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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.32 no.97 Bogotá Sep./Dec. 2019

https://doi.org/10.15446/anpol.v32n97.87193 

Dossier

TENSIONES Y DILEMAS DE LA PRODUCCIÓN COCALERA

TENSIONS AND DILEMMAS IN COCA PRODUCTION

Francisco Gutiérrez Sanín* 

*Investigador del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI), de la Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, Colombia - Correo electrónico: fagutierrezs@unal.edu.co


RESUMEN

Los retos asociados al cultivo de la coca han sido objeto de debate más o menos permanente desde su inserción en el país. Este artículo se orienta a caracterizarlos, apoyándose en material empírico nuevo -una encuesta entre usuarios del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) en Puerto Asís y Tumaco, trabajo de campo en esos dos municipios, bases de datos de afiliados al PNIS en otros territorios y trabajo de archivo- y en una reflexión sobre el significado de la coca en el largo proceso de expansión de la frontera agraria en Colombia.

Palabras clave: Cultivos ilícitos; Sustitución; Políticas; Colombia

ABSTRACT

The challenges associated with coca cultivation have been the subject of more or less permanent debate since its insertion in the country. This article aims to characterise them, based on new empirical material-a survey of users of the Integrated National Programme for the Substitution of Illicit Crops (PNIS) in Puerto Asís and Tumaco, field work in these two municipalities, databases of PNIS affiliates in other territories and archival work-and a reflection on the meaning of coca in the long process of expansion of the agricultural frontier in Colombia.

Keywords: Illicit crops; Substitution; Policies; Colombia.

INTRODUCCIÓN

Los retos asociados al cultivo de la coca han sido objeto de debate más o menos permanente desde su inserción en el país. Este artículo se orienta a caracterizarlos, apoyándose en material empírico nuevo -una encuesta entre usuarios del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) en Puerto Asís y Tumaco, trabajo de campo en esos dos municipios, bases de datos de afiliados al PNIS en otros territorios y trabajo de archivo- y en una reflexión sobre el significado de la coca en el largo proceso de expansión de la frontera agraria en Colombia (Ciro, 2016; Fajardo, 2002; Jaramillo, 1988; Jaramillo, Mora y Cubides, 1989; Molano, 1989.

La proposición central que desarrollaré aquí es la siguiente: la economía cocalera plantea un dilema, tanto a campesinos cultivadores como a la sociedad regional y nacional. ¿En qué consiste el dilema? La coca permite a distintos sectores sociales un avance social modesto pero sostenido. Cultivadores y trabajadores no se enriquecen con ella; pero los primeros logran invertir en educación, en finca raíz y en activos fijos, y los segundos tienen acceso a una economía que es una empleadora vigorosa con salarios buenos para los estándares rurales y regionales. Más aún, la coca tiene un “efecto de derrame” -en este caso, positivo- sobre la economía regional, irrigando el comercio y otras actividades. Por lo tanto, en los contextos regionales en los que la coca ha hecho presencia, es difícil imaginar un cultivo legal que pueda reemplazar lo que ella ha ofrecido ya durante décadas a sus cultivadores. Pero, por otra parte, la coca comporta costos prohibitivos para esos sectores, en términos de inestabilidad y riesgo. En ese sentido, ha sido una maldición. Muchos de esos sectores quieren escapar de ella, pero sin perder el avance social que obtuvieron con trabajo duro y tomando riesgos brutales. Ninguna política de sustitución que no tenga en cuenta este dilema podrá tener algún asomo de éxito.

Lo que planteé en el párrafo anterior es “la versión micro” del dilema. Argumentaré también que el dilema tiene una versión macro. El núcleo de este es el siguiente: de cierta manera, la coca es el cultivo que necesita el país. La pequeña propiedad viable tiene un peso enorme en la producción cocalera. La coca es un excelente empleador, exactamente por las mismas razones por las que el café solía serlo (Nieto Arteta, 1958): tiene límites duros para asimilar grandes cambios tecnológicos, y la recolección de la hoja necesita mucha mano de obra. Los territorios cocaleros no parecen tener una gran proclividad al monocultivo, tanto por razones históricas y culturales como por racionalidad económica pura y dura (en la medida en que la coca es rentable pero riesgosa, es conveniente diversificar).

El país necesitaría precisamente un cultivo de esa naturaleza. A la vez, la coca implica en el ámbito macro costos prohibitivos. Es un cultivo ilegal, que por definición no puede regular el Estado. Involucra entonces a actores violentos -narcotraficantes, autodefensas y guerrillas- que, a cambio de la provisión de seguridad y de alguna forma de regulación, construyen relaciones de poder que pasan por la amenaza y la coerción. Los efectos negativos sobre el Estado de tener una economía de estas proporciones en amplios territorios son también enormes.

En la reflexión que sigue, me apoyo en la rica literatura sobre cultivos ilícitos que se escribe en el país desde hace más de tres décadas. Agrego a esa reflexión en curso: (i) un esfuerzo de síntesis para determinar las distintas fuerzas y corrientes que atraviesan la economía cocalera en términos de dos grandes dilemas; (ii) el desarrollo de cada uno de ellos, en particular del macrodilema1; y (iii) la especificación de algunos mecanismos claves subyacentes tras ambos dilemas, apoyándome en material empírico nuevo pero también utilizando valiosos referentes en la literatura y a los que probablemente no se les ha dado la importancia debida. Al identificar estos mecanismos, procedo a encontrar potenciales contradicciones entre las distintas evidencias y aserciones que presento, y por consiguiente a evaluar explícitamente su compatibilidad.

El artículo tiene la siguiente estructura. Comienza con una revisión necesariamente somera de la literatura pertinente. La segunda parte explica los datos y métodos que uso en el artículo. La tercera se dedica al dilema micro, es decir, a la manera en que es vivido por cultivadores, recolectores, mujeres y otros sectores sociales. La cuarta parte se concentra en el dilema macro: en los retos que el cultivo de la coca le presenta al país. La quinta considera algunos contraargumentos a lo que expongo en la parte empírica. En las conclusiones recapitulo y planteo algunos problemas de política.

LA LITERATURA

La literatura identificó ya los perfiles fundamentales de los conflictos que genera la inserción de cultivos de uso ilícito en el país. A falta de una política de redistribución significativa dentro del mundo andino, el “hambre de tierras” (Fajardo, 2002; Molano, 1989; para su relación directa con la coca véanse Gootenberg, 2007; Hobsbawm, 2018) actuó incesantemente como motor de expansión de la frontera agraria. Diferentes oleadas de colonización construyeron un patrón de poblamiento en el que los campesinos hacían presencia en nuevos territorios en los que carecían de acceso a bienes, servicios y mercados, y muchas veces también de tradiciones básicas de autorregulación (Jaramillo, 1988).

Con la inserción de la coca en esos territorios, se produjo un cuádruple movimiento. Primero, sus habitantes comenzaron a vivir una etapa de prosperidad que no podía proveer ningún otro producto. Como lo resaltan varios autores, ningún otro rubro de producción agraria podía ofrecer lo que daba la coca. Es obvio que esta genera unas ganancias enormes, e incluso si a los campesinos sólo les quedan las boronas del mercado global ilícito -como en efecto es el caso (Wainwright, 2016)- estas ya constituyen un poderoso aliciente económico, tanto para colonos como para jornaleros agrícolas (los llamados “raspachines”). Pero hay mucho más. Por ejemplo, los cultivadores de coca tuvieron desde el principio acceso a semillas. No enfrentaron problemas de comercialización, pues les compraban el producto in situ. A veces incluso podían comprometer la producción futura (Ríos, 1997).

Segundo, las condiciones en las que entró la coca -poblamiento reciente y ausencia generalizada de provisión de bienes públicos y servicios- no solo hicieron de ella un producto muy superior a otros, sino que coadyuvaron a producir una profunda “desorganización social” (Hobsbawm, 2018, p. 444; véase también Jaramillo, 1988 2). Este efecto “desorganizador” ha sido ampliamente documentado hasta hoy (véase por ejemplo Christian Aid, 2019).

Tercero, y como consecuencia de las dos constataciones anteriores, la frontera agrícola cocalera estuvo vinculada a los conflictos que marcaron otras colonizaciones (Molano, 1990, 1996; véase también el estupendo artículo de LeGrand (1989), que no solo es una síntesis sino, además, una revisión del tema aún hoy útil).

Cuarto, las guerrillas -y un tiempo después los paramilitares- entraron tempranamente a los territorios cocaleros. De seguro lo hicieron teniendo en mente sus planes de expansión territorial, pero también las restricciones políticas muy reales que enfrentaban -como no hostilizar a los colonos; la génesis de esto con respecto de las Farc está muy bien descrita por Ferro y Uribe (2002)-. El rol de las Farc, por ejemplo, fue doble. Uno, se convirtió en un importante intermediario, que por lo tanto estuvo en posición de capturar rentas del mercado global y con eso financiar su expansión. Dos, asumió el papel de regulador de la economía cocalera y de la vida social en general. Esto se volvió una fuente clave de legitimidad, precisamente en vista de la “desorganización social” que en efecto afectaba de forma severa a la sociedad regional en su conjunto.

El papel de la guerrilla como garante territorial del “orden” y las “buenas costumbres” -documentado para otros territorios (con y sin coca) por Hobsbawm (2018)- marcó las trayectorias territoriales allí donde hubo presencia significativa de cultivos. Esto incluye las dinámicas de reclutamiento: los hombres que ingresaron a las Farc reportaron en un estudio el “gusto por las armas” en sus regiones de origen debido a la coca, y destacaron como uno de los motivos para su ingreso a la guerrilla acceder a una “vida libre de malos pasos e influencias” (Ascanio, Losada y Farías, 2019).

Por lo dicho, la coca ha sido descrita con frecuencia en la literatura académica y en el debate público como un “cultivo de guerra” (Kilcullen, 2015) y “el combustible del conflicto” (Pizarro, 2004). Sin embargo, el grueso de la literatura sugiere que el lugar de la coca en la sociedad colombiana supera esta terminología simplista. La coca claramente puede haber tenido una función constructiva en las economías regionales en las que se insertó. No se trata solo de la mejora en la calidad de vida de los colonos y jornaleros agrícolas. Por ejemplo, en su valioso trabajo Torres (2011) plantea que la coca pudo haber actuado en Putumayo como un imán para la presencia del Estado. El mecanismo que expone es el siguiente: la coca atrae personas de todas partes del país, por lo que genera un aumento de la densidad demográfica y del peso de la economía regional en el conjunto nacional (Duncan, 2014; Vásquez, 2015). Eso por su parte atrae inversión y atención de diversos políticos. El proceso culmina, de modo inevitable, con alguna semblanza de presencia estatal. Es decir, coca y presencia del Estado no son necesariamente contradictorias; aquí aparecen como complementarias. Además, la coca puede haber mejorado la situación específica de ­importantes sectores sociales. Así, para Arenas, Majbub y Bermúdez (2018) en la economía cocalera las mujeres han “ganado autonomía económica” y se preguntan con razón si los avances que alcanzaron podrán mantenerlos otras economías agrarias.

La caracterización de la economía cocalera ciertamente fue un punto focal de los debates que precedieron al Acuerdo de Paz (Bermúdez, 2018). Con independencia de la valoración que se haga del programa de sustitución que este creó, el acuerdo constituyó un progreso significativo al menos en la medida en que le dio explícitamente voz al campesinado cultivador de coca3. Fue con la idea manifiesta de recoger de manera sistemática aspectos de esa voz que decidí llevar a cabo una encuesta entre participantes del PNIS. Esto me lleva a la siguiente sección.

DATOS Y MÉTODOS

Este artículo utiliza esencialmente tres clases de fuentes. Un trabajo de campo que desarrolló el equipo de investigación4 durante más de un año en Putumayo y Tumaco, en el curso del cual se efectuaron cerca de 150 entrevistas a diferentes sectores sociales. Con base en las inquietudes surgidas del análisis de dicha experiencia y en la literatura relevante, se estructuró junto con Christian Aid (2019) y con la participación de la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana el formulario de una encuesta que se aplicó durante los meses de junio y julio de 2019 en veredas aleatoriamente escogidas de los dos municipios en mención (tabla 1). Después de la encuesta, el equipo de investigación llevó a cabo varias reuniones de devolución de los resultados, tanto en Bogotá como en los territorios respectivos. Estas a la par arrojaron importantes conjeturas, ajustes y correcciones.

Tabla 1 

Globalmente tanto para Puerto Asís como para San Andrés de Tumaco el tamaño muestral es representativo con un nivel de confianza del 95 %.

Todo instrumento de investigación tiene límites y problemas. Las encuestas y las entrevistas en profundidad no son la excepción (Ann Fujii, 2018). A la vez, puestas en conjunto y analizadas a la luz de la experiencia reiterada de los conflictos regionales que genera -o que previene- la economía cocalera (Ramírez, 2001; Torres, 2011) pueden dar una visión poderosa de la manera en que los actores involucrados en el cultivo evalúan su propia experiencia vital, así como los motivos, percepciones y normas que los animan. Las entrevistas permiten ahondar mucho más en aspectos específicos, mientras que la encuesta ayuda a establecer efectos de grandes números, evaluar su magnitud e identificar interacciones. Aunque no se puede suponer que haya una forma simple de comparar los resultados que arroja un corpus de entrevistas con los de una encuesta, ambos instrumentos sí parecen converger en la identificación de importantes patrones análogos. En la sección sobre contraargumentos, sin embargo, discuto la pluralidad de voces y experiencias que hay sobre la evaluación de la experiencia cocalera, y evalúo las posibles evidencias contrapuestas.

Finalizo la sección con una advertencia sobre la terminología. Utilizo diferentes palabras para referirme a los cultivadores de coca, entre otras “campesinos”. Desde prácticamente cualquier definición académica de campesino que se adopte los cultivadores de coca lo son. La encuesta reveló que más del 90 % de los cultivadores se autoidentificaban como campesinos, lo que por supuesto no se contradecía con el hecho de que también muchos se consideraran afros o indígenas.

MICRODILEMAS

Paso entonces a la evidencia. ¿Cuál es la situación del cultivador o del raspachín? El uno y el otro tienen mucho que ganar con la introducción del cultivo de la coca. Primero, es un cultivo con pocas barreras a la entrada. La coca, por ejemplo, produce varias cosechas al año -en algunas versiones hasta bimensualmente- y es de rendimiento temprano. Segundo, es más lucrativo que otros. Es verdad que por mucho la tajada del león del negocio -las superganancias generadas por este mercado global ilegal- queda por fuera del alcance de los campesinos de los países andinos, que son quienes producen (Wainwright, 2016). Con todo y eso, respecto a otros cultivos la coca representa hoy un avance modesto pero tangible para sus cultivadores. Aunque aquí debe haber bastante variación regional, según cálculos muy simples -quizá simplistas- que he hecho basado en entrevistas y otras fuentes, una hectárea de coca cultivada podría producir entre 700 mil y un millón de pesos mensuales. Como en muchas regiones la mayoría de cultivadores combina la coca con otros productos, y posee entre una y tres hectáreas, esto arrojaría ingresos algo mejores que el de otros campesinos. La tabla 2 muestra una comparación muy preliminar pero diciente de ingresos entre cultivadores de coca y de otros productos; la diferencia no es enorme, pero sí positiva para los primeros. Más aún, la coca tiene una muy buena relación tamaño-precio, lo que facilita su transporte. En este sentido, supera a muchos otros cultivos, legales e ilegales (como la marihuana).

Tabla 2 Comparación de ingresos entre productores de coca y productores agrarios en el Censo Nacional Agropecuario (2014) 

* Diferencia estadísticamente significativa con un nivel de significancia del 5% Ingreso nacional en centro poblado y área rural dispersa: 1.170.000

Fuente: Encuesta Nacional de Presupuesto del Hogar 2016-2017

Los cultivadores de coca también tienen acceso a crédito, semillas y a una comercialización que llega al lugar de producción. Esto desempeña un papel crucial en toda economía agraria en general, pero muy en especial en territorios carentes de bienes públicos, de servicios técnicos y de extensión para los campesinos. Aquí también ejerce un rol la informalidad de los derechos de propiedad. Solo un porcentaje relativamente bajo de cultivadores tiene los derechos sobre la tierra por completo formalizados -como se sabe, en este particular no necesariamente están en una posición excepcional con respecto de otros productores agrarios en Colombia-. Aunque de la encuesta dimana que su acceso al crédito formal no es tan limitado como podría esperarse dadas estas circunstancias, esto no se compara con el tipo de crédito que puede ofrecer la economía cocalera.

No se trata solo, por ejemplo, de oferta financiada de semillas e insumos, sino del hecho de que el comercio local fía al productor una vez sabe que está involucrado en el negocio (pues esto equivale a una certificación de capacidad económica). Al menos igual de importante es el tema de la comercialización. Sin vías de acceso, los productores se encuentran con dificultades inmediatas para sacar todos sus productos legales al mercado. Más aún, viviendo en territorios marcados por el conflicto armado y la producción ilegal, enfrentan numerosos riesgos al sacar sus productos: extorsiones y ataques, por ejemplo. Según las entrevistas, con frecuencia los mismos productos legales que tratan de sacar al mercado son decomisados por la policía (por carecer de certificados del ICA y del Invima, o por alguna otra razón).

El hecho de que el productor esté en la ilegalidad lo hace vulnerable también con respecto de su producción legal. Incluso aquellos que por una razón u otra superan esos desafíos pueden quedar fuera del juego por una brusca depresión de precios5. La coca no sufre de estos problemas, porque en general los compradores -por ejemplo a través de pequeños intermediarios- acuden al lugar de producción. Los precios pagados al productor también parecen ser mucho más estables, entre otras cosas por el peso tan pequeño que tienen los campesinos en toda la cadena de la producción cocalera (Wainwright, 2016).

El gráfico 1 muestra que los cocaleros invierten los modestos excedentes obtenidos gracias al carácter limitadamente lucrativo del producto y a su viabilidad en un contexto regional carente de bienes públicos y de acceso regularizado a los mercados, en tres grandes rubros: educación (de lejos el más importante), finca raíz (tierra y vivienda) y activos fijos (vehículo, sobre todo de trabajo). Las entrevistas corroboran este resultado. La educación ciertamente aparece entre las obsesiones de los cocaleros. Hacer que sus hijos estudien, y si tienen éxito que hagan su bachillerato o su universidad en alguna de las grandes ciudades del suroccidente colombiano, es una de sus apuestas de largo plazo más trascendentales, como lo revelan la encuesta, grupos focales y las entrevistas (grupo focal 1). La encuesta ofrece evidencia a favor de la tesis de que la inversión de los excedentes de la producción cocalera no solo va a educación, finca raíz y activos fijos, sino de que esto está permitiendo un avance intergeneracional. Todo esto podría relacionarse positivamente con la construcción de Estado, como planteó en su momento Torres (2011).

Gráfico 1 En qué invierten los campesinos cultivadores de coca 

Hasta aquí la parte “positiva” del dilema. La “negativa” (la tabla 3 sintetiza los dos aspectos del microdilema) aparece nítida en la literatura relevante, la encuesta y las entrevistas: se percibe que el avance social que acabo de describir se paga en términos de riesgo, inestabilidad y violencia. El hecho de que un cultivo ilícito sea más riesgoso que uno legal es obvio. El cultivador puede ser atacado por el o los grupos armados ilegales asociados al negocio en el territorio. También su relativa prosperidad puede atraer la atención indeseada de rentistas violentos, o simplemente de sus vecinos, trabajadores e incluso familiares. Esto tiene relación con el hecho de que, por las razones evidentes, ningún problema distributivo en el mundo cocalero se puede dirimir frente a un tribunal. A falta de canales institucionales, la alternativa podría ser el uso de la violencia (aunque esto ya no es tan claro; véase sección de contraargumentos). Por eso, al menos en algunos casos, el ingreso de la economía cocalera en el territorio viene de la mano de un aumento de presencia de actores armados y conflictos peligrosos.

Tabla 3 Microdilema 

No hablaré ya de la posibilidad de la fumigación, con la correlativa destrucción de todos los cultivos, no solo los de la coca. En tanto que los cultivadores están involucrados en un cultivo ilícito, tienen a las agencias del Estado alineadas contra ellos (Ramírez Tobón, 1996). En esta misma dirección, Torres (2011) argumenta la dimensión negativa del dilema desde el punto de vista de la construcción estatal: en la medida en que el Estado -por definición- no puede tener un papel regulador del cultivo, una de las principales actividades económicas del territorio queda por fuera de su competencia. Eso abre las puertas para continuos desafíos a la construcción organizacional (Torres, 2011), a la legitimidad y a la presencia (Idler, 2019) del Estado.

Al final de la tabla 3 pongo la expresión “Transiciones generacionales” a ambos lados de la ecuación. Esto tiene que ver con los efectos de anomia, “desorganización social” y patrones de consumo suntuario que habitualmente se asocian a la economía cocalera. También con el manejo de mercados y conflictos laborales y sociales por medio de la violencia o de la amenaza de su uso. Este fenómeno está ampliamente documentado en muchas fuentes así como en la literatura relevante (Christian Aid, 2019; Jaramillo, 1988; Jaramillo et al., 1989; Ramírez Guzmán, 2017). De hecho, algunas de las entrevistas están llenas de estas referencias (entrevistas 1 y 2). ¿Pero entonces cómo convive esta constatación con lo que nombré más arriba de inversión en educación, finca raíz y activos fijos? Hay dos tipos de respuesta posibles: segmentación y evolución.

La coexistencia de dos patrones de comportamiento social y de consumo contrapuestos sería factible en la medida en que correspondieran a sendos tipos de poblaciones que estuvieran asociadas a cada patrón. Por ejemplo, sectores relacionados con la comercialización del producto y la provisión de seguridad podrían tener comportamientos diferentes a los de los productores. Jaramillo et al. (1989) hallaron que un cierto tipo de campesinado, con raíces andinas, rehuía el consumo exhibicionista y deploraba la “desorganización social”, mientras que nuevos colonos tendían a adoptar uno y otra; a la distancia es difícil evaluar la calidad de la evidencia en la que se apoyaban los autores para decir eso, pero su conclusión es un buen ejemplo de segmentación6.

La evolución, en cambio, involucraría aprendizajes a lo largo del tiempo (transformaciones personales pero también intergeneracionales). Esto en efecto parece haberse producido pese a la gran rotación de personal que, al menos al principio, se observa en la economía cocalera. Es imposible no notar que el flujo repentino de recursos en el territorio está puntuado por permanentes desgracias y sobresaltos, debido a los grandes niveles de riesgo que aquella comporta. Por ende, es mejor invertir bien los excedentes mientras la fuente de prosperidad exista. Que problemas agudos de acción colectiva involucran costos prohibitivos tampoco es difícil de entender, sobre todo si se tienen enfrente ejemplos elocuentes casi de manera cotidiana. Más aún, el que algunos grupos armados ilegales ocuparan un papel regulador -algo que se reportó desde muy temprano (Ferro y Uribe, 2002; Jaramillo et al., 1989)- pudo haber dejado un saldo pedagógico. Claro: aquí hay importantes variaciones regionales. Por ejemplo, en Tumaco el papel de las Farc en la introducción de cultivos ilícitos y en la violencia regional parece haber estado muy mediado por la coerción (Rodríguez, 2015). No obstante, en otras partes las Farc -por distintas razones, comenzando por la de su propia construcción organizacional- se preocuparon mucho más por la regulación de mercados locales y regionales de coca asociados a la construcción de un orden social relativamente estricto. A partir de experiencias como estas la gente empieza a trazar expectativas de largo plazo.

La evolución es un mecanismo del que los propios protagonistas de la economía cocalera están bastante conscientes. En efecto, es más o menos fácil encontrar cultivadores que han asimilado las lecciones del pasado y pueden hablar de ellas con fluidez. Una vez más, esto lo corroboran varias fuentes.

Es que uno recibía 700 mil pesos cada semana y se enloquecía. Todos decían que había que gastar porque a la semana siguiente se volvían a llenar los bolsillos. La verdad es que yo guardaba algo, ahorraba y así pude comprar un lotecito para una casa en Yarumal y pagar la universidad de mi hijo mayor (declaración citada en Díaz, Tulande y Riveros, 2018, p. 113)7.

Nótese la tensión entre la visión de lo que ocurría en la región y la práctica real que reporta el campesino (de ahorro y de pago a la universidad de su hijo). También debe haber un efecto simple de normalización relativa de la prosperidad acotada que ofrece a los productores la economía cocalera.

Dicho aprendizaje longitudinal tiene además una base material: la densificación demográfica y una creciente presencia de Estado y mercados, por ejemplo, pudieron haber hecho evolucionar los patrones de consumo y las normas y valores8. Es decir, también hubo trascendentales transformaciones territoriales. Según Jaramillo (1988) en territorios sin “comunidad ni Estado”, la entrada repentina de significativos flujos de dinero y de grupos armados ilegales generó una gran desorganización.

Se irán constituyendo así agrupamientos, en principio precarios y aislados, en territorios con una historia prácticamente inédita y donde no existe consiguientemente tradición institucional o cultural, verdadero sedimento de toda vida social estable y prolongada. Todo es allí nuevo, casi todo precario y transitorio (Jaramillo, 1988, p. 21).

Sin embargo, en la medida en que ya no “todo” es “nuevo y precario”, se produce una maduración social y la ampliación de los horizontes temporales. Diversas oleadas de poblamiento y mayor densidad demográfica permiten una cierta construcción institucional que también cambia el panorama (Torres, 2011).

Adviértase que estas transformaciones pueden haber tenido lugar en un contexto en el que en todo caso persisten las dimensiones negativas del dilema: presencia de grupos armados que ejercen la violencia contra la organización social autónoma y contra cualquier otro actor que les incomode; límites a la construcción estatal; alineamiento de las agencias oficiales contra los cultivadores; fumigaciones; erradicaciones y decomisos de la pasta (y posterior encarcelamiento) que alteraron esa visión de que “la otra semana también nos llenamos los bolsillos”. El riesgo latente incentivó el ahorro. De manera más prosaica pero a la vez abrumadora, la vida cotidiana en la ilegalidad es durísima. Los cultivadores expresan con claridad cómo viven el dilema. La coca por lo común ofrece perspectivas económicas bastante favorables; pese a ello, la asocian con violencia9. En general, preferirían hacer el tránsito hacia un cultivo legal viable.

MACRODILEMAS

El microdilema que enfrentan los campesinos cocaleros tiene su correlato en un macrodilema: la vinculación de Colombia al mercado global ilícito de la cocaína ha sido una desgracia (en ese sentido concreto, y solo en ese, hay que darle la razón a Henderson, 2012). A la vez, por sus especificidades la coca desde muchas perspectivas es el cultivo que necesita el país (la tabla 4 expone los dos aspectos del macrodilema).

Tabla 4 Macrodilema 

Esta afirmación podrá parecer abrupta, por decir lo menos, pero se puede explicar en términos simples. El razonamiento debe comenzar con el “síndrome agrario colombiano”, que con claridad identifica la literatura: concentración de la propiedad basada en buena parte en la violencia, ciclo colonizador de expropiación forzada, monocultivo, baja productividad y predominio de economías rurales que por lo corriente son muy malas empleadoras (Kalmanovitz y López, 2006; PNUD, 2011). El mundo cocalero es el antónimo de este síndrome.

Lo que sucede en el síndrome agrario se contrasta con la economía cocalera. Esta última se caracteriza por un gran predominio de la pequeña y mediana propiedad, en condiciones más o menos igualitarias (sobre todo para un país con una concentración tan extrema en el acceso a la tierra como Colombia). Incluso aceptando en gracia de discusión el argumento de que una propiedad de más de diez hectáreas dedicadas a la coca es grande -vuelvo al tema en la siguiente sección-, esta es un cultivo de pequeños y medianos propietarios.

El gráfico 2 representa la distribución según tamaño de la propiedad dedicada a la producción cocalera en Córdoba para los afiliados al PNIS. Está muy poco concentrada para estándares colombianos, aunque la concentración es mayor si se tienen en cuenta áreas reportadas de propiedad y no solo áreas cultivadas de coca. Con estos mismos datos se puede calcular el Gini, tanto de las áreas cocaleras como de las propiedades de los cultivadores. El primero es de 0,56, el otro -que incluye otros cultivos- está mucho más concentrado y llega a 0,7811. Pero incluso aquí, el peso de la pequeña propiedad en el total parece ser mucho mayor que el de otras economías agrarias (quienes reportan predios de menos de veinte hectáreas tienen el 14,1 % de la tierra, porcentaje altísimo para estándares colombianos). Para evaluar esto de forma adecuada, debe considerarse que el mundo de la producción agraria en Colombia está marcado por la informalidad; además, deben hacerse precisiones a este análisis. Aun así, la diferencia es formidable.

Gráfico 2 Distribución de áreas cultivadas de coca por parte de los usuarios del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito en Córdoba (N = 226510). Nótese la casi total concentración de usuarios entre las cero y tres hectáreas 

Algo análogo puede decirse en cuanto al monocultivo. Numerosas fuentes sugieren que la producción cocalera está bastante diversificada. En la base de datos del PNIS de Córdoba se observa que aunque un buen número (42 %) tiene la totalidad de su predio cultivado con coca, la mayoría tiene porcentajes relativamente bajos, que muchas veces no superan el 50 % (gráfico 3). Ya hablé arriba de la simple racionalidad económica que subyace a ese fenómeno. Pero también hay factores históricos y sociales que pudieron dejar inercias que operan a favor de la diversificación productiva. Por caso, en muchas regiones la regulación por parte de las Farc prohibía que una parcela se dedicara única y exclusivamente a la coca.

Gráfico 3 Proporción de área cultivada de coca sobre el total de área cultivada. N = 187612  

Todavía más, la coca es una economía que podría ser muy buena empleadora. Durante los periodos de cosecha, que son frecuentes, cientos de personas transitan desde otras regiones -a menudo cruzando fronteras- para recoger la hoja. Aquí no hay cifras siquiera preliminares, pero la encuesta sugiere que los jornaleros agrícolas ganan en la economía cocalera más que en otras economías agrarias. Así también lo sugieren la literatura secundaria, entrevistas, expedientes judiciales y otras fuentes. Más aún, podría ser el caso de que esto ejerce una presión hacia arriba sobre otros jornales agrícolas; de nuevo, un fenómeno que se reporta desde hace más de veinte años (Molano, 1996).

Aquí hay una variación regional que hay que tener en cuenta. Pero si es razonable suponer que un cultivador de coca obtiene entre 700 mil y un millón de pesos por cada hectárea sembrada, la implicación es que aquellos que tienen entre cinco y diez hectáreas se configuren como una clase media rural pequeña pero dinámica. Lo que tiene en mente esa clase media rural -que según todas las fuentes accesibles es muy pequeña- es inversión en educación, finca raíz y activos fijos, más que en consumo ostentoso. El ingreso monetario -no así la calidad de vida- de los más afortunados de este sector podría estar acercándose al de la clase media alta de las ciudades, sobre todo en los pocos casos en donde además del cultivo llevan a cabo parte del procesamiento de la coca.

Otros sectores sociales con mucho mayor peso demográfico pueden haberse beneficiado de la economía cocalera. Uno de ellos son las mujeres. Parecería ser que han ganado en autonomía, capacidad de decisión y uso del tiempo dentro de la economía cocalera. Podría haber muchas razones -buenas y malas- para ello.

Los numerosos sobresaltos y accidentes asociados al hecho de tener un cultivo ilegal podrían empujar a las mujeres a la primera fila de la actividad productiva y de la toma de decisiones. También es posible que el mundo cocalero, que se caracteriza por una vigorosa vida pública -que va desde participación en organizaciones sociales hasta aparentemente elecciones-, abrigue procesos asociativos que le den más espacio a las mujeres.

Por último, la economía cocalera tiene un efecto de derrame positivo sobre la economía regional. Irriga al comercio, generando lo que tendría que llamarse círculo virtuoso: productores y trabajadores que gozan de una prosperidad relativa y con capacidad de garantizar ingresos futuros en horizontes temporales más o menos largos promueven un comercio dinámico, que a su vez les ofrece crédito a aquellos.

No se trata de un panorama idílico, no solo porque ninguno lo es, sino porque el mundo de la producción cocalera está signado por la presencia de actores armados no estatales. Esto está en el corazón del macrodilema: una economía que por definición no puede regular el Estado y que por consiguiente está regulada (a veces operada) por combinaciones de estructuras políticas y de criminalidad organizada. Los intereses vitales de ellas no son, ni pueden ser, plenamente compatibles con los de los campesinos y jornaleros agrícolas. Además, la presencia de dichas estructuras crea alineamientos territoriales y nacionales de diversas agencias del Estado en contra de los campesinos. La economía cocalera -por ser buena empleadora y por sus efectos de derrame positivo- atrae poblaciones flotantes, y muchos pobladores ya establecidos pueden ver esto como una fuente de problemas13. Todo esto explica la ambivalencia de los cultivadores hacia la coca, que expresa la encuesta y que he venido analizando aquí.

Gráfico 4 Respuesta a la pregunta sobre la experiencia que ha tenido el encuestado con la coca 

CONTRAARGUMENTOS Y EVALUACIÓN

En esta sección me concentro en algunos de los principales contraargumentos que enfrenta la proposición que desarrollo aquí. Primero, podría tratar de debilitarse el dilema aduciendo que la estructura de la economía cocalera no es tan favorable a los pequeños productores como argumenté. Muchas veces se ha planteado en el discurso público colombiano algo análogo. Se ha sugerido que un cultivo de coca de más de dos o tres hectáreas lo controlan los narcotraficantes y genera rentas extraordinarias. Por ejemplo, en el debate alrededor de la ley de alternatividad penal, la Fiscalía General de la Nación presentó un proyecto según el cual se excluían de las políticas de sustitución los predios que tuvieran más de 1,78 hectáreas. Este límite parece ser del todo arbitrario y, de hecho, es un poco extravagante, pues no hay ninguna clase de evidencia que sugiera que el límite separa relativamente bien a los predios grandes de los pequeños, o a los no narcotizados de los controlados por los narcos, con independencia de cómo se defina cada uno de los extremos de esas polaridades. Tampoco hay mucho para decir a favor del límite de tres hectáreas, que se utilizó para negociar con diferentes movilizaciones campesinas en la década de 1990 (Ramírez, 2010). Pese a ser un tema crucial para la política social, no se ha presentado una sola prueba que siquiera respalde la aserción de que un campesino con 1,8 hectáreas de coca es un potentado o un peligroso criminal. La evidencia disponible, incluyendo la encuesta que aquí traté, va en la dirección contraria, dando pábulo a la afirmación de que un campesino con un par de hectáreas sembradas con coca no es ni puede ser un potentado o un narco.

Ni creo que un debate sobre los campesinos más prósperos cambie esa impresión. Tampoco tendría gran impacto en la política pública. La razón para ello es la siguiente: por las evidencias que existen, las áreas dedicadas a la siembra en el mundo cocalero están tan apiñadas en predios tan pequeños, con colas muy delgadas a la derecha (remito al gráfico 3), que cualquier política pública que se concentrara por caso, en propiedades de cinco o menos hectáreas captaría a la abrumadora mayoría de los productores. Además, es difícil ver qué utilidad pueda tener el rociar con químicos a una incipiente clase media rural -en un país que necesitaría con desespero que ese sector se fortaleciera-, en lugar de pensar en términos de su transformación.

Podría plantearse, sin embargo, que la evidencia que se entregó aquí está truncada por arriba14. Por una parte, solo he usado datos de campesinos que entran al PNIS. En el PNIS pueden haber no entrado productores con cultivos relativamente grandes, así que aquí hay una posible fuente de sesgo. Por otra, en muchas encuestas quienes responden tienden a subestimar sus ingresos. Para reforzar este punto, vale la pena recordar que en terreno no es infrecuente que tanto campesinos como personas pertenecientes a otros sectores reporten la existencia de terrenos medianos y grandes cultivados con coca. Por desgracia, aparte de esta información anecdótica no hay mucho más. De manera un poco sorprendente, ni en la literatura relevante ni en las noticias proveídas por las autoridades, ni tampoco en terreno, tales versiones han sido corroboradas por una corriente significativa de datos específicos: “nos tomamos (o fumigamos) la finca X con mil hectáreas de coca”, o “pasamos al lado de un gran cultivo de coca ubicado en tal y tal parte”, o “miren, tomé las fotos de este predio enorme cultivado con coca”15. Nótese el contraste con, por ejemplo, laboratorios, o con grandes propiedades relacionadas con otras economías ilícitas, como la marihuana: en uno y otro caso la impresión difusa se soportaba en información específica. Pero la relativa al mundo cocalero (¿aún?) no ha aparecido.

Acéptese en gracia de discusión que pese a lo que dije en el párrafo anterior podrían tenerse grandes cultivos de coca16 que no han sido descubiertos ni por las autoridades, ni por los investigadores en terreno, ni por las ONG, ni por los periodistas, ni por los vecinos17. De modo un poco menos verosímil, supóngase que esas grandes propiedades tienen sus propios jornaleros, de tal suerte que los jornaleros que trabajan en otros predios no estuvieran muy enterados de su existencia. Nada de esto se puede descartar del todo: los grandes cultivos podrían estar bien protegidos de las autoridades por sobornos oportunos, y escondidos de la vista del público por una combinación de amenazas y otros métodos que hagan difícil el acceso a todo el mundo. Esto, por supuesto, cambiaría el cálculo del Gini que presenté en la quinta sección de este documento. En cambio, no debilitaría la aserción de que el grueso de las unidades productivas se concentra en pequeños propietarios y que el puñado de personas que tienen entre, por decir algo, cinco y diez hectáreas no corresponde ni de lejos a un sector narco sino a una clase media rural.

Aunque pueda haber grandes propiedades cocaleras que escapan a la observación de todo el mundo, es muy poco probable que sean muchas. En los territorios actuales de fuerte presencia cocalera, por otra parte, hay miles de pequeños campesinos. Incluso si el Gini para el mundo cocalero es significativamente más alto del que calculé con base en datos del PNIS, se tiene una población rural que demográficamente está concentrada en pequeños cultivadores. Y estos tienen una economía viable, que no está atada por lazos de dependencia o deferencia a la gran propiedad. Más aún, los campesinos con diez o un poco más hectáreas disfrutan de cierta prosperidad, y con seguridad pueden invertir en distintos rubros. Sin embargo, sus posibilidades de acumulación están claramente acotadas: sufren de la inestabilidad característica de una economía ilegal, sus trayectorias de vida están marcadas por sobresaltos, catástrofes y accidentes y deben lidiar con la informalidad predominante en el mundo cocalero, así como también con la existencia de múltiples formas de tramitar la propiedad en territorios colectivos.

En síntesis: se necesitaría admitir muchos supuestos para concluir que hay un sector significativo de grandes propietarios en el mundo cocalero. Tales supuestos no son absurdos, aunque tomados en su conjunto no pueden ser altamente probables18. Si esa conclusión fuere cierta, eso, claro está, influiría en la caracterización de la economía cocalera y de la vida social que prohíja. Además, se mantendría en pie el hecho de que la economía cocalera abriga una pequeña propiedad viable con un peso social y demográfico enorme, así como una clase media rural pequeña que por restricciones de contexto no puede embarcarse en grandes procesos de acumulación.

Esta estructura social conduce a la diversidad de experiencias, lo que a su vez se expresa en una pluralidad de voces desde el territorio. No hay “una voz” proveniente del mundo cocalero. Algunos ven con buenos ojos el cultivo, otros -la mayoría, según la encuesta, aunque esos resultados no se pueden extrapolar a otros territorios- están hartos de él; unos terceros son ambivalentes. También hay quienes defienden su trayectoria dentro del mundo cocalero -“no puedo ser ingrato con la coca”- pero a la vez lo ven como una etapa superada. Esto se expresa en la multiplicidad de posiciones sobre el cultivo distribuidas a lo largo de diferentes experiencias y tradiciones, adscripciones sociopolíticas e identidades, que se manifiestan en posiciones adoptadas por diversas formas de asociatividad.

El punto de fondo es que esa pluralidad está signada por los dos dilemas que analicé aquí. Por un lado, la pequeña propiedad sostenible y posibilidades de avance social (personal e intergeneracional). Por otro, el espectro de la violencia. Una vez más, en este terreno -el de la violencia- se pueden plantear algunos argumentos orientados a debilitar la existencia del dilema. Destaco tres: poner en cuestión que la economía cocalera esté asociada a la violencia, que involucre una menor presencia del Estado, o que bloquee los canales institucionales a través de los cuales se pueden tramitar los conflictos.

El primero se basa en que no es claro que haya una relación entre, por ejemplo, la existencia de cultivos de coca y el aumento de los homicidios; este de hecho es uno de los temas sin resolver de la literatura19. Es cierto que, en contextos de competencia entre estructuras armadas por tener acceso a la materia prima, la población civil puede resultar fuertemente victimizada20. ¿Cómo compatibilizar este vacío con la convicción que expresan numerosos pobladores -tanto en las entrevistas como en la encuesta- de que la coca llega asociada a la violencia? Hay en realidad dos respuestas. Una, la percepción de la violencia no necesariamente está asociada a más actos violentos. Por ejemplo, un grupo armado puede imponer un orden social con amenaza, y por este procedimiento de hecho disminuir las tasas de diferentes hechos violentos, a la vez incrementando la sensación de los pobladores de que están en peligro. Aunque el reporte de “control total” por parte de actores armados que se sugiere en algunos textos es sin duda una exageración, la regulación del cultivo ilícito por parte de actores armados no estatales induce necesariamente a formas de control coercitivo de la población que atraviesan la vida social, y que se pueden vivir como -así como expresar en formas concretas de- violencia y riesgo. Nótese cómo en este ejemplo tal sensación no es “subjetiva” en el sentido peyorativo -es decir, infundada-; tiene un correlato factual del todo entendible, pero que no se revela en los conteos de hechos victimizantes. Dos, la violencia a la que se refieren los pobladores no tiene por qué casar con los fenómenos que típicamente se cuantifican por medio de bases de datos. Por ejemplo, el aumento de reclutamientos por parte de actores armados no estatales, la proliferación de amenazas, la imposición de órdenes, los retenes, golpizas, castigos de distinta índole, son fenómenos que se viven como expresiones concretas de violencia por parte de las comunidades afectadas pero pasan por debajo del radar de las bases de datos21.

Con respecto de la presencia del Estado, es claro que identificar hasta qué punto los territorios cocaleros están peor que otros similares -usando por caso criterios socioeconómicos como necesidades básicas insatisfechas, etc.- en términos de, por ejemplo, dotación de servicios y de bienes públicos, es un problema puramente empírico22. Por otra parte, el hecho de que son el escenario de una seria fractura del Estado porque este no puede regular la principal economía agraria del territorio es un problema definicional mientras esté vigente el régimen prohibicionista en el país. En este sentido específico y crucial los territorios cocaleros tienen menos Estado. Hay un correlato operativo de esto, por ejemplo, en los límites legales para invertir en territorios con cultivos ilícitos. Algunos autores (en particular Torres, 2011) muestran que aquella fractura es compatible con el crecimiento en la dotación de bienes públicos y la provisión de servicios, hasta cierto punto. El que la economía cocalera no pueda ser regulada estatalmente pone un techo -más de hierro que de cristal- al flujo de bienes y a la presencia de agencias estatales con capacidades transformadoras (como muestra la propia Torres, 2011), y en cambio crea sus propios problemas para los pobladores (Ramírez, 2001).

Lo cual me lleva al último argumento relativo a la violencia, el de los canales institucionales. Se dice con frecuencia que la economía cocalera incrementa los niveles de aquella porque los actores armados no tienen instituciones a las cuales acudir en caso de que se presenten disputas sobre la distribución de rentas. Más aún, en algunas versiones se agrega la idea de que los actores armados que se vinculan a la regulación de la economía cocalera terminan teniendo un “control total” de las “comunidades”. Ambos argumentos se aplican en diferentes variantes y de manera estándar a la explicación de los altos niveles de violencia dentro del mundo criminal, y del impacto de éste sobre los civiles (para una revisión crítica de esa literatura véase Naylor, 2009). Tendería a pensar que ninguno de los dos se puede aplicar de manera rectilínea al contexto rural y cocalero colombiano. Entre otras cosas por la gran pluralidad de formas de propiedad que se observan en el mundo cocalero, es claro que muchos de los conflictos entre productores tienen que ser y son dirimidos por las formas de asociatividad que están allí vigentes. Esas formas de asociatividad pueden tener la suficiente capacidad como para plantear demandas, con éxito, al regulador armado, como ya lo planteó de manera temprana Jaramillo (1988). Por consiguiente, parece necesario aceptar como un hecho que los canales institucionales para la tramitación de los conflictos no desaparecen como por arte de magia cuando hace su presencia la economía cocalera. Lo que sí se puede decir es que en la medida en que esos mismos canales tienen alguna operatividad ellos se vuelven un blanco potencial de los propios actores armados. Es decir, la capacidad de tramitar los conflictos se puede mantener y desarrollar en condiciones difíciles, pero casi siempre pagando un alto costo en términos de sangre: una expresión adicional del dilema.

CONCLUSIONES

A lo largo de este artículo analicé los dos dilemas que marcan el papel en extremo ambiguo de la economía cocalera en el mundo rural colombiano. Argumenté asimismo que esos dilemas se apoyan en mecanismos claramente identificables, cuya comprensión es fundamental para explicar la trayectoria de la economía cocalera y para preguntarse qué puede suceder con ella.

Esto tiene algunas implicaciones de política, sencillas pero importantes. La primera es que para desarrollar políticas sensatas de sustitución hay que tener en cuenta los trade-offs -efectos positivos y negativos y sus relaciones mutuas- que genera la economía cocalera (Christian Aid, 2019). En particular, no parece verosímil esperar que haya otra economía agraria que prospere en un contexto caracterizado por la casi total ausencia de bienes y servicios públicos, carencia de vías de comunicación, proliferación de actores armados no estatales y vulnerabilidad de los campesinos. Una vez más, este es un problema empírico: es posible, pero poco probable, que se encuentren sustitutos adecuados. Eso quiere decir que los campesinos pagarán un precio por entrar a cualquier propuesta de sustitución. La encuesta que se presentó aquí y otras evidencias muestran que están dispuestos a pagarlo.

Esto tiene límites. La familia campesina tiene que poder garantizar su subsistencia; lo que implicaría que el aparato burocrático respaldando cualquier programa pudiera garantizar unos mínimos de cumplimiento (lo cual no es el caso hoy en día). Tendría que haber programas orientados a una transformación territorial en una escala significativa. Esa intuición, de hecho, estaba incluida en el Acuerdo de Paz. Este argumentaba que la paz “estable y duradera”, como dice la consabida fórmula, estaría atada a grandes cambios en el territorio, que pondrían juntas la reforma rural, la sustitución, la participación política y la construcción de una vida pública sin armas (Gobierno de Colombia-Farc-EP, 2016). No obstante, ese proceso apenas se ha comenzado y mucho me temo que las probabilidades de que inicie en serio son bastante bajas. Además, hay aspectos centrales que requieren de análisis específicos concentrados no solo en la dimensión territorial sino en la estructura social de la producción cocalera. Por ejemplo, ¿qué políticas específicas se requieren para preservar el avance relativo de importantes sectores sociales?

Como fuere, la crisis por la que pasa el Acuerdo de Paz y el languidecimiento paulatino del PNIS no eximen a nadie de seguir pensando el problema, entre otras cosas porque este no va a desaparecer de la noche a la mañana. ¿Cómo enfrentar los dilemas de la economía cocalera? Nótese que, en la medida en que algunos de los aspectos positivos de los dos dilemas dimanan del hecho de que la economía sea ilegal, responder simplemente “legalización” no es suficiente.

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1 Lo que llamo aquí microdilema está mejor comprendido y analizado en la literatura, incluso por escritos ya clásicos de la década de 1980. Las implicaciones macro, sin embargo, han quedado más en la oscuridad.

2 El propio Hobsbawm (2018, p. 303) argumenta gráficamente en qué consiste esa “desorganización” para otro caso, esta vez el México de la primera mitad del siglo XX: “el estado de Guerrero(era) tan renuente a la ley, donde -como se dice- la prosperidad económica se mide en revólveres nuevos, que los hombres prefieren comprarse antes que una radio nueva”. De manera análoga, un exmiembro de las Farc dice en su recuento autobiográfico: “Los campesinos que vivían arrancados, llevados por la miseria que se vivía antes de la coca, ahora eran mafiositos que creían que se habían ganado el mundo entero, con buenos deslizadores, revólveres y pistolas al cinto, varios millones en un bolso, era común que les sobraran las mujeres de toda clase, se volvió normal que los campesinos que eran pobres ahora tuvieran una mujer en cada pueblo” (Ramírez Guzmán, 2017).

3 Aunque en Bermúdez (2018) se sugiere de hecho que este fue un paso atrás.

4 En el marco del proyecto Drugs and (dis)order, https://www.soas.ac.uk/drugs-and-disorder/

5 No hay ninguna agencia estatal como el extinto Idema que pueda ofrecer precios de sustentación.

6 Este es solo un ejemplo. En terreno se encuentran diferentes posibilidades de segmentación. Por ejemplo, diferentes tipos de migración hacia la región productora -familias completas versus individuos- parecen estar asociados a comportamiento diferencial. Cultivadores y recolectores también destacan diferencias entre ellos.

7 Más interesante aún encontrar este tipo de declaración en un libro que documenta las desgracias que genera la coca.

8 Típicamente, el trabajo de Christian Aid (2019) trata sobre un territorio cocalero relativamente “joven”, en donde no ha habido ni densificación de la presencia estatal ni experiencias regulatorias como las que he referenciado aquí.

9 En los términos del excelente artículo de Espinosa (2006): la coca para los campesinos es “un mal necesario”.

10 La base de datos tiene 2865 registros, los no incluidos en los gráficos son datos faltantes con respecto de esta columna.

11 Usando el paquete Ineq de R.

12 Hay ocho registros en los que se reporta más área cultivada en coca que área poseída. Esto de hecho es posible, dadas las formas de registro en copropiedad, cultivos sobre baldíos, etc. Sin embargo, los eliminé por seguridad. El resto de registros que se descartaron corresponden a que no se reportó o el área en coca o el tamaño del predio o ambos.

13 Un tema crucial y poco estudiado, pero que ya reportaron Jaramillo et al. (1989) y Hobsbawm (2018).

14 Menos interesante es en este escenario la observación de que los cocaleros reciben apenas boronas del mercado global. Wainwright (2016) y otros demuestran que en efecto es así. Pero la comparación que le importa a los productores no es con otro estado del mundo hipotético en el que estarían mejor -si el mercado global de la coca fuera menos desigual-, sino con las alternativas que efectivamente tienen a la mano.

15 En mi propia experiencia, he conversado con varias personas de diferentes proveniencias e ideas que reportan la existencia de grandes cultivos, pero cuando he preguntado concretamente cuáles, dónde, de propiedad de quiénes, o administrado por quiénes, nunca he recibido respuesta.

16 Es muy importante notar aquí que me estoy refiriendo a áreas cultivadas de coca, no a predios que puedan tener cultivos de coca pequeños o medianos. Los datos que aquí se revelan muestran que sí hay predios grandes con presencia de coca; aquí aludo no a grandes predios, sino a grandes cultivos.

17 Se puede también conjeturar que los límites de estas propiedades no pueden establecerse con facilidad por métodos de georreferenciación. Dada la ilegalidad de la producción supuestos como este no son completamente irrazonables.

18 ¡La probabilidad es multiplicativa!

19 Lo mismo se puede decir sobre otras formas de violencia.

20 Por ejemplo, asesinatos de campesinos que deciden venderle a la organización A y no a la B, porque A ofrece mejores precios.

21 También podría haber una subestimación de actos violentos, debido a la presencia limitada del Estado en las regiones respectivas.

22 Que hasta donde llega mi conocimiento no se ha abordado en la literatura relevante.

Anexo Entrevistas y grupo focal

Entrevista 1: cultivador y recolector, Puerto Guzmán, Putumayo, 2018.

Entrevista 2: recolector, químico y líder comunitario, Puerto Asís, Putumayo, 2018.

Grupo focal 1: líderes veredales, Puerto Asís, Putumayo, 2018.

Recibido: 11 de Octubre de 2019; Aprobado: 28 de Diciembre de 2019

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