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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.31 no.93 Bogotá May/Aug. 2018

https://doi.org/10.15446/anpol.v31n93.75614 

DOSSIER

LA MEMORIA COMO RELATO ABIERTO. RETOS POLÍTICOS DEL TRABAJO DE LOS CENTROS DE MEMORIA Y LAS COMISIONES DE VERDAD

MEMORY AS AN OPEN STORY. POLITICAL CHALLENGES OF THE WORK OF MEMORY CENTERS AND TRUTH COMMISSIONS

Daniel Castaño Zapata *  

Pedro Jurado Castaño **  

Gabriel Ruiz Romero ***  

*Doctor en ciencias sociales. grupo de investigación conflicto y paz. universidad de medellín (medellín, colombia). correo electrónico: dcastano@udem.edu.do

** Magíster en filosofía. grupo de investigación conflicto y paz. universidad de medellín (medellín, colombia). correo electrónico: pjurado@udem.edu.co

*** Doctor en antropología social. grupo de investigación conflicto y paz. universidad de medellín (medellín, colombia). correo electrónico: gruiz@udem.edu.co


RESUMEN

Este artículo parte del reconocimiento de la necesidad del trabajo de un centro de memoria o de una comisión de la verdad, para analizar el reto político que este conlleva, teniendo en cuenta que las circunstancias institucionales que condicionan la producción de un informe final convierten su ejercicio de memoria en relato hegemónico, en tanto se espera de él una contribución para la construcción del marco simbólico del posconflicto. El texto presenta argumentos para mostrar que la existencia de víctimas no integradas en el relato institucional abre la posibilidad de una política de la memoria, como tarea que debe ser contraída por la sociedad, que asuma los desafíos dejados por el trabajo de una comisión de la verdad. El texto concluye que es labor ciudadana la de abrir el espacio de aparición para la acción política de aquellas víctimas no incluidas en el régimen de memoria producido institucionalmente.

Palabras clave: Comisión de la Verdad; régimen de memoria; relato abierto; víctimas; orden simbólico

ABSTRACT

This article is based on the recognition of the need for the work of a memory center or a truth commission to analyze the political challenge that this entails, bearing in mind that the institutional circumstances that condition the production of a final report turn its exercise of memory into a hegemonic narrative, while it is expected to contribute to the construction of the symbolic framework of post-conflict. The text presents arguments to show that the existence of victims not integrated in the institutional narrative opens the possibility of a politics of memory, as a task that must be incurred by society, that assumes the challenges left by the work of a truth commission. The text concludes that it is a citizen’s task to open the space for the political action of those victims not included in the regime of memory produced institutionally.

Keywords: Truth Commission; memory regime; open story; victims; symbolic order

INTRODUCCIÓN

Y si aparecemos insistentemente en aquellos lugares y momentos en que se nos oculta, en que la norma nos elimina, la esfera de aparición podrá romperse y abrirse a nuevas formas.

Butler (2017, p. 44).

Desde el año 2006, el Grupo de Memoria Histórica (GMH) de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, y el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), entidad que a partir de la ley 1148/2011 asumió las funciones del primero, han producido decenas de informes en clave de memoria histórica sobre el conflicto armado colombiano. El 17 de mayo de 2018, el CNMH entregó de forma oficial, a los magistrados de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), ochenta de esos informes. Al hacer esta entrega, Gonzalo Sánchez, director del CNMH, explicó que la hacían como “una invitación al trabajo complementario entre la justicia y la memoria” (CNMH, 2018), aunque aclaraba que la verdad judicial y la verdad histórica tienen propósitos y procedimientos distintos. En efecto, la primera sirve a la labor retributiva de los procedimientos de juzgamiento de los hechos cometidos en el marco del conflicto armado, mientras la segunda sirve para darle sentido al sufrimiento de las víctimas y construir, desde allí, el imaginario de una realidad después del conflicto.

En este panorama comienza a operar en Colombia la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición (CEV), a partir del año 2018. Se trata de un ejercicio extrajudicial de memoria que debe, no obstante, complementar el trabajo judicial que habrá de realizar la JEP. Su recorrido paralelo no busca construir una verdad judicial sino ser instrumento social y político para comprender las tramas de la violencia desplegada en el marco del conflicto armado colombiano. También busca servir de mecanismo de proyección, en el escenario público, de las memorias silenciadas de la guerra. Para hacer esto, la CEV no comienza su cometido desde cero: hereda el trabajo acumulado del GMH y el CNMH.

Este artículo analiza el reto político que implica el quehacer de una comisión de la verdad, teniendo en cuenta que su labor no puede escapar al hecho de ser una contribución para la institucionalización de la memoria. Lo que buscamos analizar es la situación de la CEV en relación con sus tareas, propósitos y expectativas. La comisión no puede obviar que su informe final esté determinado desde el inicio por el marco institucional del cual ha surgido y que de él se espera una contribución para la construcción del marco simbólico del posconflicto. Sin embargo, en la medida en que se entienda que la memoria producida es un relato abierto que debe guiarse por el hecho de existir víctimas que no se sienten representadas por las verdades “legítimas y públicamente transmisibles” (CNMH, 2014) condensadas en el relato construido, puede abrirse la perspectiva para una política de la memoria que asuma los desafíos dejados por una comisión de la verdad.

El artículo es producto del trabajo y las reflexiones acumuladas en el área de estudio de memoria histórica y construcción discursiva del orden social, realizados por los autores por más de ocho años. Entre el trabajo llevado a cabo en este periodo ha estado la participación en el equipo de investigación que ha producido uno de los informes del CNMH. Los planteamientos que aquí se expresan también se fundamentan en trabajos de campo efectuados con víctimas de la violencia armada colombiana en los departamentos de Magdalena y Antioquia.

INSTITUCIONALIZACIÓN DEL TRABAJO DE LA MEMORIA

Aleida Assmann (2012) afirma que el pasado nunca actúa sobre una sociedad presente, sino que son las representaciones de eventos acaecidos las que son creadas, circulan y son recibidas dentro de un específico marco cultural y una realidad política determinada. La memoria colectiva es así producto de un proceso de selección, reorganización e, incluso, simplificación de la historia (Buckley-Zistel, 2012; Levi, 2014). Y siendo tal, la verdad a la que por su mandato debe llegar una comisión de la verdad es en realidad -y necesariamente- una verdad construida dentro de los márgenes del marco social y político existentes. Los ejercicios oficiales de memoria tienen su validez entonces no tanto a partir de la verdad concreta a la que puedan llegar, sino en el hecho de que esa verdad (cualquiera que sea) es una representación en el presente de acontecimientos pasados.

Los trabajos de reconstrucción de hechos que ocurrieron en el pasado sitúan el ejercicio de una comisión de la verdad en una realidad llena de dificultades, retos y posibilidades para la sociedad en g eneral. Siguiendo a Crenzel (2008), la dificultad más relevante a la que se enfrenta una comisión de este tipo es que el relato de memoria producido devenga en régimen. Es decir, la lectura del pasado lograda por un centro nacional de memoria o de una comisión de la verdad puede terminar sirviendo a un orden social y político que se impone a través de los marcos interpretativos que permiten la construcción de la memoria.

El fruto del trabajo de una comisión es un código discursivo que, como todo código, puede posibilitar otros discursos en los que se legitiman distintos agentes y fuerzas sociales que capturan, utilizando el vocabulario de Bourdieu (1988), el capital simbólico del campo que abre la memoria. A esto corresponde la idea de régimen de la memoria. El relato de memoria que surge del trabajo de una comisión posee la característica de establecerse excluyendo a otras narraciones.

Esto último es lo que constituye el proceso de consolidación hegemónica de la memoria. Cuando acudimos al evento en que la memoria se ha transformado en memoria oficial con la cual las instituciones políticas desarrollan planes y programas, ejecutan presupuestos y una versión oficial de un conflicto que pretende validez, la memoria se convierte en régimen. Y, cuando conocemos que existe un informe final y otros informes que ayudan a la configuración de un relato oficial que consigue superponerse a otros relatos, hablamos de relato hegemónico de memoria.

Es claro que la intención con la que han sido efectuados los informes existentes es la de apartarse “explícitamente, por convicción y por mandato legal, de la idea de una memoria oficial del conflicto armado”, para no “erigirse en un corpus de verdades cerradas” (GMH, 2013, p. 16). No ponemos en duda aquí que las investigaciones han sido ejecutadas según ese parámetro y la construcción narrativa también ha seguido ese propósito. De hecho defendemos estas declaraciones y la labor de las comisiones o grupos de memoria, como necesarias. Sin embargo, entendemos que, además de la necesidad de esos relatos, el relato de memoria oficial tiene una condición paradójica.

Ponemos en consideración que hay condicionamientos que no se pueden evitar a la luz del andamiaje institucional en el que se inscriben y se apoyan esos ejercicios (el propio informe final del GMH, por ejemplo, es producto del mandato legal que establece el artículo 51 de la ley 975/2005). El trabajo realizado por los centros o comisiones nacionales de memoria se elabora dentro de un marco institucional que limita su horizonte discursivo. El hecho, por ejemplo, de que tal trabajo sea conducido por comisionados o investigadores especialistas, hace que los informes nacionales de memoria sean producto de “sistemas expertos”, es decir, de “sistemas de logros técnicos o de experiencia profesional que organizan grandes áreas del entorno material y social en el que vivimos” (Giddens, 2011, p. 37). Esto da pie a la organización del universo simbólico que ha surgido en el entorno social determinado por el conflicto armado, lo que impone a este relato unas características más allá de la pretensión auténtica de validez1.

Como señalamos arriba, el trabajo del GMH o el del CNMH, y muy seguramente el que hará la CEV, ha buscado explícitamente no constituirse en memoria oficial, definitiva, de lo ocurrido. El propio informe final del GMH expresa que la tarea de reconstrucción de memoria histórica “se emprende reconociendo la heterogeneidad de los relatos y de sus significados, que alude a la diversidad de sujetos y grupos que hacen memoria desde experiencias y contextos diferentes” (GMH, 2013, p. 329). No obstante, los relatos de memoria no pueden escapar a la paradoja de querer proyectarse como relato abierto al tiempo que pretenden un cierre del universo simbólico, creado por el predominio de la violencia armada y la necesidad institucional de funcionar sobre ese cierre.

El hecho mismo de tener la obligación legal de producir un “informe final” es índice de que el marco institucional en que estos trabajos de la memoria se inscriben los conmina, de cierta manera, a insertarse en una memoria nacional, que en tanto tal tiende a la conmemoración, es decir, a tomarse como dada, determinada y, por tanto, cerrada2. La memoria nacional es, entonces, aquella que busca ser “concentrada” en un solo relato (Fabian, 2007). Este condicionamiento fáctico y la vocación de validez inherente a la memoria, circunscrita a la intención de ser relato abierto, forman una tensión sobre la que desarrollamos la presente reflexión.

El relato institucional de la memoria -para ser tal- debe superponerse a otros relatos. Esto es posible gracias al apoyo institucional (político y financiero) que le procura poder y proyección para constituir un aporte esencial a la construcción discursiva del posconflicto: una nueva forma de interpretación de las relaciones sociales, una que haga frente, inscribiéndose en una gramática que les da coherencia o explicación, a los propios efectos de la guerra. Es ese el propósito del deber estatal de la memoria en el que se cimienta este tipo de relato. Es así como el relato de memoria oficial se transforma en uno cerrado, vinculando sus efectos a un orden político discursivo.

La pretensión de validez de un relato de memoria oficial descansa en el hecho de que tal relato se erige en imagen de la reconciliación del presente de una nación con su pasado conflictivo. Esta idea de reconciliación adquiere un sentido más concreto cuando, a partir del relato, se producen efectos políticos a través de los diferentes planes y programas del Estado en el contexto de ­posconflicto. Sin embargo, aun antes de la producción de esos efectos, la narración histórica tiende a solidificarse gracias al apoyo y a la propia absorción institucional de las labores de reconstrucción de la memoria conflictiva.

En esta misma perspectiva, las víctimas siempre se encuentran con el riesgo de su desustancialización o desubjetivación, como reclama Agamben (2000). Las víctimas tienden a quedar atrapadas en la memoria gracias a que todo trabajo de este tipo implica abstracción, selección, simplificación y organización de particularidades que perfilan un cierre simbólico, en atención a los efectos jurídicos y políticos que se espera tener. En estos procesos inevitablemente no se puede saber qué hechos o qué voces han sido dejadas por fuera.

Como remedio se plantea la necesidad de un relato abierto. Se hace indispensable una reinterpretación de la memoria como trabajo constante de rememoración en lugar de un ejercicio de conmemoración en el que la memoria tienda a convertirse en monumento acabado3. En este sentido, el trabajo de la memoria de una comisión de la verdad no debe valorarse como un cierre del pasado violento porque, para que dicho trabajo no pierda su potencialidad en tanto instrumento de justicia en el presente, debe erradicarse la idea de que el pasado ha sido ya discutido y unos acuerdos al respecto han sido definitivamente alcanzados.

El pasado de la memoria no constituiría así un pasado ya cerrado, al que es posible empezar a conmemorar en tanto solidificado por la narración histórica, sino que da forma a una memoria que, para poder interpelar el presente, debe permanecer abierta. No debería entonces renunciarse a su constante construcción. Memoria abierta sería aquella que evita que el régimen de la memoria, mantenido por la reproducción de su enseñanza y celebración, escape de permanecer como “memoria impuesta”, en palabras de Ricoeur (2013).

La necesidad de una memoria abierta está dada, además, por la posibilidad cierta de que causas profundas que hayan producido el contexto mismo de violencia queden por fuera de la representación del orden que se configura a partir del cierre que proporciona una memoria oficial. Por ende, esas causas pueden amenazar con repetirse en cualquier momento. A partir de esto, hay varias cuestiones que intentamos tratar como desafíos que involucran los ejercicios de reconstrucción de memoria realizados por el GMH y el CNMH, y el que pueda desarrollar la CEV.

¿Cómo pueden reivindicarse los ejercicios de memoria teniendo en cuenta que su relato tiende a devenir hegemónico? ¿Es viable reducir los efectos políticos que pretende establecer un régimen de memoria? ¿Para esto es suficiente con reclamar la apertura del relato? ¿Pueden disputarse los efectos políticos de un régimen de memoria? ¿Qué presupuestos debe incluir esa disputa? En lo que resta, buscaremos ocuparnos de estos asuntos.

MEMORIA Y ORDEN SIMBÓLICO

Desde Poulantzas (1979), quien es el primero en hablar del Estado como relación social, hasta el concepto del Estado en la sociedad de Joel Migdal (2011), para la teoría política y social contemporánea el Estado es una relación social que está constituida por, y a la vez establece, el código de representación que habilita y legitima el ejercicio del poder. En esta línea de pensamiento, Laclau (2006) considera los conceptos sociedad, Estado y orden simbólico como superpuestos. Se trata de un orden construido sobre distintas estructuras que determinan los marcos afectivos y representacionales que crean la noción de realidad social. Los instrumentos discursivos de ejercicio de poder que el Estado despliega (políticas públicas, programas de gobierno, leyes, normas) le permiten así condicionar -hasta cierto punto- la experiencia de la vida social.

En virtud de lo anterior, el relato de memoria que produce un centro nacional de memoria o una comisión de la verdad opera en tanto campo discursivo común o doxa (Bourdieu, 1988), es decir, opera como “un sistema de esquemas de producción de prácticas y un sistema de esquemas de percepción y apreciación de las prácticas” (Bourdieu, 1988, p. 134). El relato institucional de la memoria origina no solo unas prácticas sociales y políticas alrededor del conflicto armado y sus víctimas (y también, no lo olvidemos, de sus victimarios), sino que produce también el esquema de interpretación o apreciación de esas prácticas. El relato se hace así doxa en tanto es “el medio productor y contenedor de la visión del mundo social de los agentes que lo integran” (Martínez, 2012, p. 873)

El relato que ha logrado imponerse sobre otras versiones gracias al mismo apoyo institucional que ha comisionado su elaboración, puede llegar a tributar de vuelta al Estado y, en el sentido con el que hemos asumido al Estado como relación social, puede producirlo. La producción del Estado en etapas posteriores a la reconstrucción de la memoria (como el posconflicto) se materializa en la medida en que unifica, en la relación narrativa, la diversidad de perspectivas e interpretaciones que existen respecto al acontecimiento traumático narrado. En los términos que hemos estado desplegando, el resultado inevitable que acabamos de señalar se debe a que la actividad de un centro nacional de memoria o de una comisión de la verdad arroja un código maestro, entendido en el sentido de “núcleos propositivos comunes para evocar el pasado” (Crenzel, 2008, p. 24). Al fijar ejes explicativos o comprensivos del conflicto armado, el trabajo de la memoria deviene necesariamente en un discurso organizador del universo simbólico4.

Los informes nacionales de memoria son pues, una suerte de uróboros: producto y fundamento de sí mismos, son al tiempo proyección y soporte de un orden en el que son producidos y del que ellos se convierten en reproductores. Es por esto que aquellos configuran “transformaciones profundas en las percepciones y los imaginarios sociales” (Calveiro, 2006, p. 360), instituyéndose así, como regímenes de memoria en tanto “son el resultado de relaciones de poder, y a la vez, contribuyen a su reproducción” (Crenzel, 2008, p. 27).

Partiendo de la validez hegemónica que el mismo marco institucional ha podido disponer y garantizar para la elaboración de un informe oficial de memoria, el Estado puede contar así con el capital simbólico y la fuerza discursiva que suscita el relato. La eficacia simbólica de las normas, planes y programas (García, 2014) que pueden venir posteriormente tendrá un impulso generado en el relato convertido en relato institucional de memoria. De esta manera, por ejemplo, existirá un campo para construir y consolidar la idea de una nación posconflicto. Los usos políticos de la memoria, a los que se refiere Pilar Calveiro (2006), están dados por esa capacidad de crear consensos, “visiones del mundo aceptadas y aceptables por la sociedad en su conjunto, o por lo menos por capas mayoritarias de la misma” (Calveiro, 2006, p. 360). El relato de la CEV, así como el que ha venido construyendo el CNMH, tiene la capacidad -y, podríamos decir, la vocación y el destino- de erigir una narrativa en la cual se posicionan nociones sociales compartidas.

Allí se presenta la utilidad de un informe que deviene, incluso a su pesar, en memoria hegemónica. En esta medida, se expone la situación compleja de su elaboración y la circunstancia paradójica de la memoria, por cuanto no puede desvincularse de los procesos institucionales ni de las lógicas discursivas en las que ha sido concebida, habrá de ser distribuida e incluso enseñada. A pesar del esfuerzo sincero de un centro nacional de memoria o una comisión de la verdad por “rechazar cualquier intento por condensar estas memorias bajo una sola lógica narrativa o marco explicativo, o atribuirles un sentido cerrado, fijo e inmutable” (GMH, 2013, p. 329), el resultado inevitable es que el informe entre a formar parte -y promueva el ensanchamiento- del régimen nacional de memoria.

El aspecto problemático de esta situación es que el relato entregado a la acción administrativa del Estado corre el riesgo, como hemos dicho, de convertirse en régimen. Si hablamos de riesgo es porque, en tanto régimen, se vuelve un obstáculo para que la aspiración de reconciliación, de justicia para las víctimas y procesos sociales más estables y duraderos, puedan llegar a alcanzarse. De la memoria, aún después de ser reconstruida y lograda como relato, debe poder continuar participando la sociedad en general y las víctimas no representadas. Por esto, es urgente reclamar la apertura del relato y su reapropiación política más allá del Estado.

Sin embargo, es preciso resaltar que el documento institucional de memoria posee, por su condición y necesidad histórica, una “función veritativa” (Orozco, 2009, p. 93) o, en términos de Habermas (2010), una pretensión de validez intrínseca que le pertenece solo a él5. No obstante las aporías que surgen de su relación con el poder, el ejercicio de memoria que puede realizar una comisión de la verdad es una oportunidad de reconocimiento de las víctimas. Es, en este sentido, una herramienta para combatir lo que Manuel-Reyes Mate (2011) llama “muerte hermenéutica”: el intento de los perpetradores de justificar la violencia ejercida. Quienes han visto reducido su sufrimiento a la esfera privada y han debido silenciar su testimonio (bien sea por preservar su integridad o simplemente por no encontrar oídos que les escuchen), pueden hallar en este ejercicio de memoria un mecanismo de dignificación de su sufrimiento.

Por otra parte, el contexto de producción y circulación del relato -y el propio hecho de tener que efectuar un informe-, hace que el trabajo de la comisión de la verdad deba operar como articulador de una versión de la memoria histórica; una sobre la cual pueda instaurarse y conmemorarse una narrativa social de posconflicto. De aquí que la pretensión normativa de la comisión sea, como lo señaló el presidente de la CEV, “generar una comprensión colectiva de lo que nos pasó y avanzar hacia la reconciliación” (De Roux, 2017). La reconciliación como propósito solo es posible a partir de un cierre, de un acuerdo -incluso una conveniencia- en el sentido del relato construido.

La reconstrucción de hechos pasados, a través del trabajo de la memoria que produce una comisión o centro dedicado a esta labor, permite la identificación de una sociedad con su historia pasada, con una “verdad” sin la cual no se da una sociedad futura diferente. Permite, además, el reconocimiento de la injusticia y los actores que la han ocasionado. Y, como consecuencia, abre la puerta a la reparación de quienes han sufrido en carne propia esa injusticia. Sin una memoria no podría siquiera llegar a pensarse en que estas deudas pueden ser saldadas. Por esto la memoria y la labor de una comisión son necesarias y deben estar justificadas.

Es por estas funciones y capacidades que puede defenderse la construcción de un relato histórico por parte de una comisión. Su tarea es vital para los procesos amplios de reconciliación y construcción de un futuro menos violento de una sociedad. Así, la tarea de una comisión o centro en la construcción de una memoria puede diferenciarse del régimen de memoria que puede llegar a instaurarse con el cierre simbólico producido por el orden institucional que administra los efectos políticos y discursivos de la memoria oficial. Dicho intento de cierre de la memoria, por la vía de su instrumentalización administrativa, no se da en el momento mismo de elaboración de los informes y, por ende, esto último puede desvincularse de su devenir en régimen.

Frente a esta narrativa, la cual se pretende compartida, debe definirse el lugar de los sujetos políticos presentes y futuros. En tanto para diversos sectores sociales la lucha por la verdad, la justicia y la reparación es una lucha irrenunciable, ese trabajo institucional de la memoria se convierte en referente, no porque necesariamente se identifiquen en él, sino porque, en la medida en que no lo hacen, se instalan políticamente como sujetos que disputan el sentido de dicho relato, al proyectar interpretaciones divergentes de ese pasado acuñado en el relato. Cuando hablamos de disputa por el sentido estamos hablando de la confrontación al régimen de la memoria que soporta el orden simbólico institucional que se ha producido a partir del relato oficial.

A eso corresponde una política de la memoria que apela al relato abierto. Para poder cumplir con esta aspiración normativa es que se requiere un ejercicio de rememoración que se proyecta como “elemento de reflexión para un debate social y político abierto” (GMH, 2013, p. 16). Así, comprender la memoria en tanto relato abierto supone reconocer la necesidad política de mantener abiertos, de manera constante, los espacios que favorezcan la incorporación de lo no representado a la narración nacional (con la certeza de que una incorporación completa no es posible y ni siquiera deseable). Para llevar a cabo este ideal, los ejercicios de memoria institucionales deben asumirse simultáneamente como empresas de rememoración necesarias (para poder simbolizar el pasado) e imposibles (para que dicha simbolización no suponga un cierre de las posibilidades interpretativas).

Ahora bien, la articulación de esta doble tarea se plantea justamente en la incapacidad representacional del relato construido. Dicha incapacidad es la de no poder dar cuenta de la totalidad del sufrimiento vivido. El resto necesario, que es condición de todo código y todo sentido (Žižek, 2016), dinamita desde su interior la pretensión totalizante que tiene toda empresa de reconstrucción de una versión coherente del pasado. Son entonces las víctimas no integradas, o que no se sienten reconocidas por la versión hegemónica de la memoria, el punto de quiebre y marcaje del límite entre aquello que queda dentro del campo de un régimen de memoria y aquello que queda por fuera del mismo. Son ellas, lo otro narrativo.

VÍCTIMAS NO INTEGRADAS

Las víctimas no integradas en el relato son quienes posibilitan la concepción del relato abierto. En tanto elementos excluidos que disputan un lugar dentro de la representación del pasado, ellas no son sujetos pasivos, pues su mera presencia, sus voces y testimonios, rompen con la coherencia del régimen de memoria; pulsan constantemente por confrontar ese código que no les permite decirse en los términos en que ellas quisieran dar cuenta de sí. En este sentido, la potencia política de los restos de los ejercicios de memoria, localizados en su existencia, es evitar el cierre de estos últimos; impedir que prospere la idea de una plenitud representacional sobre la cual construir el presente.

Son precisamente las víctimas no integradas dentro del relato institucional la fuente de la política de la memoria, en tanto ellas mismas expresan algo de lo otro-narrativo; expresan aquello que, al no estar incorporado en el trabajo de la memoria realizado por grupos, centros o comisiones nacionales de memoria, impide el cierre del campo simbólico producido por la cooptación de sus efectos por parte del orden institucional. Solo en tanto exista y aparezca esto otro-narrativo podrá emerger una memoria abierta que, mediante un constante ejercicio de reinterpretación del relato, promueva un proceso político de largo alcance que defienda reclamos amplios de justicia y reconocimiento de las víctimas.

Existe una ironía insalvable -al menos para el caso colombiano- en el hecho de que el deber de la memoria recaiga sobre el Estado. Si tenemos presente que la guerra colombiana no ha sido una guerra civil sino una “guerra contra la sociedad” (Pécaut, 2001), y que entre los actores que han victimizado a esa sociedad se encuentran agentes estatales, estamos ante lo que con Veena Das (2007) podríamos llamar la ironía de la “ilegibilidad” del Estado. Se trata de la ilegibilidad que deben enfrentar algunas víctimas del conflicto armado colombiano en el momento de entrar en contacto con instituciones estatales.

Dice al respecto la antropóloga india que aquellos que han estado enfrascados en una relación combativa con el Estado, porque han evidenciado la criminalidad de este, pueden terminar, sin embargo, siendo arrastrados por su “fuerza gravitacional” a través de “la circulación de documentos producidos por sus mismos funcionarios” (Das, 2007, p. 165). La ironía, para el caso que estamos analizando, es que el Estado es el encargado de construir o promover los “documentos” de memoria sobre formas de victimización en las que él mismo ha participado. Para decirlo en los términos que venimos exponiendo, la ilegibilidad está dada por la no incorporación de una víctima como posibilidad narrativa al código hegemónico, a su gramática y sintaxis. Hablamos de la propia ilegibilidad de la víctima como versión posible.

Al respecto, una víctima del conflicto armado, de la población palafita de Nueva Venecia, en el departamento del Magdalena, recordaba cómo el ejército y la policía nacional habían desoído distintas llamadas de auxilio hechas por los propios habitantes mientras un comando paramilitar realizaba una masacre en el poblado. En palabras de esta víctima, con esa desatención de la Fuerza Pública, el Estado colombiano le estaba diciendo a los perpetradores: “bueno, ustedes cometen esta vaina. A nosotros esa gente [las víctimas] no nos interesa” (Nueva Venecia, Magdalena, entrevista personal, julio 13 de 2011). Cuando seis años después le preguntamos por su recibimiento del informe de memoria sobre esa masacre (CNMH y Oraloteca, 2014), el mismo hombre manifestaría su descontento ya que “es que eso no dice la verdad… eso ahí no puede hacerlo”. Cuando quisimos indagar por qué no puede hacerlo, nos respondió: “porque es que hay cosas que no se pueden contar ahí, ¿ya?” (Nueva Venecia, Magdalena, entrevista personal, noviembre 22 de 2017).

Hay cosas, entonces, que no pueden entrar en el relato de memoria institucional: no legibles para el Estado, no narrables para las víctimas. No es solo que exista una parte inefable en la experiencia de victimización (sobre esto volveremos más adelante), que por lo mismo no puede ser llevada al relato, sino que existe una “acomodación pragmática” (Santos y García, 2004) mediante la cual las propias víctimas adaptan su relato a la percepción que tienen sobre las condiciones de circulación del discurso. Aunque se trate de una memoria construida mediante el acercamiento a la fuente, no deja de tratarse de una memoria hasta cierto punto lejana, que responde a unos criterios epistemológicos (incluso políticos) que les son ajenos a los sujetos sobre los cuales se efectúa el ejercicio y que por ende, puede llevar a que esos sujetos no se reconozcan en dichas narrativas.

Por otro lado, los limitantes intrínsecos de la labor de campo de la memoria, o incluso los propios criterios legales o académicos (o simplemente prácticos) empleados para seleccionar las personas con las que se trabaja, determinan que existan víctimas no integradas en el relato. Es el caso de una mujer víctima de Medellín, quien en desarrollo del trabajo de campo de otra investigación expresaba que le parecía “absurdo” un encuentro de construcción de memoria, organizado en el marco de aplicación de la Ley de Justicia y Paz (ley 975/2005), por cuanto “no contaron con todas las víctimas” para ver si todas estaban “de acuerdo” con lo allí narrado (Medellín, Antioquia, entrevista personal, junio 17 de 2014). Su rechazo al ejercicio de memoria iba más allá pues consideraba, frente a su caso, que “un hijo no se repara así”, con acciones de reparación simbólica, como las que puede generar la memoria.

Personajes como el hombre de Nueva Venecia o la mujer de Medellín son necesarios pues cuestionan cualquier intento de cierre, de conmemoración, que pueda generar un ejercicio de memoria institucional. Reiteramos: no es que ese intento sea el propósito de los investigadores (o comisionados) que realizan el trabajo; ni siquiera de la institución como tal. Pero es preciso, como lo hace Todorov (2013), diferenciar entre la recuperación de la memoria y el uso de esta. Es en el segundo momento en el que pueden aparecer los que él denomina “abusos”, que en nuestras palabras pueden estar constituidos por el empleo de la memoria para efectuar un cierre del esquema representacional compartido.

La categoría de víctima es en sí una categoría en disputa. Sobre ella confluyen distintos discursos, distintos poderes, distintos sujetos, que buscan definirla. Baste recordar que en Colombia la categoría está establecida por la ley, no solo a partir de formas de violencia ejercida sobre una persona o una comunidad, sino incluso a partir de criterios temporales6. Los testimonios de las dos víctimas citadas coinciden en el hecho de no estar reconciliadas con la idea de víctima que forma parte del ejercicio institucional de memoria. Esos testimonios revelan la existencia de víctimas no integradas en el trabajo conmemorativo de la memoria. Al contrario de aquellas víctimas que se reconocen en el relato producto del trabajo hecho por un centro de memoria o una comisión de la verdad, las víctimas no integradas se constituyen a partir de la fuerza performativa que surge de su memoria y la memoria del relato. Las víctimas no integradas desafían así, por sí mismas, la versión hegemónica de la propia categoría de víctima y, con ella, la versión del régimen de la memoria que ha sido impuesta a través del orden simbólico institucional que se ha producido.

Hay que tener claro que la memoria de la víctima no incluida en el relato se establece hasta cierto punto de forma también paradójica. Estas víctimas precisan de esa memoria hegemónica para darle sentido a su propio acto de resistencia. Por esta razón, la acción política que reivindica la memoria como relato abierto, acudiendo a la condición de esas víctimas no incluidas, no busca oponer una memoria alternativa con pretensión de verdad al relato hegemónico que ha devenido en régimen. En otras palabras, la fuerza performativa de la memoria a la que aludimos se mantiene en la medida en que esta siga siendo una memoria disidente (Gnecco y Zambrano, 2000).

Empleamos el término performativo a la luz de Judith Butler (2017). Así entendida, la memoria disidente es, ante todo, una práctica; una que en el mismo hecho de ponerse en acto, de interpretarse y decirse, puede deshacer las propias normas de aparición y de circulación de la memoria, dando lugar a una apertura para el despliegue de nuevas estructuraciones de sentido, o de lo que más adelante llamaremos de un espacio de aparición de la memoria. Así pues, la existencia de memorias disidentes es crucial, puesto que expresan la imposibilidad de que los informes oficiales congelen la memoria, cristalizando con ello el pasado y sus posibilidades narrativas. Son entonces los restos de la memoria los que mantienen abierta la posibilidad política de cuestionamiento y modificación de una narrativa de memoria histórica hegemónica. Pero ello no va en desmedro de la importancia del régimen de memoria cuestionado, pues la existencia de una narración institucional es necesaria en tanto establece un campo textual frente al cual plantear demandas de reconocimiento insatisfechas (Laclau y Mouffe, 2015). Los ejercicios institucionales de memoria constituyen, así, la condición de posibilidad para la apertura del universo simbólico en un contexto de construcción de una sociedad posconflicto.

El relato producido por el trabajo institucional de memoria deviene en “documento histórico de memoria”, en la medida en que crea “categorías sedimentadas” de interpretación (Jameson, 1989, p. 11). Es decir, los informes nacionales de memoria van creando, en términos narrativos, lo que en la teoría de Jameson se conoce como un “código maestro interpretativo” (Jameson, 1989, p. 24); un código o referente a partir del cual se explican los demás elementos del todo en cuestión. En el caso que analizamos, ese “todo en cuestión” es la experiencia de victimización producida por la violencia armada. El trabajo institucional de memoria contribuye a la constitución de unos marcos interpretativos dentro de los que tiene lugar la construcción social de conceptos asociados al conflicto armado. El de “víctima” es uno de esos conceptos.

El documento legible de la memoria se sitúa así en tensión permanente con la ilegibilidad del testimonio de las víctimas no integradas. Ambos elementos son lo que aquí hemos llamado la memoria abierta, una memoria que puede reclamarse intrínsecamente incompleta (de ahí su apertura) mientras existan víctimas no construidas como víctimas-del-relato. Son, de esta manera, los sujetos que persisten en hablar, al no sentirse representados en la narración, los que evitan el cierre de la memoria.

El proceso de construcción de memoria a través de informes nacionales (o de un reporte final, como el que habrá de hacer la CEV en Colombia), está determinado por el contexto sociopolítico en el que se inscribe. Político porque la memoria construida desde informes oficiales puede entenderse como un correlato del poder en la medida en que su producción se presenta siempre desde un marco institucional que lo avala; y social porque dicha producción, además, se construye en un cierto momento histórico (que a su vez el informe mismo tiene capacidad de definir). Como hemos expuesto, este relato se instala como un informe trascendente a las distintas experiencias subjetivas de los hechos violentos allí narrados. De este modo, hemos dicho que ese proceso de consolidación del relato institucional comienza a darle sentido, a conformar, un orden particular erigido sobre la memoria como esquema representacional (el posconflicto es, para el caso colombiano, ese orden que se pretende fijar). Las víctimas, todas en su generalidad, se definen a partir de los efectos de sentido que produce el relato nacional.

Pero es la existencia de víctimas que no pueden reconciliar su experiencia del dolor con el informe o el reporte nacional, la que posibilita que ese orden no sea uno cerrado y definitivo, sino un orden en disputa. En este sentido

Las víctimas cumplen un papel ético al garantizar que, en la controversia social, en medio de las transacciones que exigen las negociaciones de paz, un sector de la sociedad mantendrá perseverantemente el sentido de la dignidad humana con relación a los crímenes del pasado (Cepeda y Girón, 2005, p. 279).

Por esto es que resaltamos la imposibilidad constitutiva de la pretensión totalizante de un informe nacional de memoria. Una vez asumida dicha no plenitud representativa, lo importante es insistir en que dicha imposibilidad es la que podría permitir la emergencia de sujetos políticos que, al cuestionar un régimen de memoria, disputan el sentido del orden representacional establecido. Las luchas políticas (en tanto luchas por el sentido) que podrían librarse, emprendidas por estos sujetos, serían llevadas a cabo por generaciones presentes o futuras que son receptoras del relato. Para esta tarea hay que reconocer, en primer lugar, la complejidad que alimenta el carácter siempre incompleto de la construcción de un relato de memoria; y, en segundo lugar, que dichas luchas no deben librarse en el plano de oposición al relato construido, sino en el plano del régimen de memoria establecido por el uso del poder institucional del relato.

Con Jameson hemos denominado “códigos maestros” a los ejercicios de memoria, es decir, narraciones que contribuyen a configurar un determinado orden de interpretación. En esta línea, coincidimos con Mónica Álvarez (2014) en su afirmación de que la función de un centro o una ­comisión de memoria es la de “establecer un marco explicativo que le permita a la sociedad recuperar los vínculos sociales, humanos y los flujos de una conversación que permita y amplíe las lecturas y en la que proliferen las interpretaciones” (pp. 139-140). Esto nos facilita decir que los ejercicios de memoria logran llevar un relato de traumas y daños pasados, a veces imposibles en cuanto a la pretensión de ser reconstruidos totalmente, a una condición de exposición pública en la sociedad, en la cual creemos que está el potencial de reparación y transformación de las condiciones profundas que ha causado el impacto de la violencia.

La posibilidad de la conversación pública y abierta de la memoria, recogiendo lo dicho, debe basarse en relatos que den cuenta de experiencias individuales del sufrimiento (o de un colectivo entendido como sujeto) y dirigirse contra el orden reproductor de efectos simbólicos establecido sobre el régimen de la memoria. De esta manera, además, la rememoración que parte de los trabajos oficiales de memoria moviliza las tensiones sociales vinculadas a los conflictos y conduce a actos de amplificación y generalización de experiencias subjetivas. Esta forma de hacer conscientes las tensiones asociadas a causas pasadas y esfuerzos presentes de reconciliación, a través de la memoria, resignifica en términos políticos la imposibilidad de lo inefable, es decir, la de compartir a plenitud la experiencia traumática del otro.

Los ejercicios de memoria son así dispositivos discursivos que buscan trasladar el testimonio de las víctimas hasta el campo político y social donde adquiere sentido la narrativa compartida. Es aquí donde descansa el doble reto que tiene el trabajo de memoria que debe realizarse en el marco de una comisión de la verdad, como es el caso de la CEV: en primer lugar, conservar la distancia entre la verdad del sufrimiento de la que son legítimas portadoras las víctimas, y la verdad del relato compartido construido colectivamente. Es una distancia insalvable: aquella que media entre las palabras y las cosas, o entre el significante y el referente.

LA POLÍTICA DE LA MEMORIA IMPOSIBLE

La violencia es un hecho traumático porque altera las directrices que organizan el mundo de la vida cotidiana de los individuos y comunidades afectadas (GMH, 2009). En palabras de Tonkonoff (2017), es violento aquello que destruye e inhabilita los acuerdos mínimos sobre los que se funda el campo simbólico. Es por esto que el propósito de los trabajos de la memoria es darle un sentido narrativo a esa ruptura, a esa destrucción; reorganizar, de cierta manera, ese orden alterado.

Es por ello que “al crear y contar historias, lo que hacemos es reconstruir la realidad para poder hacerla llevadera” (Jackson, 2002, p. 16). Lo que se busca con el relato del pasado traumático es lograr una simbolización narrativa que dote de sentido la experiencia de ese pasado. Se trata de una reconstrucción narrativa de un orden trastornado por la experiencia de la violencia. Esa reconstrucción se erige, así, en la condición de posibilidad para la realización de los ideales sociales asociados a la idea de paz y posconflicto. Esa reconstrucción es, en breve, el fundamento sobre el cual podrían tener sentido las pretensiones de verdad, justicia y reparación, que son constitutivas e indicadoras de una transición.

La memoria gravita entonces alrededor de una carencia, de una falta (la del sentido perdido por la experiencia traumática de la violencia). Hemos sostenido que los trabajos institucionales u oficiales de la memoria elaboran un relato que da cuenta de esa ruptura y que, atendiendo ­precisamente a su institucionalización, se tiende a la conformación de un régimen de memoria que cierra el pasado. Tal cerramiento implica reducir dicho pasado a un fenómeno intransitivo; comporta la imposibilidad de transmisión de algún sentido de la experiencia pasada al presente y al futuro.

Por otro lado, hemos dicho que la función de la memoria institucionalizada en un relato oficial es reescribir el orden simbólico sobre el que procura sustentarse una sociedad. Para lograr ello, se representan e inscriben en el relato los acontecimientos pasados según un código maestro de interpretación. Pero en el relato siempre quedan hechos y sujetos imposibles de inscribir o representar. Por esta razón, podemos atribuir a los ejercicios institucionales de memoria una falta intrínseca al horizonte normativo que busca alcanzarse con dicha reinscripción. En esa lógica, una política de la memoria abierta requiere entonces apuntar a la identificación con esa falta, esto es, con el reconocimiento de un vacío constitutivo que da consistencia a lo social cuando se consolida ese horizonte normativo que busca alcanzarse.

La identificación con la falta puede evidenciarse a través de los testimonios de las víctimas no integradas. Lo cual es, además, el punto concreto en que se diferencia el relato de una memoria oficial con su devenir en régimen debido a su inscripción en el orden simbólico institucional. El elemento que permitiría garantizar la consistencia de una sociedad en el contexto de un posconflicto, como argumenta Žižek (1989), es la apertura de la falta. Esta apertura tiene lugar a través de la pretensión de brindar reconocimiento a las víctimas no integradas en el relato.

Yannis Stavrakakis (2007), en su análisis de la relación entre el pensamiento de Lacan y la teoría política contemporánea, reflexiona sobre la aplicación política de la teoría del síntoma del psicoanalista francés. En Lacan (1988, 2013), el síntoma es el significante (es decir, un discurso) de un significado que está reprimido en tanto trauma. En la interpretación política que de esto hace Stavrakakis, el síntoma es aquello que es pensado para poder “introducir la desarmonía en una sociedad que estaría de otra manera armoniosamente unificada bajo cierto ideal utópico” (Stavrakakis, 2007, p. 189). La política de la memoria como relato abierto es una que se gesta en tanto identificación con el síntoma: una que en lugar de buscar unificar según cierto ideal de sociedad, evidencia la desarmonía (necesaria) que representan las víctimas no integradas dentro del relato de memoria, identificándose así con lo que ha sido excluido por el orden que se ha intentado instalar.

La identificación de la memoria abierta con el síntoma es su identificación -paradójica, aporética- con lo que en ella no está ni puede estar; es su identificación con los testimonios no integrados en su relato. La memoria como relato abierto es una memoria no conmemorativa en cuanto su presupuesto de constitución es la imposibilidad (no cuantitativa sino representacional) de incluir a todos los que legítimamente reclaman su lugar en ella. No es que el trabajo de la memoria entendido en este sentido deje de proponerse la construcción de un relato con pretensión de validez (porque, como hemos analizado, en la medida en que es institucional tal pretensión le es propia), sino que es él la condición de posibilidad para la emergencia de memorias divergentes y disidentes, que son las que lo mantienen abierto al no sentirse representadas en y por él, y que disputan los efectos del orden establecido.

Aquí es donde radica la importancia que le damos al testimonio de las víctimas no integradas en el relato institucional de memoria. Esta importancia se funda en una constatación: la condición de víctima es inaprensible. Esto significa que una política de la memoria abierta debe evitar apropiarse instrumentalmente de las víctimas y su memoria. Justamente esto es lo que hace un régimen de memoria al pretender integrarlas en un relato nacional constructor de un orden determinado. Es por esto que el testimonio de las víctimas no integradas es esencial, porque solo él es el que viabiliza un trabajo de rememoración que se opone a todo intento de conmemoración.

La existencia de testimonios divergentes es la que mantiene la disposición política hacia la incorporación de nuevos elementos al relato de la memoria. En palabras de Carolina Grenoville (2010, p. 237), “frente a un deber de memoria, el trabajo de rememoración instaura una distancia con respecto al pasado y abre el camino para que éste pueda ser sometido a análisis”. Ese trabajo permanente de rememoración que hacen las víctimas no integradas demanda un reconocimiento social. Es ese reconocimiento el que con Ricoeur (2013, p. 633) podemos llamar el “pequeño milagro de la memoria”, el logro de la rememoración.

Las disputas de la memoria abierta contra el orden simbólico que se ha producido a partir de un relato oficial son luchas por el lugar de aparición de las víctimas no integradas. El espacio de aparición, como lo desarrolla en principio Hannah Arendt (1993), es “el espacio donde yo aparezco ante otros como otros aparecen ante mí, donde los hombres no existen meramente como otras cosas vivas o inanimadas, sino que hacen su aparición de manera explícita” (Arendt, 1993, p. 221). La oposición dialéctica entre la memoria no integrada, de la que son portadoras las víctimas, y el régimen de la memoria instaurado, requiere de la mediación de aquellos que pueden aparecer ante ese régimen por no estar ontológicamente excluidos. Existencia política y aparición por los otros que han quedado excluidos con la constitución del régimen, son aquí una misma cosa. Y esto señala el presupuesto de la política de la memoria del relato abierto.

Judith Butler (2017), a partir de su crítica al planteamiento de Arendt, asume el espacio de aparición como el espacio de la lucha política, aunque advierte que se trata de un espacio precario cuya propia debilidad constitutiva se extiende hasta los que se instalan en él7. La debilidad constitutiva de los espacios de aparición es manifiesta en Colombia, donde la creación de estos tiene como principal obstáculo la estigmatización y una estructura de exclusión que trae consigo la incapacidad de alianza y solidaridad amplia con otros cuerpos sufrientes. Sin esto, según Butler (2017), las luchas políticas no tendrán éxito. Sin embargo, en tanto hablamos de espacios contingentes y con propósitos definidos, entendemos que dentro de la lógica de los ejercicios institucionales de memoria puede haber una posibilidad. Ahora bien, debemos llamar la atención sobre el deber -quizá primario- de crear esos espacios en la agenda de la apertura del relato y de la política de la memoria.

La CEV tiene, entre sus objetivos el de “promover y contribuir al reconocimiento […] de las víctimas como ciudadanos y ciudadanas que vieron sus derechos vulnerados y como sujetos políticos de importancia para la transformación del país” (art. 2, decreto 588/2017). Para suscitar ese reconocimiento, el trabajo de la comisión de la verdad (tal y como en este sentido ha sido el del GMH y el del CNMH) precisa crear una “alianza entre cuerpos” (Butler, 2017). En la medida en que para la acción política de la que hablamos aquí es necesario aparecer ante los demás, creemos que la lucha por el relato abierto de la memoria es responsabilidad no solo de los excluidos del régimen de memoria que se implante, sino de toda la sociedad que debe, así, aparecer por y reclamar la aparición de esos otros excluidos. Esto puede dar origen a alianzas amplias entre los cuerpos, que son entonces el fundamento de la acción política.

Seguimos así el marco para la acción política sustentado por Judith Butler, pero ahora nos apartamos un poco de ella para atender a las condiciones particulares de la acción política que enmarcamos en los relatos de memoria. Butler argumenta que aquellos que han quedado excluidos de la norma que deberían encarnar tendrán que luchar por ser reconocidos, “tendrán que defender su existencia y su significación” (Butler, 2017, p. 44). No obstante, decimos que para el caso de la política de la memoria hay algunos que están constitutivamente excluidos y que su reconocimiento por parte de quienes están en condiciones de hacerlo debería ser incluso un presupuesto que cualifica la idea de la acción política.

En el contexto que hemos descrito a lo largo del texto, orden simbólico cerrado y víctimas excluidas cuya sola existencia tiene la potencia de abrir el relato, se da apertura al espacio para acciones de justicia hacia estas víctimas. Se trata de la posibilidad de ejercer la acción política de tomar el lugar de sujetos verdaderamente excluidos, para disputar así el régimen de memoria. Esto significa presuponer un fundamento de solidaridad sobre la base de condiciones históricas que han sido producidas y que se requiere que sean evidentes para la constitución de los cuerpos en asamblea.

Lo anterior quiere decir que la política de memoria como relato abierto no es labor del Estado sino de la sociedad. Es por eso que nuestro análisis se ha dado en el marco de la idea del Estado como una relación social. Es a los agentes sociales no institucionales a quienes les corresponde la tarea de mantener la memoria como relato abierto, una tarea que siempre permanecerá inacabada ya que

[…] la experiencia de la democracia debe consistir en el reconocimiento de la multiplicidad de las lógicas sociales tanto como en la necesidad de su articulación. Pero esta última debe ser constantemente recreada y renegociada, y no hay punto final en el que el equilibrio sea definitivamente alcanzado (Laclau y Mouffe, 2015, p. 188).

He aquí la relevancia del trabajo de los centros nacionales de memoria y de las comisiones de la verdad. No es que ellos sean el eje articulador de la política de la memoria como relato abierto. Con Butler, diremos de nuevo que lo que les corresponde es “propiciar las condiciones para nuestra actuación” (Butler, 2017, p. 23). Es el trabajo de estas instituciones el que permite tener una memoria en la que algunos pueden reconocerse, sí, pero también, una memoria a la cual poder impugnarle su régimen producido. Es la reflexión crítica respecto de los límites intrínsecos de la memoria institucional la que ayuda a mantener la política abierta, en la medida en que las condiciones de no aparición de los otros no integrados constituyen las condiciones de aparición de nosotros en tanto ciudadanos concernidos.

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1Entendemos por universo simbólico, en este contexto, el esquema general de interpretación y valoración de la realidad. En este sentido, en un registro sincrónico, las relaciones sociales y de sentido que se producen en cierto contexto histórico, construyen la noción de realidad que da coherencia al pasado. Y en un registro diacrónico, la persistencia en el tiempo del conflicto armado colombiano y su influencia en diversos estamentos culturales, sociales y políticos del país, han determinado un tipo particular de relaciones sociales y una interpretación también particular de la propia realidad, en la cual –por ejemplo– la violencia misma ha llegado a naturalizarse como forma de resolución de conflictos sociopolítico

2El que las “acciones en materia de memoria histórica” que puede adelantar una institución como el CNMH estén determinadas por una ley (art. 145, ley 1448/2011), y que esa misma ley le ordene al CNMH “diseñar, crear y administrar un museo de la memoria” (art. 148, ley 1448/2011), da cuenta de que la memoria institucionalizada busca un cierre conmemorativo, una museificación (aquí en sentido literal) de esa memoria.

3Hablamos de rememoración en una forma que parte de la concepción de Ricoeur del término, pero con un matiz singular. Ricoeur (2013) expone que la rememoración se asocia con la anámnēsis aristotélica, en cuanto ella se refiere a la búsqueda activa del recuerdo (a diferencia de la mnéme, en la que el recuerdo es algo que aparece, algo pasivo). La rememoración es entonces un trabajo de exploración en búsqueda del recuerdo, es un trabajo activo de la memoria. La particularidad que nosotros le damos al término es que la entendemos como un trabajo siempre inacabado y, por consiguiente, continuo; un trabajo que no termina en el reconocimiento de la verdad de un hecho pasado, sino que ella misma es apertura continua de interpretación de pasado.

4En la presentación del informe ¡Basta ya!, por ejemplo, la coordinadora del mismo expone que este “plantea algunas líneas interpretativas y analíticas para entender la lógica, las razones y el modo en que se vive la guerra, y que ofrece una lectura en conjunto y unas tesis sobre sus causas y mecanismos” (GMH, 2013, p. 21). Es importante aclarar que no estamos haciendo una crítica sobre el hecho de que un informe nacional de memoria presente ejes explicativos de la violencia que analiza. Ese es precisamente su objetivo y no podría considerarse un trabajo serio si no lo hiciera. Lo que decimos es que eso conlleva una aporía insuperable: la de fijar una rejilla de interpretación al tiempo que busca alejarse de la unificación de las diversas interpretaciones existentes.

5Al menos en lo que atañe a la elaboración de su informe final. Las audiencias públicas que habrá de celebrar la CEV merecen otro tipo de análisis que escapa al alcance de este artículo.

6En efecto, la denominada Ley de Víctimas declara que una víctima es aquella que haya “sufrido un daño por hechos ocurridos a partir del 1º de enero de 1985” (art. 3, ley 1448/2011). Otro ejemplo de esta disputa discursiva y de poder en torno a la categoría de víctima está dado por el hecho de que tuvo que mediar un pronunciamiento de la Corte Constitucional para que las personas victimizadas por las Bacrim (agrupaciones paramilitares emergentes después de la disolución oficial de las Autodefensas Unidas de Colombia) pudieran ser reconocidas por el Estado como víctimas del conflicto armado colombiano.

7La crítica de Butler a Arendt (al menos a la Arendt de La condición humana) apunta a que la discusión sobre precariedad de la vida no debe quedar reducida a la esfera privada. Judith Butler no admite la distinción entre la esfera pública y la privada, tal y como la propone Arendt, para no aceptar el rechazo de la dependencia (de cuerpos) como condición previa a la política, sino asumir los mecanismos de rechazo como objeto del análisis crítico.

Recibido: 12 de Junio de 2018; Aprobado: 30 de Julio de 2018

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