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Análisis Político

versão impressa ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.30 no.89 Bogotá jan./abr. 2017

https://doi.org/10.15446/anpol.v30n89.66219 

Internacional

LA ALIANZA DEL PACÍFICO Y EL REGIONALISMO LATINOAMERICANO: EN BÚSQUEDA DE UNA REVITALIZACIÓN AUTONOMISTA DE LA INTEGRACIÓN*

THE PACIFIC ALLIANCE AND LATIN-AMERICAN REGIONALISM: IN SEARCH OF AN AUTONOMIST REVITALIZATION OF INTEGRATION

Ulf Thoene** 

Edgard Júnior Cuestas Zamora*** 

María Carmelina Londoño**** 

**Ph.D. en Derecho de la Universidad de Warwick (Coventry, Inglaterra). Profesor asociado de la Escuela Internacional de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad de La Sabana (Bogotá, Colombia). Correo electrónico: ulf.thoene@unisabana.edu.co

***Maestrando en Derecho Internacional de la Universidad de La Sabana (Bogotá, Colombia) y profesional en Relaciones Internacionales de la Universidad de San Buenaventura (Bogotá, Colombia). Correo electrónico: edgardcuza@unisabana.edu.co

****Autora corresponsal del artículo. Doctora en Derecho, LLM, abogada. Directora de la maestría en Derecho Internacional de la Universidad de La Sabana (Bogotá, Colombia). Miembro fundador de laAcademia Colombiana de Derecho Internacional y de la Sociedad Latinoamericana de Derecho Internacional. Correo electrónico: mailto:maria.londono1@unisabana.edu.co


RESUMEN

Este artículo presenta una caracterización del más reciente intento de integración económica regional en América Latina, la Alianza del Pacífico, a partir de un enfoque constructivista que establece una relación entre los rasgos identitarios de los Estados fundadores del proceso y la definición de su estructura institucional. Con tal finalidad, se hace una revisión del mecanismo tanto desde una perspectiva política como desde los principales enfoques sobre integración en la región. El documento concluye que esta iniciativa fue diseñada para defender los intereses nacionales y responder a una pretensión de liderazgo regional, lo cual explica la adopción de un modelo de cooperación estratégica para el fortalecimiento de las relaciones con potencias extrarregionales y la reducción de la dependencia frente a la potencia hegemónica regional.

Palabras clave: Alianza del Pacífico; constructivismo; intergubernamentalismo; supranacionalismo; cooperación estratégica; integración regional

ABSTRACT

The Pacific Alliance (PA) is the most recent attempt of economic regional integration in Latin America. This research article analyses the PA from a constructivist theoretical perspective establishing a relationship between the identities of the founding states of the integration process and the definition of its institutional structure. This research hence reviews the integration mechanism of the Alliance from a political perspective as well as from the main approaches to integration prevalent in the region. It is argued that this initiative was designed in order to defend state national interests and react to an aspiration of regional leadership, which explains the adoption of a model of strategic cooperation seeking to strengthen the relationships with powers outside the region and to reduce the dependence on the hegemonic regional power.

Keywords: Pacific Alliance; constructivism; intergovernmentalism; supranationalism; strategic cooperation; regional integration

INTRODUCCIÓN

Desde el siglo XIX, los procesos independentistas en el continente americano fueron el preámbulo para el establecimiento de estructuras subregionales que, lejos de tener un fundamento integracionista, surgieron en respuesta a la vulnerabilidad y dependencia de los Estados de la región respecto de las potencias coloniales (Seatzu, 2015). Consecuentemente, esto no propició la consolidación de mecanismos de integración jurídica, por lo que se dio prevalencia a la adopción de formas de cooperación y asociatividad internacional caracterizadas por el rechazo a la cesión de soberanía estatal hacia instituciones supranacionales.

Por otro lado, son pilares de la integración en el Viejo Continente la consecución y el mantenimiento de la paz, cuestión que se materializaría con la restauración de las relaciones entre Francia y Alemania -países enfrentados entre 1870 y 1945- mediante la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, insignia del regionalismo europeo (Bartesaghi y Pereira, 2016; Fawcett, 1995).

Lo anterior permite constatar que las razones que impulsan el establecimiento de procesos de integración son de diversa naturaleza y en razón a la voluntad de los agentes estatales pueden conllevar la armonización de políticas y normas, como se desprende de la precitada experiencia.

Aunque no hay una definición inequívoca sobre integración regional como corolario de las múltiples aproximaciones teóricas y la falta de sinergia epistemológica entre las diferentes disciplinas (Dirar, 2014), los primeros estudios en este campo sugieren que la integración es un proceso de suma mediante el cual los Estados confieren parte de sus atributos soberanos a una entidad supra que demanda jurisdicción sobre dichas unidades (Haas, 1958).

Este proceso se origina ante la existencia de principios, valores y características comunes que determinan la formación de un nuevo espectro regional (Soderbaum, 2003) respaldado en la decisión estatal de conformar una pieza estructural más grande. Si bien los Estados buscan fortalecer sus propios intereses mediante la potencialización de sus capacidades a través de estos mecanismos, vale la pena mencionar que resulta errado catalogar todo tipo de iniciativa con pretensiones regionales como un verdadero proceso de integración jurídica stricto sensu.

Al respecto, América Latina ha sido epicentro de la creación de modelos institucionales de cooperación internacional, cuya peculiaridad es la protección de la identidad estatal mediante el control de las decisiones por parte de los Estados. Este particular constituye el punto de inflexión entre las dos grandes corrientes que dominan los estudios sobre integración regional: el intergubernamentalismo y el supranacionalismo (Rittberger y Schimmelfennig, 2005).

Según esta misma lógica ejecutiva, la Alianza del Pacífico (AP) surge como un mecanismo intergubernamental propio de los Estados latinoamericanos (Malamud, 2008), creado con el propósito de servir de interlocutor entre distintas regiones del mundo -enfocándose en la región Asia Pacífico- por medio de una pretendida integración económica y comercial entre México, Colombia, Perú y Chile como miembros fundacionales1.

Escapando de las dinámicas estructuralistas del siglo XX en el continente, la AP no solo realza el papel de las regiones como actores centrales de las relaciones internacionales, sino que supone una revaluación de la clásica noción de región fundada en aproximaciones geográficas, insistiendo en la importancia de los valores y principios que originan su construcción (Schermers y Blokker, 2003).

Para discernir dicho panorama, este artículo se divide en tres secciones. En la primera se hace un estudio de la AP desde un enfoque constructivista, en aras de describir su esencia y las características políticas que determinan la existencia de una nueva identidad institucional regional. En la segunda sección se presenta una reconstrucción histórica de los principales enfoques de integración con objeto de auscultar su influencia sobre este mecanismo de integración económica. En la tercera sección se analiza el cuerpo normativo e institucional de la AP a partir de una revisión de su acervo jurídico para determinar potencialidades y desafíos de cara al cumplimiento de los objetivos propuestos.

Como argumento central, se sostiene que la AP nace como un proceso de cooperación subregional caracterizado por su aproximación con centros de poder extrarregionales a partir de la confluencia entre las autoproclamadas potencias secundarias en el continente americano. El artículo busca demostrar que la AP proyecta el voluntarismo estatal con el abandono a un esquema normativo supranacional, por lo que la consecución de un área de integración económica dependerá enteramente de decisiones políticas.

Frente a las premisas planteadas, los autores no toman partida respecto a la primacía de un modelo de cooperación o un modelo de integración, considerando más bien una estrecha asociación entre ambos. De hecho, Haas -principal exponente de los estudios sobre integración- es contundente en afirmar que la cooperación en un área podría extenderse a otras dimensiones, profundizando las relaciones interestatales y propiciando la expansión de la integración regional desde la interdependencia y las concesiones hechas por los Estados (Haas, 1961).

Aun así, la práctica continental americana concibe la cooperación internacional como el mecanismo idóneo para la inserción de los Estados en la economía internacional sin que ello implique la restricción de sus potestades soberanas. Adicionalmente se demostrará que los países fundadores de la AP abandonan la idea de replicar las experiencias de integración de otras regiones del planeta como reconocimiento a sus diferencias y rasgos distintivos.

EL CONSTRUCTIVISMO COMO RAISON D'ÉTRE DEL REGIONALISMO

Perspectiva teórica

Como ya se mencionó, las teorías preponderantes sobre integración regional son el intergubernamentalismo y el supranacionalismo, la primera representada en el manejo de la toma de decisiones por parte de los Estados y la segunda en la permeabilidad de los sistemas domésticos ante la producción de un derecho regional (Rittberger y Schimmelfennig, 2005).

Empero, en las últimas dos décadas los estudios constructivistas dan cuenta del fenómeno de la integración, explicándolo a partir de la existencia de una conciencia e identidad institucionales que fundamentan la pertenencia a una comunidad regional particular que se construye gracias a la conexión política, cultural o lingüística entre Estados que no necesariamente comparten fronteras territoriales (Gammage, 2013).

En su acepción tradicional, el constructivismo se concentra en examinar la naturaleza y el estado de las relaciones entre los diversos actores de la sociedad internacional, las cuales pueden alterarse o perdurar en el tiempo en función de intereses particulares o como derivación de la capacidad de persuasión y disuasión de las instituciones internacionales (Wendt, 1999). Dicha realidad no es ajena a las demandas sociales que conducen los Estados, por lo que el proceder unilateral de una entidad marginal no constituye un elemento suficiente para modificar las voluntades colectivas. Así, la identidad e intereses de los agentes estatales se establecen temporalmente en función de la estructura institucional predominante (Acosta y Manfredi, 2015).

Con dicho marco de análisis se sostiene que las estructuras regionales están íntimamente interrelacionadas con los Estados que las defienden, sustentando la integración en la cohesión de los valores de una comunidad que se refuerzan mediante la capacidad de respuesta mutua de los actores, la confianza y la interdependencia como catalizadores del proceso (Hurrell, 1995; Vargas- Alzate, 2016).

Estos rasgos también fueron referidos por Haas (1961) en su explicación del institucionalismo sociológico en las relaciones internacionales, en donde tuvo ocasión de argumentar que las ideas son esenciales para la toma de decisiones ya que moldean las percepciones de las unidades.

Para los teóricos constructivistas, la aceptación de normas y rutinización de conductas por parte de los Estados se enlazan con sus intereses, supeditando la voluntad de una nueva entidad a las comprensiones domésticas (Haas, 1958). Así se exhibe la relevancia de las instituciones, entendidas como el resultado de ideas, objetivos e intereses comunes entre Estados. Estas cuestiones componen la fuerza centrífuga de los proyectos regionales y crean una suerte de armonía social que impulsa tanto su creación como expansión en términos de membresía y capacidades materiales (Oelsner, 2013).

En oposición a las teorías clásicas, el constructivismo se enfoca en la comprensión de los fenómenos a partir del estudio de los sujetos como agentes sociales cuyo accionar no es exactamente racional o predecible. Uno de sus principales aportes fue la renovación del concepto de seguridad en los estudios internacionales propuesto por la Escuela de Copenhague, en cuya representación aparecen Buzan, W^ver y De Wilde (1998) con la obra Security: a new framework for analysis. Allí, los autores plantean nuevas comprensiones de la seguridad como derrotero de la realidad internacional contemporánea para explicar el proceder de lo que denominan “complejos regionales de seguridad”, es decir, escenarios geográficos determinados con niveles de relacionamiento entre sus unidades (Buzan et al., 1998).

Así se da paso a un proceso de “securitización”: acción mediante la cual los complejos regionales de seguridad identifican la presencia de una amenaza existencial que debe neutralizarse (Buzan et al., 1998). En consecuencia, los Estados y las organizaciones regionales tienen la capacidad de determinar -conforme con sus intereses- aquello que consideran que puede poner en riesgo su estabilidad o posición privilegiada en el sistema internacional independientemente del ámbito del que provenga.

De este modo, los estudios sobre seguridad empezaron a asociarse a fenómenos de diversa índole como la migración internacional, la seguridad humana, el cambio climático o la integración regional, eventos que en todo caso inciden en la supervivencia o decadencia de los Estados (Verdes-Montenegro, 2015).

Lo dicho es relevante toda vez que en un escenario global marcado por divergencias y asimetrías de toda índole, la vulnerabilidad y sensibilidad de los Estados no vienen representadas por las mismas problemáticas en igualdad de proporciones.

Sumado al sesgo teórico existente en materia de seguridad internacional, cabe señalar que las potencias occidentales han intentado influir progresivamente en la construcción de las identidades de otros Estados privilegiando una persuasión discursiva (David, 2008; Verdes-Montenegro, 2015). Muestra de ello es la errada demonización del mundo árabe como resultado de los vínculos que se atribuyen a las organizaciones terroristas con el islam (Cuestas y Martínez, 2016).

En esa medida, las declaraciones emitidas por élites políticas (speech acts) se convierten en una herramienta de legitimación o deslegitimación del proceder y accionar de los Estados en la política internacional que incide de manera directa en sus identidades y comportamientos (McDonald, 2008).

Por consiguiente, la integración regional es el resultado de una construcción social fundada en decisiones políticas que se valen de la confianza interestatal y la interdependencia, las cuales puestas en un lenguaje normativo anteceden la creación de un derecho supranacional (Lang, 2011; Soderbaum, 2003), siendo preciso colegir la construcción, reconstrucción o deconstrucción del regionalismo en función de factores domésticos e internacionales que caracterizan al fenómeno como un tipo específico de interacción social (Gammage, 2013).

Respecto a la estructura normativa de la AP, es válido referir la existencia de intenciones antepuestas a sus propósitos comerciales: el fin último de este mecanismo es reducir la histórica subordinación y dependencia en relación con Estados Unidos como potencia hegemónica; y mejorar la distribución de capacidades de sus miembros en el ámbito económico internacional.

Fundamentos de la Alianza del Pacífico desde un enfoque constructivista

A continuación se evidencia la forma en que este mecanismo se nutre de las identidades de sus Estados parte para construir una entidad securitaria regional. Utilizando un método descriptivo- analítico, se presentan dos variables que, a juicio de los autores, inciden en la construcción identitaria del bloque regional.

El pretendido liderazgo regional

Los miembros de la AP poseen -con excepción de Perú2- una percepción de sí mismos como potencias secundarias en el continente americano pero con limitados impactos internacionales, lo que impulsa la construcción de la iniciativa regional para hacer frente a vecinos más poderosos, ya sea asumiendo una postura conflictiva, competitiva o cooperativa (Flemes, 2012).

Antes de fijar la noción de potencias secundarias, es indispensable aludir a los rasgos de una potencia regional, toda vez que el rótulo de las primeras depende sin duda del alcance y poder de las segundas. En términos generales, la categoría de potencias regionales sugiere que estas se caracterizan por disponer de amplios recursos de poder, tales como una población y un producto

interno bruto considerablemente superiores a los de los demás países de la región, lo que las lleva a definir la estructura de los complejos regionales de seguridad referidos por la Escuela de Copenhague (Nolte, 2006).

Se puede inferir entonces que el aspecto central en la caracterización de las potencias regionales desde este enfoque de análisis tiene que ver con el reconocimiento de su liderazgo y jerarquía por parte de los demás Estados en la región.

Así las cosas, parece indiscutible que, a través de este bloque regional, países como Colombia y Chile -hasta ahora con un rol intermedio en Suramérica- pretenden disputar el liderazgo regional de Brasil expresado a través del Mercosur, a lo que se suma la presencia de una potencia regional externa como México que busca influir en las dinámicas continentales mediante una estrategia de contrapeso o soft balancing (Pastrana, Betancourt y Castro, 2014; Zarandi, 2014). En esa medida, la proyección regional de Brasil es una amenaza que debe ser “securitizada” para garantizar la inserción internacional de los miembros de la AP.

Como potencias secundarias que ocupan una posición subordinada respecto de la potencia regional en razón a sus capacidades materiales pero que gozan de una superioridad frente al resto de Estados de la región a la que pertenecen, los miembros de este mecanismo procuran tener un papel más activo en escenarios multilaterales con la intención de mantener relaciones más estrechas con algunos de los Estados más influyentes en la transformación del sistema internacional, replanteando la existencia de una política exterior unidireccional hacia Estados Unidos sin tener que renunciar a su proximidad.

Afinidad con Estados Unidos y diversificaclón de socios estratégicos

En conexión con lo expuesto, todos los países de la AP -si bien en proporciones distintas- tienen una gran cercanía con Estados Unidos y con la doctrina del neoliberalismo económico, aunque su nivel de relacionamiento con la potencia hegemónica es ahora menos subordinado.

En el caso colombiano, históricamente sus relaciones exteriores se conducen según la política del respice polum o mirada hacia el norte. Este término fue acuñado en 1918 para dar cuenta de la importancia de la relación político-diplomática con Estados Unidos. Por tanto, resulta previsible que su estrategia de inserción internacional se sustente fundamentalmente en: i) la participación en el sistema económico internacional, ii) los procesos de integración regional y iii) la firma de tratados de libre comercio (TLC) (Cardona, 2011; Garay, 2011; Oyarzún y Rojas, 2013; Vargas-Alzate, 2016).

Sin excepción, todos los miembros de la AP han suscrito un TLC con Estados Unidos y la Unión Europea (UE), y a su vez promueven los principios del libre comercio. Empero, esta iniciativa propende por el fortalecimiento de las relaciones de sus miembros con algunas de las potencias en ascenso en el siglo XXI emplazadas en la región Asia Pacífico, dándoles la opción de cooperar simultáneamente con diferentes actores regionales en función de sus objetivos nacionales sin contar con un mecanismo de coordinación política regional, estrategia a la que se le denomina “regionalismo modular” o acuerdos de “geometría variable” (Nolte y Wehner, 2013; Thoene y Gaitán, 2014).

Sobre este rasgo de los procesos de cooperación, los miembros de la AP propugnan una idea de asociatividad apoyada en la multipolarización estratégica o el relacionamiento externo, en donde

el criterio de cercanía geográfica deja de ser el cimiento del regionalismo para ser sustituido por razones de política doméstica.

Para el caso en concreto, la AP no solo profundiza los vínculos comerciales entre sus miembros sino que dada su baja institucionalidad -referida en la tercera sección-, no representa costo alguno para la soberanía de los Estados y mejora la posición de sus socios en el sistema internacional sobre la base del fortalecimiento de las relaciones con Asia Pacífico (Oyarzún y Rojas, 2013).

Entendiendo que las bondades de la integración no dependen solo de la interrelación entre los actores del proceso sino de sus aproximaciones con los centros de poder emergentes, los movimientos autonomistas se erigen sobre la base de la cooperación transcontinental, promovida por esta iniciativa subregional (Pampillo, 2015).

La AP constituye un modelo de regionalismo que plantea una visión alternativa de la integración económica renuente a la creación de un derecho regional que le permite adaptarse a la volátil realidad internacional mediante la articulación inicial entre economías fuertemente interdependientes. En todo caso, la diversificación de socios estratégicos es y ha sido una característica de los procesos de integración en la región (Tokatlián, 2011), y por tanto no es un rasgo del todo novedoso para la literatura en la materia.

La siguiente sección ofrece un abordaje histórico de la integración regional en el continente americano a fin de comprender la influencia que la tradición jurídica ha tenido sobre esta nueva iniciativa regional, así como para mostrar la importancia que se le ha adjudicado a la dimensión interna de la soberanía.

LA INTEGRACIÓN HEMISFÉRICA EN RETROSPECTIVA

Como eje axiomático, el pensamiento internacional de Bolívar y las ideas de Kant fueron la base sobre la cual se forjaron las primeras alianzas en el continente americano en el siglo XIX. Como característica central, la protección a la identidad estatal y la reducción de la dependencia son la esencia misma de los proyectos políticos (regionalismo) y de interdependencia (regionalización) que han tenido lugar en la región.

La primera fase histórica de la integración en América denominada “hispanoamericanismo” data entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, luego de que la monarquía española promoviera la unificación cultural mediante la formación de una comunidad ibérica (Pampillo, 2015). Para fines prácticos, esta sección hace referencia exclusiva a aquellas fases históricas que guardan relación con las variables que determinan la identidad institucional y securitaria de la AP, y que se abordaron en la sección precedente.

Habida cuenta de lo anterior, se vislumbran tres fases que coinciden plenamente con la naturaleza, definición y alcance de este mecanismo: fase emancipadora, fase de cooperación y fase de fragmentación subregional. A continuación, un breve pero oportuno recorrido histórico de dichas fases -expuestas de forma cronológica- a fin de establecer vínculos con esta iniciativa subregional y proponer perspectivas comparadas de estudio en las cuales corresponde a los internacionalistas latinoamericanos ahondar.

El latinoamericanismo como propuesta de emancipación

Las iniciativas de esta fase histórica de finales del siglo XIX tuvieron como objeto la proyección de la unidad americana con base en la existencia de una homogeneidad histórica y cultural que pudiese contrarrestar la capacidad de influencia y dominación de las potencias extranjeras europeas.

Como pilares del latinoamericanismo emergieron la integridad y la unidad de los pueblos que, mediante alianzas político-militares, expresaron su renuncia a la dependencia colonial (Casas, 2007).

Este proyecto regional tuvo dos etapas: una primera ligada al pensamiento internacional de líderes políticos que se oponían a la dominación de España y Portugal, como lo fueron Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo O'Higgins, Francisco de Miranda y Melchor de Talamantes, considerados algunos de los más grandes exponentes de los ideales independentistas en Latinoamérica (Pampillo, 2015); y una segunda etapa concerniente a la comprensión del ser latinoamericano que recibió el nombre “Generación del 900”, en reconocimiento a una corriente literaria originada en Uruguay surgida a postrimerías del siglo XIX con la que se objetaba las conductas intervencionistas de Estados Unidos (Obregón, 2009).

Como muestra reveladora de este periodo, aparecen las primeras iniciativas de integración jurídica emanados de los procesos de independencia y antiimperialismo en la región y reflejados en fórmulas jurídicas formales, como el Tratado Público de la Nueva Granada de 1811 -considerado el primer instrumento de derecho internacional público de la región-, la Carta de Jamaica de 1815 que constituye la base de la identidad institucional, la Declaración de Angostura y el Congreso Anfictiónico de Panamá, todos promovidos por Simón Bolívar (Cavelier, 1997; Vásquez, 1996). Así las cosas, el latinoamericanismo ha supuesto el reconocimiento de una identidad cultural que busca resguardarse bajo algunos de los ejes vertebrales del sistema de Westfalia, como lo son la igualdad jurídica de los Estados, la autodeterminación de los pueblos, la integridad y soberanía territorial, así como el principio de no intervención en asuntos domésticos.

De la influencia norteamericana a la cooperación internacional

Desde principios del siglo XIX y en respuesta al rechazo que los pueblos hispanoamericanos profesaban hacia el intervencionismo europeo, apareció el americanismo como una estrategia de dominación estadounidense sobre su zona física de influencia, cuyo principal antecedente fue la Doctrina Monroe de 1823 con la consigna “América para los americanos” (Obregón, 2009).

Teniendo en cuenta que la receptividad de tal iniciativa no fue tan contundente como se esperaba luego de una serie de intervenciones norteamericanas en la región entre las que resaltan la incursión en la Guerra de México de 1848 y la invasión a Nicaragua en 1855, se produjo un movimiento político-diplomático denominado “panamericanismo”, que buscaba reafirmar la cooperación y la unidad entre los países del continente, pero excluyendo cualquier tipo de injerencia de las potencias.

Como escenario de discusión sobre los asuntos regionales se establecieron las conferencias interamericanas o panamericanas, en cuya novena edición, que se celebró en Bogotá en 1948, se instituyó la Organización de Estados Americanos, una organización internacional de cooperación que propicia el diálogo político y la integración en procura del fortalecimiento de la democracia, la promoción de los derechos humanos, el mantenimiento de la paz y la seguridad hemisférica (Manger, 1960).

Paradójicamente, la sede de la organización se encuentra en el Distrito de Columbia, Estados Unidos. No en vano se subraya que además de haber sido fundada en un escenario de confrontación bipolar este-oeste, el organismo terminó convirtiéndose en un foro hegemónico que convalida la política intervencionista de Washington (Pampillo, 2014).

Para la segunda mitad del siglo XX, proliferó en el continente un grupo de iniciativas de regionalización económica que se redujo a la concertación comercial y económica (Corchado, 2009) y cuyos orígenes se remontan a las propuestas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe en los años cincuenta. Estos nuevos desarrollos fueron asociados a una condición natural de continuidad geográfica, lo que supuso la organización del continente en cinco subregiones: Centroamérica, Caribe, Andes, Cono Sur e Iberoamérica.

A partir de dicha organización subregional, los primeros procesos de integración latinoamericana se enfocaron en reducir la pobreza e inequidad social a través de una integración de mercados, siendo el caso el del Mercado Común Centroamericano creado mediante el Tratado General de Integración Económica Centroamericana de 1960 y la Comunidad Andina de Naciones (CAN) que se instituyó con el Acuerdo de Cartagena de 1969.

Otros mecanismos regionales que vale la pena mencionar son la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi), el Pacto Andino y la Comunidad del Caribe (Caricom), los cuales intentaron consolidar mercados comunes inspirados en el modelo de integración europea.

Comparativamente, la integración europea y la integración latinoamericana fueron impulsadas por causas del todo opuestas: mientras que en Europa la integración se fundó sobre la base de la búsqueda de la paz y la armonización regional a través de propuestas de soberanía compartida que limitaran el proceder unilateral de los Estados como la principal amenaza a la supervivencia, la integración latinoamericana se redujo al ámbito de la protección de la soberanía westfaliana (Prieto y Betancourt, 2014).

Este aspecto ha contribuido a que la valoración hecha a la AP sea en referencia a su identidad institucional por sobre una identidad colectiva: mientras la primera expresión atañe a la articulación por motivos de interés racional, histórico o sociológico, la segunda denota un mayor grado de convergencia que se manifiesta en sentimientos compartidos de lealtad, solidaridad y pertenencia a una región por parte de los Estados, como ocurre en el caso europeo (Oelsner, 2013).

Así las cosas, el proceso de constitución de la UE puede entenderse desde dos ejes fundamentales: el supranacionalismo y el constructivismo. El primero supone la delegación voluntaria de los poderes soberanos de los Estados a un nuevo órgano que pretende satisfacer necesidades comunes (Herrera, 2016) y el segundo se sustenta en la idea de potencializar la búsqueda del interés común y la seguridad colectiva como muestra de la existencia de unos valores fundamentales homogéneos.

Como reflejo de la filtración de ambos enfoques en el proceso, tanto el tratado de creación de la UE, como su tratado de funcionamiento, evidencian la voluntad y decisión política de los países europeos de ceder parte de su soberanía para alcanzar los propósitos de integración económica y política.

Por su parte, en América Latina la integración se construyó como una respuesta a la debilidad doméstica de los Estados que se veía representada -entre otras cosas- en la falta de control sobre el monopolio legítimo del uso de la fuerza, fragilidad institucional, subdesarrollo y desindustrialización, por lo que se ha intentado promover un rol activo de los Estados para romper con los vínculos de dependencia y limitando la transferencia efectiva de la soberanía estatal. Por esto, mientras que la integración europea matizaba la soberanía externa, en América Latina la integración fortalecía la soberanía interna (Prieto y Betancourt, 2014).

Vale la pena insistir en que la variedad de mecanismos de integración regional fue el producto de esfuerzos de coordinación y cooperación política que buscaban blindar a los países de la región de externalidades negativas generadas por la propensión hacia los tradicionales centros de poder. En cualquier caso, la coexistencia de sistemas subregionales acentuó la disgregación latinoamericana.

La Alianza del Pacífico y el autonomismo regional

La anterior revisión histórica no tuvo la finalidad de reconstruir detallada o exhaustivamente los cimientos de la integración jurídica latinoamericana, sino más bien exponer algunos puntos que enriquecen la discusión en torno a la posición que ocupa la AP en el escenario actual.

Corresponde ahora revisar la forma en la que esta iniciativa da continuidad a los postulados básicos del latinoamericanismo y el panamericanismo, de manera tal que se sienten las bases de su modus operandi en un convulsionado sistema internacional, propio de la decadencia de los poderes hegemónicos y el ascenso de sistemas internacionales de poder en fragmentación (Kaufman, 2010).

En primer término, este proyecto debe catalogarse como un intento de diversificación de la política exterior. Dicho sea de paso, la estrategia de vinculación transpacífica obedece al peso de la región asiática en la escena global y a la reducción de la supremacía norteamericana debido a la crisis de las hipotecas subprime en 2008 (García, 2011). Precisamente es el despliegue internacional de las naciones asiáticas lo que ha propiciado un reequilibrio en el relacionamiento entre Occidente y Oriente (Tokatlián, 2011).

A pesar de la evidente afinidad ideológica entre los miembros de la AP y Estados Unidos que se refleja en una interpretación similar de la geoeconomía global, la internacionalización de la economía y la atracción de inversiones (Pastrana et al., 2014), este proyecto constituye un modelo autonomista en la medida en que pretende evitar que la potencia hegemónica imponga sus condiciones sobre el conjunto de miembros del mecanismo, sin que ello se traduzca en un menoscabo a su cordial relación ideológico-política.

Lo precedente no es más que una constatación del componente social que está inmerso en la actividad económica y en la estructura del sistema internacional, en donde los actores políticos adoptan un enfoque de maximización de intereses como fundamento sobre el cual se erige su interacción comercial (Gammage, 2013).

La importancia de Asia Oriental se hizo más contundente con el establecimiento en 2010 del área de libre comercio entre la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático y China, catapultando a este último hacia el protagonismo de la economía internacional y amenazando la relación comercial de Estados Unidos con su principal zona de influencia (Vargas-Alzate, 2016).

No obstante, el poderío militar que detenta Estados Unidos en la región no puede compararse con el de ninguna potencia extrarregional, de modo que si bien los países latinoamericanos han profundizado sus relaciones con otros Estados para conseguir una mayor autonomía internacional, esto no comporta una readaptación de sus sistemas de alianzas en campos como la seguridad hemisférica o la cooperación política (Tokatlián, 2011).

Aunque el intercambio económico entre China y los miembros de la AP fuese poco significativo a lo largo del siglo XX, el ejercicio multidireccional de establecer relaciones diplomáticas con naciones del sudeste asiático supuso un aumento significativo del comercio exterior. En particular, desde la década de los ochenta, los países latinoamericanos empezaron a fijar conexiones con esta región del planeta para la internacionalización de sus economías, siendo más tímido el caso colombiano (Velosa, 2010), país que tan solo hasta 2010 con la llegada a la presidencia de Juan Manuel Santos promovió el fortalecimiento de sus lazos comerciales y diplomáticos con actores extrarregionales como parte de una estrategia de aproximación hacia el Pacífico (Pastrana et al., 2014).

En términos comparativos, mientras que en 1990 el comercio con China era inferior al 0,3 % del comercio exterior colombiano, para el año 2008 este ascendería hasta un 12 % (García, 2011). En efecto, así se logró disminuir la atención excesiva que se prestaba a Estados Unidos y se dio un viraje parcial hacia la política exterior del respice similia o mirada a los semejantes.

A pesar de los esfuerzos por diversificar sus relaciones con otros centros de poder, Colombia sigue confiriendo una importancia particular a las relaciones con Estados Unidos, prolongando así su dependencia -principalmente económica-. Estas decisiones del Estado llevaron a que el tratamiento que centros de poder como China, Corea del Sur o Japón conceden a Colombia fuese igualmente secundario, esto si se comparan los nexos de estos actores con países del vecindario como Brasil, Argentina, Chile y México.

Este escenario conlleva a que la AP se catalogue como una iniciativa subregional que desafía los paradigmas tradicionales del latinoamericanismo al perpetuar su alineación instrumental con Estados Unidos.

En cualquier caso, el modelo adoptado por la AP y los factores comunes entre sus miembros, permiten definir a esta iniciativa como una dinámica regional evolutiva que trasciende las perspectivas de integración, supranacionalismo e influencia extranjera para convertirse en una estrategia flexible, despolitizada y desinstitucionalizada que acoge un modelo de cooperación internaciona que propugna por una simetrización interregional.

Desde la perspectiva del nuevo regionalismo (Gammage, 2013), este bloque regional está influenciado sobre todo por factores externos que impulsaron su creación, moldearon su estructura normativa y determinaron las que serían sus estrategias de articulación extrarregional (Oyarzún y Rojas, 2013).

Si bien no es indispensable que los países de la AP participen en las mismas instituciones y/o foros internacionales, la posibilidad de lograr una articulación con Asia Pacífico se supedita a la presencia de Colombia, Perú, Chile y México en los siguientes escenarios multilaterales, de modo que se amplíe su relación con la cuenca del Pacífico: Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (Apec, por su sigla en inglés), Foro de Cooperación de América Latina y Asia del Este (Focalae) y Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (Pampillo, 2014), a los que se suma la Organización para

la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), una organización internacional que reúne a las economías más desarrolladas y sólidas del mundo (Pastrana et al., 2014).

Esta necesidad llevó a que la AP adoptara un modelo intergubernamental en respuesta a necesidades coyunturales. Diferenciándose de los tradicionales esquemas de integración regional, dicho proyecto persigue fines esencialmente económicos, lo que evidencia su bajo nivel de institucionalidad, burocracia y politización. De hecho, en momento alguno los líderes de los países que integran este mecanismo han expresado su intención de armonizar políticas económicas o crear herramientas institucionales, ya que esto conllevaría una cesión de sus potestades soberanas (Prieto y Betancourt, 2014).

Así por ejemplo, mientras que Colombia y Perú conciben a la AP como una salida a la ralentización de la CAN, Chile desea potenciar su economía dentro de un instrumento despolitizado y México busca reafirmar sus intenciones de liderazgo en Sudamérica.

Se puede concluir preliminarmente que la AP funciona a partir de la lógica de la cooperación estratégica, ya que las decisiones adoptadas e implementadas por los gobiernos establecen el conducto para vehicular los intereses estatales a través de un proceso de coordinación política, dando cuenta de la relevancia que para estas naciones tiene la adopción de un modelo intergubernamental que promueva la defensa de sus intereses.

En la sección final se hace un examen del diseño normativo y jurídico de la AP con el fin de determinar los retos y desafíos del mecanismo y, en general, de los procesos intergubernamentales.

DISPOSICIONES GENERALES DE LA ALIANZA DEL PACÍFICO

Si bien esta sección se ocupa de sentar las bases para hacer una valoración respecto del entramado jurídico e institucional de este mecanismo de integración subregional, es importante resaltar que son los aspectos sociales y políticos los que fijan su alcance y naturaleza jurídica mediante la formación de una identidad institucional. De lo anterior puede afirmarse que la construcción de una entidad institucional se merma cuando los intereses de los Estados difieren considerablemente (Acosta y Manfredi, 2015).

Partiendo de la premisa según la cual los factores identitarios son claves para la emergencia de procesos de integración como el resultado de una construcción social de los agentes estatales (Klabbers, 2015), el alcance material del proceso sometido a escrutinio se deriva de la influencia cultural y política de sus miembros, entendiendo que el proceso en sí mismo es una plataforma para la promoción de los intereses nacionales (Oelsner, 2013).

De acuerdo con el enfoque constructivista, el lenguaje y el discurso político son la expresión más palpable de los ideales de los agentes estatales, dando muestras de sus intenciones y posturas así como de aquello sobre lo cual no desean negociar (Risse, 2004).

La AP se define como una iniciativa propia del regionalismo autonomista en un escenario de transformación del sistema internacional delimitado por pesos y contrapesos, en el que resulta imposible obviar el potencial económico de los países que componen la cuenca o marco geográfico del océano Pacífico. El siguiente examen se hace según el acervo jurídico existente y en etapa de desarrollo, el cual, en cualquier caso, puede ser objeto de modificaciones y dar paso a la constitución de una organización internacional con facultades supranacionales sobre la base de la voluntad del poder ejecutivo.

Naturaleza jurídica

En armonía con la Declaración de Lima suscrita en 2011 y el Tratado de Paranal de 2012 como tratado constitutivo, la AP se establece con el propósito de conformar “un área de integración profunda, que busca avanzar progresivamente hacia la libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas” (Acuerdo Marco, 2012).

Siendo esta la estructura del accionar de la AP, puede denotarse que el Tratado de Paranal no contempla cesión de competencias soberanas, y por el contrario, hace énfasis en la voluntad de instaurar un espacio de concertación cuyo cimiento sea el consenso (Tremolada, 2014a).

En ese sentido, la AP se configuraría a la luz de la teoría clásica de la integración como un mercado común mediante el cual se facilita la libre circulación de bienes, servicios y factores productivos de los miembros (Balassa, 1980). No obstante, en la práctica este bloque regional apenas alcanza a consolidar un área de libre comercio con sujeción a protocolos ratificatorios en cada uno de los miembros, evidencia de la naturaleza intergubernamental del mecanismo (Seatzu, 2015; Tremolada, 2014a).

Desde una perspectiva jurídica, la AP se compone de su tratado constitutivo o Acuerdo Marco, el Protocolo Adicional al Acuerdo Marco y sendas declaraciones adoptadas por los respectivos jefes de Estado.

Hasta la fecha se han adoptado doce declaraciones presidenciales a través de las cuales se infiere el alcance jurídico de la AP. Como instrumentos de soft law carentes de fuerza vinculante, el contenido de dichas declaraciones es meramente programático y se limita a resaltar el ideal de profundizar la cooperación política y consolidar una zona de libre comercio. Así pues, dichas declaraciones no involucran la asunción de obligaciones o cláusulas imperativas (Díaz-Cediel, 2016).

Si bien una de las características de este mecanismo es que ofrece la posibilidad a sus miembros de concertar acuerdos económicos, comerciales y de integración bilateral, regional y multilateral, tal libertad desvirtuaría la pretendida articulación con otras regiones, ya que los Estados se verían abocados a aplicar medidas discriminatorias en virtud de una superposición de obligaciones -como sucedería con Colombia y Perú a propósito de su pertenencia tanto a la CAN como a la AP-, a menos que los Estados decidieran negociar en bloque regional y no sobre la base del unilateralismo estatal (Tremolada, 2014b).

Por otra parte, tanto el Preámbulo como el artículo 2 del Tratado de Paranal reiteran una serie de requisitos esenciales para la participación de los Estados en la AP, iniciativa que por cierto está abierta a la a la adhesión de nuevos Estados que compartan los ideales allí previstos. Los requisitos a los que se hace mención son: i) la vigencia, extensión y consolidación de la democracia, ii) el fortalecimiento del Estado de derecho y la separación de poderes y iii) la protección, promoción y respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales (Acuerdo Marco, 2012).

Aunque se reconoce el valor de lo consignado en el artículo 2, dicha disposición carece de fuerza vinculante en la medida en que no contempla ningún tipo de sanción en caso de incumplimiento,

pese a proyectar la identidad institucional del mecanismo tanto a nivel doméstico como internacional. (Oelsner, 2013).

Al contrario de lo que ocurre en la AP, la UE prevé una serie de parámetros sine qua non para el ingreso de nuevos Estados a la organización, que de violarse acarrean sanción y hasta una eventual suspensión de los derechos de un Estado como miembro de dicha organización supranacional (Pampillo, 2015).

Con esto, se reitera que los miembros de la AP pueden invocar razones de derecho interno so pretexto de la soberanía, sin que ello se penalice hasta tanto el mecanismo no cuente con un verdadero piso jurídico común, momento en el que sus voluntades se verían restringidas por un orden supranacional exigible que se soporta en el derecho comunitario.

Así pues, la composición y forma de adopción de las decisiones de la AP permiten categorizarla como una organización intergubernamental de cooperación que no goza de independencia jurídica y no se corresponde con el objetivo de integración profunda (Tremolada, 2014a), evidenciando su vocación institucional económica (Oelsner, 2013).

Este particular resulta cardinal para la determinación de la naturaleza jurídica de la AP. Precisamente, un completo estudio del internacionalista Díaz-Cediel (2016) demuestra que si bien a grandes rasgos la AP parece comportar los elementos para constituirse como una organización internacional, a saber: i) la constitución mediante un instrumento internacional gobernado por el derecho internacional con un objeto y fin establecido, ii) su composición y creación por Estados como lawmakers del derecho internacional, iii) una presunta personalidad jurídica internacional oponible a la de sus miembros y iv) una estructura orgánica definida con órganos dotados de funciones específicas, ni las atribuciones conferidas a sus órganos ni los objetivos previstos en su tratado precisan del ejercicio de una nueva personalidad jurídica internacional.

Ante una eventual atribución de responsabilidad internacional derivada de la violación de una obligación internacional, son los Estados individualmente quienes incurren en la comisión de un hecho internacionalmente ilícito. Así pues, es el derecho internacional general el que regula las relaciones de los miembros de la AP entre sí y frente a terceros Estados u organizaciones y no un verdadero derecho comunitario emanado de un ordenamiento jurídico regional particular (Tremolada, 2014b).

En términos generales, la única integración concertada entre los miembros de la AP tiene lugar en el mercado de valores, luego de la creación del Mercado Integrado Latinoamericano, que permitió la eliminación de los costos de transacción financiera mediante la integración financiera de las bolsas de valores de Colombia, Perú, Chile y México (Prieto y Betancourt, 2014).

Por demás, el rasgo novedoso de la AP se enmarca en la existencia de acuerdos de cooperación que dieron paso a la creación de: i) una plataforma de movilidad académica y estudiantil que promueve -sirviéndose de becas- el intercambio de estudiantes universitarios de pregrado y posgrado así como de docentes e investigadores, ii) un fondo de cooperación para financiar proyectos de diversa índole, iii) una red de investigación científica en materia de cambio climático, que pretende el intercambio de experiencias y la aplicación de conocimientos científicos en políticas públicas y iv) algunos acuerdos que aspiran a mejorar la competitividad de las micro, pequeñas y medianas empresas de cada uno de los miembros de la AP (Pampillo, 2015; Tremolada, 2014b).

Estructura institucional

El diseño institucional de la AP se fundamenta en la defensa de la soberanía de sus miembros a través de la configuración de un mecanismo de corte intergubernamental (Tremolada, 2014b).

Según dispone su entramado jurídico, la estructura institucional de la AP está conformada por: i) el Consejo de Ministros de Relaciones Exteriores y Comercio Exterior al cual se le atribuye la toma de decisiones para el desarrollo de los objetivos y acciones del tratado, ii) el Grupo de Alto Nivel que se integra por viceministros de Relaciones Exteriores y Comercio Exterior y supervisa los avances de grupos técnicos, iii) los grupos técnicos de servidores públicos y iv) el Consejo Empresarial que se encarga de enviar recomendaciones a los demás órganos y se compone de empresarios. El diseño institucional de la AP también incluye las cumbres presidenciales y una presidencia pro tempore que se ejerce de manera rotativa por cada Estado según el orden alfabético -en la actualidad la ostenta Chile-.

La estructura institucional del bloque regional busca replicar -de forma menos sofisticada- el sistema de cooperación tripartito del Pacífico, compuesto por el Consejo Económico de la Cuenca del Pacífico (PBEC), el Consejo de Cooperación Económica del Pacífico (PECC) y el Apec, integrados por representantes de las economías asiáticas, empresarios y academia (García, 2011).

En cualquier caso, la estructura institucional de la AP suscita interrogantes, máxime porque sus órganos no poseen suficiente margen de maniobra como para imponer unos mínimos de representación de la AP en conjunto, esto sin obviar la inexistencia de un método expedito para la toma de decisiones. En efecto, la AP deja en un nivel de jerarquía a las cumbres de jefes de Estado como máximo escenario deliberativo y ubica en una posición relegada al Consejo de Ministros como órgano responsable de ejecutar precisamente las decisiones adoptadas por los mandatarios de Estado del bloque (Oyarzún y Rojas, 2013; Tremolada, 2014a).

La AP no cuenta con un marco institucional suficiente como para modificar la legislación doméstica de los socios del bloque, retrasando la garantía de la libre circulación de bienes, servicios, capitales y personas. En esa medida, el propósito de integración económica se subordina a la directa supervisión de cada Estado, tal como se desprende del artículo 5 del Tratado de Paranal, según el cual “las decisiones del Consejo de Ministros y otros acuerdos en el ámbito de la AP se adoptarán por consenso y podrán contemplar diferentes tratamientos y/o modalidades para la consecución de los objetivos de la AP” (Acuerdo Marco, 2012).

Así pues, la AP es un modelo de integración soft carente de un derecho supranacional, proyectándose ante otras regiones como un mecanismo intergubernamental que se vale de las clásicas herramientas del derecho internacional expresadas en la soberanía inalterada de los Estados, su poder decisional y la inexistencia de órganos comunitarios (Seatzu, 2015).

La AP solamente cuenta con un mecanismo para la solución de controversias en materia comercial según el artículo 16.2 del Protocolo Adicional, pese a que el artículo 12 del Acuerdo Marco preveía que seis meses después de su entrada en vigor se iniciarían las negociaciones para la creación de un órgano que conociera de cualquier diferencia jurídica.

Asimismo, la AP no posee un tribunal de justicia que garantice la interpretación y el desarrollo de un derecho regional.

Con todo esto, puede concluirse que la AP no cuenta con órganos dotados de funciones plenarias, ejecutivas o administrativas de carácter permanente, impidiendo deslindar los actos de esta iniciativa subregional respecto de aquellos de sus miembros. En suma, las organizaciones intergubernamentales afectan los procesos de negociación como corolario del poder endosado a los agentes estatales (Acosta y Manfredi, 2015).

De las funciones de los órganos creados se precisa que estos no tienen la habilidad de imponerse ante las legislaciones de los Estados y crear un área de integración regional mediante instituciones que ejercen ciertas competencias por tradición atribuibles a los Estados. Por el contrario, los órganos de la AP son estrictamente una expresión de las voluntades de cada uno de los socios y en nada pueden influir en la promulgación o implementación de la legislación producida por los Parlamentos de cada Estado para facilitar la integración económica profunda, potenciando así la cooperación entre las partes como eje articulador.

CONSIDERACIONES FINALES

La relevancia del derecho de la integración en un continente tan fragmentado y desarticulado como el americano, reside en el impacto que este produce en otras disciplinas de la ciencia jurídica -como el derecho constitucional, internacional, privado, penal o ambiental-, así como en la eventual yuxtaposición de obligaciones internacionales que asumen los Estados en el marco de una enmarañada proliferación normativa y de su participación en múltiples organismos regionales intergubernamentales (Tremolada, 2014a).

De cualquier forma, aunque la inserción internacional dependa en buena medida de la construcción de condiciones jurídicas estables, estas se diseñan mediante la acción de la política exterior, es decir, el proceso en el que tiene lugar la toma de decisiones resulta siendo el ámbito sociopolítico (Haney, 1995).

Con esto se reafirma que las instancias de diálogo político y cooperación son la base social con la cual se construye, reconstruye o deconstruye un proceso de integración, de cara a ofrecer respuestas a las demandas del sistema internacional contemporáneo. De todos modos, la naturaleza intergubernamental de la integración económica latinoamericana impide el desarrollo de cláusulas de ejecución u órganos con capacidad de evitar repliegues de dichos procesos como consecuencia de la falta de voluntad política (Malamud, 2008).

Vale la pena reiterar la existencia de unas condiciones históricas y materiales como catalizadoras de la integración regional latinoamericana. Estas vienen representadas en una irrefutable homogeneidad cultural, lingüística y religiosa, así como también en una invaluable riqueza material que se extiende a lo largo y ancho del hemisferio, la cual, de aprovecharse, facilitaría la creación de un derecho comunitario supranacional que garantice mayores niveles de desarrollo económico.

No obstante, los países latinoamericanos insisten en crear mecanismos de integración intergubernamental, toda vez que se tiende a asociar la integración jurídica con la amputación de las prerrogativas estatales.

Esto, aunado a la promoción de valores y principios mediante declaraciones que carecen de fuerza vinculante, retrasa la creación de un derecho supranacional y la imposición de medidas jurídicas ante su eventual incumplimiento, dejando en el plano del voluntarismo el alcance y efectividad de los procesos.

Para el caso de la AP, se destaca que este proyecto político amplía las comprensiones clásicas sobre el regionalismo, en tanto que se cimienta en una identidad compartida entre Estados con independencia de su ubicación geográfica, dando paso a un megarregionalismo o regionalismo suprageográfico como una nueva interpretación del espacio regional (Pastrana et al., 2014).

No obstante las proyecciones económicas del bloque regional y la presunta estabilidad política de sus miembros, la AP adolece de una serie de trabas estructurales que limitan su capacidad real de constituirse en una plataforma de articulación con proyección hacia el Pacífico y con capacidad de competitividad internacional.

Primero, no existe una política conjunta de la iniciativa enfocada en el fortalecimiento de sus relaciones diplomáticas con la región Asia Pacífico, hecho que constatan dos realidades: i) mientras que Chile, México y Perú forman parte del Apec, el PECC, el PBEC y el Focalae, Colombia no participa del Apec en virtud de la moratoria que le fue impuesta hasta 2016, toda vez que no se encontró que sus exportaciones hacia la región en mención fueran significativas (Velosa, 2010); y ii) de los cuatro miembros de la iniciativa, solamente dos de ellos -Chile y México- forman parte de la OCDE, dejando en evidencia la fractura interna de la AP como resultado de los problemas que aquejan a Perú y Colombia en materia de institucionalidad y gobernanza pública, pese a que ambos Estados -Colombia desde 2012 y Perú desde 2016- están en proceso de ingreso a esta organización internacional.

Segundo, la AP no cuenta con suficiente presencia física (embajadas y consulados) en la cuenca del Pacífico, lo que expone la falta de priorización estratégica en materia de política exterior así como su falta de contundencia (García, 2011). Se aduce entonces la existencia de una especie de autocensura -al menos institucional- que limita la capacidad de acercamiento con el Asia Pacífico y restringe las posibilidades de llevar a cabo acciones de advocacy a instancias de foros gubernamentales con perspectivas de birregionalismo. Así, resulta viable que los países de la AP compartan sedes diplomáticas como ya lo hicieron en Ghana, Vietnam, Marruecos, Argelia, Azerbaiyán y Singapur (Tremolada, 2014b).

Tercero, la AP corre el riesgo de acentuar la polarización regional al depender de sus relaciones con Estados Unidos y la UE para vehicular sus aspiraciones de inserción internacional, particularmente en el Pacífico. Lejos de ser un instrumento que promueve la cohesión regional (Seatzu, 2015), no se vislumbra por ahora una estrategia de articulación entre la AP y las principales subregiones del continente, lo cual sin duda potenciaría la integración jurídica latinoamericana y promovería el desarrollo comercial e industrial del continente si se apreciara la vasta extensión territorial y riqueza natural del hemisferio.

Cuarto, y unido a lo anterior, la eventual relación económica y comercial entre la AP y los países asiáticos ubica en un plano de subordinación y desigualdad la naturaleza de los acuerdos, puesto que la oferta exportadora de los países de la iniciativa subregional está principalmente definida por productos primarios e insumos sin valor agregado. La actual etapa de reprimarización o desindustrialización de las economías nacionales amenaza con crear déficits en la balanza comercial (Pastrana et al., 2014), por lo que resulta vital que se creen estrategias encaminadas a fortalecer la atracción de inversión extranjera en sectores de producción de bienes manufacturados, así como también cadenas de valor que faciliten el establecimiento de economías de escala.

Quinto, si bien se argumentó que la AP busca reafirmar los intereses nacionales de sus miembros, vale la pena hacer una precisión. Aunque los países que integran el mecanismo comparten una afinidad ideológica, es en últimas el liderazgo de los países asiáticos en la economía internacional el que sustenta el nacimiento de esta iniciativa. De variar la posición de las economías emplazadas en Asia Pacífico o ante una eventual llegada a la presidencia de uno de los países de la AP un jefe de Estado con orientaciones disímiles al neoliberalismo económico, el alcance del bloque regional se vería sustancialmente mermado.

En suma, los cambios en el sistema internacional pueden generar una divergencia en la forma a través de la cual los Estados desean lograr sus objetivos. Siendo un proceso basado en decisiones sociales expresadas por actores gubernamentales, la AP se ve expuesta a: i) desacuerdos políticos entre sus socios como consecuencia de la falta de políticas de Estado de largo aliento, así como, ii) la (in)estabilidad de los sistemas de los nuevos centros de poder, definiendo la vida y utilidad del bloque regional en función de externalidades.

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* Artículo de revisión desarrollado en el marco de los grupos de investigación en “Derecho Internacional” y en “Negocios, Economía y Finanzas” de la Universidad de La Sabana (Bogotá, Colombia).

1 Tal disposición se consigna en el artículo 3, numeral 1, literal c del Acuerdo Marco de la AP, suscrito en Paranal (Antofagasta, Chile) el 12 de junio de 2012.

2 Esta afirmación se debe a que, a diferencia de los demás miembros de la AP, la posición sistémica de Perú no es dual, es decir, si bien se basa en una condición de inferioridad respecto de la potencia regional, este país no proyecta una posición de superioridad frente al resto de Estados del continente.

Recibido: 04 de Mayo de 2016; Aprobado: 15 de Diciembre de 2016

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