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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.33 no.98 Bogotá Jan./Apr. 2020

https://doi.org/10.15446/anpol.v33n98.89419 

Democracia

DEMOCRACIA: ¿CONSENSO O CONFLICTO?

DEMOCRACY: CONSENSUS OR CONFLICT?

Roland Anrup* 

*Doctor en Historia. Profesor Titular de Historia de Mid Sweden University (Suecia). Correo electrónico: roland.anrup@miun.se


RESUMEN

La democracia implica necesariamente conflicto. En el caso colombiano, se trata de un diferendo, un conflicto entre posiciones en el cual todo consenso traiciona las reivindicaciones originales de, al menos, una de las partes. La desproporción, desigualdad o distorsión no se zanja por medio de un acuerdo. Una versión secularizada del “sacramento del perdón y la reconciliación” se presenta ahora como una virtud política. Sin embargo, la proyección del diferendo en consenso y reconciliación, en acuerdo y armonía, siempre será engañosa. La democracia es un espacio político que se resiste a una narrativa de la reconciliación. El texto discute, en el contexto contemporáneo colombiano, los conceptos de “democracia” “reconciliación” y “diferendo”, critica la unicidad de nociones como “pueblo” y “nación”, y problematiza la supuesta dicotomía entre “guerra” y “paz”.

Palabras clave: democracia; paz; reconciliación; diferendo; pueblo

ABSTRACT

Democracy implies necessarily conflict. The Colombian conflict is a case of a differend, [différend] a dispute, a conflict between positions in which any consensus betrays the original claims of, at least, one of the parties. The inequality and distortion that the rebellion exposes cannot be resolved by an agreement between the opposed parties. A secularized version of the sacrament of “forgiveness and reconciliation” is now presented as a political virtue. However, the projection of the differend in consensus and reconciliation will always be deceptive and deceitful. The political space of democracy must resist a narrative of reconciliation. The text discusses, in the contemporary Colombian context, the concepts of “ a “democracy”, reconciliation” and differend, criticizes the unity of notions such as “people” and “nation, and problematizes the supposed dichotomy between “war” and “peace”.

Keywords: democracy; peace; reconciliation; differend; pueblo

Las palabras que tan bien conocemos tienen significados de pesadilla en este país. Libertad, democracia, patriotismo, gobierno: todas saben a locura y asesinato.

Joseph Conrad, Nostromo

En el acto de entrega de armas de las FARC-EP, el 27 de junio 2017 en Mesetas, Meta, el presidente Juan Manuel Santos pronunció un discurso triunfal: “Sin armas, sin violencia, no somos más un pueblo enfrentado entre sí. No somos más una historia de dolor y de muerte en el planeta. ¡Somos un solo Pueblo y una sola Nación avanzando hacia el futuro dentro del cauce bendito de la Democracia!”. Santos cerró su discurso repitiendo las palabras iniciales “¡Somos un solo Pueblo y una sola Nación!”. Palabras que hacen eco de la concepción hegeliana del Estado, de la Nación y del Pueblo. El concepto alemán Volk es un organismo que existe antes y por encima de las clases y de los particulares. Esta concepción hegeliana del pueblo lo concibe como una especie de superindividuo provisto de un espíritu, una unidad y una conciencia. El pueblo concebido como un todo orgánico, como una potencia con capacidad motriz, es dotado de una corporeidad que le da forma de entidad espiritual. Al decir de Santos, “¡Somos un solo Pueblo y una sola Nación avanzando hacia el futuro dentro del cauce bendito de la Democracia!”. El término pueblo, en varias lenguas modernas europeas, no solo se refiere al sujeto político sino también a los pobres y excluidos. Este es el caso de las lenguas de raíz latina. El francés peuple, el español pueblo, el italiano popolo, y el latino populus, del cual derivan los anteriores, designan tanto al conjunto de los ciudadanos en su condición de cuerpo político unitario, como aquellos pertenecientes a las clases populares (Desbrousses et al 2003; Rancière 1990; Cowans 2001, 33-39). En la realidad, la política es siempre un “pueblo” además del otro, un “pueblo” contra otro (Rancière 1998, 233-236; Bras 2003, 8-21). En este sentido, Jacques Rancière (1995, 114) considera que la forma del Estado Moderno “comienza por una descomposición primera del pueblo en individuos que exorciza de un golpe la guerra de las clases en que consiste la política”.

Ciertamente, los conceptos de “pueblo” y “nación” no los podemos entender como el reflejo de una natural y “objetiva” realidad dada; ambos son creaciones discursivas que pueden tener amplias consecuencias reales. Apoyándose en los recursos que ofrece el lenguaje, los dominadores logran, a menudo, hacer pasar por “naturales” estas representaciones. Quienes asumen estas definiciones, tomándolas por naturales de forma acrítica, contribuyen a mantener esta dominación incluso si hablan de resistirla. Tal es el caso de la retórica de la FARC sobre una “Convergencia Nacional: Por la Reconciliación y la Paz”; una retórica que es susceptible de la misma crítica que Rosa Luxemburgo (1977):116 desarrollaba frente a la derecha socialdemócrata de sus tiempos:

… se usa el concepto de nación como un todo, como una unidad social y política homogénea. Pero ese concepto de nación es precisamente una de las categorías de la ideología burguesa que la teoría marxista ha sometido a una revisión radical, demostrando que detrás del vuelo misterioso de los conceptos [...] se oculta siempre un contenido histórico concreto.

De hecho, entre la política, la sociedad y el lenguaje, a través de los cuales se conforma la argumentación y se transmite el pensamiento, se establecen estrechas relaciones. Los conceptos, aunque captan contenidos políticos y sociales, no son solo indicadores epistémicos; también, son factores y elementos activos de un determinado contexto. Los conceptos recogen la experiencia y contribuyen a modelarla trazando el horizonte y los límites de la experiencia posible. El lenguaje, lejos de ser un registro pasivo de las características estructurales de la vida social y política, está compuesto de conceptos que juegan un papel activo, ya que alrededor de estos se articulan relaciones de poder que dirigen el accionar político y su retórica. En este sentido, los conceptos emergen para dar significado a determinados hechos sociales, pero al mismo tiempo funcionan como catalizadores de la acción política, abriendo o cerrando posibilidades para que esta tome forma y tenga efecto. Por lo tanto, el análisis del lenguaje político, en un sentido amplio, no es un ejercicio meramente discursivo, sino que sirve al proceso de formación y enunciación de sujetos que dirigen la acción en la esfera política. La lucha política es también una lucha por los conceptos, una especie de guerra semántica, porque “agavilla la multiplicidad de la experiencia histórica y toda una suma de referencias objetivas teóricas y prácticas, estableciendo entre ellos una conexión que solo por el concepto se da y solo por el concepto se experimenta realmente” (Koselleck 1979, 120). Por esta razón Althusser (1974), 135)afirma que sin una crítica de los “conceptos inmediatos, en los que toda época piensa la historia que ella vive, se permanece en el umbral de un verdadero conocimiento de la historia, prisionero de las ilusiones que éste produce en los hombres que la viven”.

Estas palabras tienen honda significación respecto al mito de la llamada “democracia colombiana” o “del cauce bendito de la democracia”, en términos de Juan Manuel Santos. En su discurso durante el acto de capitulaciones y entrega de armas de las FARC-EP, con un eufemismo llamado “dejación de armas”, el 27 de junio 2017 en Mesetas, Meta, Rodrigo Londoño, manifestó:“[…] esta es la apertura de una nueva era hacia una democracia liberal […] esperamos que la democracia colombiana abra generosa sus brazos.” Las esperanzas de Londoño hacen pensar en las palabras de Marx (1986), 30 sobre “esta especie de democratismo que se mueve dentro de los límites de lo autorizado por la policía”. Otro uso de los términos de “pueblo” y de “democracia” encontramos en la siguiente afirmación de Jesús Santrich (2017), 126-127:

El pueblo debe ser, debe retomar con dignidad su condición de potencia plebeya de cambio. Hacer de su proscripción y marginamiento, de su condición de explotado y perseguido, de desempleado y marginado, el detonante del cambio hacia la definitiva independencia, porque ya no estamos mendigando inclusión, porque ya no estamos implorando apertura de una democracia que jamás ha existido …

Es evidente que para Santrich “pueblo” es el nombre de un sujeto político, es decir, un suplemento a toda lógica de recuento de la población, de sus partes o de su todo. Es un “pueblo” que lleva a cabo una enunciación disruptiva con respecto a la incorporación estatal. Las masas sin propiedades se identifican como un sujeto cuando, en oposición a aquellos que las poseen, rompen con la inexistencia a la cual han sido relegadas. De la Atenas antigua a la Colombia contemporánea, el partido de los ricos no ha dicho sino una sola cosa: no hay parte de los que no tienen parte. Sin embargo, es a través de los sin nada que la comunidad existe como comunidad política, porque la política surge cuando el orden de la dominación es interrumpido por los que no tienen parte (Rancière 1995, 34-35).

Hay que distinguir entre dos concepciones de la sociedad. Para algunos la sociedad es una totalidad unida, una unicidad que funciona por consensus ómnium, mientras que, para otros, ubicados del lado de la perspectiva crítica, la sociedad se concibe a partir de la división social (Anrup 1985, 6-23). Esta segunda concepción, de la división, de agón, lucha, conflicto social, es mucho más acertada como aproximación a un entendimiento de la sociedad. Estamos, en el primer caso, ante una configuración político-intelectual que propone la “ciudad”, es decir, la idea de una sociedad unida e indivisible, en paz consigo misma, un modelo que se remonta al imaginario de la Atenas del siglo IV a.C. (Stevens 2004, 47-57). Sin embargo, no debemos buscar la definición de la democracia entre los demócratas retóricos del siglo IV a.C., sino en la formulación crítica que les contraponen sus propios adversarios cuando, para atacarlos en sus escritos, la llevan más allá de sus límites, tanto en la forma que la dan, como en el proyecto con que la revisten (Gil 2009, 57-90). Para Platón la democracia es un régimen viciado en su fundamento, un régimen dominado por la multitud ignorante, la multitud apasionada y pasional y no por el sabio o la sabiduría, lo justo y la justicia (Ranciére 2000, 55-72). En el octavo libro de La República de Platón (1976, 578), encontramos la siguiente definición de la democracia:

El gobierno pasa a ser democrático cuando los pobres, habiendo conseguido la victoria sobre los ricos, asesinan a unos, expulsan a otros, y se reparten por igual con los que quedan los cargos de la administración de los asuntos. Así es, en efecto, como se establece la democracia, bien por el camino de las armas, bien porque los ricos, temiendo por sí mismos, adopten el partido de retirarse.

Platón rechaza la antigua concepción griega de la justicia que planteaba permanentemente la cuestión abierta de la distribución entre los ciudadanos: ¿Quién debe dar qué?, ¿Quién debe tener qué? (Castoriadis 2003, 19-20). Al hacer la justicia una propiedad holista u holística, una propiedad de un todo jerárquico del conjunto de la ciudad, Platón asigna a cada uno su lugar donde debe ocuparse de sus asuntos, en hacer lo que le toca, lo que le es propio, lo que corresponde a su lugar, y advierte que no trate de tener otro. Derrida (2003), 43 señala que: “siempre se habrá asociado la democracia, el paso a la democracia, la democratización, con la licencia [...] incluso con la perversión y la delincuencia, la culpa, el incumplimiento de la ley”. El pueblo: pervertido, delincuente, licencioso. El pueblo, la plebe, la chusma como canalla interior y exterior a la sociedad: aquella parte excluida de la buena sociedad civilizada (Anrup y Chaves 2005, 93-126). La democracia es, para esta concepción, la fuerza de ese pueblo libertino que confunde licencia con libertad.

Una crónica de Juan Manuel Santos da un ejemplo de tal concepción y sentido peyorativo de la democracia, entendida como forma política, libertina, negativa de gobierno: “Me da mucha pena con aquellos que piensan que no puede haber exceso de democracia porque el interesante libro de Fareed Zakaria titulado El futuro de la libertad, muestra claramente que sí, y que hoy por hoy la democracia no es sinónimo de libertad” (2004, 20). Ante la disyuntiva entre la democracia y el liberalismo, Santos escoge al segundo, tal como lo hizo Alexis Toqueville. Santos teme a la democracia radical, al “exceso” de pueblo, al exceso de los sin parte, de los “dejados aparte”, de los que no son representados y que constituyen las verdaderas soberanías populares, a diferencia de las fórmulas constitucionales. Cuando Santos habla en nombre de la libertad se trata de lo que Benjamin (1977), 187 llama gestaltlose Freiheit, es decir una libertad puramente formal. Por su parte, Derrida (2003) , 69 dice que “poner en cuestión deconstructivamente la ontología política de la libertad me ha llevado a restringir y vigilar la palabra libertad y a utilizarla rara vez, con reservas, con parsimonia y circunspección”. La democracia es un acontecimiento singular que produce una ruptura con el orden consensual e instituye y crea un litigio a través de una reconfiguración que reivindica la igualdad (Rancière 1995, 34-97). La democracia “por venir” de la cual habla Derrida (2003, 128) es indisociablemente ligada a la justicia social. Tal democracia “por venir” es un movimiento continuo, un accionar que transciende la lógica del Estado de dominación, totalización y mediación, para remplazarlo con su propia soberanía popular en oposición a una reconciliación tramposa y una integración falaz.

Lo que es irreductible en esa experiencia es la promesa emancipatoria; una idea de la justicia diferente al derecho o a los llamados “derechos humanos”, y una idea de la democracia diferente a la definición liberal (Derrida 1995, 73). En una “democracia liberal”, siempre se ponen límites al ejercicio de la soberanía del pueblo (Mouffe 2003, 22). Estos límites se presentan como un elemento que define el marco para el respeto de los “derechos de propiedad” que, de hecho, son expresión hegemónica de la idea liberal según la cual es indispensable poner límites a la soberanía popular en nombre de la libertad. Existe una ambigua relación entre la verdadera democracia que disemina por todo el cuerpo social una intensa actividad y las reglas que introducen la “justa medida” en contraste con el desorden generado por esa “fuerza superabundante” de la acción. Estos sujetos sociales colectivos, que participan activamente, niegan el sujeto abstracto y metafísico descrito por la tradición liberal individualista; son paradigma de un sujeto vivo y colectivo. El joven Marx (2002), 101 afirma en su Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel:

En los Estados no democráticos el Estado, la Ley, la Constitución es lo dominante, aunque en realidad no domine, es decir no impregne materialmente el contenido de los otros ámbitos no políticos. En la democracia la Constitución, la Ley, el mismo Estado no son más que una característica que el pueblo se da a sí mismo y contenido concreto suyo, en cuanto ese contenido es Constitución.

Sin embargo, sostener que la encarnación del Estado es el principio orgánico del pueblo repite la lógica hegeliana, en el mismo momento en que Marx desea distinguirse de Hegel. En cambio, el Marx ya maduro opina que en “la verdadera democracia el Estado político ha sido aniquilado”. Poniendo en ridículo toda la charlatanería sobre el “Estado del pueblo”, ofrece en uno de sus últimos escritos, la Critica del Programa de Gotha (1986, 28), el siguiente veredicto: “por más que acoplemos de mil maneras la palabra ‘pueblo’ y la palabra ‘Estado’, no nos acercaremos ni un pelo a la solución del problema”. Aunque desde una tradición intelectual distinta, Nietzsche (1972), 82 coincide en esta disociación propuesta por Marx entre pueblo y Estado, al sostener que el Estado es “la muerte de los pueblos [...] Es frío incluso cuando miente; y esta es la mentira que se desliza de su boca: Yo, el Estado, soy el pueblo”. En el Estado moderno el pueblo es proclamado rey, pero su corona, en últimas, sirve para aturdirlo y aislarlo de la política. Tal ha sido la función del concepto de soberanía popular en el marco del Estado moderno. La recurrente apelación al constitucionalismo como una solución para todos los males de la sociedad colombiana se ha usado para intentar contener, y en algunos casos disolver, la insurgencia de los sectores populares, preservando y asegurando los intereses de las clases dominantes, atribuyéndole al sistema, al mismo tiempo, una apariencia de legitimidad (Mejía 2002, 60-67). María Teresa Uribe (2002, 136) ha afirmado: “[…] no olvidemos más que detrás de la institucionalidad palpita la guerra y que en los códigos podemos reencontrar la sangre seca de muchos derrotados”.

Hegel había visto cada “ruina”, cada evento sangriento de la historia, como una fase necesaria en el camino dialéctico de la Razón, como un medio al servicio de un desenlace, de una teleología de la historia universal. El Logos hegeliano se realiza en el Estado que engloba en una cohesión suprema los resultados de las luchas y las guerras, subsumiendo de esta manera las contradicciones dialécticas en una reconciliación. Jacques Derrida nos enseña las intenciones ocultas -partidarias de un movimiento afín con la unidad institucional del Estado- que se esconden tras una política de la reconciliación: “Existe toda una tradición filosófica que hace concordar el proceso de perdón con el proceso de la historia. Hegel convierte el perdón y la reconciliación en el motor mismo de la historicidad” (Derrida 2001,102-103). El perdón cristiano desempeña un papel decisivo en la dialéctica especulativa, es una rendición, y en su esencia Aufhebung (superación), en el horizonte de la expiación y de la reconciliación. En este sentido, la idea hegeliana es no solo la tramoya del combate sino, también, el lugar de reconciliación de las fuerzas antagónicas. Por eso, de acuerdo con esta tradición filosófica, que funde el perdón con el proceso histórico e institucional, Hegel representa el compromiso con un pensamiento que pone en el centro de sus preocupaciones la idea de la reconciliación, un tema central en la tradición religiosa judeo-cristiana. Recordemos que el joven Hegel (1907) se ocupa de la reconciliación en sus escritos Vida de Jesús y La positividad de la religión cristiana. En estos escritos la religión aparece como el medio mismo de la reconciliación (Althusser 1994a, 79). Volviendo a los temas de la filosofía de la religión, Hegel en 1829 pronuncia sus Lecciones sobre las pruebas de la existencia de Dios, en las cuales aborda el proceso de redención, vinculándola con el retorno al Padre como momento de la reconciliación (Versöhnung).

Tal como afirma Ernst Cassirer (1992), 300-301, el pensamiento de Hegel puede describirse diciendo que habló de la religión en términos de la historia y de la historia en términos de la religión. En su estudio sobre Fichte y Schelling, habla Hegel de la “potencia de unificación” como la potencia misma de la reconciliación. No renuncia jamás a su problema central que es la búsqueda de los medios para una reconciliación entre los hombres y el estado existente (Grégoire 1958, 5). Para Hegel (1970, 26-27) no se trataba de cambiar la realidad, sino de “concebir lo que es, pues lo que es, es la razón”. Esta razón es una justificación de lo existente, y es también -agrega Hegel- el único medio de la reconciliación que fundamentada por una teleología cristiana-protestante aparece en la Philosophie der Geschichte como la necesidad inmanente del espíritu absoluto de superar lo negativo. En síntesis, para Hegel (1978, 28), el trabajo de la razón no consiste en ser capaz de concebir el mal existente en el mundo; sino en producir la reconciliación precisamente allí donde la masa entera del mal concreto aparece del modo más evidente ante nuestros ojos. Pero tal reconciliación solo puede ser alcanzada mediante el conocimiento de lo afirmativo “en el cual lo negativo desaparece como algo subordinado y superado”. El concepto de reconciliación es utilizado por Hegel, en el curso de su argumentación, para sostener que la verdadera libertad no se da más que en el Estado. Para Hegel, entonces, este proceso de integración en el Estado constituye una reconciliación. Por esta razón, el Estado no es la negación de la libertad, sino el devenir de la idea de la libertad; es la elevación de la individualidad a su universalidad lo que hace desaparecer al sujeto. Más precisamente, al ser el Estado “la actualidad de la Idea”, el individuo “no posee objetividad, verdad, ni existencia ética más que como miembro del Estado” (Hegel 1972, 46). Pese a todas las bellas frases que le dedica, pese a todas sus altisonantes palabras sobre la conciencia y la singularidad subjetiva, hace que estas se sumerjan en el mar de la generalidad: en el Estado en el cual, para él, la libertad sustancial y objetiva se realiza (Bloch 1970, 124-135). El Estado es el sujeto absoluto que encarna la racionalidad, la Idea, la divinidad. El saber, la voluntad, la libertad no son sino “momentos” de la Idea que se realiza en el Estado. Para Hegel (1988, 322-323), el Estado es “el paso de Dios por el mundo”; por esa razón, insiste en que “El Estado en sí y por sí es la totalidad ética, la realización de la libertad”.

El joven Karl Marx (1976), 202 todavía compartía una versión liberal y humanista de esta concepción cuando, como redactor de la Rheinische Zeitung en un editorial del 14 de julio de1842, dice que “La filosofía considera el Estado como el gran organismo en el cual la libertad legal, moral y política debe realizarse y donde cada ciudadano no obedece, obedeciendo a las leyes del Estado, más que a las leyes naturales de su propia razón humana” y continua “La filosofía pide que el Estado sea el Estado de la naturaleza humana”. Esta exhortación se dirige al Estado mismo; que reconozca su esencia y llegara a ser razón, verdadera libertad de los hombres, reformándose a sí mismo. Sin embargo, bien pronto Marx (2002, 75-76) comienza a criticar a la filosofía política de Hegel acusándola de haber invertido la relación sujeto-predicado y de considerar el Estado como un objeto independiente de los individuos. Marx considera que se trama, a través de la filosofía hegeliana de la historia una lectura religiosa que decodifica, como armónica convivencia y plenitud significativa, la violencia efectiva. Al atacar la idea hegeliana del Estado moderno, Marx (1999, 47) muestra que ha adquirido “una universalidad irreal” y que la Constitución ha llegado a funcionar como “la religión de la vida nacional”, el “idealismo del Estado” que acompaña el “materialismo de la sociedad civil”. Marx (2011, 84, 155 y 158) contempla el Estado como un aparato burocrático, como una máquina que se sobrepone a la sociedad y que representa el poder y la violencia concentrada y organizada. La palabra que emplea Marx, en su original alemán, para referirse a “poder” es Gewalt que significa tanto violencia como fuerza, coerción, poder y autoridad. Proviene del alemán arcaico waltan que puede traducirse como “ser fuerte” o “dominar”. El concepto Gewalt pertenece al orden simbólico del derecho y de la política (Menke 2015, 403-407). Gewalt puede significar la dominación o la soberanía del poder legal como cuando se habla de Staatsgewalt, la autoridad autorizadora o autorizada: “la fuerza de ley”. Dice Benjamin (1977), 183 que hay un interés del derecho en la monopolización de la violencia (Interesse des Rechts an der Monopolisierung der Gewalt). La violencia estatal tiene como condición material la existencia de una fuerza física pública legal que dispone de armas y que busca establecer el monopolio de las mismas. Esta violencia estatal tiene como condición material la existencia de una fuerza física pública legal que dispone de armas y que impone el monopolio de las mismas. Tal como Louis Althusser (1994)b, 474 dice: “Eso es sin duda lo que constituye, en el fondo, la razón del carácter tan ‘especial’ del aparato que es el Estado: todo lo que en él funciona, bajo su nombre, sea el aparato político o los aparatos ideológicos, está sostenido silenciosamente por la existencia y la presencia de esta fuerza física pública armada”.

En realidad, las relaciones de poder tienen como punto de anclaje cierta relación de fuerza en y por la guerra. Si el poder político intenta, en un momento dado, detener la guerra y hacer la paz, no lo hace en absoluto para neutralizar los efectos de la guerra o el desequilibrio de las fuerzas en confrontación, sino que inscribe esa relación en las instituciones y en las desigualdades, tal como señala Michel Foucault (2001), 56:

La ley no es pacificación, puesto que debajo de ella la guerra continúa causando estragos en todos los mecanismos de poder, aun los más regulares. La guerra es el motor de las instituciones y el orden: la paz hace sordamente la guerra hasta en el más mínimo de sus engranajes. En otras palabras, hay que descifrar la guerra debajo de la paz: aquella es la cifra misma de ésta.

Las filosofías políticas tradicionales están absortas en una estructura teleológica que prescribe una concepción pacífica del telos. El pensamiento metafísico del origen y del fin implica la no-violencia y prescribe la política como el movimiento redentor hacia una paz alcanzada. Incluso filósofos políticos como Thomas Hobbes y Friedrich Hegel no pueden pensar la violencia sino en la perspectiva teleológica de la instauración de la no-violencia. Roberto Esposito (1996), 25 señala la lógica de la “autonegación” inmunitaria de la política en estos pensadores que buscan “la misión de despolitizar la sociedad según un irresistible impulso a la neutralización del conflicto en el cual finalmente se resuelve la coacción al orden que constituye para la filosofía política moderna telos y arche juntos”. Hay que rechazar este esquema teleológico y unívoco. Al respecto, es pertinente recordar que Maquiavelo piensa la política sin presupuestos de esta índole y sin ninguna intención conciliadora y armónica (Althusser 1997, 168). Las luchas políticas no deberían interpretarse sino como secuelas de la guerra, enfrentamientos con respecto al poder, con el poder y por el poder, dentro de esa paz civil. Habría que descifrarlas como episodios de la guerra misma, dice Foucault (2001), 29, y prosigue: “Nunca se escribiría otra cosa que la historia de esta misma guerra, aunque se escribiera la historia de la paz y sus instituciones”. Lo que se suele llamar “paz” no es más que la representación retórica de relaciones de fuerza que alternadamente surgen de un conflicto permanente. La ley no es un estado de paz, sino una batalla perpetua: el ejercicio actual de unas estrategias. Reglas y leyes no son más que rituales destinados a ratificar el dominio de unos sobre otros. El Estado moderno es portador de una construcción discursiva en la cual la soberanía y el monopolio estatal de la violencia constituyen la única respuesta racional a la violencia no estatal (Franco 2009, 39-84). En este discurso tanto la soberanía estatal como su monopolio de la fuerza se justifican en virtud de la necesidad de contrarrestar y combatir la resistencia y la rebelión. La violencia estatal se presenta como un phármakon, como un antídoto que destruye todo aquello que amenaza la integridad del Estado y sus instituciones. El Estado pretende monopolizar las prácticas represivas a través de las armas y de la legislación e imponerse como un sujeto político hegemónico. Tal es el trasfondo del acuerdo entre las FARC y el Estado colombiano, firmado por Londoño y Santos en el Teatro Colón en noviembre 2016.

Sin embargo, las pretensiones del Estado de constituirse en centro de poder, en sujeto único del derecho y de la violencia, se estrellan contra las características mismas de las relaciones sociales. El poder no descansa ni desciende de un solo centro de la estructura social; está difundido y se manifiesta en cada una de las relaciones parciales, formando una compleja red de capacidades particulares y relativas. Si entendemos el poder como una red de relaciones múltiples e irreductibles, diseminadas por todo el tejido social, veremos que las relaciones de fuerza están involucradas en enfrentamientos incesantes que las transforman, las refuerzan y las invierten. El concepto totalizador de “poder” puede redefinirse de forma más apropiada como espacios de disposición (Anrup 2009, 147-151). Esta conceptualización cuestiona el significado del poder como un ejercicio totalizador e indica, más bien, relaciones de disposición relativamente consolidadas. Este enfoque significa que el “poder” no es concebido como una propiedad, sino como una forma de disposición y que sus efectos son atribuidos a maniobras, tácticas y modos de obrar; a un ejercicio de disposición que consiste en un conjunto de operaciones por medio de las cuales una multiplicidad de elementos heterogéneos -fuerzas, recursos, espacios- son relacionados con ciertos objetivos. Así va configurándose un entramado de relaciones de disposición que definen posiciones cambiantes de acuerdo con las condiciones que determinen grados de control, posesión y dominio sobre los recursos físicos, simbólicos, económicos, políticos y jurídicos. De esta forma, la dinámica de cada uno de esos espacios de disposición puede cambiar por efecto de la interacción que se establece entre los elementos que sobre ella operan. A través de estos cambios, en que ciertos grupos realizan sus capacidades de disposición -en tanto que a otros se les limita- emergen nuevos fenómenos que no encuentran explicación satisfactoria en las doctrinas clásicas sobre el poder. Estas relaciones configuran un conjunto de campos de batalla, a diferentes niveles, donde continuamente nacen y desaparecen esferas de poder.

La presencia de pequeños núcleos de poder popular, múltiples y relativamente independientes del Estado, han sido una realidad política en Colombia. Los oprimidos intentan “corroer” la soberanía estatal y el orden establecido con sus concepciones y sus prácticas, develando así que lo monolítico, lo pétreo de un poder que pretende mostrarse de una manera sólida, puede ser, cuando menos, frágil. Diversas organizaciones de base popular y movimientos sociales, a lo largo y ancho del país, todavía insisten en construir una alternativa desde sus territorios. Estos intentos toman muchas formas, algunas con reivindicación de su propio derecho que desconoce el del Estado, entre ellas Cabildos Indígenas (Anrup 2007, 179-193; Anrup 2011, 149-160; Anrup y Rudqvist 2013, 515-548; Jaramillo 2017, 167- 183), Comunidades de Paz (Anrup 2011, 133-148; Anrup y Español 2011, 153-169; Mouly y Garrido 2018, 245-277) y Zonas de Resistencia Campesina (Anrup 2013, 103-122). En efecto, contra el sistema dominante las formas de resistencia son múltiples: las marchas campesinas e indígenas, los paros cívicos, los bloqueos populares reclamando servicios y otros derechos, las protestas urbanas, los movimientos estudiantiles y de maestros, las luchas de los desplazados y de los afrocolombianos. Los tiempos dirán cuál será su capacidad de resistencia, adaptación y sobre todo su habilidad colectiva para articularse entre ellos y volverse los verdaderos pilares de un potencial proceso de futura transformación popular-emancipatorio. En todo caso, el costo de darle la espalda a estas contra-hegemonías populares, que muestran un poder a inventar sin referirse a un centro cualquiera, en nombre de un proyecto político nacional podría ser muy alto.

La resistencia popular produce fracturas puntuales y locales. La política es, al decir de Jacques Rancière (1995), 95-97, una actividad que tiene como racionalidad propia el desacuerdo. Toda concepción del derecho y de la justicia depende de esta racionalidad política, aun cuando el conflicto sea, a menudo, ocultado por la retórica del consenso que disfraza la radicalidad del desacuerdo. Rancière (1998, 251-252) señala que el consenso es la reducción de la política a la policía; la administración y regulación de la sociedad. La esencia de la política reside en los modos de subjetivación que conduce a un disenso que demuestra la diferencia en la sociedad. La política no puede ser concebida a partir de una “idealización” del Estado y la nación al estilo de la actual retórica alrededor de paz y reconciliación, al modo de una unidad, sino a través de la división. La verdadera justicia social no conlleva la unión sino todo lo contrario; la partición y la ruptura entre las clases que conforman la sociedad.

Una versión secularizada del “sacramento del perdón y la reconciliación”, popularmente llamado “sacramento de la penitencia o de la confesión”, que originalmente se refiere a la reconciliación del individuo consigo mismo y/o con Dios, se presenta ahora como una virtud cívica, “la concordia”, soslayando así los irreconciliables conflictos que separan a los grupos, los partidos y las clases sociales. La escenificación pública del perdón visualiza la culpa. Este “lenguaje del perdón” ha sido sometido a una crítica devastadora por parte de Ángela Uribe Botero (2017), 197-218 en el contexto colombiano. Parte de esta tendencia es el discurso de Rodrigo Londoño durante el acto de entrega de armas de las FARC-EP, el 27 de junio 2017: “Caminaremos por calles y plazas de Colombia llevando nuestro mensaje de concordia y reconciliación […]. Adiós a las armas, adiós a la guerra, bienvenida la paz.” En septiembre 2017 se dirige Rodrigo Londoño en una carta abierta a su “Excelentísimo Padre Francisco”:

Escribo humildemente a su Eminencia […] profundamente conmovido por su santa presencia en mi patria, cuyo pueblo tiene el privilegio de escuchar su palabra de fe, esperanza, alegría, amor, reconciliación y paz. Oí comentar a un sacerdote que San Francisco de Asís había sido entre sus seguidores el más parecido a Jesús, y que su Excelencia era el papa más parecido a ellos dos. He seguido con atención sus pasos y sus prédicas desde la llegada a mi país y puedo afirmar que esa afirmación es por completo cierta. Su palabra de luz llegó efectivamente a iluminar las tinieblas que por tanto tiempo han cubierto la vida de nuestra nación, Dios lo bendiga, Padre santo. […] Sus reiteradas exposiciones acerca de la misericordia infinita de Dios, me mueven a suplicar su perdón […] Soñamos con que Usted y su Padre sabrán comprendernos. […] Dios está con Usted, no hay duda. Rogamos porque en adelante esté siempre con Colombia. Porque su amor reporte la paz, la reconciliación y la justicia que tanto anhelan los hijos e hijas de esta patria. Desde su primer paso en mi país sentí que por fin algo cambiaría. Su devoto admirador, Rodrigo Londoño Echeverry (Timoleón Jiménez).

Un marxismo hegeliano ha dado paso a un hegelianismo católico; un socialismo metafísico ha dado paso a una reconciliación mística; el culto a Stalin ha dado paso al culto al Papa. La religión aparece aquí como centro y timón de la reconciliación. Las palabras de Londoño hacen recordar las de Hegel (1907, 5): “el espectáculo del pueblo recogido, miradas dirigidas al cielo, manos juntas, genuflexión, profundo suspiro, y la oración ardiente sumergirá irresistiblemente el corazón del espectador de un puro fervor.” La dialéctica hegeliana asegura la reconciliación; es la pacificación autoritaria de la guerra social. Cuando se considera la dialéctica a la luz de Hegel, se corre el riesgo de regresar al misterio cristiano de la reconciliación. Hablar de reconciliación en la Colombia de hoy, aunque se intente en cuanto discurso, disfrazar de “izquierda”, no es más que claudicar frente a la hegemonía cultural y el proyecto estatal. Este consiste en tratar de ocultar la división originaria de lo social con fórmulas como “los hijos e hijas de esta patria”, de buscar la totalidad reconciliada de la “nación” o la “patria”, y así negar la lucha de clases en favor de una noción cristiana de reconciliación fundada sobre el principio de moralidad. Parte de estas tendencias es un artículo de Gabriel Ángel (2017), mano derecha de Rodrigo Londoño, con el título “No es una clase social, es una clase de gente”. El autor afirma que: “No es una clase social la que dirige a Colombia, es una clase de gente, falsa, tramposa, ambiciosa, cínica. Merecemos una gente distinta, sincera, honesta…”. Sorprendente reducción de la política y del análisis del Estado a una cuestión de moral, que evidencia una incapacidad para comprender las clases sociales y el Estado como estructuras y sus relaciones como conexiones regulares, un sistema cuyos agentes son, en palabras de Marx, sus “portadores” (Träger). La perspectiva de Gabriel Ángel lleva, no al estudio de las coordenadas que determinan la distribución de los agentes en las clases sociales y las contradicciones entre estas clases, sino a la búsqueda de explicaciones basadas en lo moral y las motivaciones de conducta de los actores individuales. Sin embargo, no todos los integrantes de la FARC comparten la visión y la retórica de Rodrigo Londoño y Gabriel Ángel. El antiguo integrante de la Delegación de Paz de las FARC, Andrés París (Jesús Emilio Carvajalino), afirma cuando se le pregunta por el “perdón” y por la “reconciliación”: “Es una burla. Nos están incumpliendo, y mientras tanto nos siguen exigiendo perdones, y nosotros seguimos pidiendo perdón. […] Si le hubiéramos puesto al partido Comité de la Virgen Maria por la Paz, no nos habrían creído (Behar et al 2018, 144-145).

Ya Marx (1960), 21 denunció, en su Die Klassenkämpfe in Frankreich 1848-1850, la “confraternización y fraternidad universales. Complaciente abstracción de los antagonismos de clase, esta reconciliación sentimental de intereses de clase contradictorios, esta exaltación entusiasta por encima de la lucha de clases, esta fraternité”. Nos dice el filósofo alemán Ernst Bloch (1969), en su libro Thomas Münzer als Theologe der Revolution, que llega el instante en el cual no tiene sentido el sermón dirigido a los señores para que demuestren buena voluntad, ya que, o bien no la poseen, o la simulan para ganar tiempo. En este estudio del 1921, en el momento que las revoluciones en Alemania y Hungría han fracasado, se transforma Münzer y la Guerra de los Campesinos de Alemania del siglo XVI en un símbolo, un signo para revelar la necesidad de la figura del revolucionario. Bloch (1982, 1606) afirma, en un trabajo posterior, Das Prinzip Hoffnung, que en Marx, “Lejos se halla ya la «bondad poetificada», como Münzer la llamaba frente a Lutero, que, tan tierna siempre para los señores, condenaba toda violencia, siempre que no procediera de estos. E igualmente lejos se halla ya aquella especie inauténtica de espíritu conciliador que, después de Marx, se ha convertido y sigue convertido en parte de la masa gelatinosa de un perdón indiscriminado. Porque la finalidad de este espíritu conciliador es que no se tome ninguna decisión que pudiera ser desagradable para la clase de los señores.”

Del mismo tenor es la reivindicación de un pensamiento que, contra la concepción hegeliana del Estado como sede de armonía y reconciliación, considera la justicia como algo diferente a la ley (Derrida 2002, 16-25). El imperio de la diké, el principio de justicia, nunca es algo definitivamente logrado, sino un constante intento de superación de la adikía, la injusticia, la disyunción, lo trastornado o desquiciado (Guariglia 1964-1965, 144; Derrida 1995, 40-42, 1998, 384). Recordemos que con Hesíodo encontramos que la palabra diké se convierte en lema de una lucha social: las partes de un litigio dan y toman diké. Por eso la leyenda heroica divide el mundo de la guerra en dos bandos opuestos y complementarios presididos por díké e hybris; a todo guerrero “salvaje” opone un guerrero justo sentando el triunfo de diké sobre hybris (Loraux (2012), 167-168. Un aforismo de Heráclito (Nussbaum 2004, 51 y 126) dice que la justicia (diké) es contienda (éris)); por su parte, el comentario de Heidegger a este aforismo subraya la pertenencia recíproca (Zusammengehörigkeit) de la justicia y el conflicto (Derrida 1998, 410). Así mismo, tal como indica Derrida (2002, 92), tampoco el término pólemos (discordia o guerra) es extraño a todas las formas y las significaciones de diké. Esto explica por qué, en el contexto de su lectura de Walter Benjamin, en particular el texto Zur Kritik der Gewalt, Derrida (2002, 29 y 119), en su Force de loi, muestra que la justicia exige recurrir a la fuerza, implicándola, de manera inmanente en lo justo de la justicia. En su origen y en su fin, en su fundación y en su conservación, el derecho es inseparable de la violencia, inmediata o mediata. Derrida (2002, 89-90) insiste en que no es propiamente a la violencia criminal a la cual teme el Estado, sino que aquello a lo cual verdaderamente teme es a la violencia fundadora de derecho, esto es, a la que es capaz de justificar, de legitimar o de transformar y fundar relaciones de derecho:

Lo que teme el Estado, esto es, el derecho en su mayor fuerza, no es tanto el crimen o el bandidaje, incluso en gran escala, como la mafia o el narcotráfico, si trasgreden la ley con vistas a obtener beneficios particulares, por importantes que estos sean. El Estado tiene miedo de la violencia fundadora, esto es, capaz de justificar, de legitimar (begründen) o de transformar relaciones de derecho (Rechtverhältnisse), y en consecuencia de presentarse como teniendo un derecho al derecho. Esta violencia pertenece así por adelantado al orden de un derecho que queda por transformar o por fundar.

El Estado colombiano, enmascarando las condiciones irreconciliables del conflicto, pretende ser el resultado de una conciliación y armonización de intereses y de posiciones políticas, cuando en realidad es el resultado de la imposición de unos sobre otros. Como señala acertadamente Jean-François Lyotard (1983), 12, un caso de diferendo [différend] entre dos partes tiene lugar cuando el reglamento del conflicto que las opone se hace en el idioma de una de ellas, en tanto que el perjuicio de la otra no tiene significado en ese idioma. Se produce, entonces, un perjuicio cuando las reglas del género del discurso según las cuales se juzga no son los adecuados a los géneros del discurso juzgados (Lyotard 1983, 9). En este sentido, Lyotard (1992, 107-108) insiste en el carácter impositivo de la reconciliación sobre los diferentes discursos inconmensurables que circulan en la sociedad:

… experimenté, para mi sorpresa, aquello a lo que en el marxismo no se puede objetar y lo que hace cualquier reconciliación, incluso en teoría, un engaño: que hay varios géneros inconmensurables de discurso en juego en la sociedad, ninguno de los cuales pueden transcribir todos los demás; y, no obstante, uno de ellos al menos - capital, burocracia - impone sus reglas sobre los demás. Esta opresión es la única opresión radical, la que prohíbe a su víctima atestiguar contra ella. No es bastante con entenderla y ser su filósofo; también hay que destruirla.

Existen, según Lyotard, varios géneros de discursos inconmensurables que están en juego en la sociedad, sin embargo, uno de ellos impone sus reglas a los otros. Originalmente las partes (las FARC y el Gobierno) del conflicto colombiano interpretaban cosas muy diferentes con la palabra “paz”. De hecho, ninguna de las partes hablaba el mismo lenguaje y no tenían un objetivo común. Tal como dice San Agustín: Non ergo ut sit pax nolunt, sed ut ea sit quam volunt (No es que no buscan la paz, sino que cada uno quiere la suya). Un representante del Gobierno en las conversaciones preparatorias del diálogo de La Habana (probablemente se trata de Enrique Santos Calderón), citado en un artículo de análisis del Financial Times publicado en 2012 con el título On a perilous path to peace, lo expresa así: “It was tough to bridge the mental differences. At times it was as if we were speaking from different planets”. Sin embargo, a un año de haber firmado con el entonces presidente de la república, Juan Manuel Santos, el acuerdo final en el Teatro Colón, el líder de la FARC, Rodrigo Londoño, declaró en una entrevista con Caracol Radio: “Somos socios de esa empresa, la paz de Colombia, y esa paz tiene dificultades en este momento. Estamos remando en el mismo barco, tenemos que llegar a puerto seguro y eso no se va a poder si remamos en diferentes sentidos”. Ahora, lo que se ve con claridad es que si la tan mentada “paz” llega a puerto va a estar, como el gran pez en la novela de Hemingway El viejo y el mar, en espinas. “La paz con justicia social” se volvió la paz sin lo social y sin justicia, la paz de la desigualdad y la paz de los victimarios. Tal como dice Drucilla Cornell (1991), 1219: “Cuando no hay paz no deberíamos pretender que la hay”. Sería equivocado creer que la paz de las clases dominantes está dispuesta a renunciar a la violencia. La regla es el placer calculado del ensañamiento, por el cual se relanza sin cesar el juego de la dominación y se pone en escena una violencia meticulosamente repetida (Sandoval 2007). Alfonso Cano (2011), en una entrevista que concedió a un periodista español, poco antes de ser asesinado por orden de Juan Manuel Santos, señalo lo siguiente:

[…] en Colombia a la oposición democrática y revolucionaria, la asesina la oligarquía. La masacre de la Unión Patriótica es la muestra palmaria. A todo líder, a cualquier organización no oligárquica que amenace los poderes establecidos, lo asesinan o la masacran como parte de una estrategia oficial de Seguridad Nacional. Los poderosos la han instituido como característica de la cultura política y ahora la han incrustado en la concepción del Estado.

Al asesinato premeditado de Alfonso Cano cuando ya se encontraba en estado de indefensión, podía muy bien aplicársele la afirmación de Agamben (2001), 92:

De lo que no se dan cuenta los jefes de Estado, que se han lanzado con tanta diligencia a la criminalización del enemigo, es que esta misma criminalización puede volverse en cualquier momento contra ellos [...] el soberano, que ha consentido de buen grado en presentarse con el carácter de esbirro y de verdugo, muestra por fin ahora su originaria proximidad con el criminal.

La fundación del Estado no es un acontecimiento que se da en un momento histórico, sino que opera, continuamente, como decisión soberana sobre la vida de los ciudadanos a quienes puede dar muerte, elemento originario de la política occidental. El soberano es ley viviente -nomos empsychos- lo que significa que él no está obligado por la ley que lo constituye. La ley coincide en él con una anomia (a-nomos). El tratado de Diotógenes sobre la soberanía señala esta contradicción: “puesto que el rey tiene un poder irresponsable [archàn anypeúthynon] y es él mismo una ley viviente” (Delatte 1942, 39). Agamben (2003), 18-19 ha mostrado que soberana es aquella acción por la cual se puede matar sin cometer homicidio. El estado de excepción, en el que la nuda vita es a la vez excluida del orden jurídico y apresada en él, constituye el fundamento oculto sobre el cual reposa el sistema político.

No hay y no ha habido en ninguna parte, ninguna instancia, ninguna dialéctica hegeliana, que reduzca el diferendo. La reconciliación no dejará de ser, como dice Lyotard, un engaño, o con palabras de Kant, ein süsser Traum (un dulce sueño). Algunos ilusos pensaban que se podía llegar a tal reconciliación y justicia social por medio del diálogo. Pero ¿cuáles son las reglas de este diálogo? La rebelión persigue fines que van en contra de los intereses del Estado actual y en la medida en que persigue objetivos que son “intraducibles” al lenguaje del poder establecido, por más discusión, compromiso o exhortación que exista, no puede llegarse a un acuerdo verdaderamente genuino. Se trata, en realidad, en el caso del conflicto colombiano, de un diferendo: un conflicto entre posiciones en el cual todo consenso traiciona las reivindicaciones originales de, al menos, una de las partes. La desproporción, desigualdad o distorsión que la rebelión expone, y contra la cual se dirige, no puede zanjarse por un acuerdo entre las partes enfrentadas. No se resuelve porque los sujetos que la rebelión pone en juego no son entidades a las cuales se les ocurriera por accidente tal o cual daño o perjuicio, sino sujetos cuya existencia misma es el modo de manifestación de la desigualdad; de la ausencia de justicia social. Lo ha expresado con claridad Víctor Manuel Moncayo (2015), 77:

[...] más allá de las víctimas del conflicto armado, cualquiera que sea el arco temporal que se quiera cubrir, el horror una y mil veces descrito y sobre el cual pueden predicarse múltiples expresiones de perdón y reconciliación, no puede dejarse de lado la victimización igualmente dramática del orden social vigente que subyace al conflicto, que se mantiene y se reproduce.

La diferencia y el diferendo siempre permanecerán irreductibles, aun cuando sus sustentos, los resistentes, hayan sido suprimidos, en la vida o en la muerte. La tarea, entonces, consiste en detectar el diferendo, incluso allí donde se encuentra oculto bajo simples divergencias. Las llamadas divergencias son en realidad un profundo diferendo. No se trata de una simple divergencia entre las posiciones de las partes, sino que ciertas cosas no pueden entrar en el debate sin modificar las reglas del mismo. Lo intratable designará aquello fundamental que no puede ser puesto en común. Lo intratable es lo insoportable para el régimen imperante. Lo intratable, por cierto, remite a lo que los griegos designaban como aprakton, el efecto desafortunado, el sin-resultado de una práctica dada. Sin embargo, lo intratable no debe entenderse en términos exclusivamente negativos. El no-resultado del Acuerdo de Paz, es decir, su fracaso medido en relación con las transformaciones profundas que requiera la sociedad colombiana, va a servir para despejar e indicar precisamente lo intratable. Al mismo tiempo, es el motivo de donde toda resistencia obtiene su energía y muestra su poder de inventar nuevas formas de autonomía, sin referirse al Estado o a una “nación reconciliada”.

El consenso que ha impuesto el Acuerdo del Teatro Colón es alrededor de la productividad de la paz, de la seguridad, y de la sumisión y obediencia al Estado. El Acuerdo se funda en la violencia; tiene a la violencia a la vez como su origen y su conclusión. Sin embargo, ni la victoria ni la derrota reducen el diferendo. El signo de reconocimiento de la victoria del Estado consiste en una pretendida resolución de todo lo inconmensurablemente político en la unidad nacional. La totalización estatal es el momento pleno de la reconciliación. Se trata, en esa lógica, de someter a los resistentes a la reconciliación, a ese conjunto de procedimientos cuyo único fin es fabricar un consenso ahí mismo donde no lo hay. Sin embargo, la proyección del diferendo en reconciliación, en acuerdo y armonía, siempre será engañosa. La diké toma cuerpo en un conjunto de demandas del demos en su diferencia, disenso y diferendo con el orden dominante. Lo que se requiere es el tránsito de las demandas aisladas y heterogéneas a una demanda global, que no puede ser un término vacío y abstracto como “justicia”, o incluso “justicia social”, sino que tiene que ser concreta y a la vez capaz de funcionar como una universalidad que transciende su contenido particular. “La paz”, “la justicia social” y “la democracia”, no serían más que nombres puestos a un problema, abriendo el espacio a un trabajo que es de la política propiamente dicha.

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Recibido: 05 de Julio de 2019; Aprobado: 25 de Abril de 2020

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