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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.34 no.102 Bogotá May/Aug. 2021  Epub Jan 31, 2022

https://doi.org/10.15446/anpol.v34n102.99936 

Dossier

EL SISTEMA CULTURAL DEL HONOR EN LAS PANDILLAS

THE CULTURAL SYSTEM OF HONOR IN GANGS

Jorge Ordóñez Valverde1 

1Profesor Universidad de Antioquia. Correo electrónico: jorgeo6527@gmail.com


RESUMEN

Este artículo es un estudio sobre la violencia de pandillas en barrios marginales de Cali, Colombia, basado en trabajos etnográficos de la primera década del siglo xxi. Sigue las ideas de la antropología simbólica de Clifford Geertz, el psicoanálisis freudiano en su interpretación de la cultura y la teoría de la civilización de Norbert Elias. La idea central es que existe un sistema cultural del honor que da significado a la violencia pandillera más allá de las causas objetivas. El honor se lee aquí como un sistema cultural que crea significados y sentidos, y la hipótesis central es que en las zonas marginales, dada la poca presencia del Estado, ocurre un proceso descivilizatorio en el cual se restituyen formas premodernas de relación social como los códigos de honor.

Palabras clave: Pandillas; violencia; códigos de honor; sistemas culturales; procesos descivilizatorios

ABSTRACT

This article presents a study on gang violence in the slums of Cali, Colombia, based on ethnographic work carried out in the first decade of the 21st century. It follows the ideas of Clifford Geertz’s symbolic anthropology, Freudian psychoanalysis as an interpretation of culture, and Norbert Elias’ theory of civilization. The central idea is that there is a cultural system of honor that gives meaning to gang violence beyond objective causes. Honor is read here as a cultural system that creates meanings and logic; the central hypothesis proposes that in marginal areas, given the little presence of the State, a decivilizing process occurs that restores pre-modern forms of social relationships such as honor codes.

Keywords: Gangs; violence; honor codes; cultural systems; decivilizing processes.

PANDILLAS

Finalizando la primera década del presente siglo, según cifras de la Vicepresidencia de la República (2009), en el 2009 se contabilizaban en el área urbana del municipio de Cali 103 pandillas, de las cuales 29 se ubican en la comuna 20; 14 en la comuna 13; 12 en la comuna 15 (del distrito de Aguablanca), 11 en la comuna 16, y 8 en las comunas 3 y 4. Las pandillas de los barrios marginales de Cali son grupos de jóvenes que “parchan” en las esquinas, que conversan, “rumbean” y consumen licor juntos, que fuman marihuana y juegan al fútbol en las canchas de sus barrios, que recorren las calles intimidando a los vecinos y cometiendo pequeños robos, que defienden sus “pedazos” de barrio con violencia, que sostienen guerras cruentas e interminables con las pandillas de los barrios vecinos, que terminan atrapados en una red de venganzas y desquites por causa de su vida azarosa, y que en el momento menos pensado se encuentran con la muerte. Para ellos, la transgresión es una forma de vida (Perea, 2007); encuentran en la violencia y en el delito, en sus odios y sus lealtades, unos valores y reglas, y una manera de pensar la realidad social que es contraria a los valores vigentes en un espectro social más amplio. Las pandillas son un fenómeno que ha adquirido una renovada visibilidad y que se ha convertido en objeto de estudio de las ciencias sociales en Latinoamérica desde finales de los años ochenta del siglo pasado.

El sello de la pandilla es el aislamiento y la desconexión; son islas, son un síntoma de algo que socava los cimientos mismos de la sociedad. Las pandillas se multiplican con el crecimiento de los cinturones de miseria de las grandes urbes y el incremento de la desigualdad. Las pandillas son producidas también por crisis sociales que descoyuntan las formas de vida tradicionales y que expulsan a familias del campo sin crear las bases para una adecuada integración a la vida urbana. Así, las instituciones de la familia, la escuela y la comunidad dejan de ser el punto de anclaje para la socialización y son reemplazadas por la esquina y la vida callejera.

En el barrio Alfonso López se encuentran las pandillas de los Misaeles, que llevan el nombre de su fundador, Misaelito; la Legión del Mal, cuyos integrantes se tatuaban tres números seis entre el índice y el pulgar de la mano derecha; la Pink Floyd, en honor al buen rock de la famosa banda británica; Los Cagaos, cuyo líder tuvo miedo la primera vez, pero no la segunda, y luego nunca más; Los Saavedra, los primeros que uno se encuentra al subir al Farillón; la Patio Quinto, que tomó su nombre del lugar de la prisión donde estuvieron recluidos, todos ellos son parte de la historia callejera del barrio Alfonso López y de la zona del Farillón del río Cauca, y un poco más allá, también en Puerto Mallarino. Aquí vivieron y mataron, robaron y amaron; en estas calles hubo fútbol y charla y combate, y una parcería tremenda que unos pocos recuerdan con nostalgia, ya que la mayoría de estos jóvenes ya vio por última vez cómo el sol se pone sobre el río.

En Marroquín en Aguablanca existían la pandilla del Palo y la de la Gallera, cruelmente enfrentadas en una guerra por territorio y por las venganzas derivadas del conflicto. Estas dos pandillas participaron en un programa de rehabilitación basado en la Justicia Restaurativa de la Fundación Paz y Bien de la Hermana Alba Estela Barreto (q.e.p.d.), y la Universidad Javeriana Cali.

VIOLENCIA

En el mundo de las pandillas, todo empieza con una violencia primitiva, indeterminada e informe. Son la expresión de un malestar en el que la agresividad se une a la rabia y al impulso destructivo. Luego, esta violencia se conecta con la identidad y las emociones, y se organiza como una práctica ritual del grupo; finalmente, esa violencia se va racionalizando e instrumentalizando para adaptarse al mundo del crimen. No se trata de negar que la violencia tiene causas objetivas; las pandillas pelean por el control del territorio y por el ejercicio de la delincuencia común, pero también es cierto que los pandilleros atribuyen un conjunto de significados a los conflictos y sus soluciones (Ross, 1995); y nos interesa saber cuáles son los sistemas de interpretación y el acervo cultural que dan sentido y justificación a la acción violenta.

La figuración social de la violencia en las pandillas es como sigue: la primera violencia de los jóvenes de pandilla es primitiva, primigenia, hecha de resentimiento, odio e impulsos destructivos sin mayor elaboración social, luego esa violencia se estructura e integra significados y se racionaliza. El primer impulso violento es para rechazar el estigma y la marginación; el segundo, para la afirmación de la identidad masculina y el estatus que se relacionan con el código de honor de la pandilla; finalmente, la violencia se instrumentaliza para su empleo dentro de la delincuencia organizada. En la vida pandillera, la violencia se elabora y se pone en códigos y reglas, a los que corresponde una particular organización psíquica de las emociones y ciertos sistemas culturales, como el honor, el género y la magia.

HONOR PANDILLERO

El honor es un sistema cultural propio de las sociedades premodernas. Regula las relaciones sociales del estatus, el reconocimiento, la distribución del poder y la ­resolución de los conflictos. Está constituido por un conjunto de valores morales, como el deber, la virtud, el mérito, la valentía y el heroísmo, y un conjunto de principios cuya obediencia es indispensable y perentoria, y cuya desobediencia se castiga con el deshonor. El honor evoluciona históricamente y se vincula con distintas instituciones, como la superestructura jurídica, bajo la forma de un derecho diferencial; con la familia, en la relación de dominio y protección de los subordinados, y con la sexualidad, en la vigilancia, el poder y el control sobre la conducta femenina. El honor se expresa mediante el reconocimiento social, la fama, la gloria, la opinión exaltada e incluso ceremonias de reconocimiento público, cargos, empleos o dignidades, rentas y patrimonios (rae, 1970).

El honor ha sido una importante institución durante grandes periodos de la civilización occidental, precedidos por las antigüedades griega y romana, hasta alcanzar una elaboración y una complejidad extraordinarias en la Edad Media y los sistemas feudales. Persiste en las sociedades del Antiguo Régimen en las castas de la nobleza, y se resiste a desaparecer en el mundo moderno, en el que adopta matices de un romanticismo radical -como en la práctica del duelo- durante el siglo xix, o variantes aún vigentes en algunos grupos subalternos (Gautheron, 1992; Pitt-Rivers, 1968).

El honor es un sistema de regulación social y enclasamiento, característico de las sociedades premodernas, y se encuentra en abierto conflicto con las instituciones propuestas por el Estado moderno, dado que conceptos como la igualdad ante la ley, la democracia y la regulación legal de los conflictos le merman su fuerza y su significado. En el mundo del honor se resuelven los conflictos apelando a un derecho de la diferencia, dado que la sociedad está claramente diferenciada en estamentos sociales jerárquicos; en el Estado moderno, por el contrario, se propone una racionalidad jurídica basada en la igual condición de ciudadanía. Antes del mundo moderno, el honor regulaba los conflictos, al autorizar la violencia entre particulares, potestad que se transformó con el monopolio de la violencia regulado por el derecho por parte del Estado moderno. El honor es un sistema de jerarquías y rangos, de alcurnia y linaje, mientras que las sociedades modernas se organizan sobre la idea de la igualdad. Puede decirse que la evolución histórica de esta institución es una buena expresión del tránsito de las sociedades estamentales a una sociedad de los individuos, de formas de relación social fundadas en la pertenencia a grupos diferenciados, a formas de relación social basadas en el concepto de ciudadanía. No hay que olvidar que la palabra estatus deriva de estamento. Max Weber (1987, p. 667) decía: “En oposición a las clases, los estamentos son normalmente comunidades, aunque con frecuencia de carácter amorfo”.

El honor es una forma de organización de la sociedad que produce una gran presión y control sobre el yo, se da en sociedades donde la relación con el otro es cercana, íntima y continua, donde hay una clara predominancia del nosotros sobre el yo, y donde no hay mucho lugar para una vida interior1. La palabra y la mirada del otro y los otros se viven con la mayor intensidad posible. Las comunidades que funcionan como gueto, aquellas cerradas al intercambio con otras comunidades, establecen fácilmente sistemas honoríficos, por esa razón: la palabra de la gente, el qué dirán, garantiza la conservación o la pérdida del honor, y los individuos no se atreverían a liberarse de las obligaciones honoríficas. El honor tiene un efecto controlador de las emociones y los sentimientos; un hombre de honor no puede expresar libremente su intimidad, un hombre de honor es un hombre con pudor y discreción, se define por la preocupación de ser digno de una cierta imagen ideal de sí mismo:

El miedo a la reprobación colectiva y a la vergüenza, envés del pundonor, es capaz de apremiar al hombre más desprovisto de amor propio a conformarse a la fuerza, a los imperativos del honor. El honor de un hombre es su honor. Ser y honor se confunden en él. El que ha perdido su honor ya no es. Deja de existir para los otros y, por tanto, para sí mismo. (Bour­dieu, 1968, p. 175)

Pero si el honor es una institución del mundo premoderno, ¿qué ocurre con los pandilleros que no son hijos de la tradición y, por el contrario, son hijos de la ruptura y la marginalidad? Ellos no han recibido el honor como herencia de su linaje, pero construyen formas de relación social honoríficas que son funcionales a un medio social donde no existe el monopolio de la violencia. El Estado moderno se caracteriza por una mayor capacidad del monopolio de la violencia que se refleja en la dominación legal racional, mientras que en las sociedades premodernas ese monopolio es más precario, haciendo que la sociedad se organice por diferencias y jerarquías, y por la capacidad de los grupos dominantes de ejercer violencia sobre otros. La situación de marginalidad en las ciudades contemporáneas es similar, dado que en estos sectores la presencia del Estado es precaria y ambigua, la regulación de los conflictos no se inspira en la ley, el derecho y la razón, sino en la justicia por mano propia y la venganza. La violencia cotidiana carga emocionalmente a los sujetos y les hace reaccionar de manera exagerada e irreflexiva y con mayor violencia cada vez, y es en medio de esa violencia donde se dan los procesos de socialización, de crianza y de inscripción en la cultura de las nuevas generaciones. Allí se forjan los valores de la hombría, la valía personal depende de la posibilidad de infundir miedo, y la identidad depende de un lugar jerárquico establecido por la inferiorización de los otros.

Violencia primitiva

El ejemplo que sigue revela un grado irracional y brutal que estaría en la base de una escala como la que se propone. Se trata de una violencia desorganizada y desregulada, en la cual la ira desatada elude cualquier identificación con la víctima y su sufrimiento. El episodio, según refieren los testigos, es este:

En el barrio Marroquín, por el sector de la Gallera, un joven que tiene un revólver al cinto es insultado por otro que lo quiere intimidar y arrebatarle el arma. Después de un breve forcejeo, el joven disparó matando a su agresor. Al emprender la huida[,] los amigos del muerto inician una persecución que tendrá un fin trágico. Aunque no atrapan al homicida: “Jairito, Apolonio y todos ellos van a coger al pelado, al pelado no lo encuentran; entonces se empepan y ya todos empepados se meten a la casa a buscar a Palomeque, pero Palomeque ya se había abierto, él vivía ahí de inquilino. Se meten y cogen a la señora pensando que es familiar de él, y la cogen y le dan una de cacha, patadas, puños, golpes… la arrastraron del pelo y ahí mismo el peladito estaba pequeño, decía: ‘¡Ay, no se lleven a mi mamá, no se me lleven a mi mamá para allá!’… Se llevaron a la cucha allá y le dieron una maltratiza fea; después de la maltratiza esa que le dieron, y nadie decía nada, mandaron a pedir gasolina, le echaron gasolina a la cucha -como unos cincuenta o cincuenta y seis años tenía la cucha-, le echaron gasolina; los tres pelados que le dieron el maltrato físico a la cucha, que hágale, no consiguieron fósforos; ahí mismo la cogieron con una metra y taca tum, tum, tum, le soltaron todo a la cucha y llegó la policía, hicieron el levantamiento. Se murió la cucha. (Entrevista personal con Byron, 10 de marzo de 2007)

En esta terrible historia se encuentra una falta de motivación y un exceso de crueldad. Empieza con una ofensa en la cual el ofensor muere y termina con una venganza que no se cumple con el asesino, sino con una pobre mujer que no estaba involucrada.

Muchas veces, el desborde de la violencia no se compadece con el nimio carácter objetivo del conflicto, pero la reacción puede ser muy violenta por la rabia reprimida y la pobre autorregulación de las emociones. El pandillero tiene una configuración de las emociones en que la agresividad está fácilmente disponible y fluye sin restricciones. Un temperamento violento e irreflexivo al que luego se le podrá encontrar alguna motivación ideológica.

VIOLENCIA RITUAL

En la pandilla hay ritos iniciáticos: el primer atraco, la primera pelea con la pandilla rival, la primera puñalada. En los duelos a cuchillo o en los enfrentamientos a bala hay un conjunto de reglas y prescripciones que preservan la justicia y la igualdad de condiciones entre los rivales. La venganza es una obligación imprescriptible y la defensa del territorio es un alto punto de honor. En general, la vida en el grupo sigue los valores de la solidaridad, la audacia y la valentía, todo aquello que define a un hombre de ­verdad. En cada acto de violencia se juega el reconocimiento, el estatus y el lugar dentro de la jerarquía de la pandilla y el barrio. La violencia es ritual en la medida en que está lejos del frío cálculo de intereses y cerca de la emoción y el sentimiento. Hay violencias cargadas de emoción y hay violencias controladas por la razón, hay violencias que son rituales y hay violencias que son instrumentales, como lo proponen los trabajos del profesor Spierenburg (1998).

Más allá de una reacción a la exclusión, el ingreso en la pandilla resignifica la violencia y la vincula con un nivel de control emocional. En la pandilla se trata de que los jóvenes aprendan a dominar el miedo y a no sentir compasión. Contrario a la idea común que describe a los jóvenes de las pandillas como desadaptados sociales, lo que se encuentra en estos grupos de jóvenes es un proceso de adaptación eficaz a un contexto hostil y violento; no es que adopten conductas delictivas en contravía de su socialización, sino que son socializados de esa manera. Pero lo que aquí interesa es el hecho de que los pandilleros se ven obligados a educar su agresividad, a administrar la violencia de tal manera que redunde en beneficio del grupo y corresponda a un conjunto de valores.

Los pandilleros llaman “endurecimiento del corazón” a ese proceso de autocontrol emocional (Entrevista personal con Byron, 10 de marzo de 2007), es decir, un proceso en el cual se ahogan los sentimientos de piedad y compasión, y se exacerban los sentimientos de rabia y odio contra el enemigo. Para esto se requiere una organización de las emociones que aísla los aspectos cognitivos, afectivos y emocionales. El “aislamiento emocional” es un mecanismo psíquico de defensa que crea campos de representaciones que no tienen ninguna conexión entre sí y funcionan como compartimentos estancos. “Aislar un pensamiento o un comportamiento de tal forma que se rompan sus conexiones con otros pensamientos o con el resto de la existencia del sujeto” (Laplanche & Pontalis, 1996).

La coexistencia dentro del yo, de dos actitudes psíquicas respecto a la realidad exterior en cuanto esta contraría una exigencia pulsional: una de ellas tiene en cuenta la realidad, la otra reniega la realidad en juego y la substituye por una producción del deseo. Estas dos actitudes coexisten sin influirse recíprocamente. (Laplanche y Pontalis, 1996, p. 17)

Este mecanismo produce un menor grado de integración del yo, y cuando se exacerba, puede llegar a producir una disociación del yo; además, inhibe el desarrollo del sentimiento de culpa. Las pruebas a las que se someten los novicios en las pandillas lo reflejan: “[…] estaba un poco nervioso, pero me paré, y cuando saqué la primera puñalada, pues sentí confianza y, me entendés, y seguí por ahí derecho” (Entrevista personal con Johnson, 2 de diciembre de 2004).

Esa distancia emocional hay que ganarla y se juega en cada episodio de violencia:

Pero cuando uno ya está en la candela todo ese temor ya se pierde, entonces, si gana bien y si pierde bien, y en el mismo momento en que usted vio la figura, y que tales y la liebre, en el momento en que usted lo va a hacer lo vio, en ese momento le da miedo, pero en el momento en que usted ya lo ha cogido y le pegue el primer tiro, eso ya no le da miedo a uno, eso ya es lo de menos, eso sin mente se le sueltan sus tiros de ahí pa’ allá, y todo, y tin, eso siempre es así, eso es así, cuando uno va a comenzar es el temor, pero cuando ya uno se mete a la candela todo eso se pierde. (Entrevista personal con Johnson, 2 de diciembre de 2004)

La hostilidad reinante en el barrio hace que muchos jóvenes vean el ingreso a la pandilla como una necesidad, tanto para la protección personal como para tener capacidad de intimidación cuando se presentan conflictos: “Nos reunimos 5 o 6, 8 y, hermano, para defender nuestro terreno, nuestros derechos, la personalidad y nuestro estilo” (Entrevista personal con Caliche, 4 de junio de 2009). Se combina, como ha dicho el joven, la defensa del territorio con la defensa de los derechos y la personalidad, y hasta del estilo. No solo hay disputas por bienes materiales y recursos escasos, sino, también, por defender la identidad contra la segregación y el estigma.

Como cada quien debe hacer justicia por mano propia, entonces se arma un entramado de relaciones muy conflictivo, donde los valores del honor y los cambiantes equilibrios de poder entre los pequeños grupos son el principio ordenador. Por eso la resistencia al abuso y al avasallamiento hace parte de muchas de las historias de iniciación en la vida pandillera:

El abuso social, viejo, […] más de un pirobo se cree el más bravo del barrio, porque tiene un pistoloco o tiene dos jotas en la cara, de que es muy bravo, entonces, sí pilla, como vos sabés que no tenés un papá a quien acudir, porque sí: su cocacho, que dejés el bisne, que, por loco, pa´ que dejés la jodita. (Entrevista personal con Caliche, 4 de junio de 2009)

La “dureza” del carácter es muy valorada y constituye un rasgo de superioridad. Un pandillero señala que siempre sintió una gran admiración por su tío pistolero, a quien vio en una ocasión asesinar a alguien a plena luz del día y permanecer sentado tranquilamente en el andén al lado del cadáver. “¡¿Qué es esto?!” (Entrevista personal con Mauto, 20 de marzo de 2004), se repetía a sí mismo asombrado por la sangre fría de su familiar, por su hombría, por su valor al no correr y ocultarse, por su arrogancia al mostrar que no temía esperar a la policía o a los posibles vengadores de la víctima. Este control de las emociones alcanza niveles de heroísmo; por ejemplo, cuando un grupo de pandilleros vienen a matar a Leyder acusándolo falsamente de participar en un robo, y él los encañona con un revólver vacío, o cuando Caliche es capaz de ver a los ojos del joven que le descarga el revólver aquella noche en el Farillón, y piensa con calma cómo tiene que huir. El “endurecimiento’’ es actuar “sin mente”, como dicen ellos; sin oponer razones, sin sentir culpa, sin pensar en las consecuencias, y llegar a dominar el miedo y la compasión hasta poder matar fríamente.

Yo le quito la vida a usted, inocentemente, por quitarle unas zapatillas, por envidia, o sea por algo insignificante, y usted, tin, le quita la vida; yo puedo durar 2, 3 meses, o un año, y cuando menos piense también me la quitan a sangre; así como yo se la quité a usted, me la quitan a mí, y el delincuente. (Entrevista personal con Henry, 15 de febrero de 2008) [Cursivas añadidas]

Nótese la aclaración “inocentemente”, que señala la trivialización de la violencia y la negación de la culpa. En el discurso de estos jóvenes todo el tiempo se niegan los sentimientos de responsabilidad, culpa o remordimiento. En el mundo de los pandilleros, la violencia y la muerte no ocurren como consecuencia lógica de sus acciones, sino por la fatalidad del destino, las influencias del mundo sobrenatural o por culpa de los otros.

En esa banda ya me tocaba probar robando; una vez me tocó hacerlo robando a un cucho, el cucho no se quería bajar y me tocó pegarle tres puñaladas, sí me entiende, y era “pam, pam”, por quitarle una todo terreno [bicicleta]; ahí probó que el man era el propio, el original, vamos a vender eso, vamos a tomar, y fum, ya de ahí pa’ allá me inicié en esa banda y en la Legión del mal. (Entrevista personal con Caliche, 4 de junio de 2009)

Aquí se da lo que podría llamarse una perspectiva egocéntrica, desde la cual el otro es solo un medio o un obstáculo, y en que las propias acciones ocurren independientemente de la voluntad. La perspectiva egocéntrica atribuye a causas exteriores los actos de violencia y no a una responsabilidad personal: nótese el “me tocó pegarle tres puñaladas”, la externalidad del acto borra cualquier responsabilidad; el otro está instrumentalizado, desindividualizado, y la relación entre ellos está decidida por un código de reglas externas y coactivas ajeno a sus voluntades.

LA MASCULINIDAD

El sistema cultural del honor pandillero se integra con el sistema cultural del género. Uno y otro concepto permite hacer inteligible la manera de interpretar los conflictos y el tipo de figuraciones sociales resultantes de los continuos actos de violencia. En los jóvenes de nuestro estudio, la construcción de la identidad de género se inicia con una peligrosa devaluación personal en ciertos episodios de la infancia, cuando se empieza a tomar conciencia de un bajo estatus social, e incluso la carga de un estigma. Al bajo estatus social se reacciona con la violencia que otorga una forma de reconocimiento llamada “fama”. Esto no conduce propiamente a un proceso de individuación en el sentido moderno del término, sino a cierta estructuración del yo tributaria de la relación grupal de la pandilla. El sujeto no se autonomiza por la ganancia de una mayor reflexividad, sino que su identidad es grupal y, más que la conciencia o la voluntad, su conducta está determinada por reacciones inconscientes, egocéntricas y defensivas, una estructura superyoica primitiva y persecutoria. El superyó tiene diferentes niveles de estructuración, y los niveles básicos son una primera vuelta de la agresividad del sujeto contra sí mismo, con un marcado sesgo imaginario que establece una relación esquizoparanoide con el mundo, hecha de miedos y rabias, y proyecciones fantasiosas. La violencia ritualizada es una relación social con un alto nivel de compromiso emocional2 y un sesgo fuertemente subjetivo en la representación de la realidad social. Las emociones y los sentimientos hacen que esas relaciones no se perciban de manera objetiva y desapasionada, sino con la proyección de todos los temores internos. Esto quiere decir que los sujetos van a interpretar todo de manera psicológicamente defensiva; es decir, negando un aspecto de la realidad.

Los conflictos de las pandillas se producen por la necesidad de “probar finura”, de demostrar los valores de la hombría; ocurren como situaciones en las que lo importante no son las causas concretas y objetivas del conflicto, sino la demostración pública de las cualidades viriles:

Esas peleas se dan porque cuando uno va a esos bailes, con su parchecito. Cuando allá empieza un pirobo, que todo perico, todo trabado, a picárselas de león. Si eso sí, ya te pisa y te estruja; y uno, hermano, pero hay espacio, “qué pasa, viejo, ¿qué no te gustó?”, “qué, pirobo, ponela como querás”, y que tales, pues en ese momento no tenés otra opción, sino que cogerlas por el frente, y hacerle frente a esos maricas. Entonces ya uno, es más; ya después de que usted pelió con el primero ya usted se vuelve como un león, viejo, ya no lo paran ni los tombos. (Entrevista personal con Chinasky, 21 de marzo de 2004)

O sea, es muy verraco buscar el diálogo, porque no falta que uno se las pique a loco, no, hermano, sí me entiende, hay que darle piso (matar), entonces uno piensa en diálogo, sí pilas le vas dando piso, sisas, sí pilla, no importa que tenga oficina de sicario, no te importa nada después de que tú tengas un arma encima viejo, eso es la chorrera de tiros. (Entrevista personal con Henry, 15 de febrero de 2008)

[…]

Sacó ese machete y me planeó el hombro, y a los días una indirecta, una indirecta, indirecta, hasta el día que yo no aguanté más y me fui con el hombre y nos dimos machete, y tin, tin, él me pegó un machetazo aquí y yo le pegué el otro aquí, y de ahí ya vino la golpiza, porque de ahí qué más, y yo quedé con la venganza y ahí yo creí que no hay que dejársela montar de cualquiera. (Entrevista personal con Mauto, 20 de marzo de 2004)

Dentro del lenguaje pandillero, “parar el brinco” o “ser respeto” o “ser carácter” son maneras de nombrar la masculinidad. En las peleas se exhiben la valentía y la crueldad, y de esta manera se logra un estatus superior. Estos valores del coraje forman una masculinidad belicosa, que a su vez crea un contexto social muy conflictivo donde siempre hay alguien humillado y ofendido que quiere deshacer una afrenta: “Con un cuchillo y un fierro ya nadie se la monta, porque han matado y han comido del muerto. Entonces el man que mete drogas y tiene un fierro ya se siente el hombrecito del barrio” (Entrevista personal con Henry, 15 de febrero de 2008). En las calles se espera que todo joven sea capaz de “pararse” y desafiar al otro a pelear a cuchillo y demostrar su hombría, lo que significa que el rol de género masculino implica formas de violencia socialmente aceptadas:

Ya me tocó pararme porque ya estaba encimado, el man ya me tenía encima, yo no tenía ni lámina (cuchillo) ni nada, entonces me pasaron la lámina y yo me le paré, entonces yo también le pegué una puñalada [...] no se murió, pero le dañó el tórax. (Entrevista personal con Byron, 10 de marzo de 2007)

Esta hazaña y las hazañas del grupo empiezan a hacer parte del acervo de anécdotas de la pandilla, parte de su pequeña mitología familiar, un referente de valores y actitudes; son el tipo de hechos que se cuentan cuando la pandilla se reúne y que valida su solidaridad y su identidad. El temor que se inspira es la medida del respeto: “Parar el brinco es que no se la deje montar y pararse duro, que pa’ cualquier cosa, pararse también a cuchillo” (Entrevista personal con Jhonson, 2 de diciembre de 2004). “Uno pelea para que lo respeten, para que nunca lo vuelvan a hacer y le tengan miedo a uno” (Entrevista personal con Byron, 2004). Es importante inspirar miedo, el miedo da un poder sobre los otros, un aura de cierto prestigio y ascendencia. Las acciones son rituales agonísticos, hay una puesta en escena donde se exhiben los atributos del coraje y la destreza y son ocasiones para acumular prestigio: “Si a usted no lo respetan, usted no es nadie. Si usted no es respetado, usted no sirve para nada” (Entrevista personal con Henry, 15 de febrero de 2008). El respeto es un bien supremo, y en estos barrios donde la precariedad económica es dominante se convierte en uno de los pocos elementos disponibles para el encumbramiento social. Solo que este respeto no traspasa el umbral de la violencia y el miedo, y no tiene la oportunidad de forjarse sobre otros valores, como la madurez o la sabiduría, como podría darse en otra concepción de la masculinidad.

De igual manera, “ser carácter” es una estructura psicológica capaz de canalizar la agresividad de manera decidida y contundente, irreflexiva, sin miedo ni previsión de las consecuencias. Cuando el grupo azuza a alguno de sus miembros a herir a su enemigo le gritan “No le meta mente, sin mente, parce”; es decir, que no piense, ya que pensar aplazaría la acción y le haría tomar conciencia de las consecuencias del acto. Si “le metieran mente” sería posible una previsión de las consecuencias negativas y hasta un inicio de identificación con el otro, pero todo ello es descartado como cobardía. Esto, desde luego, tiene los beneficios de la adaptación funcional al contexto: “Tener carácter es que no se la deja montar de nadie. Todos nos respetamos por igual, todos somos de carácter y ya lo hemos comprobado” (Entrevista personal con Caliche, 4 de junio de 2009). El carácter es una relación asimétrica de poder, un valioso capital social. En un sentido estructural, las prácticas de los jóvenes que formaron parte de este estudio coinciden con las de cualquier otro grupo, cuyos integrantes buscan acumular algún capital de prestigio y buscan un reconocimiento positivo, la diferencia estriba en que esas competencias están puestas en el límite entre la vida y la muerte. En casos extremos quizá ni siquiera exista el deseo de vivir o, en general, no se abriga ninguna esperanza hacia el futuro y por eso no se miden las consecuencias. Esta es la principal forma de ganarse la reputación de hombre y, pese a que en estas pandillas no existe un liderazgo formalmente definido, es claro que quien ha demostrado mayor arrojo y ha enfrentado de manera exitosa a sus enemigos cuenta con el reconocimiento de los demás compañeros. El otro, el miembro de otra pandilla, el enemigo, se construye discursivamente como un contradictor, un antagonista, y su rivalidad, como una oportunidad de probarse. El otro se construye en el discurso como autor de la ofensa, como quien debe ser destinatario de la violencia, alguien que inspira la necesidad de hacerse valer. El contradictor debe ser avasallado, agredido; en ningún momento hay que identificarse con él o suponerlo como un igual.

Ser hombre en estas calles es un asunto cruel y exigente, dado que aquí solo se acepta la fuerza y la hostilidad; un pandillero debe saber defender su territorio y castigar ejemplarmente a sus enemigos para disuadirlos de futuros ataques. Este sentimiento marcado de propiedad sobre el territorio trae implícito un conjunto de reglas, como impedir el libre tránsito, castigar violentamente toda intrusión e intentar invadir los territorios enemigos. En Cali las llaman “fronteras invisibles”:

Los de la Gallera y los del Palo. Los de acá con los de allá. Se mantienen en guerra a toda hora porque los de allá no pueden venir pa’cá, los de acá no pueden ir pa’llá. Pues los de la Gallera necesitan venir pa’cá porque tienen de pronto amigas, o qué sé yo. (Entrevista personal con Byron, 10 de marzo de 2007)

No se permite que los jóvenes de otras pandillas, parches o simplemente muchachos de otros barrios transiten por las calles del barrio dominadas por el grupo. Las reacciones van desde la decisión de atracarlo y robarle sus pertenencias, hasta la de golpearlo de manera inmisericorde, pasando por toda suerte de actos de intimidación:

No, pues un día cogimos a uno y casi lo matamos, le metimos un poco de pedradas, ese peladito quedó ahí en el suelo, y nosotros… No, pues, ¡matamos a ese peladito! Y yo estaba todo asustado, ya estaba pensando en irme pa’ donde mi tía. (Entrevista personal con Mauto, 20 de marzo de 2004)

Otro elemento que hay que destacar en los códigos de honor es que la enemistad entre pandillas es hereditaria y no es necesario tener un problema personal para iniciar un intercambio violento. Pertenecer al grupo también significa cargar el pesado fardo de los conflictos históricos con otros grupos, las muertes que se deben, las luchas territoriales. De alguna manera, la pandilla define un destino, organiza las representaciones del adentro y el afuera social y las reglas del intercambio entre uno y otro. Aquí la violencia adquiere una estructura cultural, es decir, se convierte en un juego reglado y supera la indeterminación y la espontaneidad, y estas reglas se presentan como coactivas y externas, y no como expresión de voluntades colectivas. La ley de hierro de la violencia impide la autodeterminación y la autonomía. Estos jóvenes son como actores que representan una escena trágica movidos por los hilos de un destino que no les pertenece; deben morir y matar por causas que ellos mismos desconocen y que no pueden cambiar aunque quisieran.

La protección del territorio hace que el odio se vuelva homogéneo y que sea imposible ver la singularidad de cada enemigo. Ellos dicen: “De esta calle pa’lla todos son la misma vuelta”. El solo hecho de vivir en un sector dominado por la pandilla rival es el único criterio para ser objeto del odio y la violencia preventiva; si un miembro de la pandilla es asesinado por la pandilla rival, la venganza puede cumplirse en cabeza de cualquiera de sus integrantes, no es indispensable que sea el asesino; la violencia se despersonaliza y se vuelve crimen de sangre.

La venganza es la máxima expresión del honor y la máxima expresión de la hombría y la lealtad al grupo, la venganza es el momento en que las cosas se resuelven con la muerte del enemigo y las deudas se saldan con sangre. Las leyes de hierro del honor obligan a resolver los conflictos violentos con más violencia y esto crea interminables cadenas de venganza, en las que cada respuesta a un acto de violencia involucra más violencia, con el fin de intimidar e impedir futuras agresiones: “Hay que probarles que no se pueden meter con nosotros” (Entrevista personal con Jhonson, 2 de diciembre de 2004). “Cuando nosotros buscamos problemas y nos dan, nosotros los cogemos y, ¡pum!, les damos durísimo... Nosotros antes de ir dijimos que íbamos a hablar por la buena y si ellos no nos creen, pues de malas” (Entrevista personal con Caliche, 4 de junio de 2009). Esta práctica desafortunadamente produce el efecto contrario, se devuelve el golpe, pero la nueva agresión no estabiliza el conflicto, sino que lo reinicia, les da razones a los agredidos para sentirse ofendidos y tomar venganza, en un ciclo infernal de retaliaciones. Las cadenas de venganza son una forma brutal de hacer justicia: “En grupo a veces vamos a Manuela por la sed de venganza, eso por nuestro amigo... Vamos a pistiarlos” (Entrevista personal con Jhonson, 2 de diciembre de 2004). Las venganzas siguen siempre un mismo patrón: las partes en conflicto siempre pueden decir que los otros empezaron y que ellos solo se defienden o toman venganza por el daño que se les ha hecho:

Todavía no hay represalias, pero ya va a haber por lo que le hicieron a nuestro amigo [...] pero para la otra semana tenemos definida nuestra venganza ya que es justa; ya están listos los juguetes y ya sabíamos quiénes eran desde antes que se muriera. (Entrevista personal con Byron, 10 de marzo de 2007)

[…]

Ellos van y le dan plomo a uno y uno va y le da plomo a uno. Ellos le pegan un tiro a uno de nosotros y nosotros bajamos y le pegamos un tiro a uno de ellos. Uno prácticamente va a desquitarse por lo que le han hecho a los demás socios y porque siempre se ha tenido ese odio. (Entrevista personal con Jhonson, 2 de diciembre de 2004)

En el tiempo en que desarrollamos el trabajo de campo pudimos darnos cuenta de un trágico episodio en el cual dos jóvenes pertenecientes a galladas distintas resultaron baleados por un robo en el cual ninguno de ellos participó. Ambos quedaron parapléjicos. El primero de ellos fue testigo de un atraco a un muchacho que volvió a la escena del delito con su “parche” para recuperar lo robado, y se le acusó de ser cómplice. Al tratar de huir le dispararon por la espalda. Los amigos decidieron vengarse, buscaron a la otra gallada y, al atacarlos, una bala disparada prácticamente al azar hirió a otro joven de la pandilla rival, también en la columna.

El ciclo de las venganzas siempre genera unas consecuencias que resultan desproporcionadas frente a los hechos que le han dado origen; es fama, por ejemplo, que el conflicto de la gallada del Palo con los de la Gallera, que ha segado la vida de varios jóvenes, se inició por el robo de una bicicleta. La violencia creciente de los ciclos de venganza es como una bola de nieve que produce una avalancha. Es un proceso que desarrolla una lógica propia que cada vez logra mayor independencia de las voluntades individuales; al iniciarse, cada actor social puede medianamente decidir su acción y prever la reacción del otro, pero su capacidad de previsión y control es cada vez menor, y bajo la presión del miedo y la incertidumbre se cometen acciones cada vez más irreflexivas hasta el punto en que el proceso ya no depende de ningún actor individual.

Es lo que Norbert Elias (1990) denomina un proceso con dirección que no ha sido planeado, en el cual las consecuencias no previstas de las acciones generan una dinámica propia que deja de depender de las voluntades de los actores y convierte a los ­individuos en juguetes de poderes extraños. Tomemos el siguiente testimonio: “Los del Palo habían matado a un pelado de la Gallera. Ellos lo trajeron para Cauquita y los del Palo esperaron hasta que lo trajeran y cuando lo trajeron se armó” (Entrevista personal con Byron, 10 de marzo de 2007). Esto ejemplifica muy bien una estrategia de no dar tregua en los enfrentamientos, que rápidamente termina por volverse en contra de todos, porque significa que ya no habrá un lugar seguro para nadie.

Una vez unos manes de otro parche vinieron al parche de nosotros y “cascaron” a un amigo, entonces a nosotros nos tocó montarnos de “porte” e ir a responderles allá a la otra banda [...] y hubieron heridos de puñaladas. Ese día a mí me pegaron una puñalada. (Entrevista personal con Jhonson, 2 de diciembre de 2004)

El compromiso emocional de esta práctica es bastante profundo y se desliga de una racionalidad utilitaria: “Hay personas que quedan dolidas, ahí es donde empiezan las liebres: donde se ven, ahí se van a matar”. La venganza nunca para la violencia; antes bien, contribuye a reeditarla una y otra vez: “Pero la espina sigue ahí y uno no sabe cuándo se la saque, uno no le ve la lógica, entonces a uno le da mucha rabia y va de pronto a donde los manes que lo cascaron” (Entrevista personal con Caliche, 4 de junio de 2009).

EL SISTEMA CULTURAL DEL HONOR

En su famoso libro La interpretación de las culturas (1973), Clifford Geertz nos dice que la cultura es un “sistema de concepciones expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales la gente se comunica, perpetúa y desarrolla su conocimiento sobre las actitudes hacia la vida” (p. 88). La cultura le da significado al mundo y lo hace comprensible. La tarea del antropólogo es intentar interpretar la simbología de cada cultura, mediante una descripción densa que tiene en cuenta el comportamiento y su contexto, de tal manera que la hace comprensiva para alguien ajeno a ella. Es el esclarecimiento de “una jerarquía estratificada de estructuras significativas” que permite dar cuenta de lo que quieren los actores sociales en medio de determinadas circunstancias o contextos sociales (Geertz, 1973, p. 23).

Geertz renueva la etnografía basado en una definición semiótica de la cultura, a la que define como una trama de signos que el hombre mismo ha creado. El análisis no busca leyes o normas, sino que pregunta por los significados.

Este es un aporte significativo a las ciencias sociales, ya que construye un puente entre tres registros distintos: la realidad psicológica, los sistemas culturales y las estructuras sociales. La realidad psicológica se rige por el deseo, y la estructura social es el producto de la historia y no tiene nada que ver con los deseos subjetivos. Los sistemas culturales hacen posible la mediación, ellos construyen dispositivos de creación de significados y sentidos que transan entre lo psicológico y lo social.

El equilibrio entre la realidad subjetiva y la realidad social objetiva es dinámico y tiene varias figuraciones posibles: una de ellas es la negación de un fragmento de la realidad, debido al predominio de la realidad subjetiva, como ocurre con los síntomas psicológicos; en este caso, las defensas psíquicas desadaptan al sujeto de su entorno (Freud, 1981). La otra figuración que aquí nos interesa es aquella en que la activación de las defensas psicológicas resultan adaptativas al medio social; es decir, coinciden con la manera en que se organizan ciertos aspectos culturales de la comunidad (ya se dijo que las defensas psicológicas desadaptan al sujeto de su realidad social objetiva, pero no es así cuando los grupos sociales crean representaciones culturales que les dan sentido y lugar). Las creencias de los pandilleros se sustentan en una particular organización de la psique en la que el síntoma ocurre por una imperfecta represión de los impulsos hostiles y egoístas que, lejos de provocar un aislamiento del sujeto, le hacen participar de una comunidad que comparte sus creencias. La narrativa del honor pone en tensión las realidades subjetiva y objetiva, y permite un avance sustantivo de los imaginarios psíquicos sobre el terreno de la realidad social.

En la contemporaneidad, y por diversos factores, el vínculo simbólico con la sociedad que garantiza una comunidad de valores, y su transmisión intergeneracional, está en crisis; se están adelgazando las redes de interdependencia social y de esta forma el sujeto queda cada vez más abandonado a su interioridad subjetiva. La pandilla es la expresión extrema de este fenómeno en su condición de múltiples marginalidades; estos grupos de jóvenes gravitan sobre los precarios anclajes del “parche” y de la violencia (Cerbino, 2006; Perea, 2007). Pero esta ausencia de vínculos simbólicos con la comunidad imaginada del Estado moderno no les deja en el total vacío de sentidos y significados, sino que, por el contrario, estos fenómenos crean nuevos contenidos y representaciones culturales. La cultura le tiene “horror al vacío.” Desde luego, esas representaciones y tales contenidos culturales estarán dominados por la realidad subjetiva, como hemos dicho, y esta sigue la gramática del inconsciente: una forma de construcción discursiva en la cual el sentido discurre ajustado a los mecanismos de condensación de las ideas o de su desplazamiento por contigüidad o algún tipo de analogía. En este trabajo se ha rastreado esa hipótesis en los sistemas culturales del honor. Las preguntas que siguen son: ¿cuál es la figuración psicosocial de ese imaginario en las pandillas?, ¿cuál es la impregnación cultural del sesgo subjetivo de la de-socialización? En otras palabras, ¿cómo se construyen las representaciones de lo social, cuando la realidad subjetiva predomina?

Violencia y honor

Spierenburg (1998), en su estudio sobre la cultura del honor en el siglo xvii en Holanda y Suecia, dice que la esgrima del cuchillo en las clases bajas se caracterizaba por un conjunto de reglas como la reacción ritual a la ofensa, la imposibilidad de acudir en defensa de un amigo porque significa deshonor si se desequilibran las fuerzas en contienda, la imposibilidad de huir, el hecho de considerar más importante el honor que la vida. Esto, junto con los rituales asociados con el repertorio de la humillación: por ejemplo, arreglárselas para cortarle la cara a alguien significaba mostrar la superioridad sobre el otro, o degradarlo acuchillando el trasero (el cual es una parte del cuerpo sin órganos vitales ni arterias). El honor también muestra diferencias socioculturales, dado que las clases populares escogen protegerse con cuchillos; las clases medias, con bastones, y las aristocráticas, con armas de fuego. Estamos, pues, en un sistema cultural reglado y codificado en torno a la defensa personal y no frente a una expresión espontánea y desordenada de la violencia. El hecho de que la gente esté preparada para defenderse a sí misma, y que no solamente porte armas, sino que esté entrenada para usarlas, es señal de una gran inseguridad pública. Plantea que las instituciones estatales no están en posesión del monopolio de la violencia, por una parte, y que existe una tradición de autodefensa consagrada en prácticas consuetudinarias. El Estado no solo no garantiza la seguridad de cada habitante, sino que tolera un conjunto de violencias privadas como modo de resolver los conflictos, y estos se resuelven con arreglo a los códigos del honor.

Si una forma específica de pelea con mucho ritual desapareció con el avance del control estatal, ¿por qué habría de reaparecer? Para que la comprensión teórica del proceso civilizatorio en relación con el honor sea más clara, el autor propone la noción de dos ejes de violencia:

El uno tiene como opuestos la violencia impulsiva contra la planeada (o racional); el otro tiene la violencia ritual o expresiva contra la instrumental. Los ejes son distintos porque se refieren a cosas completamente distintas. El primero se refiere a lo que sucede en la mente de un homicida; a su personalidad o hábitos. Un asesinato cuidadosamente premeditado por celos o venganza, por ejemplo, requiere un grado considerable de autocontrol, […]. Este eje está más estrechamente asociado con la teoría de Elías y las observaciones sobre las cuales está basada. El segundo eje se refiere al significado del acto homicida en una secuencia de eventos. Mientras la violencia ritual está guiada por los códigos culturales implícitos de la comunidad, su contraparte es principalmente un medio hacia un fin: por lo general explotar los bienes o el cuerpo de la víctima. (Spierenburg, 1998, p. 133)

En este modelo se combina un enfoque eliasiano de “civilización” de las emociones asociadas con la violencia, que van de la impulsividad al autocontrol, y el otro desde los rituales honoríficos a la instrumentalidad. Combinando datos en los dos ejes, este autor descubrió una tendencia a largo plazo que va de la dominación de la violencia impulsiva, en la mayoría de los casos, a una mayor participación de la violencia planeada, y también en dirección a una disminución de los elementos rituales y a una mayor presencia de motivaciones instrumentales. Antes de la sociedad industrial, el honor de los varones dependía de una fama de violencia y de valentía, pero esto se transformó por obra de una “espiritualización del honor”, como la llama el autor, en la cual la rudeza y la fuerza son reemplazados por principios y valores morales a los que se suma la importancia de la solidez económica, y nos recuerda que ya en el siglo xvii la solidez económica fue una fuente complementaria importante del honor para los hombres. Aquí se introdujo una importante distinción de clase: mientras la violencia y la fama de hombre rudo podía ser un elemento honorífico en las clases bajas, dejó de serlo en los sectores más acomodados, donde incluso esas conductas podían ser vistas como deshonrosas.

Dichas transformaciones en la sensibilidad, al parecer, están relacionadas con procesos de formación de Estado que incluyen formas específicas de represión, las cuales se combinan con el adoctrinamiento religioso que califica la violencia privada como pecaminosa. De esta manera se crearon islas pacificadas dentro de los Estados. La eficaz represión del Estado a las formas de la violencia privada, la solución y la regulación de los conflictos con el recurso del derecho y el sistema penitenciario, al lado de una nueva moral que condenaba la justicia por mano propia, tuvo como resultado un proceso civilizatorio donde la violencia se contiene y se racionaliza.

En dichos contextos pacificados ocurre que la disminución objetiva del peligro disminuye las percepciones subjetivas de este, haciendo que las emociones puedan estar más dominadas por la razón y la conciencia. Allí es posible la génesis de estructuras autocoactivas que dan origen a los sentimientos de culpa y de compasión, y esto puede reproducirse a través de las diversas instancias de socialización.

De manera inversa, los procesos de despacificación que ocurren en el mundo contemporáneo por el retiro del Estado y las instituciones públicas hacen que nuevamente aumente la percepción de peligro y que las defensas psíquicas activen mecanismos inconscientes proclives a la violencia, como formas de organización de las emociones hostiles hacia el otro. Sería un proceso de descivilización (Spierenburg, 1998), y en esos contextos donde el hombre es un peligro para el hombre, un temperamento rudo y violento está mejor adaptado y asegura una mayor posibilidad de supervivencia.

Así, Spierenburg concluye finalmente:

La teoría de Elías (1990) y los datos discutidos en este estudio sugieren una conclusión preliminar sobre el honor y la violencia: cuando el control del Estado es débil, las nociones de una masculinidad ruda y de una fuerte defensa del honor propio tienden a ser dominantes; la fortaleza del Estado, especialmente un monopolio estable de violencia facilita el desarrollo de una nueva masculinidad y de nociones espiritualizadas del honor. (Spierenburg, 1998, p. 148).

En el mundo contemporáneo la reaparición del honor está asociada al desmantelamiento del Estado: “Mientras nuestras ciudades modernas tengan islas sin pacificar dentro de ellas, el viejo honor permanece entre nosotros” (Spierenburg, 1998, p. 149).

La precariedad del vínculo con las instituciones y la pobre representación de comunidades imaginadas más allá de la pandilla introduce un alto grado de fantasía en la manera como los pandilleros ven la vida social; suponen malignas intenciones en los otros, siempre ven un déficit en la calidad humana de sus enemigos, y su conducta se orienta a imponer la superioridad mediante la violencia sobre los otros. Todas estas ideas surgen de una posición egocéntrica de la psique que solo reconoce sus propios intereses y que niega los del otro; la realidad que se borra psíquicamente es la otredad, de este modo, las defensas inconscientes cumplen un activo papel en la representación del mundo social. Son elementos centrales de una gramática que define la estructura narrativa del sistema cultural del honor y también de otro tipo de creencias. El débil vínculo de la pandilla con la sociedad hace que el vínculo con el grupo sea más intenso y afectuoso, y el odio hacia las pandillas rivales, más apasionado; en ese contexto, la estructura de las relaciones conflictivas está prescrita en los códigos de honor.

Todo esto hace referencia a las pandillas de la primera década del siglo xxi. Ello se ha transformado significativamente por la progresiva penetración de la delincuencia organizada en las pandillas, por medio de lo que las autoridades denominan el “microtráfico” o el “narcomenudeo”. Hay una sustancial transformación de los códigos de honor y la solidaridad pandillera en dirección a una racionalidad instrumental de la violencia. Para esto puede consultarse mi artículo “De la pandilla a la banda” (Ordóñez, 2017).

Sujetos del estudio

Estos son los jóvenes de los cuales se han transcrito los testimonios:

  • » Caliche: miembro de los Misaeles en el barrio Alfonso López, 34 años. Una especie de pandillero “jubilado”.

  • » Henry: miembro de los Misaeles, 28 años. Junto con Caliche, los dos últimos de los Misaeles.

  • » Jhonson: miembro de los Saavedra, una pandilla que controla el Farillón del río Cauca, 18 años.

  • » Mauto: miembro de la pandilla del Palo de Marroquín ii, 18 años.

  • » Chinasky: miembro de la pandilla del Palo de Marroquín ii, 22 años.

  • » Byron: miembro de la pandilla del Palo de Marroquín ii, 20 años.

  • Los nombres se han cambiado por razones obvias.

GLOSARIO

  • Porte: armas de fuego, por aquello del porte ilegal de armas.

  • Cascar: golpear o dar muerte.

  • Pistiar: seguir las pistas y vigilar a los enemigos.

  • Dar piso: matar.

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1Esta idea es desarrollada por Pierre Bourdieu al final de su análisis del honor en la sociedad de la Cabilia; combina adecuadamente las dimensiones psicológicas y sociales del honor.

2El compromiso emocional es un concepto desarrollado por Norbert Elias, en su libro Compromiso y distanciamiento (1990). Son tres ensayos en los que se desarrolla una teoría del conocimiento humano en general y de la ciencia en particular. La idea es que cuando hay una mayor percepción del peligro, hay un incremento de la emocionalidad que produce un fuerte sesgo subjetivo en la representación de la realidad. Parte de la realidad objetiva será reemplazada por fantasías.

Recibido: 16 de Julio de 2021; Aprobado: 15 de Octubre de 2021

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