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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.33 no.100 Bogotá July/Dec. 2020  Epub Apr 05, 2021

https://doi.org/10.15446/anpol.v33n100.93365 

Internacional

MUROS VISIBLES E INVISIBLES. LA MIGRACIÓN EN LAS RELACIONES ENTRE ESTADOS UNIDOS Y AMÉRICA LATINA*

VISIBLE AND INVISIBLE WALLS. MIGRATION IN RELATIONS BETWEEN THE UNITED STATES AND LATIN AMERICA

Diana Marcela Rojas1 

1Doctora en Ciencia Política de la Universidad de Paris-Est, Francia. Docente e investigadora del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales IEPRI, de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: dmrojasr@unal.edu.co


RESUMEN

La migración ha sido un asunto central en las relaciones de Estados Unidos con América Latina. A lo largo de las dos últimas décadas, los flujos migratorios hacia el norte se han transformado, cuantitativa y cualitativamente, dando lugar a un fenómeno complejo y diferenciado. El endurecimiento de la política de la administración de Donald Trump en este campo hizo aún más difícil la respuesta a los desafíos que la migración plantea tanto para la propia política doméstica estadounidense y de algunos países latinoamericanos, como para los vínculos interregionales. El artículo analiza la posición de esa administración a la luz de lo que denominamos la “política del muro”, compuesta de muros físicos y externos, y muros simbólicos e internos. Para ello, se presenta un panorama de la migración latinoamericana hacia Estados Unidos, se examinan las principales decisiones del gobierno Trump, y se establece su impacto en las relaciones hemisféricas.

Palabras claves: Relaciones Estados Unidos-América Latina; Migración; Gobierno Trump; Política migratoria; Seguridad; Fronteras

ABSTRACT

Migration has been a central issue in US relations with Latin America. Over the last two decades, migratory flows to the north have been transformed, quantitatively and qualitatively, giving rise to a complex and differentiated phenomenon. The hardening of the Donald Trump administration’s policy in this field made it even more difficult to respond to the challenges that migration poses both for the domestic politics of the United States and some Latin American countries, as well as for interregional ties. The article analyzes the position of that administration in the light of what we call the “wall policy”, composed of physical and external walls, and symbolic and internal walls. To do this, an overview of Latin American migration to the United States is presented, the main decisions of the Trump government are examined, and their impact on hemispheric relations is established.

Keywords: United States-Latin America Relations; Migration; Trump administration; Immigration policy; Security; Borders.

INTRODUCCIÓN

La migración ha sido un asunto central en las relaciones de Estados Unidos con América Latina. Su importancia radica no sólo en los montos de los flujos migratorios hemisféricos sino también en las consecuencias que el endurecimiento de la política estadounidense en este tema ha tenido sobre los vínculos interregionales y las políticas domésticas de varias naciones latinoamericanas.

Durante la administración Trump, la política en esta materia se fijó dos objetivos principales: de un lado, detener el flujo de migrantes que buscaban entrar a territorio estadounidense a través de la frontera sur, y de otro lado, restringir las posibilidades de adquirir un estatus legal permanente (asilo, residencia, ciudadanía) a quienes ya se encontraban viviendo allí. A esto lo denominamos la “política del muro”, haciendo referencia no solo a la valla física con la que Trump se propuso blindar la frontera con México, sino a los muros legales a través de los cuales se buscó cambiar los fundamentos de la legislación y de la tradición migratoria de Estados Unidos.

El discurso de Trump que estigmatizaba a los migrantes y con el cual justificaba su restrictiva política migratoria tuvo una gran acogida dentro de algunos sectores estadounidenses; esta resonancia no se explica sólo por razones económicas, como la competencia desleal que representaría los migrantes para los trabajadores nativos o la carga de los nuevos llegados para los servicios sociales; a éstas se agregaron los motivos de seguridad como el aumento en los índices de criminalidad y violencia, y la amenaza de atentados terroristas en las ciudades cometidos por grupos foráneos radicales; pese a su reiteración, la mayor parte de estos argumentos han sido refutados con estudios serios que dan cuentan de los beneficios que conlleva la migración, como se mostrará en este trabajo.

El discurso en contra de la migración tiene un componente identitario y étnico, que provendría de los cambios demográficos, así como de la ampliación de las brechas económicas y sociales que viene experimentando la sociedad estadounidense en los últimos años; tales trasformaciones, a su turno, han dado lugar a una profunda polarización política. La narrativa discriminatoria de Trump alentó a la población más conservadora, y a los movimientos supremacistas blancos, a expresar abiertamente sus convicciones promoviendo el rechazo a los migrantes y el odio racial.

No resulta casual que el éxodo latinoamericano hacia Estados Unidos haya sido el blanco principal de la política restrictiva y criminalizante del gobierno republicano. Su trágico protagonismo se debe a varias razones: la importancia que ha tenido la región en los flujos migratorios hemisféricos desde hace ya varias décadas, el peso y el dinamismo crecientes de la comunidad latina al interior de la sociedad estadounidense, así como el imaginario colectivo de diferenciación identitaria y hegemonía, construido a lo largo de dos siglos de relaciones interamericanas.

Para entender este fenómeno y su impacto en las relaciones entre la superpotencia y la región, este trabajo presenta, en primer lugar, un panorama de la migración latinoamericana hacia Estados Unidos; enseguida analiza las medidas adoptadas de la administración Trump en sus dos vertientes: como política de disuasión y como política de obstrucción. Finalmente, se plantean los efectos de tales medidas en los vínculos hemisféricos.

EL ÉXODO A LA TIERRA PROMETIDA

El fenómeno de la migración latinoamericana hacia Estados Unidos adquiere relevancia durante la segunda mitad del siglo XX, debido fundamentalmente a dos factores: de un lado, la expansión de la economía de la superpotencia después de la segunda guerra mundial demandó una gran cantidad de mano de obra nueva, estimulando la llegada de trabajadores provenientes del hemisferio. De otro lado, los cambios en la legislación migratoria estadounidense con la implementación de la Ley de 1965. Esta ley, que fue aprobada en la misma época que la ley sobre los derechos civiles, eliminó la Fórmula Nacional de Orígenes que priorizaba a las personas provenientes de Europa sobre otras nacionalidades; asimismo puso fin al sistema de cuotas que limitaba la cantidad de migrantes y refugiados y estableció mecanismos para el otorgamiento de visas basadas en las calificaciones profesionales y la reunificación familiar.1

En las décadas posteriores, la migración no autorizada se incrementó paulatinamente. Bajo la administración Reagan, la reforma migratoria de 1986 concedió una amnistía a cerca de tres millones de indocumentados, permitiendo su legalización, al mismo tiempo que estableció sanciones a quienes contrataran a inmigrantes no autorizados, y aumentó el control en las fronteras. El gobierno Clinton llevó a cabo una nueva reforma en 1996, que endurecía los requisitos legales para obtener el estatus migratorio; aumentó las penas para los migrantes que cometieran un delito y convirtió la deportación en una amenaza permanente; esta legislación, en lugar de resolver el problema. terminó por aumentar la población migrante indocumentada.

Con la llegada del nuevo milenio, el tema adquiere otro sentido, tornándose progresivamente fuente de amenazas y objeto de disputas partidistas. A partir de los ataques del 11-S de 2001 se desarrolló una tendencia a la criminalización de la migración no autorizada; bajo la administración de George W. Bush, la política migratoria pasó ser un asunto secundario a convertirse en uno de los temas centrales de la agenda. El atentado a las Torres Gemelas hizo que en el debate político se fueran amalgamando el tema migratorio con el terrorismo, la seguridad en la frontera y la ilegalidad (Golash-Boza, 2012). De este modo se construyó una narrativa negativa que terminó por prevalecer y prolongarse hasta la actualidad.

Esta trasformación se hizo patente en la plataforma del partido republicano de 2004 y la subsecuente reelección de Bush. En ella, la amenaza proviene del exterior, de los migrantes, ahora definidos como criminales y terroristas; de allí las demandas para reformar una legislación considerada demasiado laxa y establecer una política que mantuviera alejados a los terroristas, conservara los empleos para los estadounidenses e impidiera a los migrantes cruzar ilegalmente las fronteras Pese a que, bajo el gobierno de Bush, la reforma migratoria no se pudo llevar a cabo en el ámbito federal, el relato negativo si influyó en los cambios que se dieron a nivel local, en las legislaturas de los Estados (Arthur y Woods, 2017).

En la narrativa posterior al 11-S, se combinan pues tres elementos: en el primero se resalta la alteridad del migrante, creando una imagen de inmigrantes “no estadounidenses” (outsiders); en el segundo, se considera que los migrantes traen caos y desequilibrio a las comunidades a través del uso de drogas, los crímenes violentos o el robo de propiedades; el tercer elemento, los asocia al terrorismo definiéndolos como una amenaza para la seguridad nacional (Arthur y Woods 2017:13). Este relato permeó la opinión pública, y terminó haciendo carrera entre los sectores más conservadores del partido republicano. Ello ocurría al mismo tiempo que el fenómeno migratorio mismo se estaba transformando.

Panorama actual de la migración latinoamericana

De acuerdo con el CELADE (la División de Población de la CEPAL), el censo de 2010 registró cerca de 30 millones de latinoamericanos y caribeños residiendo en otros países; para el 2017 se presentó un ligero aumento. Esta cifra de emigrados equivale a aproximadamente el 4% de la población total de América Latina y el Caribe. México representa el 40%, con 12 millones de personas; le siguen Colombia, 3 millones, El Salvador y Cuba, 3 millones, cada uno2 (CEPAL, 2019:16).

Estados Unidos recibe alrededor de tres cuartas partes del total de la migración latinoamericana. Este porcentaje es aún mayor en el caso de México y Centroamérica. En 2015, 97% de los emigrantes mexicanos y 78% de los centroamericanos residían allí. Dentro de éstos últimos se destacan los países que conforman el llamado Triángulo Norte en donde Estados Unidos es el destino de 88.9% de los emigrantes salvadoreños, 86.6% de los guatemaltecos y 81.8% de los hondureños (Canales y Rojas, 2018:14).

Fuente: (CEPAL, 2019:20)

Gráfico 1 Principales destinos de los emigrantes latinoamericanos y caribeños (2010, porcentajes)  

Como lo muestra el gráfico 2, a partir de los años noventa se ha ido incrementando la participación de América Latina en los flujos migratorios hacia Estados Unidos3. En 1990, los inmigrantes en Estados Unidos procedentes de la Américas fueron 9.161.800, equivalente al 46,6% del total de la población migrante. Para el año 2000, los migrantes hemisféricos ascendieron a 16.916.400, esto es, el 54.4% del total de migrantes. En 2010, los migrantes de la región fueron 22.031.000, alcanzando el pico de participación en el conjunto de migrantes con el 55,1%. Los datos del 2018 muestran una población migrante originaria de las Américas de 23.340.300, con un leve descenso en la participación total, ubicándose en el 52,2%, comparado con los 13.957.100 millones de asiáticos, que representan el 31.2%, los 2.403.600 africanos, que son el 5.4%, y, por último, los 4.747.100 europeos que equivalen al 10,6% del total de migrantes en Estados Unidos.

Fuente: (MPI, 2019)

Gráfico 2 Población inmigrante en Estados Unidos por región de origen 1960-2018 

De acuerdo con el gráfico 3, los diez primeros países de emigración hacia Estados Unidos; para 2018 ellos representan el 57% del total de la población migrante. El primer lugar lo ocupa México, con el 25%. Los indios son el segundo grupo con el 6%, China y Filipinas representan el 5% cada uno. Le siguen El Salvador, Vietnam, Cuba y República Dominicana con el 3% cada uno; y Corea y Guatemala 2% cada uno (Bolter, 2020).

Fuente: (MPI, 2019)

Gráfico 3 Inmigrantes en Estados Unidos por país de origen 2018 

Fuente: (MPI, 2019)

Gráfico 4 Inmigrantes latinoamericanos en Estados Unidos 2018 (todos) 

Fuente: (MPI, 2019)

Gráfico 5 Inmigrantes latinoamericanos en Estados Unidos 2018 (sin México) 

Por su parte, la migración latinoamericana ha contribuido a cambiar el panorama demográfico en Estados Unidos. Los inmigrantes y sus hijos nacidos en los Estados Unidos ahora suman aproximadamente 90 millones de personas, esto es el 28 por ciento de la población general de Estados Unidos.

De acuerdo con el Pew Research Center, la población de origen hispanoamericano pasó de 47.8 millones en 2008 a la cifra récord de 60 millones en 2018, lo que representa el 18% de la población total del país (gráfica 6). Esto significa que es el segundo grupo étnico de mayor crecimiento después de los asiático-americanos. El 60% de todos los latinos es de origen mexicano (36.6 millones), le siguen los puertorriqueños con 5.6 millones, y luego los salvadoreños, cubanos, dominicanos, guatemaltecos y colombianos, con más de un millón cada uno. No obstante, los inmigrantes son una proporción cada vez menor del conjunto de la población latina; en 2017 esa proporción disminuyó al 33% en 2017, en comparación con el 40% en 2007, debido en parte a la desaceleración de la migración internacional proveniente de la región (Krogstad y Bustamante, 2019).

Fuente: (PRC, 2019c)

Gráfico 6 Evolución de la población hispana en Estados Unidos (en millones) 

Los hispanos se han convertido así en la primera minoría étnica de los Estados Unidos y progresivamente van aumentado su capacidad para influir en las decisiones colectivas. Para las elecciones presidenciales de 2020 se calcula que más de 23 millones de inmigrantes estadounidenses podrán votar4, lo que representa aproximadamente el 10% del electorado general de la nación; de esos, el 34% corresponde a los hispanos, esto es, 7.5 millones (Budiman, Bustamante, y López, 2020). Esta población latina es decisiva en estados clave para la elección como New York, Florida, California y Texas (PRC, 2020).

La migración no autorizada

En cuanto a la migración ilegal, de acuerdo con el Pew Research Center, en 2017 el número de migrantes no autorizados en Estados Unidos era de 10.5 millones, equivalente al 23% del total de la población nacida en el extranjero5 (gráfico 7). Aproximadamente la mitad de todos los inmigrantes no autorizados residían en tres estados: California (27%), Texas (14%) y Nueva York (8%).

Fuente: (PRC, 2019b)

Gráfico 7 Inmigrantes no autorizados sobre el total de población nacida en el extranjero 2017 

Como se muestra en el gráfico 8, pese a la insistente narrativa de Trump acerca de la amenaza que representa, la inmigración irregular ha venido decreciendo en la última década. Asimismo, México ya no es el principal país de origen de este tipo de migración.

Fuente: (PRC, 2019a)

Gráfico 8 Evolución de la población migrante no autorizada (en millones) 

En 2016 había 10.7 millones de inmigrantes no autorizados en territorio estadounidense, una disminución del 13% desde un pico de 12.2 millones en 2007. Este declive en el lapso de una década se debió a la disminución de migrantes provenientes de México, incluso a medida que aumentaron los números de El Salvador, Guatemala y Honduras. No obstante, México sigue siendo el país de origen de aproximadamente la mitad de los inmigrantes no autorizados. A diferencia de lo que muchos creen, la mayor parte de los inmigrantes indocumentados no eran personas que habían ingresado ilegalmente al país, sino que habían llegado legalmente y luego se quedaron sin visa (Gramlich, 2019).

Los migrantes latinoamericanos trabajan principalmente en los sectores de la agricultura, la construcción y el servicio doméstico, y suelen tener bajos niveles educativos. Pese a la insistencia de Trump en acusarlos de quitarle los empleos a los trabajadores de su país, un sondeo señala que tres cuartos de los encuestados opinan que los nuevos llegados ocupan trabajos que los ciudadanos estadounidenses no quieren (Krogstad, 2020).

En la relación con las causas de la migración latinoamericana hacia Estados Unidos, en primer lugar, se encuentra la búsqueda de empleo y condiciones económicas más adecuadas. Le sigue la reunificación familiar, que implica el traslado de los parientes cercanos al país en el que reside el migrante. Los desastres naturales, como terremotos o huracanes han sido otra de las causas, como en el caso de Haití y Honduras. Más recientemente, y particularmente en Centroamérica y México, los contextos sociales caracterizados por altos niveles de conflictividad y violencia han generado flujos migratorios en busca de seguridad y mejores condiciones de vida. A estas motivaciones se suman los efectos del colapso estatal como en el caso de Venezuela.

Las tendencias actuales de la migración latinoamericana hacia el norte muestran que se trata de un fenómeno cambiante y complejo. El ritmo de crecimiento de la población migrante ha disminuido en los últimos años; el número de migrantes no autorizados habría empezado a disminuir: “la composición de la población nacida en el extranjero también está cambiando: los recién llegados a los Estados Unidos tienen más probabilidades de ser de Asia y menos de otras regiones del mundo, y en promedio tienen más educación que las generaciones anteriores” (Bolter, 2020).

Pese a la evidencia, todavía prevalece la percepción de que la mayoría de inmigrantes son irregulares cuando se trata justamente de lo contrario:

“los inmigrantes legales representaron aproximadamente las tres cuartas partes (76%) de todos los inmigrantes en 2016. En una encuesta realizada en junio de 2018, solo el 45% de los estadounidenses dijeron correctamente que la mayoría de los inmigrantes están en el país legalmente. Alrededor de un tercio de los adultos estadounidenses (35%) dijo incorrectamente que la mayoría de los inmigrantes están en el país ilegalmente, mientras que el 6% dijo que aproximadamente la mitad de todos los inmigrantes están aquí ilegalmente y la mitad legalmente. Otro 13% no dio una respuesta” (Gramlich, 2019).

La narrativa demonizante de la migración que mantuvo Trump a lo largo de su mandatado sin duda contribuyó a mantener esta percepción tergiversada del fenómeno en la opinión pública.

Si bien esta visión negativa de la migración ha venido haciendo carrera de tiempo atrás, durante la campaña presidencial de 2016 el entonces candidato republicano supo capitalizar estos temores con el fin de consolidar su base electoral. Un estudio mostró que una de las motivaciones para votar por Trump fueron los sentimientos negativos hacia las minorías étnicas y los inmigrantes, incluso por encima de la filiación partidista (Hooghe y Dassonneville, 2018).

LA POLÍTICA MIGRATORIA DE TRUMP

Las políticas del gobierno Trump en materia migratoria se plantearon dos objetivos centrales: el primero, dificultar el cruce de la frontera sur a los nuevos llegados, y, el segundo, volver más estrictos y restrictivos los requisitos y procedimientos para la legalización del estatus migratorio de quienes que ya se encontraban en territorio estadounidense.

El primer propósito se expresó en la promesa de construir un muro en la frontera con México, y en el despliegue de una estrategia de externacionalización de los controles migratorios. El segundo objetivo se manifestó en las tentativas de terminar con el programa DACA y el TPS, así como en los cambios en la legislación para limitar el otorgamiento de visas, endurecer las condiciones para obtener el estatus legal, y agilizar las deportaciones.

La contención en la frontera

Trump convirtió el muro en un símbolo político; significaba que era posible erigir en la frontera una muralla que impidiera la invasión de las “hordas bárbaras”, provenientes de países pobres y violentos. Se trató de un imaginario implícito que se fue configurando desde que el candidato republicano en la campaña de 2016 calificara a los mexicanos migrantes de violadores, criminales y narcotraficantes, y que se afianzó en los relatos que presentaban las caravanas de centroamericanos como amenazantes mareas de marginados que venían a acabar con el modo de vida estadounidense (Davis y Shear, 2019).

El mandatario republicano prometió construir un muro en la frontera de 3200 kilómetros, insistiendo en repetidas ocasiones que México pagaría por él a través del aumento de las tarifas de cruce y los aranceles del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte). El gobierno mexicano rechazó desde el principio esa opción.

La oposición a esta iniciativa también ha sido interna; el congreso estadounidense rechazó reiteradamente las solicitudes de financiación del muro. Finalmente, en febrero de 2019 aprobó 1.375 millones de dólares, una cifra que quedaba muy lejos de los 5.700 que el Ejecutivo había pedido. En respuesta, el presidente Trump declaró el estado de emergencia nacional para acceder a nuevos fondos.6 Este recurso haría posible “desviar 6600 millones de dólares en otras partidas presupuestarias de los Departamentos del Tesoro y de Defensa” (BBC, 2019a). Una decisión judicial bloqueó temporalmente esta desviación de fondos. Finalmente, el Ejecutivo aprovechó la crisis de la pandemia en los primeros meses de 2020 para acelerar las tareas del muro fronterizo.

Junto con el muro, Trump ordenó militarizar la frontera sur; entre 2018 y 2019 se desplegaron efectivos militares en la zona y se intensificó la cooperación militar con México; como resultado, las detenciones aumentado sustancialmente; mientras en 2018 se detuvieron 521.090 personas, en 2019 las capturas casi se duplicaron, llegando a 977.509 (CBP, 2020).

Dentro de las medidas mano dura con la migración, en 2018 la administración puso en marcha una política de “tolerancia cero” que implicó separar a niños de sus padres inmigrantes en la frontera. Hasta entonces, el primer cruce ilegal se consideraba una infracción administrativa, pero con las nuevas disposiciones pasó a ser un delito federal, por lo que los indocumentados debían enfrentar un proceso penal. Esto implicaba que los menores que llegaban con sus padres fueran considerados como no acompañados y su custodia quedara en manos del Departamento de Salud y Servicios Sociales de Estados Unidos; éste a su vez decidía si enviaba a los menores a la casa de un familiar, a hogares de acogida o a refugios. La medida buscaba disuadir a las familias provenientes de Centroamérica de incorporarse a las caravanas debido a la amenaza de perder a sus hijos a su llegada a la frontera (BBC, 2018). La separación de cerca de 2000 niños de sus padres suscitó agudas críticas nacional e internacionalmente; luego de varias demandas ante los tribunales, en junio de 2018 la Corte Suprema ordenó detener esta práctica.

Asimismo, el Ejecutivo desplegó una estrategia de externalización de fronteras7con sus vecinos del sur. Con México se valió de la fuerte interdependencia entre las dos economías para presionar la adopción de una política de contención de la migración centroamericana. Con los países del triángulo norte, además de la amenaza de medias económicas de retorsión, se empleó la zanahoria de la ayuda externa afín de que sus gobiernos adoptaran políticas que disuadieran a los potenciales migrantes a quedar en el país.

Simultáneamente, Trump amenazó con imponer aranceles a las exportaciones provenientes de México. En respuesta, el gobierno de Manuel López-Obrador (AMLO) aumentó los controles y desplegó 6 000 efectivos de la recién creada Guardia Nacional en la frontera con Guatemala; ese número se incrementó hasta llegar, a finales de 2019, a los 25.000 guardias desplegados a lo largo del territorio mexicano. En esta ofensiva se multiplicaron los operativos de control, así como las detenciones y las deportaciones masivas. En 2019, las autoridades mexicanas deportaron al 98.6% de las personas que entraron al país. De un total de 179.971 migrantes 151.567 era originarios de Centroamérica; 7.180 cubanos, 3.659, haitianos, 7.201 africanos, 6.205 asiáticos y 2.237 sudamericanos (Guzmán, 2020).

La migración desde el Triángulo Norte

Es de señalar aquí brevemente que, si bien los flujos migratorios provenientes de Centroamérica no son nuevos, el fenómeno ha adquirido nuevas dimensiones. De acuerdo con el Migration Policy Institute (MPI), “entre 2012 y 2016, aproximadamente 1.65 millones (15%) de los estimados 11.3 millones de inmigrantes no autorizados en Estados Unidos provenían de la subregión. Los países que enviaban un mayor número de dichos inmigrantes fueron El Salvador (655,000), Guatemala (525,000) y Honduras (355,000)” (Bolter, 2020).

El aumento de centroamericanos que se dirigen a Estados Unidos contrasta con el descenso en el número de migrantes mexicanos en los años recientes. En 2014 la cantidad de detenciones de centroamericanos en la frontera sur de Estados Unidos fue de 238.000, en 2019 ascendió a 590.000 (BBC, 2020a). A la agudización del fenómeno ha contribuido el aumento en número y frecuencia de las caravanas provenientes del Triángulo Norte, una serie de éxodos iniciados en octubre de 2018.

“Caracterizadas por la reunión de grandes números de personas (con presencia de familias con niños pequeños, menores no acompañados y mujeres embarazadas), las caravanas constituyen conjuntos de migrantes que, en lugar de la clandestinidad, buscan hacerse notar y enfrentar colectivamente la defensa de su derecho a la movilidad. Esta nueva modalidad migratoria sugiere la adopción consciente de una estrategia de protección y visibilización. Ante la situación de inseguridad y rechazo por parte del Estado, así agrupados los migrantes evitan pagar grandes sumas de dinero a coyotes y polleros y se vuelven menos vulnerables a los delitos y violaciones de sus derechos e integridad” (Bobes, 2019:76).

El perfil de los migrantes centroamericanos también cambió; tradicionalmente, migraban sobretodo hombres adultos, más recientemente predominan las familias y los menores no acompañados; mientras en 2013, la cifra de familias detenidas en la frontera entre Estados Unidos y México fue del 4%, en 2019 las detenciones se elevaron al 56%. A su vez, la cantidad de menores de edad no acompañados retenidos fue del 14% en 2018 (Selee y et al., 2019:12-13).

El incremento de migrantes del Triángulo Norte se debe a una explosiva mezcla de factores que incluyen violencia extrema, pobreza, sequías y deterioro de las condiciones políticas y económicas en estos países. A su turno, tales flujos han cambiado la visión y la experiencia que sobre la migración tenía la sociedad mexicana hasta hace poco; de ser mayoritariamente un lugar de tránsito hacia el norte se trasformó en un territorio de acogida, y de un país de emigración pasó a ser uno de inmigración. El gobierno mexicano se ha visto pues obligado a adoptar políticas restrictivas, así como procedimientos para la acogida de migrantes. El número de solicitudes de asilo en México por parte de centroamericanos se incrementó sustancialmente pasando de 1.000 en 2013 a 32.000 en 2019 (Selee y et al., 2019:16).

Además de las medidas policivas de contención, de tiempo atrás también se ha apelado a una estrategia de largo plazo; a través de la ayuda al desarrollo se ha intentado atender las causas de la migración irregular en la región. En 2014, el gobierno Obama lanzó la U.S Strategy for Engagement in Central America, con el fin de trabajar con los gobiernos centroamericanos en la mejora de sus condiciones de seguridad, gobernanza y prosperidad. En 2015 el congreso aprobó un paquete de asistencia para la subregión por $750 millones de dólares, en cual se enmarcó en el plan Alianza para la Prosperidad. Los recursos se condicionaron al cumplimiento con estándares de derechos humanos y lucha contra la corrupción (Haugaard, 2016). No obstante, en marzo de 2019, la administración Trump suspendió la mayor parte de la ayuda para el Triángulo Norte alegando su ineficacia para detener el flujo de migrantes y solicitantes de asilo de la región. (Meyer 2019). En oposición a la decisión del Ejecutivo, en julio, la Cámara de Representantes, de mayoría demócrata, aprobó la Ley de Participación Mejorada del Triángulo Norte-EE.UU (HR, 2615), designando 577 millones de dólares en asistencia para el año fiscal 2020.

En septiembre de 2019, el gobierno de López Obrador lanzó el Plan de Desarrollo para Centroamérica. Con esta estrategia se buscó obtener el respaldo financiero internacional para promover programas de desarrollo en el sur de México, Guatemala, El Salvador y Honduras, que ayuden a prevenir la migración. Los compromisos incluyen, por parte del gobierno mexicano, una inversión de 5.000 millones de dólares en el sur del país, la promoción de dos megaproyectos en el sur-sureste: el Tren Maya y el Corredor Transístmico. Por parte de Estados Unidos, se prometió una ayuda por 5.800 millones de dólares para reformas institucionales y desarrollo económico en el Triángulo Norte; y la organización de una conferencia de donantes internacionales (ONU, 2019).

México lleva ya dos décadas implementando distintos planes y programas para hacerle frente a la migración: el Plan Sur del gobierno Fox (2000-2006), el Programa Frontera Sur con Enrique Peña Nieto (2012-2018); y ahora el Plan de Desarrollo Integral del actual gobierno. A su llegada a la presidencia, López Obrador prometió una política de solidaridad y puertas abiertas con los inmigrantes; se buscaba promover un manejo alternativo que atendiera las principales causas de la migración centroamericana a través de una estrategia de desarrollo regional; sin embargo, los fuertes vínculos económicos y la presión de Washington han terminado por alinear su con la postura antiinmigrante y la política represiva de la administración Trump.

El asilo en retroceso

El tema de asilo ha sido otro de los asuntos en los que se ha enfocó la política de contención en la frontera. A excepción de los cubanos, la mayoría de latinoamericanos que buscan refugio en Estados Unidos aplican como solicitantes de asilo; de acuerdo con la Agencia de Aduanas y Protección Fronteriza (U.S.Customs and Border Protection, CBP por sus siglas en inglés), el número de solicitudes en la frontera suroeste aumentó en casi un 70% entre 2017 y 2018. Mientras en 2017 se presentaron 55.584, esa cifra se elevó a 92.959 requerimientos en 2018. Ante ese aumento, la administración cerró los puertos de entrada a los solicitantes en una práctica conocida como “medición” (o “gestión de colas”); este proceso, que empezó bajo el gobierno Obama, restringe la cantidad de migrantes que pueden pedir asilo diariamente. Usualmente quienes llegan a la frontera son rechazados y deben esperar meses en México solo por la oportunidad de comenzar el proceso (AIC, 2019).

Como parte de la estrategia para impedir a los migrantes centroamericanos pedir asilo en Estados Unidos, Washington presionó a sus vecinos del sur a firmar acuerdos de “tercer país seguro”. En ellos, quienes migren hacia territorio estadounidense desde Centroamérica tendrían que pedir asilo primero en México o en Guatemala.8 El gobierno mexicano se ha rehusado reiteradamente a suscribir este tipo de convenios.

Sin embargo, en enero de 2019 se implementaron los “Protocolos de Protección de Migrantes” (MPP), conocido como el programa “Permanecer en México”. A través de este plan, los solicitantes de asilo son devueltos a este país para “esperar fuera de los Estados Unidos mientras duren sus procesos de inmigración, donde México les proporcionará todas las protecciones humanitarias apropiadas durante la duración de su estadía” (DHS, 2019). Pese a la retórica del gobierno de AMLO, estos protocolos lo convierten de facto en un “tercer país seguro”.

Al tergiversar lo que originalmente fue concebido como una medida de protección internacional a las personas refugiadas, Trump reforzó su política antimigratoria; los acuerdos de tercer país seguro lo que hacen en realidad es formalizar la condición de estas naciones como “estados tapón”, en los que ni los migrantes ni sus propios ciudadanos están seguros. (Lajtman y et al., 2019). Así, el muro ya no es solo una barrera física ubicada en la frontera, sino la referencia a un dispositivo extraterritorial de control y contención de la población migrante.

Los muros invisibles

Si el primer propósito de la política migratoria de Trump fue el de impedir el cruce de nuevos llegados en la frontera sur, el segundo gran objetivo consistió en restringir la opción de regularizar a los migrantes que viven de tiempo atrás en Estados Unidos y expulsarlos.

Este objetivo se persiguió tratando de anular las medidas adoptadas por las administraciones anteriores. Fue el caso del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (Deferred Action for Childhood Arrivals DACA), establecido en 2012 por el gobierno Obama a través de una orden ejecutiva; se trata de una disposición de carácter temporal que protege de la deportación a personas indocumentadas que llegaron a Estados Unidos cuando eran niños. El estatus es renovable y se otorga por dos años. Cerca de 800.00 jóvenes se han acogido al programa, la gran mayoría de origen mexicano seguidos por centroamericanos, suramericanos y caribeños. Los beneficiarios, conocidos como dreamers, reciben permisos de trabajo temporales, licencias de conducir y un número de seguridad social. DACA, sin embargo, no establece una vía para obtener la ciudadanía.

En septiembre de 2017 el gobierno Trump dio por terminado el programa. El fiscal general de entonces, Jeff Sessions, consideró DACA como “un ejercicio inconstitucional de autoridad por parte del Poder Ejecutivo”, que otorgaba una amnistía a los migrantes no autorizados, significaba una competencia desleal para los trabajadores estadounidenses y fomentaba la llegada de menores de edad. (Dickerson 2019). Numerosas acciones fueron interpuestas ante los tribunales para mantener el programa; en junio de 2020 la Corte Suprema de Justicia, en una decisión ajustada (5-4), falló en contra de la orden de la Casa Blanca al considerarla “arbitraria y caprichosa” (Liptak y Shear, 2020).

De otra parte, el gobierno Trump continuó con la política de deportaciones de la administración anterior. En sus dos mandatos, Obama (2009-2017) deportó más de 2.7 millones de indocumentados, el 40% de ellos sin antecedentes criminales. En 2019 se implementó un sistema exprés de deportaciones. Las nuevas disposiciones permitieron expulsar de manera expedita a cualquier migrante indocumentado que no pudiera demostrar que lleva en el país dos años ininterrumpidos, sin necesidad de procesos jurídicos. Con ello se pretendía descongestionar los tribunales de inmigración, que tenían pendientes la revisión de más 900.000 casos (Laborde, 2019).

La política restrictiva no apuntó solo a los migrantes no autorizados sino a aquellos que estaban legalmente en el país. En 2018, la Casa Blanca anunció la decisión de poner fin al programa TPS9, lo que afectaba a 263.000 salvadoreños, 86.000 hondureños, 58.000 haitianos, y 5.300 nicaragüenses. La terminación del TPS para Nicaragua estaba prevista para enero de 2019, para Haití en julio de 2019, para El Salvador en septiembre y para Honduras en enero de 2020; sin embargo, tribunales federales suspendieron la orden presidencial. Debido a la crisis generada por el Covid 19, el servicio de migración anunció que el TPS para estos países se extendía hasta el 4 de enero de 2021 (USCIS, 2020).

Ante la crisis humanitaria y el éxodo de venezolanos en el hemisferio, la respuesta del gobierno Trump fue igualmente restrictiva. Pese a los proyectos de ley presentados en el Congreso para otorgar el TPS, la Casa Blanca se negó a respaldarlos; tampoco apoyó las iniciativas para aumentar el número de asilados de Venezuela (HRW, 2019). De acuerdo con la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados, en 2020, la cifra total de migrantes venezolanos superaba los 5 millones. La mayoría de ellos se encontraban en Suramérica, siendo los principales receptores Colombia, Perú, Chile, Argentina, Ecuador y Brasil. De las cerca de un millón de solicitudes de refugio, tan solo 109.000 se presentaron en Estados Unidos (ACNUR, 2020).

El cerco en contra de quienes ya residen en territorio estadounidense se fue estrechando con disposiciones adicionales. En 2019 se adoptó una nueva regulación que establece que aquellos migrantes que tiene visas temporales y aspiran a conseguir el estatus legal de residentes permanentes a través de la Green Card deben ser “autosuficientes”. Estas medidas permiten a los funcionarios migratorios considerar variables como la edad, salud, estatus familiar, bienes, recursos financieros y nivel de educación a la hora de otorgar la residencia. Se buscó con ello disuadir a los migrantes autorizados de recurrir a los programas de asistencia pública, como los cupones de alimentación o los subsidios para vivienda. (Sullivan y Shear 2019).

Washington aprovechó la crisis del Covid-19 para avanzar en la ofensiva en contra de la migración. La pandemia sirvió como justificación para el cierre de la frontera sur y la limitación de los derechos de los migrantes. El gobierno suspendió los permisos de residencia (green cards) que se piden desde el extranjero y ordenó la congelación de las visas de trabajo H-1B, H-2B, J1 y L hasta diciembre de 2020. Se estima que tales medidas afectarían a medio millón de personas (BBC, 2020b). Trump justificó esta decisión señalando que ayudaría a crear empleos para los estadounidenses afectados por la crisis.

Por su parte, la Corte Suprema, de mayoría conservadora, respaldó varías de estas medidas restrictivas. Fue el caso del dictamen que establecen que los solicitantes de asilo no pueden apelar ante los tribunales federales, lo que refuerza el proceso de “deportación expedita” que el Ejecutivo implementó (Laborde, 2020).

¿Y los resultados?

Un balance de la política migratoria de Trump muestra que fue más eficaz en términos de la contención de nuevos llegados en la frontera con México que en la restricción de los migrantes ya instalados en el país. Los resultados mesurables se establecen a través de tres variables: las capturas en la frontera, los arrestos en suelo estadounidense y las deportaciones.

De acuerdo con un estudio del Pew Research Center, el número de capturas en la frontera sur se duplicó, pasando de 396.579 en 2018 a 851.508 en 2019 (Gramlich, 2020). La mayor parte de ellas fueron de personas que viajaban en familia, seguida por adultos solteros. Este incremento de las detenciones se presenta al mismo tiempo que aumenta el número de solicitantes de asilo. A estos datos se suma el crecimiento de las detenciones en la frontera sur de México, que llegaron a 811.016 personas hasta agosto de 2019 (BBC, 2019b). En cuanto a los arrestos de los inmigrantes no autorizados al interior del territorio estadounidense, el número aumentó el 30%: mientras en el 2017 se dieron 110.104 arrestos, para 2019 fueron 143.099; no obstante, las cifras siguen siendo mucho menores que durante el primer mandato de Obama (297.898 arrestos en 2009).

Pese a sus promesas de campaña de deportar a 3 millones de indocumentados en los dos primeros años de su mandato, Trump estuvo muy por debajo del récord establecido por el gobierno de Obama.10 En el 2018 hubo un incremento del 17% en el número de deportados comparado con el año anterior, alcanzando la cifra de 337.287 (Gramlich, 2020). Ello se explica en la complejidad de los procedimientos establecidos por la ley, la sobrecarga que experimentan las agencias responsables, así como por el activismo de las organizaciones sociales para oponerse a las decisiones gubernamentales en los tribunales.

EL IMPACTO EN LAS RELACIONES HEMISFÉRICAS

Dada la lógica diferencial que tiene el fenómeno de la migración latinoamericana hacia Estados Unidos, los efectos de la política del gobierno Trump en la región fueron igualmente variables. La cercanía geográfica, así como el tamaño de los flujos poblacionales, hacen que el grado de afectación sea mucho mayor para México, los países centroamericanos y el Caribe. No obstante, la “política del muro” no solo impactó directamente sobre los migrantes y sus comunidades de origen, sino que tuvo implicaciones políticas y simbólicas en el conjunto de las relaciones hemisféricas.

El impacto económico fue considerable debido a la afectación de las remesas, un importante rubro sobre todo en las economías centroamericanas; regiones enteras dependen de los recursos que mandan los migrantes a sus familias. Las remesas enviadas desde hacia América Latina en 2018 alcanzaron los 86.060 millones de dólares; Centroamérica recibió el 25,8%, alrededor de 22.176 millones, y México el 38,9 %, (el 95% procedente de Estados Unidos). En 2019, los envíos de los migrantes de Honduras ascienden a 4,883 millones de dólares, representando cerca del 20% del PIB. El Salvador recibe por remesas 5.469 millones, que representan el 18% del PIB, y Guatemala 9.288 millones que equivalen al 11% del PIB (Lajtman y et al., 2019).

La migración ha sido una vía de escape a la incertidumbre social y económica que prevalece en países con altos niveles de pobreza y desempleo; el cierre de las fronteras hace más desesperada la situación de estas poblaciones y presiona la capacidad de estados que ya viven en condiciones de fragilidad. Las deportaciones masivas revelan las limitaciones institucionales para reintegrar a los retornados, mientras que la separación forzada de las familias tiene consecuencias psicológicas y sociales para los individuos y las comunidades (Ramos, 2018).

Asimismo, la represión en la frontera elevó el costo de los cruces fronterizos, beneficiando a carteles y pandillas, encareciendo el costo de los cruces, y aumentando los niveles de criminalidad y violencia en la subregión (ICG, 2018). Por ejemplo, las deportaciones de delincuentes después de haber cumplido su condena en la cárcel ayudaron a establecer MS-13 y las pandillas de la calle 18 en Centroamérica.

En la implementación de su política de externalización de las fronteras Washington obligó a México y a los países del Triángulo Norte a cambiar sus propias políticas migratorias; ello no solo ha presionado su capacidad institucional y los recursos públicos disponibles, sino que contribuyó a crear divisiones internas tanto sobre el tema de la migración como acerca del ejercicio de la soberanía nacional.

A su vez, la narrativa negativa sobre la migración que se ha ido arraigando en las dos últimas décadas, ha tenido un efecto menos tangible pero más profundo en las relaciones hemisféricas. Estados Unidos ha dejado de ser la tierra de acogida y de oportunidades para todos; se trata del abandono del “sueño americano” que marcó las aspiraciones de varias generaciones de emigrantes latinoamericanos.

La retórica agresiva, nacionalista y xenófoba de Trump se tradujo en una pérdida de prestigio y de confianza en el ejercicio de la hegemonía, una disminución del “poder blando”, el deterioro de la imagen de Estados Unidos como una potencia benevolente. En la región se reforzó la percepción de que la superpotencia vuelve a privilegiar el garrote por encima de la zanahoria en la relación con sus vecinos.

En general, la percepción que tiene los latinoamericanos sobre Estados Unidos desmejoró durante la presidencia de Trump. Según los datos del Latinobarómetro 2017, en su primer año, el mandatario tuvo una evaluación promedio de 2.7 en escala de 0 a 10 en los 18 países de la región, comparado con Obama, quien obtuvo 7 puntos al inicio de su administración. Los países que peor calificaron al presidente Trump ese año fueron México (1.6) y Uruguay (1.7), mientras que el país con la mejor apreciación fue Paraguay con 4.1. (Latinobarómetro 2017).

De acuerdo con la encuesta del Pew Research Center del 2019, la percepción del gobierno Trump fue predominantemente desfavorable. La imagen de Estados Unidos como país tiene un 56% de favorabilidad en Brasil, de 41% en Argentina y de 36% en México. 11 Sin embargo, el nivel de aceptación baja notablemente cuando se pregunta sobre el nivel de confianza en que el presidente Trump haga lo correcto en lo correspondiente a los asuntos mundiales: en Brasil la cifra cae al 28%, en Argentina al 22%, y en México se desploma al 8%. En comparación, en 2015 la confianza en el presidente Obama fue de 63% en Brasil, 40% en Argentina y 49% en México.

En cuanto a la opinión internacional sobre las principales políticas del gobierno Trump, aquellas que afectan directamente a la región son globalmente impopulares; el 68% a nivel mundial desaprueba el aumento de los aranceles como medida comercial retaliatoria (85% en México, 74% en Brasil y 68% en Argentina); el 60% está en desacuerdo con la construcción del muro den la frontera sur (90% en México, 76% en Brasil y 82% en Argentina), y el 55% no aprueba la política migratoria restrictiva (60% en México, 57% en Brasil y 62% en Argentina (Wike et al., 2020).

Además, la política migratoria de Trump fue un pésimo ejemplo para los países de la región que más se ven afectados por la actual crisis humanitaria. A las dificultades que enfrentan los gobiernos y las sociedades latinoamericanas para integrar a los centroamericanos y venezolanos recién llegados, se suma una creciente ola de xenofobia alimentada por la prevaleciente narrativa negativa sobre los migrantes (ICG, 2018:14).

Así, al magnificar el tema migratorio y plantearlo como causa de los problemas acuciantes de su país, Trump radicalizó el relato conservador que sobre el asunto se ha venido asentado en las dos últimas décadas, y lo instaló en el corazón de las relaciones interamericanas. El carácter restrictivo y criminalizante de su “política del muro” alejó las posibilidades de una repuesta eficaz, a la vez que compasiva y solidaria, a los desafíos que plantea la migración. Sin embargo, y a pesar del ambiente conservador y nacionalista que prevalece en algunos sectores en Estados Unidos, sigue siendo necesaria una respuesta consensuada con los países latinoamericanos; una vía en la que se reconozca la interdependencia económica, no sólo comercial sino también laboral, y en la que, además, se puedan plantear soluciones conjuntas a las crisis humanitarias que afectan la región.

EPÍLOGO

La elección del candidato demócrata Joe Biden a la presidencia de Estados Unidos ha sido interpretada como un rechazo al estilo y las políticas de Donald Trump, y una vuelta a formas más diplomáticas y consensuadas en el manejo de las relaciones hemisféricas. Sin embargo, en materia migratoria es preciso matizar estas expectativas.

En primer lugar, si bien el mandatario fue derrotado en su aspiración a la reelección, obtuvo el 46.9% del voto popular, frente al 51, 4% conseguido por Biden. Esto significa que Trump sigue contando con un respaldo muy significativo entre amplios sectores de la población, y que, además, la polarización política en Estados Unidos no solo se mantiene, sino que se profundiza. Para los comicios celebrados a principios de 2020 se esperaba que los latinos votarán masivamente por el candidato demócrata debido, entre otras razones, a la represiva política migratoria. Sin embargo, el apoyo del electorado de origen hispano a Trump se incrementó: de acuerdo con encuestas a boca de urna el mandatario obtuvo el 32% del voto latino, comparado con el 28% que alcanzó en 2016.

Asimismo, la migración no fue uno de los temas prioritarios para la mayoría de electores hispanos; su lista de prioridades estaba encabezada por los temas del empleo, la atención a la salud y la pandemia. (Sulvarán 2020). Igualmente, el peso del voto latino fue variable según los estados; en Florida, el voto de los ciudadanos estadounidenses de origen cubano, nicaragüense y venezolano fue decisivo para que Trump se llevara los votos del colegio electoral, mientras que en bastiones republicanos como Georgia y Arizona los hispanos inclinaron la balanza a favor de Biden. Los datos corroboran pues que este sector de la población es más heterogéneo en términos de intereses y preferencias políticas de lo que se pensaba.

En segundo lugar, la nueva administración ha prometido un cambio sustancial en la política migratoria. Biden manifestó su intención de ampliar el número de refugiados, pasando del mínimo histórico de 15.000 del gobierno Trump, a 125.000; se comprometió también a presentar, en los primeros meses de su mandato, un proyecto de ley ante el Congreso que le permita a 11 millones de migrantes no autorizados legalizar su estatus. Se espera asimismo que se renueven el programa DACA, el Estatuto Temporal de Protección (TPS) y el de trabajadores esenciales.

No obstante, para cumplir esas promesas no son pocos los obstáculos que el mandatario electo debe superar. De un lado, se trata de revertir cientos de órdenes ejecutivas del gobierno Trump, con las consecuentes trabas administrativas y plazos dilatados que ello implica. Del otro, existe el riesgo de que estos anuncios generen un incremento en el número de solicitantes de asilo en la frontera con México, que, a su vez, dé lugar a una nueva crisis migratoria; todo ello haría aún más difícil lograr la aprobación de una nueva legislación, en un Congreso ya de por sí muy dividido.

Así pues, aún con una nueva administración dispuesta a hacer cambios, es previsible que el legado de la administración Trump siga lastrando las relaciones entre Estados Unidos y América Latina.

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* Este artículo es uno de los resultados del proyecto de investigación “Las relaciones entre Estados Unidos y América Latina en tiempos de incertidumbre”, financiado por la Universidad Nacional de Colombia

1 Antes de la ley de 1965, los países latinoamericanos no estaban incluidas en el sistema de cuotas establecido en la legislación de 1924: “la asignación de visas de inmigrantes a los originarios del continente americano estaba basada en una serie de requisitos de tipo cualitativo, contenidos en la Ley de 1917.; básicamente, condiciones de salud y antecedentes morales y políticos. La ley de 1952, promulgada en pleno auge de la guerra fría y el macartismo, incorporó también restricciones político-ideológicas, como la prohibición del otorgamiento de visas a comunistas.” (Pellegrino, 2003:18).

2 El reporte del CELADE no registra el éxodo venezolano; según ACNUR, a marzo de 2020, más de 4,7 millones de venezolanos habían salido de su país y el 80% de ellos se encontraba en otros países latinoamericanos (ACNUR, 2020).

3 Al señalar las Américas como la región de nacimiento, el 98% de los datos corresponden a América Latina y el Caribe. Así, para 2018 la cifra de la región es de 23.340.256 inmigrantes, de los cuales 22.517.787 son originarios de América Latina y el Caribe.

4 Los votantes inmigrantes son los mayores de 18 años, nacidos fuera de los Estados Unidos que han obtenido la ciudadanía estadounidense a través de la naturalización.

5 Cada año, el gobierno admite dos grupos de inmigrantes a los que se les permite vivir permanentemente en los EE. UU. El grupo más grande son aquellos admitidos como residentes permanentes legales o personas con las llamadas tarjetas verdes. El otro grupo de personas admitidas son refugiados (Passel, 2019). Quien no entra en ninguna de estas categorías es considerado como un migrante no autorizado.

6 La obsesión del mandatario con el tema hizo que se desviaran fondos públicos y que, incluso, se apelara a contribuciones del sector privado. Trump buscó nuevos fondos para la construcción del muro a través de la transferencia de aproximadamente $601 millones de dólares del Fondo de Confiscación del Tesoro a la Aduana y Protección Fronteriza (CBP); $2.5 mil millones en fondos del Departamento de Defensa fueron transferidos a los programas antidrogas del Departamento para construir barreras fronterizas; y se reasignaron $3.6 mil millones de otros proyectos de construcción militar bajo la declaración de emergencia nacional. (Painter y Singer, 2020).

7 La externalización de la frontera se basa en una lógica preventiva; se refiere a la práctica llevada a cabo por los gobiernos de trasponer las líneas físicas de demarcación para ampliar la capacidad de controlar los flujos migratorios, más allá de su territorio. En este tipo de estrategia “los países desarrollados modifican sus controles fronterizos en dos sentidos: en primer lugar, mediante la «subcontratación» de las responsabilidades fronterizas en terceros países; y, en segundo lugar, mediante sus propias intervenciones en los países de origen y tránsito.” (Poncela, 2018:6). Ejemplo de ello es el caso de la Unión Europea con Turquía en la respuesta a la crisis de los refugiados sirios.

8 Acuerdos similares se negociaron con los gobiernos de Honduras y El Salvador, aunque hasta el 2020 ninguno había entrado en vigor.

9 El estatus de protección temporal (TPS por sus siglas en inglés) es un beneficio provisional que permite a personas de determinados países que ya están en los Estados Unidos vivir y trabajar legalmente de forma transitoria. Se otorga en casos en los que en el país de origen hay guerra civil o conflicto armado, desastres naturales u otras circunstancias temporales o extraordinarias. El estado de TPS se otorga de seis a dieciocho meses y puede extenderse. (TPS s. f.). El programa ha funcionado durante 20 años.

10 Se estima que el gobierno de George W. Bush deportó cerca de 2 millones de personas y que, entre 2009 y 2016, el gobierno Obama deportó cerca de 3.2 millones (Wagner, 2016).

11De acuerdo con la misma encuesta (realizada en 33 países de todos los continentes), a nivel mundial, la imagen de Estados Unidos tiene un 54% de favorabilidad, pero la confianza en Trump es apenas del 29% (Wike et al., 2020).

Recibido: 16 de Septiembre de 2020; Aprobado: 30 de Noviembre de 2020

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