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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.33 no.100 Bogotá July/Dec. 2020  Epub Apr 05, 2021

https://doi.org/10.15446/anpol.v33n100.93366 

Jovenes Investigadores

SOBRE LA CUESTIÓN DEL SUJETO DEL FEMINISMO: REALISMO, NOMINALISMO Y ESCEPTICISMO DE GÉNERO*

THE MATTER OF THE SUBJECT OF FEMINISM: REALISM, NOMINALISM AND GENDER SCEPTICISM

Laura María Uribe Forero1 

1Magíster en Estudios Políticos, Universidad Nacional de Colombia. Colombia Correo electrónico: lauramuribe@gmail.com.


RESUMEN

Generalmente, las feministas asumen que sin una noción “gruesa” de las mujeres como categoría política, el feminismo no puede dar cuenta de su propia existencia. Sin embargo, la distinción sexo/género complica explicaciones convencionales de en qué sentido las mujeres son mujeres. Dos grandes corrientes han surgido para resolver este impase: el realismo y el nominalismo de género. En este artículo desarrollo una tercera opción que se ha descartado como “escéptica del género”: aquella que cuestiona el estatus del sujeto como condición de posibilidad de la acción política. En efecto, argumento que el feminismo puede prescindir de la categoría política “mujer(es)” sin por eso renunciar al peso de sus reclamos normativos. A partir del trabajo de Jacques Rancière, propongo que la subjetivación, en cuanto proceso de desidentificación, permite pensar en un feminismo sin mujeres.

Palabras clave: feminismo; sujeto; subjetivación; pensamiento posfundacional.

ABSTRACT

Generally, feminists assume that without a “thick” notion of women as a political category, feminisms’ normative claims collapse under their own weight. However, the sex/gender distinction occludes any straightforward definition of womaness, making it harder to articulate such thick political category. Gender realism and gender nominalism are two of the most well-known solutions to this impasse. In this paper I explore a third option that has been ruled out as “gender skeptic” because of its refusal to place the subject as politics’ condition of possibility. I argue that feminism can do without any notion of women as a political category in the traditional sense without having to renounce its rightful normative claims. Following the work of Jacques Rancière, I sketch how the concept of subjectivation as a process of disidentification can flesh out the idea of feminism without women.

Keywords: feminism; subject; subjectivation; postfoundational thought.

INTRODUCCIÓN

El debate sobre en qué sentido las mujeres son la categoría política fundante del feminismo (si es que lo son) no parece particularmente urgente y, sin embargo, la literatura al respecto del carácter metafísico del género todavía abunda. La razón es bastante clara: sin una delimitación lo suficientemente “gruesa” de las mujeres como categoría política, el feminismo carecería de una justificación normativa: “Without conceptualizing women as a group in some sense, it is not possible to conceptualize oppression as a systematic, structured, institutional process” (Young, 1994, p. 718). En otras palabras, sería estratégica y teóricamente inviable carecer de una explicación de en qué sentido las mujeres, como mujeres, forman un colectivo políticamente constituido (y no solo biológicamente constituido). La pregunta obvia es, entonces, ¿por qué la conceptualización de las mujeres como un grupo sigue siendo un tema contencioso?

Hay varias respuestas, pero la más clara es que la distinción sexo/género desestabilizó la definición de la mujer como persona adulta del sexo femenino que había prevalecido hasta Beauvoir. Las feministas defendieron, con bastante éxito, que no solo esta definición combina dos niveles distintos (pertenecer al sexo femenino y ser una mujer), sino que precisamente gracias a esta combinación se ha naturalizado la opresión de un grupo social. Al introducir el concepto de género como la construcción social del sexo, el feminismo rompió el vínculo, hasta entonces visto como necesario, entre el sexo femenino y el destino social de las mujeres (el vínculo del esencialismo biológico).

A pesar de que la distinción sexo/género fue increíblemente influyente para los movimientos feministas, también generó una serie de inconvenientes. Lo que me interesa aquí es dejar claro cuáles fueron los efectos de la distinción en relación con la desestabilización de las mujeres como categoría política. Si el proyecto feminista ya no puede suponer una sororidad que natural y espontáneamente emana del hecho de que todas las mujeres poseen un cuerpo sexuado femenino (en parte, porque el cuerpo biológico de la pura facticidad, por si solo, no dice nada acerca de cómo este cuerpo es simbolizado e interpretado y en parte, porque este supuesto grupo homogéneo está fracturado por múltiples diferencias), debe, o por lo menos así se ha asumido, encontrar otra “base” que explique, en palabras de Young, cómo la opresión de las mujeres es sistemática, estructurada e institucionalizada.

En este artículo exploro dos grandes propuestas que buscan fijar esta base (el realismo y el nominalismo de género) y que, no obstante, fracasan en obtener los resultados esperados, bien sea porque sus premisas son internamente incoherentes o porque los compromisos práctico-políticos que se derivan de sus postulados son indeseables. Puesto en perspectiva, el debate realismo/nominalismo de género refiere al fracaso de la subjetivación colectiva (feminista) de las mujeres:

[...] contemporary feminism is arguably defined by its refusal of woman as a political category, on the grounds that this category has historically functioned as a cruel ruse for white supremacy, the gender binary, the economic interests of the American ruling class, and possibly patriarchy itself. This has put feminism in the unenviable position of being politically obligated to defend its own impossibility. In order to be for women, feminists must refrain from making any positive claims about women (Long Chu, 2019).

Que nada se puede decir acerca de las mujeres sin que esto ascienda a una apología de aquello que busca erradicar, remite a la siguiente pregunta: “La categoría de mujer, ¿mantiene un sentido separado de las condiciones de opresión contra las cuales fue formulada?” (Butler, 1992, p. 76). ¿Qué significa la mujer, si es que significa algo, por fuera del heteropatriarcado, la explotación capitalista y la opresión sexista? Si el realismo y el nominalismo de género fallan en su intento por fijar el sujeto del feminismo y si no logran liberar su significado, entonces, la pregunta sigue en pie: ¿quién es el sujeto del feminismo?

En este artículo exploro esta pregunta desde una tercera opción: el llamado “escepticismo de género”. En términos breves, esta posición postula que la categoría “mujer(es)” -en cuanto tipo social- no existe de ninguna manera significativa y por ende, su movilización política siempre será excluyente. Sin embargo, esto no implica que la noción de sujeto (o de las mujeres como categoría política) pierda toda relevancia. Significa, en cambio, que es necesario pensar en cómo usar las categorías identitarias de modo que den cuenta de aquello que necesariamente excluyen. Para volver a Butler (1993): “[...] the question then becomes how can one use a sign in a determinate manner in a way that its futural significations are not foreclosed? How to use the sign and avow its temporal contingency at once?”. Es con esta pregunta en mente que introduzco parte de la obra de Jacques Rancière, para quien la política es una comprobación de igualdad que no supone sujetos predeterminados, pues es su propia constitución lo que está en juego.

En la primera parte del artículo presento algunas propuestas y falencias del realismo y el nominalismo de género. En la segunda parte introduzco la tercera opción: el escepticismo de género repensado a partir del pensamiento posfundacional. En la cuarta sección propongo que algunos argumentos clave de Rancière son útiles para abordar la cuestión del sujeto del feminismo, así como críticas a su pensamiento sobre la política. En la última parte presento las conclusiones pertinentes.

REALISMO Y NOMINALISMO DE GÉNERO

La idea de que la categoría “mujer(es)” no puede tomarse como un supuesto de la política feminista tiene su origen en la distinción analítica entre sexo y género. Al separar el hecho biológico de la sexuación (hembra/varón) del proceso social de asimilación de género (hembra:mujer/varón:hombre), Simone de Beauvoir llega a la conclusión de que la categoría “mujer(es)” no solo describe una bi-partición natural de la biología (la separación entre los dos sexos), sino que también, y sobre todo, señala un proceso de asimilación de normas y preceptos, algunas veces violenta y otras veces imperceptible, que constituyen el devenir mujer. Entonces, en lugar de ser el supuesto de la política feminista, la categoría “mujer(es)” como categoría descriptiva (y como categoría política tout court), es, en cambio, el objeto de su crítica, pues este nombre aparentemente natural es, de hecho, el nombre de una relación social basada en la representación de la mujer como Otro y el hombre como el Absoluto.

Desde Beauvoir, y especialmente en las décadas de los años ochenta y noventa, proliferaron varios argumentos que cimentaron la idea de que no es posible pensar o representar a la(s) mujer(es) de una manera directa. Monique Wittig (1980) defendió que la mujer tiene significado solo dentro de los términos discursivos y materiales del sistema heterosexual (de aquí su famoso dictamen “las lesbianas no son mujeres”). Chandra Mohanty (1984) argumentó convincentemente que la categoría “mujeres”, entendida como un grupo oprimido, monolítico, singular y coherente, facilitó una mirada colonizadora de las feministas anglosajonas sobre las mujeres del Tercer Mundo. Elizabeth Spelman (1988) resaltó los riesgos de asumir que todas las mujeres experimentan el ser mujer (la “mujereidad”) de la misma manera (lo cual es falso, pues la parte “mujer” de la identidad no existe independientemente de otras identidades). Judith Butler (1990) propone que no hay realidad pre-discursiva del sexo biológico que constituya a la mujer, sino que esta es efecto performativo de la naturalización del sistema binario del género. Patricia Hill Collins (1993) y Kimberle Crenshaw (1991) denunciaron la manera en que la primacía de la categoría mujer entendida como “más primaria” que otros ejes de análisis (especialmente la raza y la clase) generaba relaciones de exclusión dentro del movimiento feminista. Joan Copjec (1994), siguiendo a Lacan, expone que el concepto “mujer” simplemente no puede existir en cuanto hay un fracaso del orden simbólico respecto a la mujer (la incapacidad de abarcarla, de hacer de ella un todo; un universo). Denise Riley (1995) defiende que la categoría “mujer” tiene una temporalidad, es decir, que hay construcciones discursivas cambiantes de la “mujereidad” (y por ende, no hay una única y final representación de las mujeres). Finalmente, Joan W. (Scott 1996, p. 4) llamó la atención a la articulación paradójica alrededor de la diferencia sexual, pues “To the extent that it acted for “women”, feminism produced the “sexual difference” it sought to eliminate”.

En parte, todas estas críticas ponen en aprietos al realismo de género, la posición metafísica según la cual las mujeres (en cuanto instancias “particulares”) son mujeres porque comparten alguna característica universal. Esta característica universal no es el sexo qua dato biológico (es decir que el realismo de género no asume que las mujeres son hembras de la especie humana), sino un elemento específico (fundante, si se quiere) del género qua construcción social del sexo. En la década de los sesenta, Catherine MacKinnon postuló que el elemento específico de la construcción social del sexo es la jerarquización de la sexualidad masculina sobre la femenina. La condición compartida por todas las mujeres como mujeres es su objetivación sexual para satisfacer los deseos masculinos.

El problema con este recuento del realismo de género es que toman las experiencias de un grupo particular de mujeres y la presentan como una verdad metafísica de la “mujereidad”. Las consecuencias son que, primero, ignoran las diferencias de clase, raza y etnicidad entre las mujeres (Spelman, 1988; Hill Collins, 1993; Crenshaw, 1991, hooks, 2004), y segundo, crean una idea normativa de la mujer (Mohanty, 1984; Butler, 1990). Mikkola (2016) llama a estas dos críticas el argumento de particularidad y el argumento de normatividad, respectivamente.

Desde los noventa, varios argumentos del realismo de género que se toman en serio los argumentos de la particularidad y la normatividad han sido postulados (Alcoff, 2006; Zach, 2005; Gunnarsson, 2011; Haslanger, 2012; Mikkola, 2006, 2016). Este neo-realismo de género postula que “[...] there is something that women by virtue of being women share, which is not intrinsic, innate, or essential to women qua individuals” (Mikkola, 2016, p. 73). Haslanger (2012), por ejemplo, defiende que una mujer es una mujer si, en general, es percibida por los demás como portadora de ciertas características corporales (ligadas al rol reproductivo) que la “marcan”, dentro de la ideología dominante, como alguien que ocupa una posición social (que, en efecto, es una posición subordinada vis-a-vis los hombres). Esta “marca” es el quid del asunto, puesto que la subordinación no deriva necesariamente del sexo como dato biológico (el sexo podría no significar nada socialmente, como el color del cabello o el tamaño de las orejas), sino del género como significado social del sexo. De aquí que la mujer como categoría metafísica no dependa de alguna propiedad intrínseca o innata, sino de una relación social. Y si esto es cierto, entonces el género es individualmente no-esencial: una persona puede “sobrevivir” la pérdida de su género, y lo que es más, si cada vez hay menos mujeres (es decir, menos personas que “caben” dentro de la definición revisionista de la mujer), esto sugiere que menos personas están siendo marcadas como subordinadas en virtud de su rol reproductivo (Haslanger, 2000). El corolario es que las mujeres que luchan contra la subordinación que sufren como mujeres están, por definición, luchando contra su estatus de mujer (Stone, 2007).

Aunque los argumentos de la particularidad y la normatividad no aplican para el argumento de Haslanger (porque a diferencia de MacKinnon, no supone que hay una forma específica de opresión común a las mujeres, sino una multiplicidad de opresiones variables), su propuesta tiene otras falencias. (Mikkola 2016, p. 84), por ejemplo, defiende que apropiarse de la terminología de Haslanger no permitiría luchar contra algunas injusticias de género debido a que generaría una confusión lingüística estéril. La distinción entre los usos comunes del término “mujer”, por un lado, y la terminología feminista de lo que significa la “mujer”, por el otro, simplemente no genera muchas ganancias políticas. Mikkola (2016, p. 87) concluye que las feministas estarían mejor libradas si no tuvieran que explicarles a los hablantes a qué se refieren cuando hablan de las mujeres. En una línea distinta de crítica, Stone (2007), pp. 160-162) propone que es indeseable pensar que el feminismo debe “eliminar” a las mujeres, pues no deja espacio para las prácticas de re-interpretación y re-valuación de lo que significa ser mujer; prácticas que pueden cambiar el balance de poder en una sociedad. Entonces, las mujeres pueden ser mujeres sin necesariamente estar subordinadas.

La crítica principal a Haslanger, y que se puede aplicar a los demás argumentos del neo-realismo de género, es que su insistencia en que solo una articulación “gruesa” de la categoría mujer puede sostener los reclamos normativos del feminismo genera compromisos estratégicos indeseables y contraintuitivos. Una concepción “gruesa” de la categoría mujer(es) es aquella que puede sostener los reclamos de cómo y por qué el patriarcado afecta la vida de las mujeres y sobre las maneras en que se puede vislumbrar un futuro emancipatorio. En contraste, una concepción “delgada” o débil de la categoría mujer sería, por ejemplo, aquella que la concibe como un no-hombre. Mientras la concepción gruesa ayuda a cimentar el proyecto feminista, la concepción delgada es políticamente inocua. Sin embargo, los puntos débiles de la propuesta de Haslanger, como los desarrollados por Mikkola y Stone, se derivan no a pesar de, sino precisamente porque su concepción gruesa constriñe las estrategias feministas de maneras innecesarias.

Entonces, si el realismo y el neo-realismo de género parecen toparse con serios problemas, tal vez la solución sería pensar que la diversidad de las mujeres (que, sin embargo, forman una clase social “mujeres”), se debe no a que haya una “mujereidad” que todas instancian, sino a que hay múltiples “mujereidades” que comparten relaciones de similitud y semejanza y por ende, hacen parte del mismo tipo. En términos amplios, esta corriente se conoce como nominalismo de género. Por ejemplo, Natalie Stoljar (1995), 2010 propone que las “mujeres” son mujeres porque satisfacen (o cumplen) un número suficiente de características de semejanza. Según este tipo de nominalismo (Rodriguez-Pereyra, 2002), las cosas rojas no se parecen entre ellas porque son rojas, sino que son rojas porque se parecen entre ellas (lo mismo con el término mujer: las mujeres no se parecen entre ellas porque son mujeres, sino que son mujeres porque se parecen entre ellas).

Stoljar propone que las características de semejanza entre las mujeres se pueden agrupar en paradigmas de acuerdo con, primero, poseer la biología del sexo femenino; segundo, poseer ciertas experiencias vividas tanto corporales (por ejemplo, la maternidad) como sociales (miedo a caminar en una calle oscura); tercero, apropiarse de ciertos roles sociales (como los códigos femeninos de vestimenta y presentación personal) y cuarto, llamarse a sí misma “mujer” y ser reconocida por otros como tal. Entonces, una persona hace parte de la categoría “mujer” si se asemeja en por lo menos dos aspectos1 a un paradigma que combina por lo menos tres de las cuatro características mencionadas anteriormente (es decir, si comparte un número suficiente de las características de semejanza que conforman la clase “mujeres” y no, como lo propondría el realismo de género, si posee una serie definida de características que por derecho propio la constituyen como mujer). Un ejemplo de un paradigma podría ser: una persona transexual que se reconoce a sí misma como mujer (y es reconocida por otros como tal), se viste con códigos femeninos, tiene experiencias femeninas, pero carece de cromosomas XX. El paradigma es válido -es decir, es un paradigma de la clase “mujer”- porque cumple por lo menos tres de los cuatro grupos de características mencionados anteriormente. Según Stoljar (2010, p. 44), este tipo de nominalismo de género hace que la clase “mujer” sea moderadamente heterogénea y moderadamente unificada, por lo cual no haría lugar para el argumento de la particularidad (pues las diferencias entre las mujeres no son borradas) al mismo tiempo que da cuenta de cómo las mujeres forman una clase genuina (moderadamente unificada).

Iris Marion Young (1994) propuso otra manera de pensar a las mujeres como un colectivo sin aceptar el compromiso metafísico del realismo de género. Según Young (quien toma como referencia a Sartre) las mujeres no necesariamente constituyen un grupo (entendido como un colectivo de personas que se entienden unidas bajo una relación fundante) sino una serie (un colectivo de personas unidas pasivamente por los objetos alrededor de los cuales sus acciones están orientadas). Mientras la toma de la Bastilla es la acción de un grupo (cuyos miembros tenían un propósito claro y una identidad política que los unía), la aglomeración de personas que esperan un bus o que escuchan la radio es una serie (pues lo único que los unifica es su deseo de tomar el bus o de escuchar la radio). Aunque estas instancias de una serie puedan parecer banales en comparación con la toma de la Bastilla, la experiencia diaria -y en gran parte rutinizada- de las personas se encuentra mediada por colectivos amorfos. Y estos colectivos o series se forman alrededor de objetos que son el resultado de acciones humanas (los buses y el sistema de transporte público; la radio y los medios de comunicación) y que, sin embargo, regulan (es decir que limitan y constriñen) el comportamiento (un usuario del transporte público, por ejemplo, está limitado por el número de rutas y la frecuencia de los buses). A esto se le denomina objetos práctico-inertes.

Entonces, las mujeres forman un colectivo en el sentido de formar una serie y no un grupo. Es decir que hay una unidad en el colectivo de las mujeres en el nivel de las rutinas y hábitos en relación con los objetos práctico-inertes. En otras palabras, la membrecía a la serie “mujeres” no define la identidad las personas como mujeres (pues la experiencia subjetiva que cada persona tiene con los objetos práctico-inertes es “infinitamente variable”) (Young, 1994, p. 731), pero sí pretende decir algo respecto de sus experiencias vividas. Según Young, las estructuras de la heterosexualidad y la división sexual del trabajo tienen el efecto de “generizar” ciertos objetos práctico-inertes con los que cada individuo debe lidiar de acuerdo con su posición estructural (como mujer o como hombre). Así, el cuerpo femenino es uno de los objetos práctico-inertes que definen la serie “mujeres” en cuanto que el cuerpo no es pura facticidad, sino un campo significante inteligible a través de las normas de la heterosexualidad forzada (un cuerpo femenino no es solo en conjunto discreto de características reproductivas, sino que es un cuerpo con significados y posibilidades). Así también los pronombres, la vestimenta, los espacios (como los baños) y algunas representaciones visuales crean y reproducen códigos de género que condicionan, pero no determinan, las acciones individuales y las interpretaciones de las acciones de los demás según la estructura de la división sexual del trabajo (Young, 1994, p. 729).

Es debido a esta condición serializada que las mujeres pueden formar grupos: de manera análoga a un grupo de usuarios de transporte público que reconocen una situación problemática (el alza en los precios del servicio, por ejemplo) y se organizan para cambiarla, las mujeres forman un grupo cuando identifican una injusticia común en alguno o varios de los objetos práctico-inertes que se crean alrededor de las estructuras de la heterosexualidad obligatoria y la división sexual de trabajo, y deciden actuar como un colectivo autoconsciente, con objetivos y estrategias políticas claras. Pero el punto de Young es que la formación de estos grupos es enteramente contingente.

Al igual que Haslanger, Stoljar y Young asumen que el feminismo necesita de una categoría de mujer suficientemente gruesa como para justificar sus reclamos normativos (i.e. para que las injusticias sexuales y la marginalización de las mujeres sean inteligibles). Y al igual que Haslanger, sus perspectivas tienen puntos problemáticos. Mikkola acierta cuando destaca que los paradigmas de la mujereidad propuestos por Stoljar son demasiado laxos y, por ende, dan lugar para que casos “problemáticos” cuenten como miembros del paradigma: una persona que trabaja en un geriátrico, tiene miedo de ser violado cuando camina en la noche por una calle solitaria, se reconoce a sí mismo y es reconocido por otros como hombre y tiene características primarias y secundarias masculinas contaría, no obstante, como una mujer (en cuanto que se asemeja lo suficientemente cerca al paradigma mujer en por lo menos dos aspectos: cumple roles típicamente femeninos y tiene experiencias femeninas). El punto de Mikkola es que si Stoljar endurece las condiciones para contar como mujer, su posición estaría más cercana al realismo de género que al nominalismo.

Por el lado de Young, el argumento de que las mujeres están unificadas pasivamente como una serie es sospechoso de contener un realismo de género subrepticio. El razonamiento es el siguiente: si bien Young defiende que las experiencias subjetivas que cada mujer tiene con respecto a los objetos y realidades práctico-inertes de las estructuras feminizadas de la heterosexualidad y la división sexual del trabajo son infinitamente variables, estas estructuras tienen cierto grado de unidad transcultural. En otras palabras, las mujeres como mujeres comparten la experiencia de estar estructuralmente posicionadas bajo las normas, contenidos y expectativas de la heterosexualidad y la división sexual del trabajo, aún si dicha experiencia es enormemente variable. Esto implica que hay una cierta universalidad de las realidades y los objetos práctico-inertes que constituyen a las mujeres como parte de un género opuesto al masculino (Stone, 2004, p. 145). Si Young quisiera desligarse de tal remanente realista, tendría que aceptar que aquellos objetos práctico-inertes que supuestamente regulan la vida de las mujeres son, en sí, variados, pero en este caso, Young no podría dar cuenta de por qué y cómo es que las mujeres constituyen una misma serie (pues la infinita variabilidad de los objetos práctico-inertes -que contrasta con la infinita variabilidad de la experiencia subjetiva que las personas podrían tener con respecto a dichos objetos- es contraria a la idea de una serie discreta) (Mikkola, 2016, pp. 54-56).

Si bien la discusión del nominalismo y realismo de género tiene muchos más matices que el debate entre esencialismo y constructivismo que dominó los espacios académicos estadounidenses en la década de los ochenta y noventa, todavía prevalece la idea que el feminismo debe dar cuenta de cómo y por qué las mujeres son una categoría política gruesa, pero tal vez, como lo argumento en la próxima sección, esto no sea del todo necesario.

¿ESCEPTICISMO DE GÉNERO?

Hay una tercera vertiente en los debates de la ontología de género que es rápidamente descartada como escéptica y que se asocia con la influencia postestructural y postmodernista en los estudios feministas (Mikkola, 2016; Alcoff, 2006; Bordo, 1990). En términos generales, este “escepticismo de género” es presentado por sus críticas como la postura que la categoría “mujer(es)” -en cuanto tipo social- no existe de alguna manera significativa. En efecto, el argumento de particularidad y el argumento de normatividad fueron formulados por dos académicas “escépticas del género”: Spelman y Butler. Si la categoría en cuestión no existe es porque está tan internamente fragmentada por otras diferencias (Spelman, 1988) que cualquier invocación pública que se haga en su nombre resulta inevitablemente normativa en carácter y excluyente en principio (Butler, 1990).

El resultado es que el feminismo carece de un piso genuino (i.e. una categoría fundacional). Lo único que “realmente existe” son, para Spelman, mujeres concretas (mujeres de esta o aquella nacionalidad, clase social, raza y etnicidad, religión, etc.) y para Butler, personas que repiten actos estilístico-corporales del guion “mujer”. Pero entonces, ¿qué deberíamos pensar del feminismo si los movimientos que luchan contra la opresión sexista no solo son grupos manipulados en su constitución que creen en la ilusión ontológica de la identidad de género de sus miembros, sino que internamente refuerzan prácticas excluyentes? Más aún, “[...] how can we fight against injustices experienced by women as a group, if, strictly speaking, no such group exists?” (Mikkola, 2016, p. 42); “What can we demand in the name of women if ‘‘women’’ do not exist and demands in their name simply reenforce the myth that they do?” (Alcoff, 2006, p. 143). El escepticismo de género es políticamente contraproducente, pues, en un intento por denunciar el carácter normativo de las identidades, termina convirtiendo al feminismo en un proyecto político imposible.

En lo que resta de este artículo argumento que esto no necesariamente se deriva de una postura “escéptica” del género, o por lo menos no si enmarcamos la discusión dentro del pensamiento posfundacional. En términos breves, argumento que la idea de que las mujeres no existen como categoría política es, contra-intuitivamente, la condición de posibilidad del feminismo.

Condición de posibilidad e imposibilidad del feminismo

En términos breves, el pensamiento posfundacional problematiza e interroga las figuras metafísicas del fundamento (como aquellas de totalidad, universalidad, origen, esencia y piso), para debilitar su estatus ontológico. La premisa central del posfundacionalismo no es, entonces, que los fundamentos no existen, sino que un fundamento último de la sociedad (bien sea como principio de orden, distribución o justicia, entre otros) es imposible de instituir porque, por principio, el campo social carece de un centro (o más bien, ese centro no es “[...] un lugar fijo, sino una función, una especie de no-lugar” [...]) (Derrida, 1989, p. 385). Es precisamente esta imposibilidad de un fundamento último lo que posibilita la pluralidad de fundamentos empíricos: la ausencia de un centro, o más bien, la presencia del centro en su ausencia, hace posible la pluralización no a pesar de, sino porque es imposible alcanzar una versión final de la totalidad (Marchant, 2007, p. 17). Hay, entonces, una doble noción del fundamento: por un lado, la imposibilidad de su institución y por el otro, la posibilidad de fundamentos parciales.

La distinción entre lo político y la política inaugurada por Carl Schmitt y reapropiada por Paul Ricoeur, Alain Badiou, Ernesto Laclau y Claude Lefort, entre otros, es sintomática de la ausencia de un centro. Mientras lo político se refiere a la dimensión ontológica de la sociedad (su institución/destitución), la política se refiere a su dimensión óntica (a las prácticas de la política convencional). Entre ambos hay una brecha insuperable: la política nunca puede ser idéntica a lo político porque esto implicaría que la totalización de la sociedad ha sido instituida. De nuevo, es porque lo político señala a la imposibilidad de una totalidad fundante (y la imposibilidad de la definición última de la política) que la política puede instaurar una pluralidad de fundamentos parciales.

Cualquier fundamento parcial es, por definición, necesariamente contingente, no solo porque pudo haber sido de otra manera, sino porque su condición de posibilidad está inseparablemente atado a la imposibilidad de su completa realización. Aquí entra a jugar la paradoja: la condición de posibilidad de un proceso es, a su vez, su condición de imposibilidad. Y es aquí donde quisiera introducir el primer argumento: cuando Mikkola descarta el escepticismo de género porque sin una explicación de por qué las mujeres son un tipo social genuino el feminismo no puede soportar el peso de sus demandas normativas, y cuando Alcoff advierte que el dictamen de que las mujeres no existen amenaza con volver el feminismo un absurdo, ignoran que una de las posibles interpretaciones de este dictamen es que es imposible instituir un fundamento último del significante mujer (en singular), pero es enteramente posible (de hecho, necesario) que haya fijaciones contingentes del significado de las mujeres (en plural). En otras palabras, la premisa de que la mujer no existe (en el sentido de que es una ficción performativa) y la premisa de que las mujeres son una categoría política no son excluyentes. En efecto, y este es el punto más importante, ambas premisas están imbricadas por la paradoja de las condiciones de (im)posibilidad: si la práctica feminista de debatir acerca del sujeto del feminismo (la pregunta sobre las mujeres como categoría política) es posible, es solo porque la clausura (la sutura) del significante mujer es imposible. Es en este último sentido que la mujer no existe, no como una negación de que hay sujetos convencionalmente llamados “mujeres” que se identifican a sí mismos con este término, sino como una negación de que puede haber una totalización de esta categoría que sirva como el fundamento último de la política feminista (y como fundamento último de la sociedad). De nuevo, y para que quede claro, la llamada “política feminista” depende, no por azar sino por necesidad, del vacío de su propio fundamento.

Según lo anterior, cuando Sarah Ahmed escribe que la inestabilidad (el vacío de un fundamento último) de las categorías “mujer” y “mujeres” es la condición de posibilidad del feminismo como política transformadora, debe conceder que también lo es su estabilización: “What brings different forms of feminism into being is surely the recognition of how gender relations are stabilised in the form of violence and hierarchy” (Ahmed, 1999, p. 91). En otras palabras, la fijación del significante “mujer” en primeros principios (fundamentos de esencia) que la constituyen en el Otro (en formas de violencia y jerarquía) del hombre y por ende, de la humanidad, se basa en exclusiones, y como consecuencia, expone la premisa fundacional (la fijación) como contingente (Butler, 1992). El feminismo es el nombre de la historia de la creación de lugares de antagonismo y las prácticas que engendra; lugares que habían sido fijados como naturales e inmutables (Dean, 2010, p. 40).

Entonces, contrario a lo que argumenta Mikkola, una postura posfundacional del feminismo (“escéptica del género”) sí puede sostener sus reclamos normativos (i.e. puede dar cuenta de cómo las fijaciones parciales de la “mujer” que están imbricadas en esquemas de violencia y jerarquía “[...] constitute the boundaries of women as embodied subjects”) (Ahmed, 1999, p. 91). La diferencia entre esta postura y los argumentos del nominalismo y el realismo de género es que el primero no considera necesario establecer un piso sobre el cual el feminismo pueda “existir” (un piso basado en explicar en qué sentido las mujeres son mujeres). El feminismo posfundacional puede prescindir de una explicación de por qué las mujeres forman una categoría y al mismo tiempo defender su existencia porque, primero, y de nuevo, es precisamente el vacío inherente en esta categoría lo que posibilita un análisis feminista y segundo, porque asume que la política no necesita de un sujeto predeterminado. Sobre este último punto vale la pena una aclaración: si bien el concepto de sujeto no se presupone: “[...] esto no implica que no tenga un significado para nosotros o que ya no pueda ser utilizado. Solo significa que el término no es simplemente una piedra angular sobre la que nos basamos, una premisa no interrogada para la argumentación política” (Butler, 2004, p. 253-254). De vuelta a Marchant, el pensamiento posfundacional problematiza las figuras metafísicas del fundamento no para negarlas, sino para debilitar su estatus ontológico. Oponerse a asumir que la política necesita de un sujeto no conlleva su destrucción.

A pesar de que el pensamiento posfundacional ayuda a pensar en el horizonte de un feminismo sin mujeres, es decir, un feminismo post-identitario que mira más allá de su propio ombligo y que por ende, trasciende la parroquialidad de la cual son culpables algunas formas de activismo de género, también puede descender en una forma de ingravidez social (McNay, 2014). Irónicamente, al enfatizar el tropos de la contingencia y la indeterminación constitutivos del campo discursivo (y al privilegiar la ontología de lo político), el pensamiento posfundacional se abstrae de lo social hasta el punto de vaciarlo de cualquier potencialidad y relevancia. En otras palabras: “The detachment of the realm of the political from its social conditions of possibility empties it of much content and vitiates its relevance to the everyday practices that sustain and renew it” (McNay, 2014, p. 15). Con esta crítica en mente propongo releer la obra de Jacques Rancière a partir del problema que he venido desarrollando hasta el momento.

SUBJETIVACIÓN SIN SUJETO

Rancière se distingue de otros pensadores posfundacionales contemporáneos en cuanto que rehúsa cualquier ontologización de la política, por más “débil” que sea, pero puede situarse dentro de esta corriente en cuanto que comparte la premisa de que toda objetividad es contingente y todo fundamento trascendental, imposible (Arditi, p. 3). Entonces, si “la política no es la promulgación o la puesta en escena del principio, ni la ley, ni el ser de una comunidad” (Rancière, 2000a, p. 146), es porque esta lógica (de fijar principios, leyes y disposiciones de un ser) es más cercana a lo que Rancière llama policía: el proceso de gobernar “[...] que descansa en la distribución de particiones y la jerarquía de lugares y funciones” (Rancière, 2000a, p. 145). En una relación de relativa exterioridad se encuentra el proceso político, que consiste en “[...] un conjunto de prácticas guiadas por la suposición de que todos somos iguales y por el intento de verificar esta suposición” (Rancière, 2000a, p. 145).

Poniéndolo en términos quizá excesivamente esquemáticos, la policía (o lo que es lo mismo, la partición de lo sensible) se rige por un principio de saturación que no reconoce carencia o suplemento (es la cuenta en la cual todos han sido incluidos) (Rancière, 2000b, p. 124). La lógica policial instituye un un orden de lo visible y lo decible; un orden que “[...] define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea [...]” (Rancière, 1996, p. 44). El error (o daño) que hace posible la política es que la cuenta de las “partes” de la comunidad que no admite suplemente o carencia, es, en efecto, “[...] siempre una falsa cuenta, una doble cuenta o una cuenta errónea” (Rancière, 1996, p. 19). La cuenta policial, que dice que todos han sido contados, ignora que hay una parte de los sin parte. La especificidad de la política se ubica en el reconocimiento de que hay un remanente de la cuenta policial. Según Rancière (2000b, p. 116), la política tiene origen cuando se pone en escena un desacuerdo, un litigio donde los interlocutores no están predeterminados, sino que es la constitución misma de dichos interlocutores lo que está en juego. Dicho de otro modo, el desacuerdo, como la racionalidad del ejercicio político, requiere la aparición de un sujeto que abra una brecha en la partición policial de lo sensible; brecha entre la cuenta saturada y la parte de los sin parte. Para Rancière, toda situación de desacuerdo, es decir, toda irrupción del orden policial que pone de manifiesto la existencia de dos mundos alojados en uno, está alentada por la verificación de la igualdad, o lo que también llama emancipación, democracia o política.

Así pues, que toda política es emancipatoria en cuanto busca la verificación o demostración de la igualdad (o lo que es lo mismo, el manejo de un daño a esta). Para Rancière 2000a, p. 148, la igualdad no es una esencia derivada de la razón ni tampoco es un principio ontológico, es más bien un “operador lógico” que sirve para particularizar la universalidad de la igualdad de cualquiera con cualquiera. Es decir que la igualdad siempre se verifica en casos particulares, a través de un desacuerdo, y su universalidad no se representa en conceptos como ciudadano o ser humano, sino en “[...] la elaboración discursiva y práctica de lo que se desprende de ser o no ser considerado como ciudadano o ser humano” (Rancière, 2000a, p. 148).

Dentro de este esquema, la subjetividad política es la capacidad para plantear un desacuerdo, para lo cual se necesita el “[...] arrancamiento a la naturalidad de un lugar, la apertura de un espacio de sujeto donde cualquiera puede contarse porque es el espacio de una cuenta de los incontados, de una puesta en relación de una parte y una ausencia de parte” (Rancière, 1996, p. 53). Esta es la especificidad de la subjetivación política y su relación con la emancipación tal como la entiende Rancière: subjetivarse implica una doble movida: no solo es la desidentificación con el lugar ocupado en la partición de lo sensible, sino la identificación con un lugar que no es propio (y que de hecho, no existe); es la identificación con el nombre imposible de la igualdad (imposible no en el sentido de algo que jamás podrá suceder, sino en el sentido de indicar “[...] el efecto presente, actual, de algo que estrictamente hablando no es posible en un campo dado de la experiencia, pero que impulsa a la gente a actuar como si lo fuera”) (Arditi, 2017, p. 166). La subjetivación es lo que ocurre entre estas dos instancias, es un intervalo o una brecha, por esto el autor se refiere a esta como un “entremedio”, como un habitar lugares marcados por el cruce de identidades “[...] que unen un ser con un no-ser o con un ser-que-no-es-todavía” (Rancière, 2000a, p. 149).

A diferencia de la política de la identidad, la subjetivación según Rancière nunca podría ser simplemente la toma de conciencia de un grupo que decide emprender acciones para defender las particularidades de su raza, etnia, género, etcétera. En parte, porque estas categorías suelen ya ser “nombres correctos” de la policía, y en parte porque los sujetos “[...] are not reducible to social groups or identities but are, rather, collectives of enunciation and demonstration surplus to the count of social groups.” (Rancière, 2004, p. 6). Esta misma idea está presente cuando el autor escribe: “el pueblo es algo que no es la población, raza, sangre y así sucesivamente” (Rancière, 1995, p. 174). Entonces la política de la identidad no logra abrir la brecha política que postula el carácter supernumerario (remanente) de las partes ya contadas de la sociedad.

Con esta breve introducción de Rancière puedo entonces pasar a desarrollar mi argumento con más claridad: un feminismo sin mujeres no es un sin sentido porque la política feminista sería la puesta en escena de un desacuerdo en el que las mujeres no son sujetos predeterminados (no son categorías sociológicas anticipables por la cuenta policial), sino que es su propia constitución lo que está en juego: “En política, “mujer” es el sujeto de experiencia -el sujeto desnaturalizado, desfeminizado- que mide la distancia entre una parte reconocida -la de la complementariedad sexual- y una ausencia de parte” (Rancière, 1996, p. 53). Así, por ejemplo, cuando Adrianne Rich dice las lesbianas no son mujeres, la concordancia sexo-género-sexualidad se vuelve el lugar de una discordancia radical (se rompen los vínculos de supuesta necesidad, por lo cual la “mujer” ya no es -simplemente no puede ser- el nombre de esta concordancia original); y es como efecto de esta torsión que es posible imaginar y crear configuraciones alternas de la distribución heterogénea de afectos, sentidos y maneras de nombrar lo que antes solo tenía una forma apropiada de referencia.

No habría un sujeto autoevidente de la historia del feminismo (aunque por supuesto que existe una historia del feminismo); solo subjetivaciones que “llenan” el nombre vacío de la “mujer” en su relación con la igualdad, lo que significa que el sujeto del feminismo está también sobredeterminado en todo momento (en cuanto que no hay un conjunto de propiedades que la definan; solo sujetos hablantes cruzados por las condiciones materiales de su existencia y los códigos de inteligibilidad en operación). Esto no implica, sin embargo, que el feminismo se diluya y que pierda protagonismo por su implicación en otras luchas, con otras identidades y propósitos. Implica, en cambio, que el feminismo siempre ha estado “contaminado” por temas que le son, supuestamente, ajenos (el sistema económico, las diferencias culturales, la depredación del medio ambiente…). No por esto se hace necesario negar la existencia de reivindicaciones “típicamente” feministas (la maternidad voluntaria, la igualdad de salarios, la remuneración del trabajo doméstico, la vida libre de violencia sexual), pero sí se reconoce un excedente que siempre ha estado presente y que ahora más que nunca aflora como un supuesto peligro a su coherencia (la transexualidad, los géneros no binarios, el enfoque en las nuevas masculinidades).

¿Acaso no es el intento de excluir a las mujeres trans como “no verdaderamente mujeres” un ejemplo perfecto del efecto perverso de fijar de una vez por todas un sujeto transparente del feminismo? Al fijar la diferencia sexual en el registro biológico y al afirmar que la pertenencia a dicho registro define quién es o no es sujeto del feminismo, se cae en el error de definir de antemano lo que está en disputa (¿qué es -y qué podrá ser- la mujer?). Lo que las feministas transexcluyentes no ven es que la “mujer” no es solamente la manera de referirse a una clase biológica (hacer la igualación entre mujer y clase biológica es creer que hay una cuenta saturada de las partes de la comunidad, esta es precisamente la lógica heteropatriarcal que iguala sexo y género), sino la manera de desligar a la “mujer” de cualquier contenido necesario que dice agotar sus condiciones de posibilidad.

Entonces, para que no haya ninguna confusión, las mujeres como nombre político no necesariamente conforman un poco más de la mitad de la población humana, y las mujeres como nombre político no necesariamente son personas con órganos sexuales reproductivos femeninos. El sujeto del feminismo, en su capacidad política, significa hablar desde este nombre para comprobar la igualdad de cualquiera con cualquiera (y no necesariamente la igualdad entre mujeres y hombres) en una movida que pone en evidencia que una capacidad negada a ciertos cuerpos es, en efecto, una capacidad común (emancipación intelectual) y que el espacio del estar-juntos donde todos han sido contados es, en efecto, el lugar de un daño (subjetivación política). Esta distinción (entre la “mujer” como nombre correcto o incorrecto) no la enfatizo con el propósito de deslegitimar ciertas prácticas como policiales y aplaudir a otras como políticas (de demarcar claramente estos dos ámbitos como si fueran siempre, y en todo lugar, completamente distinguibles o identificables en su estado “puro”). De lo que se trata es de proponer una mirada distinta de lo que podría ser (y ha sido) la política feminista; una mirada que se rehúsa a equiparar el feminismo con la petición de demandas ante el gobierno; una mirada que al cambiar la lógica misma de ver, encuentra también maneras otras de decir (de enunciar y nombrar) que permanecían negadas. Finalmente, es una mirada que retoma la igualdad como una de las “metas” tradicionales del feminismo y advierte que la igualdad está, aquí y en todo momento, ya en operación: “revolutionaries invented a ´people´ before inventing its future” (Rancière, 2011, p. 13).

La ingravidez social de Rancière

Hay dos problemáticas con la propuesta política de Rancière que me gustaría abordar: primero, la lógica de todo o nada entre policía y política; y segundo, la falta de claridad sobre las condiciones de posibilidad de la disrupción política. Sobre el primer punto, el trabajo de Rancière excluye otros tipos de luchas democráticas que no son el producto de la confrontación entre quienes comprueban la igualdad (a través de un desacuerdo) y quienes la niegan (McNay, 2014, p. 164). Hasta aquí, esto no es tanto una crítica como una consecuencia lógica de los postulados de Rancière: es precisamente su propósito repensar la política en estos términos. La verdadera crítica viene de lo que se desprende del “todo o nada” de la distinción política/policía: un modelo de la acción que fetichiza (a través de la figura de los sin parte) la posición de marginalidad de los grupos subordinados; modelo que nada dice sobre las complejas y matizadas dinámicas entre la desigualdad estructural, el poder y la agencia porque depende de un modelo absoluto de la exclusión (McNay, 2014, p. 163).

La irónica despolitización en la obra de Rancière también se debe a la falta de claridad sobre las condiciones de posibilidad de la política. Según McNay, Rancière asume que la lógica policial de la distribución de lo sensible (o “lo social”) es un “[...] determinate residue, a secondary realm, devoid of intrinsic depth or complexity” (McNay, 2014, p. 159). Como consecuencia de esta visión unidimensional de lo social, no hay manera de saber cómo es que la disrupción política sucede más que ex nihilo (acción política como irrupción espontánea) o deus ex machina (acción política como un acto heroico). Y aunque la separación entre un reclamo identitario (policial) y un acto de desidentificación (político) sea tajante, las luchas democráticas no son fácilmente separables en estos dos campos: hay instancias que parecen estar entremedio (no son enteramente políticas ni fácilmente subsumibles bajo la lógica policial). A pesar de esto, Rancière asume que la separación es autoevidente.

Espero que las siguientes aclaraciones, tomadas principalmente de Arditi (2019), ayuden a repensar las dos problemáticas expuestas por McNay:

La policía siempre es de orden n-1: Esta aclaración tiene dos partes. Primero, que el orden policial esté regido por un principio de saturación (la cuenta de la comunidad que no reconoce suplemento o carencia) implica que si la política existe es porque este principio no es una descripción de la estructura social, sino una manera de simbolizarla. En otras palabras, la policía simboliza el orden como si fuese perfecto (como si el hecho y la norma fuesen idénticos), pero siempre tendrá un remanente que lo desestabiliza. Entonces, “[...] the police representation of itself as an order without remainder doesn’t actually reach the factual n of plenitude. Every police is always of the n−1 kind.” (Arditi, 2019, p. 6). Segundo, y como consecuencia, la acción política no es necesariamente una acción desde fuera (una insurrección o revolución de los incontados contra el orden existente), sino una acción desde dentro, porque el orden policial incluye, contradictoriamente, el poder de los que no tienen poder. Así, “[...] the action involved in politics is a way of seizing the inner contradiction of the political order” (Rancière, 2016, p. 114).

La naturalidad del lugar ocupado no es tan natural: Así como hay una brecha entre el hecho y la norma, también la hay entre la asignación policial de los lugares para esta o aquella parte de la comunidad y los cuerpos que lo ocupan. Pocos sujetos alcanzan una identidad absoluta con el mandato social (con lo que el orden policial les dice que deben ser), y esta no-identidad entre el lugar ocupado y el cuerpo que lo ocupa es tolerable, en parte, porque es posible negociar algunas condiciones de la partición de lo sensible sin la necesidad de sobrellevar un proceso de desidentificación. Entonces, la idea de que la subjetivación implica una desidentificación con la naturalidad del lugar ocupado en el orden policial es, pues, engañosa, porque “[...] disidentification is not the first step in breaking from the assigned place because every subject position is already exposed to uncertainty” (Arditi, 2019, p. 16).

La política no existe en estado puro: Debido a que la política carece de ontologías y no tiene un objeto que le sea propio (ni siquiera la igualdad), no puede sino valerse de los objetos, normas, instituciones y lenguaje de la policía. La heterología entre policía y política con respecto a la simbolización de lo común implica, más que una dicotomía, una relación parasitaria. La irrupción política consiste, entonces, en darle la vuelta a las fijaciones policiales que reducen a ciertos sujetos a la impotencia (pero la parte de los sin parte no son los marginados tout court, sino aquellos que rechazan dicho título y posición de marginalidad). Este “dar la vuelta” a las fijaciones policiales se refiere a los mecanismos de torsión -del cuerpo, la palabra, la mirada- que ponen en escena el daño a la igualdad. A partir de la impureza de la política se puede también pensar en aparentes oximorones como “política de la policía” y “policía de la política”. Mientras que la política de la policía se refiere al compromiso de cambiar, transformar y mejorar los órdenes policiales (Chambers, 2012, p. 85), la policía de la política se refiere a la partición sensible ad hoc que se puede crear en prácticas políticas de disenso que se extienden temporalmente (Arditi, 2019).

Estas tres aclaraciones me llevan a proponer los siguientes enunciados: primero, que la lógica del todo o nada no se deriva necesariamente del pensamiento de Rancière, principalmente porque la separación entre aquello que constituye una irrupción política y lo que es, en cambio, una reconfiguración policial, no es definitiva ni absoluta (porque la política siempre es impura y porque la policía contiene un principio de contradicción interno), es decir que está sujeta al desacuerdo como operador de la diferencia. Después de todo, la separación entre lo político y lo no-político no es aquello que la política asume de como su objeto, sino aquello que siempre está en disputa. Entonces, hay ciertos “entremedios” que escapan el todo o nada de la relación dicotómica entre política y policía, porque esta relación no es dicotómica, sino parasitaria (del primero de estos términos hacia el segundo). La política de la policía y la policía de la política son dos de estas posibles configuraciones entremedio.

Segundo, la figura de “los sin parte” no fetichiza la marginalidad, porque, de nuevo, es precisamente esta marginalidad lo que la cuenta de los incontados rechaza a través de la subjetivación política. Tampoco está la parte de los que no tienen parte totalmente excluida del orden policial: “the point is not being counted or not, but in what respect you are counted” (Rancière, 2016). La cuenta errónea de la policía (el no pertenecer de la misma manera que otros a una comunidad) no implica que las dinámicas de exclusión, dominación y subordinación sean simples o transparentes. Tampoco implica, pues, que la agencia nazca del vacío o por grandes y nobles actos heroicos: el impulso de actuar políticamente se genera porque una ruptura (de la configuración de lo posible) parece posible (Rancière, 2016). Esta “ventana de oportunidad” ya viene inscrita en el orden policial debido a la menos que natural naturalidad del lugar ocupado. Esto implica que la policía (lo social) no es un plano inerte, carente de complejidad interna que solo tiene relevancia porque sirve como el contrapeso de la política. De hecho, es todo lo contrario: si la policía no es un lugar que podamos habitar (no por la rareza de su aparición, sino porque es una fuerza -y no un lugar- que irrumpe a través de la torsión de objetos, cuerpos y elementos que no le son propios), el campo de la policía es lo único que nos queda (Chambers, 2012). Aunque Rancière ciertamente dedica mucho más esfuerzo a escribir sobre la política que sobre la policía, concluir de aquí que el segundo de estos términos es el campo de lo simplemente dado ignora que los órdenes policiales no son monolíticos (pues hay mejores y peores policías).

Tercero, la creciente rareza de la política no implica una negación ad hoc del potencial de diversas luchas con fines transformadores (de nuevo, no se trata de todo o nada), sino una crítica de la posdemocracia como orden policial que busca transformar todo conflicto en negociación (y por ende, pretende ponerle fin a la política). Aunque Rancière refiere, quizá en exceso, al movimiento obrero de siglos pasados en una movida que puede ser culpable de romantización, no creo que el desdén hacia las formas de resistencia y luchas democráticas del presente se derive lógicamente de su obra. En otras palabras, este desdén es incidental, por lo cual, como con cualquier autor, es necesario mirar más allá de Rancière y, como bien lo dice Arditi (2019), aplicar el método del desacuerdo a su propio pensamiento.

CONCLUSIONES

La pregunta por el sentido en que las mujeres son -o no- una categoría política puede parecer un exceso de análisis academicista y, sin embargo, esta pregunta sigue generando acaloradas polémicas. Si bien el realismo y el nominalismo de género han dominado los espacios de discusión sobre este tema, el escepticismo de género no es tan fácilmente descartable, o por lo menos eso espero haber argumentado convincentemente. Adoptar esta posición implica dejar atrás la pregunta de qué hace que las mujeres sean mujeres para preguntarse qué hay detrás del intento por identificar tales atributos. Poniéndolo en términos bastante sencillos, el nominalismo y realismo de género vendrían siendo explicaciones policiales de qué es la mujer, mientras que su uso político implica la negación de cualquier fijación absoluta de este tipo: el proceso de desidentificación del sujeto de la experiencia (el sujeto mujer) permite pensar en su fijación temporal (la comprobación de la igualdad siempre es concreta) al mismo tiempo que sus futuras significaciones permanecen abiertas. De nuevo, la distinción policía/política no es una entre malo y bueno, por lo cual una posición escéptica del género no necesariamente se encuentra en completa oposición a algunas luchas identitarias.

Mi reflexión está anclada en que el clima actual parece tomar por sentado que, respecto del feminismo, ya todo ha sido dicho y lo que falta es “hacer”, es decir, volver realidad lo deseado (el feminismo, de ahora en adelante, no es más que la realización programática de una serie de demandas que finalmente confluirán en su anacronismo). El problema con esta postura es que no todo ha sido dicho (y que nunca se podrá llegar a tal momento en que las palabras y los discursos que articulan hayan sido agotados, es decir, que hayan alcanzado un momento de completitud sobre el cual simplemente hay que “adecuar” la realidad para que por fin, las palabras y las cosas se hallen en armonía) y que, en efecto, al homónimo de la “mujer” le falta mucho por decir -a destiempo y en lugares impropios.

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* Este artículo es una adaptación del tercer capítulo de la tesis de maestría “Género, diferencia sexual la “mujer” como nombre imposible de la igualdad” dirigida por Catalina Cortés Severino (PhD) y presentada ante el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia

1 Este criterio (una persona es una mujer si se asemeja a por lo menos dos criterios de un paradigma mujer) no lo propone Stoljar explícitamente, sino que es una interpretación que Mikkola realiza. El criterio utilizado por Stoljar (1995, p. 284) es el siguiente: “Any individual resembling any of the paradigms sufficiently closely (on Price’s account, as closely as they resemble each other) will be a member of the resemblance class “woman”. El problema que identifica Mikkola es que en los cuatro paradigmas propuestos por Stoljar no hay ninguna relación de semejanza. Por ende, el criterio se debe modificar a: “any individual who resembles a woman paradigm to (at least) the same degree as the least resembling woman paradigms resemble one another will count as a woman” (Mikkola, 2016, p. 68). Los paradigmas que menos se parecen comparten dos criterios.

Recibido: 16 de Septiembre de 2020; Aprobado: 30 de Noviembre de 2020

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