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vol.34 número102GANGS IN, GANGS OUT. (DE)SECURITIZATION AND PUNITIVISM OF YOUTH STREET ORGANIZATIONS IN SPAIN, ECUADOR, AND EL SALVADORVIOLENCIAS QUE PERSISTEN: EL ESCENARIO TRAS LOS ACUERDOS DE PAZ. Aguilera, Mario y Perea, Carlos [editores] (2020), universidad nacional de Colombia-instituto de estudios políticos y relaciones internacionales iepri, y Universidad del rosario, 365 páginas. índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
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Análisis Político

versão impressa ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.34 no.102 Bogotá maio/ago. 2021  Epub 06-Fev-2022

https://doi.org/10.15446/anpol.v34n102.99940 

Democracia

ENTRE POLARIZACIÓN POLÍTICA Y PROTESTA SOCIAL*

BETWEEN POLITICAL POLARIZATION AND SOCIAL PROTEST

Daniel Pécaut1  *

1Profesor de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París.


RESUMEN

El movimiento social que sacudió a Colombia entre abril y mayo de 2021 es inédito por su amplitud, al igual que por la violencia de la represión que lo acompañó. Los comentaristas ven allí una rebelión de la “juventud”. Sin embargo, el término recubre evidentemente realidades muy diferentes. El artículo pone el acento sobre todo en el doble contexto en el cual tiene lugar. Por un lado, la intensa polarización política suscitada por el rechazo de los Acuerdos de La Habana: las tensiones que de allí provienen acentúan el debilitamiento institucional en marcha. Por otro lado, la no menos intensa polarización social, que viene de lejos, ciertamente, pero que explota con la pandemia… y con la desmovilización de las farc. El autor sostiene que tanto la violencia como el conflicto armado reciente han sido garantías para el mantenimiento del statu quo social en provecho de las élites, así solo sea porque favorecen la desorganización de las clases populares. La incapacidad del Estado de hacer acto de presencia sobre una gran parte del territorio y el crecimiento de la economía de la droga se traducen a partir de cierto momento en la proliferación de los núcleos de violencia. En lugar de ofrecer la ocasión para un reforzamiento de la simbólica nacional, los Acuerdos engendran finalmente nuevas fragmentaciones.

Palabras clave: Movilización social; conflicto; Colombia; polarización política; pandemia.

ABSTRACT

The social movement that shook Colombia between April and May 2021 is unprecedented for its breadth and for the violence of the repression that accompanied it. Commentators see a rebellion of the “youth” there. Nevertheless, the term covers very different realities. The article emphasizes above all the double context in which it takes place. On the one hand, an intense political polarization provoked by the rejection of the Havana Agreements: the tensions that arise from there accentuate the ongoing institutional weakening; on the other, an equally intense social polarization, which certainly comes from afar, but which explodes with the pandemic... and with the demobilization of the farc. The author argues that both this violence and the recent armed conflict have been guarantees for maintaining the social status quo for the benefit of the elites-if only because they favor the disorganization of the popular classes. From a certain moment on, the inability of the State to be present over a large part of the territory and the growth of the drug economy translate into a proliferation of nuclei of violence. Instead of offering the opportunity to reinforce the national symbolism, the Agreements ultimately engender new fragmentations.

Keywords: Social mobilization; conflict; Colombia; political polarization; pandemic.

Los acontecimientos que se desarrollaron en Colombia desde el 28 de abril de 2021 no tienen precedentes. Durante cerca de tres meses el país estuvo paralizado en buena parte de su territorio. La duración de las protestas, el número y la diversidad de los manifestantes, la diversidad de ciudades e incluso de zonas rurales afectadas, la dimensión que alcanzó la suspensión de las actividades económicas, la proliferación de bloqueos en numerosos ejes viales, las dificultades de aprovisionamiento que de allí se desprendieron, la ausencia de una organización central, son una novedad, al igual que la brutalidad de la represión policial, responsable de decenas de muertos, desaparecidos, heridos graves, violencias sexuales. También ha sido sorprendente el llamado al Ejército en Cali y en otros centros urbanos.

La mayor parte de los comentaristas han resaltado la brutalidad de la represión policial, los numerosos muertos y demás atrocidades provocadas por los Escuadrones Móviles Antidisturbios (esmad) y, sobre todo, la violencia presente en las manifestaciones. Los analistas han descrito la parálisis económica provocada por el bloqueo de las carreteras y de Buenaventura, el principal puerto del país tomado por diversas bandas; la desorientación casi permanente del Gobierno, incapaz de establecer un diálogo con los manifestantes y, más aún, de tomar distancia con los excesos de la Policía. Una minoría de manifestantes participó en actos de violencia contra los policías y en diversas formas de “vandalismo”; el Gobierno encontró en estos actos la posibilidad de legitimar la acción policial y de denunciar la infiltración de núcleos guerrilleros en estos grupos.

Ni la explosión social ni las brutalidades de la Policía son necesariamente una sorpresa. A finales de noviembre de 2019 ya se había presentado un primer episodio. La expansión de la pandemia suspendió la movilización. Aunque los estragos seguían creciendo, hasta el punto de convertir en poco tiempo a Colombia en uno de los países más afectados del mundo, a finales de abril de 2021 la explosión social irrumpió de nuevo con mucha fuerza, provocada directamente, esta vez, por un proyecto de reforma fiscal orientado a paliar el importante déficit de las finanzas públicas, pero que afectaba a importantes sectores de las clases medias.

Tan sorprendente como la intensidad de las movilizaciones es su desenlace provisional: la suspensión con muy pocos resultados tangibles. Sin embargo, la movilización logró sacar a la luz los rasgos que caracterizan a Colombia desde siempre: la carencia de una simbólica nacional, una sociedad dividida y fragmentada, una concepción del tiempo que se puede resumir en una visión de catástrofes sucesivas, desigualdades sociales tan profundas que parecen naturales. La parálisis del país no ha hecho más que acentuar todos estos aspectos, sin que se pueda presagiar que de allí resultarán cambios que no sean solo superficiales.

LA POLARIZACIÓN POLÍTICA

El punto de partida me parece que se sitúa un poco más atrás, en el “plebiscito” de octubre de 2016 sobre los Acuerdos de La Habana con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc). Para sorpresa general, y sobre el trasfondo de una abstención masiva, el “No” triunfó. Finalmente, el Congreso terminó ratificándolos, con importantes reajustes. De todas maneras, quedó faltando la unción del pueblo. Lo que podía ser percibido como un triunfo de la paz y, por esta vía, como una etapa decisiva hacia una reconciliación nacional, favoreció por el contrario la aparición de una polarización política más profunda que nunca. Con el impulso del antiguo presidente Uribe, a la cabeza del partido que él mismo había creado con el nombre de Centro Democrático, el Acuerdo fue denunciado como una victoria de la guerrilla que abría la vía a la implantación del “castrochavismo” en Colombia. Para Uribe hubiera sido necesario destruir a las farc completamente.

Sin embargo, el clivaje no provenía solamente de la reacción de los partidarios del antiguo presidente, sino que comprometía a numerosos sectores, desde la Iglesia católica -la conferencia episcopal no se pudo poner de acuerdo y en numerosas regiones los curas se pronunciaron en favor del “No”-, hasta los diversos “gremios”, representantes de las élites económicas, pero, sobre todo, los que consideraban que el Acuerdo significaba otorgar una especie de impunidad a las farc. La cláusula que les concedía diez curules en el Congreso aparecía como el signo evidente de este propósito.

La reacción es aún más asombrosa si tenemos en cuenta que en 2006, Uribe, todavía en funciones, había logrado la desmovilización de una fracción importante de los paramilitares garantizándoles impunidad, sin que eso generara una fuerte indignación.

Como los Acuerdos de La Habana fueron construidos para evitar cualquier tipo de impunidad, las negociaciones finales tomaron mucho tiempo. Como resultado, se creó una instancia original de justicia transicional dotada de atribuciones judiciales, la Jurisdicción Especial para la Paz (jep), encargada de juzgar a los autores de crímenes “internacionales”. Estos últimos no podían ser amnistiados y solo se podían beneficiar de penas ligeras si reconocían su responsabilidad y reparaban los daños que habían infligido. El dispositivo establecía, además, dos comisiones, una de “justicia y verdad”, sin poder judicial, pero encargada de elaborar un relato interpretativo del conflicto armado; otra consagrada a la búsqueda de los desaparecidos. El Acuerdo preveía, además, medidas de restitución de tierras expoliadas y, de manera más general, medidas de redistribución de tierras en provecho de campesinos que habían estado privados de ellas hasta entonces.

A esto se agregaba la promesa del reconocimiento, por parte del Estado, de las reparaciones debidas a las víctimas. Además de los muertos, desaparecidos, secuestrados, torturados, etc., los desplazados se contaban por centenares de miles. Los diversos organismos de justicia internacional estuvieron de acuerdo en reconocer la notable calidad de estos mecanismos, teniendo en cuenta el número y la complejidad de las atrocidades que habían tenido lugar.

LA IMPLEMENTACIÓN DE LA JUSTICIA TRANSICIONAL Y EL AGRAVAMIENTO DE LA POLARIZACIÓN POLÍTICA

En lugar de atenuar la polarización política, las cláusulas de la justicia transicional no hicieron más que exacerbarla. Terminado el mandato de Santos, Uribe logró que se eligiera a Iván Duque, uno de sus adeptos, y orquestó una campaña de desprestigio contra Santos. Desprovisto de redes políticas propias y estrechamente dependiente de Uribe, Duque se empeñó en echar para atrás la mayor parte de las cláusulas del Acuerdo. Muy pocas de las reformas sociales prometidas se pusieron en práctica. Durante un año, el nuevo presidente se encarnizó contra el sistema de justicia transicional, con la esperanza de hacerlo derogar por el Congreso.

Este sistema tenía en efecto de qué inquietar a los partidarios de Uribe. Hay que reconocer que la prioridad era la condena a las farc por las innumerables atrocidades que habían cometido, sobre todo el secuestro, el reclutamiento forzado, la destrucción de pueblos y la utilización de minas antipersonales. La jep logró con éxito, a comienzos de 2021, que los principales dirigentes de la guerrilla se vieran obligados a dar cuenta de más de 20.000 secuestros, muchos de los cuales habían terminado con la muerte de los secuestrados. Esta decisión mostraba sin duda que no se estaba otorgando impunidad a este grupo y confería gran credibilidad a dicha instancia judicial.

Sin embargo, esto no era suficiente para tranquilizar a los uribistas. El Estado había estado implicado de hecho, directa o indirectamente, en numerosos crímenes. No se trataba propiamente de una dictadura militar, que hubiera abolido todo tipo de referencia al Estado de derecho. Las Fuerzas Armadas seguían subordinadas en principio al poder civil, pero habían cometido un gran número de horrores. Uno de los más contundentes fue la ejecución deliberada de numerosos civiles presentados como guerrilleros, muy a menudo personas humildes reclutadas al azar. No se trataba propiamente de asuntos menores: en julio de 2001, la jep precisó su número en 6402. Calificados como “falsos positivos”, estos crímenes fueron cometidos por unidades que contaban con el aval del Gobierno y estaban interesadas en inflar las “pérdidas infligidas al enemigo”.

Pero eso no era todo: la colusión entre las Fuerzas Armadas y las organizaciones paramilitares había sido constante. Estas últimas implantaron el terror en la población y provocaron incluso mucho más muertos y desplazamientos que las guerrillas. Las organizaciones paramilitares, además, habían contado con el concurso de numerosos políticos nacionales y locales, hasta tal punto que la carrera de muchos de ellos se debía a su apoyo. Los narcotraficantes les habían suministrado financiación y armas, y no faltaron los empresarios y terratenientes que contribuyeron a la causa. El mismo Álvaro Uribe es sospechoso de haber permitido que esto ocurriera, incluso de haber estimulado estos excesos, en particular durante su mandato como gobernador de Antioquia. Implicado directamente por la Corte Suprema de Justicia en 2020 por haber presionado a testigos en su contra, solo pudo escapar recurriendo a una justicia ordinaria a su medida. Muchos de sus cercanos colaboradores habían sido condenados.

La razón por la cual el Gobierno de Duque intentó vanamente suprimir la jep durante un año es porque muchos temían sus decisiones. El odio que amplios sectores de la opinión pública tenían contra las farc era tal que cerraban los ojos sobre las atrocidades de los demás protagonistas. Esto nos permite comprender por qué Uribe logró conservar un sólido ascendiente sobre estos sectores y por qué la polarización política, en lugar de disminuir, siguió predominando. En este marco, Duque podía abstenerse de emprender las reformas previstas en La Habana, en particular aquellas destinadas a garantizar el retorno a la vida civil de los guerrilleros desmovilizados.

Aun así, el Acuerdo permitió una baja notable de la violencia en muchas regiones. Una baja frágil, porque el Ejército de Liberación Nacional (eln) continuaba con sus acciones y porque grupos de las farc opuestos a la desmovilización organizaron “disidencias”. Más grave aún, la polarización arruina la visión del porvenir implicada en el Acuerdo. De nuevo, prevalece una temporalidad del día a día, sin una perspectiva que pueda convocar.

EL DESCALABRO INSTITUCIONAL

Durante las últimas décadas, la estabilidad de las instituciones, de la que Colombia se enorgullecía en relación con los países vecinos, llegó a ser cada vez más incierta. La Constitución adoptada en 1991 había modernizado sin duda todo el aparato jurídico. Con la proclamación de un “Estado social de derecho” y el carácter multicultural del país; con la apertura de la vía a las demandas individuales contra la violación de los derechos esenciales; con las facilidades otorgadas a la formación de nuevos partidos; con la supresión del recurso fácil a las medidas de excepción, la Constitución se convirtió en una de las más avanzadas del subcontinente. Pero sus efectos no estuvieron a la altura de las expectativas, y no solo a causa del agravamiento del conflicto armado.

La corrupción, favorecida sobre todo por el narcotráfico, perturba cada vez más la vida política. Su peso en el producto interno bruto (pib) ha sido evaluado al menos en un 2 %. En 2002 se estimó que un tercio de los elegidos al Congreso estaban ligados con esta actividad, al igual que con otras modalidades de las economías ilegales. La compra de votos se convirtió en una práctica corriente en muchos departamentos. Los escándalos salpicaban a numerosos pilares del régimen. La concesión de favores a los congresistas había llegado a ser indispensable para garantizar una mayoría.

Con el impulso de los uribistas, sobre todo durante el Gobierno de Duque, sectores enteros del edificio jurídico quedaron bajo la órbita del Centro Democrático. Personas de toda confianza fueron nombradas en los puestos clave, como ocurrió en particular en la Fiscalía, un aparato fuerte de 10.000 funcionarios encargados de las investigaciones y de las inculpaciones, a la cabeza de la cual Duque nombró a uno de sus colaboradores más cercanos. Otras instancias esenciales de control (Procuraduría, Defensoría del Pueblo, etc.) han corrido con la misma suerte. Algunas jurisdicciones fundamentales escapan parcialmente a este dominio, pero intervienen menos en los asuntos ordinarios. Los acusados pueden sustraerse a los procesos que se les siguen arreglándoselas para pasar a una justicia ordinaria fácil de manipular. La polarización política alcanzó, pues, de manera directa, al sistema judicial. Se puede hablar de una deriva arbitraria, incluso autoritaria.

El control de la derecha uribista se ejerce también sobre las Fuerzas Armadas. Como ministro de Defensa, Santos necesitó un tiempo para descubrir el mecanismo de los “falsos positivos”, como lo reconoció en 2021 frente a la Comisión de la Verdad. Cuando llegó a la Presidencia en 2010 puso fin al escándalo e, incluso, llamó a varios generales prestigiosos a participar en las negociaciones con las farc. Buscaba reorientar la estrategia militar para preparar el fin del conflicto armado y darle prioridad a la pacificación de los territorios periféricos. Sobre estos puntos, el Gobierno de Iván Duque volvió atrás y nombró generales que querían regresar al esquema de la guerra antiterrorista. La línea dura encontró el apoyo de una corporación que no estaba dispuesta a dar cuenta de su pasado. Como ocurre muy a menudo, una asociación de los oficiales de reserva, la Asociación Colombiana de Oficiales Retirados de las Fuerzas Militares (acore), hace eco para expresar su indignación frente a cualquier nuevo cuestionamiento.

De manera simultánea, los partidos políticos que hasta 1991 alineaban a la población por medio de sus redes clientelistas perdieron su consistencia. Queriendo facilitar la creación de nuevos partidos, la nueva Constitución contribuyó de hecho a su diversificación, y muchos se convirtieron en máquinas electorales corrompidas. Esto se refleja en el Congreso, incluso en los más altos cargos. Los dos partidos históricos, Liberal y Conservador, perdieron progresivamente su cohesión. A partir de 2010, y más aún desde el Acuerdo de La Habana, el expresidente Uribe logró con éxito reunir a todos sus partidarios alrededor del Centro Democrático, que, más que un partido sólido, es el resultado de la fidelidad frente al que sus adversarios designan como el “presidente eterno”, y sobre el cual impone sin dificultades sus exigencias.

Durante sus dos mandatos, Juan Manuel Santos, por su parte, se apoyó en una coalición circunstancial que no sobrevivió a la elección en 2018 de Iván Duque. A partir de este momento se impusieron formaciones políticas que giraban alrededor de una personalidad, como la que representa Gustavo Petro, antiguo alcalde de Bogotá y segundo en la elección presidencial de 2018. Si la polarización subsiste, nada garantiza que en las próximas elecciones de 2022 Uribe pueda seguir imponiendo “su” candidato: el Centro Democrático ha perdido su impulso como consecuencia de la explosión social y se encuentra atravesado por diversas tensiones, entre ellas la que existe entre Uribe y Duque.

El otro campo, por su parte, no se ha logrado unir alrededor de un proyecto alternativo. Si bien es cierto que una parte importante de la oposición se aglutina alrededor de la candidatura de Gustavo Petro, que promete cambios de envergadura, su movimiento es, sin embargo, poco estructurado e inspira desconfianza tanto en los moderados del centro como en diversas agrupaciones ecológicas. El Polo Alternativo, coalición de corrientes de izquierda, y, más aún, el partido Comunes, creado por las FARC después de su desmovilización, no tienen base social significativa. El hecho más importante, por fuera de la polarización, es sobre todo la crisis de los partidos como tales. La mejor prueba de esto es que en julio de 2021, a diez meses de la elección presidencial, hay numerosas candidaturas, más o menos improvisadas, que no se reivindican de ningún partido.

No es sorprendente, como se puede percibir con ocasión del movimiento de abril, que la inmensa mayoría de los manifestantes denuncien a la “clase política”, pero no a la política misma. La cólera es contra un Gobierno que se ha encarnizado en torpedear el Acuerdo de La Habana y ha permitido que múltiples fenómenos de violencia invadan el territorio.

LA EXPLOSIÓN DEL 28 ABRIL

La chispa, como se ha dicho, fue un proyecto de reforma fiscal que, entre otras disposiciones, preveía un recaudo del iva que afectaría las clases populares y medias. La conmoción fue inmediata, tanto que el Gobierno lo retiró rápidamente. Otro proyecto afectaba al sistema de salud, de por sí muy impopular, porque lo entregaba ampliamente al sector privado y dejaba a la gran mayoría sin ninguna protección.

El momento escogido no podía ser peor. Desde marzo de 2020 se expandía la pandemia de Covid. Las autoridades al principio creyeron poder contenerla, pero se fue agravando cada vez más. Colombia se convirtió en uno de los países del mundo más afectados en relación con el número de habitantes. El Gobierno se demoró en la consecución del número de vacunas necesarias para toda la población, y en su distribución. La crisis sanitaria condujo muy pronto a una situación social dramática.

La crisis golpeó sobre todo a las nuevas clases medias que habían surgido entre 2002 y 2014. En esta fase, el crecimiento económico se mantuvo gracias a los precios de ciertas materias primas: petróleo, carbón, oro y, de manera accesoria, narcotráfico. La coyuntura permitió el surgimiento de una frágil clase media. La situación económica favorable se vino al suelo precisamente durante el segundo mandato de Santos, con excepción del narcotráfico, en plena expansión. Estas clases estaban en condiciones de vulnerabilidad en el momento en que la pandemia golpeó. El Estado colombiano, amenazado por déficits considerables, no tenía obviamente ni la costumbre ni los medios para ir al rescate de los sectores más afectados. La explosión, que sorprendió de entrada por su amplitud, se produjo no solamente en todas las principales metrópolis urbanas, sino, también, en gran número de ciudades intermedias.

Durante las discusiones de La Habana las zonas rurales estuvieron en el centro de los proyectos de reforma, porque las guerrillas nacieron y se consolidaron en estas zonas; sin contar con que la concentración de la tierra seguía siendo un problema de grandes proporciones. De manera simultánea, el conjunto del país rural seguía siendo la base del sistema político colombiano. El clientelismo y la corrupción encontraban allí la forma de desplegarse. No obstante, desde hace mucho tiempo Colombia se transformó en un país esencialmente urbano. En las elecciones locales de 2018, muchas de las grandes ciudades votaron por alcaldes independientes, comenzando por Bogotá, Medellín y Cali. Estas aglomeraciones no habían sufrido directamente los efectos del conflicto armado, pero esto no impidió que otros fenómenos de violencia causaran estragos; además, les había tocado acoger a una masa de desplazados a los cuales se agregaron durante los últimos tiempos más de un millón y medio de refugiados venezolanos. Los barrios de pobreza extrema se incrementaron. Estos territorios estaban maduros para una explosión social en la primera ocasión que se presentara.

Para tener la medida de las tensiones sociales acumuladas es conveniente considerar también los efectos del conflicto armado. Durante 35 años, sus protagonistas impidieron cualquier tipo de reivindicación autónoma por parte de los sectores populares y no vacilaron en exterminar a sus voceros. Sindicatos y organizaciones agrarias fueron diezmados cuando no se plegaban a sus consignas. Un partido completo, la Unión Patriótica (up), próximo de los comunistas, fue borrado del mapa. En estas condiciones, la paradoja es que para las élites el conflicto constituía una especie de tregua social -salvo cuando tenían el infortunio de ser víctimas individualmente-: muy pocas huelgas y movimientos agrarios. En las regiones que controlaban, las farc impusieron el orden, pero no hicieron el intento de modificar las estructuras. En lugar de atenuarse, las desi­gualdades sociales se acentuaron. Esto hace comprensible que las élites tuvieran claro desde entonces cuáles eran las consecuencias del Acuerdo de La Habana.

Es necesario, entonces, completar el panorama del descalabro institucional mencionado anteriormente: los actores sociales clásicos estaban en crisis, como lo testimonian las formas de explosión social. Se trataba de la irrupción de una rabia casi permanente que no logra, o al menos le queda muy difícil, construir una finalidad política.

Si era necesario un factor adicional para desatar la explosión, la brutalidad inmediata de la represión policial y, en particular, de las unidades antidisturbios sorprendió tanto como la amplitud de las manifestaciones: al menos cuarenta muertos, numerosos casos de torturas y desapariciones. Como ya se ha observado, policías de civil, incluso civiles, se mezclaban en numerosos casos con los agentes en uniforme. Pero el Gobierno de Duque mantuvo silencio sobre estas violaciones de los derechos humanos y se limitó a denunciar las destrucciones cometidas por una minoría de manifestantes.

LAS FORMAS DE LA PROTESTA

El 28 abril, en diversos lugares del país, se presentaron marchas de grandes dimensiones. En numerosos barrios, los habitantes levantaron barricadas para impedir la circulación. En el conjunto del territorio se implantaron bloqueos que amenazaron el abastecimiento de las ciudades. Serían necesarias muchas semanas y la intervención del Ejército para poner fin a esta situación. Sectores enteros de la economía se vieron afectados.

La movilización fue calificada por algunos como un “paro general”, como si hubiera sido resultado de la acción de trabajadores organizados y de las entidades que representan. Sí existió un “comité general del paro” compuesto por militantes sociales y políticos tradicionales, pero no incluía a representantes de los jóvenes manifestantes. Estos últimos, a la manera de los “chalecos amarillos”, desconfiaban de la lógica de la representación. En diversos momentos, el “comité general” presentó reivindicaciones, pero estas no encontraron eco ni en el Gobierno ni en los manifestantes de la calle.

Para calificar a estos manifestantes, los comentaristas hablaban casi siempre de la “juventud”. Pero hay que observar que esta juventud es muy heteróclita: entre los estudiantes, las diferencias sociales son ya enormes; más profundas cuando consideramos las grandes masas de jóvenes de los barrios desfavorecidos, por lo general adolescentes muy jóvenes que están en la punta del movimiento.

La falta de organización no es asombrosa. Se estima el porcentaje de trabajadores sindicalizados en 5 %, entre los cuales los maestros constituyen el más grueso de los batallones. En las coyunturas ordinarias, el trabajo informal representa casi el 50 % de la población económicamente activa (pea). La pandemia precipitó a muchos de estos trabajadores ocasionales a la pobreza extrema. Una minoría trató de salir de allí vinculándose con grupos más o menos ilegales, pero la mayor parte no tuvo otra alternativa más que expresar su rabia.

La ilustración paroxística de esta situación la suministró Cali y sus alrededores. La región ha servido de refugio para numerosos afrocolombianos provenientes de Buenaventura y de la costa del Pacífico. Las organizaciones indígenas del Cauca hacen sentir con frecuencia su influencia en esta ciudad: durante los acontecimientos irrumpió una “minga”, lo que incrementó aún más el temor de las élites. La pandemia tuvo efectos particularmente graves en esta ciudad: se estima que 30 % de la población de la ciudad cayó en la miseria total. Este conjunto de circunstancias explica por qué la explosión se acompañó aquí de una violencia aguda. Secundada por el Ejército, la Policía no dudó en abrir fuego en muchas ocasiones. Paramilitares y narcotraficantes -Cali y el norte del departamento están siempre bajo su influencia- se mezclaron con el pretexto de garantizar la protección de las élites locales. Los jóvenes de los barrios populares, por su parte, organizaron modalidades de autodefensa local sobre la base de microfronteras móviles.

Estas movilizaciones raras veces están coordinadas. Las redes sociales tienden a menudo a reemplazar las vanguardias de otras épocas. A medida que se prolongaba la movilización aparecieron, con el nombre de “Primera Línea”, grupos de militantes más organizados, equipados de cascos y escudos, quienes, bajo el pretexto de garantizar la protección de los manifestantes y de fijarles objetivos, enfrentaron a los policías, no sin recurrir ellos mismos a la violencia muchas veces. El Gobierno afirmó que guerrilleros o milicianos estaban infiltrados en estos grupos.

La única convicción que comparten los “jóvenes”, a pesar de las diferencias sociales, es la incertidumbre sobre el futuro. La promesa de paz no se mantuvo como lo esperaban; el acceso a un trabajo estable es más que nunca un espejismo para muchos. Incluso los “herederos” ya no tienen garantizado su futuro.

Sin embargo, el aspecto heteróclito de la protesta salta a los ojos. Las grandes marchas son la expresión de una movilización ampliamente política, pero las revueltas locales son el resultado de grupos, cuando no de individuos, “desafiliados”. Se puede hablar de un “efecto multitud”, en el sentido que Negri y Hardt han dado a este término: en contraposición con un pueblo seguro de su unidad, un conjunto diversificado al que lo une la rabia. Pero es evidente que esto no siempre es suficiente para hacer una revolución.

LA POLARIZACIÓN SOCIAL

A la polarización política se contrapone la polarización social. La explosión hizo tomar conciencia de manera brutal de las desigualdades sociales que hacen de Colombia uno de los países más injustos del mundo. El “giro neoliberal” de la década de 1970 acentuó probablemente la tendencia, pero las desigualdades son tan antiguas como el país.

Desde comienzos del siglo xx ha prevalecido un modelo liberal de desarrollo en el cual las élites económicas privadas toman a cargo la gestión de los asuntos, mientras el Estado se limita a validarla y se abstiene de cualquier tipo de acción redistributiva diferente a la paliativa. Los privilegiados pagan impuestos personales muy bajos; en primer lugar, los que monopolizan el acceso a la tierra -Colombia es uno de los raros países de América Latina que no conocieron una verdadera reforma agraria-; las inversiones públicas son limitadas, la legislación social solo cubre a una minoría de los asalariados, los gastos militares son reducidos (la tradición civilista prevaleció hasta 2000): este conjunto de aspectos permanecen y han contribuido a que Colombia conserve una tasa de crecimiento relativamente constante, sin los sobresaltos de los países vecinos, al igual que una estabilidad institucional excepcional.

El encuadramiento, hasta la Constitución de 1991, a través de los dos partidos tradicionales, Conservador y Liberal, y sus redes clientelistas, contribuyó mucho a dicha estabilidad. No logró evitar que Colombia pasara por varios episodios trágicos de violencia que dejaron miles de muertos (como el caso del periodo de La Violencia) o que el régimen hubiera tenido que recurrir a estados de excepción de manera permanente. Los sectores populares fueron las principales víctimas de la violencia, de la que salieron debilitados para caer de nuevo bajo el dominio de las élites. Lo mismo ocurrió durante el último conflicto armado, como ya se señaló.

De allí proviene la sorpresa, después de la terminación del conflicto con las farc y de la expansión de la pandemia, respecto a la dimensión de las desigualdades que, por primera vez, se despliegan a los ojos de todos. El escepticismo frente a la clase política e, incluso, respecto a los voceros de la movilización, no alcanza a expresar la inmensidad de las transformaciones que deberían ser implementadas, así solo sea para remediar la situación de los más vulnerables. Las violencias policiales, en contraposición, confirman que la derecha uribista está dispuesta a todo con tal de mantener su poder.

¿La polarización social está en capacidad de compensar la polarización política provocada por esta derecha? Una vez más, para que esto fuera posible sería necesario que la multitud se pudiera reconocer en un lenguaje común y, eventualmente, en un líder que represente esta cólera, y pueda conservar al menos la confianza de una fracción de las élites. Se ha mencionado que Gustavo Petro trabaja en esta dirección y aparece como posible vencedor de las elecciones de 2022. Sin embargo, está lejos de ser un líder incontestado.

El Gobierno de Duque ha logrado al menos ganar tiempo. Si bien su impopularidad alcanzó un récord, las ilusiones de numerosos manifestantes tendieron a disiparse al cabo de tres meses y el balance de las movilizaciones es precario: a lo sumo, una promesa muy etérea de reforma de la Policía, sin poner en cuestión su estatuto militar; un proyecto de reforma fiscal más equilibrado; compromisos vagos de ayuda a los más necesitados; algunos ministros que se vieron obligados a presentar su dimisión. Realmente es poco en relación con la energía desplegada. Además, las manifestaciones tienden a degradarse cada vez más: algunos revoltosos, muchos de los cuales son verdaderos delincuentes, se mezclan en ellas y proliferan los saqueos a los bienes públicos.

Las corrientes uribistas se aprovechan de la situación para atizar las inquietudes de una parte de la opinión, que espera con impaciencia que la fuerza oficial liquide los desórdenes.

¿Cómo pasar de la revuelta social a un programa político sustancial de cambio? Esta pregunta sigue sin respuesta. La explosión social se produce casi en el mismo momento en otros países de América Latina, pero su traducción en términos políticos en Colombia es más difícil, como lo ha observado Hernando Gómez Buendía en un artículo aparecido en el periódico El Espectador, el 20 de junio de 2021. A diferencia de Chile, Colombia no posee una gran tradición de clase media ni se encuentra ante el reto de borrar las huellas de una constitución heredada de una dictadura militar. A diferencia de Perú o Ecuador, no hay una importante población indígena que aspire a trastornar un día la mecánica del poder sobre la base de reivindicaciones identitarias. A diferencia de Argentina, no existe la herencia de un populismo ni de un poderoso sindicalismo. Colombia está más bien acostumbrada a una combinación de negociaciones entre élites y a la violencia. Por lo demás, nadie contempla la posibilidad de modificar una Constitución que existe desde hace treinta años y contiene todas las disposiciones propias de un Estado de derecho y de un régimen de justicia social. Ponerlas en práctica significaría nada menos que confrontar unas estructuras sociales obsoletas, lo que supondría una amplia convergencia alrededor de un proyecto nacional.

UNA NACIÓN MÁS FRAGMENTADA QUE NUNCA

Lo que pasa en las zonas urbanas no se puede separar de la situación que existe en el conjunto del país y, sobre todo, en las regiones periféricas.

En su momento, el Acuerdo con las farc condujo a una disminución de los homicidios, pero estos progresivamente reaparecieron. La guerrilla del eln no ha renunciado a la lucha armada. Grupos disidentes de las farc han seguido creciendo y asumiendo el control de territorios. Formaciones paramilitares irrumpen aquí y allá. Más grave aún son los atentados que se presentan casi a diario contra líderes sociales y defensores de derechos humanos -más de 200 por año-, al igual que contra guerrilleros desmovilizados de las farc, sin que sus autores sean detenidos o, incluso, identificados. En estas condiciones, los desplazamientos forzados han comenzado a incrementarse. Uno de los compromisos del Estado era que las instituciones, incluyendo obviamente las Fuerzas Armadas, reforzarían su presencia en todas partes. Pero nada de eso ha ocurrido.

Una de las razones de la reaparición de la violencia es sin lugar a dudas el incremento de los cultivos de coca y del narcotráfico desde 2014. Los Acuerdos de La Habana establecieron el abandono de los métodos de destrucción masiva de los cultivos para recurrir a su sustitución voluntaria, subvencionada por el Estado. La producción, por el contrario, se ha disparado. Todos los grupos ilegales, incluyendo al eln, se disputan ahora las zonas concernidas y, en algunos casos, establecen entre ellos alianzas sorprendentes. A todo esto habría que agregar los recursos provenientes de la explotación clandestina del oro.

Los grupos ilegales están presentes en casi todas las periferias del país, donde imponen sus violencias. Además de las zonas cercanas al Pacífico y al Ecuador, que desde hace mucho tiempo son el epicentro de los cultivos, los departamentos limítrofes con Venezuela se han convertido en polos de producción y de tráfico. Las rivalidades entre los grupos generan un ambiente de guerra. A los problemas internos de Colombia hay que agregar los que provienen de las relaciones con el país vecino, una frontera que es extremadamente porosa. No solamente el narcotráfico y los refugiados están presentes, sino numerosos disidentes de las farc y cuadros del eln que se han instalado del otro lado, sin que se sepa muy bien si cuentan con el consentimiento de Maduro.

Muchos de estos grupos se han dedicado a acumular recursos financieros y han renunciado a las ambiciones revolucionarias. Algunos disidentes de las farc siguen alimentando, sin embargo, la esperanza de derrumbar el régimen y no dudan en recurrir al terrorismo. El presidente Duque no ha estado al abrigo de los atentados: el 25 de junio de 2021, el helicóptero en que se desplazaba con varios ministros cerca de Cúcuta fue atacado. Un mes después se seguía ignorando quiénes habían sido los autores, pero lo más preocupante es que algunos militares pueden estar implicados.

¿Será necesario repetirlo? Las redes de cor

rupción del narcotráfico irrigan sectores enteros de la vida política y económica. Se puede constatar sobre todo que, a pesar de que los fenómenos rurales y los fenómenos urbanos obedecen a lógicas diferentes, se producen influencias recíprocas. Las violencias policiales urbanas se inscriben en la dinámica de las violencias que desde siempre han sufrido las regiones periféricas. Las manifestaciones urbanas constituyen un hecho sin precedentes, pero, incluso si constituyen la prueba de la crisis de las instituciones políticas y del rechazo que estas inspiran, sigue siendo cierto que no han logrado quebrantar el sistema. Con Acuerdos de La Habana o no, sigue existiendo la carencia de lo que podría ser el esbozo de un futuro común.

EPÍLOGO

La comunidad internacional acogió con entusiasmo los Acuerdos de La Habana. Santos fue galardonado con el Premio Nobel. Un representante especial de Estados Unidos, en nombre de Barack Obama, siguió todas las negociaciones de Cuba.

Los sobresaltos de la escena política colombiana siguen produciendo sorpresa. Los resultados del referéndum y, más aún, la fractura política que representaron, han sido percibidos con una inquietud creciente. Sin embargo, la elección de Trump modificó particularmente la situación. Colombia se ha caracterizado siempre en América Latina por su alineamiento con Estados Unidos. Con el impulso de Uribe y de su partido, ­mantuvo su apoyo a Trump hasta el punto que cuando este último decidió reforzar el boicot a Cuba y tratarla de nuevo como un Estado terrorista, el Gobierno colombiano siguió sus pasos, aun al costo de aislarse todavía más de sus vecinos. Trump parecía pensar que Colombia podía servir, dado el caso, para reforzar la presión contra Venezuela. Existían, pues, toda clase de razones para creer que la explosión social del 27 de abril era obra de grupos subversivos.

La elección de Biden puso todo en cuestión. El Gobierno colombiano se encontró de un momento a otro en una posición delicada. Sus reticencias a aplicar los Acuerdos generan inquietud y más aún la brutalidad de la represión frente a los manifestantes. La imagen que siempre se quiso dar del país, como una de las raras democracias liberales de América del Sur, comenzó a resquebrajarse. El Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (onu) milita en favor del “proceso de paz”. Numerosos congresistas demócratas y organizaciones no gubernamentales (ong) estadounidenses denunciaron los excesos de la Policía. Después de muchas dudas, Duque se vio obligado a autorizar la presencia de una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh) que, además de condenar el vandalismo de algunos manifestantes, estableció un juicio severo sobre el comportamiento de las autoridades colombianas. En espera del resultado de las elecciones de 2022, Biden, sin embargo, se ha visto obligado a moverse entre los diversos campos. Rodeada de vecinos que se hunden en crisis económicas y políticas, Colombia se encuentra muy aislada, pero sigue siendo un posible aliado de la potencia del norte.

La proximidad de las elecciones es para muchos la posibilidad de que la movilización social regrese. La incertidumbre respecto a sus consecuencias sigue siendo considerable. Un poco debilitado, Uribe no ha encontrado todavía un candidato que pueda imponer sin problemas. Sin embargo, existe siempre la posibilidad de que pueda agrupar alrededor del miedo a sectores conservadores, si algún incidente grave se produce. La oposición, por su parte, no ha logrado sobreponerse a sus divisiones. El grupo de Gustavo Petro sigue produciendo temores entre los moderados, debido a sus vínculos anteriores con Chávez y a su eventual deriva populista.

Algunos evocan, es cierto, la posibilidad de un “pacto social” que permita una convergencia entre partidarios de Petro y moderados, que giraría alrededor de la retoma de los compromisos de La Habana y de las reformas necesarias para remediar los problemas sociales más urgentes. Por el momento es difícil medir su viabilidad.

Si bien los manifestantes no aspiran a retomar la lucha armada, hay que observar que solo mencionan excepcionalmente la cuestión de la aplicación de los Acuerdos como una prioridad que podría unificarlos. Parece que, a pesar del precedente del plebiscito de 2014, no se percataran de que dicha aplicación es un paso previo a las transformaciones sociales.

Los economistas sugieren, sin embargo, que después de la recesión brutal provocada por la pandemia, un repunte importante podría ocurrir y atenuaría la cólera contra el sistema, lo cual de todas maneras no implicaría un repunte del empleo.

Después de esta nueva profundización de las desigualdades sociales, las élites no podrán eludir la necesidad de redirigir el antiguo modelo liberal de desarrollo y proponer reformas que toquen tanto a las estructuras urbanas como a las rurales. El reto, además, es hacer frente a la proliferación de los núcleos de violencia en gran parte del territorio nacional.

Incluso en las fases de progreso económico sostenido, la opinión que sigue prevaleciendo es que Colombia está abocada a ir siempre de catástrofe en catástrofe. A fortiori esto ocurre en periodos de grandes crisis. Excepcionales han sido los gobernantes capaces de proyectar la idea de un futuro común.

Esta era la promesa de La Habana, pero no ha sido mantenida. Todo lo contrario.

* Traducción de Alberto Valencia Gutiérrez, profesor titular del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad del Valle, Cali, Colombia.

**Profesor de la École des Hautes es uno de los principales analistas de la situación colombiana provenientes del exterior. Llegó al país en 1964 y desde entonces se consagró a su estudio. Ha publicado varios libros entre los cuales se destacan Política y sindicalismo en Colombia (1973), Orden y violencia. Colombia 1930-1953 (tercera edición 2012), Crónica de cuatro décadas de política colombiana (2006), Guerra contra la sociedad (2001), Midiendo fuerzas. Balance del primer año de gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2003), Violencia y política en Colombia. Elementos de reflexión (2003), Las FARC, ¿una guerrilla sin fin o sin fines? (2008), La experiencia de la violencia: los desafíos del relato y la memoria (2013), En busca de la nación colombiana. Conversaciones con Alberto Valencia (2017). También ha publicado sobre Brasil los libros Entre le peuple et la nation. Les intellectuels et la politique au Brésil (1989) y Métamorphoses de la représentation politique au Brésil et en Europe (1991). Además, existen diversos artículos publicados en revistas o como capítulos de libros colectivos. En Francia fue director del Centre d’Études des Mouvements Sociaux y de la revista Problèmes d´Amérique Latine, la más prestigiosa revista francesa sobre América Latina durante las últimas décadas. En Colombia, ha sido profesor e investigador invitado en las principales universidades. En 2000, la Universidad Nacional le concedió el título de Doctor Honoris Causa y en 2008 le fue otorgada la nacionalidad colombiana, como justo reconocimiento a su trabajo y a sus aportes. Perteneció al grupo asesor del Centro de Memoria Histórica hasta 2018 y a la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, convocada en el marco de las negociaciones de La Habana. Con sus artículos y sus libros, al igual que con sus intervenciones públicas y sus entrevistas, ha logrado un gran reconocimiento nacional, no solo entre los sectores académicos, sino también en los ámbitos gubernamentales o privados. Aun ahora, en edad de retiro, mantiene un seguimiento minucioso de lo que sucede en este país, como lo muestra este ensayo.

Recibido: 14 de Julio de 2021; Aprobado: 15 de Octubre de 2021

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