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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.31 no.93 Bogotá May/Aug. 2018

https://doi.org/10.15446/anpol.v31n93.75622 

DOSSIER

LA VERDAD POSIBLE. ESBOZO DE UNA TEORÍA HETERODOXA DE LA MEMORIA Y LA VERDAD HISTÓRICA EN LA JUSTICIA TRANSICIONAL*

THE POSSIBLE TRUTH.KETCH OF A HETERODOX THEORY OF MEMORY AND HISTORICAL TRUTH IN TRANSITIONAL JUSTICE

Iván Garzón Vallejo **  

**Doctor en Ciencias Políticas. Profesor asociado de la Universidad de La Sabana (Bogotá, Colombia). Correo electrónico: ivan.garzon1@unisabana.edu.co


RESUMEN

Este trabajo identifica los límites de la memoria y la verdad histórica en el contexto de la justicia transicional. En la primera parte se hace una descripción comparada de las múltiples formas de verdad que asumieron como objetivo algunas comisiones de la verdad en el mundo y se hace énfasis en sus tensiones. En la segunda parte se propone un esbozo del concepto de “verdad posible”, esto es, una verdad de carácter político que evita la esencialización y la instrumentalización de la memoria y la verdad histórica a través de la discusión de los conceptos de ironía e insipidez (Safranski), olvido (Ricoeur y Rieff), pluralismo (Gray), consenso e interpretación (Vattimo).

Palabras clave: Comisión de la verdad; memoria; verdad histórica; justicia transicional; construcción de paz

ABSTRACT

This paper identifies the limits of memory and historical truth in the context of transitional justice. In the first part, a comparative description is made of the multiple forms of truth that assumed some truth commissions in the world and emphasize their contradictions. The second part proposes an outline of the concept of “possible truth”, that is, a truth of a political nature that avoids the essentialization and instrumentalization of memory and historical truth through the discussion of the concepts of irony and insipidity (Safranski), forgetfulness (Ricoeur and Rieff), pluralism (Gray), consensus and interpretation (Vattimo).

Keywords: Truth Comission; memory; historical truth; transitional justice; peacebulding

La realidad exige

que también se diga: la vida sigue.

Sigue en Cannas y en Borodino

y en Kosovo Pole y en Guernica

Wisława Szymborska

INTRODUCCIÓN

La construcción de la verdad es una parte esencial de la construcción de la paz. Sobre este presupuesto, el Gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc acordaron en junio de 2015 la creación de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición, la cual trabajará durante tres años y elaborará un informe final. La Comisión, cuya conformación se dio a finales del 2017 y su instalación en mayo de 2018, tiene tres objetivos: (i) contribuir al esclarecimiento de lo ocurrido; (ii) promover y contribuir al reconocimiento; y (iii) fomentar la convivencia en los territorios.

En efecto, el tema de la memoria y la verdad histórica estuvo presente en el Acuerdo Final de Paz, al menos en dos pasajes. En el primero de ellos se advierte que:

Colombia necesita saber qué pasó y qué no debe volver a suceder nunca más, para forjar un futuro de dignificación y de bienestar general y así contribuir a romper definitivamente los ciclos de violencia que han caracterizado la historia de Colombia (Gobierno-Farc, 2016, p. 118).

Por ello, y acá aparece el segundo, las partes se comprometieron en La Habana a

[…] aportar a la construcción y preservación de la memoria histórica y lograr un entendimiento amplio de las múltiples dimensiones de la verdad del conflicto, incluyendo la dimensión histórica, de tal forma que no sólo se satisfaga el derecho a la verdad sino que también se contribuya a sentar las bases de la convivencia, la reconciliación, y la no repetición (Gobierno-Farc, 2016, p. 118).

El mecanismo institucional acordado se inserta en una amplia tradición de comisiones de estudio e investigación sobre la violencia. Entre 1958 y 2012 hubo en el país doce comisiones nacionales de estudio e investigación extrajudicial de las violencias (Jaramillo, 2014). La naturaleza y propósitos de la comisión acordada en La Habana y que preside el sacerdote jesuita Francisco de Roux no distan mucho de la naturaleza y propósitos de las comisiones de la verdad creadas en África, Centroamérica y Suramérica en contextos de transición de la guerra a la paz, por lo cual, se puede esperar que la comisión colombiana se beneficie del aprendizaje acumulado.

La experiencia internacional del trabajo de las comisiones de la verdad aconseja moderar las expectativas depositadas en tales instrumentos. No solo por las tensiones epistémicas propias de una verdad trágicamente disputada sobre acontecimientos dolorosos, sino por el balance comparado que se ha hecho de los mismos. Una explicación de su relativo fracaso o desencanto proviene del hecho de que una comisión de la verdad tiene múltiples -demasiadas, quizá- metas: comunicarse con las víctimas, documentar y corroborar los casos que deberán ser reparados, llegar a conclusiones en casos controversiales y patrones de abuso, comprometer al país en un proceso de curación nacional, contribuir a la justicia, escribir un reporte accesible al público y perfilar reformas ­necesarias (Hayner, 2011). Todo ello, por lo demás, en un tiempo acotado, con recursos limitados y en el marco de sociedades fuertemente fracturadas que son, a fin de cuentas, las destinatarias de su labor.

Alcanzar el esclarecimiento de lo ocurrido o la verdad fáctica del pasado violento constituye una meta ambiciosa que se enfrenta a numerosos obstáculos. De allí que una sociedad que espera una verdad de una comisión de investigación debe situarse entre el excesivo optimismo de los entusiastas, para quienes la comisión “tiene la tarea de contarle al país qué fue lo que pasó en los 50 años de conflicto; por qué se llegó a esos extremos de violencia; quiénes fueron los más afectados; y qué grupos fueron responsables” (Semana, 2015, p. 20; Ibáñez, 2015) y el escepticismo de los pesimistas, para quienes tales instrumentos legitiman una “verdad negociada” que absuelve a los victimarios sin satisfacer los derechos de las víctimas (Ordóñez, 2015).

La realidad, sin embargo, es más modesta, como lo reconoce una integrante de la comisión de la verdad sudafricana, quien advierte lacónicamente que “una Comisión de la Verdad sólo va a jugar un papel pequeño en un proceso de reconciliación y sanación” (Barolsky, 2015, p. 25), balance con el que coincide un reciente estudio que entrevistó a varios integrantes de la comisión peruana (Barreto, 2017).

Tanto las expectativas desmedidas como el irredimible escepticismo ponen en cuestión el papel que la comisión de la verdad puede tener en promover la convivencia y la reconciliación tras el fin de la guerra. Al mismo tiempo,

[…] la pretensión típicamente moderna […] de que las comisiones de la verdad produzcan, como resultado final, una historia patria oficial, resulta menos peligrosa si se asume que la misma no constituye un punto de cierre sino un punto de partida para la discusión pública y para la construcción de memorias alternativas (Orozco, 2009, p. 118).

Esto adquiere mayor relevancia en un contexto como el colombiano en el cual no solo ha habido comisiones con un encargo similar -pero con un propósito más acotado, particularmente en el periodo de investigación-, sino además, que existen dispositivos institucionales de memoria histórica recientes como la Comisión del Conflicto Armado y sus Víctimas -cuyo informe final se presentó en 2015- y vigentes como el Centro Nacional de Memoria Histórica -fundado en 2011-.

Ciertamente, no solo las expectativas que la sociedad tiene del trabajo de una comisión de la verdad inciden en su impacto. La contribución de esta a la construcción de paz depende en buena medida de su diseño institucional. Y en este asunto, el problema teórico fundamental es lo que una comisión entiende por verdad, el concepto que asuma de la misma, lo que pretenda visibilizar como tal en su informe final, pues ello influirá directamente en el triple funcionamiento de dichos mecanismos como “correas transmisoras de narrativas de país, como intentos de gestión pública de las violencias y como dispositivos de producción histórica de versiones sobre el conflicto” (Jaramillo, 2014, p. 25).

Ahora bien, definir la verdad es un ejercicio que dista mucho de la elaboración de un acta de un seminario de profesores y se trata, por el contrario, de un ejercicio contencioso (Hayner, 2011) y trágico (Berlin, 2012) en el que está en juego la construcción de una narrativa colectiva del pasado que tendrá efectos sobre la convivencia de los ciudadanos.

De este modo, cuando una comisión de la verdad contrae como principal objetivo el esclarecimiento del pasado, pretende, según la etimología del término, “iluminar, poner en claro y luciente algo” (Real Academia Española, 2001, p. 957). Dicho metafóricamente, su momento del día es el alba o el amanecer. Ahora bien, ¿cuáles son los límites espaciales y temporales de tal pretensión? ¿Es viable esperar una reconstrucción fidedigna de hechos ocurridos décadas atrás frente a los cuales el silencio, la complicidad y el olvido han tendido un manto de penumbra? ¿Existen hechos y situaciones que una sociedad ya no es capaz de esclarecer? ¿Conviene saberlo todo? ¿Es posible construir un relato colectivo de carácter ético en el que se fije una nítida línea divisoria entre victimarios y víctimas? ¿Qué responsabilidad colectiva asume la sociedad frente al conocimiento del pasado violento? ¿Cuáles son las zonas grises de la verdad que una comisión busca? Estas y otras preguntas sugieren, a contrario sensu, que la metáfora del alba es acaso extremadamente ambiciosa y quizás el trabajo de una comisión de la verdad se defina mejor con la metáfora del crepúsculo.

Así las cosas, a partir de un análisis comparado y filosófico, este trabajo se ocupa de identificar los límites de la memoria y la verdad histórica en el contexto de la justicia transicional. En la primera parte, mediante una descripción comparada, se exponen las múltiples formas de verdad que asumieron algunas comisiones de la verdad en el mundo, esto es, las verdades fáctica, testimonial, social o narrativa y moral o restaurativa, al tiempo que se formulan sus tensiones y claroscuros.

En la segunda parte se propondrá un esbozo de lo que, siguiendo a la Comisión para la Paz de Uruguay, he llamado la verdad posible, es decir, una verdad de carácter político que evita tanto la esencialización como la instrumentalización de la verdad histórica y se nutre de la crítica del paradigma dominante de la memoria (Todorov), y de la discusión de los conceptos de ironía e insipidez (Safranski), olvido (Ricoeur y Rieff), pluralismo (Gray), consenso e interpretación (Vattimo).

Lo anterior permitirá arribar a la conclusión de que, si se toman en serio las tensiones de la memoria y la verdad histórica y se mira el horizonte de la convivencia cívica, una sociedad debe situarse ante una comisión de la verdad en un punto entre el entusiasmo y el pesimismo, con la consciencia de que “el sentido de nuestro futuro habrá de depender del modo como abordemos colectivamente el pasado” (Orozco, 2009, p. 195).

En busca de una narrativa con autoridad del pasado: las verdades de una comisión de la verdad

Aunque se trata de un requisito metodológico ineludible, las comisiones de la verdad no siempre desarrollan explícitamente una concepción de verdad. De los diez casos seleccionados aleatoriamente que fueron analizados, solo en tres de ellos -Sudáfrica, Perú y Sierra Leona- se trazó un concepto de verdad (véase tabla 1).

Tabla 1. 

Fuente: elaboración propia.

Sin embargo, de acuerdo con las finalidades descritas en sus documentos se puede inferir que entienden por verdad el esclarecimiento histórico objetivo e imparcial de lo sucedido: la verdad fáctica o empírica que permita formular recomendaciones orientadas a evitar la repetición de las violaciones a los derechos humanos (Comisión para el Esclarecimiento Histórico de Guatemala, 1999; Comisión de la Verdad para El Salvador, 1992-1993; Gobierno de Chile, 1990) y producir, en última instancia, una “narrativa con autoridad sobre el pasado” (Annan, 2015).

El análisis de algunos informes finales de las comisiones de la verdad pone de relieve que existe un predominio de la verdad fáctica, la cual, a pesar de su uso unívoco y con mayúsculas, está más cerca de la metáfora del caleidoscopio que del microscopio. Es decir, aunque el propósito principal sea establecer con certeza qué fue lo que sucedió -la verdad fáctica- no se trata de un objetivo único ni excluyente, pues alrededor del mismo se establecen otras formas de verdad que complementan tal radiografía.

Así, a la verdad fáctica se añaden las verdades testimonial, social o narrativa y moral o restaurativa. La Comisión para la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica expresa bien esta variedad de relatos en juego, pues con la finalidad de obtener una “imagen tan completa como fuera posible” (Truth and Reconciliation Commission of South Africa, 1998, p. 104) de las injusticias cometidas durante los años del apartheid, reconoció cuatro nociones de verdad: factual (forensic truth), personal (narrative truth), social (‘dialogue’ truth and healing) y restaurativa (restorative truth) (Truth and Reconciliation Commission of South Africa, 1998), las mismas que definió la Comisión de la Verdad de Sierra Leona (Truth and Reconciliation Commission of Sierra Leone, 2004). Voy a explicar brevemente en qué consiste cada una tomando como fuente los documentos oficiales de las mismas y sugiriendo algunos de sus aspectos crepusculares.

La verdad fáctica y la utopía del esclarecimiento de lo que pasó

La verdad fáctica o forense se refiere a aquella que es corroborada con evidencia científica y permite la obtención de información precisa, imparcial y objetiva (Truth and Reconciliation Commission of South Africa, 1998) para “esclarecer los hechos, los procesos y las responsabilidades” (Comisión de la Verdad y Reconciliación de Perú, 2003, p. 32). En algunos casos como en Argentina, Chile y Uruguay, las Comisiones acotaron su búsqueda a determinar el paradero de los desaparecidos durante las dictaduras militares. En este marco, la verdad fáctica se entiende como “el relato fidedigno, éticamente articulado, científicamente respaldado, contrastado intersubjetivamente, hilvanado en términos narrativos, efectivamente concernido y perfectible” (Comisión de la Verdad y Reconciliación de Perú, 2003, p. 32) para lo cual se acoge como estándar probatorio la “preponderancia de la evidencia” (Truth and Reconciliation Commission of Liberia, 2009, p. 21).

En efecto, “‘la verdad’ de la guerra es ante todo la ‘verdad’ de sus atrocidades y no tanto la verdad de los discursos que la legitimaron ni de los órdenes regionales construidos entre el consenso y la coerción” (Centro de Memoria Histórica, 2012, p. 26). No obstante, una integrante de la Comisión para la Verdad de Sudáfrica trae a colación los límites de la verdad fáctica, señalando la pertinencia de un acercamiento crítico a lo que ocurrió precisamente ante el exceso en las expectativas sobre lo que podría salir de la Comisión (Barolsky, 2015).

De las cuatro formas de verdad, probablemente sea la verdad fáctica la que mayor ilusión colectiva genera, a fin de cuentas, es la que ofrece “situarnos” en el momento en que sucedieron los hechos como si hubiésemos sido testigos directos. Más aún si se considera que el ocultamiento y la destrucción de evidencias probatorias suele caracterizar el contexto político e institucional en el que se originan las comisiones de la verdad. Sin embargo, es la que mayores fisuras teóricas presenta, pues, como indica Safranski, la verdad fáctica asume que “la verdad es una cualidad de la realidad que hemos de desvelar”, soslayando que en la misma hay una doble mediación sin la cual sería imposible explicarla. Por un lado,

[…] la verdad no es una cualidad de la realidad, sino de la relación que establezco con ella. La realidad no es verdadera ni falsa, se limita a ser real. Sólo las interpretaciones de la realidad pueden ser tildadas de “verdaderas” o de “falsas”. Y por otro lado, la mayor parte de las veces la relación con la verdad se reduce a mera fe en la verdad. Creemos en la verdad que los especialistas descubren (Safranski, 2013, pp. 202-203).

En la misma línea, Todorov advierte que el restablecimiento integral del pasado es imposible y espantoso, por lo que, la memoria “es forzosamente una selección: algunos rasgos del suceso serán conservados; otros, inmediata o progresivamente marginados y luego olvidados” (Todorov, 2013, p. 18).

En este sentido, la televisión y la literatura nos alertan sobre el carácter ilusorio de la pretensión de esclarecer completamente el pasado. Un capítulo de la serie Black Mirror de Netflix que narra la historia de una pareja de esposos que tienen incorporado al cuerpo una tecnología adherida a los ojos que les permite retroceder cualquier situación y detenerse para mirarla de nuevo hasta en sus detalles, es una elocuente y dramática representación gráfica del carácter ambivalente de la capacidad de reconstruir el pasado. Y por su parte, el protagonista de la novela Así empieza lo malo, de Javier Marías, dice:

Eso es lo que le pasa a la verdad, que tiene un lugar y en él se queda; que tiene un tiempo y en él se queda también. Se queda encerrada en ellos y no hay forma de reabrirlos, ni a uno ni a otro podemos viajar para echarle un vistazo a su contenido. Sólo nos restan tanteos y aproximaciones, nada más que circundarla e intentar discernirla a distancia o a través de velos y nieblas, en vano, es una tontería malgastar la vida en eso (Marías, 2014, p. 34).

En un contexto de valoración de la memoria, el olvido, aún el involuntario, deviene en un concepto político sospechoso. Y es que en efecto, existe la sospecha de que el olvido encierre propósitos funcionales a los victimarios y que constituya una forma de revictimización mediante la cual estos mantienen en alto el orgullo de su victoria. Empero, así como una sociedad confronta su pasado violento y necesita saber, reconocer y aprender, también tiene que vérselas con lo que no puede saber, debe lidiar con las verdades que se quedan encerradas en el tiempo.

Ahora bien, la empresa colectiva de buscar la verdad de los hechos no contradice la aceptación de que hay cosas que no se pueden saber o que solo podemos tantear. Ello ciertamente pone en entredicho la pretensión de que una comisión de la verdad opere cual máquina del tiempo para volver al pasado para reconstruir lo ocurrido hasta en sus detalles. Asimismo, la subjetividad y el inevitable carácter político de la mediación interpretativa de lo ocurrido así como de la selección de los hechos que se espera esclarecer, permiten moderar las pretensiones epistémicas de certeza y desconfiar de una narrativa que asuma tal ejercicio como neutral, aséptico e históricamente ambicioso en sus alcances, es decir, que pretenda proporcionar una verdad total u omnicomprensiva del pasado violento.

Por eso, acaso conscientes de la fragilidad de la verdad fáctica, algunos se han planteado como fin encontrar una verdad posible (Comisión para la Paz de Uruguay, 2003) la cual, epistemológicamente parecería ser más realista. Esta verdad posible, como se verá, es necesario combinarla con la ironía para poder soportarla, o lo que es lo mismo, para poder seguir viviendo (Safranski, 2013).

La verdad testimonial o la contradicción entre la fijeza del discurso y la movilidad de lo vivido

La verdad testimonial se compone de las historias, relatos y experiencias personales, familiares y comunitarias que víctimas y victimarios le transmiten a la comisión. Así pues, la comisión escucha a las personas para conocer las distintas narrativas que se construyen a partir de los hechos (Truth and Reconciliation Commission of South Africa, 1998). Se trata de una “verdad individual” que recoge las innumerables versiones y testimonios de las víctimas y de sus familiares sobre los hechos violatorios de derechos, con el fin de construir una “verdad global” (Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación de Chile, 1996).

No cabe duda de que las víctimas tienen un papel preponderante en el trabajo de una comisión de la verdad.

En otros contextos internacionales, algunos gestores y gestoras de la memoria prefieren el término “sobreviviente”, bajo el argumento de que a las víctimas a menudo solo se les pregunta por las maneras como fueron victimizadas y sus historias de dolor. Uno de los problemas reside en que al posicionarse como víctimas puede llevar a silenciar otras historias o aspectos de su experiencia, y en no abrir lugar para contar historias sobre cómo han sobrevivido, para sus historias de resiliencia, restablecimiento y resistencia (Centro de Memoria Histórica, 2013, p. 19).

Pero incluso Todorov sugiere que “cuando los acontecimientos vividos por el individuo o por el grupo son de naturaleza excepcional o trágica, tal derecho se convierte en un deber: de ­acordarse, el de testimoniar” (2013, p. 20), pues, podríamos decir que ello le ayuda a la sociedad a conocer lo que de otro modo sería imposible saber. No se trata, en cualquier caso, de un derecho irrenunciable: las víctimas, puede parecer una obviedad decirlo, también tienen derecho a callar. Más aún, así como “sería de una ilimitada crueldad recordarle continuamente a alguien los sucesos más dolorosos de su vida; también existe el derecho al olvido” (Todorov, 2013, p. 27). Se trata de un callar y olvidar voluntarios, conscientes y serenos, no impuestos por la fuerza, la intimidación o la indolencia institucional enmarcados en un espiral de violencia sin fin.

Ahora bien, aunque las víctimas aportan elementos personales y vivenciales a la narrativa que articula la comisión, conviene tener en cuenta la falibilidad y las zonas grises de tales relatos. La literatura, que ha mostrado cómo alguien puede hacerse pasar durante años por víctima de un campo de concentración al que nunca fue (Cercas, 2014), nos previene también contra la tentación de sacralizar el relato vivencial de las víctimas, pues

[…] cuando han pasado muchos años, o incluso no tantos, la gente se cuenta los hechos como le conviene y llega a creerse su propia versión, su distorsión […] Ni siquiera el autor de un hecho es capaz de sacarnos de dudas, en ocasiones; simplemente ya no está facultado para contar la verdad. Ha logrado que se le difumine, no la recuerda, la confunde o directamente la ignora (Marías, 2014, pp. 33-34).

Esta, por supuesto, es la versión más dramática y por eso mismo, excepcional. Más allá de ello, particular cautela habría que tener con los efectos políticos del estatuto de víctima, es decir, con el hecho de que aunque nadie quiere ser una víctima, todos quieren haberlo sido, pues ello asegura algunos privilegios en el seno de la sociedad (Todorov, 2013), cautela dirigida especialmente a los dispositivos institucionales que se ocupan de rememorar.

¿Son fácilmente separables los relatos y testimonios de víctimas y victimarios, más aún en el contexto de un conflicto armado irregular como el colombiano? Iván Orozco Abad advierte que “las zonas grises son los grandes testigos de que hay vasos comunicantes entre el campo de los victimarios y el de las víctimas, entre los malos y los buenos” (2009, p. 100). No obstante, en nuestra propensión moralista tales grises pueden ser borrados por el tíner de lo políticamente correcto (Orozco, 2009). Esta línea divisoria entendida como una “exigencia de dividir el campo entre ‘nosotros’ y ‘ellos’ es tan imperiosa -tal vez por razones que se remontan a nuestros orígenes de animales sociales- que ese esquema de bipartición amigo-enemigo prevalece sobre todos los demás” (Levi, 2014, p. 33), y así, el producto de una comisión de la verdad puede devenir en una narrativa revanchista hacia unos, complaciente frente a otros y en ambos casos, inequitativa con las víctimas.

En contra de esta simplificación, el mensaje de una víctima de un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial recogido por Primo Levi nos alerta de la ambigüedad antropológica y moral de las víctimas: “el enemigo estaba alrededor, pero dentro también, el ‘nosotros’ perdía sus límites, los contendientes no eran dos, no se distinguía una frontera sino muchas y confusas, tal vez innumerables, una entre cada uno y el otro” (Levi, 2014, pp. 34-35), y se preguntaba:

¿Qué monstruo humano no ha dado nunca durante su vida una cebollita a alguien, aunque sea sólo a su mujer, a sus hijos, a su perro? Aquel único acto de piedad repentina es verdad que no basta para absolver a Muhsfeld -su capo en Auschwitz-, pero sí basta para situarlo por lo menos en el último borde, en la zona gris, en esa zona de ambigüedad que irradia de los regímenes fundados en el terror y la sumisión (Levi, 2014, p. 53).

La incorporación del concepto de zona gris en el análisis de la dimensión testimonial de la verdad presupone una concepción antropológica realista. Aunque la incorporación de los relatos de víctimas y victimarios es imprescindible, corre el riesgo de ser leída desde “una antropología moral que pone en el centro de su discurso el blanco y el negro -a través de asumir como axioma la separación entre los campos de la víctima y el victimario, periferizando y aun ignorando del todo la existencia de los grises-” volviéndose maniquea y polarizante. Correlativamente, continúa Orozco Abad,

[…] una antropología moral que pone en el centro las zonas grises de colapso de esos cometidos y periferiza el blanco y el negro, corre, a su vez, el riesgo simétrico de operar como un dispositivo de protección para los victimarios y de humillación y doble victimización para las víctimas (2009, p. 100).

Por lo tanto, solo una antropología que tenga en cuenta la peligrosidad del ser humano entrevista tan bien por Maquiavelo, Hobbes y Schmitt (Garzón 2010), una antropología que tome en serio las zonas grises de la guerra “puede ser capaz de propiciar posturas despolarizantes y proclives a la relativización empática de la enemistad y, en último término, a la paz negociada” (Orozco, 2009, p. 101).

La verdad social o la construcción de una narrativa colectiva de la violencia

Las comisiones de la verdad buscan tejer una narrativa, un relato de la violencia que mediante el uso público del pasado propicie una amplia deliberación democrática sobre los derechos humanos caracterizada a su vez por lo que Nino llamaba el “aprendizaje moral” (2015, p. 219). Para ello interpretan las diferentes dimensiones de los hechos violentos y abren la posibilidad a la reescritura y el perfeccionamiento de dicho relato a través de nuevos testimonios o análisis (Comisión de la Verdad y Reconciliación de Perú, 2003).

La verdad social o verdad dialogada es aquella que se establece mediante la interacción, la deliberación y el debate. A diferencia de la verdad personal, esta noción de verdad no se enfoca en la narrativa del individuo, sino en el relato social que se construye de los hechos (Truth and Reconciliation Commission of South Africa, 1998), pues las comisiones de la verdad no trabajan aisladamente, sino que le proponen a la sociedad un proceso dialógico de doble vía: de la sociedad hacia la comisión, pues de este modo recaba la información y las experiencias del periodo de violencia; y de la comisión hacia la sociedad, pues sus resultados y su ejercicio están destinados a hacer una contribución a sanar las heridas y a la reconciliación. Así, por ejemplo, la Comisión de la Verdad y Reconciliación de Perú concibe la verdad como un relato contrastado intersubjetivamente, en la medida que se propuso escuchar y procesar las voces de todos los participantes mediante audiencias públicas a lo largo de todo el país, privilegiando la escucha a las víctimas de la violencia (Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, 2003).

Como resultado de tal ejercicio, una comisión de la verdad fija un relato que, como toda narrativa, condensa, resume y simplifica: ocurrió esto (y no aquello), los responsables fueron estos (y no aquellos), esto deja tales lecciones (y no aquellas otras). “Este deseo de simplificación -advierte Primo Levi- está justificado; la simplificación no siempre lo está” (Levi, 2014, p. 34). Ciertamente, el proceso de socialización de la verdad supone generalización, pues a fin de cuentas, se trata de plantear una narrativa colectiva de una situación también colectiva. En aras de la simplificación, en dicho itinerario aparece una tentación, la de generalizar una sumatoria de situaciones ­concretas las cuales, no obstante, como toda circunstancia histórica y política, son únicas e irrepetibles. Safranski es consciente de ello cuando señala que “si se quiere evitar la violencia en el proceso de socialización de las ideas no hay más remedio que renunciar a universalizar las verdades concretas e individuales” (2013, p. 215). Por su parte, el historiador Jorge Orlando Melo ha recordado que las comisiones de verdad o esclarecimiento no pueden establecer una “Historia oficial”, una Verdad con mayúscula sobre lo sucedido, pues se trata de abrir espacios para oír explicaciones, confesiones, admisiones de culpabilidad, verdades posibles. (Santos, 2014, p. 137).

Por ello, en la construcción colectiva de una narrativa del pasado de violencia conviene ampliar el espectro de voces, asemejando dicho proceso a una sinfonía -más que a un monólogo sucesivo entre vencedores y vencidos- en la que no solo tienen cabida aquellos que vivieron directamente las secuelas de la guerra sino también terceros concernidos ciudadanos responsables de tal construcción: empresarios, líderes sociales y comunitarios, líderes religiosos, académicos, intelectuales, entre otros. Dicha construcción narrativa contribuye a tejer una “esfera pública polifónica”, esto es, “un espacio en que las personas pueden encontrar un vivero de experiencias, de relatos, de argumentos, para forjarse sus juicios y para orientar sus vidas” (Cortina, 2011, p. 49).

Por eso, aun cuando sea necesario generalizar, siempre habrá verdades peculiares, heterodoxas, dichas con parrhesía (Foucault, 2014), recónditas, en suma, otras verdades, puesto que, como alega sabiamente Carlos Carballo, el protagonista de la novela La forma de las ruinas,

[…] hay verdades que no quedan en los periódicos. Hay verdades que no son menos verdaderas por el hecho de que nadie las sepa. Tal vez ocurrieron en un lugar raro adonde no pueden ir los periodistas ni los historiadores. ¿Y qué hacemos con ellas? ¿Dónde les damos espacio para que existan? ¿Dejamos que se pudran en la inexistencia, sólo porque no fueron capaces de nacer a la vida de manera correcta, o porque se dejaron ganar de fuerzas más grandes? Hay verdades débiles, Vásquez, verdades frágiles como un niño prematuro, verdades que no se pueden defender en el mundo de los hechos probados, de los periódicos y los libros de historia. Verdades que existen aunque se hayan hundido en un juicio o aunque las olvide la memoria de la gente. ¿O me va a decir usted que la historia conocida es la única versión de las cosas? No, por favor, no sea tan ingenuo. Eso que usted llama historia no es más que el cuento ganador, Vásquez. Alguien hizo que ganara ese cuento y no otros, y por eso le creemos hoy. O más bien: le creemos porque quedó escrito, porque no se perdió en el hueco sin fin de las palabras que sólo se dicen, o peor aún, que ni siquiera se dicen, sino que sólo se piensan […] Y eso es la verdad, pero lo es sólo porque ocurrió en un lugar que se podía contar y alguien lo contó en palabras concretas. Y se lo repito: hay verdades que no ocurren en esos lugares, verdades que nadie nunca escribió porque eran invisibles […] No son lugares inventados, Vásquez, no son ficciones, son muy reales: tan reales como cualquier cosa que se cuente en los periódicos. Pero no sobreviven. Se quedan por ahí, sin nadie que las cuente. Y eso es injusto. Es injusto y es triste (Vásquez, 2015, pp. 490-491).

La verdad moral o restaurativa y el deber de recordar

La Comisión de la Verdad de Perú explicaba que su trabajo versará sobre una verdad en sentido práctico o sentido moral, dado que lo que juzgará serán acciones humanas indesligables de las intenciones, interpretaciones y voluntad de sus protagonistas (Comisión de la Verdad y Reconciliación de Perú, 2003). La verdad restaurativa se enfoca en la contribución a la reparación del daño causado y en la prevención de nuevos abusos. Esta noción de verdad resalta la importancia de que la verdad no puede separarse de los propósitos de la reconciliación (Truth and Reconciliation Commission, 1998). Tal dimensión moral se expresa, aunque no únicamente, en la categoría jurídica de no repetición incorporada por la Comisión de la Verdad de Colombia (Gobierno de Colombia y FARC, 2015).

Este necesario deber ético o moral de recordar es, sin embargo, profundamente paradójico, pues

[…] la verdad es una categoría que se suspende mientras se vive […] Mientras se vive -repitió-. Sí, es ilusorio ir tras ella, una pérdida de tiempo y una fuente de conflictos, una estupidez. Y sin embargo no podemos no hacerlo. O mejor dicho, no podemos evitar preguntarnos por ella, al tener la seguridad de que existe, de que se halla en un lugar y en un tiempo a los que no podemos acceder (Marías, 2014, p. 34).

En efecto, una comisión de la verdad pretende dar una lección a la sociedad de la línea divisoria entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo aceptable y lo inaceptable con la finalidad de que no vuelva a suceder, que no se normalice o cuando menos, que no se repita del mismo modo. Ello, por supuesto, trae ciertos desafíos que han puesto de presente quienes son conscientes de la imposibilidad de, en tiempos de violencia, poner una muralla entre victimarios y víctimas. Así,

[…] tal vez su significado sea más amplio: en Rumkowski nos vemos todos, su ambigüedad es la nuestra, connatural a nosotros, de híbridos amasados de arcilla y espíritu; su fiebre es la nuestra, la de nuestra civilización occidental que “baja a los infiernos con trompetas y tambores”, y sus miserables oropeles son la imagen distorsionada de nuestros símbolos de prestigio social (Levi, 2014, p. 63).

Esta humanidad compartida advertida por Schmitt en su crítica al humanitarismo y teorizada por Todorov a partir del caso del etnólogo francés François Bizot, quien fuera prisionero de los jemeres rojos en 1971, es producto de “descubrir que los grandes criminales de la historia son humanos como nosotros”, es decir, que no existe un ADN específico de los asesinos y que, por lo tanto, el bien y el mal brotan de la misma fuente (Todorov, 2010, pp. 19 y 38). Esto, plantea el escritor búlgaro, es uno de los mecanismos que nos permite acercarnos a ellos. El otro modo consiste en evidenciarnos aquello que, en nuestro interior, nos recuerda lo que vemos en ellos (Todorov, 2010).

Así, la guerra aparece como una lección no solo del mal del que somos capaces -que es, en síntesis, la versión recogida por el derecho internacional después de la Segunda Guerra Mundial-, sino también de la naturaleza profunda de los hombres, de las reacciones que no se producen en otras circunstancias (Todorov, 2010). Al traer a colación la tesis de Arendt de la banalidad del mal y a propósito del enjuiciamiento a la junta militar que gobernó a la Argentina entre 1976 y 1983, Carlos Nino se preguntaba: “¿estamos preparados para culpar el carácter que evaluamos como banal, en lugar de un carácter lleno de odio, inclinaciones sádicas y crueldad?” (2015, p. 229).

Pero además, en contra del esencialismo que subyace tras la división entre nosotros (los buenos) vs. ellos (los malos), las guerras inclinan frecuentemente la balanza en favor de la Fortuna y en desmedro de la Virtud y nos advierten que

[…] si [Bizot] no se convirtió en un torturador ni en asesino, no es porque estuviese hecho de otra pasta sino porque tuvo suerte, durante su cautividad, de no haber tenido necesidad de matar; y el resto del tiempo, de vivir en un Estado de derecho, único detentador de la violencia legítima (Todorov, 2010, p. 19).

“La niña”, la serie de Caracol TV emitida en 2016 e inspirada en una historia real, constituye una extraordinaria recreación narrativa del carácter circunstancial y trágico que tuvo la participación de ciertas víctimas (la niña reclutada) y victimarios (el Coronel abusivo) en el conflicto armado colombiano. Ser conscientes de tal claroscuro nos previene contra el proselitismo moralista de “ese tipo de gente que desea nuestro bien, que no sólo se preocupa por su propia vida sino también por la del pueblo, por la de una clase social o incluso por la de toda la humanidad” (Safranski, 2013, p. 212).

El alineamiento moral ex post es necesario, pero paradójico. No porque se minimicen o justifiquen las atrocidades de los victimarios. Lo que se cuestiona es la idea misma de fijar una línea clara entre nosotros y ellos, toda vez que “nunca se está en el lugar de otro. Cada individuo es un objeto tan complejo que es inútil pretender prever su comportamiento, y mucho menos en situaciones límites; ni siquiera es posible prever el comportamiento propio” (Levi, 2014, p. 56).

En este sentido, la paradoja deviene de que en el alineamiento moral ex post “no hay mérito alguno en ponerse en el lado acertado de la barricada, una vez que el consenso social ha establecido firmemente dónde está el bien y dónde el mal” (Todorov, 2013, pp. 44-45).

Amén de la imposibilidad de rehacer el pasado, la verdad restaurativa es, en última instancia, una verdad cargada de memoria y al servicio de la convivencia. Una verdad restaurativa inclina la balanza en favor de la justicia reparadora en vez de la justicia punitiva y además, enmarca el concepto de memoria en un horizonte que tiene en cuenta que esta se vuelve

[…] estéril si nos servimos de ella para levantar un muro infranqueable entre el mal y nosotros, si nos identificamos únicamente con los héroes irreprochables y las víctimas inocentes, expulsando los agentes del mal fuera de las fronteras de la humanidad (Todorov, 2010, p. 36).

En consecuencia, la conmemoración no es solo una exigencia ética; es también un riesgo político, a veces incluso existencial, que puede implicar el victimismo o el regodeo en las heridas del pasado (Rieff, 2012), es decir, mantener abiertas las heridas, sin sanar. Por eso, “la frase «nunca más» es un sentimiento noble pero también muy poco realista” (Rieff, 2012, p. 84).

Débil, insípida e irónica: la verdad posible

Hasta ahora he señalado las tensiones subyacentes tras las cuatro formas de verdad que buscan los dispositivos institucionales llamados comisiones de la verdad. Queda aún por responder la pregunta acerca de ¿qué tipo de verdad puede esperar saber una sociedad de su pasado violento?, y ¿cómo entran en juego las formas de verdad ante la reconstrucción de lo ocurrido y la construcción de una narración colectiva? Para ello, esbozaré las características de la verdad posible mediante la discusión crítica con los conceptos de memoria, verdad histórica, pluralismo, olvido y convivencia. Luego de ello, formularé una breve conclusión.

Una memoria orientada hacia el futuro

Ante el eclipse de las utopías, dice el historiador italiano Enzo Traverso (2012), el mundo contemporáneo ha vuelto inevitablemente su mirada hacia el pasado. Y en efecto, la memoria se concibe hoy en día como un bien común, un deber y una necesidad jurídica, moral y política (Sarlo, 2012); en suma, como un paradigma epistémico de la representación del pasado. Al cuestionar este paradigma dominante, Todorov pone de relieve un asunto obvio de que no existe un modo para distinguir de antemano los buenos y los malos usos del pasado (Todorov, 2013).

A pesar de lo obvio del aserto, nos previene contra dos formas de instrumentalización de la memoria histórica. Primera, que “el culto a la memoria no siempre sirve para las buenas causas” y segundo -el que más me importa acá-, que “el culto a la memoria no siempre sirve a la justicia” (Todorov, 2013, pp. 30 y 59). Aunque hay muchas razones para esta advertencia, solo apuntaré la más evidente: que “quienes recuerdan no están retirados de la lucha política contemporánea; por el contrario, tienen fuertes y legítimas razones para participar en ella y para invertir en el presente sus opiniones sobre lo sucedido hace no tanto tiempo” (Sarlo, 2012, p. 83).

Lo anterior obliga entonces a discutir el presupuesto epistémico de la subjetividad en tal paradigma. Al respecto, Beatriz Sarlo llama la atención al decir que “no hay equivalencia entre el derecho a recordar y la afirmación de una verdad del recuerdo; tampoco el deber de memoria obliga a aceptar esa equivalencia” (Sarlo, 2012, p. 57). Por consiguiente, los

[…] discursos testimoniales, como sea, son discursos y no deberían quedar encerrados en una cristalización inabordable. Sobre todo, porque, en paralelo y construyendo sentidos con los testimonios sobre los crímenes de las dictaduras, emergen otros hilos de narraciones que no están protegidas por la misma intangibilidad ni por el derecho de los que han padecido (Sarlo, 2012, p. 62).

De este modo,

[…] cuando una narración memorialística compite con la historia y sostiene su reclamo en los privilegios de una subjetividad que sería su garante (como si pudiéramos volver a creer en alguien que simplemente dice: “digo la verdad de lo que sucedió conmigo o de lo que vi que sucedía, de lo que me enteré que sucedió a mi amigo, a mi hermano”), se coloca, por el ejercicio de una imaginaria autenticidad testimonial, en una especie de limbo interpretativo (Sarlo, 2012, p. 94).

Para la escritora argentina, el antídoto contra la pretensión de no mediación o de certeza incontrastable de la memoria histórica construida al tenor de la subjetividad es la interpretación, es decir, la imposibilidad de sustraer los discursos memorísticos del ejercicio crítico al que debe someterse cualquier discurso que pretenda validez en la esfera pública. En ello coincide Vattimo cuando asevera que

[…] puesto que la verdad es siempre un hecho interpretativo, el criterio supremo en el cual es posible inspirarse no es la correspondencia puntual del enunciado respecto de las “cosas”, sino el consenso sobre los presupuestos de los que se parte para valorar dicha correspondencia. Nadie dice nunca toda la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad. Cualquier enunciado supone una elección de lo que nos resulta relevante, y esta elección nunca es “desinteresada” (2010, pp. 28-29).

Ahora bien, es un hecho que

[…] el pasado es siempre conflictivo. A él se refieren, en competencia, la memoria y la historia, porque la historia no siempre puede creerle a la memoria, y la memoria desconfía de una reconstrucción que no ponga en su centro los derechos del recuerdo (Sarlo, 2012, p. 9).

También es un hecho que, en el ejercicio de representación del pasado, la memoria le lleva la delantera a la historia. No obstante, esto no significa que no sea susceptible de una permanente corrección y crítica por parte de esta, más aún si se tiene en cuenta que en tanto la memoria supone “una representación del pasado que se construye en el presente”, es necesario “historizar la memoria” o dicho de otra manera, promover el diálogo entre la memoria y la historia de forma que esta pueda proveernos de una mirada crítica del pasado, más necesaria aún por nuestra pertenencia a los espacios memoriales (Traverso, 2012).

Una verdad histórica al servicio de la convivencia cívica

Una de las diferencias más notorias entre la verdad judicial y la verdad histórica es que mientras aquella tiene una dimensión inter partes esta tiene una dimensión erga omnes. Esto enmarca el trabajo de las comisiones de la verdad, pero sobre todo, le señalan una doble finalidad entrevista por Gianni Vattimo cuando escribe que

[…] la necesidad de saber la verdad objetiva sobre tantos hechos de este tipo (violaciones de derechos humanos) no tendría sentido si no estuviera inspirada a su vez en la necesidad de hacer justicia, por lo tanto, de hacer valer no la objetividad en cuanto tal sino el derecho de todos los que sufrieron o sufren hasta ahora, y el propio derecho de la comunidad a reafirmarse como lugar de convivencia civil, de verdadera amistad política (Vattimo, 2010, pp. 32-33).

Reafirmarse como lugar de convivencia, lo cual el filósofo italiano caracteriza como derecho, es particularmente válido en una sociedad como la colombiana con una larga tradición en procesos de paz, que no son otra cosa que pactos para la convivencia civil y que, dicho sea de paso, son el vector del dispositivo institucional de memoria histórica más importante del país, “la nuestra […] es, finalmente, verdad al servicio de la justicia” (Centro de Memoria Histórica, 2012, p. 25).

Aunque los esencialistas podrían sospechar que una verdad histórica al servicio de la convivencia cívica es por definición una verdad a medias o acomodaticia, se trata, por el contrario, de concebir la verdad histórica “como un enunciado que ‘va bien’ para nuestra comunidad” (Vattimo, 2010, p. 146), esto es, una verdad que sobre todo evita el pathos punitivo que sacia los revanchismos y lo reemplaza por un ethos que facilita la convivencia. Ello supone que los responsables de la documentación de la verdad y memoria históricas no se desentiendan de los efectos políticos y sociales de tales narrativas; y que se revalúe el presupuesto epistémico que se expresa en la ecuación: > memoria = > justicia = > paz. A este respecto, Rieff es tajante: “la conmemoración podrá ser aliada de la justicia, pero pocas veces lo es de la paz” (2012, p. 96). Por eso, son necesarias en política las ideas que “se ciñan a lo trascendental para la convivencia, es decir, que se refieran exclusivamente a las condiciones de posibilidad de una convivencia libre y pacífica” (Safranski, 2013, p. 216).

Afirmar que la verdad histórica tiene una finalidad política evita su esencialización así como su instrumentalización, y supone una concepción de la política como “la negociación del restablecimiento de la paz en el campo de batalla de las verdades, restablecimiento que no puede ser guiado por ninguna verdad trascendente salvo por aquella que garantice unas condiciones de vida dignas para el hombre” (Safranski, 2013, pp. 216-217).

Por ende, “no hay razón para erigir un culto a la memoria por la memoria; sacralizar la memoria es otro modo de hacerla estéril. Una vez restablecido el pasado, la pregunta debe ser: ¿para qué puede servir, y con qué fin?” (Todorov, 2013, p. 36). Poner la verdad al servicio del presente, además, nos evita ser “prisioneros del pasado” (Todorov, 2013, p. 62).

Politizar la verdad

Politizar la verdad tiene que ver con el hecho de que la verdad histórica gravita dentro de los márgenes de una democracia. Por lo tanto, no es inmune a las tensiones que esta forma de gobierno emplea sobre todo discurso que pretenda tener validez universal. La verdad posible es una verdad de naturaleza política puesto que, como advierte Jorge Giraldo, “el dispositivo para acceder a la reconciliación de una comunidad política dividida es la política” (2017, p. 52). Se trata de politizar el problema de la verdad, no de darle poder a la verdad, pues como nos previene Safranski, “la verdad, como siempre que toma el poder, se torna amenazante” (2013, p. 211).

La democracia liberal se define por la coexistencia de una pluralidad de fines y medios. En este marco, la verdad histórica no puede erigirse como el valor supremo de una sociedad, toda vez que el costo que ello supondría sería demasiado alto (Rieff, 2012). En cualquier caso, si la verdad alcanzara tal estatus y se pusiera por encima, por ejemplo, de la convivencia, de la justicia o de la reconciliación, sería provisionalmente, en el marco de un modus vivendi que, de todos modos, está sujeto a permanente revisión (Gray, 2011). La verdad posible se enmarca en una política que, como sugiere Nancy, dibuja

[…] los contornos plurales de una indeterminación en cuya apertura pueden tener lugar afirmaciones. La política no afirma: da cabida a las exigencias de la afirmación; no expresa el “sentido” o el “valor”: hace posible que estos encuentren su sitio y que ese sitio no sea el de una significación terminada, realizada y reificada, que pueda reivindicarse como figura consumada de lo político (2009, p. 47).

Como en cualquier debate en el que se hace uso público de la razón, la configuración de la narrativa resultante de una comisión de la verdad está atravesada por irremediables tensiones epistemológicas: el pasado y el presente, la historia y la memoria, la experticia y el uso público del pasado, vencedores y vencidos (Traverso, 2012) que se escenifican en la esfera pública en procura de legitimación y consenso. El presupuesto epistémico de tal deliberación es la garantía estatal así como el cultivo por parte de la sociedad civil de lo que Benjamin Constant llamó las “libertades de los antiguos”. Por ello,

[…] ninguna institución superior, dentro del Estado, debería poder decir: usted no tiene derecho a buscar por sí mismo la verdad de los hechos, aquellos que no acepten la versión oficial del pasado serán castigados. Es algo sustancial a la propia definición de la vida en democracia: los individuos y los grupos tienen el derecho de saber; y por tanto de conocer su propia historia; no corresponde al poder central prohibírselo o permitírselo (Todorov, 2013, p. 18).

“Ya no vale la consigna ‘La verdad nos hará libres’”, dice Safranski, sino: “La libertad nos hará más verdaderos” (Safranski, 2013, p. 207), y como “el hombre es libre para descubrir su verdad; por eso hay un número infinito de verdades” (Safranski, 2013, p. 215), con lo cual, el pluralismo encuadra tanto el procedimiento de la deliberación como el resultado de la misma, en lo que Cohen ha llamado la “razón pública democrática” (2009).

Entendida así, la verdad histórica “ha de someterse a consenso, debe ser razonable, objetivo, prosaico, pragmático y ha de estar al servicio de la sociedad y de la vida” (Safranski, 2013, p. 217). Esta búsqueda de legitimación pública y consenso es, según Vattimo, “sobre todo un problema de interpretación colectiva, de construcción de paradigmas compartidos o de algún modo ­explícitamente reconocidos, es el desafío de la verdad en el mundo del pluralismo posmoderno” (2010, p. 19). Ello supone otro desafío epistémico, el de abandonar el paradigma aristotélico-tomista de correspondencia según el cual la verdad se “encuentra” y por el contrario, asumir que se construye con el consenso y el respeto a la libertad de cada uno y de las diferentes comunidades que conviven en una sociedad libre (Vattimo, 2010).

Luego, no solo la interpretación y el consenso son modos de politizar la verdad. También lo son el compromiso y la convivencia cívica, puesto que “en política siempre somos lanzados al riesgo de elecciones parciales que sólo corregimos al aceptar la negociación con otros, individuos o grupos, tan finitos y parciales como nosotros” (Vattimo, 2010, p. 125).

El resultado entonces será una verdad débil, incluso modesta, pues

[…] la verdad como absoluta, como correspondencia objetiva, entendida como última instancia y valor de base, es un peligro más que un valor. Conduce a la república de los filósofos, los expertos y los técnicos, y, al límite, al Estado ético, que pretende poder decidir cuál es el verdadero bien de los ciudadanos, incluso contra su opinión y sus preferencias (Vattimo, 2010, p. 29).

Es el preludio de una verdad “oficial” y canónica que puede imponerse arbitrariamente. Ahora bien, no solo razones filosóficas aconsejan tal modestia. En igual dirección se sitúan las razones prácticas, de la experiencia de una de las mayores expertas del tema, quien sostiene que una comisión de la verdad puede establecer una verdad global, que sea a su vez abierta y específica, pero no una verdad completa, pues es imposible para un reporte (Hayner, 2011 y 2017).

Politizar la verdad histórica conlleva una concepción irónica, modular -a lo Rawls- de la política,

[…] una política de verdades insípidas; una política que no ambicione dar sentido a la existencia […] una política que permita al individuo buscar la verdad, sin el pathos de una filosofía de la historia ni el trémolo de una visión del mundo (Safranski, 2013, p. 216).

Un olvido que no es negacionismo ni impunidad

¿Podría establecerse un deber, no de recordar, sino de olvidar? Se pregunta David Rieff. Hay, dice,

[…] un ejemplo histórico: el Edicto de Nantes, proclamado por Enrique IV en 1598 con el propósito de poner fin a las guerras de religión en Francia. Enrique prohibió a sus súbditos, tanto católicos como protestantes, que revivieran sus recuerdos de la guerra: “Que la memoria de todos los acontecimientos ocurridos entre unos y otros tras el comienzo del mes de marzo de 1585 -decretaba el edicto- y durante los convulsos precedentes de los mismos hasta nuestro advenimiento a la corona, queden disipados y asumidos como cosa no sucedida” (Rieff, 2012, p. 115).

En la Atenas del siglo V aparece otro ejemplo. Un decreto que rezaba: “se prohíbe recordar los males” y un juramento que los ciudadanos debían hacer que declaraba “no recordaré los males”. Así, explica Ricoeur,

[…] la guerra ha terminado, se proclama solemnemente: las luchas presentes, de las que habla la tragedia, se convierten en el pasado que no hay que recordar. La prosa de lo político toma el relevo. Se crea un imaginario cívico: la amistad y hasta el vínculo entre hermanos son elevados al rango de fundamentos pese a los asesinatos de familiares; se sitúa el arbitraje por encima de la justicia procesal que mantiene los conflictos con el pretexto de resolverlos; más radicalmente, la democracia quiere olvidar que es poder (kratos): quiere ser olvido incluso en la victoria, en la benevolencia compartida. Preferiremos, de ahora en adelante, el término politeia, que significa orden constitucional, a democracia, que lleva la huella del poder del kratos (2010, pp. 588-589).

Esto era así en la tradición griega porque, como explica Jorge Giraldo,

[…] el recuerdo público de los crímenes cometidos y los daños sufridos en la guerra civil se consideraba ofensivo, se creía que era una manera de incitar la cólera de los jueces […] la inhibición pública de la memoria da por sentado que cada uno de los ciudadanos y la comunidad como un todo se acordaban del pasado; así su ejercicio en la plaza pública resultaba superfluo y, eventualmente, peligroso (2017, p. 53).

Y es que, “¿viviríamos en un mundo mejor si, en lugar de creer con tanta firmeza en la memoria histórica como imperativo moral, eligiéramos en cambio olvidar?” (Rieff, 2012, p. 81) se pregunta el escritor estadounidense luego de su experiencia de los campos de guerra de Bosnia, Ruanda, Kosovo, Israel, Palestina e Irak. Él y otros autores contemporáneos han formulado ácidas críticas en contra del paradigma de la memoria, devenida en un “estatuto irrefutable” (Sarlo, 2012, p. 57) y sintetizado en el dictum de Santayana que reza que “aquellos que olvidan el pasado están condenados a repetirlo”. Para explicar dicha crítica, me detendré en los tres presupuestos en los que se apoya, advirtiendo que el primero es práctico o vivencial, el segundo ético o moral y el tercero, epistémico.

A partir de su experiencia en los campos de batalla, en los cuales presenció que la memoria ha servido de coartada para perpetrar odios y violencia, Rieff sostiene que la memoria tiene un efecto contraproducente. “Hay poderosos argumentos para sostener que lo que garantiza la salud de las sociedades y de los individuos no es su capacidad de recordar, sino su capacidad para finalmente olvidar” (Rieff, 2012, p. 68). En la misma línea, Hayner (2011) asevera que en Sudáfrica algunas investigaciones han concluido que la mayoría de testigos de la Comisión para la Verdad tuvieron una reacción negativa o ambivalente. Y un estudio destaca que fue común encontrar un significativo deterioro de la salud física y psicológica después de testificar. Dicho brevemente, el recuerdo de la violencia puede conllevar una retraumatización de las víctimas, una ocasión para que sigan atrapadas en su espiral.

Así las cosas, la memoria no solo puede ser contraproducente, sino que no nos alecciona suficientemente para no repetir una experiencia semejante, básicamente porque cada experiencia es única e irrepetible. Luego,

[…] es imposible afirmar a la vez que el pasado ha de servirnos de lección y que es incomparable con el presente: aquello que es singular no nos enseña nada para el porvenir […] Para que la colectividad pueda sacar provecho de la experiencia individual, debe reconocer lo que esta puede tener en común con otras (Todorov, 2013, p. 40).

“¿Y si la memoria de un caso de mal radical -incluso si se trata de la misma Shoáh- de nada sirve para proteger a la sociedad de los casos posteriores de mal radical?”, se pregunta Rieff. Y suelta una carga de profundidad:

Santayana estaba equivocado. El pasado nunca se repite, al menos no del modo como pretendía. Auschwitz no nos inocula contra el Pakistán Oriental, que a su vez no nos inocula contra Camboya, o Camboya contra Ruanda. Sostener lo contrario es una mera ilusión sentimental; más precisamente no es solo ahistórica, sino antihistórica (Rieff, 2012, p. 84).

Un reciente número de la revista Foreign Affairs muestra que el modo como los países afrontan los males de su historia nacional dista mucho de ser unívoco. Los casos de Estados Unidos, Alemania, Rusia, China, Sudáfrica y Ruanda, así lo ratifican (AA.VV., 2018). Y es lógico: como las personas, las sociedades intentan sanar sus heridas del mejor modo que pueden y con lo que tienen.

El segundo presupuesto de la crítica es el aserto de que el olvido es también un imperativo moral, es decir, que recordar no es la única opción moralmente correcta que tiene una sociedad frente al pasado violento. Por consiguiente,

[…] si nuestras sociedades dedicaran al olvido una parte mínima de la energía que ahora dedican a recordar, y si se aceptara que por lo menos en determinadas circunstancias políticas el imperativo moral podría ser “el olvido activo” de Nietzsche y no el “aquellos que olvidan el pasado están condenados a repetirlo” de Santayana, ¿no sería concebible pensar que la paz en algunos de los peores lugares del mundo podría estar realmente más cerca?” (Rieff, 2017, p. 173). Luego, si no solo recordar es moral, se puede sostener que el reverso del olvido no es el recuerdo, pues si “al olvidar en verdad se comete una injusticia con el pasado, esto no implica que al recordar no se cometa una injusticia con el presente (Rieff, 2012, pp. 95-96).

Hay una tercera razón, llamémosla epistémica, que le concede legitimidad al olvido como alternativa. Para formularlo con una pregunta: “¿qué ocurre cuando el pasado, incluido el más reciente, es ininteligible?” (Rieff, 2017, p. 36). “Si no podemos acordarnos de todo, tampoco podemos contar todo. La idea de relato exhaustivo es una idea performativamente imposible” (Ricoeur, 2010, p. 581). Este olvido activo está lejos de una suerte de alzhéimer moral (Rieff, 2012). De hecho, no se trata de un olvido absoluto fundado en el deber de ocultar el mal, sino de “expresarlo de un modo sosegado, sin cólera” (Ricoeur, 2010, p. 591) y más aún, de lograr un compromiso entre la memoria y el olvido para encontrar a tientas la justa medida del equilibrio entre ambos (Ricoeur, 2010).

Este compromiso o negociación entre la memoria y el olvido puede, tomando la terminología de Todorov, arribar a la distinción entre diversas formas de reminiscencia, es decir, “el acontecimiento recuperado puede ser leído de manera literal o de manera ejemplar” (Todorov, 2013, pp. 32-33). Si se trata de la memoria literal, y es llevada al extremo, es portadora de riesgos, mientras que la memoria ejemplar es potencialmente liberadora y constituye también una forma de justicia (Todorov, 2013).

CONCLUSIÓN

Este trabajo ha descrito las tensiones que existen entre las verdades que pretende alcanzar una comisión de la verdad y los límites que tienen los conceptos de memoria y verdad histórica en el contexto de la justicia transicional. En la primera parte se mostró que, a pesar del predominio de la idea de esclarecimiento del pasado, las comisiones de la verdad suelen asumir múltiples conceptos de verdad -las verdades fáctica, testimonial, social o narrativa y moral o restaurativa- y evidencian la brecha que hay entre su mandato oficial y las contradicciones y limitaciones que enfrentan para su realización. En la segunda parte se esbozaron las cuatro características de la verdad posible, esto es, una verdad de carácter político en el marco de una democracia que evita tanto la esencialización como la instrumentalización de la verdad histórica y se nutre de la crítica del paradigma dominante de la memoria, el de Santayana, y de la discusión de los conceptos de ironía, insipidez, olvido, consenso, pluralismo e interpretación, todo ello con el propósito de argumentar porqué la justificación de la memoria y la verdad históricas está en su contribución a la convivencia cívica.

En este marco, la verdad posible resume las condiciones de posibilidad de una verdad política, complementaria de la verdad judicial y de la verdad histórica, que asume problemáticamente sus aspectos crepusculares para limar las aristas o ambiciones excesivas de aquellas. Una verdad que enmarca la memoria y la verdad histórica en la convivencia cívica, abriéndole paso en la deliberación pública a valores que en la práctica se han marginado de los procesos de justicia transicional, como el perdón y la reconciliación.

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* Este artículo es un producto del proyecto “La paz asediada. Discursos religiosos y violencia política en Colombia” (DER-53-2017), financiado por la Dirección General de Investigación de la Universidad de La Sabana. Agradezco el apoyo de José Miguel Rueda y Juan Sebastián Murcia en la elaboración de la parte comparada, así como a los estudiantes de la Maestría en Filosofía de la Universidad de Antioquia por la discusión de los textos filosóficos.

Recibido: 08 de Junio de 2018; Aprobado: 30 de Julio de 2018

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