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Análisis Político

versão impressa ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.29 no.88 Bogotá set./dez. 2016

https://doi.org/10.15446/anpol.v29n88.63882 

http://dx.doi.org/10.15446/anpol.v29n88.63882

 

EL CONSTITUCIONALISMO, TRANSICIÓN POLÍTICA Y JUSTICIA TRANSICIONAL

CONSTITUTIONALISM, POLITICAL TRANSITION AND TRANSITIONAL JUSTICE

Jheison Torres Ávila*

* Doctor en Derecho Constitucional. Profesor asociado Universidad Nacional de Colombia, investigador de la Universidad Católica de Colombia.


RESUMEN

El artículo realiza una revisión de las relaciones entre constitucionalismo, transición política y justicia transicional. Pretende explorar las posibilidades que tiene la Constitución de Colombia en el marco de una transición política, impulsada desde los acuerdos de paz con las Farc y otros posibles actores armados. Para ello se efectúa una caracterización de la transición política como concepto y de sus características particulares frente al proceso colombiano. Esta reflexión se reconduce frente al esquema constitucional actual, y se establecen sus posibilidades dentro de los marcos de negociación como elemento favorecedor del proceso de paz.

Palabras clave: constitucionalismo, justicia transicional, transición política, Constitución, Estado social de derecho.


ABSTRACT

The article reviews the relationship between constitutionalism, political transition and transitional justice seeking to explore the possibilities provided by the Colombian Constitution in the context of the political transition required under the peace accords with the Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC) and possibly other armed actors. In conjunction with the foregoing a conceptual characterization of the political transition and of its particular characteristics in the context of the Colombian process is carried out. This reflection is reviewed on the basis of the current constitutional framework and its prospects are evaluated within the context of negotiation as an element that favors the peace process.

Keywords: constitutionalism, "transitional justice", "political transition", constitution, "social state based on the rule of law".


INTRODUCCIÓN

El presente artículo tiene por objeto explorar las relaciones entre justicia transicional y transición política e intenta proponer marcos de comprensión entre las formas propias del constitucionalismo del Estado social de derecho y los retos que plantea la necesidad de integrar los fenómenos propios de transiciones políticas y en especial de la justicia transicional, como parte del debate constitucional.

El documento se divide en tres secciones: en una primera parte expondremos las funciones que cumple el constitucionalismo y la Constitución en los Estados contemporáneos, en la segunda abordaremos el concepto de transición política y sus características, así como su vínculo con el concepto de justicia transicional. Por último, estudiaremos las relaciones y funciones del constitucionalismo y de la Constitución en el marco de la justicia transicional en una posible transición política en Colombia.

EL CONSTITUCIONALISMO Y LA CONSTITUCIÓN: LÍMITES Y GARANTÍAS

El origen del constitucionalismo se sitúa en la encrucijada de construir una metodología de comprensión del poder que diese estabilidad a los regímenes políticos medievales europeos. Esta estabilidad de las formas del poder en la denominada monarquía mixta se agotaba con los cambios en la elaboración de formas sofisticadas de ejercerlo. Formas que desde luego siempre se circunscribieron a cómo el contexto de recreación se desarrolló no solo en las élites cotidianas, sino en general, en una aspiración comprensiva de lo político (Anderson, 1979).

Desde la lejana República veneciana, pasando por pensadores como Marsilio de Padua y Tomás de Aquino en las postrimerías de la Edad Media, hasta llegar a la formación del liberalismo de Locke (Truyol y Serra, 1995), hay un camino con una pregunta central: ¿debe limitarse el poder? Si es así, ¿cómo se realiza esta tarea? ¿Quiénes deciden y de qué forma la limitación? Y una vez limitado, ¿qué mecanismo podemos utilizar para hacer efectiva esta aspiración? La respuesta no fue directamente la democracia, la respuesta en realidad se estableció en la elaboración del concepto de constitucionalismo.

Serán los ingleses del siglo XVII los que, de manera casi experimental, desarrollen eso que llamamos con propiedad constitucionalismo y con este la Constitución. En el seno de las guerras de religión y ante la disputa de los Estuardo con el Parlamento se empieza a recrear en un solo discurso las preguntas antes señaladas. Este proceso que, para el caso inglés, al menos, recogió los siglos XVII y XVIII para establecer los cimientos de su régimen constitucional y sintetizar así siglos completos de retazos que al final se erigen como la obra constitucional.

Este esfuerzo creará instituciones como los derechos y sus garantías, la sujeción de los gobernantes al derecho en el rule of law, la garantía de protección en el due process (Cueva, 2011), y desde luego, la comprensión de que el poder debe estar limitado, y por ello dividido, al menos de forma funcional (Mateucci, 2002). Nace así la Constitución liberal, como fruto de las luchas políticas de diversos sectores. Luchas poco democráticas, pero que no dejan de reflejar la pugnacidad por el poder, y desde luego, la necesidad por el establecimiento de reglas que propicien la estabilidad política, social y económica (Fioravanti, 2003).

Este constitucionalismo es llevado a su grado más técnico, con la elaboración de la Constitución de Filadelfia a finales del siglo XVIII y construido en un discurso universal en el calor de la Revolución francesa. Con diferencias importantes en sus distintas comprensiones, ninguna de estas formas constitucionales, deja de lado la pregunta por la construcción de límites al poder y de sus garantías, incluso en tiempos de crisis política y transición. Este constitucionalismo que en parte va a tener una de sus más grandes fracturas sobrepasando la mitad del siglo XIX, al evidenciar que su soporte de comprensión del mundo se establece en lo que debería ser y no en la existencia del ser. Es decir, la elucubración de un mundo por hacer, fundado en el iusnaturalismo que predica la inamovilidad de los conceptos, en cuanto ellos son eternos y expresan sin reparos formas irreformables del saber.

La inmutabilidad y la atemporalidad del saber que con tanto éxito cambió el mundo medieval a través de la variable de la razón, presentará graves problemas para explicar el desarrollo industrial, y sobre todo, las nuevas realidades de las élites capitalistas y de sus esquemas de gobierno, que acompañados del crecimiento acelerado de las ciudades y la configuración del proletariado industrial conducen irremediablemente a una crisis en donde el constitucionalismo liberal tendrá una prueba fundamental para su subsistencia (Ritter, 2001).

Ante las críticas certeras del marxismo y los planteamientos filosóficos de la dialéctica, se plantea la introducción de una visión del mundo que describa la realidad, que interactúe de manera directa con ella, que permita la elaboración de un lenguaje político de cambio menos vacío por su abstracción y más concreto por revestir una intencionalidad de justicia social (González, 1989).

Cuando parecía que el constitucionalismo tendría dificultades para explicar estas nuevas realidades políticas, este cambia y explora sus orígenes en el poder para decir, que "la Constitución no es más que los factores reales del poder" (Lasalle, 2002), se escribe una forma diferente de ver esa realidad constitucional, pero no para desechar su idea, sino para retornar a su pensamiento central: el constitucionalismo y la Constitución sirven como discurso que pretende limitar el poder. Lo que ocurre es que ahora no basta con la forma, pues esta se deteriora como garantía, sino que es necesaria la comprensión de cómo los poderes, son mucho más que los correlatos del triunvirato estatal, son una explicación de la realidad del Estado mismo, o incluso, más allá de él. Al final, todas medidas para establecer la posibilidad de asegurar la adecuación de estas instituciones hacia otras, el cambio político persistente.

Pero en este camino de búsqueda, se exploran formas cada vez más sofisticadas, conforme con la complejidad de la modernidad. En este marco, nace la pretensión política de los menos favorecidos que logra articularse con otros intereses, en el origen de la democracia universal a finales del siglo XIX (Peces-Barba, 1988). Esto impulsará vía de otra transición política, la elaboración de una Constitución que recoja los intereses de estos, y termine en la hechura de la Constitución de Weimar, que junto con la de Querétaro, se inscribe en la historia por plantear al menos la cuestión social, y los problemas de igualdad producto del liberalismo (Mortati, Jellinek y Buhler, 2010). Estos argumentos expuestos uno a uno desde mediados del siglo XIX, sostienen que el modelo liberal no está acabado y que por el contrario son muchas las tareas que se han dejado de hacer, o peor, que para nada son observables desde la óptica del liberalismo iusnaturalista más férreo.

La inmovilidad constitucional derivada de la inmutabilidad y la atemporalidad, propicia una crisis política que conduce a este constitucionalismo social, que queda duramente afectado después de que una de las dictaduras más crueles de la historia lo utilizara como vehículo institucional de su proyecto. El nazismo y el totalitarismo como su forma comprensiva del poder, recordarán que el liberalismo y el reformismo socialista con sus objetivos más nobles: la limitación del poder y las garantías frente a este, quedaron en silencio cuando justamente estas limitaciones se fracturan desde la misma sociedad, pues aquí el constitucionalismo fue incapaz de explicar esta transición al soportar el desmantelamiento de sus objetivos más primarios: la protección de los derechos y el control del poder (Weitz, 2009).

Así las cosas, más allá de pensar que las luchas por la regulación del poder estén perfeccionadas, construyendo una especie de canon constitucional, en verdad sugieren más bien, su permanente cambio. El estado recurrente del constitucionalismo no es la inamovilidad, sino su cambio continuo. Esto se refrenda nuevamente en la posguerra del siglo XX, cuando se recogen conceptos y se elabora un discurso constitucional estructurado desde la idea normativa de la Constitución (Abendroth, 1986), pero con una singularidad valorativa, que pretende incluso explicarse en el cambio permanente mismo, dado que una explicación iusnaturalista parece insuficiente frente a las demandas de unas sociedades cuyos ciclos generacionales se acortan cada vez más. La Constitución de Bonn se erige justamente como prueba de ello, y esa misma Carta, planteada en la crisis de la posguerra y la Guerra Fría, viene a servir para la unificación de las Alemanias y la estructuración de una nueva Europa como una federación sin federalismo.

En el caso del constitucionalismo de Latinoamérica, aunque con procesos diferentes, es decir, de una independencia con ropas liberales, pero con trasfondos escolásticos, un constitucionalismo sin liberalismo (Uprimny, 2010); el constitucionalismo pregona más fácilmente la idea del cambio, toda vez, que en pocos casos es realmente prenda de solidez y pacificación, sino más bien, herramienta de guerra y premio de batalla, de las élites criollas en diferentes latitudes del centro y Suramérica (Dippel, 2003). Ni siquiera la Constitución de Querétaro que parece por fuera ser la misma en realidad lo es.

La estabilidad es más bien una búsqueda que una realidad. Incluso, en tiempos de la reconstrucción democrática en Latinoamérica después de las oscuras décadas de dictadura y abuso del Estado de sitio, el constitucionalismo social aparece como parte del relato necesario para encontrar el camino perdido, que aún está puesto a prueba.

Así, comprendemos el constitucionalismo como marco referencial para recrear el poder, sus formas organizativas, y las pretensiones de equilibrios en la sociedad. Es tanto lo que es como lo que se quiere ser, y en todo caso, sea parte de la realidad o no, tiene la pretensión de ser un regulador; incluso por encima de considerarse como la ruta misma que sigue la sociedad y el Estado.

En estas condiciones la Constitución pretende articular los debates del constitucionalismo, que en general se recrean en torno a ideas que aunque aparecen yuxtapuestas, en efecto explican cómo se percibe y se concibe el poder y el derecho. Estas pueden ser: estabilidad-cambio, garantía-violencia, paz-guerra, por ejemplo. En este sentido la Constitución intenta plantear las herramientas para la estabilidad social, económica y política, pero a la vez que circunscribe y delimita, deja por fuera elementos que a la postre, pueden convertir estos mismos actos regulatorios en animadores de contradicciones y cambios. Por ello, consideramos que el constitucionalismo no es un sinónimo de lo perenne, de lo irreformable, porque la existencia histórica de estas formas contemporáneas de regulación, nos muestra justamente lo contrario, su constante mutación.

Ahora bien, la perplejidad del orden de estabilización de las Constituciones no explica cómo suceden estos cambios; qué vías o actores pueden considerarse para la generación de estos y qué recursos del mismo constitucionalismo pueden ser valiosos o no para propiciarlos de la manera menos dolorosa. Porque los cambios constitucionales nos dejan en la historia muchas veces el reflejo de la guerra y la afectación de sus ciudadanos. Esto es así porque al fin y al cabo el constitucionalismo es hecho por sujetos, actores que plantean sus proyectos de vida que implican tanto las ideas como los afectos que se reproducen en sus entornos sociales.

Una función que se desprende entonces de estas ideas, se encuentra en la posibilidad de considerar la Constitución una herramienta que garantiza el presente pero que no amarra el futuro. Es decir, que frente a la posibilidad de un cambio, este pueda tener lugar sin afectación de la dignidad de las personas. Esto no implica que exista desacuerdo, pues no hacemos referencia a la unanimidad, sino a la posibilidad de gestar los cambios necesarios en situaciones de crisis.

Como parte de este elemento de garantía en la crisis, la Constitución debe ser capaz de comprender su finitud, su mortalidad. Por ello, se han ido confeccionando salvaguardas que permitan establecer modificaciones o cambios, en donde los asociados tengan el menor número de afectaciones posibles. Es aquí donde aparecen los derechos y sus garantías, como discursos que plantean y recalcan la humanidad de las instituciones y la urgencia de mantenerlas, especialmente, en los tiempos de crisis. En esta confrontación del cambio y la movilidad constitucional, la reforma de la Constitución, esgrime las armas de la virtud cívica (Durán, 2011) señalando posibilidades, pero no el camino mismo. Este es el papel de la democracia y la deliberación. La Constitución puede servir como una especie de faro social y político en tiempos de cambio.

Ahora bien, las características particulares de cada régimen constitucional, el de cada nación o naciones, determinarán las posibilidades de establecer el tipo de herramientas institucionales y sociales con las que se pueden agenciar, no solo los cambios, sino también la cotidianidad constitucional.

Para el caso colombiano, en donde advertimos un constitucionalismo débil, debido a que la Constitución ha servido intermitentemente como factor estabilizador y de cohesión, hemos sufrido una fractura entre múltiples realidades políticas y sociales, que quedan fuera de la regulación y virtuosismo del constitucionalismo, pero al mismo tiempo, otras sí quedan dentro de él. Pero esta pretensión de universalidad del constitucionalismo, plantea una quizá necesaria relectura de su significado, pues parece imposible que en realidad todos sus destinatarios piensen lo mismo y se sientan de la misma manera frente a la Constitución. Por ello, la Constitución debe expresar los puntos generales de encuentro social, y serán los espacios sociales y jurídicos particulares los que al final den sentido y color a todo lo demás. Así, una función del constitucionalismo, es la inclusión de la diferencia (Zepeda, 2005), asunto que se genera como consecuencia del encuentro.

De esta forma, la Constitución cumple funciones estabilizadoras, como punto de confluencia e inclusión, como expresiones del poder organizado y limitado y como conjunto de garantías del presente para permitir la llegada del futuro y sus cambios. Para el caso colombiano, consideramos que la Carta Magna de 1991, es la mejor versión que hemos tenido para propiciar este tipo de encuentro constitucional. Pues al menos, desde la perspectiva instrumental sirve como parámetro que puede generar un nuevo estadio, un tipo de constitucionalismo fundado en el sentipensamiento de sus habitantes.

Este tipo de sentipensamiento refleja el conocimiento de los valores de la sociedad, sus derechos y formas de defensa y participación, a su vez, recoge la diversidad expresada en numerosas memorias culturales, que son al mismo tiempo, el sentimiento que invita a la eliminación de la violencia como forma de expresión, y al aprendizaje cívico de escuchar, como la elaboración de un proceso de autorreconocimiento individual y colectivo.

Es decir, para que pueda construirse un escenario donde el constitucionalismo refleje la profunda diversidad colombiana, será necesaria la reconstrucción del sujeto y no de los derechos (De Cabo, 2010). Esta reconstrucción de los sujetos implica varias tareas: la superación o reformulación de la perspectiva individual-liberal como única voz vehicular de los derechos, la comprensión de la diferencia como factor central en la valoración de la perspectiva de derechos y la elaboración de una formulación que recoja la visión colectiva y grupal de las comunidades barriales, étnicas y religiosas.

Todo esto es posible si estamos dispuestos a darle cabida a la superación del paradigma exclusivamente racionalista para entender la vida política desde la razonabilidad que conjuga la vida espiritual, cultural y afectiva de un pueblo. Como lo señala Rorty (1998), el valor de un derecho no está en su comprensión sino en el sentido de apropiación del mismo. Una cosa es entender un derecho y otro sentirlo, hacerlo propio, y por tanto estar dispuesto a defenderlo (Rorty, 1998). El constitucionalismo de los sujetos, con todo lo que ello implica, permitirá la elaboración de un paradigma que ayude a resolver la distancia entre el deber ser de la norma constitucional y el ser y sentir de las personas que en verdad integran dicho ordenamiento.

El constitucionalismo desde su aspecto más político, plantea la posibilidad de proporcionar las bases de construcción política-jurídica. Pero, ¿qué sucede cuando eso no es así? Tenemos entonces varias versiones del constitucionalismo y no una concepción unánime. Existe constitucionalismo en abstracto, con una estructura autoexplicable o que lo pretende; existe constitucionalismo construido desde las formas permanentemente cambiantes de la realidad, tanto que su función estabilizadora se pierde con los afanes del poder cotidiano; y existe un tercer tipo de constitucionalismo que argumenta la necesidad de fijar reglas estabilizadoras, pues las sociedades en permanente cambio, son también permanentemente caóticas y esto puede propiciar una lesión a las personas que conviven en dicho régimen, un grado de incertidumbre tal que no pueda administrar la calamidad de los conflictos de poder en todos sus órdenes.

Este tercer tipo de constitucionalismo, también comprende que la posibilidad de dicha estabilización debe cerciorarse con la realidad que se gobierna. En otras palabras, que el constitucionalismo plantea los medios y estructuras legitimadoras de la estabilidad, pero que no se mantiene por el simple hecho de decir que esta existe en una Constitución. Es el clásico conflicto del constitucionalismo formal, frente al material, pero reestructurado desde la posibilidad articuladora de un tipo de constitucionalismo decididamente abierto a las posibilidades del sentipensamiento social.

En estas circunstancias la transición política es siempre una transición constitucional. Incluso si el texto mismo no ha sido cambiado, pues los fundamentos de interpretación cambian en la medida que se elaboran nuevos correlatos de los conflictos. Este sujeto de cambio, plantea un sujeto nuevo, pues ni los modelos subjetivos y objetivos del mismo explican bien su papel. Este sujeto es constituyente no por efecto de la razón, sino por la singularidad de pensar y sentir el universo en su comprensión más elemental, la del cambio permanente en la singularidad de lo colectivo. Plantea los retos de escuchar y hablar con el mundo, pero de escucharse a sí mismo en la intimidad de la utopía (Celentano, 2005).

La utopía es la elaboración común de cómo interpretamos y utilizamos el pasado y el presente para la felicidad presente y futura. Es la manera como se utiliza la memoria para desde el hoy, se plantee el sentir y comprender la manera en que planificamos un proyecto de vida personal y común. Las formas de gobierno, las formas de Estado, la Constitución económica, la parte dogmática y orgánica, etc., son manifestaciones, posibilidades en ese proyecto de vida en común.

La Constitución tiene sentido no por el planteamiento del orden abstracto del contractualismo, sino por su función social y política como herramienta de orientación, y de su posibilidad constructiva. Relata los conflictos y anhelos, y plantea las formas del poder político existente. Cuando estos elementos no se encuentran, es momento del cambio, de un nuevo régimen. La Constitución es un regulador del caos, y de la inercia de las fuerzas políticas, es el centro de encuentro entre nuestras pesadillas o del noble sueño, parafraseando a H. L. A. Hart.

Constitucionalismo y transición política se funden desde la perspectiva de un constitucionalismo garantista, como al que hemos apuntado. Por ello, toda propuesta de modificación y cambio constitucional merece una profunda reflexión sobre el tipo de constitucionalismo en que se fundamenta, y desde luego, el tipo de cambio político que impulsa las medidas de una posible transición.

De ahí, que la comprensión de las transiciones nos trace retos interesantes sobre cómo articular, las categorías políticas del ejercicio del poder político en el Estado con el esquema constitucional.

TRANSICIÓN POLÍTICA Y JUSTICIA TRANSICIONAL A TRANSICIÓN POLÍTICA Y RÉGIMEN POLÍTICO

El concepto de transición política presupone que los sistemas políticos estén en cambio permanente, es decir, se adaptan a las condiciones en las cuales los sujetos y actores de poder en general se organizan en una sociedad. Este orden se establece en la medida que el poder lo disputan estos grupos y conforme con el pulso entre ellos, logran objetivos políticos generalmente opuestos a los sistemas de intereses de cada grupo o sujeto. En este sentido, es importante comprender que una transición política implica algunos elementos de análisis tanto conceptuales como surgidos del contexto social, económico y político en donde se establecen estas relaciones de competencia o colaboración por el poder.

Por su parte, el cambio político se presenta cuando un sistema político que tiene un sistema de valores, instituciones y normas que lo rigen, presenta transformaciones empíricas respecto a esta estructura. Este orden político, puede ser o no democrático. Señala Sermeño (1996):

Los valores, obviamente poseen una naturaleza axiológica. Ellos, en consecuencia, se expresan de diversas maneras a través de las creencias, los principios, las ideologías vigentes en la comunidad política. Tales valores pueden pertenecer tanto a los grupos dominantes como a los subalternos en competición en el seno mismo de la comunidad política. Las normas, por su parte, involucran al conjunto de reglas formales que rigen el ordenamiento institucional existente y que se expresan tanto en las cartas constitucionales como en la reglamentación secundaria. Las estructuras de autoridad, finalmente, comprenden desde las instituciones que canalizan la actividad y autoridad del Estado hasta estructuras intermedias como los partidos políticos o sindicatos u otras organizaciones de carácter variado en virtud de las cuales se manifiestan los diversos intereses y conflictos de la comunidad política.

En estas circunstancias pueden presentar diferentes clases de crisis, o crisis de régimen, sucedidas justamente por el aspecto cambiante y dinámico del poder. Un régimen político puede o bien resolver estas crisis con la imposición de medidas más restrictivas a la oposición política o con medidas que les otorgue espacios políticos que resuelvan la crisis. Pero en otros casos, cuando la crisis de régimen es tal que las fuerzas de oposición política son suficientemente fuertes pueden llevar al régimen no solo a una crisis de mayores proporciones, sino inclusive al cambio político. Cambio que tiene un periodo de ajuste, la transición política (Morlino, 2009).

La transición política es el proceso mediante el cual se pasa de un régimen político a otro, producto justamente de las formas de competencia por el poder. Pero los procesos de transición política, asunto que nos ocupa especialmente, dado que las categorías que hemos tocado muy tangencialmente son analizadas en profundidad por la ciencia política, presentan diferencias y características que a la postre nos conducen a una mejor comprensión del proceso mismo. Aunque hay que recordar que en general las transiciones políticas se caracterizan por su alto grado de incertidumbre, dado que es muy complejo determinar con algún grado de certeza cómo se desarrollará y en especial, cómo se decantará el nuevo régimen político. Esto significa que su estudio estructural solo puede hacerse post factum, y que antes de ello solo se hacen aproximaciones al fenómeno.

Para Leonardo Morlino (2009) –uno de los autores relevantes en la materia– una transición política suele caracterizarse por las siguientes oposiciones para lograr su caracterización y comprensión: continuo/discontinuo, acelerado/lento, pacífico/violento e interno/externo. Estos elementos no son lineales, y desde luego, se presentan de forma compleja e incluso superpuesta. Además muestran que las transiciones políticas pueden presentar gradualidad: pueden darse de forma continua o discontinua, en grandes periodos de tiempo o de manera muy corta e intempestiva, pueden ser violentos y coercitivos con guerras y revoluciones, o de modo pacífico por acuerdos y cooperación, y pueden tener una mayor o menor incidencia de factores internos al país o por juegos de poder internacional.

Ahora bien, las transiciones políticas tienen como objetivo el cambio de un régimen político. Sobre el particular, tenemos cuatro escenarios estudiados que explican estos cambios: los regímenes autoritarios de la Europa mediterránea, los regímenes autoritarios de Suramérica (Baby, Compagnon y González, 2009), las guerras civiles centroamericanas (Garibay, 2009) y el paso de los regímenes comunistas a democracias de la Europa del Este (González, 1996).

Estos cambios de régimen suponen, como advertimos, modificaciones estructurales en mayor o menor medida, pero que implican siempre transformaciones en el sistema de valores, instituciones y normas de cada uno de ellos. No se habla aquí de liberalizaciones democráticas o de otro tipo de concesiones que los regímenes hacen para mantenerse en el poder. Estos no representan en realidad verdaderas transiciones políticas, aunque desde luego, podrían corresponder en el futuro a cambios de esta naturaleza.

Explicados estos conceptos, podemos preguntarnos si el proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) y en general, el proceso político colombiano de la presente década es un cambio político, y si esto es así, sería importante establecer si estamos frente a alguna transición política, que implique una relación directa entre justicia transicional y constitucionalismo.

Como hemos mencionado, el cambio político comporta cambios estructurales de los valores, instituciones y normas de un régimen político. Planteado de esta forma, aunque se pretenden hacer ajustes a estos elementos, en realidad no se observa que las medidas, al menos anunciadas y conocidas del proceso (Mesa de Conversaciones, 2015), sugieran estos cambios. Por ejemplo, medidas respecto al aumento del espectro de participación (Arboleda, 2013), el fortalecimiento de la lectura sobre los problemas agrarios que implican algunos cambios institucionales y por supuesto, modificaciones propias del proceso de negociación donde se proponen cambios normativos, no establecen en realidad, modificaciones preponderantes al discurso del constitucionalismo sobre la dogmática de los derechos, como tampoco cambios en el sistema de gobierno, conformación de partidos, cambios en la forma de Estado, entre otros; que puedan indicar un camino hacia esa dirección. Es decir, Colombia después de los acuerdos de paz, al menos desde el punto de vista constitucional, seguirá como una democracia representativa, con un régimen presidencial y con la fórmula del Estado social de derecho.

Ahora bien, como señalamos líneas atrás, un problema central del análisis de estos fenómenos es el entendimiento de los mismos, pues solo pueden darse de manera estructurada una vez estos han decantado su proceso político. Con todo, para que dicho cambio se dé debe existir una oposición política al régimen, que permita inferir que podría darse. En este caso, tal eventualidad no se divisa en el panorama político colombiano, lo que conduce a reconducir el análisis del cambio de régimen a otros fenómenos. Por ejemplo, un cambio de gobierno por fuerzas opositoras o una ampliación democrática, pero ninguna de las dos implica en realidad un cambio de régimen. Esto es, el proceso de paz, como proceso de negociación entre actores insurgentes y gobierno, no plantea una transición política, pues no hay cambio de régimen.

El cambio de régimen político se planteó en 1990, que permitió la elaboración de la Constitución de 1991 (Gutiérrez, 2002). El problema de este cambio, en donde sin duda se trocaron los valores, las normas y las instituciones, es que dicho cambio no ha terminado. Es decir, la agenda de 1991, es una agenda inconclusa, y que mientras la Constitución no cree bases de estabilidad política, de permanencia e inclusión del proyecto político, este quedó en un permanente grado de incertidumbre, propio de las transiciones políticas.

¿Cuáles son los factores que producen esta transición?: la persistencia de la violencia sociopolítica en el país como herramienta de solución de conflictos, la falta de profundización de un modelo de gestión del territorio que garantice la aplicación del Estado de derecho, las falencias en el sistema democrático, en especial las fallas como factor legitimador del mismo, y la ausencia de seguridad humana, es decir, aquella que recoge tanto el concepto de seguridad como previsibilidad de respeto a la dignidad humana y sus derechos anejos como de la posibilidad de emprendimiento económico.

Aunque lo revisaremos en el último apartado, cabe preguntarse si estos aspectos tienen una solución constitucional específica, o por el contrario, la solución en el ámbito normativo está determinada, pero las fuerzas políticas no facilitan su avance. Si la respuesta es que la integralidad constitucional ha resuelto en buena medida estas demandas, no parece tener mucho sentido una reforma completa a la Constitución, salvo que o bien se plantea la debilidad normativa de la misma que implicaría una reforma constitucional, o que en realidad se comprenda la posibilidad de un cambio de régimen, con lo cual, en nuestra opinión, solo tiene cabida una nueva Constitución.

Teniendo en cuenta las características de las transiciones (continuo/discontinuo, acelerado/ lento, pacífico/violento e interno/externo) (Morlino, 2009) y aplicándolas al caso colombiano de las últimas tres décadas, podemos afirmar que se ha atravesado por un proceso de transición política entendida en los siguientes términos: discontinuo, con reacomodaciones de las élites y formas avanzadas y sofisticadas constitucionales, con tendencias populistas y pretensiones de ruptura de la regla republicana del recambio político, pero a la vez, con procesos de restricciones de estos elementos que fortalecen las vías democráticas y estabilizadoras. Nos referimos desde luego, a los problemas que plantea la aplicación de la democracia participativa y a la rica jurisprudencia en materia de derechos, pero también a los problemas suscitados alrededor de la política de seguridad democrática (Amaya, 2014) y a su comprensión, terminando en un cierre de filas en torno a la peligrosa figura de la reelección presidencial, en donde este órgano tiene tanto poder.

Por otra parte, se puede caracterizar como un proceso lento, en especial, porque las élites que pactaron el cambio de régimen, se encuentran fragmentadas entre aquellas que tienen una visión modernizante y de acuerdo con el pacto constitucional y otras, que continúan con la lectura del pacto anterior, impermeable a la participación de otras fuerzas políticas, fundadas en la dicotomía partidista del Frente Nacional (Pécaut, 1989). Al mismo tiempo, puede decirse que no solamente lento y discontinuo, sino que presenta retrocesos y avances dispares en torno a temas como la participación política (Vargas, 2000), el fortalecimiento de la institucionalidad y la eficacia de los derechos (Duque, 2005; Londoño-Toro et al., 2007).

Además, es un proceso con una escalada de violencia de enormes proporciones, justamente, originado en parte por aquellos que no fueron incluidos en el pacto de transición, y que como presentan grandes debilidades políticas, exhiben su fuerza desde lo militar, lo que vuelve más complejo el proceso, dado que la fuerza militar no es igual a fuerza política. Con lo cual una transición política en estas condiciones, hace difícil la correlación de fuerzas de cara a un proceso de inclusión democrático. Es decir, que las fuerzas de oposición al régimen son heterogéneas y no necesariamente todas se aglutinan junto a la fuerza militar. Aunque esto solo será claro, cuando tales fuerzas transiten al mundo político de la democracia. Esta violencia, suponen también enormes complejidades, porque no solo se manifiesta en un escenario de luchas políticas, sino que también se ve afectada de forma grave por la violencia generada por la delincuencia organizada, como es el caso de los carteles del narcotráfico (Ávila y Velasco, 2012), que desempeñan un papel importante en algunas zonas del país, con miras a entender el proceso de cambios políticos y la posible consolidación de un proyecto político nacional.

Y por último, la transición política ha seguido en particular una dinámica más influenciada por la política interna que por la externa; vista desde una perspectiva de los conflictos agrarios especialmente, hasta los conflictos urbanos por la segregación económica y política principalmente. Aunque desde los años ochenta, las fronteras sobre todo con Venezuela, han ocupado un indiscutible rol con algunas guerrillas que suscitan sin duda, presiones internacionales (Molano, 2000). Ahora bien, desde los años noventa y en especial hacia el último tercio de la década, los cambios políticos y los relacionados con el conflicto armado colombiano han sido influenciadas cada vez más no solo por los vecinos, también por los Estados Unidos, que ejercen un innegable papel en esta materia, ya sea por su injerencia en la política de seguridad nacional de los decenios pasados en el marco de la Guerra Fría, y recientemente en el marco de su "guerra contra las drogas" a través del Plan Colombia (Guevara, 2015).

Para la presente década, la presencia internacional en Colombia ha sido un factor preponderante que coadyuva a la búsqueda de dicha transición, pero que, al mismo tiempo, al tener actores políticos cambiantes en las fronteras, estos han sido en ocasiones barricadas en el mismo proceso. La situación es compleja, aunque desde la finalización de la Guerra Fría, al menos, en lo que se refiere parte de la violencia política, desde el ámbito internacional existen vías de apoyo a estos procesos y un mayor interés por una finalización y estabilización definitiva del país, entre otras cosas, por la posición estratégica frente a intereses globalizados.

Pese a que denominamos el periodo actual como transición inconclusa, ello no explica con suficiencia cuál es la comprensión del proceso político en medio de las negociaciones de paz y sus resultados en el posconflicto. Si bien por sí solo el proceso de paz no permite hablar de cambio de régimen sí es posible que o bien se consolide la transición inconclusa y cree un nuevo estadio de dicha transición, o que se den las bases para que pueda darse tal transformación hacia un proceso de consolidación y estabilización mayor. En cualquier caso, no se evidencia el paso a un régimen autoritario o similar. De allí que los análisis establecidos por Huntington (1995) sobre la profundización de la democracia puedan ser útiles para explicar estos fenómenos políticos anejos al proceso de paz y, sobre todo, cómo interpretar la agenda de los acuerdos dentro del mapa político- constitucional colombiano.

En la caracterización hecha por Huntington (1995) sobre las transiciones a la democracia apunta tres posibilidades: transformación, reemplazo y traspaso. La transformación se presenta cuando la élite de gobierno, comprende que debe cambiar para mantenerse en el poder, de manera que permite numerosos cambios, pero a cambio de mantener importantes cuotas de poder. El reemplazo ocurre cuando las fuerzas opositoras a un régimen acumulan tanto poder que se queda a cargo. El traspaso es una especie de empate, entre unas y otras fuerzas, con lo cual debe presentarse un proceso de concesiones mutuas que termina por imponer a los moderados de uno y otro bando.

Para el caso colombiano creemos que claramente el modelo más cercano a esto es el de transformación, dado que las élites en realidad no fueron derrotadas, pero que para permanecer en el poder entendieron que debían hacer concesiones si querían mantener altas cuotas de poder político y económico. Ahora bien, como este proceso de transformación del poder ha sido discontinuo y ha profundizado una transición democrática inacabada, genera un escenario complejo desde la perspectiva de la justicia transicional y el proceso de paz, pues el éxito del proceso de justicia transicional como objetivo político, tiene inmerso el debate sobre la transición política y su refrendación de una vez por todas.

En el caso concreto de la agenda actual del proceso de paz, parece que asistimos más bien a una liberalización política (Sermeño, 1996) que podría consolidar como advertimos la transición política de 1991. Esta expresión explica los fenómenos de apertura política que un régimen da a un grupo rival, permitiendo su actuación de forma menos restrictiva y que satisface las demandas del grupo minoritario conforme con su ideario político central. Implica por ende, a través de la negociación política, abrir canales de participación que permita viabilizar una agenda concreta. Esto no significa un cambio de régimen, pero sí la inclusión de demandas de la fuerza opositora, y desde luego, la aceptación de esta de las reglas del juego político del régimen. Por supuesto, como dicha liberalización es ante todo democrática, su finalidad se sitúa en la profundización de la democracia, que se traduce generalmente en permitir la participación y mejorar las condiciones en que esta se desarrolla.

Como conclusión preliminar podemos decir, que Colombia evidencia una larga transición política de transformación del régimen, y que dicho periodo ha sido discontinuo, lento, violento y con influencias externas e internas acorde con su desarrollo. Esto implica que el proceso actual de paz no representa un cambio de régimen, incluso no una crisis de gran envergadura para el sistema político. Esto sucede por la distancia que existe entre agenda militar y agenda política. Y aunque el conflicto armado es sin duda un factor desestabilizador, las Farc no han logrado plantear realmente el fin del régimen, y establecerse como una fuerza política opositora que ponga en peligro la estabilidad del existente, aunque sí pueden establecer la paz como la posibilidad de construir una nueva agenda nacional, en torno a la profundización democrática, sin embargo, por el nivel de avance del proceso, aún no es posible llegar a esta conclusión.

JUSTICIA TRANSICIONAL Y TRANSICIÓN POLÍTICA

La justicia como elemento central del Estado de derecho, determina los mecanismos por medio de los cuales las personas pueden proteger sus derechos, esta misma justicia se encarga de castigar a quienes vulneran los bienes jurídicamente tutelados. Pero cuando en una sociedad, se violan de manera sistemática los derechos y los responsables obtienen castigos, dicha sociedad se encuentra inmersa en un escenario de inestabilidad y de carencias sistemáticas de las más significativas garantías que pregonan los Estados constitucionales.

De allí, que cuando un régimen político ha consentido, organizado, generado, instigado o incluso cuando debido a su imposibilidad de control real ha permitido que se presenten violaciones regulares a los derechos de las poblaciones, se hace indispensable la búsqueda de mecanismos, que lleven a la estabilización política. Pero por otra parte, la generación de condiciones que superen la violencia y fijen los medios para la garantía de la dignidad de las personas y sus comunidades, producen inmensas presiones a la estructura constitucional que se quería defender, esta es la paradoja. La justicia transicional puede interpretarse como:

(…) la variedad de procesos y mecanismos asociados con los intentos de una sociedad por resolver los problemas derivados de un pasado de abusos a gran escala, a fin de que los responsables rindan cuentas de sus actos, servir a la justicia y lograr la reconciliación (Organización de las Naciones Unidas, 20 de abril de 2005).

La justicia transicional es el conjunto de medidas judiciales y políticas que diversos países han utilizado como reparación por las violaciones masivas de derechos humanos. Entre ellas figuran las acciones penales, las comisiones de la verdad, los programas de reparación y diversas reformas institucionales (International Center for Transitional Justice, 2010).

Así, la justicia transicional es el proceso, con sus herramientas, que posibilita la estabilización de un régimen político cuyas condiciones se fijan sobre la base de los derechos y sus garantías, después de un periodo de violaciones sistemáticas a esas mismas garantías. Estas medidas se articulan sobre los tres principios fundamentales: verdad, justicia y reparación, que se convierten en los derroteros interpretativos de la aplicación de la misma (Gutiérrez, 2014). Ahora bien, ¿esta forma de justicia es otra justicia diferente a que se pregonan sobre los Estados liberales y mucho más en los Estados constitucionales? En nuestra opinión sí tiene elementos diversos, ya que posee una fundamentación diferenciada y fines que aunque cercanos a la tradicional, no son los mismos y por ello terminan trazando retos diferenciados con la justicia ordinaria (Castellanos, 2006). Aunque el tema es materia de debates, pues estos conceptos son difusos. Inclusive la misma justicia transicional tiene diversas etapas históricas que tendrían acentos y formas diferenciadas. Sobre el tema asevera Teitel:

Los orígenes de la justicia transicional moderna se remontan a la Primera Guerra Mundial, sin embargo, la justicia transicional comienza a ser entendida como extraordinaria e internacional en el período de la posguerra después de 1945. La Guerra Fría da término al internacionalismo de esta primera fase, o fase de la posguerra, de la justicia transicional. La segunda fase o fase de la posguerra fría, se asocia con la ola de transiciones hacia la democracia y modernización que comenzó en 1989. Hacia finales del siglo XX, la política mundial se caracterizó por una aceleración en la resolución de conflictos y un persistente discurso por la justicia en el mundo del derecho y en la sociedad. La tercera fase, o estado estable, de la justicia transicional, está asociada con las condiciones contemporáneas de conflicto persistente que echan las bases para establecer como normal un derecho de la violencia (2003, pp. 69-94).

De acuerdo con el objeto del presente artículo, nuestro esfuerzo no se encuentra en enfatizar sobre los problemas conceptuales de la misma, así como su desarrollo teórico in extenso. Nuestro objetivo es observar las relaciones de este proceso con otros dos elementos, el referido a las transiciones políticas frente al constitucionalismo y la Constitución de 1991. Por ello, el objetivo de la justicia transicional es central para revisar estos cruces conceptuales. Al respecto afirma Akech (2010, p. 10):

(…) la justicia transicional no solo se refiere a la retribución por los errores del pasado o la prestación de la justicia a aquellos que han sufrido bajo regímenes represivos, sino que también trata de curar a la sociedad, facilitar la salida del autoritarismo, y establecer una sociedad justa basada en el imperio de la ley.

Así las cosas, la justicia transicional no es solo para establecer responsables de violaciones y obtener reparaciones, sino que el núcleo de su interés, es el de facilitar un cambio de régimen político o dirigirse a otro más garantista que supere la violencia. La democracia y el imperio de la ley, o mejor, de la Constitución, serían los pilares de esta construcción política deseable. Pero este deseo de construir cambios políticos, no es tan sencillo, no solo porque las condiciones de negociación por lo común deben sortear numerosos obstáculos locales, sino también porque en la actualidad existen factores internacionales establecidos en el derecho internacional, tanto penal como de los derechos humanos, que hacen exigencias a quienes están negociando, en términos de reparación, verdad y justicia. Al respecto anotan Uprimny y Saffon:

(…) hace referencia a aquellos procesos transicionales mediante los cuales se llevan a cabo transformaciones radicales de un orden social y político determinado; que enfrentan la necesidad de equilibrar las exigencias contrapuestas de paz y justicia. De hecho, por un lado, los procesos de Justicia Transicional se caracterizan por implicar en la mayoría de los casos –en especial cuando se trata de transiciones de la guerra a la paz– negociaciones políticas entre los diferentes actores, tendientes a lograr acuerdos lo suficientemente satisfactorios para todas las partes como para que estas decidan aceptar la transición. Pero, por otro lado, los procesos de Justicia Transicional se ven regidos por las exigencias jurídicas de justicia impuestas desde el plano internacional, que se concretan en el imperativo de individualizar y castigar a los responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos en la etapa previa a la transición. De esta manera, mientras que las exigencias jurídicas antes mencionadas buscan proteger cabalmente los derechos de las víctimas de tales crímenes a la verdad, la justicia y la reparación, las necesidades de paz y reconciliación nacional propias de los procesos transicionales presionan en dirección opuesta, pues para que los responsables de crímenes atroces decidan aceptar dejar las armas y llegar a un acuerdo de paz, resulta necesario que encuentren incentivos atractivos para hacerlo, tales como el perdón y el olvido de sus actos (2005, p. 24).

Y aunque todos los procesos de justicia transicional estén condicionados por contextos disímiles, generalmente se evidencia que se acompañan de una transición política. Pero para el caso colombiano, señala que los acuerdos de La Habana no incluyen una serie de medidas que se pueda considerar una verdadera transición, aunque sí como liberalizaciones democráticas. Esto no obsta para decir, que la transición inacabada de 1991 no siga vigente. Ante esta situación cabe preguntarse: ¿cómo comprender el proceso de justicia transicional? ¿Qué características tiene ante estas especificidades?

Siguiendo algunos estudios sobre la materia, se proponen algunos factores relevantes de los procesos de transición permitiendo un acercamiento a los mismos (Sermeño, 1996). Los criterios serían: el contexto internacional, al que ya hicimos alguna referencia, el rol que desempeñan las fuerzas armadas, el papel de la sociedad civil y la polarización ideológica. Haremos una rápida revisión dado que además de explicar la justicia transicional colombiana, nos permite establecer una clara correlación entre transición política y justicia transicional.

En efecto, la situación internacional alrededor del proceso de paz colombiano cuenta con un significativo respaldo, aunque como advertimos existen sin duda agendas de nuestros vecinos, especialmente Venezuela, que tienen escenarios ambivalentes, pero que a la postre han terminado sirviendo a la construcción de los acuerdos. En el caso de los Estados Unidos y la Unión Europea, la estabilización total de la zona, es un factor sustancial para los intereses políticos y de comercio transnacional, de manera que podemos afirmar que en general existe un contexto internacional favorable. Estados Unidos nombró enviado especial para la paz que acompañaría de cerca el proceso, la Unión Europea hizo lo mismo. Incluso en lo referente a los organismos internacionales se observa un acompañamiento al proceso que ha sido de gran importancia, sobre todo del sistema de las Naciones Unidas.

Las fuerzas armadas han manifestado su escaso apoyo al proceso, incluso a través de los pronunciamientos de varios de sus generales retirados han revelado su firme oposición a varios puntos propuestos (Valencia, 2015). De igual modo se ha presentado una clara alineación de algunos de estos sectores con las fuerzas opositoras de derecha. Sin embargo, cabe resaltar que a diferencia de otros procesos en el pasado, en esta oportunidad no se registran casos importantes y sistemáticos de guerra sucia o escalada de la violencia proveniente de esta institución, con lo cual ha permitido el avance del proceso (Tobar, 2015). De igual manera, el gobierno ha garantizado durante el proceso la participación de altos mandos militares que aun con las resistencias señaladas se les ha incluido en proceso, permitiendo su avance.

La participación de la sociedad civil en el proceso es débil, y aunque se han registrado visitas a La Habana y eventos que han permitido una articulación entre algunas organizaciones de la sociedad civil, en particular organizaciones de víctimas, estas en realidad no parecen mostrar un papel decisivo en el proceso, entre otras cosas por la heterogeneidad de las mismas. Esto también se da porque muchas de estas organizaciones no tienen un canal cierto de comunicación con el proceso y porque las organizaciones también se encuentran fragmentadas por distintas agendas que impiden fortalecer sus demandas y vehicular sus peticiones de forma más clara (Semana, 2014), obteniendo más peso político en la negociación. Ahora bien, muchas de estas organizaciones preparan sus peticiones y estrategias con miras al posconflicto y por otros medios presentan algunas de sus propuestas.

Por último, la polarización política presente en el proceso es evidente. Dado que se manifiesta una clara alineación de grupos políticos abiertamente contrarios al proceso de paz, que radican justamente su fortaleza política en la dicotomía de la guerra (Amaya, 2014). De esta forma, la alineación de las fuerzas políticas no se establecen en realidad en una marcada política de derecha o de izquierda, sino en una gama de propuestas de la derecha política, con alguna participación de la izquierda, que por el contrario se ha debilitado enormemente en los últimos años, que curiosamente había ganado un importante peso político en el momento fundacional de la Constitución de 1991. Esto implica un gran reto para el proceso, pues tanto las encuestas como los resultados electorales sobre todo de la última elección presidencial muestran esta tendencia fuertemente polarizante (Amaya, 2014), que incluso en algunos periodos ha mostrado resultados de opinión mayoritariamente adversos al proceso de paz (EFE, 2015).

Podemos entonces afirmar que el proceso de justicia transicional ¿es igual al proceso de transición política? Para otras experiencias, generalmente estos dos procesos están alineados, o al menos se comportan de manera relacionada. En el caso colombiano esto no parece tan claro, y por el contrario podemos separar el proceso de justicia transicional de un verdadero cambio de estructuras valorativas y normativas que implica la modificación de las instituciones políticas. Pero aunque esto es cierto, paradójicamente, el vehículo más eficaz que existe en el momento como impulso a la realización de cambios definitivos de las estructuras políticas es el mismo proceso de paz.

Esto ocurre sobre todo por el simbolismo que plantea, dado que el origen de las guerrillas en Colombia nos confronta con un pasado de negaciones y privaciones democráticas, que van desde el cierre de canales políticos electorales en el Frente Nacional, hasta la negación cotidiana de los derechos más básicos del liberalismo político (Pécaut, 1989), por no referirnos a los derechos sociales que tienen una situación más precaria. Pero el proceso de paz, no deja de ser un símbolo más que una realidad. Pues por el momento, no se conjugan medidas o fuerzas democratizadoras que permitan inferir un cambio aún más profundo, y sobre todo, la eliminación de la violencia no está del todo clara dado que persiste la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional y las bandas criminales. Estos grupos siguen en sus territorios controlando no solo los negocios del narcotráfico, sino también incidiendo de forma importante en los procesos políticos de estas regiones (López, 2015).

Así las cosas, la agenda sobre la profundización de la democracia no se resuelve solo con el otorgamiento de escaños a la guerrilla, que sin duda constituyen una herramienta útil y necesaria para todo proceso de paz. Se requerirán cambios estructurales, referidos a temas como: la participación política regional, el sistema electoral, la financiación de campañas y el fortalecimiento de partidos. Que se esbozan en los acuerdos de forma difusa. Tampoco se ven con claridad asuntos que aluden a la lucha contra la corrupción, la disminución de la pobreza, la mejora de las condiciones de trabajo o las políticas de inclusión.

Asistimos a un pacto preponderantemente militar, más que a una negociación que formule hondas reformas políticas. Esto se debe como advertimos atrás, al poco peso político de la guerrilla que en particular no aglutina en su ideario un movimiento social o político suficientemente fuerte como para presentar una propuesta que pueda eventualmente ocasionar un cambio de gobierno o incluso un cambio de régimen.

Por último, la competencia por el poder es un pulso de fuerza, que las democracias plantean no debe ser militar, sino política, surgida de coaliciones y aglutinamiento en torno intereses, ideas o propuestas políticas. Queda en el futuro por saber cuál es el verdadero peso del poder político de las Farc en las regiones en donde tienen presencia, y cómo se comportarán los poderes regionales tanto de los movimientos de terratenientes e industriales como los movimientos cívicos y campesinos.

Aunque pueda registrar un acompañamiento importante, no hay evidencias que este apoyo, al menos en el futuro cercano, se traduzca en votos en las grandes ciudades del país, lo que nos induce a pensar que en el corto y mediano plazo estas fuerzas políticas no podrán generar un cambio de régimen por traspaso del poder, como ya explicamos, y como sí aconteció en otras transiciones del continente (O'Donnell, Schmitter y Whitehead, 1988).

Ahora bien, aunque el proceso de justicia transicional no plantea grandes cambios políticos, sí sugiere la posible consolidación de valores y derechos esgrimidos en el constitucionalismo de los años noventa y por esta vía hace un aporte significativo a la finalización de la transición inacabada, o proponer incluso un espacio político diferente que permita una nueva propuesta social, económica y política que comprende la lucha por el poder fuera de la larga guerra civil.

CONSTITUCIONALISMO, CONSTITUCIÓN Y TRANSICIÓN

Como última parte del presente trabajo nos queda por tratar el problema del constitucionalismo en el marco de la comprensión de un proceso de transición política, y desde luego, de la misma justicia transicional.

Dentro del constitucionalismo se reconoce al soberano –el pueblo para el caso republicano colombiano– como el único con la potestad de reconocer cuáles son las guías y derroteros plasmados en una Constitución. De ahí, que solo en los "momentos constitucionales" es cuando se exprese este poder y plasme las directivas con las que los poderes en una sociedad negocien sus diferentes conflictos (Ackerman, 1991). Así las cosas, conforme con el mandato del soberano, la Constitución cumple funciones tales como la estabilización política y social, servir de expresión del poder organizado, ser límite a cada uno de los poderes en competencia, establecerse como garantía de los derechos y de sus instituciones y como vehículo que permita los cambios del futuro, es decir, la posibilidad de articular reformas o incluso nuevos textos constitucionales (Torres, 2012). Es un constitucionalismo que se diferencia de la idea tradicional del liberal en donde, como advertimos en la primera parte, plantea la posibilidad del cambio y no de la inercia de su irreformabilidad.

Desde esta perspectiva constitucional, las crisis de régimen y los cambios de régimen que se vehiculan a través de procesos de transición política, no solo son aceptables dentro del universo constitucional, sino que explicitan una de las funciones importantes de la Constitución: el mantenimiento de garantías frente a los conflictos del poder. Es un constitucionalismo que posee su justificación en la protección del proceso político democrático (Ely, 1997), pero sin despachar de plano que la defensa material de los derechos y valores del sistema constitucional son parte central de las formas estatales.

Este constitucionalismo comprende las crisis políticas, como retos constitucionales que pueden ser resueltos ante la aceptación de reformas al interior de la Constitución y que pueden incluso terminar en la incorporación de nuevos valores constitucionales que guarden coherencia con la concepción misma del régimen político democrático y garantista (Ferrajoli, 2008), pero siempre sobre la idea de la no reversibilidad de sus derechos y garantías. Sin duda alguna, este tipo de concepción merecerá en el futuro mayores desarrollos, pero que para el alcance del presente artículo supera sus objetivos y por ello nos abstendremos de extendernos fuera del objeto principal.

El constitucionalismo de 1991 es una propuesta que plantea la profundización de la democracia, la expansión de los derechos y el afianzamiento del principio de división y control del poder. Es sin duda un constitucionalismo garantista. Estas características le permiten acercarse de forma más concertada al proceso de justicia transicional y a servir bien sea como herramienta de otro proceso constitucional, o bien como objeto mismo de finalización del proceso de transición política. Ante estas últimas alternativas, surgen entonces varios interrogantes que merecen alguna consideración: ¿el proceso de paz exige un cambio en el constitucionalismo vigente?, o más bien ¿de la Constitución? ¿Sirve el constitucionalismo y su Constitución vigente al proceso de justicia transicional, o se convierte en realidad en una barrera para el mismo?

La primera pregunta atañe a la necesidad de elaboración de un nuevo orden de valores, instituciones y normas, esto es, del marco general sobre el cual se presenta un nuevo régimen político. Aunque es dable que algunos sectores políticos consideren esta posibilidad, el constitucionalismo de 1991 y sus bases no parecen tener críticas suficientemente sólidas para sostener que debe ser cambiado, es decir, conserva en un sentido ético-político todo su valor.

Las críticas provienen más bien de sus problemas de eficacia, que pueden resolverse eventualmente con la consolidación del proceso de transición política señalado, teniendo como base refundacional la paz. Por ello creemos que quienes exigen una nueva Constitución, para solidificar la paz, no plantean, o al menos no es clara su propuesta, un nuevo constitucionalismo, sino una nueva Constitución (Londoño, 2015). ¿Es esto posible? En términos generales es factible elaborar una nueva Constitución sobre un mismo marco valorativo. Pero se corre el riesgo de no superar la instrumentalización de la Constitución como premio de guerra, es decir, que los guerreros sean los que plantean finalmente la Constitución (Valencia, 2010), y la idea es justamente superar que el constitucionalismo se defina en términos de la guerra, y más en la apropiación del constitucionalismo y la Constitución por el pueblo mismo.

Otro camino posible es el de la reforma. En este caso, mientras las reformas permitan el cierre de la transición política y otorgue una mayor dosis de legitimidad al sistema constitucional por la vía de la refundación valorativa de la paz. Esta reforma no puede ser solo procedimental, requiere un impulso valorativo que brinde las bases de inclusión de los actores de la guerra en la vida política nacional. Ahora bien, la reforma dada por el poder constituido es siempre una reforma limitada, con lo cual, solo podrán operar en los márgenes establecidos por el poder popular de 1991.

Sin embargo, el proyecto del gobierno y la coalición del mismo como marco de refrendación de acuerdos, plantea retos constitucionales que implican una menor sujeción a estas formas interpretativas, como por ejemplo, el control procedimental del mismo por parte de la Corte Constitucional, señalando que no podrá revisarse la materialidad de los mismos1, o el papel del ejecutivo y sus límites reales en la elaboración de los decretos, así como la comprensión funcional del Congreso.

Este tipo de lectura constitucional pone en peligro las funciones constitucionales señaladas, pero a la vez, deja en entre dicho la comprensión entre poder de reforma de la Constitución, atribuido por el poder popular y limitado por el mismo al Congreso como poder constituido, y el poder constituyente como poder ilimitado. Es decir, no puede el Congreso usurpar funciones que la Constitución no le concede, ya que solo es un mandatario del constituyente. Esta dualidad del poder de reforma del Congreso no es nueva y se ha reflejado en una constante dinámica de contraposición de la comprensión de la soberanía nacional exhibida en la Carta de 1886, frente al cambio al esquema de la soberanía popular de 1991. En la primera el poder estaba dividido, y el legislativo era poder puro, ante esta circunstancia, el poder de reforma era un monólogo del legislador.

En la Constitución de 1991, el poder de reforma es siempre del pueblo y las funciones de forma restringida las tiene el Congreso. Ante esta peligrosa tendencia de modificación del orden constitucional, que El constitucionalismo, transición política y justicia transicional puede terminar justamente con poder regresivo de derechos y garantías del planteamiento de 1991, es indispensable que se recuerden y establezcan las funciones de la Constitución que se consignaron antes y con ellas que la fórmula del equilibro se presente con el control material de los actos de reforma. Es decir, que se creen las condiciones constitucionales garantistas para establecer una liberalización democrática, y no medidas de contenido autoritario o regresivo de los derechos y la democracia.

Queda aún una inquietud por resolver, ¿es la Constitución y el constitucionalismo una barrera para el proceso de justicia transicional? Desde el punto de vista ético, en principio parecen buscar lo mismo, pero cuando se estudian las demandas de la justicia frente a las de la paz surgen rápidamente conflictos. Conflictos que desde la perspectiva jurídica no son diferentes a otros que de modo recurrente se presentan en el derecho constitucional: viola el derecho al aborto, el derecho a la vida, se afecta el derecho de los niños si son adoptados por parejas del mismo sexo, se vulneran los derechos de las comunidades cuando se extraen minerales que afectan el medioambiente, se viola el derecho al trabajo cuando se impide el mismo en la vía pública.

Son, entre otros, conflictos que típicamente debe tramitar el derecho constitucional, de manera que los planteamientos de la tensión entre paz y justicia son un capítulo más de la cotidianidad que implica a los constitucionalistas el estudio de las tensiones entre derechos y valores, y que desde luego nunca tienen respuestas verdaderas pero al menos sí plausibles (Insignares, 2012). Pero en el caso de la justicia transicional, el peso político específico y su trascendencia social va mucho más allá que los conflictos relatados, de forma que por ello el derecho constitucional debe entender mejor su respuesta a las presiones de las demandas del conflicto sociopolítico, y no solo debe pretender resolverlo desde la perspectiva del juicio de ponderación únicamente, pues los tiempos de oportunidad política, y las afectaciones que este produce tienen elementos que generan diferencias con las colisiones típicas del derecho.

El papel de garante de la Constitución, pero a la vez la capacidad de elasticidad de la misma para recoger de la mejor manera los conflictos políticos y sociales, implica que probablemente no existe una sola respuesta a este interrogante. Es decir, que el constitucionalismo y la Constitución se vean sometidos a las tensiones de la justicia y la paz de manera diferenciada conforme con las etapas que el proceso presente. Por ello consideramos que puede hablarse de al menos tres etapas: a) discusión y elaboración de acuerdos; b) consolidación y cumplimiento de acuerdos; y c) finalización de la transición e inicio de un periodo de paz estable y duradera.

En la primera etapa, que consiste en todo el proceso de negociación política de los acuerdos de paz, involucra el debate sobre las tensiones de la justicia y la paz. En el caso colombiano, estas tensiones se ven agravadas por la decisión de discutir en medio del conflicto, lo que dificulta aún más la construcción de la legitimidad del proceso (Uprimny y Saffon, 2005), dado que la guerrilla al no ser un gran opositor político pero sí uno militar, hace que la opinión pública sea adversa al proceso mismo.

Cuando los acuerdos han sido firmados y se contrastan con la Constitución, se debe utilizar el constitucionalismo sobre el cual fue hecha. En este caso, el constitucionalismo reforzado en la protección de derechos de los más débiles y de la protección de las reglas de control político, especialmente, del ejecutivo. Pero, como en este caso, buena parte del proceso se sitúa en la órbita del ejecutivo, siendo el direccionamiento de la política de paz y seguridad parte de su función, comporta una visión en donde deben conciliarse estos elementos.

De igual modo, el valor de la paz, que aunque aparece en nuestro ordenamiento, adquiere una importancia mayor a la que tradicionalmente se ha dado, pues se trata aquí de alcanzar un fin que no solamente es legítimo sino que permitiría en términos políticos fortalecer la legitimidad constitucional y formular una propuesta de cierre de la transición política, como hemos advertido. Puede entonces ocurrir como fórmula interpretativa que en este momento inicial se presenten tres caminos que podrían estar solapados entre sí: una mutación constitucional, al incluir un cambio de interpretación de valores en la Constitución que crea un balance diferente entre ellos; una reforma de la Constitución, como en efecto está ocurriendo, pero por la ruta del Congreso, y un referéndum que también implica la consulta de aprobar o improbar los acuerdos (Alto Comisionado para la Paz, 2015).

En esta última vía, tiene importancia el debate sobre la naturaleza de la participación popular, es decir, si lo hace como una especie de órgano del poder constituido o si es en realidad una manifestación más del poder constituyente (De Vega, 1985). Aunque sin duda tiene un relevante carácter democrático y político, el referéndum o el plebiscito no pueden catalogarse como actos constituyentes, ya que el pueblo no actúa como tal, sino como parte del bagaje de participación que posee la Constitución. Esto es importante cuando se evalúa la participación popular y sus alcances, e incluso a la hora de plantear si existe una transición política nueva. Pues una cosa es la consideración del pueblo como poder fundacional y otra como actor político que refrenda una política de un gobierno que busca su legitimación.

Aunque ambos actos tienen carácter democrático, no tienen los mismos alcances, al menos desde el constitucionalismo. Si el análisis es desde el concepto de cambio y transición política, es posible considerar que un referéndum o plebiscito permita cambios de tal magnitud que terminen en un cambio de régimen o de gobierno. Para el caso colombiano no hay una nueva transición política, lo que hace que no tenga sentido prima facie una constituyente. Desde luego esto es materia de un profundo debate (Londoño, 2015).

En esta primera etapa del proceso transicional, la Constitución debe servir de esquema de garantías que permita que el proceso llegue a buen puerto, pero es claro que existen presiones interpretativas, dadas por la mutación posible o por las mismas reformas, que implicarán una reacomodación de las lecturas constitucionales, que en todo caso, no podrán romper con la fórmula política (Canosa, 1988), so pena de incurrir en una verdadera sustitución de la Constitución. Con todos estos cambios y ajustes constitucionales este no solo es un enorme riesgo, sino que sucede de forma que al final el poder popular no tenga injerencia en ello. Es una dura prueba para el constitucionalismo colombiano, que se debilita en esta etapa para ensanchar sus interpretaciones y hacer el proceso garantista.

En un segundo periodo del proceso de justicia transicional, el de cumplimiento de acuerdos y ejecución de los mismos, la Constitución debe superar la etapa de debate anterior, pues parte de la firmeza del proceso mismo se posa en ella. Hablamos aquí de un constitucionalismo fuerte, que vigila con sigilo no solo los procedimientos sino también establece las reglas de cumplimiento y protección de los derechos de todos los colombianos, facilitando la reconciliación y la estabilidad política. Un generador de confianza y legitimidad, fundado entre otras en el principio de no repetición.

Este constitucionalismo debe esforzarse por ubicarse en los vacíos dejados por el Estado en el pasado, y sobre todo reforzar la eficacia del mismo en terrenos donde no estaba. La llegada del Estado, debe ser integral y propositiva, sobre el soporte del discurso de la dignidad de los derechos, el equilibrio del poder y la igualdad material, en el entendido que son parte del vacío dejado atrás a las comunidades, sobre todo campesinas.

Una última etapa del proceso transicional, ocurre cuando se ha conseguido la superación de los elementos generadores de violencia y se ha alcanzado una paz estable y duradera, el constitucionalismo y la Constitución deben favorecer la prevención de las causas que originaron estos conflictos. Esto se traduce en el fortalecimiento de la democracia participativa, la construcción de un sistema político no corrupto e incluyente, una mejor administración territorial que dé cuenta de la diversidad del país, fortalecer la dogmática sobre derechos, así como su eficacia y una propuesta de desarrollo sustentable. Aquí la Constitución ha logrado plena legitimidad y es el instrumento central del proceso a la profundización de la democracia material.

CONCLUSIONES

El constitucionalismo y la Constitución cumplen varias funciones que son correlatos de las manifestaciones políticas de un Estado. Los regímenes políticos por tanto atraviesan constantes fases de crisis, pero solo unas de ellas, cuando en realidad las fuerzas opositoras logran tener el suficiente poder ocasionan cambios de régimen, que tienen procesos de transición política. Estos procesos de transición política cuando el cambio de régimen implica dejar atrás uno que ha ocasionado graves violaciones a los derechos humanos, es decir, cuando se dejan atrás regímenes autoritarios y guerras civiles, generalmente este proceso de transición política se acompaña de una justicia transicional.

La justicia transicional traza retos al sistema político, que implican entre otros el cambio de régimen político, o la elaboración de reformas que impidan repetir las atrocidades que se intentan superar. Colombia no atraviesa en este momento por una nueva transición política, sino que acarrea una inconclusa desde 1991. Esto hace que tengamos una justicia transicional con un contexto que dificulta los objetivos de la misma, pero que permite a la vez, que el constitucionalismo que planteó la transición inconclusa sirva como vehículo de protección y de cambio institucional.

El papel de la Constitución en el proceso de justicia transicional cambia conforme con las etapas en que se encuentre el proceso, y debe tener un fortalecimiento a medida que se superan el escenario de la guerra y se alcanza una paz estable y duradera. El constitucionalismo debe responder a un ethos social y político que permita la eliminación de la violencia como esquema relacional, para elaborar uno en torno al proyecto garantista e inclusivo de la Constitución, que implica la construcción de un proyecto de vida colectivo plasmado en las instituciones políticas vigentes.

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NOTAS

1 Sobre el tema del poder de reforma pueden consultarse las sentencias: C-971/2004, C-1040/2005, C-141/2010, C-303/2010, entre otras.

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