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vol.34 issue101COLOMBIAN CONSTITUTION OF 1991 AND MULTICULTURALISM IN PRACTICE(S). THROUGH INSTITUTIONALIZATION AND RESISTANCE PROCESSES, INDIGENOUS PEOPLES “CAME TO STAY”FOUNDATIONS, REALITIES, AND CHALLENGES OF INTERNATIONALIZATION IN COLOMBIA. THE CONSTITUTION OF 1991 AND ITS THIRTY-YEAR HISTORY author indexsubject indexarticles search
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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.34 no.101 Bogotá Jan./Apr. 2021  Epub July 12, 2021

https://doi.org/10.15446/anpol.v34n101.96559 

Dossier

EL ESTADO COMO PROYECTO EN LA CONSTITUCIÓN DE 1991*

THE STATE AS A PROJECT IN THE CONSTITUTION OF 1991

Andrés Abel Rodríguez Villabona1 

1Profesor asociado de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia. Bogotá - Colombia. Director del grupo de investigación Derecho Constitucional y Derechos Humanos, de la misma universidad. Doctor en Derecho Público de la Universidad Grenoble Alpes (Francia). Correo electrónico: androdriguezv@unal.edu.co


RESUMEN

La Constitución de 1991 tuvo el propósito de fortalecer el Estado y su capacidad institucional, para superar así una situación de violencia exacerbada; sin embargo, se mantuvo la estructura del Estado del régimen constitucional anterior, aunque también se le dio un nuevo alcance, al definirlo como “un Estado social de derecho”. De esa manera se establecen las bases de la organización del Estado colombiano y se determina su sentido y la forma que adopta. Para definir el significado de todos estos elementos, es necesario abordar algunos presupuestos conceptuales sobre el Estado y su vínculo con el derecho. Sobre esta base es posible desarrollar una revisión general de las principales características político-jurídicas del Estado en Colombia y, además, formular un balance crítico después de 30 años de vigencia de la Constitución que muestra que, en muchos lugares y contextos, el Estado es aún una aspiración, si bien se produjo una trasformación en la relación entre derecho y Estado.

Palabras clave: Constitución de 1991; Estado en Colombia; soberanía; centralismo; presidencialismo; legislador; rama judicial

ABSTRACT

The Constitution of 1991 aimed to strengthen the State and its institutional capacity, overcoming thus a situation of heightened violence. It maintained, however, the State structure of the previous constitutional regime, although it was given a new dimension by defining it as “a welfare State based on the rule of law.” In this way, it laid the foundations of the organization of the Colombian State and determined its meaning and form. To define the meaning of all these elements it is necessary to examine some conceptual assumptions about the State and its link to law. On this basis, it is possible to carry out a general review of the main political-legal characteristics of the State in Colombia and, in addition, to formulate a critical analysis after thirty years of validity of the Constitution that shows that in many places and contexts the State is still an aspiration, although the relationship between law and State was transformed.

Keywords: Constitution of 1991; State in Colombia; sovereignty; centralism; presidentialism; legislator; judicial branch.

INTRODUCCIÓN

En Colombia, como en los demás países de América Latina, el establecimiento de un Estado independiente fue el producto de un proceso diferente del que se dio en Europa. Mientras que los Estados nacionales europeos son la expresión jurídica y política de una evolución de varios siglos, por el contrario, “los Estados nacionales americanos son el resultado jurídico y político de un cambio súbito y violento, […] lo que se ha llamado fundación nacional o independencia nacional” (Valencia, 2010, p. 74). Ahora bien, esta es una fundación, sobre todo, de carácter formal, con la que se inicia la larga “construcción del Estado nacional como democracia constitucional cuando y donde no existían ni nación ni ciudadanía” (Valencia, 2010, p. 173). Esta situación se explica, principalmente, por la tensión constante entre centralismo y regionalismo, que se mantiene hasta hoy. De todas maneras,

un Estado más o menos obedecido en todo el territorio y un sentimiento nacionalista evidente se sumaron a fines del siglo xx para crear al fin un país unido, aunque menos homogéneo de lo que quisieron los héroes de la Independencia o los políticos del siglo XX. (Melo, 2017, p. 16)

La promulgación de una nueva constitución en 1991 tuvo, precisamente, como uno de sus objetivos fortalecer el Estado y su capacidad institucional, aunque al mismo tiempo buscó superar el carácter excluyente del régimen político y renovar su legitimidad. Con todo, “la estructura político-administrativa y la división de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial no cambiaron radicalmente y algunas modificaciones importantes, como la elección popular [de alcaldes], ya se contemplaban en leyes anteriores” (Lemaitre, 2016, p. 20). Ahora bien, aunque, en efecto, se mantuvo la estructura del Estado que se desarrolló a través de varias reformas a la anterior Constitución (en especial, la reforma de 1968), la Constitución de 1991 le dio un nuevo alcance. En efecto, su artículo 1.o lo define como “un Estado social de derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista”. De esta manera, no solo se establecen las bases de la organización del Estado colombiano, tanto de las instituciones del orden nacional como del territorial, sino que, además, se determina su sentido y la forma que adopta.

El propósito de este artículo es determinar el alcance de dichos elementos que integran las características del Estado de acuerdo con lo previsto en la Constitución de 1991, y presentar una evaluación, de carácter parcial y sucinto, de este régimen y su implementación a raíz de los 30 años de su promulgación. Dicha evaluación girará en torno a la cuestión específica de saber si la Constitución transformó de alguna manera la relación entre derecho y Estado -en especial, con respecto al régimen presidencial y a la forma de organización territorial-, todo ello, dentro del marco de la crisis de la estatalidad. Para lograr tal objetivo, en la primera parte se sintetizarán algunos presupuestos conceptuales sobre el complejo vínculo entre el Estado y el derecho. Sobre esta base, en la segunda parte se formularán, también de forma sintética, las principales características político-jurídicas del Estado en Colombia, según el texto de la Constitución y algunos de sus desarrollos; además, se presentará un balance crítico que permita señalar las particularidades, pero también las carencias, del modelo, la forma y la estructura del Estado como proyecto constitucional.

DE LA POLÍTICA AL DERECHO: LAS FACETAS DEL ESTADO

En la introducción a su libro La noción de Estado, Alessandro Passerin D’Entrèves (2001) afirma que entre las condiciones que se imponen a las personas a la manera de prescripciones y mandatos,

las más numerosas, las más eficaces, las más directamente experimentadas por cada individuo son aquellas que están asociadas, de ordinario, a la noción, tan difusa como vaga, de una entidad a un tiempo misteriosa y omnipresente, de un poder indefinido y a la vez imperioso e irresistible: la noción de Estado. (p. 19)

En efecto, el Estado ocupa un lugar importante en la vida de las sociedades actuales, y aunque su legitimidad y su poder se han visto cuestionados -incluso, afectados-, se mantiene como el modelo paradigmático de organización y de ejercicio del poder. Seguramente por esa misma razón, uno de los grandes filósofos del siglo XIX, no sin cierta solemnidad, llegó a afirmar que “el estado es la realidad efectiva de la idea ética, el espíritu ético como voluntad sustancial revelada” (Hegel, 2004, p. 227). Ahora bien, una de las formas como la realidad del Estado se hace efectiva y se revela es en su relación con el derecho, a tal punto que varias de las concepciones sobre este último parten del Estado, ya sea como autor o como sujeto del derecho.

Con todo, ni esa presencia ni esa prevalencia pueden ocultar el hecho de que el Estado no es sino una de las diversas formas de organización de las relaciones humanas, lo cual supone que es un modelo contingente que, además, se desarrolla en una serie de instituciones1. Por consiguiente, es posible estudiar el Estado desde, al menos dos perspectivas que se complementan la una a la otra: por un lado, puede ser visto como un fenómeno histórico que en tiempos recientes parece enfrentar una profunda crisis; por otro, es posible abordar el Estado en su relación con el derecho como institución jurídica.

Las crisis del Estado

El uso de la palabra Estado2, la aparición del fenómeno al que designa y su sistematización doctrinal resultaron de tres transformaciones del poder político, que se producen, aproximadamente, a partir del siglo XVI, y consistentes en su concentración, su secularización y su abstracción (Poirat, 2003, p. 643). En cuanto a la primera, se trató de “un desplazamiento de la coerción política en un sentido ascendente hacia una cima centralizada y militarizada” (Anderson, 2001, p. 14). El resultado de este proceso fue la afirmación del poder monárquico y de la unidad territorial del Estado, no solo en el interior, sino, también, hacia el exterior. La segunda transformación, la de la secularización, tiene tal sentido en la medida en que la monarquía se libera de la tutela de la Iglesia católica, se impone la distinción entre el poder temporal y el poder espiritual y se reivindica la autonomía del primero frente al segundo3. En tercer lugar, el Estado solo apareció al final de un proceso de abstracción del poder, a través de una clara disociación entre la figura privada del monarca y su figura pública. Esto supuso un cambio radical con la concepción patrimonial y con la personificación del poder fundada en el homenaje y en el vínculo de lealtad entre el señor y sus vasallos. Esta institucionalización de la titularidad del poder como de su ejercicio permite asegurar la permanencia de la autoridad estatal, sin importar las mutaciones de las que pueda ser objeto.

Después de que sus contornos fueron definidos y su poder afianzado, al Estado se le reconocen todos los atributos o se le achacan todos los defectos, lo que probaría la trivialidad de las posiciones maniqueas. Así, de manera recurrente, se anuncian la muerte del Estado, su superación, su disolución o su carácter subsidiario, anuncios que se hacen ya sea a modo de constatación, como un lamento o como una esperanza. Sea como fuere, todo ello permite constatar que el Estado no es una necesidad lógica o natural, sino una realidad histórica cuya suerte depende, principalmente, de su eficacia. De todas formas, las críticas al Estado se fundamentan en sólidos argumentos, lo que revela una especie de paradoja; de hecho, la advertencia sobre el debilitamiento del Estado se manifiesta desde un punto de vista tanto interno como externo, y tiene causas jurídicas, políticas y económicas. No hay que olvidar, además, que no se trata del único modo de organización de las relaciones humanas, por lo cual siempre ha estado en concurrencia con otras entidades. Con todo, es cierto que, ahora más que antes, el Estado se ve confrontado por una serie de fenómenos (por ejemplo, el desarrollo de internet o el crecimiento de las transacciones económicas que rebasan las fronteras nacionales) y de actores (por ejemplo, los múltiples componentes de la sociedad civil o las corporaciones multinacionales), que sobrepasan el marco de la estatalidad o, al menos, no son susceptibles de ser encuadrados o controlados por el Estado.

Pero, justamente, aquí está la paradoja, pues, a pesar de dichos factores de disolución del poder estatal, el Estado sigue siendo el parámetro, casi que el esquema ideal, de ejercicio del poder. Un dato permite constatar tal situación: durante la segunda mitad del siglo XX el número de Estados se ha duplicado y la ONU pasó de tener 51 Estados miembros en 1945 a 193 en 20114. Por otra parte, y con una perspectiva menos cuantitativa y más sustantiva, aunque el Estado puede ser contestado por la reivindicación del derecho de autodeterminación de los pueblos, no deja de estar presente en el horizonte de los movimientos que lo invocan, en la medida en que el derecho a la secesión o a la independencia conduce, la mayoría de las veces, a la creación de un nuevo Estado. Por estas razones, de acuerdo con Peter Evans (2007), “aunque el eclipse del Estado es una posibilidad, no es probable que ocurra”, si bien este autor advierte que

el peligro no es que los Estados terminen siendo instituciones marginales, sino que la función que hoy cumplen sea sustituida por formas más represivas y dañinas de organización que terminen siendo aceptadas como la única forma de evitar el colapso de las instituciones públicas. (p. 99)

En suma, el Estado nunca había sido tan criticado y amenazado, pero tal situación, en vez de afectar su existencia, parece confirmar su perennidad. Esa capacidad para permanecer resulta del hecho de que no se ha propuesto ningún modelo alternativo con alguna vocación de eficacia. Esto se explica, en buena medida, por las características del poder del Estado; en particular, del Estado en su relación con el derecho.

El Estado y su relación con el derecho

El Estado mantiene con el derecho una relación en, por lo menos, dos direcciones, pues es creador de derecho y está regido por el derecho. Esta situación se explica por el carácter dual del Estado como realidad histórica o como institución jurídica. Es posible, entonces, considerar el Estado, en primer lugar, como un fenómeno ajurídico; es decir, una entidad por fuera del derecho, que no está sometida a este. Desde esta perspectiva, el Estado existe fuera del orden jurídico, como un fenómeno esencialmente político y que, por ende, no está completamente determinado ni puede ser reducido al orden jurídico. En dicha concepción se basa la invocación a la “razón de Estado”; esto es, la posibilidad de escapar del sometimiento a las normas jurídicas, en especial cuando su supervivencia está en peligro.

En segundo lugar, si se considera al Estado como una institución jurídica, es posible identificar dos enfoques, según se afirme la identidad o la alteridad entre el Estado y el derecho. En efecto, según la primera alternativa, el Estado se identifica con el derecho, dado que es el único que lo puede producir, el único fundamento del derecho, el único criterio de validez. De ahí resulta una concepción estrictamente positivista del derecho: la del estatalismo jurídico. Sobre ella reposa la teoría de la autolimitación, según la cual el Estado se ve sometido a reglas promulgadas por él mismo o por otra autoridad, siempre y cuando lo acepte abiertamente, de manera que ningún derecho es anterior ni superior al Estado. Ahora bien, también es posible sostener la alteridad, o la no adecuación entre el Estado y el derecho, lo cual implica la existencia de un orden jurídico superior; en otras palabras, desde esta perspectiva, el Estado está limitado por la existencia de normas jurídicas, las cuales está obligado a respetar, y cuyo fundamento no depende de este. Como lo explica Elías Díaz (1996), “un Estado con Derecho (todos o casi todos) no es, sin más, un Estado de Derecho (sólo algunos lo son). Éste implica -en términos no exhaustivos- sometimiento del Estado al Derecho, a su propio Derecho, regulación y control de los poderes y actuaciones todas del Estado por medio de leyes” (p. 63). Por lo tanto, si se entiende de esa manera la noción de Estado de derecho, esta supone la negación de la soberanía del Estado.

En ese orden de ideas, y contrario a la visión clásica de la soberanía, que la entendía como la summa potestas, el poder absoluto e ilimitado del Estado, la definición contemporánea de soberanía no se refiere al carácter absoluto del poder, sino al nivel y el alcance de este. El hecho de que una autoridad sea superior -summa- no significa que sea ilimitada, sino que no admite ninguna otra autoridad por encima de ella. Por tal razón, como lo explica Martin Kriele (1980),

en el Estado constitucional hay, ciertamente, ‘soberanía jurídica’, esto es, el Estado como la totalidad de los órganos y del derecho es soberano frente a la sociedad. Pero no hay dentro del Estado constitucional un soberano, es decir, no hay nadie que tenga soberanía esto es, no hay un poder, siquiera latente, que tenga las características de ser indiviso, incondicionado, ilimitado, ser ultima ratio en casos particulares, que pueda violar y crear derecho. Más aún: la existencia de un soberano en este sentido, por un lado, y del Estado constitucional por el otro, son dos situaciones opuestas, mutuamente excluyentes. (pp. 150-151)

Los vínculos entre derecho y Estado son profundos y difíciles de ignorar; con todo, esto no significa que sea inconcebible la existencia del derecho fuera del Estado ni que, en la práctica, no se haya dado dicha situación. Si se toma una noción restrictiva del Estado, como se indicó al inicio, y una concepción amplia del derecho -entendido como conjunto de normas que regulan el comportamiento en una sociedad, diferenciable de otros órdenes normativos-, necesariamente se verifican situaciones de existencia del derecho más allá del Estado; es más, la presencia y la articulación con otros sistemas sociales hacen que dicha relación sea aún más compleja. Como lo explica Hermann Heller (1942), “la institución estatal se justifica, pues, por el hecho de que en una determinada etapa de la división del trabajo y del intercambio social la certidumbre de sentido y de ejecución del derecho hacen preciso al Estado” (p. 241).

Así como la relación entre derecho y Estado es compleja y está marcada por la influencia de otras realidades, la relación entre sociedad y Estado tiene el mismo carácter. De manera esquemática, es posible admitir que entre los siglos XVIII y XIX hubo una fase de determinación creciente del Estado por la sociedad (afirmación del principio de representación), seguida, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, de una fase en sentido inverso, de determinación creciente de la sociedad civil por el Estado (Estado de bienestar), que en algunos casos -antes de la Segunda Guerra Mundial- llegó hasta la negación de la autonomía de la sociedad (totalitarismos). Actualmente se estaría abriendo una nueva fase, en la cual la sociedad civil -en especial, ciertos actores económicos- reivindican una emancipación frente al Estado. Las lógicas que permitieron el surgimiento del Estado moderno son contestadas por otras lógicas sociales: la internacionalización y la desmaterialización de los intercambios económicos no se ajustan bien a la concepción territorial del derecho estatal; estas y otras situaciones relativizan las percepciones sobre la nacionalidad y la ciudadanía; en cuanto al monopolio del poder legítimo, ya se indicaba que cada vez más se pone en duda, tanto en el plano internacional o supranacional, como en el plano infraestatal o local, sin olvidar, además, la relativización del poder de los Estados por parte de poderes privados.

Lo que puede ser problemático es que, en ocasiones, el reconocimiento y la creencia en el Estado de derecho dejan de lado dicho proceso de relativización del Estado; es más, la expansión jurídica de los Derechos Humanos puede dejar abierta la cuestión de saber cuál es la forma política que en el futuro podrá garantizar la eficacia de esos derechos frente a poderes cada vez más informales y dispersos.

EL ESTADO EN LA CONSTITUCIÓN DE 1991

El establecimiento del Estado en Colombia ha tenido que enfrentar los problemas mencionados, que, hasta cierto punto y en diversos grados, se presentan en todas las sociedades que se han sometido a esa forma de organización del poder; con todo, allí se han desplegado con un especial nivel de severidad, porque, a pesar de los proyectos de las clases dirigentes, el Estado ha sido débil, y en muchos aspectos lo sigue siendo. Uno de los síntomas más evidentes de dicha debilidad se evidencia en el ámbito territorial; esto es, como lo señala Mauricio García (2020), en la

incapacidad del Estado para regir en toda la geografía: la soberanía efectiva se reduce a las laderas medias (no en todas) entre las cumbres montañosas y los valles tórridos. A medida que se desciende de las cordilleras hacia las planicies bajas y las selvas, el Estado se va desvaneciendo. (pp. 143-144)

Otro de los síntomas de la debilidad del Estado en Colombia es la presencia constante de la violencia en la vida social y, en especial, como herramienta de acción política. Aunque siempre se ha manifestado de una u otra forma, durante el siglo xx es posible identificar -siguiendo a Francisco Gutiérrez (2014)- dos periodos en los cuales este fenómeno se ha agravado: el que se conoce como La Violencia, desde la segunda mitad de la década de 1940 hasta inicios de la de 1960, y el periodo de la “guerra contrainsurgente, que comienza aproximadamente en 1980 y continúa hasta hoy” (pp. 12-13).

El proceso constituyente que dio lugar a la Constitución de 1991 se explica, en parte, por el propósito de fortalecer el Estado y su capacidad institucional (como se indicó al inicio), y de superar así una situación de violencia exacerbada. En esa coyuntura particular, la crisis política se desplegó en un contexto de profunda crisis social, a causa del terrorismo desencadenado por el narcotráfico y los grupos armados ilegales. “El aumento de la violencia encontró al Estado desarmado, no solamente por la falta de fuerza militar, sino por la fragilidad institucional” (Lemaitre, 2016, p. 5). Para enfrentar la situación, desde 1988 se promovieron reformas constitucionales de envergadura que, con todo, fracasaron por la actitud de la clase política en el Congreso o porque algunas decisiones judiciales impidieron su entrada en vigencia, lo cual convirtió a la de 1886 en una “constitución bloqueada” (Uribe, 1996, p. 249). Finalmente, tras diversas manifestaciones de descontento que exigían cambiar la Constitución para superar la crisis (la más conocida fue el movimiento estudiantil de la “Séptima Papeleta”5), que tuvieron cierto apoyo en un sector de la clase política, y después de un tortuoso proceso jurídico, se convocó la Asamblea Nacional Constituyente que promulgó una nueva Constitución el 4 de julio de 1991.

El concepto y la forma de Estado previstos en la constitución

En su aspecto sustantivo, la Constitución define a Colombia como “un Estado social de derecho” de carácter democrático. En su forma de organización, mantiene la tradición centralista al establecer que está “organizado en forma de República unitaria”, aunque la matiza al reconocer su carácter descentralizado y la autonomía de sus entidades territoriales, al tiempo que también mantiene una estructura institucional dominada por el régimen presidencial.

Estado social de derecho

Una de las principales novedades de la Constitución de 1991 es la inclusión de la noción de “Estado social de derecho”. La Corte Constitucional colombiana, en una de sus decisiones más conocidas, la Sentencia T-406 de 1992, ha indicado que

la incidencia del Estado social de derecho en la organización sociopolítica puede ser descrita esquemáticamente desde dos puntos de vista: cuantitativo y cualitativo. Lo primero suele tratarse bajo el tema del Estado bienestar […] y lo segundo bajo el tema de Estado constitucional democrático.

En ese orden de ideas, se establece en Colombia un modelo de Estado que preserva la pretensión básica del Estado de derecho consistente en establecer unos límites jurídicos al poder que encuentran su justificación en la protección de los derechos y las libertades de la persona. Este modelo integra así una de las características centrales del constitucionalismo liberal clásico, aunque se distancia de él en varios otros aspectos. Entre estos últimos se incluye “su propósito de que el derecho constitucional sea el marco jurídico-institucional que garantice un nivel mínimo de igualdad […], a través del reconocimiento de derechos sociales y económicos y de la intervención del Estado en la economía” (Jaramillo et al., 2018, pp. 851-852).

Sobre estas bases, la Constitución de 1991 supuso la superación definitiva de la concepción clásica de la soberanía, que tuvo cierto arraigo en nuestro país. A partir de ella, se abandonaron las ideas de que el Estado es una autoridad ilimitada y de que la soberanía, al residir en el pueblo, como lo indica el artículo 3 de la Constitución, representa un poder incondicionado. Se trata, más bien, del reconocimiento de la legitimidad del Estado en el conjunto de la sociedad y del sometimiento de aquel a unos parámetros jurídicos mínimos que integran el fundamento del régimen constitucional; por consiguiente, como lo ha señalado la Corte Constitucional, “incumbe solamente al pueblo adoptar la Constitución o sustituirla, a partir del ejercicio de su poder constituyente, como manifestación jurídica del contrato, convenio o pacto social que le otorga legitimidad a un determinado Estado” (Sentencia C-644 de 2004).

República unitaria

Para determinar la forma de Estado se han formulado diversos criterios. Uno de ellos se basa en las relaciones entre el gobierno central y las entidades locales que operan en su territorio (Scarciglia, 2011, pp. 183-184). En tal sentido, también se aplica el concepto de separación de poderes, para mostrar que la forma de Estado es otra garantía contra los eventuales abusos del poder estatal nacional. Con base en este criterio, es posible afirmar que la forma de Estado corresponde a la repartición del poder político entre las autoridades nacionales y las autoridades locales. La forma varía, entonces, según el grado de autonomía reconocido a estas últimas, y que puede ser bastante alto o muy débil; por ende, según la forma de Estado, se establece una mayor o una menor autonomía regional. El Estado unitario reconoce una menor autonomía que el Estado federal.

Si bien durante el siglo xix hubo en Colombia algunos periodos en los que rigió el modelo federal, desde la Constitución de 1886 se instituyó el Estado unitario. La Constitución de 1991 confirmó ese modelo, aunque moderó su alcance. Ello se explica tanto por razones de orden general (es difícil el ejercicio completamente centralizado de la autoridad) como por las circunstancias propias de nuestro país, pues el excesivo centralismo limitó la democracia y afectó el funcionamiento del Estado. De todas maneras, como lo indica la Corte Constitucional en la Sentencia C-216 de 1994, el carácter unitario de la república implica “el principio de la centralización política, que se traduce en unidad de mando supremo, unidad en todos los ramos de la legislación, unidad en la administración de justicia y, en general, unidad en las decisiones de carácter político”.

Estructura orgánica y régimen presidencial

La estructura orgánica del Estado colombiano en el ámbito nacional está determinada, en principio, por la clásica distinción entre las tres ramas del poder público: la legislativa, la ejecutiva y la judicial. Con todo, la Constitución dispone en su artículo 113 que existen, además, otros órganos, autónomos e independientes, para el cumplimiento de las demás funciones del Estado. De esa manera, el diseño de la organización de las instituciones -bajo el dominio del sistema presidencial- se hace más complejo, aunque no solo desde una perspectiva cuantitativa, sino también cualitativa, pues supone tanto la separación de sus funciones como ciertos mecanismos de control mutuo entre ellas. Es más, para complementar dichos mecanismos de control mutuo, el mismo artículo 113 señala que “los diferentes órganos del Estado tienen funciones separadas, pero colaboran armónicamente para la realización de sus fines”. Así pues, se establece el principio de colaboración armónica, que, de todas formas, “no implica que determinada rama u órgano llegue a asumir la función de otro órgano, pues no debe olvidarse que cada uno de ellos ejerce funciones separadas” (Sentencia C-246 de 2004).

El Estado como aspiración

Como sucede en todas partes, la Constitución de 1991 establece un modelo de Estado, pero al mismo tiempo contempla un proyecto de sociedad para alcanzar en el futuro. En este último punto, la Constitución es un ejemplo del “constitucionalismo aspiracional”; es decir, “la concepción que liga la constitución con el progreso” (García, 2006, p. 205). Ahora bien, frente al primero se contempla un régimen sobre el concepto, la forma y la estructura del Estado que incorpora algunas novedades, pero se mantiene en la tradición institucional, y que también tiene cierto carácter aspiracional al no alcanzar una implementación suficiente. En muchas regiones y contextos, el Estado en Colombia es aún una aspiración, situación que se constata -entre otros factores- en las particularidades de la crisis del Estado en nuestro país, en las fragilidades de su estructura institucional y en el centralismo arraigado6.

Las particularidades de la crisis del Estado en Colombia

La debilidad del Estado, que se expresa en su desigual presencia territorial y en la persistencia de la violencia, no ha podido ser superada. Como ya se indicó, uno de los objetivos centrales de la Constitución de 1991 era su fortalecimiento; en especial, el de las funciones que debe cumplir en tanto “Estado social”. Sin embargo, los gobiernos que siguieron a su promulgación estuvieron más preocupados por fortalecer el aparato de seguridad y defensa, de manera que la política social, así como otras funciones (por ejemplo, el desarrollo de la infraestructura), quedaron hasta cierto punto supeditadas a que se aseguraran primero los recursos para dicho propósito. Precisamente por eso, la soberanía interna del Estado colombiano sigue siendo fragmentada y dispersa, pues, como se sabe, tal soberanía no consiste únicamente en la posesión de la fuerza material, sino que también supone el ejercicio del poder mediante el derecho. Solo así la soberanía puede estar en la base de la legislación, de la administración y de la jurisdicción.

La situación planteada llevó a que en el caso colombiano se materializara el riesgo de que el Estado, en algunas regiones y contextos, fuera sustituido por formas más represivas y dañinas de ejercicio del poder. Como lo explican Mauricio García y Javier Revelo (2010), la debilidad de las instituciones es más protuberante en ciertos territorios alejados de los grandes centros urbanos, aunque en los tiempos más recientes ha pasado de originarse en pactos clientelistas entre élites políticas centrales y locales a derivarse del clientelismo armado; esto es, “la captura institucional por parte de actores armados aliados con aquellas élites locales y tolerados por las élites centrales” (p. 18). Las principales víctimas de la debilidad del Estado terminan siendo los sectores más vulnerables de la población. Para ellos, la única manera de sobrevivir es el sometimiento a dichos actores armados, los cuales impiden que las instituciones estatales puedan actuar. En el peor de los casos, algunos de los agentes estatales se alían con dichos actores, de manera que la poca presencia estatal termina diluida en esas manifestaciones de ilegalidad.

En ese contexto, los síntomas de la crisis del Estado aparecen en Colombia con especial severidad. A la soberanía fragmentada y dispersa a nivel interno se suman las profundas restricciones que tiene a nivel externo. Al tiempo que durante buena parte del siglo XX se gestó un aislamiento social y político, que generó un verdadero parroquialismo (Borda, 2019), y que no permitió la construcción de vínculos estables con otros Estados de América Latina, muchos de los problemas que ha enfrentado el Estado colombiano son consecuencia de fenómenos y políticas que se imponen desde afuera, y cuya solución, por eso mismo, depende no solo de la voluntad o de la capacidad de sus dirigentes. Esto es claro, por ejemplo, en el ámbito de la economía, pues a finales del siglo xx “Colombia se convierte en un país que exporta petróleo, carbón, níquel y oro, de tal modo que queda sujeto a serios problemas macroeconómicos asociados a los precios [internacionales] de los recursos naturales” (Kalmanovitz, 2010, p. 195). Dicho escenario también se evidencia en la política de lucha contra el narcotráfico, cuyo mantenimiento o cuya revisión están lejos de depender de una decisión interna del gobierno colombiano; es más, “la prohibición de una serie de productos psicoactivos a un porcentaje significativo de la población ha comprometido a los Estados Unidos en una guerra imposible de ganar contra las fuerzas del mercado” (Henderson, 2012, pp. 21-22).

Esta mención al caso estadounidense permite confirmar, además, que ninguna sociedad se ha regido por un Estado que corresponda al modelo ideal expuesto por la filosofía política, y en el cual la soberanía se despliega en todo el territorio y en todas las competencias en el ejercicio de sus funciones. La soberanía es una característica del Estado como forma de organización política que depende de diversos factores, cada uno de los cuales se realiza en diversos grados. Por tal razón, en algunas ocasiones es difícil determinar con toda certeza cuándo surge el Estado o cuándo deja de existir. Las relaciones entre todas esas variables constituyen un balance que permite verificar el nivel de estabilidad, de permanencia, de dominio y de legitimidad que tiene un Estado en particular. En el caso de Colombia, dicho balance muestra que el Estado es débil en algunas de esas variables, como se ha venido indicando.

Para superar esa realidad, la Constitución de 1991 reconfiguró el modelo de Estado. Tal es el motivo por el que, desde el punto de vista de los valores, las funciones, la legitimación y los límites de las autoridades públicas, la definición de Colombia como “un Estado social de derecho” de carácter democrático es de indudable trascendencia; no obstante, dicha transformación no se completó con una reforma de la estructura orgánica cuyo alcance permitiera realizar el nuevo modelo de Estado. Se establecieron algunas instituciones que han podido impulsar el logro de dicho objetivo y tener cierto reconocimiento social, como la Corte Constitucional y la Fiscalía General de la Nación. Con todo, como ya se indicó, esa estructura y la forma unitaria del Estado mantuvieron las características que tenían bajo la Constitución de 1886 y sus reformas promulgadas durante la segunda mitad del siglo XX. El organigrama del Estado colombiano no experimentó grandes alteraciones, sino que tuvo, más bien, algunas reformas específicas, que fueron importantes, pero que no alcanzan a dar lugar a un cambio de modelo.

Esta situación parece corresponder, entonces, a la misma que Roberto Gargarella (2014) atribuye a varias reformas constitucionales en América Latina a lo largo de las últimas décadas, y en las cuales los cambios que se introdujeron no impactaron directamente en la estructura interna de la Constitución. Por esto, las actuales constituciones latinoamericanas “parecen caracterizarse por una relación de tensión, más que de continuidad, entre la sección referida a los derechos y la sección que organiza la distribución del poder” (p. 356). De todas formas, esta perspectiva sincrónica, que se centra en el momento constituyente, puede complementarse con una diacrónica, que tenga en cuenta la evolución de dichas reformas. En Colombia, las transformaciones en la estructura orgánica del Estado se han desarrollado por la vía, larga y difícil, de la aplicación y la interpretación de la Constitución; en especial, por parte de la Corte Constitucional y, en algunas ocasiones, por parte del legislador. Gracias a la jurisprudencia y a algunos desarrollos legales, las características del Estado social y democrático de derecho y el contenido de los derechos fundamentales han impactado en la naturaleza y las funciones de ciertas entidades estatales. Así, por ejemplo, después de 1991 el control jurídico de la administración por parte de la jurisdicción de lo contencioso administrativo no se fundó tan solo en el principio de legalidad, sino, principalmente, en la garantía de los derechos fundamentales (Botero, 2004, p. 114; Peña, 2008, p. 113). Esta evolución se produjo por la manera como la Corte Constitucional interpretó dicha fundamentación siguiendo la segunda alternativa, lo que la condujo a un enfrentamiento con el Consejo de Estado, que defendía la primera. Finalmente, las posiciones de los dos tribunales se han venido conciliando de forma paulatina y parcial, hasta el punto de que el legislador las recogió en la Ley 1437 de 2011 (Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo), la cual introduce algunas reformas encaminadas a asegurar la supremacía de la Constitución y de los derechos, como el recurso extraordinario de unificación de jurisprudencia.

Las fragilidades de la estructura institucional: la persistencia del presidencialismo

En línea con el mantenimiento de la estructura orgánica de los poderes, la Constitución de 1991 no alteró el arraigado régimen presidencial. Producto de la influencia del modelo estadounidense, y siguiendo la tradición hispanoamericana de liderazgo carismático, en Colombia existe “una poderosa presidencia como institución axial de la república centralista” (Valencia, 2010, p. 58). Se trata, entonces, de una forma de gobierno que corresponde a lo que Carlos Nino (1990) denomina hiperpresidencialismo; es decir, un régimen presidencial que va más allá del ejemplo norteamericano y se ubica “en el extremo del presidencialismo más acentuado” (p. 41). Ahora bien, cabe reconocer que la Constitución de 1991 estableció algunas restricciones al poder del presidente, la más notable de las cuales fue “la imposición de estrictos límites a la figura de los estados de excepción, con lo cual se puso fin al hábito inveterado de gobernar con facultades propias de los estados de emergencia” (Jaramillo, 2007, p. 79). A pesar de estos esfuerzos, el establecimiento de la reelección presidencial inmediata en 2004 desembocó en un desequilibrio de poderes a favor del presidente. Finalmente, esta figura fue eliminada en 2015, pero sus efectos en el sistema de frenos y contrapesos se mantuvieron con posterioridad (García et al., 2009, pp. 404-405); sin embargo, como lo destaca Ana Arango, el presidencialismo colombiano tiene gran capacidad de adaptación a las reformas que intentan limitar su alcance y restablecer el equilibrio entre los poderes. Tal fenómeno ha hecho posible que “cada vez que una reforma constitucional reduce los poderes legislativos o partidistas del ejecutivo, este se adapte formalmente a estos límites […] y busque nuevas brechas en el sistema que le permiten evadir controles e imponer sus decisiones al congreso” (Arango, 2019, p. 115).

Asimismo, la Constitución de 1991 buscó limitar los poderes del presidente por medio de un fortalecimiento de las competencias y la legitimidad del Congreso de la República como órgano legislativo y escenario de representación y participación (Celemín, 2016, p. 125). Estas medidas se tomaron en el marco de una nueva concepción de la democracia, en la cual esta no se limita a instaurar los procedimientos de elección de los miembros de los cuerpos representativos, sino que, además, promueve distintos mecanismos de participación, en desarrollo del principio de la soberanía popular, tales como el plebiscito, el referendo, la consulta popular, el cabildo abierto, la iniciativa legislativa y la revocatoria del mandato. Asimismo, la Constitución tuvo el propósito de “abrir el espacio político a nuevos partidos y movimientos, para ponerle fin al monopolio que habían ejercido los partidos Liberal y Conservador sobre la vida política del país” (Jaramillo, 2007, p. 77). Con todo, la flexibilización de los requisitos para la creación y el funcionamiento de los partidos y los movimientos políticos y para la presentación de candidatos a las elecciones, si bien puso fin al modelo bipartidista tradicional, llevó a la fragmentación del sistema de partidos. De todas maneras, el poder presidencial se adaptó a esta situación y supo aprovechar la fragmentación, para lo cual recurre a mecanismos “transaccionales” que le permiten negociar con cada congresista la aprobación de los proyectos de ley que soportaran su programa de gobierno (Duque, 2014, p. 106). De esa forma, se mantiene el sometimiento del legislativo al ejecutivo, que había sido una característica del régimen bajo la anterior Constitución de 1886.

En el esquema previsto en la Constitución, la jurisdicción también fue concebida como otro mecanismo de limitación del presidencialismo y de garantía del equilibrio de poderes. La Asamblea Constituyente respondió al clamor por una reforma a la justicia, que venía siendo expresado desde tiempo atrás (Lemaitre, 2016, p. 8), con una reconfiguración de esta rama del poder que tuvo un destacable alcance, comparable con el de la reforma constitucional de 1910, que entre otras figuras, instauró de manera temprana en Colombia el control judicial de la constitucionalidad de las leyes por vía de acción pública (Rodríguez, 2005, pp. 230-232); de hecho, el reforzamiento de este tipo de control conferido a la Corte Constitucional, sumado a su rol de garante de los derechos fundamentales mediante la revisión de algunos de los fallos proferidos en las acciones de tutelas, serán, sin duda, una de las transformaciones más importantes que se introdujeron en 1991 (García et al., 2006, p. 299). Esto le permitió al tribunal convertirse en una barrera importante a las pretensiones de expansión del poder presidencial, aunque también se destaca la labor del Consejo de Estado en su control de los actos de la administración y la de la Corte Suprema de Justicia al investigar y juzgar a los miembros del Congreso y a algunos funcionarios del gobierno acusados de tener alianzas con actores ilegales (en especial, los paramilitares).

Sin embargo, el impacto de la reforma a la justicia contemplada en la Constitución terminó siendo parcial y sectorizado. Su alcance es notable en el ámbito de lo que puede denominarse justicia “protagónica”, pero de menor profundidad en el de la justicia “rutinaria”. Esta distinción, propuesta por Rodrigo Uprimny (2016) 7, caracteriza a la primera como aquella justicia “de gran visibilidad en los debates públicos y de alto impacto en la vida económica, política o social del país”, que además “ha estado ligada a la justicia constitucional por medio de la cual la Corte Constitucional ha terminado por pronunciarse sobre temas cruciales para el país” (p. 182).

Por su parte, la justicia rutinaria busca resolver los conflictos cotidianos del ciudadano, sin que esto signifique que sea una justicia menos importante; por el contrario, “es la que más impacta al común de la gente, aunque no tenga mayor discusión pública”, al tiempo que “se identifica con la justicia ordinaria, encargada de resolver los conflictos civiles, penales y laborales” (p. 182). Para hacer frente a este problema es preciso encontrar alternativas que permitan mantener los avances de la justicia protagónica y, al mismo tiempo, extender sus logros a la justicia rutinaria:

En esa medida, es necesario impulsar un lazo de irradiación o jalonamiento entre las dos justicias, a fin de que la justicia rutinaria se permee de los avances de la protagónica. Y para ello creemos que es posible pensar en ‘tutelizar’ la justicia ordinaria. En efecto, mientras que la confianza ciudadana en el sistema judicial en su conjunto es baja, la tutela es muy popular. Quizás esa paradoja indique una posible salida a muchos de los agudos problemas de inoperancia de nuestra justicia ordinaria a través de su ‘tutelización’. Esta propuesta tiene un sentido metafórico, pues no se trata de usar la tutela para todo, lo cual sería un error. Pero podríamos llevar el espíritu y los principios de esta acción al conjunto de los procedimientos judiciales. (Uprimny & Rodríguez, 2021, en prensa)

De todas maneras, aunque en el ámbito de la justicia rutinaria la Constitución de 1991 tendió a tener efectos limitados, en el de la justicia protagónica implicó cambios importantes en la estructura del Estado, al sentar las bases de un modelo activo de control de constitucionalidad, en cabeza de la Corte Constitucional, que, a su turno, se erigió como una de las barreras más importantes a la tendencia expansiva del presidencialismo en nuestro país. Este fenómeno confirma las complejas relaciones que se presentan entre el Estado y el derecho, pues en ciertas situaciones este último se utiliza como instrumento al servicio del primero (como en el caso la reelección presidencial, como ya se referenció), mientras que en otras es un mecanismo efectivo de limitación al poder (como en el caso de la decisión de la Corte Constitucional que declaró inexequible un proyecto de ley que convocaba a un referendo constitucional para permitir la segunda reelección presidencial; esto es, por un tercer periodo inmediato8).

Otro problema que ha afectado profundamente a la rama judicial, en parte debido al diseño institucional previsto en la Constitución -en especial, respecto de la forma de elección de los magistrados de las altas cortes- es el de la politización de la justicia. Se hace necesario, entonces, consolidar la meritocracia y fortalecer la carrera judicial. A pesar de los importantes avances en la materia, aún se presentan deficiencias en los dos extremos de la jerarquía judicial, pues

el sistema de méritos se ha aplicado para proveer la mayoría de los cargos de magistrados de los tribunales de segunda instancia (tribunales superiores de circuito judicial y tribunales administrativos), pero se ha aplicado en menor medida para proveer los cargos de jueces de primera instancia, mientras que no se aplica en el caso de las llamadas cortes de cierre9. (Uprimny & Rodríguez, 2021, en prensa)

En ocasiones, dicho sistema de elección ha promovido prácticas de clientelismo, favoritismo y politización, razón por la cual debe ser reformado lo antes posible, mediante el establecimiento de algún tipo de procedimiento que incorpore mecanismos de selección basados en el mérito10.

La politización también ha afectado a los organismos de control, en razón de la forma de elección del titular de la Contraloría como el de la Procuraduría prevista en la Constitución (además de los efectos que tuvo en ella la reelección presidencial11). El caso más conocido fue el que dio lugar a la sentencia del Consejo de Estado del 7 de septiembre de 2016, con la cual se anuló la reelección del procurador Alejandro Ordóñez, por violación del artículo 126 de la Constitución12. Para hacer frente a dicha situación, mediante una reforma constitucional aprobada en 201513 se prohibió la relección tanto del procurador como del contralor, y que pudieran aspirar a un cargo de elección popular durante el año siguiente a la finalización de su periodo. Además, la forma de selección del contralor fue modificada, al eliminarse la intervención de la rama judicial y establecerse que sea elegido por el Congreso en pleno de lista de elegibles conformada mediante convocatoria pública. En cuanto a la Defensoría del Pueblo, la politización también se explica por la forma de elección de su titular, aunque también, por el hecho de que en ocasiones la elección de los funcionarios de dicha entidad depende de sus vínculos políticos y por la actitud complaciente de algunos de los defensores frente al Gobierno nacional (Revelo, 2009, pp. 163 y 175).

El centralismo arraigado

Si bien la Constitución estableció como fundamento del régimen territorial del Estado el modelo unitario, en ella no se dejó un sistema plenamente definido (Quinche, 2009, p. 785). Con todo, la carta de 1991 “ratifica el modelo de Estado impuesto desde la Constitución de 1886, pero se plantea la unidad bajo el desarrollo de la descentralización, a diferencia de aquella que señalaba la unidad bajo el predominio de la centralización política y la descentralización administrativa” (Estupiñán, 2005, p. 208). Bajo estos presupuestos, y después de una larga espera, la Ley 1454 de 2011, orgánica sobre ordenamiento territorial, se propuso definir dicho sistema, con el objetivo de fomentar “el traslado de competencias y poder de decisión de los órganos centrales o descentralizados del gobierno en el orden nacional hacia el nivel territorial pertinente, con la correspondiente asignación de recursos” (art. 2).

Estos intentos de moderar el centralismo no pudieron, sin embargo, romper el rígido esquema unitario. Aunque se trata de una realidad institucional, es posible asumir una postura crítica frente a ella, ya que “las normas constitucionales y las correspondientes leyes territoriales, obedecen aún a las arcaicas estructuras heredadas del centralismo asfixiante de castas corruptas y generador de pobreza” (Santofimio, 2005, p. 261). De todas maneras, la propuesta constitucional de 1991 abrió el camino para la creación de nuevas entidades administrativas que gradualmente fueran adquiriendo la experiencia, la madurez y la envergadura necesarias para su posterior transformación en unidades político-administrativas, como sucedería en el caso concreto de la figura de la región (Restrepo et al., 2002, p. 6). En tal sentido, sería posible ir más allá y pensar en un proceso que garantice la transformación de los municipios, la construcción de la entidad provincial y, a partir de esta, o directamente de aquellos, el establecimiento de la región como “entidad territorial autónoma, cuyo estatuto, una vez adoptado por su cámara legislativa, sería estudiado y aprobado por el Congreso Nacional para mantener la unidad política del Estado y sin perjuicio del control constitucional” (Trujillo, 2007, p. 222).

CONSIDERACIONES FINALES

La Constitución de 1991 instauró en el país un nuevo modelo de Estado: el “Estado social de derecho”, de carácter democrático, aunque conservó la estructura orgánica del régimen constitucional anterior, que se caracteriza por su marcado presidencialismo. De todas formas, introdujo algunos cambios institucionales importantes, entre los cuales se destaca el establecimiento de la Corte Constitucional. A pesar de que estas nuevas instituciones no entrañaron una transformación estructural del Estado colombiano, y a pesar de que su débil presencia en algunas regiones y contextos se mantiene (lo cual es expresión de las peculiaridades de la crisis de la estatalidad en nuestro país), la Constitución de 1991 dio lugar a un nuevo tipo de relación entre derecho y Estado. Antes de su promulgación prevalecía la concepción según la cual el derecho era, sobre todo, un instrumento al servicio del poder, lo cual se evidenciaba, por ejemplo, en la excepcionalidad jurídica que implicaba el recurso permanente al estado de sitio (Barreto, 2011; Iturralde, 2003). Con la nueva Constitución, el derecho se erige como una barrera que pretende limitar la acción de las autoridades; en especial, de aquellas pertenecientes a la rama ejecutiva, en cabeza del presidente de la República; ello, pese a la tendencia expansiva del poder presidencial, en detrimento del equilibrio entre los poderes, y pese a su capacidad de adaptación frente a las reformas que buscan restringir su acentuado peso.

Ahora bien, esta apreciación sobre cómo ha evolucionado la relación entre el derecho y el Estado no impide abordar críticamente las funciones y la estructura de este último, según lo previsto en la Constitución y siguiendo sus desarrollos en estos 30 años; es más, las carencias identificadas podrían ser el fundamento para plantear la conveniencia de una reforma constitucional de gran calado o, incluso, de una nueva constitución; sin embargo, no hay que olvidar que “las instituciones y prácticas desarrolladas después del proceso constituyente en 1991 no han dejado de ser percibidas como avances novedosos en el marco del constitucionalismo en América Latina” (Rodríguez & Ruano, 2018, pp. 12). Es más, en un país como Colombia, cuya historia política tiende a la exclusión y al sectarismo, se destaca el hecho de que la Constitución de 1991 haya sido el producto de la participación de algunos de los sectores que tradicionalmente no habían sido tenidos en cuenta, y que, con posterioridad, haya sido un referente para reclamar, por parte de los mismos sectores, la vigencia del Estado de derecho, mejores condiciones de vida y la realización de la democracia. “La Constitución de 1991 creó grandes esperanzas, en parte confirmadas y en parte incumplidas. Muchas de sus normas constituían una actualización indispensable de una constitución formalista, ya centenaria, convertida en obstáculo a la democracia” (Melo, 2017, p. 270). El riesgo, entonces, es que una nueva Constitución, en vez de impulsar la consolidación del Estado social y democrático de derecho, dé marcha atrás y termine desmantelando los avances que en este sentido supuso la Constitución de 1991; de hecho, algunas de las reformas que ha experimentado confirman estos temores.

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* Este artículo es uno de los resultados del proyecto de investigación Derechos, Justicia y Constitución: las Dimensiones Sociales del Constitucionalismo, de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia (código Hermes 46383). A la memoria de mi padre, Abel Rodríguez Céspedes, miembro de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, educador innato y constitucionalista por convicción

1El reconocimiento del Estado como fenómeno histórico se opone a una concepción atemporal de aquel. De esta manera, se presentan dos visiones: una que afirma una noción extensiva del Estado, la cual considera que toda forma de organización del poder puede ser calificada como Estado; la otra plantea una noción más restrictiva y asegura que el Estado es una de varias formas de organización del poder. Por lo demás, conviene señalar que la noción de Estado que se viene formulando corresponde, sobre todo, a la del moderno Estado-nación. Para una caracterización más amplia del Estado véase, entre otros, Tilly (1992, pp. 102-108).

2No fue sino a partir del siglo xvi cuando se precisó el significado del término Estado, entendido como la forma de ser o estar de un grupo o de una comunidad. En efecto, “los textos de Nicolás Maquiavelo introdujeron por primera vez en el vocabulario político el término Estado en su acepción moderna, primero en italiano (Stato) y luego en otros idiomas” (Jaramillo et al., 2018, p. 68). A partir de ahí, el vocablo se adopta de manera definitiva y su sentido queda establecido.

3Por eso, aunque con la llamada “Revolución papal”, conocida también como la “Querella de las Investiduras” (1075-1122), la Iglesia adoptó muchas características distintivas de lo que será el Estado secular moderno, este último “tenía el carácter paradójico de un Estado sin funciones eclesiásticas, una comunidad secular, cuyos súbditos todos también constituían una comunidad espiritual con una separada autoridad espiritual” (Berman, 1996, p. 125).

5Se trató del Movimiento todavía podemos salvar a Colombia, que se fijó como propósito central la inclusión de una séptima papeleta en las elecciones del 11 de marzo de 1990, para que los votantes se pronunciaran sobre la posibilidad de convocar una asamblea que reformara la Constitución.

6La selección de estos factores se fundamenta en su influencia al determinar las características estructurales del Estado colombiano; ahora bien, otros factores importantes —como, por ejemplo, el estatuto de la oposición, la justicia transicional o el régimen económico y de la hacienda pública— no serán abordados; principalmente, porque ello desbordaría el alcance de este artículo y sus objetivos.

7Quien retoma los planteamientos formulados en un trabajo anterior (21).

8Se trata de la Sentencia C-141 de 2010.

9Por “cortes de cierre” se entienden la Corte Suprema de Justicia, el Consejo de Estado y la Corte Constitucional. De acuerdo con el artículo 231 de la Constitución, los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado son elegidos por la respectiva corporación, de una lista de diez elegibles, enviada por el Consejo Superior de la Judicatura tras una convocatoria pública (se establece así un sistema de semicooptación). Por su parte, según lo previsto por el artículo 239 de la Constitución, “los Magistrados de la Corte Constitucional serán elegidos por el Senado de la República para períodos individuales de ocho años, de sendas ternas que le presenten el Presidente de la República, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado”.

10Una propuesta en tal sentido es la que plantea Sebastián Lalinde (2016), y consistente en la realización de un concurso de méritos que dé lugar a listas cortas que permitan cierto grado de discrecionalidad política (pp. 292-293).

11En el diseño inicial de la Constitución se establecieron unos tiempos para la elección del procurador, que aseguraran que solo coincidieran parcialmente el periodo de este con el del presidente. Como efecto de la reelección presidencial, esta coincidencia se extendió durante mucho más tiempo.

12De acuerdo con tal disposición, los servidores públicos no podrán nombrar ni postular como servidores públicos ni celebrar contratos estatales con quienes hubieren intervenido en su postulación o su designación, ni con personas que tengan con estas vínculos de parentesco. Como lo explica Federico Suárez (2018), “el Consejo de Estado determinó que los magistrados de la Corte Suprema de Justicia que nominaron a Alejandro Ordóñez tenían parientes en el grado de parentesco referido en el artículo 126 cp que habían sido nombrados por él en la Procuraduría General de la Nación. De tal manera que se configuraba una violación a la prohibición enunciada en el artículo 126” (p. 433).

13Se trata del Acto Legislativo 02 de ese año, “por medio del cual se adopta una reforma de equilibrio de poderes y reajuste institucional”.

Recibido: 14 de Marzo de 2021; Aprobado: 06 de Abril de 2021

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