inexequible convertía a las partes en el conflicto armado interno en "enemigos absolutos, librados a la suerte de su aniquilación mutua". Por el contrario, esa disposición tendía a civilizar la confrontación, en la medida en que privilegiaba los actos de combate que se adecuaban a las reglas del derecho humanitario, mientras que penalizaba las violaciones a estas normas. Por ello, y ojalá nos equivoquemos, lo que efectivamente puede intensificar la ferocidad de la guerra entre los colombianos es la propia decisión de la Corte, pues ésta desestimula el respeto de las reglas del derecho humanitario. En efecto, si a partir de la sentencia, un homicidio en combate es sancionable en forma independiente como si fuera un homicidio fuera de combate ¿qué interés jurídico podrá tener un alzado en armas en respetar las normas humanitarias? Desafortunadamente ninguno, por lo cual, paradójicamente, en nombre de la dignidad humana, la sentencia corre el riesgo de estimular la comisión de conductas atroces de parte de los rebeldes y los sediciosos (Gaviria Díaz y Martínez Caballero, 1997)

Esa decisión asestó un duro golpe a la figura del delito político(4) en un país que había aprendido a hacer uso de ella desde las guerras civiles del siglo XIX (Orozco Abad, 1992). Los caudillos de ese tiempo no disponían ni de capital ni de medios de coerción comparables a los que lograron concentrar los Tudor y Richelieu (Tilly, 1990). Cada caudillo era consciente de la imposibilidad de imponerse sobre los demás. La probabilidad de derrota era alta, de modo que el derecho de gentes era una institución racionalmente adoptada por actores que compartían cierta aversión al riesgo.

El Derecho de gentes hace parte de la legislación nacional. Sus disposiciones regirán especialmente en los casos de guerra civil. En consecuencia, puede ponerse término a ésta por medio de tratados entre los beligerantes, quienes deberán respetar las prácticas humanitarias de las naciones cristianas y civilizadas (Constitución Política de los Estados Unidos de Colombia, Artículo 91,1863)(5).

El artículo 121 de la Constitución de 1886 sustituyó parcialmente al derecho de gentes por la figura punitiva del Estado de Sitio.(6) Sin embargo aquel sobrevivió "a la manera de un estado de sitio político-militar" (Orozco, 1992:200). El constituyente de 1886 buscó que "perdurara como estatuto de uso alternativo y complementario del estado de sitio punitivo para el tratamiento del enemigo interior" (Orozco, 1992:200).

El gobierno de José Manuel Marroquín (1900-1904), fiel a la pauta trazada por "La Ley de los Caballos" - estatuto de seguridad nacional adoptado por la tercera administración de Rafael Nuñez (Valencia Villa, 1987:177)-  renunció a aplicar el derecho de gentes del estado de sitio político-militar, rehusó negociar con los rebeldes liberales calificándolos como cuadrillas de malhechores, e impidió con esta conducta –afirma Orozco (1992:204)- un acortamiento –y un acotamiento- de la Guerra de los Mil Días (1989-1902). En la reforma de 1910 se eliminó la expresión "en su defecto" para referirse a la aplicabilidad del derecho de gentes:

En caso de guerra exterior o de conmoción interior podrá el Presidente, con la firma de todos los Ministros, declarar turbado el orden público y en estado de sitio toda la República o parte de ella. Mediante tal declaración, el Gobierno tendrá, además de las facultades legales, las que, conforme a las reglas aceptadas por el Derecho de Gentes, rigen para la guerra entre naciones (Artículo 33 del Acto Legislativo Número 3, 1910)(7).

No obstante, al quedar el estado de sitio político-militar y el policivo-punitivo en el mismo artículo 121 de la Constitución de 1886 (vigente hasta 1991), las élites confundieron conciente y discrecionalmente sus ámbitos de aplicación. Así, se ha dado un tratamiento meramente delincuencial a los movimientos guerrilleros y un tratamiento militar a las organizaciones y movimientos con reivindicaciones sociales (Orozco, 1992)(8).

La disposición general –con excepciones como la de Marroquín- a aplicar el derecho de gentes en las guerras del siglo XIX pudo deberse –argumenta Luis Alberto Restrepo- al hecho de que se trataba de luchas entre élites regionales donde el pueblo era usado como "carne de cañón". La relativización del enemigo operaba porque al fin y al cabo éste sería un "socio inevitable en la construcción nacional". En cambio, desde los años sesenta los combatientes ya no pertenecen a fracciones de la élite sino que son campesinos, pobladores y miembros de élites emergentes que han irrumpido violentamente, apalancadas en los recursos del narcotráfico.(9) Así las cosas, las viejas élites y las nuevas que se instalan, tienen los incentivos para favorecer "el tratamiento discriminatorio del delincuente político y la asimilación del simple contrincante social al enemigo militar" (Orozco, 1992:60).

1.4 Sustitución de la política por la policía en el orden internacional

Con el Tratado de Westfalia (1648) cobró vida la sustitución de la doctrina de la guerra justa por la del enemigo justo. Sin embargo, piezas clave de la obra de Francisco de Vitoria y Hugo Grocio, el derecho de gentes del Ius Publicum Europaeum, se desmontaron parcialmente a lo largo del siglo XX. Algunos de los pasos en esa dirección fueron el Tratado de Versalles (1919), el Tratado Briand-Kellog (1928), y el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas (1945).(10) Por supuesto un proceso tan largo incluye "elementos tan heterogéneos y ambiguos" como para señalar una tendencia unívoca y exclusiva (Giraldo Ramírez, 2009:88).

Dos aspectos de ese desmonte parcial son problemáticos. Uno, es el de la proscripción de la guerra. Sin su reconocimiento se genera un vacío normativo y se echa por la borda la oportunidad de "permitir que las reglas de la guerra protejan a los individuos del modo más amplio posible" (Ingrid Detter, citada por Giraldo Ramírez, 2009:59). Negar la guerra significa actuar como si se estuviera en paz, con lo cual, la distinción entre combatiente y no combatiente -propia de una situación de guerra- deja de considerarse relevante. Al evaporarse ese principio de distinción se da rienda suelta a toda clase de atrocidades cometidas desde todos los flancos. Dos, la criminalización del combatiente -y el destierro de la figura del delito político - lo sitúa en el plano de la enemistad absoluta que también induce a la barbarie. En ese plano se dificulta concebir y llevar a cabo acuerdos de paz. De lograrse éstos, su sostenibilidad es muy incierta.

La forma en que una guerra se lleva a cabo y las acciones que le ponen fin perduran en la memoria histórica de los pueblos y pueden configurar el escenario para la guerra futura. Este deber de los estadistas siempre tiene que tenerse presente (Rawls, 1999:35).

Lejos del cinismo de convertir la explicación en justificación, no parece recomendable en todo caso que las perspectivas normativas tomen demasiada distancia de la realidad. "El realismo no se funda en el apaciguamiento del poder y los ideales no son ajenos a las consideraciones pragmáticas" (Akhavan, 2001:10). El maximalismo puede desencadenar dos efectos indeseados y concurrentes: degradar y alargar las guerras. Así por ejemplo, el acuerdo que puso fin en 1999 a la guerra de Sierra Leona, fue objetado por periodistas y activistas de derechos humanos quienes argumentaban que "los rebeldes eran criminales violentos y no revolucionarios políticos y que, por tanto, era inmoral el garantizarles amnistía e invitarles a participar del nuevo gobierno" (Kalyvas, 2005:54).

Aunque Akhavan (2009) muestra que no hay evidencia – en el caso de los tribunales internacionales de justicia- que respalde la afirmación de que éstos desincentivan la paz; e ilustra con varios ejemplos (Uganda, Costa de Marfil, Sudán, etc.) cómo la sola amenaza de enjuiciamiento ha inhibido la continuación de las atrocidades, advierte que quienes defienden cierto "romanticismo judicial" suelen pasar por alto las complejidades de los conflictos e ignoran que en algunas circunstancias específicas –en aras de salvar vidas- es necesario –al menos temporalmente- lidiar con alternativas diferentes al enjuiciamiento. El profesor iraní, firme partidario de la jurisdicción penal internacional, no ignora los riesgos de un enfoque punitivo maximalista e inflexible.

El capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas fue un paso muy claro en la sustitución de la política por la policía en las relaciones internacionales. Su efecto empero, se hizo claramente visible una vez terminó la Guerra Fría (Giraldo Ramírez, 2009). En el interregno desde 1945, la bipolaridad y las guerras de descolonización habían morigerado su efecto. Al fin y al cabo, las guerras anticoloniales estaban en sintonía con la fundación de nuevos Estados en momentos en que las dos superpotencias veían con buenos ojos "una oleada descolonizadora que debilitaba a sus competidores europeos" (Giraldo Ramírez, 2009: 73). El artículo 42 de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que declara como potestad del Consejo de Seguridad definir las condiciones que ameritan el ejercicio de la fuerza "necesaria para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales" y el artículo 51 de la misma que plantea la discrecionalidad del Consejo en la interpretación del "derecho inmanente a la legítima defensa"(11) expresan, un retroceso en dirección hacia la doctrina medieval de la guerra justa que ya se venía gestando en los círculos académicos wilsonianos.

En las discusiones académicas actuales sobre el derecho internacional, especialmente en lo que se relaciona con la cuestión de la guerra justa, el derecho internacional de la Europa Cristiana medieval es invocado y usado de forma peculiar y contradictoria. Esto es válido no sólo para aquellos académicos que continúan trabajando con el sistema y el método filosófico tomista... Vale también para los numerosos argumentos y construcciones con las cuales, los teóricos de la Liga de las Naciones en Ginebra, y los juritas y políticos estadounidenses se han esforzado en usar las teorías medievales, sobre todo aquellas relacionadas con la guerra justa, para sus propios propósitos (Schmitt, 1950:56).

La relativización de la enemistad pierde terreno frente al enfoque del enemigo absoluto de las "guerras justas" (bellum iustum). Se trata de guerras que la "comunidad internacional"(12 ) libra en nombre de la humanidad y de los principios humanitarios. En contravía de la responsabilidad que recae sobre sus hombros, las potencias occidentales han probado reiteradamente no respetar las normas que ellas mismas han creado. Un blogger iraquí cuyo seudónimo es Salam Pax escribió: "Respecto al derrocamiento de Saddam [Hussein]: Perdónenme que no hubiera salido a lanzarles flores a los misiles que caían sobre nosotros" (Citado por Giraldo Ramírez, 2009:90).

El enfoque económico de codicia (greed) y agravio (grievance) en la explicación del inicio (Collier y Hoeffler, 2000) y prolongación (Collier, Hoeffler y Söderbom, 2001) de las guerras civiles, ha añadido –advierte Stathis Kalyvas- el argumento de señalar la rebelión como una empresa predatoria a la metáfora de la criminalización de los actores armados. Sin embargo las preguntas frente a ese enfoque son: "¿La guerra se sostiene con el objetivo de saquear recursos?, o más bien ¿Se saquean recursos para poder sostener la guerra?" (Kalyvas, 2005:57).

De hecho las guerras nunca han sido desinteresadas. En medio de su análisis sobre el papel de la guerra en la construcción del largo proceso de construcción europea, Charles Tilly se pregunta por qué, al final de cuentas, ocurren las guerras. Responde que hay un hecho central y trágico relativamente simple: la coerción funciona. "Aquellos que usan una fuerza sustancial sobre los suyos –aclara- obtienen de ellos obediencia y de esa obediencia derivan ventajas en términos de dinero, bienes, deferencia, y acceso a los placeres que son negados a la gente menos poderosa" (Tilly, 1990:70).

La parábola de sustitución de lo político por lo policial en las normas internacionales fue completada y apuntalada por la cruzada que emprendió la administración Bush, luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Esa mezcla de derecho internacional y de cruzada antiterrorista ha dado lugar a que –como sugiere Iván Orozco (1992)- en el desmoronamiento de las distinciones entre combatiente y no combatiente así como entre criminal común y delincuente político, halcones y palomas compartan –a veces- una incómoda alianza.

1.5 La especificidad de lo político en la guerra civil colombiana

El discurso oficial de los últimos años en Colombia estuvo en sintonía con el lenguaje internacional de proscripción y ocultamiento de la guerra y con la criminalización del enemigo. La inscripción de la guerra civil colombiana en la agenda global contra el terrorismo llegó a plantear las cosas en los términos de una "guerra justa".

La constante histórica de las élites colombianas de usar el derecho como carta de batalla (Valencia Villa, 1987) se expresó en el artículo 71 de la ley 975 de 2005  o "Ley de Justicia y Paz". Dicho artículo planteó una excepción sesgada y contradictoria con la postura oficial de proscribir el delito político. Esa excepción se explica en parte por las reconfiguraciones internas del bloque social dominante. Con pragmatismo, el gobierno y sus mayorías en el Congreso trataron de introducir una ampliación del delito de sedición tipificado en el Código Penal(13). Según el artículo 71 también incurrirían en "el delito de sedición quienes conformen o hagan parte de grupos guerrilleros o de autodefensa cuyo accionar interfiera con el normal funcionamiento del orden constitucional y legal".

Que la ley pusiera formalmente al mismo nivel a los grupos guerrilleros y a las autodefensas (paramilitares) motivó una objeción de fondo por parte de un grupo de ciudadanos quienes, encabezados por el jurista Gustavo Gallón, demandaron el citado artículo y otros aspectos de la misma ley ante la Corte Constitucional. El argumento era que en la legislación colombiana el paramilitarismo nunca se había considerado delito de sedición y que hacerlo, "no corresponde al concepto de delito político, que tiene como uno de los elementos fundamentales la oposición al Estado"(14). El artículo 71 finalmente se cayó por razones de procedimiento argumentadas en la Sentencia C-370 de 2006.

No es este el espacio –ni el autor tiene la competencia- para discutir acerca de la validez jurídica de aplicar el tipo penal de la sedición a los grupos paramilitares(15). El contexto del debate era complejo dado que estaba marcado por una realidad incontrovertible: el artículo era un traje cortado a la medida de los paramilitares, aunque en ese momento el gobierno sostenía algunas conversaciones con el ELN. El hecho relevante era que las FARC no estaban en las cuentas reales de la ley 975, aún cuando formalmente aquella incluyera a todos los "grupos armados organizados al margen de la ley"(16).

Para el gobierno primaba frente a las FARC, la retórica antiterrorista. Ni el exterminio de la Unión Patriótica ni los millones de desplazados –afirma Iván Orozco- le sugerían a la administración del Presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) que:

...si las guerrillas hoy no cuentan con bases sociales –o por lo menos no con las mismas que contaban en el pasado- no es únicamente porque se acabó la Guerra Fría y se convirtieron en un arcaísmo que los distanció de sus referentes tradicionales, ni porque su práctica sistemática del secuestro y demás conductas criminales les han merecido el rechazo de la gente, sino también porque sus apoyos fueron diezmados por el paramilitarismo, de manera que la forma olvidadiza y contraevidente de nombrar ciertas cosas por parte de gobierno equivale, más allá de cualquier justificación simbólico-estratégica, al encubrimiento –acaso involuntario- de un crimen (Orozco, 2006: 17,18).

El propósito del artículo 71 de la "Ley de Justicia y Paz" parecía más orientado por las exigencias de la fracción contrainsurgente al interior del bloque en el poder (Franco Restrepo, 2009), que por la intención de allanar espacios para la negociación política con todos los actores armados. Sin embargo, puso en el debate público la cuestión del carácter político de estos actores, con independencia de su signo ideológico. Esto nos conduce otra vez a la especificidad de lo político: la distinción amigo enemigo. El carácter político de los grupos armados ilegales no se define por sus motivos. Mientras el criterio jurídico de la escuela clásica del derecho penal para la identificación del delito político es el altruismo(17), el criterio político de la perspectiva schmittiana para la definición de los actores armados, es la enemistad.

No es posible definir una asociación política –incluso el "estado"- señalando los fines de la "acción de la asociación". Desde el cuidado de los abastecimientos hasta la protección del arte, no ha existido ningún fin que ocasionalmente no haya sido perseguido por las asociaciones políticas" (Weber, 1922:44).

Ni el carácter político del Estado ni el de sus competidores armados se define entonces por sus motivaciones. Más bien, los antagonismos ya sean morales, económicos, ideológicos, étnicos, religiosos "o de cualquier clase", se convierten en oposición política en cuanto ese antagonismo "gana la fuerza suficiente como para agrupar de un modo efectivo a los hombres en amigos y enemigos" (Schmitt, 1932: 67). Y agrega el jurista alemán:

Una comunidad religiosa que haga la guerra como tal, bien contra miembros de otras comunidades religiosas, bien en general, es, más allá de una comunidad religiosa, también una unidad política... Lo mismo se aplica para una asociación de personas basada en un fundamento económico... También una "clase" en el sentido marxista del término deja de ser algo puramente económico y se convierte en una magnitud política desde el momento en que alcanza el punto decisivo de tomar en serio la lucha de clases y tratar al adversario de clase como verdadero enemigo y combatirlo" (Schmitt, 1932: 67).

La enemistad (animus belli) y no el interés privado (animus furandi) es lo que distingue al actor político del criminal puro. De nuevo, no se trata de que el animus belli sea desinteresado, sino que el interés de lugar a una intensa enemistad. En el dominio de lo político como en el dominio de lo económico no sólo juegan los intereses sino también las pasiones (Ovejero Lucas, 1998). Así como en la escogencia individual la opción óptima no siempre corresponde a la opción maximizadora -porque las motivaciones humanas son diversas y los juicios morales (metapreferencias) juegan en ellas un papel relevante (Sen, 1976)- así mismo en la política, y por supuesto en su núcleo irreductible (la distinción amigo enemigo), también tienen cabida las consideraciones morales y las pasiones.  En la guerra como presupuesto de lo político también hay metapreferencias.

La expansión y defensa de la propiedad terrateniente es un motivo económico que sin embargo se torna político cuando se configura como movilización contrainsurgente.(18) A pesar de los vínculos del paramilitarismo con agencias y tentáculos del Estado(19) que plantean dudas sobre la titularidad del animus belli contrainsurgente (si los paramilitares son el "agente" y el Estado el "principal"), no se puede perder de vista que el Estado no es un actor homogéneo (Migdal, 2001) y que el fenómeno paramilitar es a su vez, complejo y heterogéneo. De hecho, la categoría "paramilitarismo" en sí es lábil puesto que ha sido objeto de lo que Giovanni Sartori denomina "estiramiento conceptual". Éste problema dificulta los ejercicios de clasificación y comparación (Sartori, 1970:1052).

Kalyvas y Arjona (2005) proponen cuatro tipos de grupos paramilitares en función de su tamaño y dimensión territorial: I) Pequeños y locales: son los "vigilantes": formados por civiles para forzar el cumplimiento de ciertas normas. II) Pequeños y supralocales: son los escuadrones de la muerte. A diferencia de los vigilantes no son espontáneos sino "profesionales" que suelen estar ligados a agencias de alto nivel del Estado. III) Grandes y locales: son las autodefensas o guardianes. Aunque suelen formar parte de una red más amplia coordinada por sectores del ejército o la policía, se componen y operan a nivel local, con fuertes vínculos con sus comunidades. Son parte, afirman los autores, de procesos de "construcción de Estado". Tal es el caso de Guatemala donde las "patrullas civiles" desempeñaron funciones judiciales. IV) Grandes y supralocales: son los ejércitos paramilitares. Los Tigres de Arkan, paramilitares serbios en la guerra de Bosnia, y las Autodefensas Unidas de Colombia AUC son claros ejemplos. Peter Waldmann clasifica el terror ejercido por los paramilitares en Colombia como "terrorismo de derecha", es decir un terror desde arriba "que desestimando la ley defiende el orden imperante". Incluye en esa categoría a los neonazis en Alemania, las Milicias y el Ku-Klux-Klan en los Estados Unidos y a los "Paras" en Colombia (Waldmann, 2007:69).

Colombia es un caso que muestra cómo en un mismo país pueden coexistir diferentes tipos de paramiitarismo. Las bandas criminales que han quedado como remanentes de las desmovilizaciones de algunos grupos paramilitares en la medida en que no se enmarquen en una configuración contrainsurgente, y en cambio, terminen desentendiéndose de la enemistad para ocuparse exclusivamente del animus furandi,no son actores políticos. Equivalen a lo que para Hobbes y Weber es un asesino o un ladrón que busca ocultar su delito. Se trata de un criminal que no es un enemigo de la comunidad política sino un mal ciudadano. Reconoce la validez del orden que quebranta y por tanto corresponde darle un tratamiento policivo punitivo y no político militar.(20)

Ahora bien, dejando la discusión sobre el carácter político de los paramilitares a un lado, es importante hacer algunas afirmaciones sobre el carácter político de la guerrilla. En primer lugar es necesario señalar que en los últimos años se ha usado en forma equívoca el grado de popularidad de la guerrilla como criterio de evaluación de su carácter político. Los atentados a la infraestructura, los secuestros masivos, los campos de concentración para secuestrados, los actos de terrorismo urbano, la imitación de los paramilitares en el uso del terror como arma de guerra, han hecho, en efecto, muy impopulares a las FARC y al ELN.

Con el argumento –entre otros- de la impopularidad de la guerrilla se ha querido desvirtuar una salida negociada a la guerra. Pero la impopularidad no es un criterio para la identificación del carácter político de un actor armado(21).

Otro tipo de objeciones se relacionan con la erosión de la ideología revolucionaria y la fuerte incursión de las guerrillas en el negocio del narcotráfico y sus tratos con delincuentes comunes de todo género. Esos tampoco son criterios válidos para descalificar el carácter político de las guerrillas y descartar una salida negociada.(22) Aún Lenin entró en acuerdos con "elementos criminales" durante la guerra civil rusa (Kalyvas, 2005:60). Que las bases sociales y los simpatizantes de la guerrilla hayan sido menguados en primera instancia por el terror contrainsurgente y en segunda instancia, por las propias atrocidades que ellas mismas han cometido dentro y fuera de sus zonas de influencia, no elimina su carácter político.

Puesto que lo político pertenece a un dominio distinto de lo moral, el reconocimiento de un actor armado como político no equivale a la asignación de estatus moral alguno: "El partisano más despiadado –señala Jorge Giraldo- es un sujeto político, mientras el criminal más noble no lo es" Y añade: "La crueldad de Pol Pot cae en la esfera de lo político, mientras la bonhomía y el altruismo de Robin Hood, no" (Giraldo Ramírez, 2009:114).

Una guerra que se ha prolongado en el tiempo y cuyos actores han encontrado en las condiciones sociales, facilidades para el reclutamiento; en la estrategia contrainsurgente y en su criminalización, los incentivos para el degradar de su acción; y en las políticas de desarrollo socioeconómico y rural así como en la estrategia antidrogas, las oportunidades para mantener cierta base social y obtener cuantiosos recursos económicos, es una guerra –como señala Iván Orozco(23)- más económica, más criminal, y más política.

2 GUERRA CIVIL: LA IMPORTANCIA DEL NOMBRE

2.1 El nombre no es sólo una cuestión semántica

"La Nación Soñada" es un espléndido ensayo en el que Eduardo Posada Carbó invita a valorar positivamente diversos aspectos de la nacionalidad colombiana que, según él, han estado eclipsados por visiones un tanto fatalistas del país y de su historia. Allí afirma el historiador:

La baja estima nacional es un problema menor frente al mensaje quizá más significativo de esas imágenes reiterativas del "país asesino": la ausencia de responsables donde se sufre por tanta barbarie. O, para ser más precisos, la aparente desaparición de la responsabilidad individual sobre los crímenes, en un lenguaje que criminaliza al conjunto social mientras libera de culpas a los asesinos (Posada Carbó, 2006:31).

Por su parte el sociólogo Eduardo Pizarro Leongómez ha planteado la idea de que Colombia es una "democracia asediada" (Pizarro, 2004). Según Bejarano y Pizarro (2005), si Colombia fue una vez una "semidemocracia"(24) por cuenta de las limitaciones impuestas por el Frente Nacional (1958-1974), su posterior carácter semidemocrático no ha sido más el resultado de tales limitaciones, sino de la amenaza externa que representan los actores armados ilegales. Tanto el enfoque de Posada Carbó como el de Pizarro Leongómez coinciden en ubicar a los grupos armados por fuera de la sociedad. Ambos autores sostienen que el debate sobre la calificación de la guerra colombiana no es una disputa terminológica menor.

En efecto, en sus respuestas a un debate convocado en 2003 por la Revista de Estudios Sociales de la Universidad de los Andes(25), Posada Carbó advierte que "si se acoge un concepto equívoco se estaría errando en el diagnóstico, y por lo tanto, las soluciones sugeridas podrían no ser las adecuadas".  Agrega que no es lo mismo un proceso de negociación en una comunidad dividida por motivos étnicos o religiosos, que un proceso llevado a cabo con unos grupos de escasa representación social. Y sentencia que el concepto de guerra civil "estaría abonando una noción maximalista de la paz" (Posada Carbó, 2003:157).

El historiador colombiano previene entonces contra la posibilidad de tratar a los actores armados como parte de la sociedad. De sus afirmaciones se deriva que considera inadmisible compartir espacio con ellos en la misma comunidad política como resultado de unas negociaciones de paz. De su postura se desprende que una sociedad inocente no tiene por qué hacer concesiones. Cometiendo el error de equiparar popularidad con carácter político, plantea implícitamente que la escasa representación social de los grupos armados los hace objeto de un tratamiento policivo punitivo. Un tratamiento político militar equivaldría a adoptar una "noción maximalista de la paz".

La distinción amigo enemigo es política no porque la enemistad divida a una comunidad nacional en dos. Lo político depende de la intensidad de la enemistad, no de la magnitud de las partes involucradas en ella. Siempre y cuando, se trate de actores colectivos.

En Colombia no cabe pensar –por lo menos no de manera dominante- el ámbito de lo delincuencial político siguiendo un modelo de confrontación Estado-individuo. La confrontación entre el Estado y las guerrillas, la confrontación entre el Estado y los paramilitares y, aún la confrontación entre el Estado y el narcoterrorismo, no puede ser pensada sensatamente sino como una lucha entre actores colectivos. El modelo empírico dominante en Colombia no es el de la rebeldía privada sino el de la guerra civil" (Orozco Abad, 1992:44).

La idea de guerra civil como "polos enfrentados de la sociedad con un sólido apoyo social" (Pizarro, 2004:37) es demasiado estática y no da cuenta del carácter esencialmente dinámico de las guerras civiles. No hay un grado de representatividad social de los actores armados que sirva como criterio de discriminación entre lo que es o no una guerra civil. El tamaño y solidez de las bases sociales son variables que están en función de la evolución misma de la guerra civil.

De una manera típica se asume que el apoyo popular es exógeno a la guerra, la que a su vez, está predeterminada por diferencias étnicas o de clase... Sin embargo, el apoyo popular también es endógeno a la guerra: las preferencias e identidades se redefinen en el curso de la misma, en respuesta a la dinámica tanto de la guerra como de la violencia. No importa cuánta simpatía pueda sentir la población local frente a un actor político, aún así puede haber fuertes incentivos para que algunas personas cambien de bando o deserten en el curso de la propia guerra con el fin de sobrevivir (Kalyvas, 2001:10).

En ese mismo debate convocado por la Revista, el politólogo Carlo Nasi acude a la definición cuantitativa usada en los trabajos empíricos sobre guerras civiles para afirmar que la situación colombiana encaja con dicha definición. Ese criterio cuantitativo fue introducido por David Singer y Melvin Small en 1972 (Sambanis, 2004). En su investigación, Correlates of War, propusieron un umbral de mil muertes al año relacionadas con combates para distinguir guerras entre Estados, de escaramuzas fronterizas y otros incidentes menores. Ese mismo umbral ha sido usado para distinguir entre guerras civiles y por ejemplo, golpes de Estado, disturbios, protestas callejeras, movilizaciones populares y diferentes repertorios violentos de la política contenciosa que tienen un carácter episódico.

Por ejemplo, el Centro de Estudios para las Guerras Civiles del Instituto Internacional de Investigación sobre Paz de Oslo PRIO (por sus iniciales en inglés) y el Uppsala Conflict Data Program UCDP del Departamento de Paz e Investigación de Conflictos de la Universidad de Uppsala, distinguen dos niveles de intensidad en los episodios de conflicto: "menor" que corresponde al intervalo entre 25 y 999 muertes relacionadas con el conflicto en cada año y, "guerra", cuando el número de muertes relacionadas con el conflicto es mil o más (UCDP/PRIO, 2009:7). A pesar de su arbitrariedad intrínseca, dicho umbral "proporciona un criterio razonable, al definir un estándar mínimo que permite incluir dentro de la categoría de ‘guerras civiles’ todos los casos de violencia a gran escala" (Nasi, 2007:150)

Sin embargo esa "violencia a gran escala" no remite necesariamente a la existencia de grandes polos enfrentados con sólido apoyo social, ni a un alto grado de involucramiento de la población en las hostilidades. Si se toma en serio la perspectiva de Pizarro y de Posada habría que preguntar con Carlo Nasi: "¿Cuántos civiles tienen que tomar parte en las acciones armadas para hablar de una verdadera ‘guerra civil’? ¿Basta con un cuarenta por ciento? ¿Se requiere de la totalidad de la población civil? ¿O algún intermedio?" (Nasi, Ramírez y Lair, 2003b:159). Señala Nasi además que la resistencia a reconocer la guerra civil en Colombia deriva de una construcción errada del concepto a partir de dos casos en los que la mayor parte de la población tomó partido: la Guerra de Secesión de Estados Unidos (1861-1865) y la Guerra Civil española (1936-1939). El involucramiento de la población en esos dos casos es atípico de modo que dicho grado de participación no puede hacer parte de la definición de guerra civil (Nasi, Ramírez y Lair, 2003a:119).

Sin embargo, la resistencia a reconocer la existencia de la guerra civil no se deriva solamente de un error metodológico. Se fundamenta en dos ideas estrechamente ligadas entre sí y que subyacen a los planteamientos expuestos en los enfoques de "La Nación Soñada", la "democracia asediada", la "guerra contra las civiles"(26) y otras metáforas similares: la inocencia de la sociedad colombiana, de sus élites; y la extrañeza, la exterioridad de los actores armados: únicos culpables en ese relato.

Peter Waldmann (2007:39) se pregunta "si en el recuento de las particularidades de las guerras civiles, no se habrá olvidado su rasgo más importante, la circunstancia de que en ellas luchan ciudadanos contra ciudadanos". En la guerra hay un enfrentamiento entre colombianos. Cada individuo que ha tomado las armas en sus manos o que ha respaldado directamente por simpatía, por temor o por mera necesidad a alguno de los actores armados, no lo ha hecho -como supone Posada Carbó- en el ejercicio de una decisión estricta, soberana y absolutamente individual. Sin duda la agencia juega un papel relevante y es lo que explica que en circunstancias parecidas, individuos aparentemente similares tomen decisiones diferentes. Pero las estructuras cuentan ya que

...la sociedad en la que vive una persona, la clase a que pertenece y la relación que tiene con la estructura social y económica de la comunidad son relevantes para la elección de una persona no sólo porque afectan a la naturaleza de sus intereses personales, sino también porque influyen sobre su sistema de valores, incluyendo su noción de la "debida" preocupación por otros miembros de la sociedad (Sen, 1970:20).

No toda persona que ingresa a un grupo armado se percibe a si mismo como partícipe de una empresa criminal. La historia de la clase o del grupo social a la que esa persona pertenece, como afirma Sen, afecta su sistema de valores. Y no es plausible creer que esas historias no tengan relación en absoluto con el estilo de desarrollo y con las estructuras sociales forjadas por éste.

El reconocimiento del papel de las estructuras sociales en la guerra civil colombiana, es necesario para "identificar entre los factores o facilitadores del conflicto, los principales faltantes económicos sociales y políticos acumulados por nuestras élites gobernantes" durante su larga gestión del Estado (Ramírez Tobón, 2002:153).

Aunque la característica cualitativa definitoria de la guerra civil –aún con independencia de los umbrales cuantitativos- es la de la soberanía escindida (Kalyvas, 2001:7), hay que aclarar que en el caso colombiano dicha escisión no corresponde a la posterior fractura de una unidad política que ya se había constituido plenamente, sino a la frustrada e inacabada afirmación de la amistad política. En otras palabras, al truncado proceso de construcción de la Nación como tal.

Por el carácter inacabado de la comunidad política colombiana, nuestro conflicto encaja en el enfoque de la guerra civil posmoderna. En el mundo posmoderno es la crisis de la estatalidad lo que hace nebulosas las distinciones clásicas entre público y privado, interior y exterior, legal e ilegal. Sin embargo esa posmodernidad no es en Colombia el resultado de algo que se esté derrumbando sino de algo que no se ha construido. Es por esa razón que la distinción amigo enemigo no se expresa en una sola díada, porque en el proceso de construcción del Estado Nación las configuraciones de la enemistad son varias.


COMENTARIOS

1. Este artículo forma parte de la investigación que para su tesis doctoral el autor realizó en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales FLACSO sede académica de ---México, con el financiamiento del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México CONACYT.

2. "Es sabido que la fórmula ‘paz, seguridad y orden’ constituía la definición de la policía. En el interior de este tipo de Estados lo que había de hecho era únicamente policía, no política, a no ser que se consideren política las intrigas palaciegas, las rivalidades, las frondas y los intentos de rebelión de los descontentos...Conviene recordar que ambas palabras, tanto política como policía, derivan de la misma palabra griega polis. La política de gran estilo, la alta política, era entonces únicamente política exterior" (Schmitt, 1963: 41).

3. Los rebeldes o sediciosos no quedarán sujetos a pena por los hechos punibles cometidos en combate, siempre que no constituyan actos de ferocidad, barbarie o terrorismo" (decreto 100 de 1980, artículo 127).

4. Aunque debilitada, la figura del delito político sobrevive en el numeral 2 del artículo 201 y en el numeral 17 del artículo 150 de la Constitución de 1991, así como en el título XVIII del Código Penal (ley 599 de 2000). También el Título III de la ley 418 de 1997 que "consagró unos instrumentos para la búsqueda de la convivencia" y que fue prorrogada y modificada por las leyes 548 de 1999, 782 de 2002 y 1106 de 2006 plantearon la figura, aunque con cierta timidez. Aunque esa legislación estaba orientada a regular las negociaciones con los grupos armados ilegales, eclipsó "la figura del combatiente-victimario que debe ser reinsertado" (Orozco, 2006:28). Las sentencias C-695 de 2002 y C-928 de 2005 de la Corte reiteran la aplicabilidad de la amnistía y el indulto para delitos estrictamente políticos.

5. El texto completo de la Constitución de Rionegro está disponible en el portal Constituciones Hispanoamericanas de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes de la Universidad de Alicante. http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/07030730122947295209079/p0000001.htm

6. El artículo 121 de la Constitución de 1886 señalaba que en caso de guerra exterior o de conmoción interior el presidente podía, previa autorización, declarar turbado el orden público y en estado de sitio al país. Con ello, el presidente quedaba: "investido de las facultades que le confieran las leyes, y, en su defecto, de las que le da el Derecho de gentes, para defender los derechos de la Nación o reprimir el alzamiento". Ver el texto completo del artículo en: http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/68062733439359617422202/p0000001.htm#I_12_

7. Ver el texto completo del artículo 33 del acto legislativo que reformó el artículo 121 en: http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12726101947818273098435/p0000001.htm

8. Así por ejemplo en 1928, soldados al mando del General Carlos Cortés Vargas dispararon en Ciénaga, frente al Mar Caribe, contra los huelguistas de la United Fruit y sus familias; el episodio, conocido como la Masacre de las Bananeras, fue un "crimen de guerra en circunstancias de paz" (Orozco, 1992:204).

9. Ver el prólogo de Luis Alberto Restrepo a la primera edición del libro Combatientes, Rebeldes y Terroristas del Profesor Iván Orozco.

10. Podría incluirse en ese listado el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998). En efecto y como lo reconoce Akhavan (2001), existe el riesgo de instrumentalización de la justicia criminal internacional por parte de los Estados más influyentes, lo que amenaza con reducir su credibilidad. No obstante para Akhavan sería razonable esperar que esa influencia disminuya progresivamente conforme el marco institucional de rendición de cuentas de la jurisdicción penal internacional se haga más incluyente. En todo caso, sobre los hombros de los Estados más poderosos está la responsabilidad de dar un ejemplo moral adecuado (Akhavan, 2001:30), lo que por desgracia no suele ocurrir.

11. Ver: http://www.un.org/spanish/aboutun/charter/chapter7.htm

12. "El ius belli ha pasado ahora, preponderantemente, a un ente llamado genéricamente "comunidad internacional", que a veces es la ONU, otras una organización regional, unas más una coalición de Estados o, incluso, un Estado cuya acción no cuenta con oposición activa" (Giraldo Ramírez, 2009:73,74).

13. Según el Código Penal (ley 599 de 2000) el delito de >rebelión corresponde al empleo de las armas con la pretensión de "derrocar al Gobierno Nacional, o suprimir o modificar el régimen constitucional o legal vigente" (artículo 467). El delito de sedición corresponde al empleo de las armas con la pretensión de "impedir transitoriamente el libre funcionamiento del régimen constitucional o legal vigentes" (artículo 468).

14. Texto de la demanda citado en la Sentencia C-370 de 2006.

15. Tomando en cuenta la distinción entre rebelión y sedición, el concepto del Procurador General de ese entonces, Edgardo Maya Villazón, argumentó que si la sedición no supone un intento de derrocamiento del gobierno ni de cambio de sistema (a diferencia de la rebelión), el carácter de los paramilitares como grupos, hasta cierto punto "aliados del Estado" (o de grupos que no tienen por objeto confrontarlo), no contradice el sentido de la figura de la sedición en sí. Ver planteamientos de la Procuraduría citados en el documento de la Sentencia C-370 de 2006.

16. En artículo 1 de la Ley 975 de 2005, conocida como "Ley de Justicia y Paz", discutida y aprobada en el contexto de las negociaciones del gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) con los grupos paramilitares se aclara que "se entiende por grupo armado organizado al margen de la ley, el grupo de guerrilla o de autodefensas, o una parte significativa e integral de los mismos como bloques, frentes, u otras modalidades de esas mismas organizaciones".

17. Aún si este se expresa en una ideología teleológica que postule la necesidad de matar a todos lo que sea necesario con el fin de evitar que los pobres no mueran de hambre (Salazar y Castillo, 2001:50).

18. "La defensa de la propiedad privada en general es, en su carácter objetivo y relacional, la expresión más concreta de los motivos de interés que activan la movilización contrainsurgente" (Franco Restrepo, 2009:183).

19. Hay buenos argumentos para afirmar que los paramilitares son una "criatura del Estado" (Waldmann, 2007:265). Uno muy relevante lo constituyen las normas legales que les han servido de parapeto.

20. Entrevista con Jorge Giraldo Ramírez, Decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad EAFIT. Medellín, 10 y 11 de junio de 2010. Sobre este punto, alguna referencia a la enemistad puede hallarse en la Sentencia de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia del 5 de diciembre de 2007. Ese fallo rechazó la petición de Carlos Noé Buitrago Vega, alias "porrremacho" de acogerse al artículo 71 de la ley de "Justicia y Paz" (aún habiendo sido éste declarado inexequible por la Corte Constitucional). Buitrago se amparaba en su condición de miembro de las Autodefensas Campesinas del Casanare para ser juzgado como delincuente político, después de haber sido condenado por el Tribunal Superior de Yopal por el delito de concierto para delinquir, en una decisión que revocaba el fallo de absolución expedido por un juez de la ciudad. De acuerdo con el Acta No. 245 (Proceso 25931) de la Sala, se trataba de un delito que no estaba vinculado a los objetivos del grupo armado, que tenía un fin puramente individual y que no se inscribía ni en la lógica revolucionaria (guerrilla), "ni tampoco se encaminaba a la eliminación de dicha disidencia por la vía de las armas (autodefensa)". No había enemistad en la comisión de ese delito lo que convertía a Buitrago en un criminal a secas.

21. "Un actor político no es actor político porque sea popular. Las FARC pueden ser tremenda impopulares, criminales, cometer actos terroristas, pero también son actores políticos". Entrevista con Pedro Santana Rodríguez, Presidente de la Corporación Viva la Ciudadanía y Director de la Revista Foro. Bogotá, 23 de agosto de 2010.

22. Entrevista con Pedro Santana, Bogotá, 23 de agosto de 2010.

23. En el prólogo de 2006 a la segunda edición de Combatientes, Rebeldes y Terroristas.

24. La clasificación de Mainwaring y Hagopian (2005) de los regímenes políticos latinoamericanos entre 1945 y 2003 propone tres tipos: democracias, semidemocracias y autoritarismos. Una "semidemocracia" corresponde a una situación en la que los gobiernos son elegidos en condiciones que podrían llegar a considerarse como relativamente libres e imparciales pero donde las libertades civiles y las garantías a la participación están en entredicho.

25. También en las páginas de la Revista Análisis Político de la Universidad Nacional de Colombia ese debate ha tenido lugar. Ver por ejemplo el número 46 correspondiente a la edición de mayo-agosto de 2002.

26. La noción de guerra contra los civiles o guerra contra la sociedad es defendida por Eric Lair en el debate que tuvo lugar en las páginas de la Revista de Estudios Sociales. Se trata de una noción planteada por el sociólogo e historiador Daniel Pécaut, autor de referencia obligatoria en los debates sobre la violencia y el conflicto político en Colombia. La idea de "guerra contra la sociedad" –así como la de "sociedad rehén de los actores armados (societè prise en osage) ofrecida a la academia colombiana por los recursivos académicos franceses" (Ramírez Tobón, 2002:151,152)- parte del supuesto de que no hay entrelazamientos significativos de los actores armados con la población civil. Se trata de un supuesto que como sostiene Kalyvas (2005:65) está basado en información sesgada o incompleta.


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