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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.27 no.82 Bogotá Sept./Dec. 2014

https://doi.org/10.15446/anpol.v27n82.49413 

http://dx.doi.org/10.15446/anpol.v27n82.49413

DOSSIER: VÍCTIMAS, TIERRAS Y JUSTÍCIA

 

Derecho a falta de democracia: la juridización del régimen político colombiano

 

Law in absence of democracy: the juridization of the Colombian political regime

 

 

Mauricio García Villegas

Investigador del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales - Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, Colombia.

 

 


RESUMEN

Este artículo tiene como objetivo mostrar la importancia política que, durante los últimos veinte años, ha adquirido la dimensión jurídica del poder político o, lo que es igual, el trámite jurídico de los problemas sociales y políticos. También busca sugerir que dicho fenómeno es de tal magnitud que tiene implicaciones decisivas en la caracterización del régimen político colombiano y, en particular, en la explicación de lo que se ha venido llamando la paradoja colombiana.

Palabras clave: jurídico, Colombia, paradoja, régimen político.


SUMMARY

This article shows how, during the last twenty years in Colombia, the legal dimension of political power, i.e., the legal process of social and political problems has acquired great importance. The article suggest that this phenomenon has critical implications for the characterization of the Colombian political regime and, in particular, for the explanation of what has been called the "Colombian paradox".

Keywords: legal, Colombia, paradox, political regime.


 

 

En 1987 Daniel Pécaut publicó su libro clásico Orden y violencia en Colombia; ocho años después, en 1995, salió a la luz pública, Entre la legitimidad y la violencia, el libro de Marco Palacio y en 2006, el IEPRI publicó Nuestra guerra sin nombre. Hay algo común en los títulos de estos tres libros clásicos publicados a lo largo de los últimos 25 años y es la dificultad para describir lo que aquí pasa. Esa dificultad tiene, ella sí, un nombre; se le conoce como la paradoja colombiana y consiste en la combinación de una extraordinaria estabilidad institucional y democrática con una violencia casi endémica, una notable debilidad de los movimientos sociales y una marcada desigualdad socia1.

Buena parte de la producción reciente sobre el régimen político colombiano ha hecho avances significativos en la explicación de esta paradoja2. Sin embargo, la mayoría de ellos suele tener un enfoque disciplinario con un fuerte énfasis en aspectos políticos o económicos, es decir, con un énfasis en la segunda parte de la paradoja y con limitaciones para ver las dimensiones institucionales y particularmente las dimensiones jurídicas a las que se refiere la primera parte de la paradoja.

Aquí no estoy en capacidad de proponer una explicación terminada sobre la paradoja colombiana3. Mi propósito es más modesto y consiste en mostrar la importancia política que, durante los últimos veinte años, ha adquirido la dimensión jurídica del poder político o, lo que es igual, el trámite jurídico de los problemas sociales y políticos y sugerir que ello es de tal magnitud que tiene implicaciones decisivas en la caracterización del régimen político colombiano y en particular en la explicación de lo que se ha venido llamando la paradoja colombiana.

Me referiré al fenómeno de la creciente importancia del derecho y de la justicia con el término de juridización de la política4. Mi aporte en este ensayo consistirá, entonces, en poner de presente no sólo la relevancia que ha adquirido el tema de la juridización del poder en Colombia, sino también en mostrar cómo este fenómeno puede ser una respuesta a la precariedad del sistema político colombiano y en particular al relativo bloqueo de la movilización y la participación política. Así, intentaré defender la idea de que el déficit de legitimidad en Colombia, originado en la crisis de representación y de participación política, intenta ser compensado en el país con un cierto superávit (relativo pero importante) de juridicidad.

Este artículo empieza describiendo los rasgos estructurales del régimen político colombiano (I); luego, se refiere a los cambios que han ocurrido en la percepción política del derecho en los últimos años (II), continúa con una explicación de cuatro fenómenos de juridización de la política en Colombia: la independencia judicial, el constitucionalismo militante, la incorporación del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y la difusión de una cultura de la legalidad (III). El capítulo termina con unas breves reflexiones sobre la relevancia que tienen estos cambios en la comprensión del régimen político colombiano y, más concretamente, de la llamada paradoja colombiana.

 

I. RASGOS ESTRUCTURALES

Parto de una visión clásica del poder, según la cual un régimen político ideal cumple con las siguientes tres condiciones: es legítimo, es legal y es eficaz (Bobbio, 1999). Un sistema político precario, por el contrario, es aquel que se acerca a una situación en la cual el poder es ilegítimo, inefectivo e ilegal. Casi todos los estados se encuentran en un punto intermedio entre esos dos extremos5. Mucho de lo que se ha escrito sobre Colombia sólo se refiere a problemas relativos a las dos primeras dimensiones, es decir, a la incapacidad del Estado para regular los comportamientos sociales y en particular para controlar la violencia, y a la pobre legitimidad del sistema político. A continuación explico la importancia que en Colombia tienen estas dos dimensiones del poder.

A. La relativa ineficacia del Estado

Las dificultades del Estado colombiano - como las de muchos otros en América Latina - empiezan por su incapacidad para controlar el territorio nacional. Aún hoy en día, después de más de dos siglos de independencia, Colombia es un país con fronteras abiertas, por las cuales entran y salen, casi a su antojo, los delincuentes y enemigos del Estado6. Eso sucede en el sur donde se encuentra la selva amazónica; en buena parte del oriente por la Orinoquía y también en buena parte del occidente conformado por una selva impenetrable. Una de las razones de la prosperidad del narcotráfico en Colombia está en estas fronteras no controladas. El caso más impresionante es el del Chocó, un departamento ocupado por una de las selvas más densas y lluviosas del mundo y atravesado por ríos caudalosos que dan al mar Pacífico a lo largo de varios miles de kilómetros sin puertos ni vías de comunicación. Fuera de una pequeña franja en Cúcuta y otra en Ipiales, el resto de la frontera sur-oriental ha sido tierra de nadie, por la que circulan armas, cocaína y dinero ilegal a discreción. La territorialidad difusa hace imposible la soberanía del Estado sobre su territorio y es una garantía para que los intermediarios operen en la frontera entre lo legal y lo ilegal según sus conveniencias.

El Estado colombiano no sólo no ha conseguido controlar todas sus fronteras y monopolizar el uso legítimo de la violencia - con lo cual no ha podido evitar la guerra civil - tampoco ha logrado aquello que Tilly denomina el dominio directo sobre los territorios y las poblaciones, es decir no ha conseguido eliminar a los intermediarios o al menos evitar sus desbordamientos y su autonomía en las localidades en donde ejercen poder (Tilly, 1990: p. 99).

La reciente entronización de las estructuras mafiosas y guerrilleras en las regiones y localidades del país es sólo el último capítulo de una larga historia de ausencia y debilidad institucional en estos territorios. Esa historia viene desde la Colonia, pero por diferentes razones - entre ellas por el control que ejercía la Iglesia en el campo - se hace más notoria y problemática después de la independencia. Una vez expulsados los españoles, el Estado intentó llegar a las regiones a través de los intermediarios locales, sobre todo curas, caciques políticos y gamonales. Ellos formaron toda la cadena clientelista que serviría de intermediación entre el Estado central y la población local. La falta de oportunidades económicas y el carácter cerrado de las jerarquías sociales convertían a la actividad política en uno de los pocos mecanismos que las clases medias tenían para ascender socialmente, o simplemente para escapar al ostracismo de la pobreza (González, 2014).

En Colombia subsisten amplias porciones del territorio en donde la institucionalidad es baja o inexistente. Esto no es una novedad: así ha sido la situación del país durante toda su historia. Sin embargo, esa precariedad institucional parece particularmente delicada en los momentos actuales cuando, por un lado, el modelo de desarrollo económico -y de los recursos económicos- se está trasladando de las laderas de las montañas hacia las zonas bajas y cálidas de la periferia, donde la institucionalidad es débil o inexistente, y cuando, además, el poder de la mafia para capturar las instituciones locales no solo no parece debilitarse -por lo menos el negocio del narcotráfico sigue intacto- sino que en muchas regiones se fortalece (Gutiérrez, 2010).

B. La relativa falta de legitimidad del poder político

Cuando se compara a Colombia con sus vecinos en el continente latinoamericano sorprende la debilidad histórica de la movilización política. En Colombia la movilización campesina nunca ha tenido la fuerza que ha adquirido en casi todos los demás países del continente7. La movilización obrera no ha sido más exitosa. Según datos de la Escuela Nacional Sindical, Colombia tiene una tasa de sindicalización del 4,1%, la más baja de América Latina y el número de huelgas es notablemente reducido (http://www.ens.org.co/index.shtml?apc=ba--;1;-;-;&x=20166269). La movilización de los educadores (Fecode) por su parte ha sido fuerte gremialmente pero no ha logrado impedir la existencia de un sistema de educación pública mediocre y arrinconado por la educación privada.

El hecho es que a los movimientos sociales no les ha faltado razones para hacer valer sus reivindicaciones. Colombia es el país con mayor desigualdad social en América Latina después de Haití. El Índice de Desarrollo Humano (IDH) en Colombia es 0.710, ocupando así el puesto 87 entre 187 países. En América Latina el IDH ha pasado del 0.582 en 1980 al 0.731 en la actualidad, lo cual indica que Colombia se sitúa por debajo de la media regional8.

Aquí no prosperaron los movimientos de masa que llevaron al poder en otros países del continente a líderes políticos que instauraron regímenes populistas. En Colombia nunca ha triunfado una verdadera alianza entre las élites políticas y los sectores populares. A diferencia de casi todos los demás países del continente, en Colombia la izquierda nunca ha tenido un momento protagónico desde los inicios del siglo XX. Personajes como Lázaro Cárdenas, en México, Getulio Vargas, en Brasil, Salvador Allende, en Chile, Paz Estensoro en Bolivia, para no hablar de contemporáneos como Chávez, Correa, Kirchner o Morales, nunca han existido en Colombia. Los pocos líderes con vínculos populares fuertes que han intentado surgir han sido asesinados (como Jorge Eliécer Gaitán, Carlos Pizarro, Jaime Pardo Leal y Luis Carlos Galán) o han intentado gobernar desde el Partido Liberal, con la clase política tradicional y sin mayores resultados. Colombia es el único país, dice Hernando Gómez Buendía, en donde "la izquierda no ha pasado el umbral de la tercera parte de los votos en elecciones nacionales: el M-19 logró un 26% en la Constituyente del 91 y el candidato del Polo, Carlos Gaviria obtuvo un 22% en las presidenciales de 2006 (Gómez Buendía, 2012)9.

La debilidad de la izquierda y la ausencia de populismo han dificultado enormemente el margen de maniobra de los gobernantes liberales que han querido adelantar reformas sociales, como por ejemplo la reforma agraria. Es el caso de presidentes como Alfonso López Pumarejo y Carlos Lleras Restrepo, quienes veían en las reformas sociales una oportunidad no sólo para disminuir la desigualdad sino también para fortalecer al Estado y a las instituciones democráticas y de esta manera terminar con el legado social y económico de la época colonial (Gutiérrez, 2007). Ambos presidentes sabían que el aumento de la capacidad institucional dependía de una alianza política no sólo con los sectores populares beneficiarios de buena parte de esas reformas, sino también con la burguesía y los intelectuales, de los cuales saldrían los tecnócratas que pondrían en marcha el nuevo Estado. Esta doble alianza - con el pueblo y con la clase alta pensante y liberal - se logró en otros países - como Brasil, Venezuela, Argentina o Perú - con la instauración de regímenes populistas. Pero eso nunca fue posible en Colombia10.

La falta de populismo trajo graves consecuencias. En primer lugar, incidió en la violencia. Según Marco Palacios, "la ausencia de populismo condujo en Colombia a la violencia política y social mientras que en la vecina Venezuela el populismo facilitó la democracia pactada en 1958 y la realización de un conjunto de reformas sociales que ahorraron a los venezolanos la violencia política…" (2000, p. 33). En segundo lugar, impidió la creación de un Estado más incluyente y la recepción de políticas públicas sociales que hubiesen tenido un efecto importante en la disminución de la desigualdad social y el aumento de la legitimidad institucional11. En tercer lugar, la ausencia de populismo representó el bloqueo de los proyectos socialdemócratas engendrados en aquella parte más liberal y más pensante de la burguesía colombiana, que al igual que las clases populares se vio excluida - aunque no de la misma manera - de la dirección del Estado (Galindo, 2007).

De esta manera, explica Francisco Gutiérrez, luego del Frente Nacional, sin sectores populares organizados, ni burguesía progresista, la alternativa modernizadora se fue vaciando de contenido social (Gutiérrez, 2007: p. 153), lo cual dio paso al predominio de los barones electorales de corte turbayista que durante muchos años mandaron - como reyezuelos - en los departamentos.

Sin partidos fuertes, sin amplio apoyo popular en las bases y con una burguesía temerosa frente al más mínimo retoque popular o populista del Estado, los liberales progresistas perdieron la batalla frente a las tendencias más conservadoras, menos pensantes, más pragmáticas y menos escrupulosas, desde la de Julio César Turbay Ayala hasta la de Álvaro Uribe Vélez.

Pero la debilidad de la movilización política y de la izquierda colombianas se explica sobre todo por la existencia de las guerrillas y en particular de las FARC, quienes al defender la combinación de los medios de lucha (Gilberto Vieira, el célebre director del Partido Comunista, decía lo siguiente: "Reivindicamos como justa la lucha armada y estamos también en la vía que llaman pacífica") le dan un argumento poderoso a la derecha para sospechar de toda movilización popular, sindicato o partido de izquierda. Pero no solo a la derecha; los movimientos que lucen cercanos a la guerrilla, dice Jorge Orlando Melo, "terminan rechazados por todos, en especial por los pobres, que son los que más sufren las consecuencias de la violencia…" (2012). Adicionalmente, la combinación de urnas y armas es autodestructiva. "La izquierda, continua Melo, se divide entre los que ven con simpatía a la guerrilla y los que piensan que la violencia sólo sirve a la derecha. Los sindicatos cargan con el sambenito del apoyo guerrillero, como ocurrió en Urabá, donde las huelgas se podían ganar con un secuestro oportuno. Y los que promueven una línea democrática, que rechace la violencia y organice al pueblo, se ven descalificados como entreguistas" (ídem).

La combinación de lo legal con lo ilegal, sumada a la práctica terrible del secuestro, la extorsión y las minas quiebra-patas, le quitó a los grupos subversivos el poco apoyo popular que tenían a principios de los años ochenta. Derrotar a las FARC es lo más parecido que hemos tenido a un proyecto nacional en la historia nacional, dice Hernando Gómez Buendía, y yo agregaría que eso es cierto en un país que ha contado con muy pocos símbolos y proyectos de unidad nacional (Pécaut, 1978).

De otra parte, una de las características de la violencia colombiana es su relativa incapacidad para incorporar movimientos de masa que respalden sus empresas (Aguilera, 2014). Los involucrados en los grupos alzados en armas (campesinos, por lo general) han sido, casi siempre, movilizados por actores armados que los impulsan a la guerra, cuando no los chantajean o los obligan a la lucha armada. Las guerrillas no han sido las únicas que han propiciado la movilización forzada y violenta en Colombia. En el siglo XX el país pasó por dos cruentas guerras civiles (la primera entre 1899 y 1902, conocida como la Guerra de los Mil Días y la segunda a mediados del siglo, entre 1948 y 1953, conocida como La Violencia) y terminó con dos movimientos armados que, aún hoy en día, desafían la autoridad estatal a lo largo del territorio.

A todo esto se suma el hecho de que las rutinas democráticas están acompañadas de un sustrato político débil. Cuando se compara a Colombia con sus vecinos en el continente latinoamericano lo primero que sorprende es la combinación entre la recurrencia de las elecciones y el abstencionismo. Según datos del International Institute for Democracy and Electoral Assistence. calculados por Juan Gabriel Gómez (2012) la abstención en Colombia muestra niveles más altos que los promedios regionales. Así, si se observa el período 1983-2009 Colombia obtiene el peor promedio, después de Haití, Salvador y México.

***

Los dos rasgos estructurales que han sido descritos, es decir, la incapacidad del Estado para controlar la violencia (ineficacia) y la degradación clientelista de la política (ilegitimidad) tienen conexiones importantes entre sí. Las tensiones propias de la política se pueden agravar cuando tienen lugar en un ámbito de precariedad institucional.

En síntesis, cuando la incapacidad institucional para disuadir los comportamientos ilegales tiene lugar en una ambiente de débil autonomía institucional y de conflictividad social, aumenta la posibilidad de que los conflictos tengan una expresión violenta. Esta interdependencia entre un Estado parcialmente colapsado y con poca independencia del sistema político, por un lado, y la conflictividad social y la violencia, por el otro, es propia de la época de La Violencia y de otros capítulos trágicos de la historia colombiana que vinieron después, como veremos más adelante12.

 

II. CAMBIOS EN LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA DEL DERECHO

Hasta hace poco, la gran mayoría de los estudios sobre el régimen político colombiano desestimaban la importancia de la dimensión jurídica (incluso institucional). Temas tales como el Estado de derecho, los equilibrios institucionales y la independencia de la justicia, eran vistos como variables dependientes de factores económicos, sociales o políticos. Así por ejemplo, la revista Análisis Político, publicada por el IEPRI de la Universidad Nacional y considerada como la decana de las revistas de estudios políticos en el país, prácticamente se desentiende del tema de la justicia y del derecho. De los aproximadamente 500 artículos publicados en más de 70 números, sólo 4 se han ocupado de estos temas. Todos ellos fueron escritos por abogados. El último fue publicado hace más de diez años.

Algo similar pasaba en el resto del continente. Los estudios políticos que incluían una dimensión jurídica o que se ocupaban de la dinámica institucional eran escasos o inexistentes entre los analistas del régimen político13. De otra parte, los juristas que se dedicaban a los estudios críticos del derecho en la década de los ochenta (en Colombia están, por ejemplo, Víctor Manuel Moncayo, Fernando Rojas y Eduardo Rodríguez) subestimaban la variable jurídica y reducían el derecho a un aparato ideológico del Estado o, en el mejor de los casos, a una instancia de legitimación y reificación de la realidad social.

Este desinterés por lo institucional y por lo jurídico estaba alimentado por dos concepciones sobre el derecho: la primera de corte marxista y la segunda fundada en la noción de soberanía popular. La primera sostiene que lo jurídico es el reflejo de las condiciones materiales que existen en una sociedad y por eso desestima la posibilidad de que los debates o el saber jurídico tengan algún interés para las causas emancipatorias. La segunda, originada en la Revolución Francesa, sostiene que el derecho es una expresión de la voluntad general y que por lo tanto depende de las mayorías políticas que configuran dicha voluntad.

Ambas teorías reducían el derecho a lo político; a la dominación burguesa en el primer caso y a la labor legislativa en el segundo. La ciudadanía era o bien la víctima o bien la receptora pasiva de las normas jurídicas.

Una razón adicional alimentaba el menosprecio por el derecho. La larga historia de atropellos cometidos desde el Estado con la intermediación de la retórica jurídica, lo cual, de cierta manera reforzaba las teorías anteriores14. En América Latina las normas jurídicas han servido, con demasiada frecuencia, para legitimar (normalizar) una situación que de otra manera habría sido intolerable o, peor aún, para legalizar pura y simplemente la ilegalidad (García Villegas, 2014). Quizás el mejor ejemplo de ello sea el abuso que los gobiernos latinoamericanos (el colombiano entre ellos) han hecho, durante largos períodos de la historia nacional, de las normas constitucionales que consagran los estados de excepción15. El abuso del derecho (y de los derechos) por parte de los gobernantes a lo largo de la historia latinoamericana ayuda a explicar mejor la desconfianza ciudadana (y académica) que siempre ha existido en el continente por lo jurídico, empezando por las mismísimas constituciones nacionales.

Todo esto ha ido cambiando en América Latina y en Colombia durante las últimas dos décadas. Hoy asistimos a una valorización ciudadana (y académica) del derecho. Dos factores han incidido en este cambio. En primer lugar, el auge mundial que han tenido las visiones institucionalistas (sobre todo en la economía y en la ciencia política16) asociadas al fenómeno de la transferencia de instituciones anglosajonas a buena parte de los países en vía de desarrollo, todo lo cual ha sido acogido con entusiasmo entre gobernantes y hacedores de políticas públicas en América Latina durante las dos últimas décadas17. Cada vez hay más consenso con respecto a la idea de que las instituciones son importantes para lograr cambios en materia de desarrollo económico, pacificación social, fortalecimiento democrático, lucha contra la corrupción, apaciguamiento de la violencia, etc18.

En segundo lugar, durante las últimas décadas los movimientos sociales (sobre todo los llamados Nuevos Movimientos Sociales) han ido descubriendo que el derecho no necesariamente funciona como un instrumento de dominación en manos de la clase dominante y que puede, eventualmente, tener una dimensión emancipatoria. Esta posiblidad ha tenido, además, un importante desarrollo académico en la sociología política del derecho y en los estudios críticos del derecho (García Villegas, 2012, 2014). Allí se ha mostrado cómo, a partir de las teorías constitutivistas de la realidad social (Berger & Luckmann, 1967), las normas jurídicas no son un instrumento que opera en una realidad que le es externa, sino que son un elemento constitutivo de la realidad social (McCann, 1994; Scheingold, 1974). Por eso pueden ser utilizadas por grupos subordinados para ganar batallas que en principio estaban destinadas a ser ganadas por los creadores de las normas (gobiernos y grupos de poder dominantes). Así, la lucha por el derecho y por los derechos no es una lucha condenada a la victoria ineluctable de aquellos que dominan. Es una lucha, y como tal, en ella pueden también ganar los subordinados. Que el balance de esa lucha termine siendo favorable a los poderosos o a los subordinados, es algo que depende de múltiples factores sociales y políticos y no simplemente del contenido del derecho.

El uso de la dimensión emancipatoria del derecho ha sido particularmente notorio en países como Brasil y Colombia y más recientemente en Bolivia y Ecuador con la promulgación de sus nuevas constituciones. El movimiento de los campesinos que luchan ante los tribunales brasileños por la tierra y los avances del llamado Uso Alternativo del Derecho entre los jueces y los académicos del Brasil le han dado a esta dimensión emancipatoria una relevancia particular en el continente19. Pero en ningún otro país del continente, quizás con la excepción de Brasil, este uso político con fines emancipatorios del derecho se ha consolidado tanto como en Colombia20. Ello ha ocurrido sobre todo a partir de la promulgación de la Constitución de 1991. Para los llamados Nuevos Movimientos Sociales es cada vez más evidente que si bien la consagración de derechos en las constituciones puede ser una estrategia destinada a incrementar la legitimidad de gobiernos debilitados, puede también servir para que los movimientos sociales, ahora o en el futuro, se valgan de esas cláusulas constitucionales para presionar a los gobiernos y por esa vía lograr que los derechos sean una realidad (Uprimny & García Villegas, 2004; García Villegas & Saffon, 2011; Lemaitre, 2009).

En síntesis, durante las últimas décadas ha tenido lugar un fenómeno crucial para el ámbito estatal que consiste en una especie de transferencia de poder político desde las instancias tradicionales de representación política hacia las instancias judiciales y de control21. Este cambio global ha sido particularmente dramático en los países de tradición jurídica europeo-continental y entre ellos en los países de América Latina en donde siempre ha existido un cierto menosprecio por la justicia y por el derecho.

Además de este contexto global hay factores nacionales que han contribuido al fortalecimiento político del campo jurídico en Colombia. Los más notables, a mi juicio, son los siguientes: la independencia judicial, el constitucionalismo militante, el auge del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y la difusión de la cultura de la legalidad. La siguiente parte de este ensayo desarrolla estos puntos.

 

III. LA JURIDIZACIÓN DE LA POLÍTICA

¿Qué pasa en Colombia con la tercera dimensión del poder, mencionada al inicio de este ensayo, es decir, con la dimensión legal? En lo que sigue trato de responder a esta pregunta. Sostengo que la debilidad del sistema político colombiano y en particular el bloqueo que allí encuentran las manifestaciones progresistas y de izquierda han dado lugar a una politización progresista del sistema jurídico y sobre todo del derecho constitucional, todo ello gracias a la utilización masiva del derecho como herramienta de acción política por parte de movimientos y grupos políticos.

Para ilustrar esta hipótesis analizo cuatro fenómenos de juridización política: la independencia judicial, el constitucionalismo militante, la incorporación del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y la difusión de la cultura de la legalidad.

A. La independencia de la justicia

En términos comparados para América Latina, en Colombia los jueces gozan de una notable independencia en relación con el poder político22. Esa independencia es particularmente fuerte y notoria en la denominada "justicia protagónica", es decir aquella de la cual hacen parte los altos tribunales de justicia (Santos & García Villegas 2001). La independencia de los jueces en Colombia tiene razones históricas. La justicia colombiana logró una remarcable autonomía e independencia orgánicas (aunque con una clara dependencia del poder Ejecutivo en lo administrativo y lo financiero23) desde el plebiscito de 1957.

Esta autonomía orgánica no fue, como lo explica Rodrigo Uprimny, una conquista del activismo político de los funcionarios judiciales, ni un triunfo de movimientos ciudadanos en defensa del Estado de derecho, ni siquiera un proyecto particular de algún sector político. La independencia de la rama judicial fue obra de la junta militar. En efecto, antes del plebiscito, los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado eran elegidos por las Cámaras, de ternas presentadas por el Presidente24. La Corte elegía a los magistrados de los tribunales de cada distrito judicial, quienes a su turno nombraban a los jueces25. Había entonces una considerable influencia de los órganos políticos en la conformación de los tribunales. Los acuerdos del Frente Nacional no previeron nada en relación con el poder judicial26 pero la junta militar propuso que se agregara un artículo en el que estipulaba que los magistrados de la Corte Suprema eran vitalicios y de nombramiento por la misma entidad (cooptación). De esta manera, dice Uprimny, los militares instauraron una total autonomía del poder judicial, que ni los jueces, ni ninguna fuerza política habían buscado, y cuya importancia al principio pasó relativamente desapercibida (Uprimny, 2 001)27.

Pero la independencia de la justicia no necesariamente implica el protagonismo político de jueces enfrentados contra los poderes Ejecutivo y Legislativo, lo cual se conoce como la judicialización de la política. Este es un fenómeno relativamente reciente en Colombia (Uprimny, 1997). La notable independencia orgánica que los jueces adquirieron desde el Frente Nacional no se traducía, por lo menos hasta finales de los años setenta, en un control político del poder Ejecutivo. Los rasgos autoritarios impuestos por el abuso del estado de sitio, por ejemplo, eran aceptados sin mayores reparos de los jueces. Una cierta unidad política entre los poderes Ejecutivo y Judicial prevalecía en medio de problemas funcionales crecientes (García Villegas, 2001).

La judicialización de la política tomó fuerza desde la Constitución de 1991, la cual mantuvo la independencia de la justicia y, además, fortaleció sus facultades de control político. Las manifestaciones recientes de este fenómeno son tan numerosas como impresionantes. Así por ejemplo, en julio de 2011 había más de 110 miembros del Congreso investigados por los jueces en Colombia (sobre todo por la Corte Suprema), 36 de ellos habían sido condenados y, lo que es más sorprendente, buena parte de ellos hacían parte de la coalición de gobierno.

De otra parte, la Corte Suprema de Justicia no sólo se negó durante más de un año a elegir fiscal a partir de la terna presentada por el presidente Alvaro Uribe para tal efecto, sino que impuso luego, con el nuevo gobierno, el cambio de dicha terna. Incluso el Consejo de Estado ha intervenido de manera importante en la vida política del país al decretar la pérdida de la investidura de por lo menos 50 congresistas28.

La Corte Constitucional, por su parte, ha controlado el abuso de los estados de excepción (Uprimny, 2003) y ha protegido las libertades en casos en los cuales existía un fuerte apoyo popular en su contra, como la despenalización del consumo de drogas (sentencia C-221/94) y de la eutanasia (sentencia C-239/97) o la anulación del concordato. La Corte declaró la inconstitucionalidad de varios artículos -Ley de Justicia y Paz y Ley de Biocombustibles- y de leyes completas -Estatuto Antiterrorista, Ley General Forestal, Estatuto de Desarrollo Rural y Ley que convocaba al referendo de la segunda reelección- que eran centrales para el proyecto de reconfiguración institucional. En todos estos casos, y en muchos otros que no menciono, las mayorías reaccionaron fuertemente en contra de la Corte.

Pero quizás la decisión más importante y trascendente de todas las tomadas por la Corte en oposición a las mayorías políticas fue la que tomó en 2010 en contra de la posibilidad de un tercer mandato para el presidente Uribe (sentencia C-141 de 2010, en una votación de 7 contra 2) lo cual se hizo con la declaratoria de inconstitucionalidad de una ley que buscaba la realización de un referendo a favor de la reelección. Es muy posible que en la historia del derecho en América Latina no exista un caso semejante en donde los jueces se hayan opuesto de manera tan clara y frontal a un gobierno apoyado por una abrumadora mayoría. "Pocos países en el mundo, dice Rodrigo Uprimny, tienen una Corte Constitucional que haya desarrollado tan profundamente los derechos fundamentales o una Corte Suprema que haya realizado una investigación judicial como la de la parapolítica" (2009). En ningún otro país del continente los jueces de las altas Cortes se oponen de manera tan franca y directa y con tantas posibilidades de éxito (sin que peligren sus cargos o sus funciones) al poder Ejecutivo.

Durante los últimos años, sin embargo, se ha visto cómo la independencia orgánica de la rama judicial también ha tenido implicaciones negativas. De un lado, las decisiones de la Corte Suprema de Justicia que han dado lugar a los juicios de la parapolítica han sido criticadas por su exceso punitivo y por su inflexibilidad, de lo cual se deriva la idea de que hay mucho de político en estos juicios, siendo lo político, en este caso, una aplicación rígida del derecho. Como se sabe, del hecho de que algunos políticos se hayan asociado con los paramilitares la Corte concluye que estos son responsables de los crímenes de lesa humanidad que cometieron aquellos, lo cual no deja de ser algo discutible.

De otro lado, el mecanismo de la cooptación y la auto integración del aparato judicial (vigente desde el plebiscito de 1957 hasta la Constitución de 1991) generó la formación de una élite judicial con visos corporativistas y clientelistas (García Villegas & Revelo, 2010). Esto ha sido particularmente notorio en el Consejo Superior de la Judicatura, sobre todo en su sala administrativa, la cual fue cooptada por la clase política durante el gobierno del presidente Uribe (García Villegas & Revelo, 2009). Durante los últimos años, han sido los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y en menor medida los del Consejo de Estado los que se han visto involucrados en escándalos de corrupción. Durante el proceso de aprobación del proyecto de acto legislativo presentado por el gobierno para reformar la justicia se conocieron acuerdos oscuros entre magistrados y parlamentarios destinados a mantener prebendas y beneficios recíprocos, lo cual condujo, en medio de la indignación nacional, a que el gobierno retirara el apoyo al proyecto y lo dejara hundir.

En los últimos años ha sido más evidente que nunca el hecho de que cuando la independencia judicial se combina con la falta de transparencia, crea malas mañas: clientelismo, mediocridad, ineficiencia, etc. Un buen sistema judicial tiene que tener un balance adecuado entre la independencia y la obligación de rendir cuentas. En los debates que tuvieron lugar en el Congreso a propósito de la fallida reforma a la justicia de 2013, se vieron actitudes poco transparentes, por no decir solapadas, de magistrados de las altas Cortes en relación con el contenido de la reforma, sobre todo en lo relativo a prebendas laborales (Uprimny, 2012).

B. El constitucionalismo militante

A finales de los años ochenta, en medio de una tremenda violencia propiciada por los carteles de la droga, buena parte de la opinión pública y de la academia estimaba que la solución que el país necesitaba para superar la violencia dependía de la apertura del sistema político y de la profundización de la democracia (Sánchez et al, 1987; Gutiérrez 2007, 2011). La Asamblea Constitucional de principios de los años noventa hizo eco de este presupuesto y diseñó una serie de instituciones encaminadas a lograr estos propósitos, entre ellas la ampliación de los mecanismos de participación ciudadana y el fortalecimiento de la democracia local29. Sin embargo, con el paso de los años, estas esperanzas se han visto entrabadas por múltiples obstáculos sociales y políticos. Si alguna promesa plasmada en la Constitución de 1991 no ha sido aún cumplida es justamente el propósito de profundizar la participación política y la democracia representativa.

Esta falta de democracia ha tenido una incidencia enorme en el tipo de constitucionalismo que se ha ido consolidando en Colombia y que se origina en una Constitución muy progresista y sobre todo muy enfática en cuanto al logro de la efectividad real de los derechos que en ella se consagran, pero que carece de los apoyos políticos (empezando por la representación política en el Congreso) que se requieren para aplicarla y desarrollarla (García Villegas, 2012)30. Sin apoyo social en los sectores populares, ni institucional por parte del Ejecutivo, la suerte de la Constitución ha quedado en manos de la jurisprudencia de la Corte Constitucional y de su interpretación y aplicación por parte del resto de los jueces del país31.

En esta situación de orfandad política, la Corte Constitucional pudo haber optado por el camino más fácil y más cómodo, es decir, pudo haber decidido no enfrentar las enormes responsabilidades que se derivan de interpretar una Constitución como la de 1991. Sin embargo, no lo hizo y asumió su tarea con rigor y empeño, no obstante los enormes obstáculos que ello representaba. "En todos estos años - dice Rodrigo Uprimny - la Corte ha tendido entonces, poco a poco, a auto-representarse como la ejecutora de los valores de libertad y justicia social encarnados en la Constitución, lo cual le permitió ganar una importante legitimidad en sectores sociales. Pero siempre se ha movido en el filo de la navaja ya que ese progresismo explica también la crítica acérrima de otros sectores, en general ligados a los grupos empresariales o al gobierno, que atacan la jurisprudencia de la Corte, que consideran que es populista e ingenua, pues ignoran las condiciones reales de la sociedad colombiana" (2007: p. 58).

Es evidente que esta actitud no habría sido posible si en Colombia no existiese una tradición fuerte de control de constitucionalidad y de respeto por las reglas institucionales. Desde hace un siglo la cultura jurídica y política colombiana está muy familiarizada con la judicial review32. Al menos desde 1910 se había reconocido a la Corte Suprema de Justicia la posibilidad de que declarara, con fuerza general, la inconstitucionalidad de una ley. Por eso en Colombia se acepta con facilidad que las altas Cortes controlen al Ejecutivo o a las fuerzas políticas, sin que estas se rebelen, contrariamente a lo sucedido en otros países33.

De otra parte, los diseños procesales han hecho que el acceso a la justicia constitucional sea muy fácil y poco costoso. Así, desde 1910, existe la acción pública de inconstitucionalidad, en virtud de la cual cualquier ciudadano puede pedir que se declare la inconstitucionalidad de cualquier ley, sin necesidad de ser abogado y sin ningún formalismo especial. Pero eso no es todo, la Constitución de 1991 creó también la acción de tutela, en virtud de la cual cualquier persona puede, sin ningún requisito especial, solicitar a cualquier juez la protección directa de sus derechos fundamentales. El juez debe decidir muy rápidamente (10 días) y todas las sentencias pasan a la Corte Constitucional, que discrecionalmente decide cuáles revisa. La facilidad de acceso a la justicia constitucional ha favorecido el protagonismo de la Corte pues resulta que, como lo han mostrado los estudios judiciales comparados, a mayores posibilidades de acceso a las cortes, mayor influencia política de los tribunales (Jacob et al, 1996: p. 396 y ss).

Los diseños procesales de la justicia constitucional confieren igualmente un enorme poder jurídico a la Corte, no sólo porque tiene amplias competencias para revisar la constitucionalidad de las leyes sino también porque, por vía de tutela, puede igualmente afectar las decisiones de los otros jueces.

Sea lo que fuere de este debate, lo cierto es que con la Constitución de 1991 las luchas políticas a través del derecho se han incrementado de manera notable. Según la base de datos del CINEP de Luchas Sociales en Colombia, entre 1975 y 1980, la lucha por los derechos solo representaba el 6.7% del total, siendo ampliamente superada por las luchas políticas (16%) y las luchas por la tierra (16%). Este panorama ha cambiado sustancialmente: entre 2006 y 2010 hubo un total de 880 luchas destinadas a reivindicar derechos, lo cual representa el 23% del total de todas las luchas, superando a todas las demás. Entre 2001 y 2005 la lucha por los derechos tuvo un porcentaje incluso mayor, alcanzando el 30.4%, siendo, también, la más numerosa de todos las movilizaciones.

Alguna vez le oí decir a Humberto Sierra, exmagistrado de la Corte Constitucional, que el mejor indicador de la judicialización de la política es que la gran mayoría de las manifestaciones que tienen lugar en la Plaza de Bolívar son organizadas por grupos que demandan derechos. Y es cierto, la Plaza de Bolívar se usa para demandar derechos, más que para cualquier otro fin político.

El hecho es que la movilización de ciudadanos y grupos sociales por el reconocimiento y la efectividad de derechos parece estar dando resultado (Saffon y& García Villegas, 2011). Ha habido un incremento considerable de las acciones de tutela, las cuales pasaron de 10.732 en 1992 a 403.380 en 2010, lo cual representa una multiplicación por 38 veces en 18 años. Este aumento ha tenido una incidencia muy importante no sólo en la percepción ciudadana de los jueces34 sino también en el diseño de algunas políticas públicas que antes eran materia exclusiva de las instancias políticas (Congreso y gobierno), sobre todo en temas de salud, seguridad y educación, como lo muestra Fernando Castillo Cadena en un estudio económico sobre la incidencia de la tutela en este tipo de políticas (Castillo, 2009).

Este fenómeno ha suscitado, como es natural, un debate muy fuerte sobre la conveniencia de que los jueces intervengan de manera tan determinante en las políticas públicas destinadas a la protección de los derechos35. Muchos economistas ven con preocupación el traslado desde el gobierno hacia las Cortes del centro decisorio sobre política pública en materia de derechos sociales. No es solo el hecho de que los jueces no hayan sido elegidos popularmente, sino también el hecho de que decidan a partir de casos específicos y subestimen el panorama general y sobre todo la disponibilidad de recursos.

De otra parte, este fenómeno también suscita debates al interior de los movimientos sociales (García Villegas, 2014). Algunos, sobre todo en la izquierda radical, consideran que la inclusión de una agenda jurídica o judicial (ante los tribunales) no solo no mejora los resultados de la lucha política, sino que puede llegar a ser contraproducente, en la medida en que la estrategia jurídica es particularista, individualista, técnica y dispersa. Otros, en cambio, sobre todo los movimientos sociales menos tradicionales (los llamados Nuevos Movimientos Sociales), estiman que el derecho y los jueces pueden ser un instrumento útil, incluso esencial, para lograr el reconocimiento de sus demandas36.

C. El auge del Derecho Internacional de los Derechos Humanos

Uno de los muchos efectos que ha tenido la prolongada guerra que libra el Estado colombiano contra las guerrillas es la centralidad que ha adquirido el Derecho Internacional de los Derechos Humanos en el debate político. La guerra ha llevado a la creación de un gran número de organizaciones defensoras de Derechos Humanos en el país, las cuales poseen una destreza y una sofisticación difíciles de encontrar en el resto del continente. Los defensores de Derechos Humanos colombianos son reconocidos y respetados en el resto de América Latina. Según un experto en el tema, de todas las audiencias que se llevan a cabo ante la Corte y la Comisión interamericanas de Derechos Humanos, las más concurridas son aquellas que se refieren a Colombia y eso se debe a que en ellas se garantiza la calidad del debate por el refinamiento jurídico de los abogados colombianos que intervienen37.

Los abogados colombianos que trabajan en Derechos Humanos no solo son numerosos y técnicamente muy competentes, sino también muy enfáticos en la defensa de la racionalidad jurídica propia de la defensa de los Derechos Humanos. Quizás eso se deba también a que en Colombia la conformación del movimiento de víctimas fue, en buena parte, resultado de la Constitución de 1991 y no a la inversa. No exagero demasiado si digo que fue el derecho el que creó el movimiento y no al revés.

La centralidad del debate tecnico-jurídico en el tema de las víctimas ha incidido en la subestimación de la dimensión política del problema de la violencia. Entre los abogados defensores de Derechos Humanos en Colombia hay una tendencia muy fuerte a defender estándares inflexibles y precedentes judiciales no negociables. Los tratados internacionales y las sentencias de las cortes internacionales se convierten con frecuencia en dogmas. Hay un cierto maximalismo que se trasladó desde la discusión política de la izquierda radical a la discusión jurídica de los grupos defensores de Derechos Humanos38.

Adicionalmente, dado que la Constitución de 1991 incorpora el Derecho Internacional de los Derechos Humanos al derecho interno (Bloque de constitucionalidad) lo que deciden las cortes internacionales se convierte de inmediato en derecho interno. Esto crea incentivos para el litigio internacional de los abogados de Derechos Humanos y desincentivos para intentar, en su lugar, la mobilización política interna. Si una corte internacional prohibe, por ejemplo, el fuero militar, eso significa que ya no hay que ir al Congreso para obtener dicha prohibición, dado que dicha sentencia es ya derecho interno. Este incentivo no explica todo, por supuesto; es evidente que la internacionalización de la militancia de los activistas en Derechos Humanos se debe también a los riesgos que estos, y las víctimas que defienden, corren en Colombia.

A esto se agrega el hecho de que la defensa jurídica en Derechos Humanos se vuelva elitista. Son las élites jurídicas las que terminan manejando la agenda política de las víctimas. Esto crea una barrera entre las élites y las bases. En Colombia hay muchos abogados de Derechos Humanos, pero relativamente alejados de los movimientos sociales porque su oficio es demasiado técnico, sofisticado y particularista. Los mensajes políticos para enganchar a la gente son muy difíciles.

Esta rigidez en la aplicación de los estándares no solo es propia de los defensores de Derechos Humanos, también puede ser una práctica frecuente en la Corte Suprema, como ya lo dije, e incluso en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

El exceso de judicialización y de la reducción de los conflictos sociales al análisis técnico-jurídico se puede observar en tres casos paradigmáticos: la justicia transicional, la ley de tierras y la consulta previa.

En el caso de la justicia transicional, Colombia le apostó (a diferencia de otros países como Sudáfrica) a una solución judicial de la desmovilización de los paramilitares. Se estableció entonces que toda la responsabilidad penal debía ser aclarada judicialmente. Los resultados de esta posición maximalista no son muy alentadores: después de completar cerca de nueve años de vigencia, y habiéndose postulado cerca de 4.500 casos ante Justicia y Paz bajo el procedimiento de la Ley 975 de 2005, se han proferido 16 sentencias condenatorias a 36 desmovilizados de diferentes bloques de Autodefensas, de las cuales una fue anulada, dos fueron recientemente leídas en la correspondiente audiencia, y 11 han sido confirmadas por la Corte Suprema de Justicia.

De otra parte, el discurso de los Derechos Humanos ha adquirido una importancia extraordinaria durante los dos últimos años en Colombia y ello como consecuencia de las negociaciones de paz que se libran actualmente en La Habana entre el gobierno y las FARC. No sobra anotar que muchos defensores de Derechos Humanos se han opuesto al llamado Marco Jurídico para la Paz (norma básica que regula el proceso de transición) por no cumplir con los estándares de justicia internacional mínimos. Esta posición ha creado una tensión entre los defensores de la paz y los defensores de la justicia (Orozco, 2005; Uprimny et al, 2006). Otros, en cambio, sostienen que es indispensable una cierta flexibilización para lograr la paz en el país. Cuando la justicia transicional se interpreta con estándares del derecho ordinario, dicen, pierde su dimensión política, que es algo inherente a su carácter excepcional.

Una crítica a la actividad de los defensores de Derechos Humanos colombianos puede verse en los escritos de Iván Orozco, quien distingue los casos de dictaduras o regímenes totalitarios (como el nazismo o las dictaduras del Cono Sur) caracterizados por una victimización o barbarie vertical o asimétrica, en donde la distinción entre victimarios y víctimas es bastante clara, de las guerras civiles y los conflictos armados, en donde la barbarie es más simétrica u horizontal, y la distinción entre víctimas y victimarios es mucho menos clara (cada actor armado es al mismo tiempo víctima, pues padece los ataques del enemigo, pero también victimario, pues inflige violencia al otro actor armado y a sus bases sociales (Orozco, 2003, 2005). Hay pues una suerte de victimización recíproca. Con base en esta distinción, Orozco sugiere que las soluciones políticas, y entre ellas los perdones, son más legítimas y parecen políticamente más viables y adecuadas cuando se trata de la transición de una violencia horizontalizada a la paz, que suele ser una "doble transición", que cuando se trata de una transición de una dictadura estable a una democracia, que es una transición "simple" (2003). En este sentido, una eventual solución al conflicto armado colombiano requiere más de negociación política que de estándares jurídicos inflexibles. Algo parecido sucede con la ley de tierras, en donde casi toda la esperanza de solución se ha puesto en la posibilidad de llevar la totalidad de los casos de despojo ante los jueces, con la idea de que el poder Ejecutivo y sus soluciones administrativas son inadecuadas y de que solo los jueces pueden resolver este problema. Los jueces deben entonces resolver quinientos mil casos, lo cual parece imposible en el mediano plazo39. A pesar de ser un juez de excepción, destinado a resolver un problema jurídico ligado a una tradición civilista, el juez de tierras se concibe como si fuera un juez de conocimiento que opera en situación de normalidad40.

Algo similar está sucediendo con la obligatoriedad de la consulta previa a pueblos indígenas, en casos de proyectos económicos en sus territorios o de leyes que los afecten. Esta obligación se origina en el Convenio 169 de la OIT y es el fruto de una reivindicación muy importante de los indígenas en América Latina (Rodríguez, 2012). Sin embargo, la falta de reglamentación de esta figura por parte del legislador ha hecho que sea la Corte Constitucional la doliente en este asunto y la que desarrolla el tema, en contravía con las visiones desarrollistas imperantes en el gobierno41. Esta es sin duda una garantía muy importante de protección a los derechos de los indígenas pero la falta de regulación ha hecho que el tema sea dominado por los abogados que trabajan en las organizaciones indígenas y en las ONGs, lo cual le resta la dimensión política que el problema tiene y sin la cual es difícil resolver la mayoría de los casos42.

D. La cultura de la legalidad y el fortalecimiento de la sociedad civil en Colombia

El tema de la cultura de la legalidad puede ser visto desde perspectivas diferentes. Una de ellas es la que vincula este tipo de cultura con tres conceptos: corrupción, transparencia y buen gobierno. Esta visión ha tomado mucha fuerza en las últimas décadas y ello como resultado del deterioro de los mecanismos tradicionales de control político, sobre todo en los parlamentos y en los partidos, lo cual ha conducido a fortalecer otros mecanismos no políticos, más centrados en el cumplimiento de la ley, empezando por los judiciales y los organismos de control (la intervención de los jueces y demás organismos de control, se considera hoy esencial para determinar la calidad del sistema democrático de los países) y terminando con la opinión pública y las organizaciones ciudadanas43.

Hay sin embargo una aproximación más específica al tema de la cultura de la legalidad que ha tenido un desarrollo particularmente destacado en Colombia. Me refiero a aquella cultura relacionada con el cumplimiento de la ley y con la obligación de no hacer trampa en el espacio público. ¿De dónde viene este fortalecimiento? Difícil decirlo. Sin embargo, es posible que la extendida presencia del narcotráfico en el país, con su consabida difusión de la ilegalidad en amplios sectores de la población colombiana, haya disparado las alarmas de la ciudadanía en relación con los peligros de la captura mañosa del derecho44.

El rechazo de los métodos mañosos pudo no solo haber mejorado la percepción de la ley, como víctima de los carteles, y del Estado. El Estado, o al menos algunas porciones del Estado, empezaron a ser vistas como víctimas del terrorismo, lo cual pudo haber despertado, en sectores de la sociedad civil y de la opinión pública, un sentimiento de solidaridad con las instituciones. Así pudo haber tomado aliento la idea de que si alguna salida hay al conflicto colombiano esta pasa por el fortalecimiento y el mejoramiento del poder estatal.

Adicionalmente, los escándalos que ocurrieron durante el gobierno del presidente Uribe, muchos de ellos relacionados con la manipulación oficial del derecho (empezando por el tema de la reelección), pudieron también haber alimentado el apego a la cultura de la legalidad en ciertos sectores urbanos, ubicados en el centro político.

Sea lo que fuere, el hecho es que en Colombia parece existir un interés mayor que en el resto del continente por el tema de la cultura legal. Quizás la manifestación más elocuente de este hecho se encuentra en el éxito que ha tenido Antanas Mockus, un académico venido al mundo de la política, que ha centrado su actividad y sus propuestas, desde su primera alcaldía en Bogotá (1995-1998) hasta su candidatura presidencial en 2010, en la idea de que la sociedad colombiana no es viable si no se cumplen las leyes y los acuerdos. Con estas ideas tan simples como poco convencionales, Mockus ha obtenido un gran apoyo popular. Así por ejemplo, en las elecciones para presidente de la república de 2010, si bien no logró ganar, pasó a segunda vuelta y obtuvo 3.588.819 votos, es decir el 27,5% de los sufragios. En ningún país del continente un candidato presidencial ha logrado obtener tanto apoyo a partir de un discurso atado casi que exclusivamente en la idea de que la ley hay que cumplirla.

Las propuestas de Mockus parecen haber calado en la sociedad colombiana, sobre todo en las grandes ciudades y de manera particularmente clara en Bogotá. Un ejemplo de ello es el hecho de que el gobernador de Antioquia Sergio Fajardo propuso, como primer punto de su programa de Gobierno, la consigna "Antioquia legal".

Las encuestas sobre cultura política y valores que se han hecho en América Latina indican que los colombianos y en especial los bogotanos tienen un mayor apego a las instituciones y al derecho que la mayoría de los demás latinoamericanos. Una de esas encuestas es el Latin American Public Opinion Project (LAPOP) en donde se analizan los resultados de encuestas sobre cultura política en casi todos los países del continente. Aquí se mide la estabilidad institucional como una combinación del mayor o menor apoyo al sistema y de la mayor o menor tolerancia política. Al combinar las cuatro variables que de allí surgen se encuentra que el 29% de los ciudadanos en las Américas en su conjunto se sitúa en la categoría de "democracia estable", la cual se corresponde con altos niveles de tolerancia y apoyo al sistema. El 26% se encuentra en la categoría de "estabilidad autoritaria", que combina un alto apoyo al sistema con una baja tolerancia. El 23% se encuentra en la categoría de "democracia inestable" (alta tolerancia política, pero bajo apoyo al sistema) y el 22% de los encuestados se encuentra en la categoría de "democracia en riesgo", la cual combina baja tolerancia y bajo apoyo al sistema.

Cuando se analiza cada país, el panorama es mucho más diverso: los altos niveles de tolerancia política y apoyo al sistema (es decir, el porcentaje que se ubica en la categoría de democracia estable) oscila entre el 49.1% en Uruguay y el muy bajo 3.7% en Haití. Colombia se ubica en el tercer lugar en América Latina después de Uruguay y de Costa Rica. Países como Ecuador, Perú y Paraguay tienen porcentajes entre el 16% y 19%, mientras que el resto de países se encuentran entre el 20 y 30 por ciento. No sobra agregar que el nivel alto de "apoyo al sistema" no contradice el bajo nivel que obtiene la aceptación de los partidos políticos en Colombia. Lo primero se relaciona más con la estabilidad institucional y lo segundo con la crisis de la representación política.

De otra parte, en Colombia existe un interés notable por estudiar la cultura de la legalidad. Ninguna institución se ha empeñado en medir la cultura ciudadana de la legalidad en el continente con tanta consistencia y de manera tan amplia como lo ha hecho el centro de estudios Corpovisionarios, fundado y dirigido por Antanas Mockus. A partir de un mismo cuestionario, que ha sido aplicado en más de 15 ciudades en Colombia, Corpovisionarios ha aplicado encuestas de cultura ciudadana en 20 ciudades de latinoamericanas durante los últimos 13 años. Recientemente se publicaron los resultados comparados de 8 ciudades: Belo Horizonte (2008), Bogotá (2008), México D.F (2008), Caracas (2009), Medellín (2009), La Paz (2010), Quito (2010) y Monterrey (2010). En esas encuestas se evaluaron cinco temas de los cuales tres están directamente relacionados con la cultura de la legalidad: 1) Mutua regulación; es decir la percepción de que los ciudadanos se corrigen mutuamente y están dispuestos a aceptar llamadas de atención cuando incumplen; 2) divorcio entre ley, moral y cultura, es decir la percepción de que las autoridades regulan el cumplimiento de la ley en armonía con la conciencia y la costumbre y 3) seguridad constitucional, esto es, la percepción de seguridad en la ciudad y el rechazo a la utilización de la justicia por propia mano45.

En el caso de la mutua regulación, las ciudades de Bogotá y Medellín obtuvieron los índices más altos, seguidos por México, Caracas, Monterrey, Belo Horizonte y Quito. En lo que concierne a la armonía entre ley, moral y cultura, Bogotá fue la ciudad que mayor puntaje obtuvo seguida por Belo Horizonte y luego por Medellín. En un índice integral de cultura ciudadana, la ciudad de Bogotá obtiene el primer puesto, seguida de nuevo por Belo Horizonte y Medellín. Según este estudio, las ciudades pueden agruparse en tres bloques: en primer lugar, aquellas con una clara armonía entre ley, moral y cultura y con mayor seguridad constitucional (Medellín, Belo Horizonte y Bogotá); por otro lado las ciudades que carecen de esta armonía y de probidad pública (La Paz, México y Monterrey) y, por último, las ciudades que, además de carecer de lo anterior, disponen de una precaria seguridad (Caracas y Quito).

Vale la pena mirar los resultados que se obtuvieron cuando se le pide a los encuestados que reaccionen frente a la siguiente afirmación: "Cuando los ciudadanos atrapan a un ladrón deberían darle una golpiza". En Quito el 54 % de los ciudadanos dijo estar de acuerdo con lo afirmado; en La Paz el 40%; en Caracas y Belo Horizonte el 37%.

Para finalizar, hay que decir que este fenómeno no es generalizado y que su mayor radio de acción se limita a los círculos urbanos y profesionales en donde la opinión pública (publicada) es políticamente muy importante. Quizás eso explica que una cultura de este tipo no haya sido suficientemente fuerte como para ayudar a derrocar a un presidente como Alvaro Uribe, pero tampoco haya sido tan débil como para permitir que se perpetuara en el poder.

 

IV. CONCLUSIONES

Cambios importantes ocurrieron en el régimen político colombiano durante las últimas dos décadas. Aquí me he referido a uno de ellos: la creciente importancia y visibilidad de la dimensión jurídica del poder político, lo cual he denominado la juridización del poder político. Ahora bien, no sólo en Colombia han ocurrido cambios de este estilo. El creciente protagonismo del derecho y de los operadores jurídicos (jueces, abogados y directores de organismos de control) es una tendencia casi global (Roach, 2004; Hirschl, 2004; Santos & Rodríguez, 2005). Parecería, sin embargo, que algunas características propias de la sociedad y del régimen político colombiano han contribuido a que este fenómeno sea particularmente acentuado en Colombia.

En primer lugar, las deficiencias del sistema político colombiano, en términos no solo de representación política sino de participación ciudadana (Uprimny, 1996), han podido encontrar en el derecho y, sobre todo, en el activismo judicial una especie de válvula de escape. Las energías progresistas del país, frustradas en el sistema político, parecen haber encontrado, al menos en las últimas décadas, una cierta cabida en las decisiones de los jueces, sobre todo de los jueces constitucionales. El bloqueo que en Colombia tienen las propuestas populistas, y en general el acceso de las clases subordinadas al poder político, podría ser parte de la explicación de por qué en Colombia (a diferencia de lo que sucede en otros países, por ejemplo, en Venezuela) se acepta tan fácilmente la existencia de jueces marcadamente activistas y progresistas. Es como si en Colombia las energías progresistas de la sociedad hubiesen ingresado al mundo judicial a falta de otros medios más convencionales para desarrollarse. Habría que investigar con mayor cuidado este punto.

En segundo lugar, la marcada incapacidad del Estado para controlar todo el territorio nacional, unida a la persistencia de una barbarie horizontal y simétrica entre sociedad civil y Estado (sobre todo en la década de los noventa), pudo haber incidido en el rescate simbólico del Estado y del derecho por parte de una buena porción de la sociedad civil.

En tercer lugar, la utilización masiva del derecho por parte de la mafia como mecanismo para incorporarse a la sociedad y blanquear sus acciones y su dinero, lo cual incidió en el aumento del fenómeno de la corrupción y de la captura institucional en Colombia, pudo también haber contribuido a valorar la intervención del derecho y de la justicia vistas ahora como herramientas idóneas para enfrentar este problema.

Por último, el abuso del derecho durante los gobiernos del presidente Samper y del presidente Uribe, con su consecuente descrédito de la actividad política, pudo igualmente haber contribuido a crear una imagen positiva del derecho y de la justicia, por lo menos en la llamada "opinión pública".

Ahora bien, estos cambios en la percepción del derecho y de los jueces no han sido generalizados; es muy posible incluso que la mayoría de los ciudadanos no los perciban. Solo son marcados en una población que tiene una gran incidencia en la opinión pública, como es la clase media alta profesional de las grandes ciudades colombianas.

Sea lo que fuese del origen de estos cambios a favor del derecho y de la justicia, el hecho es que ellos han implicado modificaciones significativas al interior del Estado y de la sociedad civil. En cuanto a lo primero, se ha producido una transferencia de poder desde las instancias tradicionales de poder político (Ejecutivo y Legislativo) hacia los jueces y sobre todo hacia las instancias superiores del poder Judicial. La manifestación más notable de esa transferencia es la judicialización de la política, lo cual entraña, a su turno, la politización de la justicia, y con ella el posible des-dibujamiento del sentido y alcance de la justicia en el sistema de pesos y contrapesos previsto en la Constitución. En cuanto a la sociedad civil, la juridización del poder se manifiesta en el auge de propuestas políticas alternativas (sobre todo en los grandes centros urbanos) fundadas en la promoción de la cultura cívica y en el cumplimiento de la ley, lo cual tiene amplias repercusiones en el espectro político del país.

Todo esto tiene efectos importantes en el afinamiento de la definición del régimen político colombiano. La juridización de lo político implica por lo menos cinco cambios fundamentales en la caracterización del régimen político:

1. El protagonismo judicial tiene implicaciones trascendentales en cuanto al tipo de intermediación entre la sociedad civil y el Estado; se pasa de un sistema fundado en la representación política, a través del voto, a un sistema centrado en el reconocimiento de derechos, a través de litigios judiciales; en muchos casos los políticos son reemplazados por los abogados y los jueces. Esto entraña una reducción elitista de la solución a los problemas sociales en cabeza de un conjunto de juristas que detentan el conocimiento técnico para intervenir en los litigios.

2. Las mayorías políticas tradicionales ceden buena parte de su protagonismo y liderazgo en la conducción de las soluciones políticas en beneficio de las cortes, los jueces y los organismos de control. Esto introduce, entre otras cosas, un déficit de democratización en la solución de muchos de los grandes problemas nacionales. De otra parte, el gobierno y las Cortes se convierten en los grandes protagonistas del debate nacional.

3. Las instancias políticas tradicionales dejan de tener el monopolio en la definición de las políticas públicas en materia de derechos sociales. Con mucha frecuencia son las Cortes y en particular la Corte Constitucional, las que definen, diseñan, impulsan y controlan esas políticas, como es el caso de la salud, la protección de los desplazados, la educación y el tratamiento de los presos en las cárceles. Incluso en asuntos tradicionalmente reservados a los órganos políticos, como son los macroeconómicos, las Cortes intervienen y de manera decisiva.

4. A las tensiones tradicionales del sistema político entre los ciudadanos que demandan la intervención del Estado y los gobernantes que negocian esa intervención, se agregan una serie de tensiones adicionales: primero entre ciudadanos y grupos de ciudadanos que luchan por el reconocimiento de derechos en contradicción (indígenas vs petroleros) y, segundo, al interior del Estado entre organismos depositarios de visiones opuestas sobre los derechos (por ejemplo entre la Corte Constitucional y la Procuraduría) .

5. El Estado pierde margen de maniobra frente a las cortes internacionales cuyas decisiones se incorporan al derecho interno, lo cual implica, además, un cierto traslado de la movilización social desde los escenarios nacionales a los internacionales.

Ahora bien, la valoración política de estos cambios es ambivalente. El empoderamiento de la sociedad civil es sin duda un aspecto positivo. Sin embargo, habría que preguntarse hasta qué punto la debilidad de la representación política ha sido el caldo de cultivo de dicho empoderamiento y hasta qué punto él mismo contribuye a ahondar la crisis y el aislamiento clientelista de los partidos (Restrepo, 2002).

Peguntas similares son pertinentes en relación con la justicia. La independencia de los jueces es sin duda uno de los mayores logros institucionales del Estado colombiano. Sin embargo, hay rasgos de clientelismo judicial preocupantes que pueden dar al traste con los beneficios de la independencia. La politización de la justicia conlleva grandes riesgos. Los jueces en Colombia, amparados en su independencia, son, con alguna frecuencia, poco transparentes, por no decir irresponsables, frente a la sociedad y no siempre están dispuestos a obrar con transparencia. En la medida en que aumenta la brecha entre la oferta de justicia (lo que los jueces resuelven) y la demanda de justicia (lo que la gente necesita que los jueces resuelvan) la sociedad estará aún menos dispuesta a tolerar estos hechos46.

Con todos estos cambios, quizás sea hora de repensar la caracterización del régimen político colombiano, de tal manera que se incluya el fenómeno de la juridización del poder. Es posible, además, que eso ayude a comprender mejor la llamada paradoja colombina y, en particular, a entender mejor de qué manera la centralidad que ha adquirido el derecho en Colombia es una posible respuesta (problemática y desordenada, claro) a los problemas estructurales del Estado relacionados con la violencia y la precariedad del sistema de representación política.

 

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Seis añitos en el poder (2008, 6 de agosto). Revista Semana.com. Especial de Multimedia. Recuperado el 31 de enero de 2009 de http://www.semana.com/wf_multimedia.aspx?idmlt=727.         [ Links ]

 

 

Fecha de recepción: 22/09/2014
Fecha de aprobación: 25/10/2014

 

 

1 Al respecto ver Hartlyn (1993), González et al (2003); Deas (1997); Leal Buitrago (1995); Gutiérrez (2011), Bejarano & Pizarro (2004); Robinson (2007); Rodríguez (2012).
2 Al respecto ver Bergquist (1988); Bergquist, Peñaranda & Sánchez (1992); Bushnell (1996); Camacho Guizado (1997); Dávila Ladrón de Guevara (1999); Deas (1995); Ibáñez y Moya (2009); García Villegas (2014); González (1989) (1998) (2014); Leal Buitrago (1984); Melo (1992) (1998); Oquist (1978); Palacios (2003); Pécaut (1978); Rubio (1999); Safford & Palacios (2002); Thoumi (1995); Gutiérrez (2002) (2007) (2011) (2014); Romero (2003); Leal & Dávila (1990); Posada-Carbó (2006).
3 En otras partes he abordado estos temas: García Villegas (2008) y García Villegas et al, (2011).
4 El término "juridización" se toma de Jacques Commaille et al (2010).
5 No sólo eso, entre esos dos extremos puede haber seis combinaciones posibles - Estados legítimos y eficaces pero ilegales, legítimos e ilegales pero efectivos, eficaces y legales pero ilegítimos, eficaces y legítimos pero ilegales, etc. - según cuenten con una o dos de las condiciones anotadas.
6 Al respecto puede verse la reciente publicación de la Corporación Arco Iris sobre la frontera colombo-venezolana (2012) e igualmente, García Villegas & Espinosa (2014).
7 Al respecto ver Bejarano (1983); Gilhodés (1988); Fajardo (1983); Archila (2003).
8 Sin embargo, según el Departamento Nacional de Planeación (DNP), entre 2002 y 2009 el número de pobres por ingreso autónomo en el país se redujo en 1,7 millones, y el número de no pobres aumentó en 5,4 millones.
9 Rodrigo Uprimny hace un esfuerzo por comparar "la dictatorial Bolivia con la civilista Colombia" (1996).
10 Según Daniel Pécaut, en Colombia hubo tres obstáculos que impidieron la recepción de un proyecto político populista: la alta fragmentación social, originada, entre otras cosas, en el territorio, la división partidista y la gestión privatizada de la economía, todo ello en medio de una tradición localista y caciquista contraria a la emergencia de los caudillos nacionales. (Pécaut, 2000).
11 No obstante, Robinson (2007) sostiene que el clientelismo en Colombia ha sido una especie de equivalente funcional del populismo; amortigua las tensiones entre las élites y los ciudadanos a través de la distribución de recursos.
12 Paul Oquist sostuvo que "El desinfle de la autoridad estatal, su ineficacia y en algunos casos la ausencia de poder estatal dio lugar a la exacerbación de estos conflictos y a sus expresiones violentas" (1980: p. 151). En los últimos años ha habido una amplia literatura que muestra la importancia de la fortaleza institucional en relación con el control de los actores armados, y la disminución de la violencia. Miguel García (en García Villegas et al, 2011) muestra cómo la mayor capacidad institucional puede afectar el desempeño de los actores armados; por ejemplo de las acciones de estos actores destinadas a la concentración de la tierra. Ver igualmente, Acemoglu & Robinson (2012) y los textos presentados en el seminario Nuevas Perspectivas sobre la Violencia en Colombia, Universidad de los Andes, mayo 28 y 29 de 2013.
13 Algunos visos de interés por esa dimensión jurídica podían verse en Kaplan (1990) y más recientemente en O'Donnell (1994).
14 Sobre la posición de los estudios críticos del derecho en América Latina ver mi texto con Maria Paula Saffon (García Villegas & Saffon, 2011).
15 En los 21 años transcurridos entre 1970 y 1991 Colombia vivió 206 meses bajo estado de excepción, es decir 17 años, lo cual representa el 82% del tiempo transcurrido. Entre 1949 y 1991 Colombia vivió más de 30 años bajo estado de sitio. Buena parte de las normas de excepción expedidas en este período fueron legalizadas por el Congreso, lo cual convirtió al Ejecutivo en un legislador de hecho. Hubo períodos en los cuales se impusieron profundas restricciones a las libertades públicas, a través por ejemplo de la justicia militar para juzgar a los civiles. Según Gustavo Gallón, a finales de 1970 el 30 % de los delitos del código penal eran competencia de cortes marciales. La declaratoria y el manejo de la excepción desvirtuaban el sentido y alcance de las normas constitucionales sobre la materia, debido a la ausencia total de un control político y jurídico. Así por ejemplo, en mayo de 1965 el gobierno declaró el estado de sitio para controlar una manifestación de estudiantes en Medellín que protestaban contra la invasión de los Estados Unidos a Santo Domingo. La manifestación fue controlada rápidamente pero el estado de sitio estuvo en vigor tres años y medio más. La Constitución de 1991 trató de limitar esta práctica e impuso restricciones muy fuertes al Ejecutivo para el uso de esta figura.
16 Para una revisión crítica del impacto que ha tenido el institucionalismo en las ciencias sociales y en las políticas públicas ver Portes, Alejandro.
17 Al respecto ver Acemoglu & Robinson (2012). Para una visión crítica de este fenómeno ver Evans (2004); Portes (2006); Rodríguez & Portes (2012).
18 En Colombia el auge del institucionalismo se aprecia sobre todo entre los economistas: Ver por ejemplo el desarrollo notable que ha tenido la revista Economía Institucional (http://www.economiainstitucional.com/) Ver igualmente Kalmanovitz (2010). No obstante, hay que decir que la recepción acrítica de este enfoque en América Latina, también ha servido para fortalecer la consabida práctica que consiste en importar instituciones que tienen éxito en otros contextos (bajo la idea de que las instituciones son herramientas que operan en una realidad que les es externa) y sin tener en cuenta que entre los contextos y las realidades sociales existe una relación de recíproca incidencia. Al respecto ver Evans (1995) (2007); Portes (2006).
19 Al respecto ver Wolkmer (1995).
20 Al respecto ver la tesis de maestría de Nathalia Carolina Sandoval (2012) de la Universidad de los Andes.
21 Ran Hirschl se refiere a este fenómeno como "juristocracia" (2004). Al respecto dice lo siguiente "Over the past two decades the world has witnessed an astonishingly rapid transition to what may be called juristocracy. Around the globe, in numerous countries and in several supranational entities, fundamental constitutional reform has transferred an unprecedented amount of power from representative institutions to judiciaries" (p. 71).
22 El concepto de independencia judicial se refiere a la capacidad que tienen los jueces para interpretar y aplicar el derecho según su propio razonamiento, sin la intervención de poderes políticos, económicos o sociales (Burgos, 2003). Es difícil encontrar un índice preciso que muestre el grado de independencia de los jueces en Colombia. Pero se han hecho esfuerzos importantes. Al respecto ver Feld & Voigt (2003) quienes relacionan desarrollo económico con independencia judicial para lo cual construyen una medición de independencia de jure (lo que dicen las normas) y de facto (lo que realmente pasa). http://www.ifo-geschae-ftsklima.info/portal/page/portal/DocBase_Content/WP/WP-CESifo_Working_Papers/wp-cesifo-2003/wp-cesifo-2003-04/cesifowp906.pdf. En la medición de jure, Colombia ocupa el primer lugar; sin embargo en la de facto, baja al puesto 32.
23 La rama judicial, orgánicamente independiente, estaba subordinada presupuestal y administrativamente al Fondo Rotatorio de Justicia adscrito al poder Ejecutivo. Así, en la práctica, el manejo cotidiano y los niveles de remuneración estaban fuertemente condicionados por las decisiones gubernamentales, de suerte que hasta la administración Gaviria no se dotó presupuestalmente en buena forma al aparato judicial. Así, en esos años, el presupuesto de la justicia fue en general de aproximadamente del 2% al 3% del presupuesto nacional, mientras que el presupuesto militar era del 15 al 18%, y el servicio de la deuda pública externa del gobierno central representaba aproximadamente el 20 % del gasto. Así, según cifras de la Contraloría, en 1987 la justicia participó con 1.9% del presupuesto nacional, los gastos de defensa fueron del 18.3%, y el servicio de la deuda externa del 17.6%.
24 Art. 36 y 49 del Acto Legislativo No 1 de 1945.
25 Arts 57, 60 y 61 del Acto Legislativo No 1 de 1945.
26 Ver los textos de la Declaración de Sitges y el proyecto de consulta plebiscitaria redactado también en Sitges en Vázquez-Cobo Carrizosa (1969).
27 Hasta la promulgación de la Constitución de 1991 la rama judicial era independiente - pues su integración orgánica no estaba sometida a la injerencia directa de los otros poderes - pero carecía de autonomía, ya que no estaba dotada, debido a su precariedad administrativa y presupuestal, de una real capacidad de autogobierno. Ver Cáceres Corral (1995:
ρ 65). Con la creación del Consejo Superior de la Judicatura, prevista en la Constitución de 1991, los jueces consiguieron, al menos formalmente, su autonomía respecto del poder político. Al respecto ver García Villegas & Revelo (2010). De otra parte, casi la totalidad de los jueces y magistrados de tribunales se encuentran hoy adscritos a la carrera judicial, a la cual llegan por concurso (es cierto, sin embargo, que en la Fiscalía General de la Nación el desarrollo de la carrera ha sido muy precario a pesar de los avances importantes de los últimos años).
28 Hay otros casos, como por ejemplo, la oposición de la Corte Suprema de Justicia a la extradición de los paramilitares y su negativa, también en contra del gobierno, a considerar el paramilitarismo como delito político; para una explicación más detallada sobre estos temas de resistencia de la rama judicial frente al poder político durante el gobierno del presidente Uribe, ver: García Villegas & Revelo (2010).
29 Francisco Gutiérrez hace un análisis detallado del ideario democratizador (que dio lugar buena parte de los diseños de la Constitución de 1991) y cuya versión más depurada se encuentra, según Gutiérrez, en el libro Colombia: Violencia y democracia, publicado por la Comisión de Estudios sobre la Violencia y más conocido como el informe de los violentólogos.
30 No sobra agregar que la Constitución no fue el producto de una revolución social y por lo tanto no hubo un movimiento político detrás de su creación. Fue más la indignación nacional frente a la violencia narcotraficante y frente a la clase política tradicional lo que despertó el apoyo ciudadano a la Asamblea Nacional Constituyente.
31 Al respecto ver el texto de Esteban Restrepo (2002) en donde muestra también cómo la importancia del activismo constitucional está relacionada con la debilidad del sistema político.
32 Para una ampliación de este tema ver Uprimny & García Villegas (2004).
33 El ejemplo más dramático fue Perú, en donde varios magistrados del tribunal fueron destituidos por tomar una decisión contraria a Fujimori, en materia de reelección presidencial. Para una presentación de este caso y de las dificultades para que se consolide una justicia constitucional en Perú, ver Eguiguren (1999: p. 148 y ss).
34 La popularidad de la acción de tutela puede verse, además, en los análisis de percepción que abordan este tema. El primer estudio sobre la percepción de la tutela se hizo en 1996 y se refirió a la percepción por parte de los actores que intervienen en el proceso judicial. Allí se muestra, por ejemplo, que el 92% de los jueces tiene una opinión favorable sobre esta acción (Ministerio de Justicia, 1996, p. 116).
35 Al respecto ver García Villegas & Uprimny (2006); para una visión crítica sobre la incidencia social de la tutela ver Rubio (2011).
36 Un análisis del impacto redistributor de recursos por parte de los jueces puede verse en García Villegas & Saffon (2011).
37 Entrevista con Camilo Sánchez.
38 En las organizaciones de víctimas los abogados son más importantes que los políticos. Asfades, por ejemplo, parece más una organización de abogados que defiende Derechos Humanos que una organización de víctimas; su accionar es más técnico jurídico que político. Son organizaciones jurídicamente muy competentes, con muchos contactos internacionales, pero con poca capacidad de mobilizar a la población.
39 Según algunos expertos en este tema, una más razonable habría consistido en permitir la intervención del poder Ejecutivo con poderes ampliados y con un control de legalidad posterior por parte de los jueces.
40 Tanto la Ley de Justicia y Paz como la ley de tierras son leyes excepcionales, pero se tramitan como si fueran leyes de justicia ordinaria. El derecho está de tal manera impregnado en la vida política que se considera como una llave indispensable para abrir y cerrar toda decisión política.
41 Son muchas sentencias las que regulan esto pero quizás las más importantes son la T-129 de 2011, la T-769 del 209, la C-461 de 2009 y la C-030 del 2008.
42 La ONIC tenía hasta hace poco una red de abogados indígenas y en varios pueblos tienen escuelas de derecho propio.
43 Ver por ejemplo Villoria Mendieta (2010); Thoumy (2002) (2008); Sauca (2008); World Bank (1997); Camps (1997).
44 No hay que olvidar que el principal impacto ilegal de las mafias es la corrupción y ella se logra por la intervención mafiosa en el mercado y en lo que ello implica al Estado. Por eso la corrupción no actúa tanto contra el derecho - como lo hace la guerrilla - sino con el derecho, a través de su uso manipulatorio.
45 Un análisis de los resultados comparados de estas encuestas se encuentra en el libro: Mockus et al (2012).
46 No sólo eso, la oferta de justicia en Colombia no sólo es reducida, lo cual significa que muchos conflictos se quedan por fuera del sistema judicial, sino también selectiva. Es decir que los jueces, sobre todo en algunas jurisdicciones como la civil y la penal, están dedicados a resolver procesos que no necesariamente son los más importantes para la ciudadanía. Así, por ejemplo, mientras en materia penal los jueces se concentran (a falta de recursos para investigar) en los casos más fáciles, en la jurisdicción civil buena parte de lo que hacen es resolver, a través de procesos ejecutivos, los problemas de cartera que tienen las grandes empresas privadas (Santos & García Villegas, 2001).