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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.35 no.104 Bogotá Jan./June 2022  Epub Dec 14, 2022

https://doi.org/10.15446/anpol.v35n104.105172 

Dossier

Dialéctica de lo natural y lo artificial. Un análisis del aparato discursivo de los etnonacionalismos antiespañoles

DIALECTIC OF THE NATURAL AND THE ARTIFICIAL. AN ANALYSIS OF THE DISCURSIVE APPARATUS OF ANTI-SPANISH ETHNO-NATIONALISMS

1PhD en Filosofía, Universidad Complutense de Madrid, Escuela Superior Politécnica del Litoral, Ecuador. Correo electrónico: polo@espol.edu.ec


RESUMEN

En este trabajo se ensaya una crítica del aparato discursivo esgrimido por los ideólogos regionalistas y separatistas, en el contexto político español. No se pretende hacer una exposición de la evolución histórica de tales movimientos, sino un análisis de algunas de las nociones que sustentan tales cuerpos doctrinales. Semejantes discursos jugaron en todo momento con la idea de que España es una realidad “artificial”, dentro de la cual se hallarían “encerrados” un conjunto de “pueblos naturales” o “culturas genuinas”. En las próximas páginas se argumentará que tal esquema es inconsistente, haciendo ver que tales discursos y tales movimientos son reaccionarios y etnicistas.

Palabras clave: nación política; nación étnica; etnonacionalismo; separatismo; soberanía.

ABSTRACT

This paper offers a critique of the discursive apparatus wielded by regionalist and separatist ideologues in the Spanish political context. It does not intend to expose the historical evolution of such movements but rather present an analysis of some of the notions that sustain these doctrinal bodies. Such discourses constantly played with the idea that Spain is an “artificial” reality, which would enclose a set of “natural peoples” or “genuine cultures.” The article will argue that such a scheme is inconsistent, showing that such discourses and movements are reactionary and ethnicist.

Keywords: Political nation; Ethnic nation; Ethno-nationalism; Separatism; Sovereignty.

LOS PUEBLOS NATURALES Y EL ESTADO ARTIFICIAL

Las doctrinas regionalistas y separatistas surgidas en la España decimonónica sostenían, entre otras cosas, que el “alma del pueblo vasco”, el “alma del pueblo catalán” y el “alma del pueblo gallego” se hallaban tristemente “desnaturalizadas”, por efecto de un asfixiante sojuzgamiento ejercido por el “Estado español”, una entidad truculenta que aparecía, en tales discursos, como una imposición exógena. Esas “almas colectivas” vendrían padeciendo —desde hace siglos— un lacerante proceso de corrosión de su sustancia más íntima, como consecuencia de la infiltración insidiosa de un elemento patógeno y foráneo (inauténtico) que contribuyó al debilitamiento de su “identidad”. En definitiva, lo que se estaba diciendo con todo ello es que las naciones políticas canónicas (España es una de ellas) no son más que artefactos estatales “artificiosos” (superestructuras inauténticas) que se levantaron gracias al aplastamiento de los “pueblos naturales”, depositarios de genuinas “culturas”. En los discursos de aquellos ideólogos operaba esa dialéctica de lo “natural” y lo “artificial”. Los modernos Estados (descritos, lo recalcamos, como estructuras artificiosas) habrían logrado someter a ciertos “pueblos naturales” de una forma taimada y violenta, cohesionándolos burdamente por medio de un ejercicio coactivo y tiránico. He ahí el controvertido esquema discursivo manejado profusamente por estos movimientos. Todavía es utilizado en nuestros días.

¿Cuáles son esos antiquísimos “pueblos naturales”? Vascos, catalanes, gallegos, asturianos, castellanos, valencianos, canarios, bretones, corsos, occitanos, sardos, bávaros, sajones, renanos, turingios, silesios, bohemios, tiroleses, sicilianos, napolitanos, lombardos, piamonteses, toscanos, normandos, borgoñones, saboyanos, valones, lapones y un largo etcétera. Pueblos premodernos, culturas arcaicas. Pero ciertos ideólogos advierten que algunos de esos pueblos —cuya identidad casi se había diluido en el mundo contemporáneo— todavía son capaces de bregar en pos de un reverdecimiento. El filósofo Gustavo Bueno (2019) lo explica muy acertadamente:

Según este modelo de identidad, España, como conjunto superestructural (en el sentido de artificioso, falso, inconsistente) de múltiples pueblos que han coexistido, incluso convivido, muchas veces en forma de conflicto, a lo largo de los siglos en la Península Ibérica e Islas adyacentes, encontraría, al integrarse en Europa, entendida como «Europa de los pueblos», su verdadera identidad [ ... ] Los pueblos, culturas o nacionalidades de la Península Ibérica e Islas adyacente no tendrían ya que considerarse unidos a través de España, sino a través de Europa. Y a través de Europa incluso podríamos «reconstruir» vínculos efectivos capaces de superar los «seculares conflictos», determinados por una España que habría funcionado, en realidad, como «prisión de naciones». (p. 48)

En tal visión se supone que existen diferentes “culturas” y diversas “nacionalidades” que malviven dentro del Estado español (encajadas entre sí de una manera desmañada e inarmónica, como si se tratara de un vestido amorfo compuesto por retales de diferentes tejidos). Se colige, partiendo de tales premisas, que tal Estado no es sino una “cárcel de pueblos” (o puede que una “mazmorra de culturas”). Los sustentadores de tales premisas aspiran a quebrar o a disolver dicho Estado, único modo de que tales “pueblos” o “culturas” puedan emerger. Eso sí, con la sorprendente intención de “reencontrarse” (no se sabe bien cómo) en la sublime Europa, en el seno de la cual podrían al fin ver reconocida su “verdadera” identidad. Porque, curiosamente, estos etnonacionalistas son, al mismo tiempo, europeístas. Eso sí, la Europa con la que sueñan es con la “Europa de las etnias”, aunque ellos utilicen sintagmas más amables, como “Europa de los pueblos” o “Europa de las culturas”.

Centrémonos en el caso de España. Aquel proceso de “desnaturalización” o “despersonalización”, presuntamente padecido por las “naciones naturales” (la vasca, la catalana, la gallega, la canaria, la andaluza, la asturiana y tal vez alguna otra), se quiso interpretar en clave espiritualista (romántica), toda vez que la destrucción de su “personalidad histórica” (o de su “ser colectivo”) se vino a comprender como el apagamiento luctuoso de un inmemorial “espíritu del pueblo”. Pero ese mismo decaimiento terminó leyéndose en clave racialista, puesto que tal proceso conllevaría igualmente una degradación étnica. He ahí la síntesis del cuerpo doctrinal originario de los movimientos regionalistas y separatistas, “fundamentado” en relatos históricos disparatadamente falsarios (muy románticos) y en ideas completamente metafísicas, entre las cuales ocuparán un lugar destacado la noción sustancialista de “cultura” y el racialismo naturalista. Porque lo cierto es que el esquema romántico (un lamento melancólico por la pérdida de las propias tradiciones, de las propias costumbres y de la propia lengua) acabó interpretándose como un empobrecimiento racial (pérdida de la pureza étnica o ensuciamiento de la sangre). En los orígenes ideológicos de tales movimientos hallaremos una peculiar amalgama de elementos románticos y elementos racialistas. Cabe sostener, en vista de lo cual, que la consistencia ideológica de los regionalismos y separatismos que afloraron en la España del siglo XIX fue profundamente reaccionaria, aunque muchos sigan queriéndolo ver como una cosa tremendamente “progresista” (Polo Blanco, 2021).

Todo ello se tradujo en unos determinados programas políticos, cuyos lineamientos básicos se armaban en función del siguiente diagnóstico: las naciones modernas y canónicas (tal es el caso de España) son armatostes postizos (artificiales o inauténticos) que, desde hace tiempo, están “reprimiendo” o “sojuzgando” a aquellas “culturas” (muy “auténticas” todas ellas). Consecuentemente, tales “culturas” estarían pidiendo a gritos un Estado que las amparara. Y tendrían pleno derecho a exigir tal cosa. Tal idea había sido alumbrada por Fichte (2002). Estas culturas “originarias” (o “pueblos naturales”), por demasiado tiempo arrinconadas o silenciadas, anhelarían ahora y de forma perentoria una canalización estatal. “Ninguna cultura sin su Estado”, vendrían a sostener los ideólogos de semejante proyecto. Puede esgrimirse el ejemplo de Castelao (1977), egregio intelectual galleguista, cuando apuntaba que “España aún es un organismo artificial, compuesto de varios grupos humanos, que nada tienen de común como no sean las luchas que antaño sostuvieron los unos contra los otros” (p. 288). Notemos que al hablar de “grupos humanos” se estaba refiriendo no a otra cosa que a “grupos étnicos”. Son los “hijastros de la Revolución francesa”, aseveraba con amargura, los que se empeñan en no querer ver que Cataluña, Euzkadi (sic) y Galicia son “naciones naturales” (p. 288). Utilizará en otro pasaje el término “soberanía natural”, un atributo prepolítico (matiz crucial) del pueblo gallego (p. 312). Castelao también se apuntará, dicho sea de paso, a esa idea de una “Europa de los pueblos”, pues no es el español el único Estado centralista y artificial (p. 440).

¿Pero en qué se basan estos ideólogos, cuando hablan de unas presuntas “naciones naturales”, todas ellas concebidas como previas a la maquinaria artificial y despótica del Estado español? Fijémonos ahora en lo que sostiene Castelao (1977, p. 286), cuando habla de “la heterogeneidad de las fuerzas étnicas de España”, advirtiendo después que el Estado español es un “ente abstracto”. Lo que está diciendo es que la etnia ofrece el anclaje real de las naciones verdaderas, frente a la artificiosidad abstracta del Estado (que trata de asfixiarlas con su maquinaria jacobina, igualadora y uniformista). En otros lugares se refiere Castelao a las “culturas” (vasca, catalana y gallega) que permanecen encarceladas o ahogadas por esa maquinaria estatal. En efecto, esas tres culturas “viven milagrosamente en oprobioso cautiverio. Hay, por lo tanto, tres almas oprimidas y aherrojadas: la de Galicia, la de Cataluña y la de Euzkadi” (p. 426). Las tres “nacionalidades” (concebidas como “pueblos naturales”) fueron “avasalladas violentamente”, pero “conservan nítidamente, eso sí, los atributos tradicionales de su personalidad y la conciencia de su diferenciación en carne viva” (p. 186). Es muy llamativo que, a renglón seguido, Castelao mencione (sin tratar de ocultar su simpatía por ellos) a los prohombres de tales movimientos: Sabino Arana (vasquismo), Alfredo Brañas (galleguismo) y Prat de la Riba (catalanismo). Tres figuras extremadamente reaccionarias, aunque Castelao tiene la delicadeza de referirse a ellos como “conservadores”. Sin embargo, atacará a las “izquierdas españolas” por no querer ver la justicia de sus doctrinas y la legitimidad de sus reclamos (pp. 186-187). Castelao no vivió lo suficiente para ser testigo de cómo las izquierdas españolas terminaron “viendo” lo mismo que él, aunque esto último desborda el presente trabajo.

En estos esquemas ideológicos y discursivos (enteramente metafísicos) se parte de la postulación (fantasiosa) de una presunta nación prístina y antiquísima (cuyo fundamento se encuentra, alternativa o simultáneamente, en la “etnia” y en la “cultura”). Una nación que todavía está ahí, toda vez que siempre lo estuvo, y que ahora pelea por emerger en su genuina y singular hechura. No llegó a extinguirse, a pesar del avasallamiento padecido. Se trataría, por ende, de una viejísima nación rediviva. Una vetusta nación (entendida como “pueblo natural” o “cultura ancestral”) que pasaría a ocupar su digno lugar en el muestrario de la Humanidad, de la misma manera que una especie botánica puede ser descubierta, descrita o catalogada (también “rescatada”) por los ecologistas conservacionistas (Bueno, 2019, p. 136).

Semejantes discursos de raigambre romántico-idealista fueron perfectamente retratados y criticados por Elie Kedourie (2015). Se sobreentiende desde tales doctrinas (o queda formulado expresamente) que las naciones son “entidades naturalmente separadas”. El filósofo alemán Herder (2015) fue uno de los más insignes fraguadores de tal doctrina. Partiendo de semejante premisa, los situados en este marco extraerán la conclusión de que la mejor situación política es aquella en la que cada nación obtiene su propio Estado. Una conclusión que a los detentadores de dichas ideas les parece axiomática, tautológica y autoevidente. Pero nada más alejado de la realidad. El problema más acuciante es averiguar qué entienden por nación los que así disertan. Argumentarán que un Estado verdaderamente legítimo es aquel que se levanta sobre la base de una nacionalidad conformada por el “parentesco” y por los “afectos naturales”. Es decir, en esta perspectiva romántico-idealista un Estado debe quedar enteramente sincronizado con la “nación étnica” (esto último lo decimos nosotros, pero eso es a lo que se refería Kedourie, en su referida obra, con lo de construir un Estado basado en el “parentesco” y en los “afectos naturales”). Un corolario ineludible de todo ello es que los Estados en cuyo seno convive más de una nación étnica son organizaciones políticas “antinaturales” y opresivas que están condenadas al desmoronamiento. Tal situación es anómala e insostenible, afirman tales ideólogos. Pero mientras no termina de llegar dicho desmoronamiento, lo cierto es que las pobres naciones “sin Estado” se ven obligadas a vivir claustrofóbicamente (casi asfixiadas) dentro de un Estado ajeno. Se ven obligadas, contra su voluntad, a cohabitar en un espacio político artificioso que deben compartir con otras naciones extrañas, motivo por el cual “corren el riesgo de perder su identidad”. Su trágico destino es verse impedidas y maniatadas a la hora de “cultivar plenamente su originalidad” (Kedourie, 2015, p. 102). Una planta no podrá crecer hermosa y lozana si ha de vivir en una tierra demasiado saturada con las raíces de otras plantas, pertenecientes para mayor escarnio a una variedad distinta. Se requiere un terruño exclusivo, no compartido con otras raíces foráneas. Lo que se está diciendo, desde tales coordenadas, es que esas sufridas “naciones sin Estado” tendrán que renunciar a su genuina espontaneidad. Su “vitalidad” (étnica y cultural) languidecerá de forma alarmante al no contar con un Estado propio. Esas maltratadas “naciones naturales” carecerán de un hábitat exclusivo en el que poder desplegarse.

Ahora bien, existe un pequeño problema. ¿Cómo saber o distinguir cuáles son esas “naciones naturales”? El criterio romántico-idealista establece algo parecido a esto: cuando observemos que un determinado grupo habla predominantemente un determinado idioma, ahí habremos topado (infaliblemente) con una “nación natural”. Semejante propuesta hoy nos parece relativamente obvia, pues son demasiadas décadas escuchando la misma monserga. Pero Kedourie nos recuerda que tal criterio no tiene nada de “normal”. Con anterioridad al romanticismo y al idealismo alemán la lengua no había operado de esa manera, esto es, como un criterio infalible para delimitar fronteras estatales. “Este énfasis en el idioma lo transformó en lo que con anterioridad había sido rara vez: una cuestión política por la cual los hombres están prestos a matar y exterminarse entre sí” (Kedourie, 2015, p. 117). Es más, si aplicáramos tal criterio hasta sus últimas consecuencias, el resultado (en Europa y en otras áreas del planeta) sería un galimatías aberrante y entrópico. Confusión, desestabilización y conflictos identitarios interminables. Se podrían poner muchos ejemplos de la impracticabilidad de tal criterio (Kedourie, 2015, pp. 170-173). Observemos simplemente que en el mundo existen unas 7.000 lenguas censadas, aproximadamente. Por otro lado, existen 193 Estados en la ONU (por fuera de ella hay alguno más). ¿Cada lengua debe tener su correspondiente Estado? Semejante principio es impracticable. Por cierto, no es España la única nación política multilingüe. En algunos países europeos (Francia e Italia, sin ir más lejos) existen más lenguas regionales o dialectos que en España. Cabe resaltar que si la España de hoy es excepcional es más bien por otra cosa: las lenguas regionales están extremadamente protegidas desde el punto de vista institucional (cooficialidad, uso administrativo y uso en el ámbito educativo, presencia apabullante en los medios de comunicación). Podría decirse incluso que tales lenguas están sobredimensionadas. Todo ello encaja mal con el intenso victimismo exhibido por los movimientos regionalistas y separatistas.

Volvamos a la disquisición teórica. Kedourie añade con mucho tino que aquel criterio lingüístico (esgrimido para localizar y delimitar “naciones naturales”) no es más que un trasunto o una sublimación del criterio racial. Ya había dicho el conde de Gobineau (1937), a mitad del siglo XIX, que a cada raza le correspondía un idioma propio. Pero es una completa locura aspirar a reestructurar el mapa de Europa con ayuda de lingüistas, filólogos, folcloristas, etnólogos o antropólogos, creyendo que con ello podrían descubrirse las “fronteras naturales” que separan a los diferentes “pueblos” (concebidos ellos mismos como entidades “naturales”). El mundo está más inextricablemente mezclado de lo que la “antropología nacionalista” está dispuesta a creer (Kedourie, 2015, p. 128). Lo étnico y lo lingüístico (por no hablar de costumbres, tradiciones y creencias) no se hallan distribuidos tal y como quisieran los partidarios de ciertos movimientos nacionalistas (inspirados, lo sepan ellos o no, en viejas doctrinas romántico-idealistas). A cada etnia y a cada lengua su Estado, concluyen. Tal cosa es la utopía más reaccionaria que quepa imaginar. Redefinir todas las fronteras y redistribuir el poder político-estatal atendiendo a criterios etnolingüísticos es un disparate monumental de consecuencias inimaginables, que nos conduciría indefectiblemente a un escenario incendiado, cargado de tensiones territoriales irresolubles y sacudido por inextinguibles odios mutuos (Kedourie, 2015, p. 174). Un aluvión de tribalismos y particularismos excluyentes. Toneladas de identitarismos xenófobos y delirantes proyectos etnicistas. Los estallidos violentos estarían a la vuelta de la esquina (Maalouf, p. 2017). Disolver o fragmentar los Estados-nación para que puedan emerger los “pueblos-nación” (las famosas “naciones naturales”) es el proyecto más suicida y peligroso que se pueda concebir.

Son alargadas las sombras de Herder y Fichte, principales fabricantes de tales concepciones, a las que se añadió ulteriormente el combustible racista. Anthony D. Smith (1976), pp. 42-53 acusó a Kedourie de confundir la parte con el todo, pues al parecer habría incurrido en el error de considerar que la versión romántica y alemana del nacionalismo (él la denominaba “versión orgánica”) coincidía o se solapaba con el fenómeno nacionalista general. Es posible que tal acusación tenga fundamento. Ahora bien, también es evidente que esa versión orgánico-romántica fraguada primordialmente en Alemania, y analizada por Kedourie con mucha perspicacia, es la que tuvo (y todavía tiene) un peso más que preponderante en las construcciones doctrinales de los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos. Todos ellos se oponían frontal y explícitamente a las “ideas de 1789”. Eran reaccionarios hasta la médula.

FANTASÍAS IDEALISTAS Y ROMÁNTICO-REACCIONARIAS

Se está diciendo una falsedad cuando se asevera que Galicia, País Vasco, Cataluña, Asturias o Canarias son “naciones políticas” que ya existían con anterioridad al surgimiento de España como nación política. Y los argumentarios rozan el género de lo fantástico cuando se añade que la propia España solo pudo emerger gracias al aplastamiento o a la asfixia de aquellos “pueblos” que —en esa imaginativa concepción— ya existían (desde tiempo inmemorial) como “naciones políticas” (Bueno, 2016, pp. 187-188). Pero lo cierto es que aquellos “pueblos peninsulares” que existían con anterioridad a la conformación efectiva de España como nación histórica no eran “naciones políticas” ya constituidas (que habrían sido, ulteriormente, conquistadas u oprimidas por el artificioso “Estado español”). El catalanismo puede pretender que ya existía una nación catalana en la Edad Media. Los catalanistas más “retrospectivos” pueden, con mayor audacia, ubicar esa misma nación en el mundo íbero (en tal caso, los layetanos ya serían detentadores de la “identidad catalana”). Los separatistas vascos pueden pretender que Euskadi estaba ya presente entre los vascones del mundo antiguo, como si aquellas tribus prerromanas fueran portadoras de la “nación vasca”. Y los galleguistas pueden pretender, ejercitando sus facultades líricas, que la “nación gallega” estaba ya operativa en no se sabe bien qué pueblos celtas que pululaban por ahí, antes de la llegada del Imperio romano. Pero semejantes relatos, literalmente fantasiosos, incurren en una misma confusión. Veámosla.

Resulta conveniente delimitar con claridad los diferentes significados del término “nación”, pues tales ideologías se alimentan de una confusión gravísima de dichos significados. Es absurdo hablar de “nación de naciones”, salvo que con ello nos estuviéramos refiriendo al hecho cierto de que una “nación política” emerge a través de la fusión o refundición de algunas “naciones étnicas” preexistentes (enseguida analizaremos esto). Pero, si al emplear la expresión “nación de naciones” pretendemos estar diciendo que esas “naciones” (las que, en el referido sintagma, se sitúan después del de), son naciones ellas mismas políticas, entonces estaremos profiriendo una flatus vocis. El genitivo replicativo así trazado no significa nada. Una nación política, por definición, excluye de su seno a otras naciones políticas. Es completamente absurdo creer que dentro de una nación polí­tica pueden “habitar” o “convivir” otras naciones políticas (Bueno, 2019, pp. 130-133). Tal cosa es imposible. No pueden existir dos soberanías (superpuestas y simultáneas) en un mismo territorio. Es disparatado pretender que exista una “soberanía de soberanías”. Se ejerce una soberanía o se ejerce otra distinta. No hay más. Solo cabe la disyunción. Se aplica en este asunto el principio lógico del “tercero excluido”. La expresión “nación de naciones”, si lo interpretamos en sentido estrictamente político, no significa absolutamente nada. Se puede construir gramaticalmente, pero no se refiere a alguna realidad positivamente existente o que pueda llegar a existir. Nunca habrá algo parecido a una “nación (política) de naciones (políticas)”. En cambio, sí podría pronunciarse con cierto sentido la expresión “nación (política) de naciones (étnicas)” (Bueno, 2005, pp. 90-107). Veremos enseguida por qué.

La “filosofía de la historia” manejada por estos movimientos regionalistas y sepa­ratistas puede comprenderse como un “proceso por el cual la ‘nación en sí’ se reafirma y reivindica ante otras y, sobre todo, ante sí misma como ‘nación para sí’” (Bueno, 2019, p. 136). En consecuencia, los programas políticos que se apoyan en semejante “sustancialismo metafísico” tratarán de promover o acelerar el siguiente despliegue: que “lo que es en sí” (presuponen que esa “nación” o “pueblo” existe desde hace siglos) termine adquiriendo “conciencia de sí”. Esto es lo que ellos interpretan que están haciendo, cuando hablan de la necesidad perentoria de generar “conciencia nacional”. Es decir, que aquella “nación natural” (que estaría operando en la historia desde tiempos remotos) tome conciencia de su propia realidad. O, dicho de otro modo, que el hasta ahora latente “espíritu nacional” alcance por fin una plenísima y rutilante autoconciencia. Que esa nación originaria e inmutable, “tras siglos de letargo o de opresión”, despierte por fin a la conciencia de su propia consistencia política. Consistencia que, a pesar de un secular sojuzgamiento, siempre estuvo ahí, siquiera fuese de una manera subyacente y silenciosa (Bueno, 2019, p. 137). “Autodeterminación”, arguyen tales ideólogos, y cuando pronuncian esta palabra experimentan un “sabor teológico” (Bueno, 2019, p. 146). Es un trasunto de la causa sui, pues esas “sustancias” (nos referimos a las susodichas “naciones naturales”, también entendidas como “culturas originarias”, que al parecer ya existían en la historia in illo tempore), aparecen como entidades completamente autosuficientes. Es decir, como realidades que no necesitan otra cosa para existir más que a ellas mismas, pues la causa de su propio ser reside en su ser mismo. Ellas son la causa de sí mismas. Y ya se sabe que las “sustancias” son inmutables e imperecederas. Eso sí, unas “sustancias” tan robustas y autárquicas terminan requiriendo un Estadito en el cual cobijarse.

Cabe decir que todo ello se “fundamenta” en una gigantesca petición de principio, a saber, en la postulación de una “nación” (entendida como una entidad política soberana) de la que no existe un solo documento o un solo vestigio (las leyendas inventadas no cuentan como prueba), pero de la que se afirma, no obstante, tener “conciencia”. Un espejismo idealista verdaderamente colosal. También se ofrece como prueba la existencia de un “sentimiento nacional”. En efecto, son capaces de “sentir” (o quién sabe si de “presentir”) esa misteriosa nación que no tiene corporeidad material en la historia. Ahora bien, que dichas concepciones se basen en nociones ideológicas metafísicas, no impide que tengan al mismo tiempo una poderosa capacidad movilizadora en el ámbito de la praxis política. Es el poder electrificante de los mitos sociopolíticos, podríamos decir con Georges Sorel (2005). Un poder que se muestra inmune a las críticas historiográficas. El análisis racional no podrá desactivar el magnetismo sentimentaloide de un relato salvífico. Los que se parapeten en el terreno del mito estarán a cubierto de la refutación. El autor de Reflexiones sobre la violencia sabía muy bien que no existe ningún vínculo necesario entre la “verdad” de una doctrina y su valor pragmático como arma de combate. Los “mitos políticos” pueden ser “manufacturados” en el mismo sentido y con el mismo propósito que los cañones y las ametralladoras, decía Cassirer (1972), pp. 333-334. Algunas palabras dejarán de utilizarse en un sentido descriptivo o semántico, en determinadas situaciones, y comenzarán a emplearse como palabras “mágicas”, destinadas a producir ciertos efectos emotivos, sentimentales y pasionales (p. 335). Esto no significa que dichos mitos dejen de ser mitos. Al contrario, la distinción entre lo verdadero y lo falso permanece intacta. Pero debemos asumir que lo falso puede ser movilizador. En efecto, ideas inconsistentes y disparatadas pueden llegar a ser muy “seductoras”. Lo importante es que la Causa sea hermosa, sagrada, sublime y heroica. Se trata de aquella estetización de lo político que ya denunciara Walter Benjamin (1973), pp. 56-57. En cualquier caso, es tarea prioritaria seguir desvelando la falsedad histórica y la inconsistencia filosófica de ciertos mitos políticos. Deben ser racionalmente triturados.

Desde las coordenadas del materialismo histórico, debemos enfatizarlo, es imposible sostener nada que tenga que ver con esa “conciencia nacional” (tal y como la entienden estos regionalistas-separatistas). De hecho, Marx y Engels (1974) se dedicaron, precisamente, a combatir de manera implacable todo ese conglomerado filosófico que ellos denominaron “ideología alemana”. La “voluntad” o la “conciencia” son instancias que no pueden engendrar nada desde sí mismas. Por otro lado, la fórmula “tenemos la voluntad de ser una nación” (esgrimida con pomposa grandilocuencia) es ridículamente autodestructiva, toda vez que uno solo anhela o desea ser lo que todavía no es. Es decir, cuando pronuncian ese tipo de frases están reconociendo implícitamente que no son una nación. Y, efectivamente, “ser” no equivale a “querer”, en todo este asunto que nos ocupa. No caben decisionismos voluntaristas (o voluntarismos desiderativos) a la hora de ponderar la existencia de una presunta nación. No existen las naciones porque un determinado grupo tenga el deseo o la querencia de que tal cosa exista. Las naciones existen o no existen de una forma objetiva y material, con independencia de lo que determinadas gentes quieran o dejen de querer.

Las naciones tampoco se gestan desde una “conciencia nacional” que de algún modo anteceda o preexista a la propia nación. Semejante cosa es inasumible desde cualquier perspectiva historiográfica mínimamente materialista. Tampoco depende la existencia de las naciones del “sentimiento” de nadie. Ninguna nación existe porque existan unas gentes que así lo “sienten” en lo más íntimo de su pecho. Las naciones no son pálpitos. Digámoslo con áspera contundencia: la “conciencia”, el “sentimiento” o la “voluntad” no pueden engendrar —por sí mismas y desde sí mismas— una nación. No pueden, sencillamente. Tal cosa solo podría sostenerse desde un idealismo galopante o desde una “romantización” (empleando el término acuñado por Novalis y Schlegel) de la realidad histórica. Pero los “nacionalismos fragmentarios” que surgirán en la España de las últimas décadas del XIX beberán profusamente de esa “ideología alemana” que Engels y Marx criticaron de manera frontal. Tales regionalistas-separatistas se nutrirán (o más bien se saciarán) de idealismo y romanticismo. También de racialismo biologista, lo recordamos una vez más.

Pero lo cierto es que esas presuntas “naciones” (que pretenden reclamar ahora su propio Estado) jamás existieron —políticamente hablando— en la efectividad material de la historia (jamás tuvieron “soberanía” de ningún tipo). Tal fantasía es completamente insostenible desde las coordenadas del materialismo histórico, desde las coordenadas del materialismo filosófico de Gustavo Bueno y desde cualquier acercamiento que se atenga mínimamente al rigor historiográfico más elemental. Y atención a esto: si alguna vez llegaran a existir, tal resultado se daría únicamente por efecto de la descomposición, disolución y fragmentación de una nación política realmente constituida —España— que sí existe positivamente en la materialidad de la historia (primero, como “nación histórica” desparramada en un vastísimo Imperio y, desde hace doscientos años, como “nación política” moderna). Pero, si tal cosa llegara a suceder (esto es, si en algún momento cuajaran una República catalana o una República vasca), no asistiríamos al “resurgimiento” o a la “restitución” de algo preexistente, toda vez que ese algo nunca existió (salvo en las construcciones fantasiosas y mitológicas de todas aquellas facciones políticas que, desde finales del siglo XIX, pujan por ello). No. A lo que asistiríamos más bien es al desgarro y a la fractura de una nación política efectivamente existente (España), mas no a la “resurrección” de unas naciones políticas que ya hubieran existido como tales en algún momento de la historia.

Esos movimientos políticos deben ser denominados “separatismos” o “secesionismos”. O, si se les quiere llamar “nacionalismos”, lo correcto es añadir el apellido “fragmentarios”. Nacionalismos fragmentarios, en efecto. No deberían denominarse “independentistas”, puesto que con ello pareciera sugerirse —muy equívocamente— que lo que pretenden es recuperar algo que ya tuvieron (y se les arrebató injustamente). En algunas ocasiones, los sustentadores de semejantes proyectos se han autodenominado “soberanistas”. Pero hemos de comprender —si es que admitiéramos tal denominación— que en todo caso serían soberanistas de una soberanía que jamás existió y que aún no existe. No es que ellos traten de “recuperar” una soberanía perdida o arrebatada (pues nunca existió tal cosa), sino que pretenden erigir una soberanía que, en caso de cuajar, sería novísima. Pero esa soberanía no existe en estos momentos, pues si existiera —he aquí la paradoja— no tendrían necesidad de reclamarla. Si la tuvieran, simplemente se limitarían a ejercitarla. Pero, precisamente porque no la tienen y no la pueden ejercitar, la reclaman. ¿Soberanistas? Sí, de una entelequia. Y, si en algún momento llegara a cristalizar una soberanía nueva (en el hipotético caso de que tales proyectos “soberanistas” hubieran triunfando), tal escenario solo habría sido posible mediante un previo despedazamiento de la soberanía española. O existe (y se ejerce) una soberanía, o existe (y se ejerce) la otra; pero ambas soberanías no pueden coexistir en un mismo tiempo y en un mismo espacio.

Los promotores de aquellos movimientos, por ende, deben ser categorizados y definidos como “separatistas”, “secesionistas”, “nacionalistas fraccionarios” o “nacionalistas fragmentarios”, toda vez que la plataforma de la que tienen necesariamente que partir es la nación política española ya materialmente constituida y operatoria (no entraremos a discutir exactamente desde cuándo). La “nación fragmentaria” es aquella que solo podría emerger (como novedad absoluta) por desgarramiento de una nación política ya existente y operativa, pues no hay ningún vestigio de aquella en el pasado histórico (salvo en las delirantes ensoñaciones de los susodichos ideólogos). Hablaríamos, lo reiteramos, de una novísima nación política emergida por ruptura y fragmentación de una nación política ya materialmente constituida y secularmente operativa en la historia. Repitámoslo. Lo que se estaría llevando a término —con el cumplimiento de tales programas— no es la “restauración” o la “revivificación” de algo que ya tuvo existencia política efectiva en algún momento del pasado (eso solo tiene lugar y cabida en la mistificación ideológica y en la pseudohistoriografía legendaria de los sustentadores de dichos proyectos). No. Lo que se estaría consumando es más bien el desguace y el troceado de la unidad de una nación política ya constituida —esta vez sí— en la efectividad material de la historia. A lo que asistiríamos es a la aniquilación de una soberanía.

Debemos enfatizar la crucial distinción de Gustavo Bueno entre “nación étnica” y “nación política”, a la que ya nos habíamos referido (veníamos empleándola y ejercitándola). Ernest Gellner, que fungió como experto conocedor del fenómeno nacionalista, estableció como tesis principal que los nacionalismos fueron hijos del industrialismo. En su Nations and Nationalism (1988) desacreditó aquella insostenible suposición de que cada una de las lenguas y cada una de las “culturas primarias” existentes en el mundo estaban destinadas a convertirse en unidades políticas autónomas. Eso no sucederá jamás. En ese sentido, Gellner (1988, p. 68) observa lo siguiente: “Son legión los grupos que atendiendo a la hipótesis anterior podrían intentar convertirse en naciones (en ‘naciones políticas’, hubiera debido especificar)”. Y continúa diciendo:

Sin embargo, la mayoría se encaminan dócilmente al matadero, ven cómo su cultura (si bien no ellos como individuos) desaparece poco a poco, disolviéndose en una mayor perteneciente a un nuevo estado nacional. La civilización industrial lleva a la mayor parte de las culturas al desván de la historia sin que éstas ofrezcan la menor resistencia. (p. 69)

Para rematar este párrafo, hubiera sido conveniente añadir algo parecido a esto: solamente los nacionalismos etnicistas (esto es, identitarios en un sentido etnolingüístico) han pretendido sustraerse a tal macroproceso modernizador, aspirando a una inverosímil “restauración” de las esencias más puras de aquellas “culturas primarias” que fueron quedando arrinconadas u olvidadas en el susodicho desván histórico. Disfrazan tales pretensiones de “liberación nacional”, como si el proceso en cuestión hubiera sido la consecuencia de un programa maquiavélico deliberadamente diseñado para el exterminio de aquellas culturas locales y de aquellas pequeñas lenguas. Cuando en realidad el paulatino declive (y en ciertos casos, la total desaparición) de tales “culturas primarias” (o “naciones étnicas”, preferimos decir nosotros) respondió más bien a un proceso ineluctable que tuvo que ver, precisamente, con las necesidades (económicas, jurídicas, comunicacionales y administrativas) impuestas por el desarrollo mismo de la industria y por la correlativa configuración de los Estados modernos. Cosas muy parecidas dijeron Marx y Engels, por cierto, en diversos lugares de su obra. Pretender resucitar aquel mundo perdido (premoderno) es un proyecto básicamente romántico-reaccionario que puede derivar en sentimentalismos folclóricos más o menos inocentes. Pero, en ciertos casos, aquella ilusión ha podido concretarse en proyectos políticos agresivos y violentos (sobre todo, cuando la pretendida “restauración” cultural y lingüística ha quedado entretejida con doctrinas racialistas).

El catalanismo, el galleguismo y el vasquismo surgieron en muy buena medida de los sectores sociales más reaccionarios. Y esa procedencia reaccionaria no es una cuestión baladí; no es un dato secundario. Al contrario, es un dato muy significativo. El republicanismo jacobino —paradigma o arquetipo de todo republicanismo moderno— fue esencialmente homogeneizador y centralizador (en lo judicial, en lo administrativo, en lo fiscal, en lo comercial o en lo educativo), precisamente para disolver todo ese abigarrado mosaico de “hechos diferenciales” procedentes del Antiguo Régimen. Las naciones políticas modernas nacen de ese modo, aplicando un “rodillo” homogeneizador y centralizador a toda una pléyade de enmarañados provincialismos y particularismos medievales. Esto es, el acta de nacimiento de las naciones políticas modernas (en la Europa occidental) solo fue posible mediante la destrucción (más progresiva o más virulenta) de las jurisdicciones medievales y de las instituciones (militares, políticas, económicas o jurídicas) del Antiguo Régimen. Con un “regreso” al medioevo soñaron buena parte de los románticos europeos. No es casual que el romanticismo más reaccionario resultara ser una de las fuentes de las que bebieron abundantemente los regionalismos (transformados después en “nacionalismos fragmentarios”) surgidos en la España del siglo XIX.

En el Manifest der Kommunistischen Partei de 1848 se rechazaban, precisamente por reaccionarias, todas las propuestas políticas que propugnaran por alguna suerte de retorno a formas precapitalistas de producción. Es más, Marx y Engels (2005, pp. 46-47) adjudicaban a la burguesía un cierto papel “progresista”, e incluso “civilizador”, por haber pulverizado todas las estructuras económicas y político-jurídicas del feudalismo, arrancando a buena parte de la población del “idiotismo de la vida campesina”. Es justamente ahí cuando surgirán las “naciones políticas”, al menos en la Europa occidental.

La burguesía va eliminando progresivamente la dispersión de los medios de producción, de la propiedad y de la población. Ha aglomerado la población, centralizado los medios de producción, concentrado la propiedad en pocas manos. Consecuencia necesaria de esto ha sido la centralización política. Provincias independientes, casi federadas simplemente, cada una con diferentes intereses, leyes, gobiernos, tarifas aduaneras, se han visto obligadas a unirse en una sola nación, un solo gobierno, una sola ley, un solo interés nacional de clase, una sola línea aduanera. (Marx & Engels, 2005, p. 47)

Desde un punto de vista estrictamente marxiano y engelsiano debería rechazarse cualquier proyecto político que planteara algún tipo de “regreso” a la situación que existía antes del proceso así descrito. Por ello, sería un programa absolutamente reaccionario aquel que pretendiera descomponer (fragmentar) una nación política moderna ya constituida. Eso sería tanto como regresar a la Edad Media. Equivaldría a restaurar aquel mosaico “descentralizado” de los feudos, con diferentes normativas y legislaciones a cada paso; el galimatías de las infinitas fronteras aduaneras; la improductiva dispersión de la población, o las vías de comunicación lentas e inconexas. En el Antiguo Régimen había mucha “pluralidad”. De hecho, no había otra cosa. La atomización político-jurídica era apabullante. Si te desplazabas cuarenta o cincuenta kilómetros, entrabas en otro mundo. ¿Podrían Marx y Engels apoyar ese “regreso” a la miríada de los particularismos? ¿Serían partidarios de alguna forma de neofeudalismo? Evidentemente, no.

John Stuart Mill y Friedrich Engels dijeron cosas muy similares, respecto a este asunto. El filósofo británico señaló que lo más conveniente para bretones y “vasco-navarros” (se refería, obviamente, a los que vivían en territorio francés) era permanecer integrados en una nación moderna y cultivada como Francia, pues de tal modo formaban parte de un proceso civilizador, al cual habían podido engancharse solamente mediante su condición de “ciudadanos franceses” (la idea de “ciudadanía” es eminentemente política, no étnica). Si tales pueblos (o nacionalidades étnicas) —los vascos y los bretones— hubieran permanecido tercamente adheridos a sus propios terruños, aferrándose a sus tradiciones atávicas y moviéndose en su reducido microcosmos, no habrían participado del “movimiento general del mundo” (Mill, 2001, pp. 314-315). También Engels, en un artículo titulado “La lucha magiar” (publicado en 1849), veía en esas pequeñas naciones étnicas —vascos y bretones, entre otros— ejemplos de pueblos que iban diluyéndose inexorablemente, al consolidarse la nación política moderna de la cual formaban parte (Marx & Engels, 1980, pp. 95-105). Sin embargo, aún atesoraban fuerza para defender causas reaccionarias (el carlismo, en el caso vasco). Todas las naciones modernas de Europa albergaban, en algún rincón de su territorio, “ruinas” de uno o más pueblos que se resistían a desaparecer, convirtiéndose en “fanáticos de la contrarrevolución”. Concluía Engels en el mencionado artículo, con aspereza hegeliana, que su existencia era una suerte de “protesta” contra la gran revolución histórica que estaba en marcha. Alguien podría argüir que el “pueblo vasco” no desapareció. En efecto, no lo hizo. Engels se equivocó, relativamente. Pero debemos comprender que el desarrollo industrial-modernizador del País Vasco solo fue posible por ser parte constitutiva de un Estado moderno llamado España. Lo mismo debe decirse de Cataluña o de Málaga. El hecho de ser provincia o región de la nación política española fue lo que permitió el desarrollo económico-social y cultural del País Vasco. Sabino Arana (1965) lo barruntaba, y por eso dijo en cierta ocasión que sería maravilloso que Dios hiciera desaparecer el hierro de los montes de Vizcaya, pues entonces serían los vascos más patriotas y más felices (p. 441). Lo que estaba diciendo es que la “raza vasca” solo podría conservar su pureza (étnica y moral) si perduraba un modo de vida preindustrial y pre-moderno. Otra cosa es que el nacionalismo vasco, dando un giro oportunista y pragmático, se subiera después a la plataforma industrial. Pero esa plataforma no brotó del ancestral “genio vasco”, sino del desarrollo (con todas las insuficiencias que se quiera) de un Estado moderno llamado España.

Se puso en marcha, como apuntaron los autores del Manifiesto, un complejo pero imparable proceso de homogeneización y centralización que tuvo que ver, de forma esencial, con el desarrollo de las manufacturas y de la gran industria; con la integración territorial y económica (eliminación de peajes y aduanas internas, mayor fluidez en la circulación mercantil, redes de comunicación ampliadas); con la uniformización jurídica y administrativa (implantación de un mismo código penal y de un mismo código civil en todo el territorio de la nación política en ciernes, igualación del sistema tributario, igualación de las unidades de peso y medida, circulación de una misma moneda); con la unificación idiomática (una lengua “nacional” para todo el territorio). La uniformización de la lengua fue el resultado de una necesidad técnica del desarrollo de la agricultura, del comercio y de la industria. Correlativamente, fue una exigencia impostergable para el fortalecimiento de las instituciones políticas estatales; para dotar de mayor eficacia a las administraciones públicas y a los tribunales de justicia, por ejemplo. Esa uniformización lingüística se impuso por sí misma. Era una tendencia imparable, una exigencia estructural de los procesos modernizadores (considerando, por lo demás, que la lengua no es una “superestructura”, sino un componente material de la trama social). También mediaron decisiones políticas (decretos gubernamentales y normativas) que aceleraron el proceso, claro está (Balibar & Laporte, 1976). Piénsese en cómo la Francia revolucionaria extirpó los patois (dialectos regionales), para conseguir una homogeneidad idiomática en todos los rincones de la República (en España, el castellano era la lengua mayoritaria desde mucho antes; se había convertido en “lengua española” hacía ya bastante tiempo). Pensaban esos revolucionarios franceses (con bastante razón) que tales dialectos o lenguas regionales operaban como vestigios medievales. Algunas de ellas podrían albergar cierta belleza lírica, pero eran bastiones antimodernos, desde el punto de vista político; supervivencias feudales o reliquias del Antiguo Régimen.

Para sintetizar: la nación política moderna va consolidándose por medio de esas nivelaciones, cohesiones y armonizaciones, que culminaron en una mayor centralización política y económica. Es a través de este conjunto de procesos como van surgiendo las naciones políticas stricto sensu. Tenían razón Marx y Engels cuando señalaban que fue la burguesía (con sus revolucionarias transformaciones socioeconómicas) la que puso en marcha las bases materiales de la nación moderna. Eso no significa que las naciones políticas modernas fueran nada más que invenciones sibilinas de las clases dominantes. En absoluto. Las naciones políticas se constituyeron como totalidades sociales fácticas (dentro de las cuales existían antagonismos clasistas, evidentemente). Es, entonces, cuando los teóricos de la economía política empiezan a hablar de temas como “renta nacional”, “riqueza nacional”, “mercado nacional” o “producción nacional”. Incluso las clases sociales existen como “clases nacionales”, del mismo modo que los monopolios industriales son “monopolios nacionales”. Las fuerzas productivas lo son de una nación. He ahí la base material de las modernas naciones políticas (Barros, 2020).

Dichas naciones políticas son una cristalización material de todo ello; hay una facticidad histórica documentable y comprobable. Son naciones que sí están ahí, implantadas y operativas. Ellas no vinieron al mundo mediante un “parto sentimental”; no nacieron a partir del “sentir” de unas determinadas gentes. Tampoco nacieron como consecuencia de una suerte de “encarnación” de algún “espíritu nacional”, que andaba vagando por no se sabe dónde —descarnado y puro— desde tiempos inmemoriales. Pero las naciones tampoco son, como algunos han insinuado, una representación imaginaria. Pérez Vejo dijo que “una identidad nacional es en gran parte una creación ideológica de tipo literario”; sostuvo también que la nación, como concepto, “no es un asunto de teoría política sino de estética” Pérez (1999, pp. 18-19). Tales afirmaciones son inconsistentes, salvo que con ellas nos estemos refiriendo no ya a las naciones políticas efectivamente existentes, sino a las presuntas “naciones” invocadas por ciertos movimientos regionalistas y separatistas. En tales casos sí se aplicaría lo que sugiere Pérez Vejo, a saber, la literaturización de lo histórico. Las naciones así recreadas sí son una proyección fantasiosa que se adentra profusamente en el terreno de lo poético-legendario.

ETNONACIONALISMOS

Hay nación en un sentido estrictamente político, esto es, en un sentido moderno (republicano y revolucionario, valdría decir) cuando se termina con el poder de los “feudos” premodernos. Cuando todas esas configuraciones administrativo-territoriales (que no eran naciones políticas) quedan integradas en un nuevo todo. Las preexistentes naciones étnicas únicamente adquieren un estatus político cuando se incorporan a una totalidad más amplia y compleja, esto es, cuando se constituyen en parte formal de una nación política moderna. Esos territorios (para los que algunos reclaman ahora un “Estado propio”) se elevaron al estatus de realidad política solamente cuando quedaron integrados en el cuerpo de aquella nación política, esa misma a la que dirigen su odio y aborrecimiento. Cuidado con esto, pues jamás sucedió que aquellas “naciones étnicas” fueran “colonizadas” por una potencia extranjera, perdiendo con ello su “soberanía política”. Tal cosa solo puede ser dicha en ciertos catecismos ideológicos. Las “naciones étnicas” nunca fueron soberanas precisamente porque nunca fueron naciones en un sentido político. Esos ideólogos no quieren comprender que antes de dicha integración en el nuevo todo no constituían una “nación política”. Porque lo étnico, si nos atenemos al plano del desenvolvimiento real (material) de la historia, es prepolítico. Repitámoslo, porque es decisivo: lo étnico es prepolítico. Otra cosa es que algunos hayan querido apelar a la etnia (de forma cruda o disimulada) para construir ciertos discursos y para promover ciertos movimientos políticos.

Eric Hobsbawm manejó una interpretación muy similar a la que venimos desgranando, al menos en ciertos aspectos. Distinguió los nacionalismos de la primera oleada, los correspondientes al “período clásico del nacionalismo liberal” (1997, p. 41), de los ulteriores “nacionalismos étnicos” (p. 117). La consolidación de las modernas naciones europeas (las que hemos venido denominando, tomándolo de Gustavo Bueno, “naciones canónicas”) empezó a fraguarse, con ritmos diferentes en cada caso, a finales del siglo XVIII. Tal macroproceso revolucionario se produjo como resultado de una nueva rearticulación económico-territorial. La nación que así emergía conllevaba, en primera instancia, el control efectivo de un territorio sobre el que se esperaba edificar una “economía nacional” —control de los recursos, establecimiento de mercados internos y comunicaciones más fluidas—. La manufactura y el crecimiento del tejido industrial (con todas las exigencias que acarrea la moderna economía) estuvieron en la base de aquella cristalización nacional. En ese sentido, el territorio acotado tendía irremediablemente hacia una paulatina unificación y homogeneización administrativa, quedando debilitados o barridos todos los particularismos que pudieran obstaculizar (en lo material y en lo jurídico) el desarrollo de esa economía nacional. Las instituciones medievales que pudieran haber sobrevivido se extinguirían sin remisión. Paralelamente, emergió la noción de “ciudadanía común”, cuajada en un sentido democratizante. Las naciones políticas modernas fueron cristalizando en ese marco. Por todo ello puede sostenerse que la “nación política” es un resultado de esa “racionalización revolucionaria” llevada a término por la izquierda jacobina (que fue la primera generación en la historia de las izquierdas). Fueros ellos quienes armaron la arquitectura de ese nuevo Estado (moderno) dentro del cual se fraguó la nación política. Porque la nación (en un sentido político) no existe con anterioridad al levantamiento de dicho Estado. Es una mistificación ideológica pretender (muy románticamente) que existen o han existo algo así como “naciones políticas sin Estado” (Bueno, 2003, pp. 118-131 y 163-165).

En la construcción de las naciones políticas modernas lo étnico resultó ser un factor completamente insignificante. Es más, las naciones políticas (entidades eminentemente modernas) surgieron precisamente cuando se trascendieron o se ignoraron los límites “naturales” de las naciones étnicas. Esto último es lo que no terminaban de entender algunos conspicuos teóricos del nacionalismo, tales como Benjamin Akzin (1968, pp. 53-87). Tampoco Michael Billig (2014, pp. 33-69), más recientemente, ha comprendido adecuadamente la diferencia entre “nación étnica” y “nación política”. A su juicio, todos los nacionalismos son equivalentes y parten de los mismos principios. Toda diferencia quedaría reducida a la circunstancia de que unos nacionalismos han llegado a triunfar (siendo así que dichos nacionalismos victoriosos se han naturalizado y se han convertido en un “sentido común”, en una realidad rutinaria), mientras que otros nacionalismos aún no han llegado a consumar sus objetivos (siendo esta la única causa de que aparezcan, a ojos de los demás, como movimientos fanáticos, agresivos e irracionales). Billig concluye que “nacionalistas siempre son los otros”, porque el propio nacionalismo nos resulta completamente invisible. Pero tales reflexiones son inconsistentes y desacertadas, debido a que no se emplean ciertas distinciones imprescindibles.

Y eso que Ernest Renan ya lo había explicado muy atinadamente en su famosa conferencia pronunciada en 1882, tildando de “grave error” la identificación de la “raza” con la “nación”. Solo un ignorante podía atribuir a los “grupos etnográficos” o “lingüísticos” una “soberanía” análoga a la de las naciones realmente existentes (Renan, 1987, p. 60). Lo que caracteriza a los Estados modernos es que en ellos lo étnico se torna políticamente irrelevante. Es más, las naciones modernas de la Europa occidental (Francia, Inglaterra, España, Italia o Alemania) surgen mediante el “olvido” de las diversas estirpes étnicas que puedan coexistir en su territorio. “Ningún ciudadano francés sabe si es burgundio, alano, taifalo o visigodo” (pp. 66-67). Renan era bretón, tal era su nacionalidad étnica; pero sabía que los diferentes grupos étnicos se fueron fusionando (aunque subsistieran dialectos y costumbres en algunas regiones), amalgamándose en un nuevo todo, sobre el cual se alzó finalmente —revolución mediante— una “nacionalidad francesa” (categoría, ahora sí, política). No es Francia (como no lo es España) una “comunidad étnica”, sino más bien una “comunidad política” dentro de la cual se han tornado absolutamente irrelevantes las diferentes procedencias étnicas de la población. “La consideración etnográfica no ha existido, pues, para nada en la constitución de las naciones modernas” (Renan, 1987, p. 72). Por lo tanto, si ahora se pretendiera levantar naciones empleando criterios étnicos —advertía Renan— la civilización europea se encaminaría al desastre (p. 71).

No existen las “razas puras”, seguía diciendo el pensador francés, y querer organizar lo político sobre dicha quimera es una descomunal insensatez (Renan, 1987, pp. 74-76). Otro tanto cabría decir de las lenguas. “La importancia política que se presta a las lenguas viene de que se las ve como manifestaciones de la raza. Nada más falso” (p. 77). Coincidimos con esa apreciación. En efecto, las apelaciones a la “cultura” y a la “lengua” —tan características del nacionalismo romántico— remiten en último término a lo étnico. Para Renan, lo político no debe organizarse de la mano de etnógrafos y eruditos de la filología comparada. Los límites soberanos de una nación política no coinciden con los límites de algún grupo étnico o lingüístico. Otra cosa es que algunos hayan querido hacer coincidir tales límites. Los resultados de tales intentos fueron casi siempre horripilantes. Y en eso mismo siguen empeñados ciertos movimientos contemporáneos. Si Europa (o cualquier otra región del mundo) se organizara con arreglo a dichos criterios, el desenlace sería un caos monstruoso. Pero no todos los estudiosos del nacionalismo han sabido manejar con la misma solvencia esa tensión entre lo étnico y lo político (De Blas Guerrero, 1994).

Emergió la idea republicana de patria, frente al localismo identitario de la sangre y el apellido. Esto no significa que las naciones políticas modernas se levantaran sobre un vacío o sobre un espacio neutro, evidentemente. Emergieron en un territorio históricamente definido por ciertos lazos de solidaridad (frente a terceros), por ciertos vínculos socioeconómicos y por ciertas tradiciones compartidas. Pero la formación de la nación política estuvo determinada por la circunstancia (decisiva) de que la consanguineidad dejó de ser un criterio operativo. La pertenencia étnica ya no era relevante, jurídica y políticamente hablando. Será ulteriormente, en el interior de estas naciones políticas ya constituidas, cuando en determinadas regiones o provincias brote un “ímpetu nacionalista” que aspire a desgajar una parte formal de aquellas naciones. Sin embargo, el fundamento o la justificación de esos nacionalismos subestatales será muy diferente, como acertadamente comentaba Hobsbawm (1997, p. 112). Tales movimientos vendrán definidos por “un marcado desplazamiento hacia la derecha política”. Lo étnico y lo lingüístico ahora sí operarán como los criterios esenciales (excluyentes) de pertenencia. En este caso, los ideólogos apelarán a ciertos elementos premodernos desde los cuales se pretenderá estar identificando una supuesta realidad nacional existente —según su alucinada perspectiva— desde tiempo inmemorial. Jugarán insistentemente con el “espíritu del pueblo” (el Volksgeist del romanticismo y del idealismo alemán). También con la “cultura” y con la “raza”. Tales nacionalismos apelarán a instancias premodernas e incluso ancestrales, pergeñando ideologías atravesadas de idealismo romántico y de etnicismo. Con ese bagaje querrán construir un sentimiento identitario de índole etnolingüística. Y esta diferencia es crucial, toda vez que en aquellos nacionalismos de la primera oleada (así se les podría denominar) el factor étnico se había tornado completamente irrelevante, como decíamos hace un momento. Es más, la nación moderna había erigido una ciudadanía homogénea (isonómica) que ya no respondía a criterios étnicos. Eso significa precisamente “nación política”.

También John Breuilly (1990) supo manejar adecuadamente esa distinción, cuando contrapuso el concepto liberal de nación (propio de los Estados modernos que surgieron con la destrucción del Antiguo Régimen) al concepto reaccionario, que es el propio de aquellos que apelan románticamente a una cultura diferenciada (entendida, a la postre, como un “pueblo natural”). El nacionalismo reaccionario postula que toda diferencia “natural” (léase étnica) debe traducirse en una diferencia política. Esto es, que cada “cultura” o cada “grupo étnico” debe tener su propia institucionalidad política. Comunidades diferenciadas de individuos indiferenciados. No es otra cosa que nacionalismo esencialista, reaccionario y etnicista lo que defiende en nuestros días Will Kymlicka (2003; 1996), cuando habla de “justicia etnocultural” y del derecho de las culturas al reconocimiento político (o del derecho de las culturas a tener una política “propia”). Y eso es así, por más que en sus obras utilice con asiduidad los términos “ciudadanía” y “liberal”.

Cuando revisamos las referencias bibliográficas más clásicas, en lo que atañe al asunto del “nacionalismo”, topamos inexorablemente con las obras de un estadounidense de origen centroeuropeo llamado Hans Kohn. En 1944 publicó un volumen muy interesante, respecto del cual debe destacarse su valiosa reconstrucción de los orígenes y antecedentes del nacionalismo alemán (Kohn, 1984, pp. 279-375). Sin embargo, en 1955 escribió otro librito más condensado y más endeble, del que merece la pena decir alguna cosa. En primer lugar, aparece en él una ridícula exaltación de las virtudes morales y políticas del mundo anglonorteamericano. Dice Kohn que únicamente en Inglaterra y en su vástago americano se desplegó un nacionalismo liberal y racional que supo respetar las libertades individuales. Jamás aparece la palabra “esclavismo” en tal disquisición, siendo como fue un sistema económico institucionalizado en muchos Estados de la joven nación, y pieza fundamental del comercio atlántico británico. Tampoco dice nada del exterminio de las poblaciones nativas, en la expansión hacia el oeste de esa nación recién constituida (muchos de aquellos “indios”, masacrados por la expansión del hombre blanco anglosajón, hablaban español y tenían nombres españoles, puesto que tales territorios violentamente “anexionados” habían formado parte del Virreinato de la Nueva España y de México). Tras exaltar la naturaleza liberal del sublime nacionalismo anglonorteamericano, Kohn observa que el nacionalismo centralizado francés no respetó las libertades individuales, convirtiéndose de tal modo en un preámbulo del autoritarismo estatista. Y comenta después otra variedad de nacionalismos, surgidos con posterioridad a las guerras napoleónicas en el seno de países “menos avanzados” en “ideas políticas y estructura social”. Se trata del nacionalismo romántico, tradicionalista y reaccionario. El ejemplo más paradigmático de ese tipo de nacionalismo es el alemán, claro está. Pero Kohn parece querer meter a España en el mismo saco, aunque tampoco le dedica demasiada atención al caso español (1966, p. 39). Este buen estadounidense parecía desconocer el origen español de las palabras “liberal” y “liberalismo”, en su acepción estrictamente política (Abellán, 1984, pp. 56-62). Probablemente ignoraba la existencia de un “nacionalismo español” eminentemente liberal, que terminó con el Antiguo Régimen y convirtió a España (con todas las insuficiencias que se quiera) en una nación política modera. Sí hubo nacionalismos romántico-reaccionarios (atravesados de racismo) en el interior de España: los surgidos en las regiones gallega, vasca y catalana. El propio Kohn se refiere a estos últimos, pero no los ubica en la estela del nacionalismo romántico-reaccionario Kohn (1966, p. 93).

LO ÉTNICO ES PREPOLÍTICO

Regresemos a una perspectiva diacrónica, y repitamos algunas ideas importantes. Aquel abigarrado conjunto de particularismos localistas que habían predominado en el Antiguo Régimen quedó “refundido” en una nueva escala, constituyéndose como partes integrantes de una unidad superior (más compleja) que —ahora sí— apareció con la morfología propia de una nación estrictamente política. Porque debemos señalar, siguiendo a Gustavo Bueno (2019, p. 100), que el concepto de “nación étnica” es “prepolítico”. Entender esto último es crucial, pues nos referimos a ese proceso por medio del cual

[ ... ] las naciones (étnicas) se refundirán, transfigurándose en partes de la nueva nación política. Una nueva entidad está naciendo, según esto, desde su principio: es la nueva nación (la nación política) en la que las antiguas naciones étnicas desaparecen de algún modo como tales naciones étnicas para recuperarse como partes del nuevo cuerpo político, que está constituyéndose. (Bueno, 2019, p. 114)

No se trata de que la moderna “nación política” ya estuviera contenida o prefigurada, así fuera de manera embrionaria, en alguna “nación étnica”. No emergió la nación política como un florecimiento o un “desarrollo interno” de alguna nación étnica preexistente (Bueno, 2019, p. 89). Nada de eso. Lo que tiene lugar es más bien un cambio de escala, por así decirlo. Nos las habemos con un proceso revolucionario. La transformación cualitativa fue radical (en España, Francia, Portugal, Alemania o Italia se precipitó con ritmos diferentes). La nueva entidad —ese emergente cuerpo político al que, ahora ya sí, se le puede denominar con precisión “nación política”— va surgiendo en ese proceso de “refundición” por medio del cual las anteriores “naciones étnicas” pasan a quedar integradas en una estructura superior. La nación, en este sentido estrictamente político, por lo tanto, no está levantada sobre una “comunidad de origen” (entendiendo por tal un linaje ancestral con resonancias étnicas). Más bien, al contrario, puesto que se fue constituyendo mediante la reabsorción de múltiples “comunidades de origen” o “grupos étnicos” que quedaron finalmente refundidos en una nueva escala y en un nuevo todo, a saber, el cuerpo político de la nación moderna. Es importantísimo comprender bien este asunto. Aquellas “naciones étnicas” —remarquémoslo cuantas veces sea necesario— no desaparecieron en el sentido de ser físicamente aniquiladas o exterminadas. Su “desaparición” tiene que ver con el hecho de que fueron entremezclándose y fundiéndose (en todos los niveles) con otras “naciones étnicas” colindantes, en esa nueva escala de la que venimos hablando.

Esa “fusión” (aunque no es este el lugar para esbozar una pormenorizada interpretación de la historia de España) se fue dando por “arriba” (alianzas militares frente a enemigos comunes, uniones matrimoniales entre príncipes/reyes y princesas/reinas de diferentes reinos, estrechos vínculos socioeconómicos, progresivas homogeneizaciones administrativo-jurídicas, creciente centralización estatal) y por “abajo” (mestizaje biológico o “mezcla de sangres”, cohesión de múltiples morfologías sociales y consuetudinarias). A la altura del siglo XIX se consumará ese larguísimo proceso, con la “revolución” liberal, pues también la hubo en España (Castells & Moliner, 2000). Es cierto que subsistirán importantes rémoras y limitaciones que provendrán del mundo más reaccionario y tradicionalista: fuerzas absolutistas, carlismo y foralismo. Sin embargo, el propio Marx se refirió a dicho proceso español —repleto de todas las insuficiencias y contradicciones que se quiera— como “ciclo revolucionario” (Marx & Engels, 1998, p. 105). No hubo solamente una guerra de independencia contra la Francia invasora (contra el francés pelearon muchos elementos reaccionarios, pero decisivos fueron igualmente los patriotas liberales); también se abrió un proceso político-jurídico transformador y revolucionario que, con lentitud y retrocesos temporales, consiguió no obstante pulverizar la parte más sustancial del entramado institucional del Antiguo Régimen. De tal modo, se fue consolidando en España el aparataje administrativo e institucional propio de un Estado moderno (Pro, 2019). Ese proceso (que atravesó diferentes fases, con sus logros y sus fracasos) desembocó en la constitución (con c minúscula) de una nación política más o menos isonómica. Es decir, se fue consolidando algo así como una “ciudadanía española” —o, dicho de otro modo, una moderna “nacionalidad política” española— que ya no hacía derivar los derechos fundamentales del apellido, esto es, del linaje familiar. La ascendencia ya no contaba para nada, en el plano jurídico-político. Tampoco se derivaban ya esos derechos políticos esenciales de la pertenencia a un grupo étnico, o de haber nacido en un determinado “feudo”. Y mucho menos de tener una determinada “sangre”, o cosa semejante. Ninguno de estos elementos (apellido, linaje o etnia) otorgaba ya derecho (o privilegio) alguno. Había surgido una moderna nación política, cuya soberanía indivisible pertenecía por igual a todo el cuerpo de la nación.

La igualdad jurídica significa que todos son “cualquiera”, dentro del territorio abarcado por la nación política. Este asunto quedó bien delimitado, de una forma casi canónica, por Sieyès (1991). El deber del legislador es establecer un “derecho común”, y tal cosa únicamente puede hacerse suprimiendo cualquier tipo de privilegio (personal o territorial). Las mismas obligaciones para todos, en todo el cuerpo de la nación. Una misma ley operando en todos los centímetros cuadrados del territorio soberano. Pero ese proceso secular, prestemos muchísima atención a esto, no puede leerse (en el caso de España) como un proceso de aniquilación de “naciones políticas” preexistentes, pues jamás hubo tales. ¿Cabe enjuiciar semejante proceso histórico como “violento”? Podría hacerse, pero solo desde una óptica angelicalmente romántica (a la par que etnicista) que no sería, a la postre, más que un brindis al sol. Porque, en todo caso, estaríamos hablando de la “violencia procesual” (por llamarla de algún modo) que comporta toda transformación histórica —objetiva y material— de largo recorrido. Unas naciones estrictamente políticas, conviene recordarlo, que acabaron consolidándose en el momento mismo en el que se articulaba, de forma correlativa, el propio Estado moderno. Tal sucedió (más prematuramente o más tardíamente) en Francia, Portugal, Inglaterra, Alemania, España o Italia. Solo desde las premisas metafísicas del idealismo alemán (asumidas por la intelectualidad regionalista y separatista) se han podido tejer ciertas especulaciones sobre unas presuntas “naciones” que —así lo cuenta su “relato” legendario— ya existirían plenamente (soberanamente) con anterioridad a la emergencia de los propios Estados modernos. Por esto, esos ideólogos pueden hablar, con lastimera tonalidad romántico-idealista, de la existencia de “naciones sin Estado”. Una suerte de llorosas “almas” (colectivas) que buscan un cuerpo en el que poder encarnarse.

España no surgió mediante un sometimiento de otras “naciones políticas” previamente existentes en la península ibérica, y a las cuales hubiera (la malvada Castilla) arrebatado su preciada soberanía. Entre otras cosas, porque tampoco esa entidad llamada “Castilla” constituyó por sí misma una “nación política”. Lo importante, en cualquier caso, es comprender que lo etnográfico-antropológico es inconmensurable con lo político. Esto es, las múltiples naciones en sentido étnico que pudieran haber existido en la península ibérica quedaron refundidas en una nueva escala. Primeramente, a la escala de los reinos cristianos medievales, los cuales tampoco deben ser entendidos como “unidades étnicas”. Las fronteras de aquellos reinos no eran divisiones de tipo étnico; se situaban en una escala que había desbordado el nivel de las tribus y las gentilidades. Esa fusión o refundición fue intensificándose y acentuándose todavía más, hasta dar lugar finalmente a la nación histórica española (que ya en el siglo XIX cristalizó como nación propiamente política), en la cual habían confluido múltiples “afluentes étnicos” (permítasenos la metáfora fluvial, que hemos tomado prestada de Pedro Insua). Pero, una vez que los caudales pequeños de aquellos afluentes étnicos habían sido vertidos en un mismo caudal, generando de tal modo un nuevo curso fluvial más ancho, resultaba ya imposible discriminar qué aguas procedían de qué afluentes. Las aguas del caudal resultante estaban entremezcladas y confundidas —fusionadas— de forma inextricable. Los regionalismos y los nacionalismos fragmentarios, que surgirán con fuerza en la segunda mitad del siglo XIX, pretenderán “aislar su agua” (por seguir con la metáfora); es decir, pretenderán remontarse a las fuentes remotas de su “afluente étnico”.

Por ello, dichos movimientos deben definirse como etnonacionalistas, puesto que pretenden zambullirse en los abismos pretéritos de la nación étnica, para “rescatarla” de su presunta postración; para “restaurarla”. Un proyecto verdaderamente delirante, puesto que aquellas “naciones étnicas” ya solo existen en sus calenturientas ensoñaciones. Recurren a la fantasmal presencia de un singular Rh sanguíneo, o a la pervivencia de ciertas tradiciones folclóricas y de algunas lenguas regionales. Tales cosas se esgrimen con ardor, para tratar de “demostrar” que aquellas naciones “subsisten” todavía hoy. El poder de la imaginación no tiene límites. Y es que, por mucho que se sumerjan con algarabía y frenesí en un ensimismamiento identitario, no resurgirán desde las inasibles profundidades del pasado los contornos definidos de su añorada “nacionalidad étnica”, de la cual ya no quedan más que débiles vestigios y deshilvanadas huellas. Unas huellas o vestigios que son, en cualquier caso, de índole “prepolítica”, pues solo desde un voluntarismo romántico-racialista pueden cargarse de significación “política” (en un peligrosísimo sentido esencialista, dicho sea de paso). El “hecho diferencial” o “marcador identitario” más esgrimido en el siglo XXI (por parte de los separatistas gallegos, vascos y catalanes) es la lengua, aspecto más conectado con la idea romántico-idealista de cultura. En efecto, la “propia” lengua (suprema expresión de la “cultura”) es concebida en tales ideologías como la frontera “natural” e infranqueable de un “espíritu nacional” diferenciado (Bueno, 2016, pp. 189-190). ¿Podremos concluir, en vistas de lo cual, que tales movimientos han dejado de ser etnicistas? No, en absoluto. Anthony D. Smith, en un estudio dedicado a esa cosa denominada “identidad nacional”, no dudó en tildar de “étnicos” a los nacionalismos vasco y catalán Smith (1997, p. 53).

Hoy, el aspecto más crudamente racialista permanece diluido o disimulado. Sin embargo, aunque sea la lengua regional la “seña de identidad” que más sistemáticamente se utiliza como arma arrojadiza y como pilar de la “construcción nacional”, no por ello dejan de ser dichos movimientos básicamente etnicistas e identitario-esencialistas (en un sentido excluyente y xenófobo). El “mito de la raza” fue sustituido por el “mito de la cultura”. Piénsese en la presencia abrumadora de esos “estudios culturales” exportados hegemónicamente por el ámbito académico anglosajón. Sin embargo, la idea de “cultura” ha venido desempeñando en muchos contextos funciones muy parecidas o casi idénticas a las que antaño desempeñara la idea de “raza”. Sea como fuere, los movimientos que venimos analizando pretenden construir separando; quieren construir dividiendo. ¿Y en qué se fundamenta ideológicamente tal afán de separación? Aunque sus ideólogos no se atrevan a pronunciar en voz alta la palabra “raza” (catalana, vasca o gallega), y en su lugar hablen machaconamente de “identidades culturales”, no por ello dejan de ser movimientos etnonacionalistas.

Se produce un tremendo equívoco cuando se habla genéricamente del “resurgir de los nacionalismos” en el siglo XXI, porque con semejante rótulo indeterminado pudiera parecer que dichos nacionalismos son una suerte de prolongación de aquellos otros procesos que cristalizaron modernamente con la emergencia de las naciones políticas canónicas. Pero no es así, pues a lo que estamos asistiendo en muchos lugares de Europa (pero de una manera especialmente agresiva en España) es a un crecimiento vigoroso de los etnonacionalismos, que es una cosa bien distinta. El nacionalismo “canónico” (alemán, francés, español o italiano) perseguía el borrado de las diferencias étnicas, la fusión-refundición de todas ellas para construir (en una escala nueva) una res publica en la que la pertenencia étnica fuera ya completamente irrelevante. Italia (en la cual todavía hoy existen varias lenguas regionales y dialectos) surge como entidad política moderna cuando se torna completamente insignificante (políticamente hablando) el haber nacido en Lombardía, Calabria, Sicilia, Véneto o Lacio. Porque, repitámoslo de nuevo, lo étnico es prepolítico (Bueno, 2019, pp. 138-143). Por lo tanto, aquellos “nacionalismos fragmentarios” que surgieron en la segunda mitad del XIX, recrudeciéndose (sobre todo si hablamos de España) en el siglo XXI, son una cosa bien distinta. Son etnonacionalismos. Walker Connor se refirió a la tozuda persistencia de las lealtades primarias (subestatales), un asunto que bien podría terminar desencadenando graves procesos de desestabilización en ciertos Estados. De hecho, así ocurre en el caso español. “Así pues, las necrológicas del etnonacionalismo han demostrado ser prematuras en toda Europa” (Connor, 1998, p. 179). Son muchos los ejemplos que podrían aducirse, ciertamente, pero aquí hemos analizado solamente los etnonacionalismos surgidos en España.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Es abundante y muy significativa la presencia de elementos románticos en la génesis ideológica de aquellos movimientos regionalistas (potencialmente secesionistas). Particularismos exacerbados que nacían de un “sentimiento de pérdida” ante el avance inexorable de los procesos de modernización socioeconómica (que fueron, ya lo habíamos comentado, la base material de la consolidación de las naciones políticas canónicas, esto es, de las naciones políticas en un sentido estricto). Los ideólogos regionalistas y separatistas sentían —nunca mejor dicho, eso del “sentir”— que su “personalidad colectiva” o su “identidad cultural” estaban diluyéndose en una totalidad superior. Un terrible cataclismo. Todo lo cual se vinculaba, en muchos de aquellos ideólogos precursores, con una oposición sentimental al intelectualismo “frío” y abstracto de la Ilustración. También con el rechazo de la idea de “igualdad democrática”. Eran casi todos ellos odiadores del liberalismo político; eran incansables antijacobinos. Su gestualidad doctrinal era profundamente antimoderna. Por eso proliferó el medievalismo, entre aquellos primeros regionalistas. Eran nostálgicos del Antiguo Régimen. El pasado fue un tiempo mejor, decían con acento plañidero y tradicionalista. Se debe regresar a la “comunidad natural” de la que procedemos. Reaccionarios y misoneístas.

Opera en todas estas doctrinas el esquema Paraíso-Caída-Redención. Aquella comunidad arcádica fue avasallada. Sobrevino la “caída”. Terribles fuerzas exógenas vinieron a poner sus pérfidas garras sobre la dulce patria. Se observa una perfecta combinación de etnolatría, parroquialismo y victimismo. Pero surgió la resistencia redentora. Había que enrocarse, promoviendo un anclaje defensivo. Los etnonacionalismos (en España y en otros muchos lugares) ofrecen un horizonte emotivo y sentimental, pues logran presentarse como una lucha regeneradora y restauradora. Conservar con uñas y dientes los tesoros culturales que aún pudieran sobrevivir. Bueno, los tesoros culturales y la integridad étnica. Pero tal vez “conservar” no fuera suficiente. Llevando este programa a su máximo nivel de exigencia, de lo que se trataría más bien es de “recuperar” en la medida de lo posible todo lo que “nos fue arrebatado”. Regresar a los buenos tiempos. Es el viejo mito de la “Edad de Oro”. Tuvimos un pasado glorioso, armónico y sumamente feliz. Así cuenta la leyenda. Pero después llegó la degeneración. Se produjo la luctuosa descomposición de la pureza originaria.

Consideraban estos ideólogos que los viejos tiempos eran más domésticos y hogareños. Había plena comunión con la tribu, cuyos miembros danzaban en un círculo pequeño y perfecto. Armonía sin fracturas en el centro del cosmos. La calidez del solipsismo ensimismado. Certidumbre y seguridad en el terruño íntimo. Se trata de una compulsión que anhela por encima de todo regresar a las “raíces”. El despliegue de un exagerado culto a la “cultura propia”, que en demasiadas ocasiones no es más que la exhibición de un obsceno culto a la etnia propia. Apoteosis del onanismo identitario. El deseo apenas ocultado de que los conterráneos sean también consanguíneos (Ignatieff, 2016). Vivir apegado a los de mi sangre. Cuando tales adoctrinadores hablan de la imperiosa necesidad de “galleguizar”, “catalanizar” o “vasquizar”, están poniendo en marcha un programa que, llevado a sus últimas consecuencias, persigue la homogeneización étnica. Ni más ni menos. Pueden disfrazarlo de “inmersión lingüística”, e incluso pueden perorar sobre la “recuperación democrática” de una mancillada “identidad cultural”, pero el etnicismo late en las entrañas de su verborragia.

Comprendemos ahora que estos regionalismos que devienen separatismos no son otra cosa que indigenismos. No es una exageración efectista. La estructura discursiva puesta en juego por los nacionalismos fraccionarios o fragmentarios es perfectamente equiparable (al menos en ciertos aspectos) a la estructura discursiva de los indigenismos que proliferan en los países de la región iberoamericana. En ambos casos se pretende restaurar la consistencia de un “pueblo ancestral” que vivió sus momentos de esplendor y felicidad en el mundo premoderno. Se desea recuperar una valiosísima “cultura ancestral” que fue pisoteada por una potencia invasora y colonizadora que solamente trajo dolor y desolación. Se reivindica la pureza de lo “nativo”. En ese sentido, existen evidentes paralelismos entre los movimientos etnonacionalistas españoles y los movimientos indigenistas que, en Iberoamérica, apelan constantemente a la noción de “pueblos originarios”. Si algunas reivindicaciones indigenistas se realizaran plenamente (por ejemplo, disponer de un derecho diferente), se quebrantaría la posibilidad de establecer un horizonte de ciudadanía común. Las repúblicas iberoamericanas se resquebrajarían, si hubieran de considerar las “fronteras” de las diversas nacionalidades indígenas (naciones étnicas) que habitan en su seno. Es más, si se pretendiera llevar tal lógica hasta sus últimas consecuencias (piénsese en Chile y en el movimiento mapuche), el asunto podría derivar en proyectos abiertamente separatistas que terminaran suponiendo una amenaza para la integridad territorial del Estado.

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Recibido: 01 de Febrero de 2022; Aprobado: 16 de Junio de 2022

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