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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.28 no.84 Bogotá May/Aug. 2015

https://doi.org/10.15446/anpol.v28n84.54640 

http://dx.doi.org/10.15446/anpol.v28n84.54640

REGIÓN Y VIOLENCIA EN LA GUERRA CIVIL DE 1851

REGION AND VIOLENCE IN THE CIVIL WAR, 1851

Juan Carlos Jurado Jurado*

* Profesor de la Universidad EAFIT, Medellín. Doctor en Historia de la Universidad de Huelva, España. Historiador y Magíster en Historia de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Medellín, Antioquia, Colombia. Correo electrónico: jjurado@eafit.edu.co.


RESUMEN

A pesar de que la guerra significa muerte y destrucción, también trae consigo la construcción de nuevos órdenes sociales y políticos, consistentes en la definición de identidades regionales, territorios, fronteras y soberanías, así como instituciones políticas modernas. En consonancia con lo anterior, en este artículo se trata la guerra civil de 1851 como elemento que visibilizó la diferenciación y delimitación entre regiones de la Nueva Granada, en particular Cauca y Antioquia, a partir de representaciones e imaginarios que suscitó acerca de sus identidades. Se expone la forma como la guerra hizo emerger al panorama nacional el proceso de configuración de las identidades regionales, su orientación federalista y los asesinatos de prominentes conservadores en Cartago, en medio de la violencia de la plebe liberal contra los conservadores, una forma de saldar las deudas de la pasada guerra de Los Supremos (1839-1842). Con tales hechos se expresaba una memoria del pasado que estaba politizada y con ello los odios heredados sirvieron para encadenar una guerra con otra en el proceso de construcción de la nación.

Palabras clave: guerra civil de 1851, regiones, federalismo, nación. 


ABSTRACT

Notwithstanding that war means death and destruction, it also entails the construction of new social and political orders, consisting in the definition of regional identities, territories, borders, and sovereignties, as well as modern political institutions. In accordance with this, the 1851 Civil War is addressed as an element that made visible the differentiation and delimitation among regions of the New Granada, particularly Cauca and Antioquia, from representations and imaginaries that it provoked on their identities. This paper also presents how the war made emerge into the national scene the process of configuration of the regional identities, their federalist orientation, and the assassinations of prominent conservatives in Cartago, amid the violence of the liberal mob against the conservatives -a way to settle the debts of the prior War of the Supremes (1839-1842). These facts expressed a memory of the past that was politicized and thereby the inherited hatreds served to link a war with another in the process of construction of the nation.

Keywords:Naming, civil war 1851, regions, federalism, nation.


INTRODUCCIÓN

Entre mayo y septiembre de 1851 tuvo lugar en la Nueva Granada una guerra civil en la que el partido conservador se levantó en armas contra las reformas progresistas del gobierno del liberal José Hilario López (1849-1853). Este lideró una serie de políticas de modernización en ruptura con el persistente pasado colonial, denominadas en la historiografía colombiana como las "reformas liberales". Se trataba de poner el país a tono con las exigencias de la economía mundial, y de darle a la sociedad un carácter más democrático y laico, lo que suponía quebrantar los viejos sistemas de dominio social y cultural de la aristocracia colonial y de la Iglesia Católica. No obstante que la guerra civil de 1851 tuvo muy poca duración -132 días-, su impacto en la vida política nacional se ubica en todo el quiebre de mitad del siglo XIX. Dado que su contenido político e ideológico fueron las reformas liberales, adquiere un significado complejo y amplio referido a los procesos de construcción de la nación y el Estado, durante tal centuria (Helguera, 1970; Ortiz, 1985; Valencia, 1998; Valencia, 2008; Uribe y López, 2006; González, 2006: 36-57).

La guerra civil de 1851 fue la más corta del siglo XIX, y como tal duró entre el 1º mayo -con los levantamientos de los terratenientes y esclavistas conservadores Julio Arboleda y Manuel Ibáñez en las provincias del suroccidente- y el 10 de septiembre, con la derrota del general caleño Eusebio Borrero en la antigua provincia de Antioquia, en la localidad de Rionegro. Entre estos dos hechos se sucedieron dos levantamientos regionales más, los principales en las provincias de los valles del Alto Magdalena, Mariquita y Neiva, planeados para el 20 de julio por el coronel y hacendado Mateo Viana, Francisco de Paula Diago y el general José Vargas París, así como los hermanos Francisco y Domingo Caicedo y sus peones y labriegos reclutados en sus haciendas. De otro lado, en el movimiento insurgente del centro-oriente, los rebeldes también fueron importantes hacendados del hinterland dominado por la capital de la República, entre los que se destacó el popular terrateniente José María Ardila, dueño de la hacienda Corito en Facatativá, Pastor Ospina (hermano de Mariano Ospina Rodríguez, líder nacional de la oposición al gobierno), quien se levantó en la localidad de Guasca, con gran influjo político en Guatavita, Sopó y Gachetá, en donde reclutó tropas de campesinos y propietarios con las que armó guerrillas. Por último, Juan Nepomuceno Neira, político regional, afamado abogado y profesor de Derecho, representante ante el Congreso por la ciudad de Tunja.

La guerra civil de 1851 tuvo un alto componente regional, pues se estructuró a partir de un complejo conjunto de rebeliones regionales y locales, débilmente articuladas como movimiento nacional, a pesar de lograr construir justificaciones y objetivos unificados: convención, Dios y sistema federal. Se trataba de ejércitos regionales, pequeños, mal organizados y poco armados, que no pudieron superar su insularidad territorial, y de ahí su incapacidad para construir una típica guerra civil, abierta y generalizada por todo el territorio nacional. De esta forma, la contienda expresó la fragmentación de las elites regionales, además de la carencia de una figura de peso nacional que lograra unificar de manera efectiva al movimiento rebelde y a todas las fuerzas del partido conservador contra el gobierno liberal, dividido desde las elecciones presidenciales de 1849. Por todo ello fue calificada por sus contemporáneos como una "guerra de rebeliones", lo que implica que tampoco se trató de una guerra magna como las de 1860 y la de Los Mil Días (1899-1902)1.

No obstante que la guerra está signada por la muerte, el caos y la destrucción, debido a que es una dramática manifestación de la violencia humana, por su carácter complejo y paradójico, también trae consigo la construcción de nuevos órdenes sociales y políticos. Las relaciones entre guerras y los procesos de formación de las naciones han ocupado un importante lugar en las ciencias sociales, y según María Teresa Uribe, han definido una amplia gama de problemáticas referidas a la definición de identidades regionales, procesos de poblamiento, definición de territorios, fronteras y soberanías, instituciones de poder con sus expresiones de obediencia, lealtad y consenso, y la articulación de comunidades políticas modernas (Uribe, 2001b: 9; Guerra, 2001: 85-102). En este sentido, son muchos los aspectos y problemas para indagar que dan cuenta del significado de la contienda en cuanto a la construcción del orden nacional, lo que implica reconocer las motivaciones y determinantes políticos, económicos y sociales de la misma, los mecanismos militares, políticos e ideológicos de participación y movilización de los sectores populares, del clero y las élites, que fueron claves en la configuración de los partidos políticos y las regiones, procesos que fueron más nítidos en la coyuntura de mitad de siglo (Jurado, 2008; Jurado 2011).

Entre los múltiples temas de interés que suscita la guerra civil de 1851, y que constituyen el objeto de este artículo, me interesa indagar la manera como la guerra se articuló con los procesos de formación de las regiones y la forma como ella misma, con su dinámica de lealtades, conflicto y confrontación, fue un escenario político que hizo emerger al panorama nacional la diferenciación entre regiones, la conformación de las élites regionales y sus expresiones de soberanía bajo el sistema federal, en un país profundamente fragmentado como lo fue la Nueva Granda, durante el siglo XIX (Safford y Palacios, 2002).

I.   OBJETIVOS DE LOS REBELDES: CONVENCIÓN, DIOS Y FEDERACIÓN COMO ALTERNATIVAS DE NACIÓN

Conocer los argumentos morales y políticos de los rebeldes para justificar su reacción bélica es de gran importancia, pues, como dice Fernando Escalante Gonzalbo: "El significado que se da a la violencia importa mucho más que la fuerza misma" (1998: 20). En consecuencia, los argumentos que acompañan a la violencia son reveladores del conjunto de creencias que dan forma a las nociones de orden, justicia, opresión y autoridad, y contribuyen a una "definición taxativa de lo político". Además, ofrecen explicaciones sobre la construcción del vínculo colectivo entendido como nación y de sus fundamentos políticos. En suma, en medio del conflicto una sociedad expresa su estructura interna y el sistema de valores que fundamentan los proyectos de orden social deseables y contrapuestos en ella, de modo que, según Escalante, no interesa tanto si los políticos son hipócritas o no, ni si creen o no en sus fórmulas retóricas, lo importante es que se vean obligados a recurrir a ellas, y con las mismas contribuyen a dar forma y consistencia a un orden moral y a un sistema de creencias acerca del Estado, la nación y el poder político. En consecuencia, se abordarán los argumentos de los rebeldes, con la finalidad de conocer sus objetivos, la forma de justificarlos y legitimarlos como parte de un orden político ideal, prestando especial atención a aquellas referidas a las dinámicas regionales y sus manifestaciones político- militares. Como ya se afirmó, los argumentos de los rebeldes para subjetivarse como víctimas y para legitimar su reacción armada tenían objetivos claros y nada ingenuos, de acuerdo con sus intereses de clase: convención, Dios y federación, y expresaban su proyecto de restauración política para la nación.

Los objetivos de los rebeldes se expondrán, en esencia, a partir de dos casos regionales, el de Antioquia, con Eusebio Borrero, y el de una de las provincias del centro-oriente, Tunja, al mando de Juan Nepomuceno Neira. Se hace así debido a que son los que han dejado mejor evidencia documental al formular sus reivindicaciones: Borrero, mediante sus acciones de gobierno y la documentación escrita al respecto, en la provincia que fue proyectada como la palanca nacional del movimiento y la única que estuvo bajo el control general de los disidentes -de 1º de julio a 10 de septiembre2. Además, porque en Antioquia los conservadores insurgentes pudieron fungir en forma transitoria como las nuevas autoridades y deponer las instituciones estatales para desplegar su proyecto de nación. En el caso de Neira, en Tunja, se pudo conocer el proyecto escrito que se le encontrara al momento de ser detenido por las autoridades y que fue publicado en la prensa liberal del momento. Esta iniciativa insurgente fue derrotada el mismo día de su inicio, debido a la detención y muerte de Neira y a la disolución y fuga de las tropas que lo secundaron. Debe aclararse que las demás regiones y provincias rebeldes, las del suroccidente y del alto Magdalena, no se sustrajeron a tales objetivos.

A.   El caso de la antigua provincia de Antioquia

Con la toma de la ciudad de Medellín, el 1º de julio, Borrero anunció que asumía el mandó civil y militar del Estado Federal de Antioquia, bajo el título de Gobierno Civil y Militar, constituido sobre la antigua provincia3. Proclamó los principios de "federación y unión’, asentados en la libertad, la moral y la civilización atacados y aún desconocidos enteramente por la actual administración que tiraniza la república", y ello mientras se hacía la convocatoria para la reunión de diputados de las nuevas provincias, ordenada por él4. Entre tanto, y de acuerdo con la misma reivindicación, en los informes acerca de los sucesos del sur referidos al zurriago se proponía, como antídoto a la violencia política de los liberales, un sistema alternativo de nación fundado en la concepción federal, un régimen político que sí prometía traer consigo la "fraternidad" y no la disolución del cuerpo social nacional: "Es necesario convencernos de que los horrores que se cometen en el Cauca son una realidad, i de que no hai tabla de salvación que la unión federal bajo los principios de la verdadera fraternidad"5. De esta forma se propuso un "separatismo simbólico", pues se acudía a las autonomías regionales pero manteniendo los lazos de fraternidad dentro de la "unión", como alternativa de nación con un centro en Bogotá.

Mientras se sucedían algunos combates militares y pactos entre los contrincantes, Borrero pretendió que sus acciones trascendieran a las de un gobernante propiamente dicho, para de esta forma legitimarse. Después de criticar la violencia y la inmoralidad del Congreso de 1851, dictó un decreto para suspender la ley de 31 de mayo sobre la libre expresión del pensamiento por medio de la imprenta, así como para hacer uso de varios arbitrios rentísticos, es decir, los impopulares impuestos directos, y suspendió la ley de 14 de mayo sobre desafuero eclesiástico y la de redención de censos. Llama la atención que Borrero dejara en vigencia las medidas de manumisión de los esclavos, con lo que prohibió que estos fueran reclutados para el servicio de las armas, pero admitió a los que por su propia voluntad se le presentaran. Dictaminó que los esclavos que fueran introducidos al Estado Federal de Antioquia quedarían libres sin indemnización alguna de sus amos, con lo que adelantó la vigencia de la ley de manumisión, pero conservó la división de Antioquia en tres provincias y así promovió la descentralización que cristalizaría en federación6. Develar el comportamiento del movimiento rebelde al tomar estas medidas es muy importante, pues varios de los condicionantes de la guerra, la manumisión de esclavos y la división de la provincia, por ejemplo, se legalizaron y legitimaron bajo su esporádico gobierno y se convirtieron, de manera implícita, en parte integral de sus propuestas. Estas medidas fueron criticadas y leídas por los liberales como una absoluta incoherencia de los rebeldes al mando de Borrero, pues fueron los hacendados y esclavistas del suroccidente, que él representaba, quienes habían elevado ante el gobierno nacional sus protestas por tratarse de un atentado a la propiedad, al orden social imperante y la promoción del "comunismo en la Nueva Granada":

Borrero, ´sin duda´, para mantener contenta cierta jente que lo rodea declaró nulas las leyes sobre censos, sobre comunidades relijiosas i sobre libertad de la prensa; pero no es esto lo que más debe estrañarse, sino que ese mismo Borrero que como escritor público i como Senador censuró al Gobierno por el interés que este tomara en la lei sobre libertad de esclavos por parecerle que con ella se atacaba la propiedad, ese mismo Borrero como cabecilla de facciosos declaró libre a todos los esclavos antioqueños […], privando así a los amos del servicio de seis meses de sus esclavos7.

Sin embargo, podría arriesgarse la hipótesis de que se trataba de una adaptación de Borrero al contexto antioqueño, donde la manumisión no era motivo de conflicto, como en el suroccidente, lo que indica que el proceso de modernización liberal se ajustaba a las necesidades regionales, que el conservadurismo fue consciente de ello y que los rebeldes tuvieron que hacer una lectura regional de sus objetivos, aunque inicialmente se los propusieran como generalizables para toda la nación8. En cuanto a la división de Antioquia, que puede leerse -desde la perspectiva de la versión liberal- como una contradicción del movimiento rebelde, fue presentada por Borrero bajo el proyecto nacional del sistema federal, que cada vez ganaba más terreno en el país, iniciativa que fue apoyada por líderes de ambos partidos, y que no fue exclusiva del liberal. En consecuencia, el orden interno se prefiguraba centro-federal, como salida intermedia entre el férreo y odiado -por los liberales- centralismo del régimen conservador de los doce años (1837-1849) y la Constitución de 1843, de un lado, y las pretensiones divisionistas de las élites de cada región, del otro, sin que desapareciera la comunidad histórica de pertenencia.

La idea del sistema federal bajo la cual se proclamó la revolución conservadora apuntaba a un régimen de libertades y de autonomía regional para escapar a la subordinación debida al gobierno de López, al que se veía como tiránico e ilegítimo - "ser independientes del vandalismo rojo"-, pero haciendo parte de la misma nación granadina9. Como es obvio, se trataba de escapar al proyecto liberal de fundar la nación a partir de las libertades, la democracia popular y los valores laicos. Así fue sugiriendo el sistema federal que se veía venir desde antes de la guerra, y que ella misma precipitaba y catapultaba, lo cual era indicativo de que el proceso de modernización liberal, en cuanto a dichas medidas, se sobreponía a los conservadores mismos, y desmiente la idea de algunos historiadores de que las reformas liberales fueron un fracaso en su totalidad o de que solo los liberales fueron federalistas.

Otro de los objetivos de los rebeldes fue la Convención, cuya mención en los documentos muestra que se trataba de una asamblea de los representantes del país y los partidos políticos con miras a una reforma constitucional, como se colige de las cartas que dirigiera Borrero a Braulio Henao el 4 y el 7 de julio con la finalidad de adherirlo a la causa revolucionaria10. Allí le señalaba que había sido escogido para "propender i coadyuvar a la gloriosa empresa de reconstruir este país por medio de una convención que los rojos negaron en el Congreso -entre marzo y mayo- con la impudencia más descarada", después que la habían pedido mil veces "cuando fueron derrotados por nosotros", en la pasada guerra de Los Supremos (1839-1842)11. Al parecer, las solicitudes de convención se retrotraían a la solicitud de los mismos liberales de reformar la constitución, cuando estrenaban los cargos gubernamentales poseídos del ímpetu revolucionario, pero que todavía no contaban con mayorías en las cámaras, hacia finales de 1849. Se trataba de fortificar las atribuciones de los entes regionales, reducir la autoridad y poder al ejecutivo y ampliar las garantías de los derechos individuales, de acuerdo con el liberalismo en boga. Según Manuel Antonio Pombo y José Joaquín Guerra, desde entonces "comenzó el federalismo a echar raíces lentas pero firmes" (Pombo y Guerra, tomo III, 1951: 375). Según los mismos autores, en tal año cursó un acto legislativo con la finalidad de realizar una convención nacional para verificar la reforma constitucional, pero fue en la legislatura de 1851 (ad portas de la guerra) cuando se desechó tal "proyecto de reunir una Constituyente para tal efecto, y en su lugar se resolvió modificar el título XIV de la Constitución vigente, en cuanto al modo de reformarla, sin necesidad de las formalidades previas que allí se determinan" (Pombo y Guerra, tomo III, 1951: 375).

Así las cosas, la constituyente que daría nueva constitución y leyes a la república fue uno de los mecanismos enunciados y anunciados por los rebeldes para reconstruir y restaurar un supuesto orden perdido; se trataba de una labor fundadora revestida de abnegación y mesianismo, que en forma implícita se inspiraba en una supuesta edad de oro conservadora, como si el pasado -bajo el régimen de los doce años de gobiernos conservadores (1837-1849)- hubiera sido una época dorada de armonía y orden, que fuera necesario recuperar. La documentación analizada manifiesta que, en medio de los llamados a la guerra, a principios de 1851, emergió de manera idealizada la época de 1810 a 1849 como era de paz, orden y seguridad, y la presidencia de López como "la página más negra de nuestra historia"12. Si se atiende a la etimología de estas palabras (restaurar), se comprende mejor que se trataba de una vuelta hacia atrás, lo que implicaba recobrar un supuesto estado de normalidad, entendido por los rebeldes como el proyecto vigente durante los doce años de gobiernos protoconservadores.

Para José Eusebio Caro, la convocatoria a una convención hacía parte de su propuesta de "revolución civil", que escapara al control de nuevos "supremos" que la instrumentalizaran para fines militares o religiosos, y que apelaba a mecanismos políticos de "representación" y no a la vía armada como acción política. Hay que recordar que el partido conservador se encontraba dividido a raíz de las elecciones ganadas por López en 1849, y por ello Caro, como integrante de una las facciones a la que parecía sumarse el general costeño Joaquín Posada Gutiérrez, no estaba de acuerdo con la reacción armada de su partido (Valencia, 2008: 194-195). En sus palabras: "Para todo hombre de buen sentido es claro, como la luz del sol, que es necesario convocar una Convención nacional i soberana que hiciese tabla rasa i rejenerase i constituyese todo el país"13. Así las cosas, la convención tenía por objeto fundar una nueva nación y superar el déficit de consenso y legitimidad del régimen vigente. Sin embargo, fue negada (a principios del 1851) por sectores del senado, que le recomendaron al congreso hacer las debidas reformas, ante el temor al desborde del conflicto en medio de tanta agitación y rumores de guerra -cuando se discutía la manumisión de esclavos, el recorte de los fueros de la Iglesia y se agitaba el orden público en Bogotá a raíz de la delincuencia común-, y como una forma de atenuar el sistema federal, que de todas formas traía consigo el fantasma de la disolución total de la nación. Así lo expresan las crónicas de los mismos conservadores:

En los últimos días de marzo hubo sesiones muy acaloradas en la Cámara de Representantes acerca del modo como había de reformarse la Constitución, si por el Congreso o convocando una Convención, que la hiciera. Algunos conservadores y liberales opinaban a favor de la Convención y otros por que la reforma se acordase en el Congreso. […] El Senado sin tantas disputas y en calma acordó que hiciera el Congreso la reforma observando los trámites legales. Por muchos granadinos ilustrados se juzgaba peligroso para la tranquilidad pública la convocatoria a la Convención, a tiempo que los ánimos en los partidos políticos se hallaban tan agitados. Temían otros que si la reforma se acordaba por la Convención, esta adoptaría el Sistema Federal que se juzgaba por algunos, funesto para la República (Restrepo, tomo II, 1963: 179-180).

Con la convención se trataba de generar alternativas constitucionales para dejar sin base legal las reformas liberales, y, en particular, las reformas contra la Iglesia; se trataba de revertirlas para conservar el statu quo. Así, el terreno de la lucha partidista quedaría relegado al plano del "reformismo constitucional" que tanta carrera haría durante el siglo XIX, "al apelar al enfrentamiento civil, como política, y al constitucionalismo, como guerra ideológica"14. Por esta vía, las élites insurgentes pretendieron dar vuelta de manera permanente a las transformaciones modernizantes que se anunciaban y llevar su contrarrevolución conservadora al terreno legal, para reformar la república, sin transformarla. En este orden de ideas, los conservadores rebeldes apelaron a una supuesta legalidad, como mecanismo para revertir el nuevo régimen de transformaciones, actitud que fue reiterativa durante los primeros años del gobierno liberal. Ello fue muy consecuente con la reivindicación de "Dios" en la proclama de los rebeldes, es decir, el proyecto conservador de un estado confesional que validaba, en los sentidos político e ideológico, el papel central de la Iglesia Católica en la sociedad, a partir del control de la educación, en manos de comunidades religiosas como la Compañía de Jesús.

El llamamiento a la convención suponía la búsqueda de una definición constitucional del estado y de la nación y que el conflicto quedara en el plano de los artificios legales. Ello significaba, por parte de los rebeldes, acogerse a los principios de la soberanía popular, pues, a pesar de la procedencia militar de algunos de ellos, fue usual que ellos se mostraran reacios a suplantarla de modo formal. De esta forma, el orden constitucional sería el único que podría presentarse como de verdad "nacional", y, aunque suene paradójico, la guerra misma contribuía a reforzar y construir tal orden político desde el momento mismo en que los rebeldes se mostraron custodios de sus formas simbólicas e institucionales, ya que no buscaron, como en las revoluciones contemporáneas, el cambio radical del sistema legal e institucional por otro alternativo.

En esta guerra, como en las decimonónicas, fue muy usual, como dice Escalante Gonzalbo, convocar una constituyente, pues el orden político se resumía en el orden institucional y el problema sería, en forma permanente, una Constitución, porque cualquiera de ellas siempre sería impracticable o contravendría los principios de uno u otro partido. De ahí que el presente fuera interpretado a la luz del pasado y que cada guerra se entrelazara con otra, como un destino ineluctable y fundador de la nación. Así, el pasado derivaba en una visión del porvenir, en una nueva constitución, y de ahí que las alusiones de Borrero a la pasada guerra de Los Supremos (1839-1842) -cuando los "malditos rojos" fueron derrotados y pidieron mil veces la convención- validaran el derecho de él, como insurgente, a tal solicitud, de modo que no pudiera serle negada. Estaba claro que los mecanismos legales e institucionales -la constitución, las leyes, el Derecho, el consenso, etcétera-, a los que acudía uno u otro partido, fueron los mismos para ambos, simplemente que cada uno de ellos recurrió a la orientación sectaria de imponerle al oponente "los mecanismos del maltrato y el desafecto político" cada vez que se encontraba en el poder, y, cuando no, de igual manera se repetían las retóricas del victimismo (Aguilera, 2001: 322).

B.   El caso de Tunja y las provincias del centro-oriente

Acerca del centro-oriente del país, en concreto sobre la provincia de Casanare, se cuenta con un proyecto de acta revolucionaria que se encontró en un manuscrito de Juan Nepomuceno Neira. En él, la mencionada sección territorial declaraba su desconocimiento del gobierno y su provisional independencia15. Esto confirma que las pretensiones de adoptar el sistema centro-federal por parte de los rebeldes era parte de la unidad de contenidos del movimiento nacional por las soberanías regionales respecto del estado central. Es importante señalar que el proyecto es, en sí mismo, un memorial que contiene las principales motivaciones y objetivos de los insurgentes. Entre sus considerandos se citaba la reiterada e insistente mancha de ilegitimidad que rodeaba la elección de López a la Presidencia de la República, la tan acudida "democracia de la infracción" derivada de la noche de los puñales del 7 de marzo, con lo que, de nuevo, el irresuelto pasado de las elecciones de 1849 daba sentido al ideal de nación para los rebeldes16. En el texto se afirmaba que el gobierno de López:

No ha sido espresión espontánea i lejítima del sufrajio popular, sino la exijencia de la coacción i de la fuerza. […] Que además de ser ilejítima en su orijen […] su administración ha sido violenta, parcial, perseguidora i arbitraria hasta el estremo de no respetar la Constitución i las leyes ni permitir a los ciudadanos el ejercicio libre del derecho electoral, atropellando todas sus garantías17.

El documento mismo pone de manifiesto cuán interiorizada estaba entre las elites la institucionalidad liberal y republicana, después de tres décadas de postindependencia, como parte de las bases ideológicas para formar una nación moderna. Todo orden de cosas que no se acomodara a él -leyes, sufragio popular, derecho y garantía ciudadanas e instituciones legales- podía ser tildado de ilegal e ilegítimo. Sin embargo, la apelación al fundamento de la soberanía nacional, la constitución, siempre fue el argumento de todos los derrotados en las elecciones.

La parte resolutoria del proyecto de Neira muestra que existía una idea de nación sustentada en la legendaria metáfora de la "gran familia", es decir, la comunidad de provincias y grupos sociales con tradiciones y vínculos compartidos, con lo que se tenía conciencia de que la historia y la cultura comunes podían ser elementos esenciales para definir el sentimiento nacional, de acuerdo con la idea de nación propia del conservadurismo18. Se trataba de la nación como una "comunidad imaginada", de la que era parte la provincia del Casanare, cuyos vínculos más integrales con la nación no se podían confundir con su adscripción al estado, que eran más de carácter político y formal (Anderson, 2003: 22-30). En consecuencia, se establecía una clara ruptura política con el estado del liberalismo radical, aunque no con la nación como representación comunitaria, con la que se tenían vínculos ancestrales y complejos: "Reasumir el ejercicio de su soberanía, declara independiente la provincia de Casanare, i desconoce solemnemente la autoridad de hecho que actualmente oprime la República". Con ello estaba prevista la organización de un gobierno provisional, similar a lo declarado en Antioquia, que proveyera seguridad a la sección separada, un jefe civil y militar que asumieran el mando y, en consecuencia, se declaraba abierta desobediencia a las autoridades y a los funcionarios. En ningún caso la sección libre consideraba:

[…] la separación de la gran familia granadina a que ha pertenecido i continuará perteneciendo, a menos que haciéndose nugatorios los sacrificios comunes por la libertad, triunfe el despotismo actual i se vea forzada a proveer a su conservación, uniéndose temporal o perpetuamente a un Estado [léase: Estado extranjero: Venezuela] que la proteja y asegure las garantías19.

Además de la amenaza separatista en la que se sugería el juego de oposición entre lo interno y lo externo, "lo nacional" y "lo extranjero", se agregaba que el objeto final del pronunciamiento, "es llegar a la reforma de la Constitución actual por medio de una convención", que debería reunirse al efecto lo más pronto posible. Así las cosas, la guerra misma, asociada con la desarticulación de los vínculos nacionales, podía reactivar estos mismos entre las provincias, no obstante, dentro de una alternativa al sistema centralista, con la idea de restarle protagonismo al estado-gobierno central, al que se calificaba de ilegítimo, y por lo tanto, sin derecho de soberanía sobre la nación en su conjunto. Así las cosas, el problema era por la soberanía, la soberanía de las élites regionales sobre sus territorios naturales, en un país fragmentado de manera profunda desde los puntos de vista geográfico y cultural, hasta el punto de que desde antiguo se aludía a las regiones y localidades como "países", como parte de la tradición localista colonial. Al respecto, sus élites regionales veían natural su función de gobernar con sus propios proyectos de región-nación, sustrayéndose de un poder directivo central.

Como lo ha señalado el historiador Jorge Orlando Melo, a mediados del siglo XIX emergió a la conciencia local y nacional la identidad de las regiones; estas se mostraron en la escena pública como entidades territoriales definidas a partir de elementos geográficos, sociales y, sobre todo, étnicos y culturales. Tanto la visión externa de los transeúntes locales entre una y otra región, como la de los viajeros extranjeros que incursionaron por la Nueva Granada, o las de los ensayistas y pintores, hicieron visible tal fenómeno, a partir de sus escritos, pinturas y cuadros de costumbres (Melo, 1992: 92), de modo que las pretensiones de las élites locales por una mayor autonomía sugieren la expresión de las diferencias culturales y territoriales por las vías de lo político. Mirado este problema desde la larga duración, la configuración de las regiones a mediados del siglo XIX, y la guerra misma, expresan la "liberación de fuerzas sociales y políticas de carácter centrífugo" que tuvo lugar con el derrumbamiento del estado colonial (Orozco, 2006: 110). Ello también expresa la debilidad del estado republicano para hacerse con efectividad al aparato central de administración frente a las nuevas oligarquías provinciales, elemento que visibilizó con mucha potencia política la guerra de Los Supremos. Para Iván Darío Orozco, sobre este marco de "múltiples fronteras interiores" -entre regiones-países- se favoreció el desarrollo de "guerras interestatales" -tan propio del período de 1850 a 1885-, y se hizo posible la internacionalización del derecho público interno y la internalización del derecho internacional, como se deduce de la siguiente cita:

Sobre el marco físico y cultural de las diversidades regionales y sobre el marco económico de múltiples economías locales incomunicadas, se hicieron fuertes formas locales y regionales de dominación político-territorial, delimitadas por múltiples fronteras interiores. La existencia de estructuras de dominación político-territorial delimitadas por múltiples ‘afueras’ al interior del territorio nacional era en sí misma funcional a la internacionalización del derecho público interno y con ello a la internalización del derecho internacional. La afinación de soberanías regionales, expresión jurídica-institucional de las autonomías descritas, favoreció indudablemente la concepción de las guerras como guerras interestatales (Orozco, 2006: 110).

Ello permitió que las ´élites regionales, a lo largo del siglo XIX, adoptaran el derecho de gentes como regulador de la guerra, no obstante que estas sucedieron, también, en medio del barbarismo y el tratamiento de los rebeldes y combatientes como delincuentes comunes, y, por consiguiente, de la asimilación del delito político al delito común.

Según los argumentos morales y políticos que servían de sustento a los rebeldes para justificar su acción insurgente, se trataba de fundar un orden político alternativo con formas incipientes de representación e intereses colectivos, que pasaban por supuestos derechos y garantías violados por el gobernante estatal. Ante esto, la acción política pretendía aniquilar ese orden, por considerarlo indeseable y atentatorio de los principios constitucionales, y restaurar su propio régimen, de ahí que la guerra pueda ser significada como fundadora de nación. Por otra parte, y no obstante el proceso que ya adelantaban los liberales con la descentralización de rentas y gastos (1850), con la creación de provincias y las elecciones populares de gobernantes, las pretensiones de adoptar el sistema federal pueden ser interpretadas como una forma de superar un déficit de instituciones representativas muy propias de una incipiente nación de regiones y que tenía un claro centralismo, que se olvidaba de los ámbitos locales o no les dejaba suficiente margen de maniobra a sus iniciativas. Se trataba del problema de la representación política de las regiones en el centro político nacional.

En consecuencia, la guerra fue posible, no solo debido a la disponibilidad de fuerzas que había en las regiones para resistirse a los mandatos del centro nacional, sino a las pretensiones de adoptar el sistema centro-federal por parte de las élites insurgentes, lo que expresaba una idea de nación alternativa a la de la nación centralizada y unitaria, cuestionada por el déficit de legitimidad que se adjudicaba al proyecto liberal y al gobierno que la presidía, con lo cual fue claro que las aspiraciones autonómicas eran expresión de los intereses de las oligarquías regionales (Tirado, 1989: 164). La fragmentación de las élites regionales y el déficit de representación y soberanía que estaban en la base del conflicto derivaron en la defensa de autonomías regionales y mostraron el alto contenido regionalista de la guerra civil de 1851, y de allí diversas denominaciones de los especialistas para tal fenómeno durante el medio siglo: "guerra inter-federal" (Palacios, 2002: 42), "guerra interestatal" (Orozco, 2006: 110), o "guerra por las soberanías" (Uribe, 2001a: 250-256). Sin embargo, y ante la derrota de los conservadores, la guerra sirvió para imponer la jurisdicción estatal y, frente al sistema federal, se definió inicialmente el mandato de la lealtad nacional de modo uniforme y unitario sobre una misma comunidad territorial.

Si se adopta la clasificación sobre los tipos de guerra propuestos por Escalante Gonzalbo, puede decirse que la guerra civil de 1851 fue una guerra "constitucional", es decir, justificada como lucha de la nación por darse la forma institucional necesaria. En este caso, se trataba de la nación considerada bajo el sistema federal, es decir, dando espacio para la construcción de diferentes versiones regionales de un nosotros territorial. Sin embargo, la guerra de 1851 también tuvo un componente de "guerra internacional"20 (y aun de "guerra religiosa" o cruzada)21, que se ajusta a la segunda tipología propuesta por Escalante, justificada "como medio de defensa de la Nación en su territorio y en su organización estatal"22.

Por último, es importante referirse a la forma como percibieron, y, por lo tanto, como los mismos actores sociales nombraron la acción de desobediencia armada frente a las autoridades legítimas. Los documentos analizados revelan de manera entremezclada las designaciones de "rebelión", "levantamiento", "insurrección" y "revolución". Acerca de esta última denominación, que predomino en el lenguaje de los insurgentes y de las autoridades estatales, es importante preguntarse por lo que significaba una "revolución" en el siglo XIX, que no significó lo mismo que indicaron los liberales con su "revolución liberal", obnubilados con un porvenir utópico, idealista y fantasioso de libertades, animados por la ruptura con el pasado hispano colonial. Como lo indica la historiadora Hilda Sábato, si nos ubicamos "en el seno de los lenguajes del período", se tiene que "la figura de la ´revolución´ tuvo un lugar central en los lenguajes políticos vigentes" y en las prácticas asociadas con ella, como lo fueron las guerras civiles y los levantamientos, de modo que fue parte fundamental de la cultura política latinoamericana decimonónica (2008: 183)23. Según la autora:

En su sentido más difundido, la revolución remitía al derecho a la resistencia frente al despotismo y se vinculaba con la figura de la ciudadanía armada. Cuando los gobernantes abusaban del poder, el pueblo tenía, no solo el derecho sino la obligación, el deber cívico, de hacer uso de la fuerza para restaurar las libertades perdidas y el orden presumiblemente violado por el déspota. Esta noción dista bastante de la que, surgida de las interpretaciones sobre la Revolución Francesa, alcanzó su predominio en el siglo XX. Si a partir de ellas solemos asociar el término revolución con una transformación de estructuras, en buena parte del mundo decimonónico, en cambio, este refería a la restauración de un orden originario. (Sábato, 2008: 183-184)

Sabato agrega que, no obstante la diversidad de variantes decimonónicas del fenómeno, las revoluciones estaban vinculadas a viejas ideas iusnaturalistas y pactistas, recombinadas con la vena liberal y republicana del período, con referencia a elementos políticos de la vida nacional, como la representación y la opinión pública. Considerando lo anterior y diversos testimonios documentales citados, la "revolución" fue esgrimida y significada por los conservadores no solo como un "derecho", sino también como un "deber" y hasta una "necesidad", según la famosa frase de Bartolomé Mitre (Sábato, 2008: 183). Todo indica que la revolución conservadora implicaba la resolución de los conflictos políticos entre las élites dominantes, lo que fue común durante la centuria, de manera que esta guerra se acomoda al tradicional concepto de "guerra civil", heredado del siglo XVIII, consistente en un conflicto entre los integrantes de una misma sociedad política y, por tanto, con responsabilidades compartidas, según lo afirmara el jurista suizo, E. de Vattel (citado por Sánchez, 2006: 42).

Si se atiende al contenido político e ideológico de los objetivos de los rebeldes y de sus acciones políticas, se observa que no pretendieron trastocar el orden existente por otro radicalmente distinto, ni se plantearon una "revolución social", entendida como un levantamiento de clases subalternas que desembocara en una rápida y profunda transformación política o en un cambio triunfal de las nuevas estructuras de clases propuestas desde abajo24. De ahí que la palabra "revolución" no implicara un cambio de la estructura social y económica, sino que tuviera una carga semántica en esencia conservadora, una especie de retorno a los orígenes. De todas formas, es necesario recalcar el uso demagógico de tal término, pues, en últimas, se trataba de la legitimación de las posturas de poder de los rebeldes para moldear el orden constitucional de acuerdo con sus intereses. En consecuencia, y como en otras rebeliones decimonónicas, se pretendía derrocar a las autoridades vigentes, por lo general del partido contrario, y sustituirlas en los órganos del gobierno y en la dirección de la república, con la ocupación temporal o definitiva del territorio y la toma de las principales instancias del estado, lo que supone la recomposición de las autoridades legítimas dentro del proceso de consolidación de los nuevos estados. Por lo tanto, la guerra civil de 1851 se compadece con los procesos de ocupación de espacios naturales para la hegemonía de las élites regionales y nacionales, que definen la soberanía territorial como fundamento de la nación-Estado, de acuerdo con los procesos de formación de las naciones europeas desde los siglos XVI y XVII (Orozco, 2006: 103-104).

Como se expuso con anterioridad, en el caso de Antioquia los rebeldes pretendieron llevar a cabo la revolución conservadora mediante la invasión y ocupación militar del territorio y sustituyeron las autoridades por una "junta revolucionaria" o "gobierno revolucionario", cuyos integrantes, civiles en su mayoría, fueron, al mismo tiempo, ideólogos del partido, integrantes de élites económicas, y directores y combatientes de la guerra, es decir, generales y soldados. Por ello se reconoce en esta guerra civil un componente de la llamada "guerra de caballeros", tan propia de la época, porque fue el resultado de la "equiparación igualitaria de las élites en medio del combate" y su tratamiento mutuo como socios inter pares, así como el reconocimiento de su condición de gentes "educadas, cristianas y de buena estirpe" y, en casos, su acogida al derecho de gentes (Orozco, 2006: 102). De igual forma, y como fue usual entonces, los rebeldes apelaron a mecanismos electorales, como la elección de la asamblea o cámara de provincia, como una forma de iniciar el curso de la normalización institucional. Tomaron medidas relativas a las rentas fiscales de las regiones para dedicarlas al sustento de sus tropas, lo que afectó el curso normal de la administración de justicia. En definitiva, los rebeldes pretendieron implementar una estrategia global, característica de toda guerra civil, consistente en una lucha contra el poder unitario nacional, deponerlo a partir de la toma de la ciudad capital, la ocupación de regiones a partir de sus centros de poder, y fungir como autoridades legítimas que emitían actos de gobierno para restituir su régimen conservador y el statu quo como modelo de nación. No tuvieron como objetivo transformar de manera sustancial el orden jurídico, sino que reconocieron el marco de acciones legales propias del republicanismo, lo cual puede extenderse a la guerra civil de 1851:

El objetivo de la guerra civil era ante todo doblegar al adversario partidista y relevarlo expidiendo eventualmente nuevas cartas constitucionales, pero usando la misma lógica, la misma filosofía del derecho y similares instrumentos jurídicos. De hecho, tanto en períodos liberales como conservadores, códigos tan importantes como el Penal o el Civil no tuvieron significativas variaciones (Aguilera, 2001: 303).

En consecuencia, puede afirmarse que las reglas del juego político existentes, es decir, las normativas e instituciones republicanas, no fueron incompatibles con el proyecto y los objetivos de los rebeldes, resumidos en el lema convención, Dios y federación; las incompatibilidades políticas entre los rebeldes conservadores y el régimen liberal estuvieron en el contenido moral que habría de darse a la nación, basado en el orden, la autoridad y la moral católica frente a las libertades y los valores laicos. Pese a que la guerra no aconteció en todo el territorio nacional, fue una guerra nacional, por cuanto la nación fue "el referente imaginario" para la acción política de los participantes y lo que estaba en litigio era la legitimidad del Estado y el problema de las soberanías disidentes (Uribe, 2001b: 23). Por tanto, las pretensiones autonómicas de sus elites y la fragmentación de las mismas se hicieron visibles con la guerra bajo la modalidad de un proyecto centro federal que, en forma progresiva, lograría desarrollarse (con la Constitución nacional de 1853 y la radical de 1863), y que expresaba la "mayoría de edad" de las regiones frente al Estado central.

Para algunos historiadores, el saldo final de las guerras civiles en Colombia es, sin duda alguna, negativo, debido a que "revigorizaban los regionalismos y las identificaciones partidistas a costa de la unidad del Estado y de una simbólica nacional", muy al contrario del papel articulador que jugó el Estado moderno a raíz de las guerras en Europa (Sánchez, 2006: 64). Sin embargo, es necesario contextualizar la pertinencia y conveniencia que tuvieron los "separatismos simbólicos", manifiestos en los objetivos rebeldes, pues evitaron los "separatismos territoriales radicales" hacia otras naciones, como en los casos de Pasto con Ecuador (que nunca prosperó) y, más tarde, la pérdida de Panamá (que, en últimas, nunca se integró) (Sánchez, 2006: 64; Tirado, 1989: 164).

En este contexto se impulsó un proceso de federalismo político y de configuración de identidades regionales que caracterizó al período, y que se ajustaba a las reformas administrativas dirigidas a un modelo centro-federal que los liberales (y aun los conservadores) estaban impulsando desde antes del gobierno de López. De ello se puede concluir que las pretensiones federalistas de los rebeldes, a largo plazo, no estuvieran en contradicción con las directrices de reorganización territorial liberal, sino que sus divergencias se localizaron en su contenido "moral" y cultural -religioso o laico, de orden o libertades- que tanto unos como otros quisieron darle a tal proyecto.

II. LA GUERRA COMO ELEMENTO DIFERENCIADOR ENTRE LAS REGIONES DE CAUCA Y ANTIOQUIA25

Terminadas las sesiones del Congreso en Bogotá -entre finales de marzo y principios de junio-, la rebelión conservadora adquirió dimensiones nacionales, pues el general Eusebio Borrero viajó desde Bogotá hacia Antioquia para dirigir allí la sublevación, de acuerdo con los dictámenes de la junta de conservadores de Popayán, que ordenaba nombrarlo en el mando civil de la revuelta y a Julio Arboleda en el militar. Entretanto, el orden público en el Cauca seguía cargado de hechos violentos contra los conservadores con el célebre zurriago, que extendía su mancha hacia las poblaciones del nororiente, en límites con la provincia de Antioquia, entre las localidades de Cartago, Salamina y Sonsón, como lo señaló la prensa del momento:

Parece que la horda destructora ha tomado posesión de Cabal [hoy Santa Rosa de Cabal], población de la provincia del Cauca, i aun se asegura que han avanzado ya hasta internarse en el territorio de la provincia [Antioquia]. Todas las poblaciones que se hallan en la ruta del correo desde Cartago a Salamina, se encuentran en completa agitación […]"26.

Lo novedoso del caso fue el saldo de víctimas que registró la prensa a raíz del asesinato de Marcelino Potes en Tuluá. Este tuvo lugar el 10 de junio de 1851, y en él se comprometió al gobernador Carlos Gómez, liberal de la provincia del Cauca. El periódico conservador de Bogotá El Día publicó en tono irónico detalles de la escabrosa atrocidad del crimen:

Ahora que el 10 del corriente ha sido asesinado horrorosamente en Tuluá el señor Marcelino Potes por una partida de rojos que puso en libertad a una recluta que se hallaba en la cárcel de esa villa, por haber cumplido dicho señor Potes con el deber de ciudadano acompañando al Jefe Político a aprehender a aquellos verdaderos facciosos, -que el Jefe Político tuvo que huir i que el cadáver del señor Potes fue arrastrado por las calles de Tuluá, hasta que la desgraciada viuda tuvo que comprarlo para hacerlo sepultar porque los rojos se cebaban sobre él-, son cosas falsas, falsísimas, i los que las han escrito son godos, traidores, embusteros, &, &, ¿No es así señor Gobernador del Cauca? […] Esperamos que el señor Gobernador, siguiendo la conducta falaz i el falso argumento de negar todo cuanto sucede a la luz del medio día, remita un informe al Ciudadano Presidente, pintado en prosperidad al Valle del Cauca27.

En los informes acerca de los "sucesos del sur" se propuso, como antídoto a la violencia política, el sistema federal, que sí parecía traer consigo "la fraternidad" y no la disolución del cuerpo social y la venganza partidista, con lo que promovieron la federación28. Como ya se ha dicho, este sistema expresó políticamente la configuración regional del país; sin embargo, el conflicto mismo del zurriago, confluyente con la guerra, también hizo emerger tal asunto mediante el problema de las identidades regionales en formación. De igual forma, se anunció lo sanguinario y violento del citado asesinato y la migración de gentes que huían del nororiente caucano hacia las poblaciones limítrofes con Antioquia y la atemorizante invasión de los perreros que temían muchos antioqueños, pues, como decía el informe, "estoi temiendo que tal vez hayan verificado que de Cartago se ha venido huyendo mucha jente [hacia Antioquia], i hoy temen en Salamina el ser invadidos por una partida que está ya en Cabal". En el mismo informe, de tendencia conservadora, se proclamaba la solidaridad partidista con las víctimas del Cauca y, sin embargo, se diferenciaba su situación con respecto a la antigua provincia de Antioquia:

Aunque la providencia os ha librado de esperimentar en vuestro suelo los efectos de la bárbara tiranía que nos oprime, no podíais ser indiferentes al triste espectáculo de los horrorosos crímenes que han asolado algunas de las provincias del Sur […]

Si tuviéramos que luchar con el despotismo que acaso armará para sostenerse sus vandálicas democráticas del Cauca que quieren venir a plantar en este bello país [se refiera a Antioquia] su horrible sistema de flajelación, de robos, estupros i demás crímenes, combatiremos contra los vapuleadores de las propiedades; combatiremos contra los incendiarios i asesinos; contra los profanadores de nuestra santa relijión, pues que para combatir contra ellos es que estamos armados29.

El hecho de que los atentados contra los conservadores involucraran las fronteras de la provincia de Antioquia, y aun su propio territorio, pudo ofrecer aterradoras pruebas de que el zurriago era una experiencia real de carácter nacional, y no solo una imaginaria noticia de un suceso provincial. El asunto, en definitiva, pudo conferirles a las iniciativas de los rebeldes un elemento de solidaridad partidista y, por ello mismo, funcionar como articulador para la comunidad conservadora en el ámbito nacional: la "fraternidad" de ser víctimas de la plebe liberal, lo que expresa que la experiencia común del conflicto articulara al movimiento rebelde más allá de sus espacios regionales naturales. Como existían diferencias regionales en cuanto a las motivaciones para justificar la rebelión, como la manumisión de los esclavos, que afectaba en mayor medida a los hacendados esclavistas del Cauca, ello hizo que el general Borrero emprendiera una activa propaganda en Antioquia, con una retórica de agravios y exageradas imágenes de apocalipsis, con la finalidad de dar una dimensión nacional a un conflicto regional, como lo eran los retozos democráticos, y así suscitar solidaridades que trascendieran las regiones y darle a la rebelión el carácter de estrategia global contra las autoridades estatales30.

De otro lado, y aunque fuera ambiguo, la identificación paulatina del conflicto del zurriago con localidades -Cabal, Salamina y Cartago- pertenecientes al Cauca o a Antioquia, y que estaban siendo significadas como zona fronteriza entre las dos regiones, ofrece indicios de la delimitación objetiva entre ambas. Esta delimitación entre ámbitos socioterritoriales pasaba, no solo por la delimitación de fronteras físicas y geográficas, sino también por la definición de las problemáticas sociales y de la demografía política del conflicto de razas al que estaba asociado. Se trataba de una marca simbólica de efectivas consecuencias en la vida social y política de estas regiones y de su delimitación a partir de una "frontera de guerra" a lo largo del siglo XIX.

Como puede verse, el conflicto bélico, en tanto implicaba la movilización de tropas, armas, pertrechos y la definición de estrategias y tácticas que tenían el territorio como materia prima de la dominación militar y del poder político, contribuyó a que en los imaginarios sociales se visibilizaran y cristalizaran como "limítrofes" aquellas localidades que eran referentes de la movilidad entre provincias y regiones. El caso más emblemático al respecto puede ser la localidad de Cartago. Ante la arremetida que se esperaba de los conservadores rebeldes desde Antioquia, por el norte, y desde el Ecuador, por el sur, los liberales de la provincia del Cauca se vieron forzados a convocar con más fuerza a los sectores populares de allí, debido a que se sentían atenazados entre dos formidables frentes de ataque. De ahí que el gobernador del Cauca, Carlos Gómez, reaccionara militarmente hacia el 26 de mayo de 1851, para lograr controlar el punto fronterizo con Antioquia, Cartago, y evitar la posible invasión rebelde que se enunciaba desde la zona. Así lo expresa el siguiente informe enviado a la Secretaría de Guerra, en Bogotá:

Si la provincia de Antioquia se insurrecciona, uno de los más importantes puntos es Cartago: yo pienso ocuparlo: allí cuento con más de 300 hombres alistados a la Democrática y resueltos a la defensa: en Ansermanuevo existe también una compañía perteneciente al medio batallón de Guardia Nacional de Cartago, y no sólo esta, sino todo aquel pueblo, que es liberal: lo mismo sucede con los del Zarzal, Hato de Lemus, Toro, San Vicente, Tuluá, Bugalagrande, esta ciudad [Buga] y Palmira, con cuyos Comandantes y Capitanes me puse en un momento de acuerdo, y sólo faltan las armas y dinero, de que he hablado, para moverlas (Citado por Valencia, 2008, 191-192).

La noción de frontera es compleja y ambigua y puede definirse como el área de "transición entre lo conocido y lo desconocido", como barrera o muro que se levanta para la defensa, pero, a la vez, como puente que facilita los intercambios entre zonas interdependientes. Se trata de un espacio discontinuo, movedizo y vacío, que invita a ser penetrado y a no detenerse, y que puede ser ocupado. Es el territorio en su doble acepción de puente y barrera y una línea de separación de soberanías y dominios políticos diferenciados (Douglas, 1994: 44-45). Esta noción de frontera se sugiere en forma reiterada en los documentos de la época, cuando se aludía a localidades del Cauca y Antioquia en relación con la "invasión" de tropas del gobierno que atacarían a los rebeldes y cuya llegada se mostraba como una completa irrupción de barbarie. Se trata de localidades que durante las diversas guerras civiles del siglo XIX fueron demarcadas como línea imaginaria de poder y dominio, entre ellas las localidades de Supía, Cartago y Cabal, del lado del Cauca, y Salamina, Manizales, Pácora y Caramanta en el sur y el suroeste de Antioquia. A modo de ejemplo, puede citarse la alusión de Pedro Antonio Restrepo sobre lo sucedido a finales del mes de julio, cuando los rebeldes tenían pleno control de la antigua provincia de Antioquia, pues: "no ocurrió novedad alguna, hasta el 28 de julio, en que se tuvo en Salamina la primera noticia de la invasión de las tropas del Sur"30. Estas zonas de frontera aparecen como espacios estratégicos para las acciones políticas y los proyectos regionales, de manera que territorios del sur y el suroeste de Antioquia lo fueron para la élite comercial y política de Medellín, pues allí se definía la extensión de sus mercados, la prolongación imaginaria de su homogeneidad social y cultural, la vigencia de sus redes de poder, los alcances de sus hegemonías partidistas y una salida alternativa hacia el mar Atlántico por el río Atrato, hacia el occidente, en la provincia del Chocó (Vélez, 2002: 140-160, 276-283).

Así las cosas, la guerra civil de 1851 propició que la región caucana fuera identificada, aun más que en el pasado, como una sociedad de amos y esclavos, de rancias y autoritarias élites de hacendados, cuya intransigencia nobiliaria iba en franca contradicción con la necesidad de formar una república moderna de ciudadanos libres e iguales31. Por ello polarizada, de agitados conflictos sociales y raciales, de "turbas de negros levantiscos" con pretensiones de revancha social contra los estratos altos de la sociedad, cuyas élites nobiliarias y militares estaban radicalizadas, y con una aguda crisis económica, que hacía de la política la mejor forma de ascenso social y económico32.

Antioquia, sin embargo, fue asociada en los imaginarios con clases sociales más igualitarias, con una sociedad más abierta al ascenso social por medio de la pujante minería y el comercio, actividades que ofrecían claros signos de desarrollo económico, con unas élites regionales aburguesadas, que se identificaron como blancas, aunque no lo fueran, una sociedad ordenada en el sentido moral (aunque llena de fracturas, discontinuidades y conflictos internos), en su mayoría católica y trabajadora, bajo la ilusión de un mito de procedencia racial, vasca o judía33.

De manera que todo lo expuesto hasta ahora permite reconocer, con Gonzalo Sánchez, la enorme y significativa capacidad de las contiendas políticas del siglo XIX para resignificar los espacios y territorios de confrontación, al decir que

La guerra no solo actúa sobre nuestra concepción del tiempo. También incide sobre la construcción política del territorio, asignándoles significados diversos a los escenarios de confrontación. Y trastocando las fronteras entre lo sagrado y lo laico, lo público y lo privado, lo interno y lo externo (2006: 101).

Un documento de la época, que sirve para evidenciar lo dicho antes, es la comunicación dirigida al cabildo de la ciudad de Medellín, en 1851, en la que se manifestaba el temor a que se extendieran hacia allí los conflictos y las "enfermedades sociales" que parecían provenir de las provincias del suroccidente y aún de la capital de la República:

El noble celo de la jefatura, y demás autoridades, es el primer fundamento en que se apoya el Cabildo para creer que en esta provincia [se refiere a Antioquia] no se entronizará el vandalaje a que por desgracia se hallan sometidas las provincias del Sur y la capital de la República.

La moralidad del pueblo, sus hábitos de laboriosidad y su índole pacífica, es otra nueva garantía de orden de que Antioquia puede lisonjear, y que hacen casi imposible el que en ella puedan jerminar los principios corruptores que azotan otras provincias en que se han enseñoreado los principios comunistas en que sus indignos maestros los han imbuido.

Si por desgracia nuestro pueblo llagase a corromperse, un cuerpo de gendarmes por numeroso que se le suponga, sería insuficiente para mantener el orden y la seguridad de los ciudadanos, o más bien quizá él quien los despotizase, y convertido el remedio en veneno; ¿qué recursos quedarían para las enfermedades sociales?34

Es necesario matizar el asunto al reconocer que este tipo de discursos de diferenciación regional pudieron ser más prolíficos durante las guerras, pero, de igual forma, su contexto de producción sucedió más allá de ellas, como parte de discursos de muy diverso orden provenientes de viajeros, novelistas, geógrafos, cronistas y memorias de nacionales y extranjeros. Así lo plantea la historiadora Nancy Appellbaum, en su ensayo sobre las regiones del Cauca y Antioquia hacia mediados del siglo XIX (1999: 636-645, 662-667). Tales discursos insistían en una representación negativa sobre la región del Cauca, al extremar su acendrado conflicto racial, el carácter nobiliario de sus élites de hacendados, la disposición incendiaria de sus sectores populares, de procedencia esclava, para participar en las guerras civiles, la inestabilidad social y la crisis económica que vivía la región, mientras que la región antioqueña fue merecedora de una representación positiva, que exageraba su estabilidad social y su sentido igualitario, la disposición industriosa de sus gentes, la estabilidad familiar, la moderación y catolicismo de las costumbres, sobre todo de sus mujeres y hogares y, en general, un modo de vida de sus elites mercantiles, "los yankees de Suramérica", el emblema de la burguesía decimonónica.

En este sentido, la guerra fue un importante espacio para visibilizar las identidades regionales a partir de la "vecindad" con aquellos "otros", cuyos rasgos aparecían de manera más concreta y tangible que la noción abstracta del neogranadino (o del colombiano), pues los conflictos contribuyen a diferenciar y deslindar ámbitos sociales y territoriales, que, en este caso, manifestaron su dimensión política con las reivindicaciones por el sistema federal (Botero, 2003: 135-136; Uribe, 2001a: 96-97)35. A las identidades regionales se les superponían otras de orden local o las del partido político, la ciudadanía y la nación, de forma que la construcción de estas entidades ha sido compleja, simultánea y dialéctica.

III. LA VENGANZA Y LOS ODIOS HEREDADOS COMO FORMAS DOMINANTES DE CONSTRUCCIÓN DE LA NACIÓN

En la región del Cauca, los asesinatos políticos por parte de los zurriagueros lograron otro importante hito en Cartago, cuando (ocho días después del asesinato en Tulúa de Marcelino Potes), el 19 de junio sucedieron los de Juan Nepomuceno Pinto y su yerno Ángel María Morales Castro, quien le hacía compañía en su vivienda. En este contexto de agitación popular del que hacía parte la fiesta del Corpus Christi, un grupo de hombres atacó y robó la casa y la propiedad de Pinto. Sobre el crimen se tejió toda una oscura leyenda, relativa a la atrocidad del mismo, a pesar de las declaraciones del gobernador Gómez que lo desmentía, al afirmar que no era cierto que las víctimas hubieran sido "amarradas en sus camas y sufrido mutilación de orejas, narices, labios y otros órganos", y que no habían sido violadas las mujeres e hijas de las víctimas. Los detalles del hecho se exponen para comprender que tal crimen, como el de Potes, revelaba el profundo malestar político y el estrecho compromiso afectivo de los agresores con sus víctimas, por la saña con que destrozaron sus cuerpos y por la cercanía subjetiva que supone el ser atacado dentro de su vivienda, en medio de un ambiente caldeado hasta la saciedad de los odios heredados entre los partidos políticos.

Para comprender la trascendencia política de este hecho es necesario saber que Pinto fue uno de los notables locales que planeaba la sublevación en Cartago y un emblemático líder conservador, cuya figura ganó fama nacional desde la guerra de Los Supremos. Desde entonces, Pinto quedó marcado por el fusilamiento de varios líderes liberales, en especial el del teniente coronel Salvador Córdova, el idealizado y "querido líder supremo de Antioquia". Durante la guerra de Los Supremos, Pinto, como capitán de la Guardia Nacional de Cartago, apresó al teniente coronel conservador Salvador Córdova y a su cuñado, Manuel Antonio Jaramillo, en las cercanías de Anserma, el 22 de junio de 1841. En el contexto del final de tal guerra, el 8 de julio, el general Tomás Cipriano Mosquera hizo fusilar en la plaza de Cartago a Córdova, a un civil y a otros militares de tendencia protoconservadora, con lo cual se dio nacimiento a la legendaria figura de una de las más prometedoras y perdidas glorias del liberalismo que se prefiguraba en Antioquia. Córdova se destacó como un joven y aguerrido militar en las guerras de Independencia, combatió la dictadura de Urdaneta, participó en la campaña del Cauca en 1832, fue gobernador y jefe militar de Antioquia y miembro del Congreso. El historiador Gustavo Arboleda menciona el malestar con que fueron recordados estos hechos para la crónica política decimonónica, aún entre los mismos conservadores:

Mosquera asumió resueltamente la responsabilidad de esas muertes, que ordenó contra toda ley y todo derecho y para las cuales no hubo sanción, porque el Congreso de 1842 resolvió que no serían punibles los hechos realizados por los militares al servicio del Gobierno. Los fusilamientos de Cartago le merecieron entonces y después muchas censuras de parte de amigos y adversarios, aun cuando los primeros obrasen antes que todo, llevados de un riguroso legalismo (citado por Arboleda, tomo III, 1990: 21-22, 28-30).

Destacadas personalidades del conservadurismo, como José Eusebio Caro, no dudaron en calificar (en el periódico La Civilización) de "delitos" y "crímenes" aquellos fusilamientos, cuya memoria guardaron con deseos de venganza los liberales (Arboleda, tomo III, 1990: 21-22, 28-30). La manera como la prensa nacional opositora publicó la noticia sobre el asesinato de Pinto, desde Bogotá, puso de manifiesto el claro sentido político de tal asesinato y la responsabilidad que se le adjudicó al gobierno nacional, en particular en cabeza del general José María Obando, quien pudiera tener móviles vengativos como líder que fue de los Supremos en el Cauca, en la mencionada guerra:

La voz pública acusa al Gobierno con estos i otros datos -cuando Obando estuvo en Cartago la última vez, dijo en público- ´No puedo permanecer en este lugar: me constrista mucho, porque en él murió el ilustre jeneral Córdova; pero lo más sensible es que los que tanta parte tuvieron en su muerte vivan todavía aquí!´ Pinto fue uno de los aprehensores del Coronel Córdova, i las palabras que Obando dirije a sus democráticos no son para que sean olvidadas. Viniendo de Cartago por el Quindío, un rojo dijo a un conservador -´El que está mal es Pinto, porque la muerte del coronel Córdova pide venganza, i no creo que ya pueda escaparse36.

Acá se sugiere el "juego doble de espejos", sobre el que ha llamado la atención Iván Orozco, para definir el carácter "simétrico" que le asiste a toda relación de enemistad guerrera, pues, en últimas, se trata de una "relación horizontal de victimización recíproca entre los enemigos" (Orozco, 2005: 247). Ello significa que la modelación ideológica del concepto de enemigo que construían mutuamente los partidos políticos estaba atravesado, antes de toda contienda, por la relación dialéctica entre víctima y victimario, identidad que se tornaba múltiple y compleja, pues los liberales se asumían con tales asesinatos como víctimas-vengadores de las viejas afrentas causadas en la pasada guerra de los Supremos por parte de los conservadores; su identidad era la de "víctimas-victimarios inocentes", y, como tales, vengadores. Su accionar vindicativo estaba signado como "odio retributivo", que afirmaba su propia dignidad, motivado por las:

derrotas recordadas por la memoria colectiva como grandes atropellos, lo cual lleva implícita una autrorepresentación como vengador de las heridas más o menos abstractas de un grupo victimizado [los fusilados de la guerra de Los Supremos], y comporta a su vez una representación del enemigo y de sus bases de apoyo como victimario (Orozco, 2005: 247, 252).37

En el editorial del diario El Día se reiteró que las armas de la República estaban en poder de "los mejores apoyos del Gobierno", con lo que se aludía a las autoridades que armaban a las sociedades democráticas y a los zurriagueros, de quienes solo los conservadores sufrían "los males que allí se experimentan", y se denunció de nuevo la complicidad de las autoridades liberales con los atentados a los conservadores:

¿no se ha comprobado una i mil veces la participación de las autoridades en esos crímenes i que siempre desprecian las indicaciones de los hombres de bien, protejen i animan a los malhechores, se rehusan a proceder judicialmente contra ellos, los dejan salir de la cárcel i llegan hasta el punto de poner en libertad los que los conservadores, espontáneamente han aprehendido en infraganti delito?38.

En una de las columnas del diario se señaló que era evidente que tal crimen se había cometido como venganza por la muerte de Córdova, debido a las reconvenciones que los mismos asesinos le hicieron a Pinto en el acto de asesinarlo, y por el testimonio de testigos creíbles que describieron la ferocidad con que fue ejecutado por "los ajentes de la inmoral i sanguinaria Administración del 7 de Marzo"39. En el escenario provincial fue evidente la inculpación que se le hizo del delito al gobernador de la provincia del Cauca, Carlos Gómez, como cómplice y promotor del zurriago, "arma con que se distinguía al gusto de él, los de su guardia de honor", al punto de conocérsele localmente como "el rey del zurriago". No sobra destacar que el hermano del gobernador, José Antonio Gómez, fue senador de la República, lo que daba más sustento a la certeza sobre la complicidad del gobierno nacional con las acciones del funcionario local y su connivencia con la violencia estatal cifrada sobre sus opositores40. Ante tales acusaciones, el secretario del gobierno nacional, José María Plata, ordenó para que se procediera a la averiguación y castigo de tales crímenes. No obstante la diversidad y contrariedad de las versiones, los documentos sumarios levantados a los testigos y asesinos de Pinto y Morales incriminaban al funcionario local41. En su favor, argumentó que Pinto, conocedor de su proceder, declaró que estando él en su cargo, nada tenía que temer.

Iniciado el proceso penal, el juez letrado del Cauca se declaró impedido para el mismo y en su reemplazo fue nombrado Manuel Wenceslao Carvajal, abogado liberal, también comprometido con el zurriago en tal provincia y en particular en las ciudades de Cartago y Buga. Al final, el jurado declaró culpables a unos liberales locales; sin embargo, quedaba claro el descontento popular por la impunidad promovida por parte del gobierno liberal. Los documentos analizados dejan entrever que, a pesar de la "legalidad" del proceso penal, entre los artesanos quedaba un mal sabor respecto de quiénes fueron, en últimas, los que asumieron los costos políticos del conflicto, ellos mismos y no los dirigentes del partido42.

En medio de tantos denunciados atentados registrados contra los conservadores desde 1850, referidos como parte de los retozos democráticos, la gravedad de estos asesinatos estaba en el carácter emblemático de los líderes asesinados, en la atrocidad y sevicia de los asesinos, en la acción colectiva abiertamente pública -diurna- de las bandas de asesinos, con señalamientos de ser democráticos, y el incontrovertible e inocultable apoyo de las autoridades gubernamentales, en cabeza de Gómez. A este se le acusaba de que la noche del delito, desde el balcón de su casa, el funcionario preguntó a una cuadrilla de hombres que si aún vivía Pinto, "y que como uno de ellos le respondió que sí pero que poco demorarían", Gómez respondió con exclamaciones de "¡Abajo los godos! Sigan para arriba"; que por esos días él y "su digno hermano arengaron en la democrática i concluyeron por decir a su auditorio: que la democracia no se consolidaba sino cuando cayeran todas las cabezas de los conservadores"43. De allí que el asesinato de Pinto emergiera como el punto de convergencia del malestar colectivo, consistente en las frustraciones de los sectores populares frente a las élites de hacendados y esclavistas caucanos -la oligarquía-, que instrumentalizaron los liberales radicalizados por las frustraciones de su derrota en la pasada guerra de Los Supremos. Por la profusión de artículos de prensa y publicaciones acerca del hecho, se puede decir que Pinto obró como "centro de significado" del malestar político y, como la víctima señalada en la lógica del chivo expiatorio, fue el símbolo de un acontecimiento originario de la vida nacional (Girard, 2006: 61-68, 120-121).

Esos asesinatos actuaron como una dramática revelación acerca de la vulnerabilidad de los conservadores ante la organización violenta estatal en su contra y de su desprotección por parte del ente gubernamental. Pero, además, eran la actualización del pasado, la conciencia de que el zurriago había sido un mecanismo para tramitar la venganza partidista, una forma de saldar las pasadas cuentas con los asesinos de Córdova, el supremo de Antioquia: hacer justicia a los fusilados en la guerra de los Supremos, y de ahí la gran conmoción nacional que causó el asesinato de Pinto entre el conservadurismo nacional.

Así las cosas, este asesinato puso de manifiesto que las condiciones en que se logró la paz y se terminó una guerra, la de los Supremos, configuraron las condiciones futuras para la siguiente, pues los liberales sintieron, que aunque aquella había terminado, había quedado sin resolverse44. De igual forma, expresan la propensión del partido en el poder a reiterar con sentido sectario los "mecanismos de maltrato y del desafecto político" contra sus opositores, del que ellos mismos habían sido víctimas en el pasado; esto, mirado desde la perspectiva del corto plazo. Desde la perspectiva del largo plazo, se observa que el culto a la memoria, -la memoria de los liberales sobre los asesinatos de la guerra de Los Supremos-, supuso que no se admitían prescripciones para las violencias del pasado, con lo que "los odios heredados servían de encadenamiento de una guerra con otra", y la memoria -politizada- se constituía en una "normativa de acción" frente a las presentes y futuras guerras. Como lo indica Gonzalo Sánchez, algo así como si el "pasado no pasara" -¡el pasado no perdona!, reza el dicho popular- y, por lo tanto la guerra tampoco. De ahí que tales asesinatos, como la guerra, fueran la consecuencia, durante mucho tiempo aplazada, de la cuenta de daños físicos y morales pendientes, la reparación requerida por el oponente para restablecer una relación equilibrada con él, y la cancelación de débitos, que les permite a las partes saldar las cuentas pendientes y "quedar en paz"45.

En este sentido, la guerra civil de 1851 se revela como "una forma dominante de construcción de la nacionalidad", que asocia su destino con los conflictos entre los partidos políticos en debate por su hegemonía. Tanto los fusilamientos de la guerra de Los Supremos, como los asesinatos de Cartago, hicieron visible al acto violento como "un hecho fundador del orden político", de modo que la guerra fue un espacio para que la violencia se constituyera en una especie de "experiencia histórica fundadora" de la que todo parece derivar, según la expresión del historiador francés, Daniel Pécaut (1999: 23). De ahí que tales asesinatos actualizaron esa recurrente invocación a la memoria de las guerras y los asesinatos como elementos míticos de los que se derivaba el sentido dramático de la historia nacional.

CONSIDERACIÓN FINAL

Como puede verse, la guerra civil de 1851 estuvo implicada en los procesos de modernización de mediados del siglo XIX, debido a que su contenido político e ideológico derivó de las reformas liberales que pretendían modernizar al país y que constituían el programa del gobierno de José Hilario López (1849-1853). El triunfo de la guerra por parte de los liberales permitió la ratificación y la continuidad de las reformas, una serie de audaces cambios de "carácter burgués" para reivindicar al individuo moderno, sus libertades, su participación en el mercado, la democracia participativa, la propiedad privada y las libertades públicas. Sin embargo, los cambios logrados por los liberales fueron parciales, pues las transformaciones de orden institucional y en la cultura política se dieron más que todo en el establecimiento de una plataforma político-ideológica, instalada para las transformaciones futuras del medio siglo restante.

No obstante que las reformas liberales hicieron parte de los determinantes de la guerra civil de 1851, ellas también fueron sus consecuencias, pues el triunfo liberal dio más ímpetu para dictaminar y consolidar muchas de ellas, dentro de la cristalización del programa liberal. En concordancia con lo anterior, puede decirse que, como parte de los procesos políticos inducidos por la guerra misma, se ubican el proyecto liberal de Estado-nación y ciudadanía, la configuración y delimitación de los partidos políticos, la Constitución liberal de 1853, con la separación Iglesia-Estado, y el sistema federal que expresó, desde los puntos de vista político e institucional, una más clara configuración de las regiones y la consolidación de las élites regionales.

Debido al "declarado carácter partidista que asumió el Estado y la Constitución de 1853", se observa que aquel fue incapaz de generar la representación y la vivencia de la nación como unidad integradora de la sociedad, elemento fundamental para la civilidad y la modernidad política en Occidente. El dualismo fanático entre el individuo laico y modernizado del liberalismo y el sujeto moral del conservadurismo convirtieron al Estado en un campo de lucha a muerte, incapaz de representar el interés general (Rojas, 2001: 11). Este fue otro elemento de precariedad del Estado neogranadino, que se suma al "Estado mínimo", resultante del librecambismo del medio siglo.

Aunque desde antes de la guerra civil de 1851 habían sido adoptadas algunas iniciativas descentralizadoras, la contienda hizo brotar al panorama nacional los intereses de autonomía y soberanía de las élites regionales con respecto al estado central, con lo que estuvieron de acuerdo ambos partidos políticos. Fue así como en reacción a la autoritaria república conservadora del régimen de los doce años y su Constitución de 1843, y como parte de viejas iniciativas compartidas con dirigentes conservadores para conferirles mayor autonomía a las regiones, los liberales radicales adoptaron el sistema centro-federal, que tuvo sus primeros desarrollos con la Constitución liberal de 1853. Este fue un elemento catapultado por la contienda, que se oficializó con tal carta, al adjudicar a las provincias facultades para dictar sus propias constituciones. De esta forma, y como ya lo ha mostrado una amplia bibliografía sobre el período, las élites regionales tuvieron plena legalidad para acceder al patrimonio nacional sin entrar en conflictos mutuos, pues estaban muy fragmentadas y, al mismo tiempo, ninguna tenía capacidad para imponer su hegemonía nacional sobre las demás (Colmenares, 1997; González, 2006; Mejía, 2007; Ortiz, 1985; Palacios, 2002; Palacios, 1999; Tirado, 1989, Uribe, 2001a). Entonces, y de acuerdo con las características de cada región, sus oligarquías adecuaron la legislación interna y, por lo tanto, las instituciones económicas y políticas para su dominio y gobierno, lo que contribuyó a la consolidación de las élites regionales dentro del sistema federal, a partir del medio siglo XIX, proceso que se consolidó con la ultrarradical Constitución liberal de 1863.

Las condiciones políticas del momento permitieron que los mismos congresistas conservadores participaran de la aprobación de muchas de las iniciativas de tal constitución. Ello puso de manifiesto que las doctrinas de los partidos no fueran un criterio definitivo y absoluto para su delimitación, dado que sus decisiones estratégicas también implicaron un importante elemento para sus identidades políticas. Asimismo, ello revela que no existía una relación de oposición mecánica entre liberalismo-modernidad versus conservadurismo-tradición: a la vez que los conservadores aprobaban políticas consideradas modernas, como el librecambio, el sistema federal y las libertades del individuo, algunos liberales -sobre todo los draconianos- se inclinaban por iniciativas consideradas conservadoras, como la Constitución de 1843 y el predominio del ejército sobre el poder civil, o se oponían al voto universal directo, una medida de evidente corte radical liberal.

Un ejemplo de la cristalización de las élites regionales lo ilustra el hecho de que, dos años después de la guerra civil de 1851, cuando los líderes rebeldes conservadores de Antioquia retornaron del exilio y, tras su victoria en las elecciones de 1853, fueron recobrando el control gubernamental de las tres provincias antioqueñas, y tanto civiles como clero ocuparon cargos de las gobernaciones y de las cámaras de las provincias y emitieron sus propias constituciones. En consecuencia, en los cargos provinciales posteriores a 1853 es común encontrar a los antiguos rebeldes conservadores, como Mariano Ospina, gobernador de la provincia de Medellín, mientras que, entre los diputados, aparecen Pedro Antonio Restrepo Escobar, Rafael María Giraldo, José María Restrepo Uribe y el presbítero José Ignacio Montoya, solo por mencionar algunos antiguos rebeldes. Para el año 1854, el rebelde de las provincias de Mariquita y Neiva, Mateo Viana, ya era gobernador de Mariquita, mientras que Julio Arboleda fue elegido presidente del Senado en 1854, y el vicepresidente fue Pastor Ospina.

La rápida integración de estos y otros líderes a los organismos gubernamentales es una muestra más de la lenidad con que fueron tratados los rebeldes por parte del gobierno de López y evidencia la profunda imbricación entre política, guerra e instituciones. Con ello queda claro que la guerra había sido un escenario para lanzar y consolidar líderes políticos, que ascenderían o continuarían su carrera política en el país y en sus regiones, en las décadas venideras. En este sentido, aunque el partido liberal ganó la guerra de 1851, sus logros fueron parciales, pero, como han destacado varios autores, significaron un hecho fundamental, que marcó de manera profunda el siglo XIX, pues se constituyó en fundador del proceso de modernización más agresivo de la nación colombiana durante la centuria.

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Fecha de recepción: 10/08/2014 Fecha de aprobación: 15/07/2015

NOTAS

1Para Norbert Lechner, todo sirve para configurar una representación de la nación, pero fundamentalmente sus materiales básicos son la historia y la cultura compartida (Lechner, 2003: 53).

2 El Neogranadino, N° 168, año IV 8 de agosto de 1851.

3 Es de aclarar que el gobierno de la Nueva Granada declaró la guerra al Ecuador (que, en últimas, no tuvo lugar), con motivo de haber acogido en su territorio a la Compañía de Jesús, expulsada por el gobierno de José Hilario López. Así se manifestó la cuasi-internacionalización de la guerra, debido a que el conflicto de adentro se trasladó hacia fuera, como resultado de la no separación tajante entre el adentro nacional y el afuera internacional.

4 En medio de la militarización del conflicto, la Iglesia se identificó con sectores radicales del partido conservador; ambos sacralizaron la guerra, al anunciarla como una cruzada de redención patriótica nacional, y actualizaron la fe combativa y militante de la tradición católica universal, con lo cual la política se invistió del carácter mesiánico y sacro que ha marcado en forma profunda la vida política nacional, y el contrincante político se significó como un enemigo absoluto, con el que no era posible negociar. El conservadurismo asimiló su reivindicación de la fe católica con la salvación del orden político interno, una forma de reinventar la nación desde su postura tradicionista premoderna, consistente en su fundación a partir de los principios del catolicismo. La no diferenciaron del discurso conservador entre Iglesia y religión facilitó la incendiaria participación del clero y del pueblo católico en la guerra, y, en el largo plazo, complicó las relaciones Iglesia- Estado. No obstante que durante la guerra de los Supremos (1839-1842) las motivaciones religiosas ya habían estado presentes, fue con la guerra civil de 1851 como la Iglesia colombiana inauguró su conflictiva relación con la modernidad, por lo menos desde la interpretación laicizante y anticlerical del liberalismo (Jurado, 2008).

5La tercera tipología propuesta por el autor son las "guerras de civilización, "guerras de castas", justificadas "como recurso para unificar la nación, para dar forma a la nacionalidad, bajo la jurisdicción del Estado". Estas últimas se orientaron, en lo primordial, a imponer una política de conquista interior contra grupos reacios a la unificación, como los indígenas, refractarios a las lógicas de organización de la ciudadanía, pues conservaban sus propias formas de gobierno y de orden social (Escalante, 1998).

6 La reconsideración del contenido semántico de la "revolución", como concepto central de la historia política, ha llevado a que pierda su carácter de cambio rápido y brusco para referir, en muchos casos, "un mero momento de institucionalización de transformaciones que se han dado en diversas esferas de la sociedad a lo largo de un período determinado". Ello se explica, en gran parte, con la revitalización de las continuidades y de otras prácticas culturales para explicar las transformaciones, dentro de la nueva historiografía de la cultura política en América Latina (Palacios, 2007: 15).

7"Las revoluciones sociales son transformaciones rápidas y fundamentales de la situación de una sociedad y de sus estructuras de clase; van acompañadas y en parte son llevadas por las revueltas, basadas en las clases, iniciadas desde abajo. Las revoluciones sociales se encuentran aparte en las otras clases de conflictos y proceso transformativos, ante todo por la combinación de dos coincidencias: la coincidencia del cambio estructural de la sociedad con el levantamiento de clases, y la coincidencia de la transformación política con la social. En contraste, las rebeliones, aun cuando triunfen, pueden abarcar la revuelta de clase subordinada, pero no terminan en el cambio estructural. Las revoluciones políticas transforman las estructuras de Estado, y no necesariamente se realizaron por medio de conflicto de clases" (Skocpol, 1983: 21, 23, 66).

8 En el Congreso de 1835 fueron segregadas, de la antigua y colonial Gobernación de Popayán, las provincias de Barbacoas, Pasto, Túquerres, Buenaventura, Cauca y Popayán. En este escrito se alude a la región del Cauca como la conformada por las provincias de: Buenaventura (capital: Cali), Cauca (capital: Buga) y Popayán (capital: Popayán). Cuando se mencione la "provincia del Cauca", se hace alusión específica a la fracción políticoadministrativa con capital Buga (Restrepo, tomo III, 1954: 23).

9 BCUA, sala patrimonial, fondo: hojas sueltas, anónimo, Boletín número 1. Noticias del Sur, Medellín, 6 de julio de 1851.

10  El Día, 5 de julio de 1851, N° 832, trimestre LXV.

11  BCUA, sala patrimonial, fondo: hojas sueltas, anónimo, Boletín número 1. Noticias del Sur, Medellín, 6 de julio de 1851.

12  BCUA, sala patrimonial, fondo: hojas sueltas, anónimo, Boletín número 1. Noticias del Sur, Medellín, 6 de julio de 1851. Archivo Central del Cauca (ACC), fondo: correos Gobierno, tomo 1852, comunicación del general Tomás Herrera al general José María Obando desde Cali, el 14 de julio de 1851, sin folio.

13  BCUA, sala patrimonial, fondo: hojas sueltas, Borrero Eusebio, Eusebio Borrero. Gobernador civil i militar de Antioquia. A los habitantes del estado federal, Medellín, 7 de julio de 1851, El Neogranadino, N° 167, año IV, 1º de agosto de 1851.

14  BCUA, sala patrimonial, fondo: folletos misceláneos, Restrepo Escobar Pedro Antonio, Contestación al manifiesto del señor Braulio Henao titulado Al público, i firmado el 20 de octubre de 1851, Imprenta de Jacobo F. Lince, Medellín, 20 de diciembre de 1851, volumen 125, p. 7. Sobre el paso de Caramanta, véase p. 15. El distrito y el paso de Caramanta fueron significados con reiteración como frontera militar, pues, por su condición geográfica y por su situación limítrofe, desde allí se definían las operaciones militares de ataque o defensa desde el Cauca o Antioquia.

15  Puede agregarse que la propuesta de división de Antioquia fue un determinante de la guerra con un carácter localizado y regional, y, en este sentido, su trascendencia nacional fue débil, caso contrario de las reformas contra la Iglesia Católica y, en particular, de los atropellos contra los conservadores del Cauca -los retozos democráticos- y la manumisión de los esclavos, que, a pesar de estar circunscritos a una región, lograron tener sentido nacional, mediante la prensa, la identidad partidista con los conservadores y las reacciones militaristas de las élites caucanas. En este sentido, los discursos de oposición de los antioqueños acerca de la división de la provincia no fueron tan incendiarios, agresivos y contestatarios en comparación con los de los eslavistas y hacendados caucanos, evidencia de que la guerra y sus motivaciones expresan la estructura social -más cerrada o abierta- de cada región y la mayor o menor politización y radicalización de sus élites políticas. En comparación con otras regiones, y en especial con los casos de Antioquia y las provincias del centro-oriente de la Nueva Granada, sobresale la intransigencia de los hacendados y esclavistas caucanos, así como lo incendiario de sus discursos guerreros, las únicas élites regionales que hasta mediados del siglo XIX pretendieron sostener la legitimidad de la esclavitud en una nación que se proyectaba moderna.

16  Según José Escorcia, después de la Independencia, la región había quedado sometida a un severo estancamiento económico que no logró superar hasta muy entrado el siglo XX, causado por el rezago de la minería y agravado por las mismas guerras de Independencia, que habían propiciado la fuga de esclavos o su participación masiva en ellas con la motivación de quedar libres una vez finalizaran (Escorcia, 1983: 13-15, 19-21). (Uribe y Álvarez, 1987: 225-226).
Durante el siglo XIX, la región del Cauca y sus élites tuvieron un importante protagonismo en la configuración de las guerras nacionales, de modo que la de 1860 también estuvo signada por involucrar a Antioquia, como, si del mismo modo que la de 1851, también "viniera de afuera". BNC, fondo: Pineda, La Voz del Cauca, Imprenta de Echeverría, Bogotá, 1860.

17  Las numerosas memorias de los viajeros, de críticos y cronistas locales son prueba de la manera como, hacia mediados del siglo XIX, se fueron configurando las identidades regionales que antiguamente, en tiempos de la colonia, tenían un peso más localista debido a los patrones de poblamiento imperantes en aquella época. Para los casos de Antioquia y Cauca, los escritos de Juan de Dios Restrepo e Isaac Holton, en su orden, son bastante dicientes al respecto (Kastos, 1972; Holton, 1981).

18  AHA, fondo: copiadores, tomo 2943, carta dirigida al jefe político del Cabildo de Medellín, por G. M. Urreta el 12 de mayo de 1851, folio 259. Otro testimonio en igual sentido puede verse en Kastos (1972: 74-76).

19  No obstante las disensiones políticas entre las élites de los distintos centros del poder local y las fracturas regionales internas de todo orden, existían condiciones históricas objetivas para los "ejes socioculturales del sentido común del pueblo antioqueño" desde la temprana época de la Independencia, según María Teresa Uribe y Jesús María Álvarez. Este "sentido común" de una cultura regional compartida, de redes de poder económico y parental, de antiguas trazas de caminos y circuitos de intercambios sociales y mercantiles, tenía para entonces las características de la incoherencia, la heterogeneidad y la discontinuidad. Sin embargo, solo tomó lógica y coherencia cuando se convirtió en un discurso político, que fue más eficaz, cuando dicho discurso tenía unos anclajes reales en el sentido común (Uribe y Álvarez, 1998: 275, 267-275, 294-303).

20  El Día, N° 835, trimestre LXV, 15 de julio de 1851.

21  La justicia retributiva hace alusión a una teoría de la pena (más que de la justicia) cuya aplicación es una respuesta moralmente aceptable a la falta o a al crimen, sin consideraciones por el beneficio que produzca sobre el victimario.

22  El Día, N° 835, trimestre LXV, 15 de julio de 1851.

23  El Día, N° 835, trimestre LXV, 15 de julio de 1851.

24  ACC, Fondo: fuentes impresas, Leudo Elías, Asesinatos de Pinto y Morales, Cartago, 10 de marzo de 1853, p. 6. BCUA, sala patrimonial, fondo: hojas sueltas, Informe anónimo, Boletín número 4. Más excesos en el Cauca. Asesinatos de Potes, Pinto y Morales. Medellín, 22 de julio de 1851.

25  ACC, fondo: fuentes impresas, Landínez Judas Tadeo, Asesinatos de Pinto y Morales, Cartago, 3 de mayo de 1852, p. 4.

26  ACC, fondo: fuentes impresas, Landínez Judas Tadeo, Asesinatos de Pinto y Morales, Cartago, 3 de mayo de 1852, pp. 4-5.

27  BCUA, sala patrimonial, Fondo: hojas sueltas, anónimo, Boletín número 4, Más excesos en el Cauca. Asesinatos de Potes, Pinto y Morales. Medellín, 22 de julio de 1851 (Arboleda, tomo V, 1990: 274).

28  Acá se refiere lo dicho por el sociólogo del conflicto, Simmel, que en "todo estado de paz se configuran las condiciones para el combate futuro y en todo combate se configuran las condiciones para la paz futura" (Simmel, 1988: 241-317).

29 Para el célebre antropólogo Claude Lévi-Strauss, los intercambios propios de las interacciones sociales son guerras resueltas de forma pacífica, mientras que las guerras propiamente dichas son el resultado de transacciones desafortunadas. Por consecuencia, el cobro de vidas humanas y los sufrimientos que se infligen al rival -venganzas, agravios, ajustes de cuentas- funcionan como parte de los procesos de sustitución y compensación recíprocas (Lévi-Strauss, 1998: 91-108).

30 Respecto de la manumisión de esclavos en Antioquia, Valencia Llano dice: "Esto indica que Borrero no tuvo muchos elementos para lanzarse a la revuelta en Antioquia" (Valencia, 2008: 202).

31 BCUA, sala patrimonial, fondo: hojas sueltas, Borrero Eusebio, Eusebio Borrero. Gobernador civil i militar de Antioquia. A los habitantes del estado federal, Medellín, 7 de julio de 1851.

32Biblioteca Nacional de Colombia (BNC), fondo: antiguo, Henao Braulio, A mis conciudadanos, Bogotá, 20 de junio de 1852, Imprenta de El Neogranadino. BCUA, sala patrimonial, fondo: folletos misceláneos, Restrepo Escobar Pedro Antonio, Contestación al manifiesto del señor Braulio Henao titulado Al público, i firmado el 20 de octubre de 1851, Imprenta de Jacobo F. Lince, Medellín, 20 de diciembre de 1851, Volumen 125. BNC: fondo: Pineda, Restrepo Manuel Canuto (Pbro.), Observaciones a una parte del manifiesto firmado por el señor Braulio Henao el 20 de octubre de 1851, Abejorral, 20 de diciembre de 1851, y Restrepo Manuel Canuto (Pbro.), Réplica al último manifiesto del Sr. Braulio Henao, publicado en Bogotá el día 20 de junio de 1852, Bogotá, 1º de septiembre de 1852.

33 BNC, fondo: antiguo, Henao Braulio, A mis conciudadanos, Bogotá, 20 de junio de 1852, Imprenta de El Neogranadino, p. 19. Las cursivas son del autor del presente artículo.

34 BCUA, sala patrimonial, fondo: hojas sueltas, anónimo, Misión de la provincia de Antioquia. Antioquia, Medellín, Imprenta de Manuel Antonio Balcázar, 15 de febrero de 1851.

35 El Neogranadino, Nº 165, año IV, Bogotá, 18 de julio de 1851, pp. 230-231

36 "El reformismo constitucional opera como una eficaz estrategia de autolegitimación a través de la cual los sectores dominantes han intentado crear un consenso y han logrado prevenir un cambio. En efecto, la recurrente apelación del establecimiento al constitucionalismo como un remedio para todos los males sociales ha sido un esfuerzo permanente por disolver la insurgencia de los sectores populares y periféricos de la sociedad, preservar y asegurar los intereses de los estratos superiores y centrales de la pirámide social y, en últimas, conferir a todo el sistema una apariencia de legitimidad y racionalidad. Por este camino, los grupos directivos han tenido éxito hasta ahora en la medida en que las leyes fundamentales y sus modificaciones han servido para evitar el cambio político y social, pues no ha habido revolución constitucional en Colombia" (Valencia, 1997: 44).

37El Neogranadino, N° 168, año IV, 8 de agosto de 1851.

38 La noche de los puñales se refiere a la elección de López como presidente de la República, en medio de la violencia y las amenazas de que fueron objeto los congresistas conservadores por parte de la plebe liberal, según sus denuncias. La investigadora Marta Irurozqui ha acuñado la expresión "democracia de la infracción", con la finalidad de rescatar la dimensión de la informalidad de los procesos políticos y electorales, y de las prácticas que atentan contra el libre sufragio, concediéndoles un papel de suma importancia en el proceso de elección de los representantes y de la "ampliación del espacio público a toda la población y, en especial, a la más proclive a ser marginada". Perspectiva de trabajo que defiende el papel de la ilegalidad electoral como inherente y no como una anomalía de la construcción de la ciudadanía y la institucionalización de la democracia (Irurozqui, 2004: 33-34). La ilegalidad, la infracción y la corrupción son equivalentes al quebrantamiento de lo dispuesto por las normas electorales o pactos políticos, que implicaban abuso, perversión o vicios que tergiversaban las preferencias del electorado (Irurozqui, 2004: 35).

39  El Neogranadino, N° 168, año IV, 8 de agosto de 1851.

El Neogranadino, año IV, Nº 169, 15 de agosto de 1851, p. 267.

40Archivo Histórico de Antioquia (AHA). Fondo: copiadores, tomo 1680, carta de José María Faciolince a la Gobernación de la provincia de Medellín el 17 de enero de 1852, folio 279.

41 La división de la provincia de Antioquia por parte del gobierno de López fue uno de los factores determinantes de la guerra civil de 1851. La fragmentación del territorio en tres nuevas provincias, cuyas capitales serían las ciudades de Santafé de Antioquia, Medellín y Rionegro, tuvo cuatro motivaciones fundamentales: primera, la política liberal de descentralización, que pretendía acercar la administración a los ciudadanos y fortalecer la democracia; la segunda, la electoral, pues al crear dos nuevas secciones en las que predominaba el liberalismo, se pretendía debilitar el potencial electoral de los conservadores de la tradicional ciudad capital, Medellín, que prevalecía en toda la región; tercera, las pretensiones económicas de los empresarios liberales de Rionegro, con ínfulas de autonomía política y económica frente a los conservadores de Medellín; y, cuarta, suprimir toda influencia política e ideológica de los jesuitas en la región, con el predominio liberal de las dos nuevas ciudades capitales. La división de la provincia expresó las divisiones internas y la fragmentación de las élites regionales; sin embargo, también hizo visible una historia compartida y un sentido de unidad regional, fundamental para la configuración de la región y para la consolidación de sus mencionadas élites en la segunda mitad del siglo XIX (Jurado, 2009).

42 Archivo General de la Nación (AGN) Gaceta Oficial, No 1252, Bogotá, 16 de julio de 1851, "Insurrección de Medellín", p. 502.

43 Biblioteca Central Universidad de Antioquia (BCUA), sala patrimonial. fondo: hojas sueltas, anónimo, Boletín número 1. Noticias del Sur, Medellín, 6 de julio de 1851. Con la expresión retozos democráticos fueron designados los diversos atentados de la plebe liberal de la ciudad de Cali contra los terratenientes y esclavistas conservadores en medio del conflicto por los ejidos de la ciudad. Los ataques se agravaron y extendieron a los demás conservadores, sin distingo de su posición social, entre 1850 y 1851. La expresión fue acuñada por los liberales de manera cínica y como una forma de minimizar los hechos de violencia política. Con ella se sugirió que se trataba de juegos y divertimentos del pueblo liberal, como resultado de su novedosa condición de actor político, aunque a veces podían cometer excesos. El zurriago (o perrero) era un látigo fabricado de tiras de cuero seco y prensado con el que los hacendados castigaban a sus esclavos. Esta arma se prestó para que los esclavos y la plebe de la ciudad de Cali se vengaran de los hacendados y aristócratas, al ser usada como látigo contra ellos. Tal violencia fue expresión de un inveterado conflicto social y racista en la región suroccidental (Pacheco, 1992; Gutiérrez, 1995).

44 La Estrella del Occidente, Medellín, trimestre 16, N° 254, 20 de julio de 1851. (Arboleda, tomo V, 1990: 281). Ante la imparable manumisión, se consideró compensar a los propietarios de tierras y esclavos con la libertad del cultivo del tabaco, en particular en el occidente antioqueño, donde Borrero buscó las simpatías de los terratenientes de Santa Fe de Antioquia, que a la postre obtuvo por intermedio del representante José María Martínez Pardo (Ortiz, 1985: 22).

45El Neogranadino, N° 167, año IV, 1º de agosto de 1851.

 

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