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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.26 no.78 Bogotá May/Aug. 2013

 

DESDIBUJAMIENTO DE LA OPOSICIÓN "AMIGO ENEMIGO" Y "BANALIZACIÓN" DE LAS PRÁCTICAS ATROCES. A PROPÓSITO DE LOS FENÓMENOS RECIENTES DE VIOLENCIA EN COLOMBIA*

OPPOSITION BLURRING OF "FRIEND ENEMY" AND "TRIVIALIZATION" PRACTICE ATROCIOUS. A PURPOSE OF RECENT VIOLENCE PHENOMENA IN COLOMBIA

Daniel Pécaut**

*Texto original en francés. Traducción por Alberto Valencia Gutiérrez, profesor Departamento de Ciencias Sociales Universidad del Valle, Cali, Colombia. ** Director de estudios en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París.

Fecha de Recepción: 12/01/2013
Fecha de Aprobación: 15/03/2013


RESUMEN

La tesis del ensayo es que la dinámica de las atrocidades no remite, en el caso colombiano, a una división que alimentaría pasiones políticas irreconciliables. Existe en efecto un conflicto armado central pero ramificado de tal manera que su carácter político es cada vez más fluido. Las interferencias entre los protagonistas y la diversidad de sus objetivos cuentan tanto como sus oposiciones. Las prácticas atroces no están orientadas tanto a golpear poblaciones consideradas como "radicalmente distintas" como a confinar poblaciones similares en redes distintas.

Palabras clave: Violencia, Colombia, Estado, Guerrilla, Población.


SUMMARY

The thesis of the essay is that the dynamics of atrocities does not refer, in the case of Colombia, a food division irreconcilable political passions. There is indeed a center but branched conflict so that political nature is increasingly fluid. The interference between the protagonists and the diversity of its goals count as much as his opposition. Egregious practices are not geared to hit both populations considered as "radically different" as to confine similar populations in different networks.

Keywords: Violence, Colombia, State, Guerrilla, Population.


Los fenómenos recientes de violencia en Colombia son comparables en sus efectos con las guerras civiles que han padecido muchos países. El cuadro cuantitativo presentado en la introducción nos puede servir de punto de referencia. Hay que recordar que Colombia ocupa el segundo puesto en el mundo en lo que tiene que ver con el número de personas desplazadas por la fuerza y tal vez el primero en lo relacionado con los cambios en la propiedad de la tierra que de allí se derivan. Sin embargo, esta cifra ofrece una imagen bastante incompleta de la crueldad que ha acompañado a estas conmociones. Toda la panoplia de los horrores propios de las guerras civiles se ha desplegado aquí: masacres colectivas, asesinatos selectivos, torturas, desapariciones forzadas, robos, secuestros, etc.

Estos fenómenos se han producido sin que la referencia oficial al Estado de derecho se haya roto abiertamente, aun teniendo en cuenta que los dispositivos de excepción han estado presentes y, sobre todo, que el Estado ha estado implicado muy a menudo en las atrocidades. Una parte importante de la población no se ha visto confrontada directamente con la violencia y ha tenido la posibilidad de cerrar los ojos frente a las violaciones masivas de los derechos humanos.

Este ensayo pretende mostrar cómo las prácticas atroces se han logrado banalizar tan fácilmente. La explicación propuesta pone el acento en los hechos propios de los fenómenos de violencia que no pueden ser relacionados completamente con una línea de división "amigo-enemigo": múltiples protagonistas intervienen en ellos con objetivos que no son necesariamente políticos y amplios sectores de la sociedad no se reconocen en una división de esta naturaleza. Dado que los enfrentamientos se llevan a cabo en gran medida a través de población civil interpuesta, el recurso a las prácticas atroces es el medio del que disponen los protagonistas para imponer su dominio sobre dicha población, para obligarla a la sumisión o a hacer arreglos, con el fin de consolidar de esta manera su implantación territorial. En síntesis, estas prácticas sólo raramente ponen en juego afirmaciones identitarias y más bien están orientadas a sustituirlas con la creación de fronteras móviles y clasificaciones imprecisas entre los habitantes.

En una primera parte haremos referencia a las interpretaciones sobre la "banalidad" de las lógicas atroces en situaciones extremas. En la segunda parte, volveremos rápidamente sobre la experiencia de la Violencia. En la tercera parte, describiremos las dinámicas de violencia presentes desde los años 1980. En la cuarta parte, asumiremos el punto de vista de la sociedad para mostrar cómo las prácticas atroces conducen a imponer la diferencia en el seno de poblaciones caracterizadas más bien por la similitud. En la última parte, consideraremos la posición de los "ejecutores" para tratar de entender la manera cómo éstos pueden efectivamente perpetrar sus crímenes como si se tratara de tareas ordinarias.

Dos observaciones previas son necesarias. Este ensayo no está orientado a llevar a cabo un estudio histórico sobre la evolución de la violencia durante las últimas décadas. Hace referencia ante todo a la situación que prevalece entre fines de los años 1990 y la terminación de la primera década de los años 2000. Además, no trata de especificar lo que se puede comprender bajo la rúbrica "atrocidad": la mención de la panoplia de los horrores puede ser suficiente1.

1. SITUACIONES EXTREMAS Y ATROCIDADES

El análisis de las atrocidades no es sencillo. Existe el gran riesgo de ceder al voyeurismo y a la fascinación. En su novela Elizabeth Costello2 el escritor Coetze trae a cuento un conferencista que afronta el desafío de referirse a las prácticas de crueldad que están presentes tanto en los conflictos internos como en las relaciones entre el apartheid y los antagonismos étnicos y constata que ni un relato frío que pretenda ser objetivo, ni una descripción a distancia, ni un comentario explicativo sobre las causas y el contexto y, menos aún, el recurso a lo patético, logran evitar la sospecha de complacencia o poner de presente lo que el exceso de estas prácticas tiene de incomunicable.

En diversas obras el sociólogo alemán Wolfgang Sofsky ha tratado de analizar episodios atroces pero dejando de lado deliberadamente su contexto histórico y sus motivaciones para sólo referirse a su aspecto "factual" (Tratado sobre la violencia, 2006). Con este criterio trae a cuento casos tan diversos como las masacres organizadas a sangre fría, la destrucción sistemática de ciertas poblaciones, la "locura asesina" de un individuo aislado o los desbordes ciegos de las multitudes. En nombre de una reflexión que presenta como "cultural" y "antropológica", llega a la conclusión de que, a pesar de sus diferencias, estos actos traslucen esquemas idénticos que remitirían al impacto de una "cultura de la pulsión de muerte" en situaciones de "desestructuración absoluta de las normas y de los valores sociales". Al ignorar los contextos históricos y las finalidades de los actores, esta orientación tiene como resultado el hecho de caer finalmente en el lugar común de una "naturaleza humana" y de sus infinitas "perversiones". La narración "factual" termina atrapada en el efecto de "fascinación" mencionado por Coetze, en detrimento de alcanzar algún tipo de inteligibilidad3.

Las variantes "factuales" de las violencias infligidas a los cuerpos y de su destrucción son de hecho limitadas en su diversidad. Para sólo tener en cuenta episodios recientes las masacres, torturas y sevicias que se presentaron en la ex Yugoslavia y en Ruanda se parecen mucho desde el momento en que no se contextualizan. Ocurre algo similar con las atrocidades cometidas en Colombia durante la Violencia de los años 1950 y las que se presentan durante las últimas décadas. Las fotografías de los cuerpos mutilados que figuran en el libro La Violencia en Colombia han marcado la memoria de los colombianos y podrían ilustrar igualmente ciertas escenas recientes. Tal vez se podrían identificar en algunos casos variantes en los rituales de la muerte y en las marcas de los cadáveres, aunque no es siempre el caso. Las diferencias se sitúan más allá de lo factual, en los contextos, en las lógicas y las justificaciones en las cuales se inscriben estos actos.

Una vasta literatura resalta que estos actos sólo de manera excepcional son obra de "desequilibrados" o de individuos enceguecidos por sus pasiones. Muy a menudo los autores consideran que han obrado de manera "normal" y "racional" con respecto al contexto y a sus finalidades. Cuando el analista considera que existe un "exceso" es porque no tiene en cuenta la funcionalidad misma de estos excesos para someter al "adversario".

Los estudios llevados a cabo con respecto a casos tan diferentes como los Einzatsgruppen alemanes, las milicias serbias o los autores de masacres hutus muestran que todos tienen en común la convicción de estar realizando una tarea necesaria. Haciéndose partícipes de las orientaciones de una gran parte de la opinión, ninguno de ellos encuentra necesariamente una contradicción con la moral tradicional de la que se siguen reclamando.

En una obra de carácter general sobre las masacres de masa que hace referencia a los ejemplos anteriores, y a otros similares, J. Semelin estudia las circunstancias y las lógicas que hacen posible esta situación (Purifier et détruire, 2005). La propaganda ideológica y los rumores contribuyen a la movilización de los participantes y los persuaden de la existencia de una amenaza relacionada con su propia supervivencia y con su propia identidad. La oposición "amigo-enemigo", a través de la cual C. Schmitt define lo político, se orienta hacia el rechazo de un "otro radical". Criterios étnicos, religiosos o regionalistas se movilizan de esta manera para que la alteridad no se remita a una diferencia coyuntural sino a un dato de "naturaleza". Poco importa en realidad lo que se incluya en la etiqueta del "otro" absoluto; lo que cuenta es la operación que conduce a fabricar un "nosotros" sobre un fondo de exclusión.

Sin embargo, como lo resalta J. Semelin, el "otro" puede haber sido antes un "prójimo", incluso un semejante. Los ejemplos sobre las relaciones personales entre hutus y tutsis o entre bosnios y serbios abundan. La dinámica de las masacres se orienta inicialmente a romper estos vínculos para que la alteridad parezca resurgir de la realidad. Como lo ilustra la evolución de muchas de las movilizaciones revolucionarias, los activistas de un primer momento pueden transformarse en un segundo momento en "sospechosos" o en "traidores". La realización de las masacres se acompaña de una escalada ideológica y política que se traduce en un aumento en el número de los que pueden ser puestos bajo esas etiquetas.

El tema de la "banalidad del mal", formulado por H. Arendt a propósito del caso de Eichmann, se ha convertido a menudo en un lugar común. Como lo han resaltado algunos comentaristas, este análisis se presta a discusión en la medida en que Arendt parece relegar a un segundo plano lo que no obstante es central en su obra: las lógicas propias de los fenómenos totalitarios4. Eichmann no era un simple burócrata sino que tenía un gran talento de organizador. Aunque se presentaba como un simple ejecutor, no ponía en duda que su rol le permitía contribuir a inscribir la ideología nazi en lo real.

Sin embargo, trabajos posteriores han enriquecido la idea de Arendt y han puesto sobre todo el acento en las dinámicas de grupo y en el conformismo que éstas provocan hasta el punto de hacer aceptable la participación en los crímenes de masa. El historiador C. Browning ha estudiado en esta dirección el ejemplo de un batallón de policías alemanes reservistas que masacraron a centenares de judíos en condiciones particularmente repugnantes al comienzo de la ofensiva de 1941 hacia el Este (Browing, 1994). El caso se hace aún más más interesante si tenemos en cuenta que no todos eran nazis fanáticos y que tenían la posibilidad de negarse a participar en esas operaciones sin ser sancionados. Sin embargo, con una o dos excepciones, y a pesar de la aversión que sentían en un principio, todos aceptaron y terminaron por considerar que estaban realizando efectivamente una tarea ordinaria que no iba en contra de los principios morales de los que muy a menudo se reclamaban, por lo demás. Según C. Browning, la explicación no reside tanto en la obediencia a la autoridad como en el afán de conservar la solidaridad del grupo y mantener su cohesión.

Como apoyo de esta interpretación, el historiador se refiere a los famosos trabajos de S. Milgram en el campo de la psicología experimental, consistentes en realizar una serie de experiencias durante las cuales se les pedía a los estudiantes poner descargas eléctricas cada vez mayores sobre otras personas. Los estudiantes no sabían que las descargas eran falsas y que sus "conejillos de indias" fingían el sufrimiento. Aun así muchos de ellos no dudaban en aumentar las descargas incluso cuando las víctimas daban la impresión de ya no poder soportar el dolor. Lo hacían en la medida en que las órdenes eran formuladas por "expertos" y que esta garantía "científica" sofocaba sus escrúpulos. Pero también lo realizaban para imitar a sus camaradas que hacían lo mismo. La transgresión de las normas habituales remite de nuevo al conformismo, bajo la modalidad del respeto a la autoridad de los expertos y de la "ciencia".

El paso al acto cuando se trata de atrocidades de masa no puede ser separado de hecho de la adhesión a los valores colectivos que subtienden la movilización colectiva. Dicho paso contribuye en gran medida a validarlos. En una obra reciente consagrada a los ejecutores nazis, el sociólogo alemán Harald Welzer resalta que las matanzas tienen para estos una "función estructurante" (Des executeurs, 2007), en la medida en que confirman y concretizan los "cuadros interpretativos" que les han sido inculcados, tanto como al conjunto de la sociedad, y les dan el sentimiento de obrar por cuenta de esta última. De aquí no se deriva que los ejecutores no dispongan de un margen de maniobra individual. Este mismo autor observa, por el contrario, que el contexto excepcional les garantiza una "monstruosa extensión de su margen personal de acción" (Des executeurs, 2007, p. 263): el afán de conformidad no les impide dar libre curso a sus fantasías personales.

La proliferación en estas situaciones de grupos o de milicias más o menos paralelos contribuye aún más. La importancia de las directivas y de los cuadros interpretativos centralizados y compartidos no nos puede conducir a subestimar la parte de las iniciativas descentralizadas, incluso de las improvisaciones circunstanciales. Las políticas de atrocidad son también la culminación de una serie de "pequeñas decisiones" que se presentan en diversos niveles. La disputa entre los historiadores alemanes de finales de los años 1960 a propósito de las lógicas que condujeron a los nazis a la política de exterminación de los judíos, los unos privilegiando una interpretación "intencionalista" según la cual aquélla habría sido concebida desde el principio, los otros una interpretación "funcionalista" según la cual habría sido sobre todo el resultado de la evolución de la coyuntura militar, rápidamente demuestra sus limitaciones: las dos lecturas no se oponen sino que se complementan. Todos los demás ejemplos de atrocidades de masa tienen que ver de manera similar con estas dos lecturas: la que pone el acento en las intenciones estratégicas venidas desde arriba y la que hace referencia a las iniciativas locales o a las de los pequeños jefes. De la misma manera se ponen en juego en ambos casos simultáneamente dos emociones, la que remite a un sentimiento de destino colectivo y la que remite a la difusión del temor: "si nosotros no tomamos la iniciativa, seremos las víctimas".

La idea de "banalidad del mal" es corroborada por una constatación, a menudo verificada, de que los autores de los crímenes no manifiestan, incluso mucho tiempo después, ningún rechazo por lo que han hecho. Presentados ante a la justicia a 30 años de distancia, los policías estudiados por Browning se limitan a negar el hecho de haber actuado en función de motivaciones ideológicas pero persisten por lo demás en sostener que lo que hicieron sólo fue aplicar las órdenes de realizar unas misiones "penosas" que les habían sido confiadas. Retrospectivamente muchos no dudan en presentarse a sí mismos como víctimas. En las entrevistas que tuvo con los actores de masacres hutus algunos años después del genocidio Jean Hatzfeld muestra, por su parte, que éstos estiman haber realizado simplemente el "trabajo" que se imponía hacer para evitar convertirse ellos mismos en los objetivos de una carnicería (Une saison de machettes, 2003).

La "banalidad" tiene que ver en últimas con la negación de la responsabilidad del individuo en nombre de las "circunstancias".

2. LA VIOLENCIA DE LOS AÑOS 1946-1960

Colombia ha conocido desde 1946 dos episodios de "violencia", que han estado acompañados por innumerables atrocidades. Una vez más hay que decir, que si se lleva a cabo una descripción de las prácticas atroces desde el punto de vista "factual", las semejanzas priman sobre las diferencias: decapitaciones, desmembramientos, violaciones y otros actos similares están presentes en los dos momentos. Que el uso de la sierra eléctrica sea más frecuente en la fase reciente es una muestra del progreso de las técnicas pero no cambia en nada el cuadro. En contrapartida, nos encontramos con una modificación en el contexto y en la definición de los actores y con la transformación de las finalidades y las significaciones que se atribuyen a estas prácticas, a su puesta en escena y a sus rituales y, finalmente, a sus implicaciones.

Sin lugar a dudas ciertas continuidades contextuales son innegables, independientemente de que se refieran a las estructuras institucionales, políticas o sociales y se pueden resumir en pocas líneas: precariedad de la simbólica nacional, fragmentación de las escenas locales, incapacidad del Estado para hacer valer su autoridad sobre vastas porciones del territorio, adhesión a un "civilismo" que prohíbe a las fuerzas armadas mezclarse abiertamente en política pero que deja al mismo tiempo el campo libre para la realización de sus funciones de conservación del orden, interferencias entre las redes institucionales y las redes privadas de poder; fidelidad sostenida de la mayor parte de los sectores influyentes, económicos y políticos, a un esquema liberal que se traduce en un rechazo de cualquier tipo de concentración excesiva del poder; mantenimiento de su control sobre las clases populares y de una política de cooptación progresiva de las clases medias; amplia adhesión a un estilo de gobierno que descansa en transacciones permanentes entre todos los grupos que disponen de una capacidad de presión.

Dichas continuidades son aún más asombrosas ya que Colombia ha conocido además una muy rápida modernización durante las últimas décadas, marcada por transformaciones demográficas, sociales y culturales. Es suficiente a este respecto observar que en lugar del 70% de población rural se cuenta ahora con una tasa de población urbana cercana al 80%, que el nivel de educación ha conocido enormes progresos, que la apertura cultural ha dejado atrás el provincialismo, que las costumbres escapan al control de una Iglesia católica que se encuentra ahora, además, en competencia con otras iglesias.

Para comprender la dinámica de la violencia reciente es conveniente, pues, tener en cuenta no las continuidades en sí mismas sino su combinación con algunas discontinuidades fundamentales. Muchos de sus protagonistas y de las redes políticas se ubican en un lugar intermediario, lo que explica las tensiones y las disonancias que los atraviesan.

La Violencia de los años 1950 presenta muchos aspectos propios de una guerra civil. La lucha por el poder entre los dos partidos tradicionales constituye la trama de fondo a partir de la cual se instaura una división "amigo-enemigo", que atraviesa casi toda la sociedad. El rol del gobierno conservador en el desencadenamiento del conflicto es considerable y, por consiguiente, éste se alimenta desde lo alto y se encuentra parcialmente centralizado, pero se exacerba a medida que se descentraliza y es asumido por los antagonismos que provienen de abajo.

De la aspereza de las hostilidades da testimonio no solamente la cifra de los muertos, estimada en 200.000, sino los desplazamientos de población. Las atrocidades que las acompañan son comparables en muchos aspectos a las de la guerra de España. Diversos factores contribuyen a su difusión.

El conflicto pone en juego los fundamentos de las identidades personales y colectivas. Los dos partidos no son solamente organizaciones políticas nacionales. Mucho más que el Estado, logran encuadrar en sus redes locales al conjunto de la población, tanto rural como urbana, y constituyen verdaderas subculturas transmitidas de generación en generación. De allí se deriva que el conflicto no opone sólo a los "activistas", que se reclaman de una obediencia o de otra, sino que se nutre también de pasiones compartidas por la mayor parte de la población. Abundan los ejemplos de los habitantes de una vereda que se enfrentan a los de la vereda vecina, perteneciente a una filiación política diferente.

Esta oposición política no habría estado cargada de tantas consecuencias si no hubiera tomado una dimensión religiosa. Al disponer históricamente del apoyo de la Iglesia Católica, los conservadores más combativos no se limitan a poner en cuestión el principio de la legitimidad democrática con base en la invocación del origen divino de la autoridad, sino que proclaman la incompatibilidad entre la pertenencia al partido conservador y la doctrina católica. A diferencia de los republicanos españoles los liberales, que de ninguna manera son menos creyentes y practicantes que los conservadores, no constituyen una amenaza a las prerrogativas de la Iglesia. Sin embargo, esta referencia a lo sagrado es suficiente para que unos y otros tengan la sensación de vivir una especie de guerra de España y justificar las atrocidades que cometen. El encarnizamiento sobre los cuerpos es a menudo una puesta en escena y un ritual que tratan de darle a este hecho un valor de sacrilegio.

Si la Violencia es, por lo demás, tan compleja es porque los procesos de conflictualidad social que tienen un lugar tan importante en ella, no se dejan encerrar en las divisiones políticas o religiosas. Las élites de los dos partidos se encuentran la mayor parte del tiempo del mismo lado, desde el momento en que la movilización social amenaza con escapárseles. Así ocurrió frente al auge del vasto movimiento populista dirigido por Gaitán y frente a los levantamientos urbanos que siguieron a su asesinato en 1948. En el ambiente de la guerra fría, estas mismas élites se apoyaron muy pronto en la amenaza comunista para desmantelar sistemáticamente los sindicatos y otras organizaciones populares. Posteriormente se esforzaron en canalizar, en el marco de los dos partidos políticos, los fenómenos de violencia que, bajo el estímulo muchas veces de las antiguas luchas agrarias, asolaban las zonas rurales. Raros son efectivamente los movimientos agrarios que lograron sustraerse a esta tutela e, inversamente, las élites económicas y políticas terminaron ejerciendo una hegemonía sin precedentes, a pesar de que cargaban sobre si la responsabilidad de 15 años de violencia.

Identificaciones partidistas, instrumentalización de lo religioso, represión y manipulación de las clases populares se conjugaron en una guerra civil fragmentada, sin frente definido, movida localmente por intereses y por la venganza y que termina convertida hacia su finalización en un conjunto de acciones de puro bandidismo. Además de la referencia a los partidos tradicionales, las prácticas atroces constituyen su trama permanente.

Es inevitable que la Violencia haya dejado huellas indelebles y haya marcado las memorias individuales. Sin embargo, ni las huellas ni las memorias han podido inscribirse en un relato histórico y, menos aún, en una evocación institucional que les haya otorgado un sentido. Una de las razones de esta situación es que el silencio fue la condición para la creación del Frente Nacional, el pacto de reconciliación entre las élites de los dos partidos tradicionales, concebido como provisional pero que se mantuvo como fórmula permanente durante tres décadas. Si bien el pacto puso fin a las pasiones partidistas, tuvo también el efecto de volver ininteligible para las nuevas generaciones lo que estaba en juego en la Violencia. Estas generaciones han tenido que ignorar el hecho de que las clases populares se mataran entre sí por causas que no eran las suyas y sólo han conservado el componente de conflictualidad social bajo la idea de que éste podía fácilmente extenderse hasta el punto de estar en condiciones de producir una conmoción global.

3. SOBRE LOS FENÓMENOS DE VIOLENCIA DE LAS ÚLTIMAS DÉCADAS. LAS MUTACIONES DE LOS CONTEXTOS Y DE LAS DINÁMICAS ATROCES

Los fenómenos de violencia de las últimas décadas se inscriben en un horizonte muy distinto. No hay duda de que la ruptura con la Violencia no ha sido completa. Las cicatrices de este episodio no han sido borradas, aún se mantienen de manera concreta en numerosas regiones rurales, se reavivan gracias a la dinámica sin fin de los procesos de colonización y se manifiestan igualmente en la fragmentación territorial de las redes de poder y de su uso frecuente de la fuerza para imponer su dominio.

Sin embargo, el imaginario asociado a los dos partidos tradicionales ya no juega ningún papel en la violencia o al menos muy poco. La Iglesia Católica ya no es un actor central del conflicto y la simbólica religiosa apenas si constituye una referencia accesoria. No se puede hablar de guerra civil global: algunas pocas regiones, sobre todo periféricas, conocen un clima de guerra e, incluso allí, sólo una minoría de la población se solidariza con los protagonistas; menos numerosos son aún los casos en los que esta solidaridad constituye un principio de identidad personal o colectiva. Para la mayor parte de los colombianos el proceso de violencia se limita al aumento de la "inseguridad" y a los esfuerzos para protegerse. El funcionamiento institucional no ha sufrido interrupciones significativas, sobre todo si se considera que el recurso a las disposiciones excepcionales hace parte de las prácticas habituales. La adopción de una nueva constitución en 1991 puso término, por lo demás, a las restricciones heredadas del Frente Nacional y se orientó a la construcción nada menos que de un "Estado social de derecho".

Con una extensión de más de 30 años, los fenómenos de violencia han sufrido transformaciones más o menos pronunciadas. Pero estas transformaciones giran alrededor de algunas tramas mayores, tramas a la vez heterogéneas y que interfieren entre sí. Las interpretaciones, independientemente de que sean elaboradas por los dirigentes políticos o por los comentaristas tienden, de acuerdo con los momentos, a poner el acento sobre uno u otro aspecto, pero es más bien en su combinación donde se encuentra lo fundamental.

Una primera trama remite a la evolución del conflicto armado entre las guerrillas y las fuerzas que las combaten, oficiales o no.

Las guerrillas ya no tienen mucho en común con las guerrillas de la época de la Violencia, aun teniendo en cuenta que una de ellas, las FARC, se apoyaron en un principio en los antiguos núcleos campesinos de "autodefensa". Las guerrillas que irrumpen en los años 1960 se presentan claramente como revolucionarias y se reclaman de las diversas ideologías radicales del momento. Sin embargo, hasta finales de los años 1970 retroceden: cantonadas en las periferias del país apenas si logran inquietar al régimen. El crecimiento de su poder se produce poco después.

Ni los intentos de negociación llevados a cabo en diferentes momentos por el gobierno, ni la desmovilización de algunas de ellas entre 1990 y 1991 logran detener los avances de las dos organizaciones que sobreviven, el ELN y, sobre todo, las FARC. Estas últimas extienden cada vez más su implantación y logran éxitos militares estrepitosos entre 1995 y 1998. Su objetivo de llegar al poder parece en ese momento estar a su alcance.

Las Fuerzas Armadas estaban poco preparadas para hacer frente a una amenaza de esta naturaleza. Sólo en 1998, en el momento en que comienza un nuevo intento de negociación con las guerrillas, emprenden una rápida modernización: crecimiento y profesionalización de sus efectivos, adquisición de medios aéreos y de técnicas de observación. A las medidas tomadas por el gobierno colombiano a este respecto hay que agregar la ayuda de los Estados Unidos en el marco del Plan Colombia firmado en 2000 y que se traduce en la acentuación de esta modernización5. A partir de ese momento las guerrillas se ven obligadas a renunciar a las operaciones militares de envergadura y a volver a los métodos clásicos de la guerra de guerrillas. El reforzamiento en ese mismo momento de las organizaciones paramilitares es sin embargo lo que le da verdaderamente un nuevo giro al conflicto armado: recurriendo a métodos expeditos y beneficiándose de la tolerancia de las fuerzas armadas cuando no de su apoyo, logran rápidamente recuperar zonas estratégicas antes de hacer irrupción incluso en los bastiones tradicionales de las guerrillas.

El conflicto armado entre guerrillas y fuerzas "antisubversivas" constituye, pues, una de las tramas centrales de los fenómenos de violencia. Durante los dos mandatos de Álvaro Uribe, de 2002 a 2008, la lucha contra las guerrillas constituye, bajo el nombre de política de "Seguridad Democrática", la prioridad gubernamental. A pesar del innegable debilitamiento de las guerrillas después de 2006, los enfrentamientos militares continúan hasta el día de hoy.

Una segunda trama remite al impacto del narcotráfico y de los narcotraficantes sobre el crecimiento de los fenómenos de violencia. Como es bien conocido, Colombia se convirtió desde finales de los años 1970 en una pieza fundamental del tráfico de drogas y en los años 1990 en el epicentro del cultivo de la coca. La agravación del conflicto armado es indisociable de este hecho. Las guerrillas derivan de allí los recursos necesarios para su expansión6 y para la consecución de su armamento, en particular las FARC, que dominan en las principales regiones de cultivo. Ocurre lo mismo con las organizaciones paramilitares que a menudo no son más que una emanación directa de los narcotraficantes y se encuentran al servicio de sus intereses, al mismo tiempo que luchan contra las guerrillas y sus apoyos.

Sin embargo, el impacto del narcotráfico es mucho más global. A partir de 1985, los narcotraficantes, comenzando por lo que se ha llamado el cártel de Medellín, inauguran el recurso a un terrorismo de gran escala, al mismo tiempo ciego y selectivo, y logran sacudir las instituciones como las guerrillas nunca habían podido hacerlo hasta el momento. Innumerables bandas armadas se forman en vínculo directo o no con los narcotraficantes, como las bandas juveniles que imponen su dominio sobre las periferias urbanas o la de los sicarios, que se encargan de los asesinatos por cuenta de los patrocinadores más diversos. De manera más general la economía ilegal comienza a penetrar amplios sectores de la economía legal y a alimentar una corrupción que toca todas las instituciones y una gran parte de la clase política.

El narcotráfico engendra de esta manera una situación social caótica. La disparada de las tasas de homicidio a partir de 1987 es un reflejo de ello, ya que alcanzan en el plano nacional más de 80 por 100.000 habitantes; en Medellín más de 400, mucho más que el número de muertos que resultan directamente de los enfrentamientos armados. El narcotráfico provoca simultáneamente el sacudimiento de las viejas estructuras jerárquicas: recién llegados, fuertes por sus fortunas amasadas de repente, los narcotraficantes hacen su entrada en escena, entran en competencia con las antiguas élites económicas y políticas, imponen sus maneras de hacer y aceleran la delicuescencia de los valores "tradicionales” y de los dos partidos que habían dominado la historia de Colombia.

Una tercera trama está ligada a la polarización política que comienza a padecer una parte de la sociedad a partir de los años 1980. Desde este momento se organizan núcleos de extrema derecha compuestos por miembros de la fuerza pública, de la clase política y de los "carteles" del narcotráfico, resueltos a recurrir a la violencia contra todos aquellos que sean acusados de "progresismo". En el primer rango de los objetivos figuran los militantes de la Unión Patriótica, un partido legal creado bajo la égida del Partido Comunista y de las FARC en un momento en el que estas últimas habían firmado una tregua con el gobierno. La extrema derecha no duda un instante en considerar que la formación de este partido es un nuevo avatar de la "combinación de todas las formas de lucha" y se convence más aún de esta amenaza como consecuencia del éxito electoral que la UP obtiene en 1988 en regiones de fuerte presencia guerrillera. La respuesta es una campaña sistemática de asesinatos de militantes y cuadros de este partido y del Partido Comunista: la cifra de las víctimas se estima en 3000 o más. Sin embargo, estos núcleos comienzan a actuar igualmente contra militantes de los derechos humanos, de las ONGs o de las corrientes que critican al régimen. El resultado de todo esto es que la izquierda legal se ve prácticamente desposeída de representación política7 .

La derechización de la sociedad se acentúa cada vez más en los años siguientes, alcanza su paroxismo en el apoyo masivo que otorga a Álvaro Uribe durante sus dos mandatos y se apodera del Estado en su más alto nivel. Este último, no contento con sofocar todo tipo de contestación, aparece implicado en las operaciones de las redes paramilitares.

La última trama remite a la dimensión social del conflicto. Las guerrillas pretenden obviamente representar a las clases populares y, más ampliamente, a los sectores progresistas. Si bien ellas cuentan efectivamente al principio con la simpatía de sectores de la clase obrera y de la clase media y disponen en ese momento de la colaboración de grupúsculos de la izquierda para difundir sus concepciones, este apoyo tiende a erosionarse a partir de los años 1990: como consecuencia de la exterminación de la que son víctimas los miembros de estos partidos, en particular la Unión Patriótica, las FARC se orientan hacia la vía puramente militar y corren el riesgo de aislarse. Sin duda las guerrillas disponen siempre de una importante presencia rural pero no logran ninguna transformación que mejore la suerte de los campesinos y no vacilan en utilizar la coacción además de la convicción.

En contrapartida múltiples fuerzas emprenden, bajo pretexto de lucha antisubversiva, la expulsión por el terror de miles de pequeños cultivadores y el acaparamiento de sus tierras. Ciertamente su objetivo es, en un primer momento, reprimir a las guerrillas y recuperar regiones estratégicas, lo que pasa también por la eliminación de los cuadros de los movimientos sociales. Desde finales de los años 1990, el objetivo se vuelve igualmente económico bajo el impulso de los narco paramilitares -los narcotraficantes y los paramilitares se habían vuelto indisociables o estaban muy cerca de serlo- y de sus numerosos aliados: terratenientes, empresas capitalistas interesadas en el desarrollo de los cultivos de exportación (bananos, palma e incluso explotaciones forestales), nueva clase política. Si bien la distribución de la tierra y de la riqueza había sido siempre profundamente desigual, su concentración alcanza ahora un nivel sin precedentes.

La distinción de estas tramas evidentemente no es más que una simplificación de la realidad, ya que de hecho aparecen permanentemente intrincadas. Las interferencias que de allí resultan complican la lógica de violencia.

El conflicto armado definido como enfrentamiento entre las guerrillas y las fuerzas antisubversivas implica sin lugar a dudas una división "amigo enemigo" de connotación tanto militar como política. Esta división no se refiere solamente a las organizaciones armadas legales e ilegales sino que afecta, como veremos más adelante, sectores enteros de la población civil que simpatizan con alguno de los bandos o que, al estar sometidos a su dominio, se ven obligados a adaptarse a sus normas.

Sin embargo los fenómenos de violencia no se pueden limitar al antagonismo entre dos campos. Numerosos protagonistas de la violencia, como las bandas urbanas, no se inscriben, o sólo lo hacen de manera ocasional, en una oposición de esta naturaleza. En el seno de los dos "campos" los conflictos son numerosos: entre grupos paramilitares las luchas sangrientas son permanentes y tampoco faltan en algunos momentos entre algunos frentes de las FARC y algunos frentes del ELN8 .

Por lo demás, los enfrentamientos entre organizaciones paramilitares y guerrillas no son obstáculo para que se presenten entre ellas múltiples transacciones. Su participación común en el funcionamiento de la economía de la droga las vuelven necesarias: las guerrillas instaladas en la zona de cultivos de coca se ven a menudo obligadas a entregar su producción a los narco paramilitares instalados en las veredas vecinas en las que se lleva a cabo la comercialización. Duante los últimos años, las transacciones, incluso, han dado lugar localmente a alianzas puntuales entre "frentes" de guerrilla y grupos narcos o paramilitares, como en Nariño o en el Meta.

Las conversiones de los guerrilleros en puros narcotraficantes no son excepcionales y en paramilitares lo son aún menos. Es probable que cerca de un cuarto de los paramilitares de una cierta edad hayan hecho sus primeras armas en la guerrilla. Esto contribuye a menudo, como veremos más adelante, al desconcierto de los habitantes que se encuentran frente a combatientes que han cambiado de uniforme. Si bien las convicciones inicialmente juegan un papel, no por ello dejan de ser maleables muchas veces.

El reclutamiento de los nuevos combatientes de los grupos ilegales está aún más lejos de encontrar su fundamento en afinidades políticas previas. En principio voluntario, puede ser el producto de presiones considerables, incluyendo las que se ejercen sobre las familias. En forma creciente comprende a adolescentes todavía menores de edad: según un informe internacional, el número de los menores en los grupos ilegales sería de varios miles, la mayoría de ellos prácticamente desprovistos de educación. Cuando las presiones no están presentes, estos adolescentes son impulsados por el clima de descomposición social pero también se ven atraídos por el prestigio de las armas, el reconocimiento que esperan por eso y, para los que se vinculan a los paramilitares, por los salarios que reciben. Si bien las carreras pueden durar años para los guerrilleros, en otras organizaciones son a menudo aleatorias, debido a la débil cohesión que las caracteriza.

De hecho, las fronteras entre lo que tiene que ver con lo político y lo que está relacionado con otros factores se encuentran desdibujadas de manera permanente. Protagonistas de envergadura como los narcotraficantes o las bandas urbanas están lejos de ser movidos por objetivos políticos: la buena marcha económica de sus negocios es mucho más significativa. Desde el momento en que los paramilitares ya no se contentan con reprimir a las guerrillas sino que se orientan, por su cuenta o por la de sus impulsores, a acaparar tierras y a tomar el control de los servicios públicos, las finalidades económicas predominan sobre las finalidades políticas. Los medios desplegados por los grupos armados ilegales como las extorsiones y los secuestros, entre otros, no se distinguen fácilmente de los que la delincuencia ordinaria pone en práctica y, al convertirse en rutinas, terminan por oscurecer los objetivos políticos de los que se reclaman.

Las delimitaciones entre lo legal y lo ilegal son igualmente porosas. Los actores ilegales tienen sus relevos en el seno de las instituciones e influyen sobre amplios sectores. La amplitud de la corrupción es una de sus manifestaciones más visibles. La colusión entre una parte de la clase política y de las fuerzas armadas con los grupos paramilitares es un dato esencial de la violencia. Corrupción y colusión alcanzan su máximo nivel durante los dos mandatos de Uribe: el Estado se convierte en ese momento en la clave de la bóveda.

Este desdibujamiento de los puntos de referencia constituye el telón de fondo de la generalización de las prácticas atroces. Lógicas mafiosas, lógicas políticas, lógicas militares, lógicas de la criminalidad organizada, se combinan con estas prácticas y se convierte en parte integrante del repertorio de acción habitual de todos los protagonistas. Los narcotraficantes han sido sin duda los pioneros en este campo: su terrorismo en gran escala abrió la vía pero también sus métodos de arreglo de cuentas entre grupos rivales y de "neutralización" selectiva de los que pretendían entrabar e, incluso, solamente denunciar su dominio creciente, hasta el punto de que lograron banalizar el recurso a las torturas, los secuestros y las masacres. No es sorprendente entonces, debido a la ósmosis entre ellos, que los paramilitares hayan retomado por su cuenta estos procesos hasta hacer de ellos el instrumento mayor de su "guerra". Numerosos miembros de la fuerza pública están implicados en estas prácticas, sea que se hayan vinculado a los rangos de los paramilitares, sea que sostengan sus acciones, o sea incluso que obren de manera autónoma -un escándalo revela en 2009 que para inflar el balance de su éxito han secuestrado y ejecutado decenas de individuos provenientes de los sectores populares y los han presentado como guerrilleros-. Además de los múltiples asesinatos y masacres las guerrillas, por su parte, han hecho de los secuestros su especialidad: su número sobrepasa los 30.000 desde el comienzo de los años 1980.

A pesar de la diversidad de sus objetivos, las estrategias de las organizaciones ilegales tienen en común el hecho de desplegarse sobre todo por la mediación de población civil interpuesta. Los enfrentamientos directos entre guerrillas y paramilitares tienden a ser raros. Los paramilitares los evitan de hecho porque su formación propiamente militar es muy inferior y por consiguiente su capacidad de combate. Sin embargo, a diferencia de lo que pasaba durante la época de la Violencia, la población civil está lejos de identificarse por sí misma con uno u otro campo, salvo en algunas regiones. Pero su control es un interés fundamental para todos los grupos armados, no para obtener su adhesión, sino para tener el dominio de su territorio.

4. LA IMPOSICIÓN DE DIFERENCIAS EN UN CONTEXTO DE INDIFERENCIACIÓN: LAS PRÁCTICAS ATROCES CONTRA LOS CIVILES

Las prácticas atroces que se han conocido durante las últimas décadas en Colombia no suponen la referencia a una "alteridad radical". Cuando tocan a la población civil, su fin es por lo general imponer una división allí donde no había nada que la favoreciera, crear diferencia allí donde prevalecía y sigue prevaleciendo el sentimiento de similitud en el seno de la población local. Los que las ejecutan son a menudo ellos mismos muy parecidos a sus víctimas. Lejos de ser un freno, la similitud contribuye a favorecer las prácticas atroces y su rutinización.

Poner el acento en la similitud puede parecer sorprendente. No hay duda de que el conflicto no pone en juego posiciones étnicas9 o religiosas. Pero, ¿no sería eso subestimar la división política que existe con anterioridad a los enfrentamientos armados en diversas regiones y que persiste como trasfondo en la nueva situación? ¿El proceso de colonización del Sur del país acaso no estuvo organizado por las FARC que inculcaron a los habitantes sus normas y sus representaciones? ¿No se produjo un encuadramiento similar de la población a medida que se iba desarrollando la colonización de otras regiones como Urabá y Arauca? Es necesario también tener en cuenta las regiones donde estaban presentes organizaciones sindicales y movimientos campesinos que militaban en favor de transformaciones de fondo y despertaban simpatías con respecto a los objetivos presentados por las FARC y el ELN. La repartición geográfica del voto en favor de la UP a finales de los años 1980 es, por lo demás, una prueba fehaciente de la influencia de estas corrientes contestatarias.

En contraposición, en otras regiones las redes políticas tradicionales, apoyadas por los notables y los propietarios, encuadraban a los habitantes y podían movilizarlos para rechazar todo lo que se pareciera a subversión10.

En otros términos, la sociedad civil no ha estado al margen de las tensiones políticas. Sin embargo la expansión de las guerrillas desde comienzos de los años 1980 y la contraofensiva lanzada desde comienzos de los años 1990 por la fuerza pública y los grupos paramilitares han trastocado las líneas de separación. Las guerrillas se implantan en regiones donde anteriormente sólo habían hecho incursiones ocasionales; se aprovechan muchas veces de la precariedad de las condiciones socioeconómicas de la población rural, en particular en los territorios de colonización reciente; y apoyan milicias en los polos urbanizados. Por otro lado, los propietarios y los notables crean sistemas de autodefensa con el fin de protegerse contra las extorsiones y los secuestros, que tarde o temprano se fusionan con los grupos paramilitares. Los enfrentamientos más duros se producen en las zonas que están desprovistas de una presencia sólida de los organismos del Estado y donde se concentran los nuevos recursos económicos, legales e ilegales.

Como hemos visto son raros los enfrentamientos directos entre guerrillas y paramilitares. El predominio territorial representa una forma de adquirir control sobre los habitantes. El terror y la intimidación se orientan sobre todo a someterlos a las normas instauradas por las organizaciones armadas y a eliminar a aquellos que se nieguen a aceptarlos.

Las masacres, las desapariciones forzadas, los secuestros, las torturas se presentan en este contexto. Este tipo de acciones no son el resultado de un imaginario identitario que subtienda un proyecto de exterminación sistemático de una fracción de la población, mujeres y niños incluidos, presentada como "diferente por naturaleza" como ocurre en las dinámicas del genocidio11.

En Colombia se considera oficialmente como "masacre" el asesinato simultáneo de tres o cuatro personas -el criterio no es el mismo en las dos administraciones encargadas de levantar los datos estadísticos-. El número de masacres y de víctimas es impresionante12. Algunas pueden ser calificadas de "masacres de masa" cuando alcanzan más de 20 o 30 víctimas, aunque son relativamente raras, incluso durante los años en los que la violencia ha sido más intensa. Como lo muestran los datos presentados más arriba, la mayor parte de las masacres no sobrepasa las 10 víctimas. Al igual que las demás atrocidades, las masacres tienden a ser diseminadas y puntuales. Por lo demás, el conteo oficial deja en la sombra los casos en los que se presentan una serie de asesinatos individuales por un mismo motivo los cuales, aunque presentan más víctimas, no atraen la atención. ¿Es mera casualidad que la desmovilización oficial de los paramilitares en 2005 haya sido seguida por una caída del número de masacres mientras que los asesinatos individuales selectivos se mantienen en muchas regiones?

Las masacres, al igual que muchas otras prácticas, son una expresión de las estrategias territoriales de los actores armados: las miles de víctimas directas y los cinco o seis millones de personas desplazadas constituyen un testimonio de la eficacia del método. Pero también la sumisión de los habitantes que permanecen en el lugar.

Al expandirse el conflicto, los actores armados tienden a abandonar el trabajo de persuasión. Los habitantes de las zonas disputadas no tienen de hecho otra opción que huir o adaptarse a la tutela impuesta. Esta es la alternativa a la cual se encuentran confrontados.

El miedo no es un obstáculo para que se presenten arreglos. Esta constatación es aún más válida allí donde los actores armados logran implantarse de manera permanente.

Al hacer referencia a los arreglos, algunos comentaristas toman de Primo Levi la expresión de "zona gris" que, sin embargo, es poco conveniente. Con el uso de esta expresión Primo Levi quiere subrayar la diversidad de las condiciones de los detenidos en los ghettos y en los campos de concentración, donde algunos logran incluso disfrutar de privilegios por encima de los demás. Sin embargo el mismo autor recuerda que más del 80% de los deportados están condenados a muerte desde el instante de su llegada a los lugares de exterminación como Birkenau (Levi, 2005). Los arreglos permiten a los que logran escapar de esta "selección" sobrevivir durante algún tiempo pero sin desconocer la suerte que les espera. Estos arreglos debilitan la solidaridad entre los detenidos pero no anulan de ninguna manera la distancia radical con los dueños del juego.

En el caso colombiano los actores armados no organizan un sistema de encierro como paso previo a la supresión total de un subgrupo ya sometido a un proceso de estigmatización y de segregación. El dominio de estos actores va más allá de las situaciones excepcionales y se extiende por una gran parte del país hasta alcanzar el control sobre la vida cotidiana. Si la referencia a la noción de "zona gris" se aplica a una situación tan común, pierde mucho de su pertinencia.

Los motivos y las modalidades de los arreglos pueden ser supremamente diferentes.

Ciertos motivos son de naturaleza económica: las zonas conflictuales coinciden a menudo con los polos de producción de recursos agrícolas, mineros o petroleros y, obviamente, con los cultivos de coca. El dominio de los actores armados se integra al funcionamiento de estas actividades. Otros factores son de orden más sociológico. Los habitantes están acostumbrados a ser alineados por las redes políticas que, incluso las de carácter legal, no rechazan el empleo de la fuerza. Además, los actores armados no son siempre percibidos como exteriores: guerrilleros y paramilitares provienen muchas veces de las mismas regiones y tienen vínculos frecuentes con sus habitantes.

Como lo han descrito bastante bien muchas monografías regionales, los arreglos se establecen aún más fácilmente, o bien allí donde los actores armados tienen el dominio de las redes políticas locales, incluso de las instituciones locales, o bien allí donde los redes políticas tradicionales tienen necesidad de su colaboración para preservar su poder. Así ocurre con las guerrillas en diversas zonas. En el departamento de Caquetá, las FARC han tenido durante largo tiempo el control político de numerosos municipios y han sustituido la presencia del Estado, por lo demás precaria. En Arauca, las FARC y el ELN han dominado incluso las instituciones y se han aliado con fracciones de los partidos tradicionales que, gracias a esta cooperación, pueden seguir haciendo parte de la repartición de los recursos locales (Gutiérrez Lemus, 2010, p. 3-34). Con más razón aún los paramilitares nunca han abandonado la combinación del uso del terror con el control del poder político local. En el momento en que emprenden la reconquista del norte de Urabá, crean asociaciones campesinas adeptas a sus consignas y se infiltran en las alcaldías y consejos municipales, sentando así las bases de lo que va a ser calificado como “parapolítica”, como aparece en las revelaciones recientes de algunos de sus líderes. Los arreglos no conciernen pues solamente a la población sino a la clase política, tanto la antigua como la nueva.

Sin embargo los arreglos no se pueden separar de la situación que deben enfrentar de manera permanente: la incertidumbre, rasgo central de la violencia.

A partir del momento en que el conflicto se extiende a una gran parte del país, la incertidumbre se convierte en el horizonte que está presente en todos los instantes. Los espacios conformados alrededor del dominio de los actores armados se vuelven móviles y fluidas las fronteras que los separan. En los territorios en disputa, las líneas de separación se hacen cada vez más inciertas y numerosos son los casos en los que sus rastros se entrecruzan y se modifican en el día a día. Los barrios vecinos de una misma aglomeración pueden verse separados de un momento a otro por invisibles líneas de demarcación -como Barrancabermeja antes de 199913-; una misma población puede en diferentes momentos pasar de la tutela de un campo a la de otro. Éste ha sido el caso de muchos de los municipios del departamento de Antioquia, sobre todo San Carlos o San Luis. En todos los casos las masacres y otras atrocidades indican material y simbólicamente el cambio de amo.

La población descubre rápidamente que los grupos armados dan prioridad a sus cálculos militares en detrimento de la protección de la población local. La obra publicada por el Grupo de Memoria Histórica sobre El Salado, pueblo por donde pasa uno de los corredores estratégicos de las FARC, muestra que estas últimas no hacen nada para socorrer a los habitantes cuando los paramilitares llevan a cabo masacres de grandes repercusiones14. Incluso cuando los actores armados se comprometen a dar una protección de este tipo, la promesa no se mantiene con la evolución territorial del conflicto.

Las masacres golpean muchas veces individuos claramente identificados como pertenecientes al campo opuesto. Esto es lo que se produjo en el caso de algunas de las matanzas más considerables perpetradas por los paramilitares: Segovia, población minera afiliada a la Unión Patriótica, y Mapiripán, son ejemplos, ambas realizadas con el apoyo de los militares. Este es el caso de la mayor parte de las masacres que se presentaron entre 1985 y 1997 en Urabá, primero en el marco de los enfrentamientos entre las FARC y el EPL y posteriormente en el marco de los enfrentamientos entre las FARC y los antiguos miembros del EPL, aliados en ese momento con los paramilitares ((Suárez, 2007)15. En esta fase, las masacres de uno de los bandos respondieron a las del bando contrario, y, en los dos casos, entre las víctimas se encontraron civiles acusados de apoyar al otro campo16. La masacre cometida por las FARC durante una fiesta popular en 1993 en Chinita, un barrio de Apartadó, sigue siendo un símbolo de esta violencia: el motivo fue que los habitantes eran simpatizantes del EPL.

Los paramilitares no vacilan en golpear a los que han participado en un movimiento reivindicativo agrario y, obviamente, en un partido como la Unión Patriótica. Pero tampoco dudan en matar ciegamente a los habitantes de aquellas poblaciones en las que se detecta la presencia de la guerrilla, como ocurrió en El Salado y en otros lugares17.

En los territorios disputados por los diversos grupos armados, las masacres están orientadas de hecho ante todo contra aquellos que son sospechosos de haber tenido relaciones con el grupo opuesto. Las víctimas, pues, son escogidas entre los “sospechosos”. Los habitantes descubren entonces que han sido seleccionados para pagar caro por su comportamiento anterior de acomodo.

Cualquier cosa puede servir para ser considerado sospechoso. Poco importa que los acomodos hayan sido voluntarios o no, que hayan consistido en la simple coexistencia suscitada por la vida cotidiana, el suministro de alimentos, el pago de “impuestos”, la asistencia a una reunión, un viaje fuera de la zona de residencia18: cualquier cosa es suficiente para exponerlos a represalias. Que una familia tenga, como ocurre a menudo, un hijo en la guerrilla y otro en el ejército, es suficiente para alimentar la duda. Las relaciones sentimentales con un combatiente del otro campo son consideradas fácilmente como colaboración: las guerrillas no han vacilado en matar muchachas jóvenes acusadas de haber tenido un vínculo con un militar y los paramilitares han hecho lo mismo en el caso de un vínculo con un guerrillero.

Cuando hacen irrupción en una nueva zona, los actores armados disponen de la información suficiente para detectar a los “sospechosos”. Los paramilitares que son guerrilleros convertidos conocen a los habitantes de los lugares conquistados y su conducta anterior. Uno de los factores que alimenta el temor tiene que ver con estas conversiones. La facilidad con que los paramilitares se apoderaron de la ciudad de Barrancabermeja, a pesar de su tradición radical, se debe sin duda a la fatiga que sentían los habitantes desde tiempo atrás con las presiones concurrentes del ELN y de las FARC, que se traducían en consignas de llamado a la huelga o de parálisis de las actividades; pero esta facilidad también parece imputable a la vinculación de cuadros del ELN. Si bien las conversiones en sentido inverso son excepcionales, todos los grupos armados disponen de informaciones suministradas por los miembros que logran infiltrar. Los éxitos obtenidos durante los últimos tiempos por el ejército se deben ampliamente a la red de informantes que han logrado conformar.

Sin embargo las denuncias que anteceden a la designación de los sospechosos y a las represalias tienen origen a menudo en los propios habitantes. Como ocurre en todas las guerras civiles, tales denuncias y la orquestación de los rumores, contribuyen a la información de los beligerantes (Kalivas, 2006). La referencia a la noción de “comunidad” local no logra ocultar las diferencias de sensibilidad o de interés y mucho menos se convierte en obstáculo para los litigios y los celos, que encuentran en los conflictos la posibilidad de aflorar cuando no terminan en arreglos de cuentas.

Los delatores que provienen de la misma población son bastante numerosos y reciben el nombre de “sapos”. Intervienen con mucha frecuencia en el momento de las masacres y, sobre todo, de las masacres cometidas por los paramilitares. La escena ha sido evocada en muchas ocasiones. Después de reunir a la población, los ejecutores llaman a los “sapos”, a menudo enmascarados para no ser reconocidos, para seleccionar a los escogidos con una señal. En otros casos, los actores armados utilizan listas elaboradas con anterioridad, generalmente con base en el señalamiento de los “sapos”19.

El fenómeno de los “sapos” desborda ampliamente el de los delatores. Son, por lo general, similares a los otros habitantes y se han diferenciado de ellos en un momento dado. Auxiliares de la difusión del temor, son también su producto. El temor no es la menor de sus motivaciones.

En caso de no poder señalar a los “sospechosos”, ellos mismos pueden fácilmente pasar por serlo. Muchos aparecen como “sapos” en potencia. El hecho de ser reconocido como “sapo” favorece igualmente la venganza20.

El fenómeno representa en muchos sentidos una dislocación de las reglas de confianza en el seno de poblaciones, por lo demás idénticas, pero puestas en un contexto de violencia. En las regiones más conflictivas, al igual que en aquellas en que el dominio de uno de los campos está fuera de discusión, la desconfianza termina imponiéndose entre los vecinos, incluso en el seno de una misma familia. El silencio se convierte en la regla, cualquier palabra puede ser reportada. El rumor reemplaza la expresión pública, como ocurrió en Urabá en el momento de los peores enfrentamientos, pero como sigue ocurriendo desde que en esa región se impuso el dominio de los paramilitares y sus aliados. Si bien ahora los individuos pueden hablar en privado e, incluso, expresar el alivio que sienten por la disminución de los asesinatos, se cuidan de formularlo abiertamente. La desmovilización de una parte de los paramilitares desde 2005 y, sobre todo, su frecuente reinstalación en las zonas que fueron azotadas por su presencia no han atenuado el temor que inspiran. A fortiori ocurre lo mismo en las regiones en las que las guerrillas mantienen su presencia o en aquellas donde pueden irrumpir en cualquier momento.

Sin embargo no se deben subestimar los intentos de resistencia. Resistencia individual discreta: guardar la reserva pero con el riesgo de tener que plegarse a sus imposiciones. Pero también resistencia colectiva. Muchos de los intentos en este sentido han sido apadrinados por la Iglesia, otros lo han sido por “movimientos cívicos” u ONGs locales. Uno de los más significativos ha sido la creación de “comunidades de paz” en Urabá, bajo la iniciativa de los sacerdotes y de las organizaciones católicas a comienzos de los años 2000. La aspiración de estos grupos es hacer reconocer un estado de neutralidad, reforzando las solidaridades comunitarias, con base en la referencia a normas internas. Sin embargo, este intento ha demostrado ser frágil. Sus promotores se vieron obligados a obtener el aval de los actores armados y, por consiguiente, a transigir con ellos. Además, los miembros de las comunidades terminaban tarde que temprano por romper la solidaridad y por jugar a los “sapos” por cuenta de uno u otro de los actores armados.

La experiencia de resistencia que ha tenido la mayor amplitud y la más grande repercusión ha sido la impulsada por las poblaciones indígenas del Cauca. Debido a la situación estratégica de esta región, estas poblaciones han sido el objetivo permanente de todas las organizaciones armadas ilegales21 y de la fuerza pública. Para enfrentarlos, los habitantes han construido un sistema defensivo conformado por “guardias indígenas” provistos de sus bastones. Los éxitos parciales que han logrado no han sido suficientes para evitar que la región no se convierta en el teatro de los peores enfrentamientos. La situación se ha empeorado incluso desde 2008. Guerrillas y paramilitares no se han contentado con disputarse el control de los corredores del tráfico sino que han incrementado los cultivos de coca en esos territorios, aprovechándose de que su estatuto especial prohíbe la destrucción de las plantaciones por aspersión aérea. La consecuencia de esto ha sido el debilitamiento de la cohesión comunitaria, numerosos indígenas se han visto obligados, voluntariamente o no, a colaborar con uno de los campos.

Uno de los efectos del terror es sobre todo la ruptura de las solidaridades y, más aún, la parálisis de toda acción colectiva autónoma. Cuando las estrategias de acomodo se presentan, tienden más a dividir que a unir a aquellos que tienen que recurrir a ellas. Temor, desconfianza, sospecha, van a la par. Todos estos sentimientos llevan a reducir al máximo las relaciones de solidaridad y el repliegue sobre sí mismos.

Haber sido víctima de los actores armados no constituye tampoco en sí mismo un principio de identificación compartida. No es una casualidad que, al menos en un primer momento, los sobrevivientes solo tengan como manera de identificarse la referencia a la identidad de sus verdugos. Los unos se designan a sí mismos evocando la responsabilidad de los paramilitares (o de la fuerza pública) en su destino, los otros la de las guerrillas. La amargura llega a su colmo cuando se trata de antiguos guerrilleros que pasaron a los rangos de los paramilitares o de vecinos convertidos en “sapo”. Esta identificación por “verdugo interpuesto” se mantiene frecuentemente, incluso entre los desplazados reagrupados en las ciudades. Durante la década de 2000, los desplazados se reencuentran a menudo en parcelaciones, pero separados una vez más por fronteras invisibles y discriminados por la población aledaña en función de las zonas de donde provienen. Dado que la mayor parte ha huido de los paramilitares, la sospecha de simpatía con respecto a las guerrillas sigue pesando sobre ellos. Las víctimas de las rivalidades entre bandas urbanas, por su parte, encuentran dificultades para darse una identidad, a menos que esas bandas hayan colaborado expresamente con una de las organizaciones ilegales.

¿”Guerra contra la sociedad”? Vemos aquí que la expresión exige algunos matices. La “guerra” atraviesa parcialmente la sociedad, le impone sus líneas de fractura, recluta en ella sus participantes y provoca en su seno modalidades de acomodo y de transacción. Las grietas que de allí se derivan no significan que la sociedad como tal se encuentre dividida por un eje “amigo enemigo”. Es indudable que algunos de estos sectores se aprovechan de la situación para acumular tierras, neutralizar los militantes contestatarios o tomar el control de las instituciones, lo que remite a la trama de los antagonismos sociales. Pero el hecho es que la gran mayoría, lejos de identificarse con los objetivos de los actores armados, se ve condenada a sufrir su imperio y los efectos de sus interacciones. En lo esencial, se trata sin duda de un conflicto “vertical” en el cual la sociedad se encuentra atrapada y su autonomía en entredicho22.

5. LA BANALIDAD DE LAS PRÁCTICAS ATROCES: LAS LÓGICAS DE LOS EJECUTORES

El propósito de esta última parte es volver a la pregunta del principio: ¿cómo se puede explicar que unos individuos lleven a cabo prácticas atroces como si se tratara de tareas banales? Recordemos que el balance de los fenómenos de violencia de las últimas tres décadas es comparable con el de las guerras civiles más atroces.

Algunos jefes militares se han jactado de haber sido responsables de la muerte de más de mil personas y otros han reivindicado el hecho de haber matado por su propia mano a más de cien. Los narcotraficantes son los maestros en la variedad de las sevicias. Los miembros de las bandas urbanas proclaman con orgullo la eliminación de sus rivales de los barrios vecinos. Los cuadros de las FARC consideran como proezas militares haber destruido poblaciones, en ningún momento han dejado de justificar el recurso a los secuestros y continúan sembrando minas anti persona en vastas zonas sin inquietarse porque las víctimas sean a menudo los niños. La Fuerza Pública no se ha limitado a colaborar con los paramilitares sino que ha estado implicada en muchas operaciones de limpieza social, sin olvidar los asesinatos de civiles presentados como guerrilleros.

Las interpretaciones mencionadas al comienzo del artículo a propósito de episodios de violencia extrema ocurridas en otras sociedades demuestran sin embargo ser inapropiadas para explicar el caso colombiano.

¿Una división global “amigo enemigo”? En realidad la referencia al conflicto armado entre dos campos no debe hacer olvidar que no todos los elementos en juego están comprendidos en esta división y que hay protagonistas que, según las circunstancias, se sitúan de un lado o del otro, sin olvidar los individuos que cambian de campo. El eje del conflicto se encuentra por lo menos ramificado.

¿Una oposición general entre “ellos” y “nosotros”? De hecho las atrocidades no remiten siempre a un proyecto de afirmación identitaria frente a aquellos que representarían una alteridad radical. La oposición no es siempre muy tajante cuando consideramos las partes beligerantes. Numerosos son los paramilitares y los guerrilleros desmovilizados que no manifiestan una aversión particular contra aquellos sobre los cuales se han encarnizado. Una oposición de este tipo es aún menos pertinente cuando se trata de la sociedad: la conciencia de la similitud es más bien lo que domina.

¿Un antagonismo que remitiría a convicciones diferentes o, para recoger el término de Welzer, a “cuadros interpretativos” que legitimarían las acciones de los ejecutores? De hecho los diversos protagonistas poco se inclinan a elaborar proclamas doctrinales y, menos aún, proclamas de tenor escatológico. La vulgata marxista a la que las guerrillas recurrían desde hace mucho tiempo perdió su atractivo. Si bien los paramilitares tuvieron de manera fugaz la veleidad de invocar la justicia social, no han persistido en ello ya que sus operaciones los desmienten. Y es inútil extenderse sobre los narcotraficantes. Los sucesivos gobiernos, por su parte, han estado orientados sobre todo a reaccionar a los acontecimientos y no han tenido ni la voluntad, ni los medios para galvanizar a la opinión. El único que se consagró a esa tarea con un cierto éxito fue Álvaro Uribe. Jamás un presidente había tenido una cota de popularidad tan elevada y constante, sin embargo, su discurso se limitó en lo esencial a la promesa de reducir las guerrillas a la medida de sus pretensiones. Esta promesa, mantenida de manera muy parcial, le permitió hacer ratificar más fácilmente por el público, en nombre de la lucha contra la “subversión”, la implementación de procedimientos que socavaban las bases del Estado de derecho.

¿Se trata de prácticas atroces provocadas por el “conformismo” y por el afán de construir solidaridad con los compañeros? Eso juega evidentemente. Sin embargo la arquitectura jerárquica de las organizaciones armadas es flexible salvo, cosa que aún se mantiene, en el caso del Ejército y de las guerrillas. Los demás protagonistas, por su parte, son ante todo agregados de grupos a menudo concurrentes. La fragmentación, el localismo y la fluidez son entonces elementos constitutivos de las adhesiones y el “conformismo” se reduce a menudo a la inserción inestable en estos pequeños grupos. El conformismo define las lógicas de las bandas al igual que una lectura común de las situaciones. Por lo demás, muchos de los ejecutores se enorgullecen, cuando son obligados a reconocer sus crímenes, del margen de maniobra que les fue conferido.

Más que las identificaciones que se construirían a través de un desciframiento de la historia fundada sobre la negación de los otros, lo que se manifiesta es la disolución de las puntos de referencia normativos y su reemplazo por micro adhesiones que autorizan todo tipo de prácticas de violencia sin alcanzar a justificarlas.

La intrincación entre lo legal y lo ilegal es un ingrediente central de esta disolución normativa. La corrupción institucional que se desarrolla desde finales de los años 1970, y se generaliza en los años 2000, es una de sus expresiones más visibles. La corrupción, por su propia cuenta, socava los fundamentos de la confianza en el Estado de derecho pero, además, es inseparable de la banalización en el uso de la violencia para acceder a los recursos económicos y políticos.

Algo similar ocurre con la impunidad. A la vez causa y efecto de la violencia, es suficientemente importante como para volver racional la opción en favor de la transgresión de las normas e, igualmente, para vaciar de contenido la idea de transgresión.

Los narcotraficantes y los paramilitares disponen sin embargo de una ventaja evidente con relación a las guerrillas23 para intervenir en el doble registro de la legalidad y de la ilegalidad: los primeros disponen de una capacidad de corrupción sin límites; los segundos, a menudo los mismos, se incorporan de manera muy natural en la esfera institucional gracias a sus aliados civiles y militares. Desde finales de los años 1990 se produce un proceso de paramilitarización en las principales regiones. Lo que se llama la parapolítica presenta dos variantes. Los paramilitares intervienen muchas veces en las elecciones por obtener directamente representantes en la administración; en otras ocasiones lo hacen para garantizar el éxito de notables políticos que pueden garantizar su dominio. Sin embargo, ésta no es más que la parte emergente de la paramilitarización: la otra parte es la expulsión de los campesinos y el acaparamiento de sus tierras. Todo esto se acompaña de la nominación a puestos clave del Estado, como los servicios de inteligencia interior, de personas que participan en las redes paramilitares24.

La referencia a lo sagrado no está presente tanto como si lo está la referencia a las reglas del derecho. La secularización pasa por allí. Sin duda los ejecutores hacen a menudo exhibición de imágenes de la Virgen a la manera de los cristeros mexicanos y las formas que tienen de deshumanizar a sus víctimas y de despedazar sus cuerpos se parece mucho a la de hace 60 años. Sin embargo, los rituales de la puesta en escena han cambiado. Lo que era concebido para ser percibido como un sacrilegio ya no es más que una manera de parodiar la noción misma de sacrilegio mostrando que sólo se trata de un acto ordinario25.

Para mostrar mejor la manera como se lleva a cabo esta desacralización observemos que algunas de las peores masacres perpetradas por los paramilitares, tales como las de Mapiripán y El Salado, se llevan a cabo como rituales, en medio de borracheras y de música rock. Estas festividades dan testimonio de que los fenómenos de violencia no están exentos de incluir una dimensión lúdica. Los testigos han reportado escenas en las que los militares juegan fútbol con la cabeza de sus víctimas frente a la población. Esta dimensión lúdica se oculta con mucha frecuencia por parte de los analistas de otros conflictos recientes, marcados igualmente por la superposición de múltiples intereses en juego: sin embargo, es perceptible en los rostros satisfechos de los combatientes que aparecen en las fotografías.

El aspecto lúdico da testimonio de la parte de hybris inherente a la mayor parte de las prácticas atroces (Blair, 2004) y se expresa en muchas otras manifestaciones, en particular en la manera pública cómo se produce la puesta en escena de las sevicias orientadas a aumentar el terror de los testigos. El episodio culminante de las masacres de Trujillo constituye una ilustración de esta situación26. Aparece igualmente en los “refinamientos” que se agregan a las matanzas, por ejemplo cuando los ejecutores recurren a la sierra eléctrica o a otros instrumentos para hacer sufrir más a sus víctimas antes de su muerte.

Sin embargo, esta parte de hybris solo raramente remite a una afirmación idéntitaria, relacionada con los ejecutores o con las víctimas. Como ocurre con el conjunto de los procesos de violencia, sigue siendo profundamente “prosaica” y varía según las circunstancias locales y las finalidades perseguidas por los diversos protagonistas. Así como no hay una frontera precisa entre los territorios bajo dominio de uno u otro de los actores, no la hay tampoco entre las atrocidades espectaculares -masacres y torturas en público- y las atrocidades “ordinarias” -asesinatos selectivos, desapariciones forzadas, secuestros-. La banalización de las atrocidades se encuentra igualmente corroborada por los centenares de cadáveres arrojados en los ríos o quemados, y por los millones de desplazados.

Todos los protagonistas están implicados en esta banalización. Esta última sin duda está ligada a la dinámica descentralizada y fragmentada de los enfrentamientos militares. Pero no lo está menos a la multiplicidad de protagonistas y a la naturaleza compleja de sus objetivos, que son al mismo tiempo políticos, económicos y sociales. Habría que agregar que los datos cuantitativos muestran que los narco paramilitares son responsables de la mayor parte de las atrocidades y son los que más las han convertido en una práctica banal.

La razón no es solamente que ellos compensen de esta manera su dificultad de enfrentar militarmente a las guerrillas, ni que puedan contar con el apoyo de miembros de la fuerza pública y de la clase política. Obran, además, por cuenta de las élites sociales, tradicionales o recientes, que ven en ellos el medio de reducir el imperio regional de las guerrillas y, al hacerlo, garantizar la seguridad necesaria a sus proyectos económicos. El acaparamiento de las tierras es una de sus vertientes; el otro es la implantación de empresas agroindustriales y de productos de exportación. Al mismo tiempo que siguen controlando la economía de la droga, se convierten en la punta de lanza de una transformación de las estructuras de producción. Las condiciones están así reunidas para que las prácticas atroces sean objeto de un asentimiento tácito cuando no de incitaciones abiertas, por parte de sectores claves de la sociedad circundante.

El asentimiento va, de hecho, más allá de los sectores directamente implicados. La popularidad del gobierno de Álvaro Uribe muestra que una gran parte de la opinión estaba dispuesta a cerrar los ojos con respecto a los crímenes de los paramilitares. Lista a escandalizarse por las atrocidades cometidas por las guerrillas, inclusive cargando a su cuenta las acusaciones muchas veces precipitadas lanzadas por los servicios de inteligencia, la opinión ha sido más benévola cuando se trata de las acciones de los paramilitares. Desde 2001, la mayor parte de los medios han contribuido a que los excesos de estos últimos sean ignorados o percibidos como los inevitables “efectos colaterales” de la campaña para yugular a las guerrillas. El rol de la propaganda es bastante grande en este caso y ha contribuido a acentuar la mutación de la opinión después del fracaso de las negociaciones del Caguán. Las guerrillas perdieron desde entonces su credibilidad política. El campo quedó libre para las exacciones hechas en el marco de la lucha antisubversiva.

La banalización no se refiere pues únicamente a los coprotagonistas sino que remite también a la tolerancia de la opinión con respecto a los paramilitares. Incluso si el Estado de derecho es vapuleado, sigue siendo punto de referencia, lo que paradójicamente contribuye a desviar la atención de las prácticas atroces. Sólo a partir de 2005, fecha del acuerdo que preside a la desmovilización oficial de los paramilitares -muchos permanecen activos o forman nuevas bandasla opinión comienza a abrir los ojos sobre la magnitud de sus crímenes. Las revelaciones se acumulan y las víctimas empiezan a hablar. El aparato judicial ordinario no estaba preparado para hacer frente a esta situación y las condiciones no estaban reunidas para la conformación de una Comisión de Justicia y Verdad. El conflicto armado no llega a su fin y las ramificaciones de la violencia y de la corrupción son tan profundas que parecen difíciles de extirpar. Al lanzar un vasto programa de reparación de las víctimas y de restitución de tierras, el sucesor de Uribe parece sin embargo decidido a tomar un camino inverso al que había sido seguido después de la Violencia: en lugar de proceder a un simple acuerdo político, pretende restaurar los derechos de las víctimas y enfrentarse a las consecuencias sociales de 30 años de violencia.

CONCLUSIÓN

La tesis del ensayo es que la dinámica de las atrocidades no remite, en el caso colombiano, a una división que alimentaría pasiones políticas irreconciliables. Existe en efecto un conflicto armado central pero ramificado de tal manera que su carácter político es cada vez más fluido. Las interferencias entre los protagonistas y la diversidad de sus objetivos cuentan tanto como sus oposiciones. Las prácticas atroces no están orientadas tanto a golpear poblaciones consideradas como “radicalmente distintas” como a confinar poblaciones similares en redes distintas.

Un interrogante subsiste sin embargo: ¿esta banalización se habría impuesto de esta manera si no hubiera estado estimulada por un imaginario, compartido tanto por los protagonistas como por una amplia fracción de la sociedad, según el cual la violencia sería un dato permanente de la historia colombiana, incluso constitutivo de esta historia? Hemos puesto el acento más arriba en las discontinuidades entre la Violencia y los fenómenos recientes. Pero la continuidad no está en duda para la mayor parte de los que han pasado por las pruebas de los últimos años, una continuidad que a menudo ellos mismos hacen remontar hasta las guerras civiles del siglo XIX. La obra de García Márquez ha servido de referencia a esta elaboración que se ha convertido, en un país poco inclinado al nacionalismo, en una especie de mito nacional. Sin complicarse con problemas de periodización, numerosos ensayistas han tomado por su cuenta este mito y han hecho de él una vulgata difundida en todas las capas sociales. El presente reproduce de esta manera el pasado y la violencia toma forma de destino. Los ejecutores encuentran allí como justificar sus actos, las víctimas como explicar sus sufrimientos.

¿Será necesario entonces volver a la idea de “cuadro interpretativo”? De hecho, es todo lo contrario. Si este imaginario contribuye a la banalización de los fenómenos de violencia, eso se debe a que no propone un desciframiento que ayude a construir su sentido. Cuanto más, toma a su cargo una memoria a la vez individual y colectiva cuya transmisión garantiza al igual que su reinvención al ritmo de las nuevas circunstancias. Los límites de la institucionalización en Colombia conducen a que las relaciones de fuerza brutas sean percibidas como componentes de esta institucionalización. Pero también a que la memoria no se pueda inscribir en referencias históricas estables y que por el contrario sea invocada para hacer de la repetición la trama de una historia imposible.

COMENTARIOS

1. En su excelente obra sobre las masacres de Urabá, Andrés Fernando Suárez distingue las "masacres simples" de las masacres acompañadas de sevicias diversas (Suárez, 2007). Sin embargo es evidente que las sevicias se presentan mucho más a menudo por fuera de los episodios de las masacres y que ninguna contabilidad puede ser hecha a este respecto.

2. Publicado en inglés en 2003. Existe traducción española.

3. Comentarios críticos se pueden encontrar en (Mesnard, 2000, p. 23 y ss).

4. Sobre el tema de H. arendt y la banalidad del mal se puede consultar (Revault d´Allones, 1995).

5. La ayuda norteamericana estaba destinada en un principio a la "guerra contra las drogas". Además de los medios de observación que sirven también en el combate contra las guerrillas, mercenarios norteamericanos se integraron rápidamente a la protección de los oleoductos y otros puntos sensibles.

6. Muchas otras fuentes financieras habría que agregar aquí, como los cobros a las producciones petrolera y bananera y a la ganadería. Sin olvidar el producto de las diversas extorsiones y de los secuestros.

7. La hegemonía de los dos partidos tradicionales ha limitado de manera permanente las posibilidades de una alternativa. Paradójicamente el período del Frente Nacional, entre 1960 y 1972, es el único en el que se conformó una fuerte oposición política. La adhesión posterior de las corrientes de extrema izquierda a las tesis de la lucha armada contribuyeron poderosamente a la marginalidad de la izquierda en la escena política oficial.

8. Entre 2007 y 2008, se estima que los enfrentamientos entre el ELN y las FARC dieron como resultado cerca de 1000 muertos en Nariño, casi tanto como en Arauca.

9. No se trata de ignorar que las poblaciones indígenas y afro colombianas han sido golpeadas particularmente por el conflicto, como tendremos ocasión de mencionarlo. Sin embargo, estas poblaciones no son objeto del conflicto principalmente debido a su identidad cultural sino porque ocupan territorios apetecidos por todos los sectores armados.

10. Síntoma de la complejidad de la realidad: la zona de Puerto Boyacá, que fue la verdadera cuna del paramilitarismo (Gonzalo Rodríguez Gacha, un aliado de Pablo Escobar, organizó allí su grupo y la primera escuela de formación para el combate fue creada en ese mismo sitio con el concurso de militares y de mercenarios israelitas) había sido antes uno de los bastiones del Partido Comunista y de las FARC: el giro de los habitantes fue provocado, al menos en parte, por las extorsiones y los secuestros que la guerrilla hacía en proporciones cada vez mayores.

11.Muchos quieren que el exterminio de los militantes de la UP sea considerado como un "genocidio político". La extensión de la noción de genocidio a las masacres políticas es objeto de debate porque se corre el riesgo de quitarle su especificidad.

12. Las cifras mencionadas en el prólogo. Estos datos siguen siendo sin embargo aproximados. Las masacres cometidas por los paramilitares están mejor registradas que las cometidas por las guerrillas. Los investigadores, incluyendo los médicos legistas, no se pueden desplazar a todas las zonas. Muchos cuerpos son arrojados a las aguas. Los paramilitares parece que los queman en ciertos departamentos.

13. Las divisiones en esta ciudad se establecen sobre todo entre los barrios bajo control de las FARC y bajo control del ELN.

14. Sobre todo los volúmenes consagrados a las masacres de El Salado y de Bojayá: (La masacre de El Salado, 2009; Bojayá. La guerra sin límites, 2010).

15. Hay que precisar que los paramilitares llevaron a cabo en 1988 dos masacres importantes en la misma región.

16. Según el libro de Suárez, las sevicias que acompañan ciertas masacres golpean sobre todo a los sospechosos de servir como informantes.

17. Una de las peores masacres contra la población tuvo lugar doce años antes en Trujillo en el Valle del Cauca. Durante tres meses, una coalición de narcotraficantes, de militares y de paramilitares produjo una serie creciente de matanzas que culminaron en una vasta masacre acompañada de sevicia. El número total de las víctimas sobrepasó las 130. El pretexto de estas acciones fue la presencia del ELN y las represalias después de una emboscada que esta guerrilla había tendido a una unidad militar. El Estado colombiano fue condenado por este caso por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y tuvo que reconocer su responsabilidad.

18. Son numerosos los casos en que las FARC “vigilan” las familias en los momentos en que uno de sus miembros sale de su lugar habitual para ir a una población vecina.

19. Las obras publicadas por el Grupo de Memoria Histórica a propósito de diversos casos de masacres muestran que en numerosas ocasiones, la tarea de los ejecutores fue facilitada por el concurso de individuos pertenecientes al círculo inmediato de las víctimas. Fue así como la masacre perpetrada por los paramilitares en Bahía Portetes contra las mujeres de una comunidad wayuu en la Guajira fue consecuencia de un litigio en el seno de los miembros y que la masacre perpetrada por las FARC en Bojayá fue consecuencia de una división existente entre los afro colombianos por la infiltración de la guerrilla y de los paramilitares.

20. Según el estudio citado de Andrés Fernando Suárez a propósito de las masacres de Urabá, el uso de la tortura y otras sevicias sería más frecuente contra los "sapos" que contra adversarios declarados.

21. Las FARC y el M-19 se implantaron allí desde los años 1980. Para afirmar su autonomía los indígenas crearon entonces su propia organización de guerrilla, el Quintín Lame, con vocación sobre todo defensiva y que se desmovilizó en 1991. En nombre del multiculturalismo establecido por la Constitución de 1991 a los indígenas y a los afros colombianos les fueron reconocidos múltiples derechos. Esto no impidió que la región se convirtiera en uno de los epicentros del conflicto.

22. Por oposición a la idea de conflicto "horizontal", estimulado por una división que atraviesa la sociedad, según la tesis sostenida por Iván Orozco, al autor de trabajos por lo demás particularmente aclaradores.

23. Lo que no significa en manera alguna que las guerrillas no cedan a la corrupción bajo la cobertura de la legalidad en las regiones que controlan.

24. Uribe puso a la cabeza del DAS, el servicio de seguridad interna, a un hombre vinculado con las redes paramilitares. Durante sus dos mandatos promovió un enfrentamiento tortuoso contra la Corte Suprema de Justicia para entrabar las investigaciones que esta última seguía sobre la parapolítica.

25. La Iglesia Católica sin embargo sigue estando omnipresente en la sociedad. Los seminarios están llenos, los sacerdotes juegan un rol central en la vida de todas las "comunidades" urbanas y rurales. Pero la influencia de la Iglesia como institución ha disminuido mucho. Su dogmatismo ha dado lugar a un pragmatismo que la lleva a adaptarse a las circunstancias locales. A su manera la Iglesia contribuye a menudo a la impunidad: al hacer del "perdón" una prioridad, a menudo parece relegar a un segundo plano el deber de justicia y exonerar generosamente a los autores de crímenes de cualquier tipo de obligación de reparación.26. Una jovencita es objeto de sevicias y atrocidades en presencia de su tío, el párroco del pueblo, antes de que éste último sufra la misma suerte y todo eso ante los ojos de los habitantes.

26. Una jovencita es objeto de sevicias y atrocidades en presencia de su tío, el párroco del pueblo, antes de que éste último sufra la misma
suerte y todo eso ante los ojos de los habitantes.

BIBLIOGRAFIA

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