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Análisis Político

versão impressa ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.34 no.102 Bogotá maio/ago. 2021  Epub 31-Jan-2022

https://doi.org/10.15446/anpol.v34n102.99932 

Dossier

CRIMINALIDAD HOMICIDA, CAPITALISMO Y DEMOCRACIA

HOMICIDAL CRIME, CAPITALISM, AND DEMOCRACY

Juan Gabriel Gómez Albarello1 

Jimmy Antonio Corzo Salamanca2 

1Profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia - Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales. Correo electrónico: jggomeza@unal.edu.co

2Profesor titular de la Universidad Nacional de Colombia - Departamento de Estadística. Correo electrónico: jacorzos@unal.edu.co


RESUMEN

En este artículo revisamos el debate acerca de un tipo particular de criminalidad, los homicidios, y mediante un modelo estadístico de análisis de componentes principales y un agrupamiento de 44 países basado en esos componentes, proporcionamos evidencia acerca de su carácter multicausal. Las variables incluidas en el modelo son, además de la tasa de homicidios, los niveles de impunidad de cada país; los niveles de desigualdad, medidos por el Índice Palma; así como la confianza en la policía y en la justicia, y la percepción de que el gobierno atiende las demandas de sus ciudadanos, como proxies de la legitimidad de las autoridades. El modelo logra dar cuenta de aproximadamente el 80 % de la variación observada. Con base en la discusión acerca de los mecanismos causales que subyacen a esa variación, postulamos que los niveles de criminalidad son en gran parte una función del tipo de capitalismo y de democracia existente en cada sociedad. Este artículo también destaca el hecho de que la discusión acerca de las causas de la violencia se superpone con otras discusiones: una, teórica, acerca de los modelos de la acción social y otra, normativa, acerca de cuál podría ser la forma de organización social más justa.

Palabras clave: Homicidios; impunidad; desigualdad; legitimidad; análisis de componentes principales.

ABSTRACT

This article reviews the debate about a particular type of crime-homicides-and, through a statistical model of principal component analysis and a clustering of 44 countries based on these components, provides evidence about its multi-causal nature. The variables included in the model are, in addition to homicide rate, levels of impunity in each country, levels of inequality, measured by the Palma Index, and trust in the police and justice, as well as the perception that the government meets the demands of its citizens, as proxies of the authorities’ legitimacy. The model manages to account for approximately 80% of the observed variation. Based on a discussion about the causal mechanisms underlying this variation, the article concludes that crime levels are largely a function of the type of capitalism and democracy that exist in each society. This article also highlights the fact that the debate about the causes of violence overlaps with other discussions: one theoretical, about models of social action, and other normative, about what form of social organization might be the fairest.

Keywords: Homicides; impunity; inequality; legitimacy; principal component analysis.

En el 2010, África era el continente más violento del mundo, donde ocurría el 36 % de todos los homicidios registrados. Sin embargo, el continente americano, en su conjunto, ya tenía altísimos niveles de violencia: el 31 % de los homicidios registrados en el mundo, en el mismo periodo. Al considerar el número de homicidios en proporción a la población, el cuadro que surge es más dramático. África y América tenían en ese entonces tasas de homicidio superiores al doble del promedio mundial. En efecto, este promedio era de 6,9 por cada 100.000 habitantes, mientras que las tasas de homicidio en África y América eran de 17 y 16 por cada 100.000 habitantes, respectivamente (United Nations Office on Drugs and Crime [unodc], 2011, p. 11).

En el 2012, la distribución regional de los homicidios cambió y, desde entonces, Améri­ca es el continente con mayor número de homicidios. En efecto, de todos los homicidios registrados ese año, el 36 % ocurrió en el continente americano y el 31 %, en África. Dos regiones registraron las tasas más altas del mundo ese año: América Central y el cono sur del continente africano con 24 homicidios por cada 100.000 habitantes, seguidos por América del Sur, África Central y el Caribe, con tasas que oscilaban entre 16 y 23 homicidios por cada 100.000 habitantes (unodc, 2013, pp. 11-12)1.

El último informe publicado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (unodc, por su acrónimo en inglés) muestra que en el 2017 la referida tendencia se mantuvo. El continente americano continuó siendo la parte del planeta donde se cometen más homicidios (37,4 %), seguido por el continente africano (35,1 %). Las tasas de homicidio en ambos continentes continuaron siendo más del doble de la tasa global. Mientras que esta fue de 6,1 por cada 100.000 habitantes, en el continente americano fue de 17,2 y en el continente africano, de 13 (unodc, 2019, p 11). Al examinar con más detalle las cifras, se advierte que América Central y América del Sur son las dos regiones que elevan sustancialmente el promedio del continente. Si el foco se lleva a los países, las variaciones son aún mayores. Mientras Nicaragua tiene una tasa de homicidio que apenas supera el promedio global, Guatemala, Honduras y El Salvador tienen tasas sustancialmente superiores a ese promedio. Otro tanto ocurre en América del Sur, donde Venezuela, Colombia y Brasil son de lejos los países con las tasas más altas.

Al procurar dar cuenta de la variación entre países en América Latina, un reciente modelo explicativo ha puesto el énfasis en la interacción entre la demanda del crimen, el surgimiento y la expansión de organizaciones criminales que responden a esa demanda, y la mayor o menor capacidad del sistema penal para disuadir a quienes se benefician de la actividad criminal (Bergman, 2018). Dado que la gran región latinoamericana se caracteriza por altos niveles de desigualdad, es comprensible que los análisis estadísticos con los cuales se procura determinar la relación entre esos niveles y las tasas de homicidio, que se limitan a esta región, arrojen resultados nulos o muy débiles (Bergman, 2018, pp. 79-80 y 104; Gagne, 2015; unodc, 2019, p. 30). Estos análisis están en línea con aquellos que han descartado el vínculo entre la desigualdad y las guerras civiles (Collier & Hoeffler, 1998; 2004), por lo cual contribuyen a darle crédito a modelos explicativos de los homicidios basados en la disuasión (en inglés, deterrence). Estos análisis sirven también de apoyo a teorías de la criminalidad que representan a los individuos como agentes racionales que responden a incentivos de uno u otro tipo a la hora de decidir violar la ley. Además, les proporcionan una base empírica a teorías conservadoras del orden social que soslayan el efecto que podrían tener políticas orientadas a la reducción de la desigualdad y el aumento de la confianza en las autoridades en la reducción del crimen en favor de medidas severas, como el aumento de las penas, las tasas de encarcelamiento e incluso el uso del Ejército para controlar el orden público interno.

Como lo mostraremos en la siguiente sección, es inevitable que diferentes teorías del orden social y de la acción individual estén en la base de los análisis de la criminalidad, sobre todo de los homicidios, el tipo de violación a la ley más grave. Esto no quiere decir, sin embargo, que todos los análisis estén inevitablemente sesgados y todos los hallazgos tengan un color ideológico. El escrutinio al cual pueden ser sometidas las premisas de todo análisis, la validez de los indicadores escogidos y la recolección de los datos, así como la replicabilidad de los modelos, ponen límites a cuánta política -en el sentido agonal e interesado de la palabra- se puede hacer con la ciencia. En este orden de ideas, la alternativa explicativa que proponemos a los mayores niveles de homicidios registrados en América Latina, comparados con los de Europa, se basa en una discusión de diferentes teorías, en la especificación de los posibles mecanismos causales intervinientes y en el uso de un método estadístico que hace nuestro análisis eminentemente replicable.

En la parte final, mostraremos que los resultados de nuestro modelo se comprenden mejor a la luz de teorías que explican la particular trayectoria histórica que han seguido los cuatro conjuntos de países resultantes de nuestro análisis: 1) los países de la Europa noratlántica; 2) los países del resto de Europa, conjunto que incluye a los países de Europa mediterránea e Irlanda, y los países que antiguamente hicieron parte del llamado bloque socialista, y 3) los países latinoamericanos, de los cuales, a su vez, se distingue 4) el grupo de los tres países con las tasas de homicidios más altas.

Este artículo se divide en las siguientes secciones. En la primera, mostramos cómo las teorías que procuran explicar los niveles de homicidio están usualmente influidas por teorías acerca del orden social y la acción individual. Esta primera sección sirve para introducir las siguientes y resaltar el hecho de que la discusión acerca de las causas de los homicidios suelen estar coloreadas por fuertes juicios de valor y preferencias metodológicas. En la segunda sección, con base en una discusión acerca de las causas de los homicidios en Colombia, mostramos cómo cayeron en descrédito las teorías multicausales de la violencia y ganaron mayor recibo las explicaciones basadas en la teoría de la disuasión. En la tercera, describimos el modelo de Marcelo Bergman (2018) y argüimos por qué pertenece a la familia de la referida teoría. En la cuarta sección, justificamos la elaboración de modelos que tomen en cuenta el posible efecto de la desigualdad y de la legitimidad de las autoridades para explicar la criminalidad homicida, y describimos los mecanismos que subyacen a estos dos factores. En la quinta sección, presentamos la operacionalización de las variables anteriormente referidas, así como los resultados del modelo de análisis por componentes principales, y tipificamos los grupos de países obtenidos a partir de los componentes. En la sexta sección, de manera sumaria, resaltamos el significado de esos resultados mediante teorías que explican las diferencias entre los grupos de países en términos de las diversas trayectorias de las luchas sociales en cada uno de ellos.

LAS TEORÍAS ACERCA DEL ORDEN SOCIAL Y LA ACCIÓN INDIVIDUAL, Y LOS MODELOS EXPLICATIVOS DE LAS TASAS DE HOMICIDIO

La discusión acerca del fundamento del orden social es bastante antigua. Uno podría agregar que es casi universal; existe donde quiera que haya autoridades cuyo funcionamiento tiene que ser justificado de un modo u otro. En la civilización china, por ejemplo, es posible encontrar posturas contrapuestas acerca de cómo mantener el buen funcionamiento de la sociedad y así evitar el aumento de las violaciones a la ley. En las Analectas, las charlas que Confucio impartió a sus discípulos, el maestro chino afirma: “Guíelo con órdenes, ríjalo con penalidades, y el pueblo buscará evadir la ley y carecerá de vergüenza. Guíelo con la virtud, ríjalo con ritos, y adquirirá el sentido de vergüenza y tornará a ser honesto.” (Confucius, 2007, p. 20, Libro ii, 3). Shang Yang, uno de los principales exponentes de la llamada escuela legalista, hace un planteamiento diametralmente opuesto -en Occidente, esta escuela es considerada ‘realista’ y usualmente es asociada al maquiavelismo-. En el Libro del Señor Shang, este afirma: “Los seres humanos tienen inclinaciones y aversiones; por tanto, la gente puede ser gobernada. El gobernante debe investigar las inclinaciones y las aversiones. Las inclinaciones y las aversiones son la raíz de las recompensas y las penalidades” (Shang, 2017, p. 178, Libro ix, 3). De una manera análoga al modelo de la disuasión, el legalismo estima que el aumento de las violaciones a la ley es el resultado de una administración errónea de las recompensas y de los castigos. Por tanto, el curso de acción que debe seguir el gobernante es el de modificar el comportamiento de sus súbditos mediante incentivos positivos y negativos.

En su libro El espíritu del pueblo chino, Gu Hongming (Ku, 1914) arguye que la civilización china y la civilización occidental escogieron estos dos modelos contrapuestos de mantener el orden social. Así, mientras que en China, bajo la influencia de Confucio, la mayoría de las personas se abstiene de violar la ley inspiradas por la fuerza moral de la ley del amor y la justicia, en Occidente, bajo la influencia del cristianismo, es preciso asegurar el orden social mediante sacerdotes que imbuyen en la gente el miedo al castigo divino, y mediante policías y soldados que la imbuyen del miedo al castigo terrenal. Según Gu, la raíz última de esta diferencia proviene de postulados metafísicos acerca de la naturaleza humana. Mientras que en China se enseña que la naturaleza humana es buena, en Occidente se enseña que es mala.

La discusión acerca de estos postulados no atañe ni a las ciencias sociales ni a la historia. Empero, a estas disciplinas sí les conciernen las consecuencias prácticas de la creencia en estos postulados en el funcionamiento de la sociedad. Al respecto, conviene resaltar la contribución del historiador Jean Delumeau (1978; 1983) , quien sostiene que el miedo ha sido la emoción a la cual apelaron las autoridades eclesiásticas en Occidente para mantener el orden social, pues estaban persuadidas de la depravación natural del ser humano. Otro tanto puede decirse de la filosofía política y la teoría del derecho. A partir de una visión pesimista del ser humano, Maquiavelo (2010; 2016) y Hobbes (1909) articularon sendas teorías del fundamento del poder político y el orden social, las cuales siguen teniendo una profunda influencia en Occidente2.

A esta matriz cultural pertenece la teoría de la disuasión penal elaborada por Cesare Beccaria y desarrollada posteriormente por Jeremy Bentham. Beccaria (1780, p. 9) afirma que el fundamento del derecho penal es contener el ánimo despótico original de los individuos que haría que la sociedad regresara al estado de guerra inicial. En un modo análogo al señor Shang, el pensador italiano (1780, pp. 111-112) argumenta que la tarea del derecho es administrar los premios y los castigos proporcionalmente, en atención al hecho de que el carácter de los seres humanos como seres sensibles es actuar motivados por el placer y el dolor. En el penúltimo capítulo de su obra, Beccaria (1780, pp. 177-189) sostiene que el medio más seguro, pero más difícil de prevenir el delito es la educación. No obstante, este es un principio accesorio respecto al conjunto de su obra. Para Beccaria, la legislación penal es el modo más expedito de disuadir a los ciudadanos de cometer crímenes. Dice el referido autor:

¿Queréis prevenir los delitos? Haced que las leyes sean claras, sencillas y que se condense toda la fuerza de la nación en defenderlas, y que ninguna parte de ella se emplee para destruirlas. Que las leyes favorezcan menos a las clases de hombres que a los hombres mismos. Haced que hombres teman las leyes y las teman a ellas solas.

Bentham tomó los planteamientos de Beccaria y los desarrolló en el marco de una filosofía más general: el utilitarismo. La descripción que hizo (Bentham, 1823, p. 1) de la naturaleza humana es aparentemente neutral. Como Beccaria, el filósofo y jurista inglés sostiene que las fuerzas motivacionales básicas del ser humano son su inclinación al placer y su aversión al dolor. Sin embargo, en otras obras dejó bastante claro que concebía al ser humano fundamentalmente egoísta. En efecto, en The Book of Fallacies, Bentham (1824) afirma:

En el seno de todos los seres humanos, con excepción de algunas raras y cortas ebulliciones producto de fuertes estímulos o incitaciones, el interés por uno mismo predomina sobre todos los demás intereses; el interés individual propio de cada persona sobre los intereses de todas las demás personas en su conjunto. (pp. 392-393)

Una de las contribuciones centrales de Bentham (1823, p. 31) en su Introducción a los principios de la moral y la legislación es la evaluación de la utilidad de cada acción en términos de sus consecuencias, en función del placer o del dolor que le causan a cada individuo. De acuerdo con la perspectiva utilitarista, la tendencia de cada individuo para llevar a cabo un determinado acto depende del balance que haga entre los costos y los beneficios de violar la ley o de no hacerlo. Por tanto, el propósito de la legislación es modificar ese balance a favor de la obediencia a la ley, mediante la racionalización de los castigos (1823, pp. 179). Con este propósito en mente, Bentham dedicó un capítulo de su trabajo, el xiii, a discutir los casos en los cuales los castigos no contribuyen a realizar el fin del legislador.

Durante un largo periodo, las teorías que veían a los criminales como individuos biológicamente defectuosos opacaron los planteamientos de Beccaria y Bentham3. Sin embargo, a partir de la década de los sesenta del siglo pasado, la teoría de la disuasión adquirió nuevamente influencia, de la mano del análisis económico del crimen (Becker, 1968) y de modelos sociológicos y criminológicos (Gibbs, 1968; 1975; Silberman, 1976; Tittle, 1977; 1980). La proposición fundamental de esta teoría es que el cálculo del crimen, esto es, el sopesamiento de los beneficios y los costos de violar la ley respecto a los beneficios y los costos de no hacerlo, depende de la certeza, la severidad y la celeridad con que se impongan las penas, mediadas por la percepción que tienen los individuos de la eficacia de estas (Paternoster, 2010, pp. 782-787).

Resulta bastante llamativo que, en los Estados Unidos, el uso de la teoría de la acción racional en la explicación del delito y el renacer de la teoría de la disuasión hayan adquirido una enorme vigencia en la esfera académica, al mismo tiempo que en la esfera política fue desplegada una agenda conservadora de mantenimiento del orden social. En efecto, las revueltas raciales, las protestas contra la guerra de Vietnam, la difusión del consumo de alucinógenos, el aumento de la criminalidad, así como las decisiones liberales de la Corte Suprema de Justicia federal provocaron una fuerte respuesta en contra por parte de quienes consideraban que los Estados Unidos había entrado en un periodo de anarquía.

En noviembre de 1968, el entonces candidato a la presidencia por el Partido Republicano, Richard M. Nixon, ganó las elecciones con la plataforma de recuperar la ley y el orden, y combatir duramente la criminalidad. Los gobiernos siguientes continuaron esta misma retórica, incluidos los demócratas, lo que dio lugar al aumento de la población encarcelada, pero con un fuerte sesgo racial. Esto motivó a varios estudiosos a poner en evidencia el altísimo costo económico y social de la agenda conservadora de control del delito (por ejemplo, Kelly, 2015, pp. 13-54; 2016, pp. 14-54; Tyler, 1997; 2003). Otro tanto ha ocurrido con la reactivación de las revueltas raciales en respuesta a la brutalidad policial y el fracaso punitivo de la llamada “guerra a las drogas” (Reuter, 2013).

Varios trabajos han puesto en cuestión tanto la teoría de la disuasión como la de la acción racional para explicar los niveles de criminalidad. Por ejemplo, Piliavin et al. (1986) mostraron que los datos de personas condenadas por crímenes graves incluidas en una muestra recogida entre 1975 y 1979 le proporcionaban apoyo a la teoría de la acción racional del delito, pero solo en el componente de la recompensa; no así en el caso del efecto disuasivo de las sanciones. Más recientemente, Piquero et al. (2011) han hecho un balance de factores intervinientes en el proceso de decisión acerca de cometer un crimen, que limitan el alcance de la teoría de la elección racional y demandan cualificaciones adicionales acerca del efecto disuasivo de las sanciones penales. En esta misma línea, Nagin (2013a) ha mostrado que la evidencia acerca de la teoría de la disuasión no es uniforme. Si bien esta es fuerte en lo que concierne al despliegue de la policía en la prevención del delito, es mucho más débil en lo que respecta al efecto de las penas. En los Estados Unidos, la severidad de la pena no tiene efecto disuasivo, sino, aparentemente, la certeza de la pena, pero esta concierne realmente al riesgo de ser aprehendido, no al de ser condenado (Nagin, 2013b). A una conclusión similar llegaron Lapi-Seppälä y Lehti (2014, pp. 197-201) al estudiar la relación entre la tasa de homicidios y el número de condenados en Canadá, Estados Unidos y ocho países de Europa noroccidental, más Alemania y Francia, durante el periodo 1960-20104.

Aunque en Occidente el modelo de la disuasión ha sido dominante, ello no quiere decir que no haya habido alternativas teóricas, tanto en lo empírico como en lo normativo. En la obra magna de Max Weber (1964), Economía y sociedad, este autor elaboró una tipología de la acción individual y, con base en ella, de los diferentes motivos que pueden tener las personas para obedecer las autoridades, esto es, los tipos de legitimidad. Para los propósitos de la presente discusión, una de las observaciones más interesantes de este sociólogo es que ningún orden será estable si se basa exclusivamente en la expectativa de las recompensas materiales de sus miembros. Dicha observación arroja una luz negativa sobre las teorías normativas de la sociedad inspiradas en el individualismo político y el individualismo metodológico, como es el caso de ciertas variantes de la ideología liberal, que favorecen, simultáneamente, la desregulación del mercado y el fortalecimiento de los poderes disuasivos del Estado (Hargreaves Heap & Varoufakis, 1995, pp. 33-35).

Con base en una crítica a la insuficiencia del modelo de legitimidad legal de Weber (Habermas, 1991), Habermas (2008) elaboró un modelo normativo y empírico de legitimidad democrática, de acuerdo con el cual la obediencia a la ley proviene de los argumentos acerca de su justicia elaborados en y transmitidos por medio del marco institucional y la red de esferas públicas. Según este modelo, la ciudadanía obedece la ley menos por el temor al castigo y más por la creencia de que esta encarna valores universales, reconocidos como tales en la deliberación democrática. El trabajo de Gibson y Caldeira (1996) acerca de las diversas culturas jurídicas en Europa proporciona evidencia a favor de la tesis de Habermas. Estos dos autores encontraron que la creencia de que la ley refleja los intereses de toda la ciudadanía está asociada al respeto a la ley, y también a la creencia en un orden social que favorece la libertad individual, no que la restringe. Contrariamente, cuando los ciudadanos creen que la ley refleja intereses de sectores dominantes, tienen menos inclinación a apoyar el imperio del derecho y las libertades individuales. Estas diferencias conciernen tanto a los países como a las clases sociales dentro de cada país.

En línea con modelos de este tipo, es dable postular que la causa del aumento de la criminalidad, incluidos los homicidios, no se limita a la impunidad. Antes bien, en los modelos explicativos de los homicidios sería preciso tomar en cuenta el efecto de la legitimidad de las autoridades y también de los niveles de desigualdad. Como lo mostraremos sumariamente en la próxima sección, esta era la tendencia de muchos trabajos en la década de los ochenta y noventa del siglo pasado en Colombia, trabajos que usualmente estaban ligados al propósito de resolver la confrontación con los grupos alzados en armas por medio de la negociación y de reducir las grandes diferencias económicas. Sin embargo, una nueva generación de investigadores, convencida de la fuerza explicativa de la teoría de la elección racional y la teoría de la disuasión, puso en evidencia las limitaciones conceptuales y metodológicas de sus predecesores, y se propuso desacreditar su agenda negociadora y reformista. En la actualidad, miembros de esa generación siguen imbuidos de ese propósito5.

DE LOS MODELOS MULTICAUSALES AL MODELO DE LA DISUASIÓN

En Colombia, el aumento de las tasas de homicidio en la década de los setenta y, sobre todo, de los ochenta del siglo pasado dio lugar a que un número de investigadores procurara establecer sus causas. A pesar de la multiplicidad de enfoques y diversidad de objetos de estudio, estos investigadores compartían la idea de que esas causas eran múltiples. De partida, consideraban necesario diferenciar las distintas manifestaciones de la violencia homicida, así: 1) la política, asociada con el levantamiento en armas por parte de grupos guerrilleros, y con la respuesta represiva del Estado y de grupos paramilitares no solo frente a los guerrilleros, sino, también, frente a los movimientos sociales; 2) la violencia resultado de la acción de organizaciones criminales, como las ligadas con el narcotráfico; 3) la violencia entre particulares por robos, ajustes de cuentas, intolerancia, efecto del alcohol, etc., y 4) la violencia ejercida contra los grupos étnicos minoritarios. En consonancia con esta distinción, argumentaron que estas múltiples manifestaciones de la violencia homicida tenían también distintos orígenes: 1) el carácter excluyente del régimen político; 2) la debilidad o ausencia del Estado; 3) la impunidad; 4) la desigualdad y la pobreza; 5) los prejuicios raciales, y 6) una “cultura de la violencia”. El trabajo más claramente asociado con este enfoque es el informe de la Comisión de Estudios sobre la Violencia (1987), Colombia: violencia y democracia. Representativos del mismo enfoque son los trabajos de varios historiadores y sociólogos, conocidos como “los violentólogos” (Camacho, 1988; Camacho & Guzmán, 1990; Pizarro, 1988; Ramírez, 1990; Reyes, 1990; Sánchez, 1991; Sánchez & Peñaranda, 1986), algunos de los cuales fueron miembros de la mencionada Comisión.

Una nueva generación de investigadores, formados como economistas, abordó el problema de la explicación de las tasas de homicidios con un enfoque y herramientas diferentes. A diferencia de sus predecesores, quienes en su mayoría hicieron análisis cualitativos, esta nueva generación echó mano de la estadística descriptiva e inferencial para evaluar las proposiciones causales anteriormente referidas. Al tomar en cuenta las disparidades regionales de los niveles de homicidio en Colombia, Montenegro y Posada (1994) improbaron la tesis de que la pobreza y la desigualdad eran causa de la violencia. Gaitán (1995) improbó también la misma tesis, esta vez con datos a escala municipal. Además, en línea con el trabajo histórico de Malcom Deas (1995), mostró que el país había vivido un periodo considerable con tasas mucho más bajas de homicidio, por lo cual podía considerarse improbada también la tesis de la “cultura de la violencia”.

Con base en esta evidencia, Gaitán enunció la siguiente tesis, que reiteró en un artículo posterior (Gaitán, 2001): no había múltiples causas de la violencia sino solamente una, la debilidad de la justicia estatal. El efecto de esta causa, sin embargo, debía ser apreciado históricamente. Según Gaitán, la violencia interpartidista, que comenzó a mediados de los años cuarenta del siglo pasado, causó la quiebra de la capacidad institucional de ofrecer justicia. Esta quiebra significó dos cosas: 1) carentes de medios institucionales para resolver sus conflictos, muchas personas tenían un incentivo adicional para recurrir a la violencia y 2) las instituciones estatales dejaron de ejercer su efecto disuasorio sobre el crimen. Un acuerdo político, el Frente Nacional, le puso fin a la violencia interpartidista y restableció el funcionamiento de las instituciones. Estas, sin embargo, no lograron reducir las tasas de homicidios a los niveles anteriores. Dichas tasas volvieron a incrementarse a partir de la década de los setenta y, sobre todo, de los ochenta, con el surgimiento y expansión de los movimientos guerrilleros y de organizaciones de narcotraficantes. Las actividades de estos dos grupos congestionaron severamente el funcionamiento del sistema penal. El aumento de la impunidad condujo a mayores niveles de homicidios.

En efecto, al debilitarse sustancialmente el poder disuasivo del Estado, muchos individuos, sin ninguna asociación con organizaciones criminales, decidieron recurrir también a la violencia homicida. Trabajos posteriores de otros economistas (Echeverry & Partow, 1996; Gaviria, 2000; Montenegro et al., 2001; Rubio, 1999) proporcionaron evidencia adicional en favor de la tesis de Gaitán. Estos trabajos también confluyeron en desacreditar la asociación entre criminalidad homicida y desigualdad6. Cabe mencionar, además, que la ampliación del régimen político realizada mediante el cambio constitucional de 1991 y el incremento de la acción de los grupos alzados en armas le restaron validez a la tesis de que el carácter excluyente del sistema político era una de las causas de la violencia. No sobra resaltar, finalmente, que muchos de estos trabajos soslayan la acción de los agentes del Estado en el aumento de las tasas de homicidio, lo cual es indicativo de un sesgo ideológico en sus análisis7.

EL MODELO DE MARCELO BERGMAN

El modelo con el cual Marcelo Bergman (2018) procura explicar los variados niveles de criminalidad en América Latina tiene mucho que ver con el enfoque anteriormente citado. Como lo mostraremos a continuación, en muchos puntos fundamentales su modelo corresponde a la teoría de la disuasión. De partida, conviene resaltar que Bergman muestra por qué otros enfoques no pueden dar cuenta del referido aumento de la criminalidad. En efecto, con base en las correlaciones para cada país del coeficiente de Gini y la tasa de robos y homicidios durante la primera década del siglo, Bergman (2018, pp. 79-80 y 104) descarta que la desigualdad sea una de las causas del aumento de estos crímenes. Bergman (2018, pp. 105-106) también descarta otras posibles explicaciones relacionadas con la anterior, como la quiebra de la estructura social o el carácter incontrolado de la urbanización. Además, llama la atención al hecho de que la criminalidad aumentó con posterioridad a la transición a la democracia, luego puede descartarse la falta de democracia como factor causal.

Bergman (2018, pp. 11-24) arguye que los variados niveles de criminalidad en América Latina han de ser explicados desde la perspectiva de diferentes equilibrios sociales. En efecto, habría un equilibrio de baja criminalidad y otro de alta criminalidad, cuya ocurrencia tiene que ver con factores que no han sido considerados hasta ahora en los modelos tradicionales de la disuasión. El factor clave inicial sobre el cual Bergman llama la atención es la demanda de actividades delictivas. Esa demanda no es igual en todos los países. En efecto, aquellos cuya economía es rica y donde la gran mayoría de la población está integrada en instituciones formales se caracterizan por tener una demanda del crimen baja: los habitantes encuentran en los mercados legales la mayoría de bienes con los cuales pueden satisfacer sus deseos de consumo. Los países cuya economía es pobre, por causa de esa misma pobreza, tienen una demanda baja de bienes, tanto en los mercados formales como en los informales. Por el contrario, en los países en los cuales la prosperidad económica le ha permitido a mucha gente salir de la pobreza, la demanda en los mercados formales e informales se incrementa. Si la capacidad de disuasión de las autoridades es suficientemente alta, la demanda de nuevos bienes y servicios tendrá la tendencia a ser satisfecha legalmente, pues el alto costo de infringir la ley disuadirá a la gente de recurrir a mercados ilegales. En cambio, si la capacidad de disuasión de las autoridades es baja, la demanda de muchos bienes terminará por ser satisfecha en los mercados ilegales, pues el bajo costo de infringir la ley le proporciona incentivos a la gente para obtener beneficios en estos mercados.

Por causa de la política punitiva seguida hasta ahora por la mayoría de Estados, hay un tipo de bien que solamente está disponible en mercados ilegales: las drogas (alucinógenos, estimulantes, etc.). Además, por causa del crecimiento económico experimentado por los países latinoamericanos, hay bienes legales para los cuales han surgido grandes y lucrativos mercados ilegales: teléfonos móviles, bicicletas, autopartes, vehículos, etc. Una vez que aumenta la demanda por estos bienes en los mercados ilegales, lo que tiende a ocurrir es que surjan organizaciones que se dedican al negocio del robo de estos bienes y a su venta. Cuando una organización criminal se consolida, puede diversificar sus actividades y entrar en otros mercados ilegales también lucrativos, asociados a aquel en el cual encontró su nicho. Por ejemplo, algunas organizaciones dedicadas al narcotráfico se han involucrado en el mercado ilegal del oro, en el tráfico de armas e incluso en la prostitución y la trata de personas.

Por la naturaleza misma de sus actividades, las organizaciones criminales contribuyen al aumento de la violencia y de la corrupción. Los conflictos entre los miembros de una organización criminal y, sobre todo, entre varias organizaciones usualmente tienden a ser resueltos violentamente. Además, los medios para evitar la interferencia de las autoridades en sus negocios son la violencia y la corrupción. En efecto, por la vía de la intimidación, sea mediante el uso de la fuerza o solo su amenaza, el chantaje y el soborno, las organizaciones criminales procuran anular la acción disuasiva de las autoridades. La respuesta tradicional del sistema penal a las organizaciones criminales ha contribuido también a que estas crezcan y se expandan. En efecto, la respuesta tradicional tiene un efecto disuasorio en un equilibrio de baja criminalidad, mas no en uno de alta criminalidad. En este, se requiere un enfoque diferente, dirigido a desarticular las redes criminales. Empero, en muchos países, la policía continúa realizando un alto número de detenciones por crímenes menores, lo cual no contribuye a modificar el referido equilibrio (Bergman, 2018, p. 212). A este propósito tampoco contribuye el sistema penitenciario, caracterizado por el hacinamiento y el nulo efecto en materia de rehabilitación. Con organizaciones criminales delinquiendo desde las cárceles, estas han perdido su efecto disuasorio (Bergman, 2018, pp. 276-300). Bergman (2018, p. 28) introduce un elemento en su modelo, el cual, desafortunadamente, no tuvo la oportunidad de indagar adecuadamente, pero que también es clave para entender la dinámica que lleva a un equilibrio de alta criminalidad: la corrupción política. El aumento del costo de las campañas políticas les ha dado a los políticos incentivos para recibir dineros de organizaciones criminales. En contraprestación, los políticos procuran evitar la acción de las autoridades sobre sus financiadores, lo cual debilita sustancialmente la capacidad de disuasión penal del Estado. A lo anterior es preciso agregar que muchos políticos prefieren tolerar la continuación de actividades criminales, en lugar de emprender costosas campañas represivas. Así las cosas, la interferencia política genera un entorno de impunidad que les permite a las organizaciones criminales continuar y expandir sus actividades, dando lugar con ello a un aumento no solo de las violaciones de la ley, sino, también, de la violencia homicida, cuandoquiera que sea necesaria para el desarrollo de sus negocios. La conjunción de estos factores, es decir, la oportunidad para obtener ­grandes ganancias por efecto de la demanda de crimen, el surgimiento de organizaciones criminales, la corrupción política y el debilitamiento de la justicia penal, conduce a un equilibrio social de alta criminalidad (Bergman, 2018, p. 26).

La ventaja del modelo de Bergman sobre los modelos convencionales de disuasión radica en llamar la atención sobre el amplio repertorio de políticas públicas con los cuales los Estados pueden modificar la estructura de incentivos que favorecen los mercados ilegales. En efecto, por la vía de “regulación de precios, rebaja de impuestos, regulaciones bancarias, licencias municipales, etc.”, los Estados podrían descargar al sistema penal de disuadir a las personas de realizar actividades ilegales (Bergman, 2018, p. 16). En vez de concentrar la atención únicamente en elevar el costo de la sanción penal aumentando las penas (severidad), en modificar los procedimientos judiciales y en invertir cuantiosos recursos para mejorar la acción de la justicia (certeza y celeridad), los Estados deberían revisar el marco legal de muchos mercados, con el fin de proporcionar incentivos positivos para que la gente se abstenga de incurrir en actividades ilegales. Nótese, sin embargo, que la prescripción de Bergman a este respecto no es muy diferente de la del señor Shang, a la cual nos referimos en la primera sección. Además, en línea con el modelo convencional de la disuasión, Bergman (2018, p. 23) señala que el camino para pasar de un equilibrio de alta criminalidad a uno de baja criminalidad es una “guerra sin cuartel”. En otro aparte de su libro señala que para restaurar la capacidad disuasoria del Estado es necesario apelar a fuerzas adicionales, como las fuerzas armadas o a ayuda extranjera (Bergman, 2018, p. 239). En otras palabras, lo que tienen que hacer las autoridades es imbuir a la ciudadanía del miedo al castigo.

DE VUELTA A LOS MODELOS MULTICAUSALES DE LA CRIMINALIDAD

Varios metaanálisis realizados durante las últimas décadas han encontrado una asociación positiva entre el incremento de la desigualdad y el aumento de las tasas de homicidio (Hsieh & Pugh, 1993; Picket & Wilkinson, 2015; Rufrancos et al., 2013; Wilkinson & Picket, 2006). Además, en una muestra con datos de 222 países, el índice de desigualdad Gini es el más alto (0,571, p < 0,001) en todas las correlaciones entre varios indicadores sociales y el promedio de la tasa de homicidios durante el periodo 2004-2012 (Lapi-Seppälä & Lehti, 2014, p. 166)8. En marcado contraste con la literatura que revisamos en las dos secciones anteriores, estos hallazgos justifican la inclusión de la desigualdad en los modelos explicativos de los homicidios.

Conviene destacar que una cosa son los altos niveles de violencia que se registran en América Latina y otra, muy diferente, son las guerras civiles. El hallazgo de Collier y Hoeffler (1998; 2004), según el cual no hay relación entre estas y los niveles de desigualdad, no es tan robusto como parece (Hegre & Sambanis, 2006); además concierne a un tipo de fenómeno muy distinto. El modelo de estos autores tiene varias inconsistencias lógicas, aparte de que la evidencia empírica contradice el postulado según el cual la motivación de los rebeldes en Colombia es el interés en crear una industria dedicada al pillaje, es decir, la codicia, en lugar de la reparación de agravios asociados a la desigualdad y la exclusión (Gutiérrez, 2004). Más recientemente, Santamaría et al. (2021) muestran que los predictores más fuertes de la propensión a la violencia de un gran número (n = 26.349) de excombatientes de la guerrilla y los paramilitares a quienes encuestaron son la pobreza y la desigualdad, en conjunción con haber recibido maltrato en la infancia, haber participado poco en la esfera política o la pertenencia a un grupo armado.

Las investigaciones de Enamorado et al. (2016) y de García (2018) convergen con los anteriores al resaltar la conexión entre la violencia homicida y la desigualdad, esta vez en el caso del tráfico de drogas en México. Con metodologías diferentes, el primero mediante un análisis estadístico del aumento de los crímenes relacionados con el narcotráfico y el segundo mediante un análisis de la historia de vida de 33 narcos, ambos trabajos resaltan el hecho de que al aumentar la desigualdad más individuos procuran mejorar su estatus y ganar mayor respeto por medio de la violencia.

¿Qué mecanismos subyacen a estos hallazgos acerca de la asociación entre la desi­gualdad y la violencia homicida? Wilkinson y Pickett (2010, pp. 129-144) han elaborado uno de los modelos más persuasivos al respecto. Estos autores resaltan el hecho de que el deseo de ser respetados es una de las motivaciones más frecuentemente mencionadas por quienes han cometido homicidios. Esta demanda de respeto es mucho más intensa en sociedades desiguales, en las cuales la competencia por estatus es mayor. Wilkinson y Pickett arguyen que en sociedades desiguales, las diferencias de estatus son más notorias, lo cual provoca una mayor ansiedad respecto a mantener o mejorar el estatus propio. Esta ansiedad, per se, no es suficiente para que un individuo mate a otro. La competencia por estatus tiende a ser particularmente letal en sociedades desiguales, pues estas se caracterizan, además, por una estructura familiar débil -usualmente, por causa de la ausencia del padre, niveles más altos de violencia en la escuela, bajos niveles de confianza interpersonal y también bajos niveles de asociatividad-. El efecto acumulado de estos factores es el de hombres hipermasculinizados, necesitados de una constante afirmación de su estatus, quienes no tienen suficientes lazos ni compromisos sociales que los inhiban de recurrir a la violencia9 .

Además de la desigualdad, el segundo factor adicional que consideramos decisivo en la construcción de modelos con los cuales podamos explicar los niveles de homicidios en cada país es la creencia en que la acción de las autoridades es justa, porque ­escuchan y atienden los reclamos de la gente. Con una sólida base empírica10, Tyler (2006) ­sostiene que la obediencia al derecho proviene de los juicios acerca de la corrección de las acciones de las autoridades, es decir, acerca de su justicia, no del miedo al castigo. El aspecto decisivo de estos juicios es su carácter relacional; lo sustancial es el procedimiento seguido por las autoridades para tomar e implementar sus decisiones, no el contenido de estas. Si la legitimidad de las autoridades dependiera de resultados favorables a los intereses de las partes concernidas, esos juicios serían indistinguibles de los cálculos de conveniencia.

Para Tyler (2006, p. 276) , el sentido procesal de la justicia hace referencia a factores no instrumentales, como la forma en la cual las autoridades tratan a las personas, las oportunidades de estas para participar en la toma de decisiones, la percepción de que las autoridades actúan de un modo imparcial y son merecedoras de confianza. Cuando estos factores están presentes, la gente tiende a obedecer voluntariamente las decisiones de las autoridades. En ausencia de esos factores, lo único que asegura el cumplimiento de la ley es la amenaza del castigo. El tema es que, cuando esa amenaza es el único incentivo y, además, es débil o no está presente, las violaciones a la ley tienden a ser más frecuentes. De ahí que Tyler haga énfasis en la diferencia entre el carácter inestable de la obediencia a la ley, cuando esta depende del castigo, y el carácter duradero del apego al derecho, cuando la gente cree que las autoridades actúan justamente, en el sentido procedimental de la palabra. En línea con este planteamiento, otros trabajos han puesto de presente que la eficacia de las autoridades en la prevención, persecución y sanción del delito depende en alto grado de la colaboración voluntaria de la ciudadanía, por lo cual la legitimidad de las autoridades es un aspecto fundamental a la hora de considerar su capacidad de disuasión (Sunshine & Tyler, 2003; Tyler, 1997; 2003), un aspecto que Bergman (2018, pp. 224-236) también destaca.

UN MODELO ALTERNATIVO DE EXPLICACIÓN DE LA CRIMINALIDAD HOMICIDA EN AMÉRICA LATINA Y EUROPA

De la anterior discusión surgen varios candidatos para explicar la tasa de homicidios en cada país. En la literatura basada en el análisis económico del crimen, la capacidad de disuasión del Estado es el elemento explicativo central. De acuerdo con el modelo de Bergman, la disuasión es uno de los componentes principales, junto con la ­demanda de crimen, el consiguiente desarrollo y expansión de organizaciones criminales, y la corrupción política. No obstante, una aproximación segura a las predicciones de este modelo es que las tasas de homicidio deberían aumentar cuando la capacidad de disuasión del Estado es menor.

El Índice Global de Impunidad (Le Clercq & Rodríguez, 2017) proporciona una extraordinaria oportunidad para realizar una comparación que evalúe la relación entre la capacidad de disuasión del Estado, por un lado, y la tasa de homicidios, por el otro. Este es un índice compuesto que incorpora tres dimensiones: una estructural, una funcional y otra de derechos humanos. La primera mide la capacidad instalada del Estado para hacer frente al crimen11; la segunda, el desempeño de las instituciones existentes para perseguir y sancionar a los delincuentes12; la tercera, la garantía de los derechos de las personas contra violaciones como las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, la tortura y las detenciones arbitrarias13. El Índice permite clasificar a los países de menor a mayor impunidad en una escala cardinal, por lo cual lo incluimos en nuestro modelo estadístico.

El segundo candidato a explicar la tasa de homicidios es el nivel de desigualdad. La medida más usada de este fenómeno es el coeficiente de Gini, la cual ha sido cuestionada por su insensibilidad a grandes diferencias entre la base y la cúspide de la distribución del ingreso, así como por su exagerada sensibilidad a cambios en la mitad de esa distribución (Cobham & Sumner, 2013; Palma, 2016). La medida alternativa, basada en el trabajo del economista José Gabriel Palma, de quien recibe su nombre, es la relación entre la proporción del ingreso nacional bruto en manos del 10 % más rico y la proporción del 40 % más pobre. Por la razón anteriormente anotada, postulamos que el Índice Palma es una medida más adecuada para examinar el efecto de la desigualdad en la tasa de homicidios. De acuerdo con los planteamientos de la sección anterior, postulamos que la tasa de homicidios será mayor donde el nivel de desigualdad de ingresos es también mayor.

El tercer candidato a explicar la tasa de homicidios es la legitimidad de las autoridades. De acuerdo con el modelo de Tyler, se trata de una legitimidad en un sentido procedimental, resultante de la forma en la cual las autoridades tratan a las personas, las oportunidades de estas para participar en la toma de decisiones, la percepción de que las autoridades actúan de un modo imparcial y son merecedoras de confianza. Idealmente, sería posible construir un índice que incluyera todas estas dimensiones. En ausencia de datos precisos acerca de cada una de ellas, haremos una aproximación con base en tres indicadores. Los dos primeros son el porcentaje de personas que responden que confían en las autoridades judiciales y en la policía en las encuestas del Eurobarómetro y del Latinobarómetro.

Estas dos encuestas incluyen una pregunta ligeramente distinta, cuya respuesta hemos tratado como equivalente. En la primera, se le pregunta a la gente si siente que su voz es tenida en cuenta por el gobierno; en la segunda, si el país es gobernado en beneficio de la mayoría o de unos pocos. La hipótesis que formulamos es que las tasas de homicidio serán mayores donde hay más desconfianza en las autoridades judiciales y en la policía, y donde la gente siente que su voz no es tenida en cuenta por el gobierno, es decir, que el país es gobernado en beneficio de unos pocos.

Los datos correspondientes a las tasas de países latinoamericanos y europeos los hemos tomado del Informe de Desarrollo Humano de Naciones Unidas de 2015. Del mismo año son los datos del Índice Global de Impunidad, del Índice Palma y del Eurobarómetro y el Latinobarómetro. El modelo estadístico escogido es el análisis por componentes principales y un agrupamiento de los países a partir de los componentes, el cual permite proyectar simultáneamente sobre los planos formados por los componentes los datos de los países y de las variables del modelo.

Este método permite simplificar el análisis y encontrar patrones, como los que presentaremos más adelante. El paso previo es presentar la matriz de correlaciones de las variables incluidas en el modelo: la tasa de homicidios [Tasa Homicidio], los niveles de impunidad [Impunidad] y desigualdad [Índice Palma], los niveles de confianza en la administración de justicia [Justicia] y la policía [Policía], así como la percepción de que la voz de la ciudadanía es tomada en cuenta por el gobierno [Voz]. La tabla 1 muestra las correlaciones entre las variables incluidas para el modelo. Puede observarse que la tasa de homicidios tiene correlaciones entre 0,42 y 0,59 con las demás variables y todas resultaron estadísticamente significativas.

Tabla 1 Coeficientes de correlación entre las variables para los 42 países 

Fuente: elaboración propia.

La figura 1 muestra el agrupamiento de países en función de los valores de cada uno en cada una de las variables incluidas en el modelo. Como puede verse, los valores más altos de la tasa de homicidios, así como de los niveles de impunidad y de desigualdad están en los países de América Latina. Los países de esta región tienen también los niveles más bajos de confianza en la administración de justicia y la policía, y también la percepción más baja de que su voz es escuchada por el gobierno. A la inversa, los países de Europa noroccidental, más Alemania y Francia, son los que tienen los niveles más altos de confianza en la administración de justicia y en la policía, y también la percepción más alta de que su voz es escuchada por el gobierno. También tienen las tasas de homicidio más bajas y los niveles más bajos de impunidad y de desigualdad. La figura 2 muestra también la existencia de otro patrón. A pesar de su diferente trayectoria histórica, los países de la Europa mediterránea e Irlanda, junto con los países antiguamente socialistas, tienen una tasa de homicidios que es un poco más del doble de la de Europa noroccidental, más Alemania y Francia, pero con un nivel de impunidad casi idéntico. Tienen también niveles de desigualdad un poco más altos que los del resto de sus pares europeos, pero sustancialmente más bajos que los de Latinoamérica. Se caracterizan también por tener niveles de confianza en la justicia y en la policía, y una percepción de que su voz es tenida en cuenta por el gobierno más baja que la del resto de sus pares europeos, pero más altos que los de los países latinoamericanos.

Fuente: elaboración propia

Figura 1 Representación simultánea de países y variables, rotulados por regiones 

Fuente: elaboración propia

Figura 2 Clasificación de países en cuatro grupos 

El análisis por componentes principales también permite construir grupos de los países en función de su homogeneidad respecto al conjunto completo de países observados. Con base en este procedimiento, se identificaron cuatro grupos: 1) los países latinoamericanos más violentos, El Salvador, Honduras y Venezuela, cuyos promedios, salvo el Índice Palma, tienen valores extremos en todas las variables; 2) el resto de países latinoamericanos; 3) los países de la Europa mediterránea e Irlanda, junto con los países antiguamente socialistas, y 4) los países de Europa noroccidental, más Alemania y Francia.

Las tablas 2 a 5, con los promedios de cada variable en cada uno de los grupos de países, permiten entender el fundamento de esta clasificación y realizar comparaciones orientadas a estimar el efecto de cada una de las variables.

Tabla 2 Los países latinoamericanos más violentos: El Salvador, Honduras y Venezuela 

Estad.*: Estadística Prom.* : Promedio DE*: Desviación estándar

Fuente: elaboración propia.

Tabla 3 Resto de Latinoamérica 

Estad.*: Estadística Prom.* : Promedio DE*: Desviación estándar

Fuente: elaboración propia.

Tabla 4 Europa mediterránea e Irlanda, y los antiguos países socialistas 

Estad.*: Estadística Prom.* : Promedio DE*: Desviación estándar

Fuente: elaboración propia.

Tabla 5 Europa noroccidental, más Alemania y Francia 

Estad.*: Estadística Prom.* : Promedio DE*: Desviación estándar

Fuente: elaboración propia.

La primera comparación concierne a las tasas de homicidio. Europa noroccidental, más Alemania y Francia, tiene el promedio más bajo; la del resto de Europa es un poco más del doble de aquella. Las tasas de homicidio del grupo más violento de América Latina son setenta veces más altas relativas a las tasas de Europa noroccidental, mientras que las del resto de Latinoamérica son catorce veces más altas. Estas observaciones están en línea con la tendencia referida al inicio de este artículo. Cabe agregar que en América Latina las tasas de homicidio varían de forma bastante pronunciada; dejando a un lado los países más violentos (El Salvador, Honduras y Venezuela) en el grupo 1.

La primera observación acerca de los factores que pueden explicar las tasas de homicidio en estos países concierne a los niveles de impunidad. La comparación entre Europa noroccidental, más Alemania y Francia, con la Europa mediterránea, más Irlanda y los países exsocialistas, muestra que no hay virtualmente mayor diferencia entre estas dos subregiones. Otro tanto ocurre en América Latina: los países más violentos tienen un nivel de impunidad casi indistinguible del resto de la región. Sin embargo, al comparar Europa noroccidental, más Alemania y Francia, en su conjunto (grupos 3 y 4) con América Latina en conjunto (grupos 1 y 2), se nota que hay una diferencia apreciable: la impunidad en Europa es un 75 % del promedio de la impunidad en Latinoamérica, lo cual quiere decir que la impunidad sí tiene un efecto en el nivel de homicidios, pero no es el factor que explique la mayor parte de la variación observada.

En lo que respecta a la desigualdad, es apreciable que los niveles de Europa noroccidental, más Alemania y Francia, son un poco más bajos que los de Europa mediterránea, Irlanda y los países exsocialistas. Sin embargo, esta diferencia es muchísimo menor que la que existe entre Europa en su conjunto y América Latina. El nivel de desigualdad en esta región del mundo es casi dos y media más veces el de Europa, lo cual da pie para afirmar que este factor contribuye de manera sustancial a explicar la aguda diferencia que hay entre los dos continentes en sus tasas de homicidio. Los altos niveles de violencia son, pues, uno de los costos que paga América Latina por su pronunciada desigualdad (Sánchez-Ancochea, 2020, pp. 102-108).

Empero, el nivel de desigualdad en los tres países más violentos es un poco menor al resto de países latinoamericanos, lo cual es indicativo de que en El Salvador, Honduras y Venezuela hay una dinámica particular, que no puede ser explicada solo a partir de la desigualdad. Otro tanto se puede decir de la enorme variación en la tasa de homicidios que hay en el resto de países latinoamericanos. Con niveles de desigualdad similares, Brasil, Panamá y Paraguay tienen tasas de homicidios sustancialmente diferentes; Brasil triplica las tasas de estos otros dos países. Colombia tiene una tasa de homicidios casi cinco veces la de Ecuador; Guatemala, casi tres veces la de su vecina Nicaragua. Otro tanto puede decirse de Argentina y Chile: con un nivel de desigualdad apreciablemente menor, Argentina tiene una tasa de homicidios que casi dobla a su vecino austral. Estas diferencias le dan crédito al modelo de Bergman acerca de la existencia de diferentes equilibrios de criminalidad. No obstante, quisiéramos reiterar lo dicho antes. La enorme variación que hay en las tasas de homicidios de los países latinoamericanos relativa a los niveles de desigualdad en la región da lugar, equivocadamente, a ignorar este factor como uno de los grandes causantes de la violencia.

Los niveles de confianza en la administración de justicia en los tres países más violen­tos de América Latina son los más bajos de los cuatro grupos, seguidos por los del resto de América Latina. Estos niveles solo son un poco más altos en algunos países europeos del grupo 3, pero son dos veces menores respecto a la Europa noroccidental, más Alemania y Francia. Un fenómeno similar ocurre con la confianza en la policía. Los niveles más bajos son los de los países más violentos de América Latina, seguidos por el resto de países de la región. Los niveles en el tercer grupo (la Europa mediterránea e Irlanda, y los países exsocialistas) son un poco mayores que los de América Latina, pero mucho más bajos que los de Europa noroccidental. Respecto a la percepción de que la voz de la ciudadanía es tenida en cuenta por el gobierno, los niveles de los dos grupos de América Latina son indistinguibles y también son los más bajos de todos. En cambio, los niveles de Europa noroccidental, más Alemania y Francia, son tres veces más altos; los del resto de Europa son solo el doble.

Estos resultados dan cuenta de la baja legitimidad de las autoridades en América Latina, un problema identificado desde hace mucho tiempo en la literatura acerca del gobierno, la justicia y la policía en la región. En efecto, en el siglo pasado varios observadores concurrieron en destacar el carácter limitado de los regímenes políticos latinoamericanos (Lambert, 1967, pp. 135-144; Rouquié, 1994, pp. 109-125). A pesar de que las dictaduras existentes en la región dieron paso a regímenes basados en la competencia electoral, todavía persiste el carácter excluyente y limitado del gobierno, el cual bien puede ser descrito como oligárquico (Foweraker, 2021, pp. 3-50). Mueller y Stratmann (2003) mostraron que el Estado latinoamericano parece capturado por las élites, pues el nivel de participación electoral no ha modificado los niveles de desigualdad. El argumento de estos autores es que, ceteris paribus, la mayor participación electoral expresa una mayor demanda de beneficios para la población, lo cual obliga a los gobiernos elegidos a poner en marcha políticas cuyo efecto es reducir la desigualdad. Tal ha sido el caso de Europa, donde los más altos niveles de participación se ven reflejados en un mayor gasto público.

La consecuencia de la captura legal del Estado en América Latina no se manifiesta solamente en niveles más altos de desigualdad, sino, también, en una mayor insatisfacción con la democracia. Por la vía de una comparación entre el oriente asiático y Latinoamérica, Wu y Chang (2019) han mostrado que estos dos fenómenos están fuertemente relacionados. Otra consecuencia es la debilidad del poder judicial para frenar el abuso de poder y la arbitrariedad. Nuestro modelo también da evidencia de ello, pues la correlación entre la impunidad y la desigualdad es bastante alta, lo cual es indicativo de que a mayor poder económico, mayor parece ser la capacidad de evadir la acción de los jueces. De ahí que la confianza en la justicia en América Latina, donde la desigualdad es la más alta, sea también la más baja. Este hallazgo está en sintonía con la literatura sobre el poder judicial en la región y las dificultades de su reforma (Binder & Obando, 2004; Domingo & Sieder, 2001; Hammergren, 2007; Helmke & Ríos-Figueroa, 2011; Pasara, 2014). Hay, además, un tipo de arbitrariedad que la justicia parece no contener: la de la policía. La severidad en el trato a los más pobres, la laxitud con los más ricos, las conexiones de algunos de sus miembros con redes criminales, la brutalidad en la persecución del crimen y la represión de las protestas han minado la confianza en la policía en América Latina (Bailey & Dammert, 2005; Brinks, 2008; González, 2020; Hinton, 2006; Magaloni et al., 2020; Sabet, 2012).

Muchos gobernantes latinoamericanos profesan una gran fe en la democracia y, como lo notó Lambert hace más de cincuenta años (1967, pp. 124-126), continuamente realizan reformas que tienen el aparente propósito de cerrar la brecha entre los ideales y la realidad. No obstante, parecen estar imbuidos de la convicción de que la autoridad se construye de arriba hacia abajo y que el modo de crear orden en la sociedad es por la vía de diversos incentivos, entre los cuales la disuasión es uno de los más poderosos. Esta es, probablemente, la raíz de su carácter indulgente con la arbitrariedad policial. La construcción de la autoridad de abajo hacia arriba demanda tomar en cuenta la opinión de los involucrados y asegurarles un trato respetuoso. Por la vía de esa inclusión es que las autoridades terminan por ser reconocidas como imparciales y merecedoras de confianza. Nuestro modelo muestra que uno de los factores que contribuye a explicar el alto nivel de violencia en América Latina es justamente la ausencia de este sentido de justicia.

EN BUSCA DE UN PATRÓN MÁS GENERAL: LAS DIVERSAS CONFIGURACIONES DE LA RELACIÓN ENTRE EL CAPITALISMO Y LA DEMOCRACIA, Y EL NIVEL DE HOMICIDIOS

A primera vista, las distintas configuraciones del capitalismo y de la democracia son procesos demasiado generales para inferir, a partir de ellos, un patrón que explique las diferentes tasas de homicidios en Latinoamérica y Europa. En esta sección queremos mostrar que, por el contrario, esas distintas configuraciones permiten entender mejor las referidas diferencias.

En contraste con lo que ocurría en la década de los noventa del siglo pasado, hoy es mucho más evidente que el capitalismo no conduce inevitablemente a la democracia -por ejemplo, el caso de la República Popular China-, y que, en realidad, no hay un tipo de capitalismo, sino varios (Milanovic, 2019). A comienzos de este siglo, Bruno Amable (2003) ya había diferenciado cinco tipos (el modelo anglosajón o de libre mercado; el socialdemócrata, prevalente en los países escandinavos; el modelo continental europeo; el del sur de Europa, y el asiático) en función del grado de regulación de la competencia económica, del sistema financiero y de los salarios, el sistema de protección social y el sistema educativo. A diferencia de lo que plantea la ideología neoliberal, ninguno de estos tipos es, per se, óptimo. Cada uno es el resultado de una particular configuración del conflicto social en cada país (Amable & Palombarini, 2009).

Casi tres décadas antes, Rueschemeyer et al. (1992) elaboraron una teoría con la cual explicaron no solo el tipo de capitalismo, sino de democracia en cada país en función del conflicto social, de choques externos como las crisis económicas y las guerras, y también de restricciones provenientes del sistema internacional. A diferencia de Moore (1966), Rueschemeyer, Stephens y Stephens resaltaron el papel de la clase obrera en el establecimiento de la democracia, donde esta pudo encontrar aliados. La gran mayoría de los países de Europa noroccidental corresponde a esta trayectoria. Por el contrario, en los países en los cuales había una fuerte élite terrateniente, como en la Europa mediterránea (España, Italia y Portugal), la burguesía prefirió oponerse a la clase obrera y apoyó el establecimiento de regímenes autoritarios -estos se mantuvieron en pie en España y Portugal hasta los años setenta del siglo pasado-. Guardadas las proporciones, en América Central, la economía de enclave de plantaciones y el anticomunismo de los Estados Unidos configuraron una alianza adversa a un régimen político y económico más igualitario, es decir, más democrático, en esta región. En línea con el anterior análisis, se puede afirmar que, si bien la estructura económica de Suramérica es más compleja, en esta otra región del mundo tampoco ha logrado estabilizarse una coalición favorable a niveles más altos de igualdad política y económica.

Nótese que, en líneas generales, la ubicación de los países en el plano del análisis por componentes principales que presentamos en la sección anterior (figura 1), corresponde a la teoría de Rueschemeyer, Stephens y Stephens: donde la trayectoria de luchas sociales ha sido favorable a mayores niveles de igualdad económica y de igualdad política, esto es, donde mucha más gente siente que su voz cuenta en el gobierno, tiende a haber más confianza en la justicia y en la policía, y consiguientemente menos violencia y menos impunidad. Por el contrario, donde la trayectoria de luchas sociales ha sido adversa a la obtención de mayores niveles de igualdad económica y política, y en consecuencia la gente siente que su voz no cuenta en el gobierno, tiende a haber menos confianza en la justicia y en la policía, y consiguientemente más violencia y más impunidad.

La anterior teoría puede ser suplementada para dar cuenta de los otros patrones que revela el análisis por componentes principales: el caso de los países exsocialistas y el de los países latinoamericanos más violentos. Los países exsocialistas se caracterizan por niveles de desigualdad un poco más altos que los de Europa noroccidental, más Alemania y Francia, pero más bajos que los de la Europa mediterránea; también por los niveles de confianza en la justicia y la policía más bajos del Viejo Continente. Empero, el nivel de confianza de que la voz de la ciudadanía es escuchada por el gobierno es más alta que la de sus pares mediterráneos. Sus niveles de impunidad son muy similares a los del resto del continente, pero sus tasas de homicidio son las más altas. Conjeturamos que esta particular configuración es resultante de una trayectoria histórica en la cual el control del Estado sobre los medios de producción redujo sustancialmente la desi­gualdad, pero dejó un negativo legado de desconfianza en los funcionarios públicos, y representaciones pesimistas de la propia ciudadanía por causa de los hábitos formados durante ese periodo (Sztompka, 1996; 1998; Tysk, 2009). La transición hacia un nuevo marco institucional, una nueva cultura cívica, cultura empresarial y ética del trabajo no ha estado exenta de dificultades. El indicador más claro de ello son, con algunas excepciones, los niveles más altos de corrupción del continente europeo (Miller et al., 2001; Stefes, 2006). En los términos de Marcelo Bergman, en esta región hay un equilibrio social de baja criminalidad. No obstante, argüimos que la disuasión estatal es solo una de las causas, y entre estas la igualdad es una de las más importantes.

Los países latinoamericanos más violentos (El Salvador, Honduras y Venezuela) tienen una característica que comparten con los otros cuatro países cuya tasa de homicidios es la más alta (Brasil, Colombia, Guatemala y México): la presencia de organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico (Ares, 2015; Rojas, 2015). En los países centroamericanos, un tipo de organización criminal ha adquirido especial prominencia: las “maras”, originalmente pandillas juveniles, que luego evolucionaron hasta convertirse en redes densas de personas que delinquen dentro y fuera de las cárceles. Varios estudios sobre las “maras” han destacado el efecto de la exclusión social en su constitución, así como de la brutalidad de las fuerzas estatales y la errónea política de encarcelamiento preventivo en su posterior expansión. Además, han llamado la atención acerca de la demanda de respeto como uno de los elementos centrales de la retórica con la cual sus miembros articulan su sentido de identidad y el carácter hipermasculinizado de sus miembros (Cruz, 2010; Santacruz, 2019; Winton, 2007; Wolf, 2012). Esta misma literatura ha puesto de presente el efecto contraproducente que han tenido las campañas de represión de las “maras” que categorizaron a todos sus miembros como criminales de igual peligrosidad y que no estuvieron acompañadas de esfuerzo alguno de rehabilitación.

José Miguel Cruz (2011)) ha llamado la atención acerca del extraordinario contraste entre las tasas de homicidios en Nicaragua, una de las más bajas de Latinoamérica, y las de sus vecinos. La clave, según Cruz, radica en que el Estado nicaragüense fue capaz de desarmar a todos los empresarios violentos interesados en ejercer algún tipo de control social y territorial. Por el contrario, El Salvador, Guatemala y Honduras han tenido una política de extrema laxitud con esos empresarios, muchos de ellos antiguos “escuadrones de la muerte” con fuertes lazos con las fuerzas estatales de seguridad. Esta no es la única diferencia notable. Nicaragua recuperó el monopolio del uso de la violencia legítima por la vía de negociaciones y amnistías con esos empresarios violentos, un procedimiento que los proponentes del modelo de la disuasión frecuentemente critican (Montenegro, 2019, p. 44).

CONCLUSIÓN

En Colombia, una de las lecciones duramente aprendidas en la lucha contra las organizaciones criminales ha sido que se necesitan más Sherlock Holmes y menos Rambos. La capacidad de aprendizaje y adaptación de esas organizaciones, así como el carácter descentralizado que han terminado por asumir muchas de ellas, demanda un laborioso trabajo de identificación de sus mayores vulnerabilidades. Esto es todo lo contrario a políticas que se caracterizan por estigmatizar a comunidades enteras, lo cual ha tenido como consecuencia una mayor desconfianza en la policía y en la justicia. Irónicamente, este efecto ha socavado aún más la capacidad de disuasión del Estado.

Por mucho tiempo, las élites latinoamericanas se han empeñado en construir y aumentar esa capacidad de arriba hacia abajo, como si la clave del mantenimiento del orden social estuviera únicamente en el temor al castigo. La evidencia presentada en este artículo sugiere a los líderes políticos que la tarea de reducir los niveles de violencia demanda un enfoque nuevo. Además de fortalecer la capacidad de investigación y sanción contra las organizaciones criminales, conviene construir el respeto por el derecho a un camino adicional: el de garantizarles a todas las personas que serán tratadas respetuosamente, con oportunidades de ser escuchadas y de participar en las decisiones que les afectan, y que las autoridades actuarán con independencia e imparcialidad, para difundir así confianza en la ciudadanía. La evidencia presentada en este artículo también llama la atención acerca de la importancia de reducir la desigualdad para reducir la violencia.

Con cierta frecuencia, muchos colombianos repiten el dicho: “una cosa es Dinamarca y otra muy distinta Cundinamarca” (una región colombiana). El dicho es evocado como un llamado a la resignación ante una trayectoria histórica imposible de cambiar. Se trata de un llamado al final bastante ahistórico, pues prescinde del examen de la trayectoria que les permitió a países como Dinamarca construir una sociedad más justa, política y económicamente. Hasta bien entrado el siglo xix, la administración pública en el Reino Unido era bastante corrupta; hoy es un parangón de honestidad. Aun en la primera década de este siglo, los habitantes de Cerdeña, una región italiana, repetían continuamente la descripción negativa de sí mismos que hizo un visitador español en el siglo xvii: “Locos, pocos y mal unidos”. Sin embargo, en el sur de esa región se ha consolidado una institución singular, el Sardex, una moneda complementaria, que ha impulsado la asociatividad y el emprendimiento. Los ejemplos abundan. La evidencia que proporciona este artículo es también un llamado: el de alcanzar una unidad de propósito para reducir la violencia y la desigualdad, y forjar una nueva legitimidad de las autoridades.

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1Al analizar el promedio de las tasas de homicidios en el periodo 2008-2012, Lapi-Seppälä y Lehti (2014, pp. 141-163) encontraron que el continente americano tenía las más altas. Estos autores hallaron también que, en las subregiones del Caribe, América Central y América del Sur, esas tasas comenzaron a aumentar en las décadas de los sesenta y setenta, y se dispararon a comienzos de este siglo.

2Una versión reciente de la centralidad del miedo en la teoría política es la obra de Danilo Zolo, Il Principato Democratico. En esta obra, Zolo (1992, p. 62) sostiene: “la función específica del sistema político en la sociedad moderna es la de regular selectivamente la distribución de los riesgos sociales y, por lo tanto, de reducir el miedo mediante la asignación agonal de valores de seguridad”.

3No del todo. Teorías del derecho como el realismo, que tuvieron una amplia acogida en la primera mitad del siglo xx, están basadas en el modelo de la disuasión (Holmes, 1897).

4Según estos autores: “Los cambios en la violencia letal en los países occidentales no pueden vincularse de manera creíble a cambios en el uso del encarcelamiento. […] De toda la evidencia revisada en este ensayo, ninguna le sirve de apoyo a la opinión de que las diferencias nacionales en la violencia letal están inversamente relacionadas con las tasas de encarcelamiento”.

5Un buen ejemplo de ello es la siguiente afirmación de Santiago Montenegro (2019, p. 45): “Sobre las causas de la violencia que se atribuyen a un Estado opresor, varios historiadores profesionales argumentan, por el contrario, que durante el siglo xix la violencia fue, sobre todo, de origen político; así lo fue también la disputa Liberal-Conservadora del período 1948-58, y la que luego comenzó en la década de los sesenta con las guerrillas marxistas, y después con los paramilitares y con la respuesta del Estado (Melo, 2017). Se apartan, así, de los enfoques que han argumentado que la violencia ha sido producto de las políticas de represión del Estado o de unas condiciones objetivas de pobreza y desigualdad. Además, si estas condiciones fuesen causas de violencia, otros países de América Latina, quizá más que Colombia, deberían haber sido campo abonado a la violencia insurreccional”.

6Con base en varios trabajos, Gutiérrez (2001) formula una crítica a esta tesis. Sin embargo, no presenta hallazgos sino argumentos de autoridad.

7En el caso de Gaitán, Montenegro, Piraquive y Posada, el sesgo era, además, institucional, pues trabajaban para una agencia estatal, el Departamento Nacional de Planeación. Cabe observar que no hay, a priori, nada en el modelo de la disuasión que justifique este sesgo.

8Aunque el trabajo de Cotte (2011) se limita a siete ciudades de Colombia, sus hallazgos corroboran la relación existente entre violencia homicida y desigualdad.

9Conviene destacar la convergencia entre el modelo de Wilkinson y Pickett, por un lado, y los factores situacionales referidos por Piquero et al. (2011) que limitan el alcance de la teoría de la elección racional.

10Luego de la publicación de su seminal obra Why People Obey the Law (Por qué la gente acata el derecho), en 1992, numerosos trabajos han corroborado la tesis de Tyler. Baste aquí mencionar que hay evidencia de que el sentido procedimental de la justicia moldea la percepción que tienen las personas de las decisiones de las autoridades (Jackson & Fondacaro, 1999; Tyler & Huo, 2002), de la adopción de ciertas políticas públicas (Smith & Tyler, 1996) e incluso del funcionamiento de las instituciones políticas (Fansworth, 2003; Gangl, 2003).

11Los componentes de esta dimensión estructural son: el número de personas encargadas de prevenir, investigar y perseguir a los criminales, así como de ponerlos a disposición de la justicia, por cada 100.000 habitantes; el número total de jueces y magistrados, no solo penales, por cada 100.000 habitantes; la relación entre el número de personas detenidas y la capacidad del sistema penitenciario; la relación entre el número de funcionarios de las prisiones y la capacidad del sistema penitenciario, y la relación entre el número de personas detenidas y el número de funcionarios de las prisiones.

12Los componentes de esta dimensión funcional son: el número de individuos llevados ante los jueces dividido por el número de personas que han tenido contacto con la policía; el número de individuos llevados ante los jueces dividido por el número de fiscales; el porcentaje de individuos detenidos sin haber sido sometidos a juicio; la relación entre el número de personas condenadas por homicidio y el número total de homicidios, y el número de individuos llevados ante los jueces dividido por el número de jueces.

13Este subíndice ha sido elaborado con base en información del Proyecto de Base de Datos de Derechos Humanos de David Cingranelli y David L. Richards (ciri), así como en reportes de Amnistía Internacional.

Recibido: 14 de Julio de 2021; Aprobado: 15 de Octubre de 2021

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