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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.35 no.105 Bogotá July/Dec. 2022  Epub Mar 28, 2023

https://doi.org/10.15446/anpol.v35n105.107743 

Dossier

EL POPULISMO COMO CLAVE INTERPRETATIVA PARA LA POLÍTICA CONTEMPORÁNEA COLOMBIANA

POPULISM AS AN INTERPRETATIVE KEY TO CONTEMPORARY COLOMBIAN POLITICS

Jorge Giraldo-Ramírez1 

1doctor en Filosofía. Profesor emérito de la Universidad Eafit. Correo electrónico: jorgegiraldo@eafit.edu.co


RESUMEN

Este artículo rastrea el concepto de populismo en la obra de Daniel Pécaut y ofrece una explicación de la manera en la que el sociólogo colombo-francés argumenta la tesis de que el rechazo al populismo incidió de manera fundamental en la configuración de la trayectoria política colombiana en el siglo XX.

Palabras clave: Daniel Pécaut; Colombia; siglo XX; populismo; liberalismo; antipopulismo; orden político; Marco Palacios.

ABSTRACT

This article traces the concept of populism in the work of Daniel Pécaut. It offers an explanation of the way in which the Colombian-French sociologist argues the thesis that the rejection of populism had a fundamental impact on the configuration of the Colombian political trajectory in the twentieth century.

Keywords: Daniel Pécaut; Colombia; twentieth century; populism; liberalism; counter-populism; political order; Marco Palacios.

INTRODUCCIÓN

Las principales preocupaciones intelectuales que marcan los estudios de Daniel Pécaut traslucen en los títulos de sus libros; unas veces lo hacen a través de categorías pareadas -política y sindicalismo, orden y violencia, pueblo y nación-, y otras, mediante sintagmas descriptivos -dos décadas de política colombiana- o fuertemente valorativos -guerra contra la sociedad-.1 La misma nitidez puede observarse en sus artículos. Sus objetos de interés quedan, así, a la vista de los lectores.

La mayoría de los temas secundarios, los cuales operan como categorías que apuntalan la investigación e interpelan las perspectivas ofrecidas por otros investigadores, son constantes en su obra: Estado, democracia, narcotráfico. El presente artículo se ocupa de uno de ellos: el populismo. Se pretende establecer acá dos asertos. El primero indica que el populismo suele aparecer como contrapunto en los análisis del insigne sociólogo colombo-francés sobre la construcción nacional y la violencia política, casi siempre transversal, y a veces, objeto central de capítulos y artículos. El segundo apunta a que la obra de Pécaut es una de las pocas fuentes relativamente sistemáticas -en todo caso, constantes- sobre el populismo en Colombia, tópico magro en los estudios sociales colombianos. Diríase que a la animadversión de las élites hacia los movimientos populistas le corresponde una apatía intelectual hacia la pregunta por el populismo.2

Se parte, entonces, de que la interpretación que Pécaut ha elaborado en su obra contiene una caracterización del populismo y una explicación sobre su lugar en la historia moderna colombiana desde 1930. El texto se estructura en torno a las cuatro características que, a partir de esa interpretación, podrían atribuirse al proceso político colombiano en relación con los desafíos que supuso la emergencia frecuente de movimientos populistas en el país: la fragilidad estatal, la fuerte autonomía del sector económico, una ciudadanía endeble y la violencia recurrente. Pero, antes de explicarlas y discutirlas, es indispensable ofrecer un resumen de la visión que ofreció el autor sobre el populismo cuando lo abordó como pregunta principal; en esa primera sección del presente artículo se hará un ligero contrapunto con el análisis de Marco Palacios. Al final se insistirá en que uno de los principales aportes del autor a la compresión de la historia contemporánea del país es la importancia que le atribuye a la latencia populista. En suma, el artículo se despliega en seis secciones, a saber: el panorama histórico del populismo criollo, las cuatro siguientes se ocupan de la dinámica populismo/antipopulismo en relación con las sendas características mencionadas arriba y la sección final que subraya la que se propone que es la tesis de nuestro autor sobre la materia.

El propósito principal del artículo es dar cuenta de la lectura que ofrece Pécaut del populismo en Colombia; secundariamente, se harán observaciones y preguntas sobre ella. Dicho de otro modo, se trata menos de un ejercicio crítico que de uno hermenéutico. Esto implicó revisar la obra de Pécaut a la luz de dicho interés y elaborar una reconstrucción básica de lo que sería su concepción sobre el fenómeno en el caso colombiano, y cómo se inserta en la concepción que tiene Pécaut del devenir de la política colombiana en el siglo XX. Pese a tener el carácter de obra sobre autor, el presente artículo esboza un cotejo con Marco Palacios, en la primera sección, por cuanto ese historiador es el único estudioso social que ofrece un análisis recurrente del populismo en Colombia comparable al de Pécaut por el marco temporal, contexto intelectual y relevancia para la historia política nacional.

EL POPULISMO IMPOSIBLE: UNA PANORÁMICA

En el trascurso del siglo XXI, Daniel Pécaut se vio impelido a exponer sus tesis sobre el populismo colombiano en varios artículos: por ejemplo, “Populismo imposible y violencia: el caso colombiano” fue publicado en 2000. Luego, “En Colombia todo está permitido menos el populismo”, en 2014 (Pécaut, 2019, pp. 287-294)3 y, posteriormente, en “Mejor vale la violencia que el populismo” (Fischer et al., 2018, pp. 237-243). El primer texto ofrece su visión más completa. El segundo artículo puede leerse como una síntesis del primero y una actualización que incorpora la movilización uribista y las negociaciones con las FARC-EP en La Habana. El tercero resume su interpretación del gaitanismo, a propósito del septuagésimo aniversario del asesinato del caudillo.

A qué movimientos políticos puede llamárseles populistas en Colombia? Pécaut considera que solo hay dos “fenómenos populistas de amplitud nacional” (Pécaut, 2000), p. 45): el gaitanismo, tal y como se expresó entre 1945 y 1948, y el anapismo, desde la fundación de la Alianza Nacional Popular (Anapo), en 1961, y en especial, durante los comicios que se llevaron a cabo entre 1964 y 1970.4 La Unión Nacional de Izquierda Revolucionaria (UNIR) -creada por Jorge Eliécer Gaitán en 1933- no cabría allí, por su fugacidad, mientras que en el uribismo, en 2016, atisbaba la “posibilidad de una protesta populista” (Pécaut & Gutiérrez, 2017, p. 403). Con este universo se acomoda a cierto consenso nacional al respecto o, al menos, se alinea con los juicios de Marco Palacios (2011).

Cabe anotar que a Pécaut no se le escapa que el M-19, con su proselitismo armado, procede “como un partido populista” (Pécaut, 2006, p. 328), pero de ello no se deduce una caracterización plena de esa guerrilla, como sucede con Palacios, y de la cual dice este último que “podemos adscribir a la familia populista” (Palacios, 2011, p. 132). Antes de Uribe, en 1999, Palacios admitía a Carlos Menem, Alberto Fujimori y Carlos Salinas de Gortari como exponentes de una suerte de “populismo de los políticos”, y sostenía, de paso, que el alcalde de Bogotá Antanas Mockus cabría en una casilla, denominada por Guy Hermet “populista mediático” (Palacios, 2011, p. 124). Quizá debido a que sus preocupaciones son de alcance nacional, Pécaut no concede importancia a los populismos locales (Giraldo, 2018, pp. 121-125).

Por otro lado, el autor de Orden y violencia también suscribe la tesis según la cual un rasgo distintivo de la trayectoria política colombiana en el ámbito continental es la “ausencia de populismo”. Se entiende por ausencia el hecho de que el país -según los valedores de esta afirmación- ha carecido de regímenes o gobiernos que merezcan ese calificativo.5 Pécaut no deja pasar por alto los rasgos populistas del gobierno militar de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957), evidentes tras su primer año de gobierno, cuando soñaba con “un peronismo a la colombiana” (Pécaut, 2006, p. 42), en la estela del planteamiento que aparece en el trabajo pionero de Palacios.6 Para ambos se trata de un amago tímido -“tibio” dice el primero; “desteñido”, el segundo- que fracasó entre las dudas del General y, podría añadirse, la resistencia que generó en la sociedad, y que condujo a su derrocamiento. Este gobierno no constituiría, por tanto, una experiencia populista análoga al Estado Novo brasileño (1937-1945) o a las dos primeras presidencias de Juan Domingo Perón, en Argentina (1946-1955).

Aunque la tesis del “populismo imposible”, o la ausencia de un régimen populista en Colombia, fue sostenida antes de 2002, no se encuentra en el artículo de 2014, ni en la entrevista con Alberto Valencia Gutiérrez, huella de una reconsideración tras los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010). La respuesta más directa que ha ofrecido Pécaut al carácter de estos mandatos es la siguiente:

El éxito del uribismo tuvo que ver con el hecho de que pareció a veces un populismo, que por su manera de dirigirse a la población desorganizada (los ‘consejos comunitarios’), por el énfasis en la oposición ‘amigo-enemigo’ (frente a la guerrilla), por el favorecimiento de un novedoso sentimiento nacionalista (frente a Venezuela) mientras promovía la concentración de la riqueza y los poderes fácticos. (Pécaut & Valencia, 2017, p. 294)

A pesar de la acumulación de elementos que sugieren un parecido de familia del uribismo con las corrientes populistas clásicas -y más aún, con el “neopopulismo” latinoamericano de la década de 1990-, se evidencia una gran cautela al momento de efectuar una caracterización tal, tanto de los dos gobiernos de Álvaro Uribe como de los movimientos políticos que acaudilló. En Palacios también existe una renuencia similar cuando confina el uribismo a una condición de ambigüedad que impediría ubicarlo en cualquier tipología de las corrientes políticas colombianas o internacionales (Palacios, 2011, pp. 14-15, 221-223).

El debate sigue abierto; en especial, ante la explosión de estudios sobre el populismo, a raíz de la “aparición” del fenómeno en Europa occidental, Estados Unidos e India. Entre esa multitud de pesquisas, el profesor Julio F. Carrión, de la Universidad de Delaware, hizo un balance, de acuerdo con el cual un número no despreciable de autores convergieron en clasificar las dos administraciones de Uribe como un tipo de gobierno populista. Por su parte, afirma que “Uribe cumple fácilmente los principales atributos de mi definición de populismo” (Carrión, 2022, pp. 14-17).7 Cabría advertir que Pécaut, Carrión y otros coinciden en la identificación de los componentes del estilo y la estrategia de Álvaro Uribe; el disenso radica en la denominación.8

Dejando de lado lo transcurrido durante el presente siglo, y la discusión que eso conlleva, podría aceptarse, provisionalmente, la tesis de la ausencia de populismo en Colombia. Ello no implica que el país no presentara condiciones sociales que deberían favorecer la emergencia de tal tipo de ofertas políticas, similares a las que mostraban Brasil y Argentina entre 1930 y 1940. Pécaut anota, entre ellas, la desigualdad económica, el poder de las élites tradicionales, la rápida urbanización y la mala imagen de la clase política (Pécaut, 2000, pp. 45-46). Por su parte, y además de la desigualdad social, Palacios señala la insuficiencia de las instituciones liberales para garantizar la igualdad universal ante la ley (Palacios, 2011, pp. 123).9

Esas condiciones propiciatorias habrían sido neutralizadas por otras características persistentes de la sociedad colombiana, y que operarían como sendos obstáculos al populismo; a saber, la fragmentación social, la división partidista y la gestión privatizada de la economía (Pécaut, 2000, p. 46). La violencia -expresa en el artículo “Populismo imposible y violencia”- cumple otras funciones: sucedáneo, secuela, ¿disuasivo? Estos obstáculos se analizarán en las secciones siguientes, pero antes debe culminarse el somero cotejo con la visión de Palacios. Para ello, quizá baste con el resumen que dicho historiador ofreció al compilar sus ensayos sobre el tema. Colombia no habría pasado por la experiencia populista debido a “[…] la debilidad secular del Estado, la poca autonomía potencial de la tecnocracia, el pragmatismo de la clase empresarial y el papel de la distribución clientelista (en sí misma fragmentada) en la reproducción de los aparatos partidistas” (Palacios, 2011, p. 20).

Sobre la violencia, afirma que “la ausencia de populismo condujo en Colombia a la violencia política y social” (Palacios, 2011, p. 121). La violencia resulta, de ese modo, el precio que paga la sociedad por la frustración de la estación populista.

La evadida unidad de la nación

En 1987 Daniel Pécaut denominó “rudimentario” al Estado colombiano (Pécaut, 2012, p. 91).10 Esa precariedad se le hizo evidente por el escaso peso estatal en la gestión económica y su incapacidad para formular una ideología. Tales rasgos se deben, respectivamente, a la relativa fortaleza de unas élites económicas que son capaces de contener cualquier asomo de acción estatal, y que describen su propia trayectoria como la de una “sociedad civil que nada debe al Estado” (Pécaut, 2012, p. 28); y al poder de los partidos Liberal y Conservador para concentrar las necesidades de identidad y pertenencia de la población constituyendo dos subculturas que dividen a la sociedad. Ambos factores se refuerzan mutuamente: los aglutinantes partidarios refuerzan la legitimidad de las “élites civiles”, que, a su vez, se afilian con fervor a los bandos políticos; el bucle resultante se vigoriza a costa de la potencialidad estatal. De esa manera, el Estado colombiano “difícilmente llega a ser un agente político de constitución de la nación” (Pécaut, 2012, p. 27).

A la dualidad sector privado-Estado y al antagonismo bipartidista se suman la fragmentación territorial y una multiplicidad de poderes que conducen a que se afiance en el país una tradición política de contiendas y transacciones que resulta más determinante en la configuración de la unidad política que los marcos normativos y las referencias simbólicas. Además, entre las fuerzas sociales organizadas no parece existir ningún elemento que conduzca a la afirmación nacional; ninguna oposición al imperialismo ni pulsión nacionalista que cumpla una función significativa en “los movimientos populares que han aparecido desde 1930” (Pécaut, 1973, p. 11).

No se trata solo de que las élites dominantes hayan vetado la construcción estatal (Uribe, 2013, pp. 145-161), sino de que entre los sectores subalternos tampoco emergió un sector proclive a dicha aspiración. Ese vacío lo intentaron llenar los núcleos populistas hasta la década de 1970, de acuerdo con el juicio de Pécaut; y de modo paradójico, “la amenaza populista” terminó uniendo a las facciones políticas, a los administradores públicos y a la dirigencia privada en un vínculo negativo que “adquirió un significado fundacional” (Pécaut, 2019, p. 287).

El frente común antipopulista en Colombia adquirió un color especial en tanto ninguna otra representación de la idea de nación floreció en el país: ni el positivismo ni la amplia gama de los nacionalismos latinoamericanos. En el caso brasilero, el nacionalismo fue una constante entre todas las corrientes políticas, de conservadores a marxistas, y sectores sociales, de los militares a los sindicatos, hasta el punto de que, según Francisco Weffort, se convirtió en el “idioma político dominante en el país” (citado por Pécaut, 1990, p. 105).11 Si en Brasil y otros países latinoamericanos, como Argentina, Cuba, México o Venezuela, el antinacionalismo fue sospechoso, en Colombia la sospecha operaba en sentido contrario. Tampoco, en su opinión, la doctrina católica vertebró un sentido compartido (Pécaut, 2012, p. 19). Alberto Lleras Camargo matizaría. Para él, desde La Regeneración hasta el fin de la República Conservadora, existió una “vocación nacional, un modo de ser espontáneo, que nos dio carácter internacional”, que desapareció con la modernización sin que su espacio fuera llenado (Lleras, 1959, pp. 241-242). Lo relevante para Pécaut es que, desde 1930, el proceso de modernización colombiano se adelantó sin avances significativos -con resistencias, habría que decir- tanto en la creación de capacidades estatales como en la elaboración de lo que llama la simbólica nacional.

El fracaso de los movimientos populistas en Colombia no se debió solo al poder de las fuerzas opositoras ni al recurso a la violencia o al fraude electoral, sino también, a las debilidades intrínsecas de ellos; en particular, del gaitanismo y el anapismo. La equivalencia entre líder y movimiento entrañó una falla estructural que dejó al grupo político a merced de la personalidad, las decisiones o el destino del jefe respectivo lo que, como es sabido, condujo a su agonía y su destrucción. Además, tanto en Gaitán como en Rojas, observa Pécaut cierta vacilación o incapacidad para forjar una autonomía real frente a la presencia avasallante de los partidos históricos; Gaitán creyó necesario volver al Partido Liberal, y Rojas se orientó hacia un “populismo filantrópico” (Pécaut, 2000, p. 62) y mantuvo una línea de rechazo a los comunistas (Pécaut, 2006, p. 201). Ni el gaitanismo ni el anapismo articularon una noción precisa y positiva de pueblo ni, por tanto, supieron ofrecer una visión nítida de la oposición entre el pueblo y la oligarquía, más allá de la frecuencia del uso de esta terminología en sus proclamas.12 Gaitán receló siempre de las organizaciones populares; en particular, de los sindicatos. Rojas, por su parte, abandonó los esfuerzos iniciales para promover la asociación gremial por fuera de las existentes, tuteladas por los partidos. Aun así, la campaña presidencial de 1970 dio lugar a una “fractura social” insólita entre los sectores populares y el establecimiento (Pécaut, 2000, p. 62).

Ni la tarea de la unidad nacional ni el fortalecimiento del Estado fueron realizadas por las élites dirigentes, y se impidió que la efectuaran los proyectos populistas. El resultado fue la prolongación de un Estado débil y la carencia de un nosotros anclado en una homogeneidad consistente.

La oposición de la hegemonía “liberal”

Como ya se dijo, la gestión privatizada de la economía, o el modelo “liberal” de desarrollo, se erige como una de los obstáculos más formidables para el éxito del populismo. En esta referencia la palabra “liberal” suele ir entrecomillada. ¿En qué consiste ese tal “liberalismo”? Pécaut lo define a partir de tres elementos que son constantes en Colombia hasta, al menos, comienzos de la década de 1980. Ellos son: a) la puesta de las decisiones macroeconómicas en manos del sector privado; b) el control de la cuestión social por parte del empresariado, evidente en la producción cafetera y la industria manufacturera, que son los sectores más importantes de la economía, y c) el bajo nivel de gasto público (Pécaut, 2019, p. 291).

Las implicaciones de este arreglo son enormes. Según esos elementos, los gremios económicos gestionan entre sí el manejo económico y definen la orientación del Estado sobre el comercio exterior; especialmente, cuando la mayor parte de las exportaciones están constituidas por el café. El poder del sector cafetero llegó a ser tal que, por ejemplo, en 1976 “los comités departamentales de la federación… [tienen] medios financieros que superan los de la administración pública local” (Pécaut, 2006, p. 228). El país escapó del ciclo de intervención estatal común en Latinoamérica a partir de la década de 1930 y, en gran medida, de la influencia de las políticas de la primera etapa de la Comisión Económica para América Latina (Cepal).

En 1970 algunos de los principales dirigentes políticos del país reconocían expresamente esta situación, y la criticaban. Belisario Betancur dijo que “en Colombia el Estado, a pesar de una que otra altanería a veces contraindicada, es prisionero de los grandes intereses o por lo menos les teme” (Gómez, 1970, p. 111). “¿Quién ejerce el poder en Colombia?”, se preguntó Álvaro Gómez Hurtado;

Si queremos ser francos debemos contestar que ese poder lo ejerce el sector económico. En este se encuentra casi toda la capacidad decisoria no solo porque casi siempre señala las metas de la acción administrativa, sino porque determina quiénes la pueden llevar adelante. (Gómez, 1970, p. 21)

Toda la discusión -que se adelantó en un foro sobre populismo poco después de las elecciones presidenciales de 1970- puso de relieve la desventajosa posición de la clase política frente al poder económico y los riesgos que eso entraña para la democracia o, al menos, para el modelo de gobernabilidad establecido. En una de sus intervenciones durante dicho encuentro, el político liberal Alfonso Palacio Rudas (1912-1996) afirmó que el predominio de la tecnocracia sobre los criterios políticos “conduce con pasos gigantescos a la abolición de la democracia” (Gómez, 1970, p. 85).

Precisamente, la tecnocracia, dominada por los economistas, ofrecía una visión contraria, rosa, optimista, sobre la capacidad de los administradores públicos para imponer sus “esquemas racionales, a espaldas de la opinión y de los reclamos inmediatos del pueblo” (Gómez, 1970, p. 84).13 Miguel Urrutia Montoya, uno de sus voceros más conspicuos, hizo una fuerte defensa de la hegemonía tecnocrática atribuyéndole a ella la exitosa contención de las políticas macroeconómicas populistas. Se trata no solo de la oposición a la emergencia de un régimen populista, sino, además, del rechazo a medidas “populistas” en regímenes como el colombiano. Muestra de ello es que, para Urrutia, el aumento salarial que decretó el presidente Alberto Lleras Camargo, en 1961, había sido una muestra de política populista, lo mismo que algunas medidas de la administración de Belisario Betancur.14

Ante la discusión sobre los probables beneficios del manejo macroeconómico colombiano, cuyos principales trofeos son la estabilidad -muy mediocre, por cierto- y el control de la inflación, Pécaut concede que “estos autores seguramente tienen razón en el plano puramente económico, porque no es tan obvio en el plano social” (Pécaut, 2019, p. 291). Los rezagos sociales de Colombia respecto a los países de desarrollo similar son evidentes, así como el hecho de que los ajustes macroeconómicos suelen castigar, en primer lugar, la provisión de bienes básicos para los segmentos más vulnerables de la población.

El Estado se muestra incapaz de satisfacer las necesidades básicas de la gente, y halla en el clientelismo un mecanismo alterno al populismo. El argumento de Urrutia es que gracias al clientelismo es posible tener un gasto público redistributivo y darles acceso a los pobres a los servicios y los programas públicos (Dornbusch & Edwards, 1992, p. 431). En ese orden de ideas, el clientelismo no es un precio que pagar por la ausencia de populismo, sino una virtud, si se deja a un lado la enorme ineficiencia que conllevan los dispositivos clientelares y se pasa por alto que se trata de otro modo de “confusión entre las esferas económica y política” (Basset, 2010, p. 106); es decir, de violar la separación de esferas que, supuestamente, se dice defender. Si es así, la concesión de Pécaut tendría algo de razonable y mucho de benevolente.

El “liberalismo” colombiano -así, entre comillas- viene a ser el relato acomodado al […] producto no deseado de las circunstancias y de las relaciones de fuerza. Resulta de la débil autoridad del Estado y de la desconfianza que este genera, de la distancia social entre las élites y el resto de la sociedad y, sobre todo, de la pluralidad, incluso de la fragmentación, de los polos de poder. En suma, remite a un sistema de check and balance no institucional, sino de hecho. (Pécaut, 2006, p. 514)

O podría ser considerado -también, con magnanimidad- un “liberalismo de contorno”, y no un “liberalismo programático”, según la distinción propuesta por el politólogo argentino Natalio Botana. Ese liberalismo de contorno viene dado por un mínimo Estado de derecho que sirve de pedestal a una máxima libertad espontánea, aunque, para el caso colombiano no cumpliría el precepto hobbesiano de garantizar la vida, la ley y la propiedad. De todos modos -y Pécaut estaría de acuerdo-, no se trataría de ese liberalismo programático urgido por “la conformación de una sociedad civil acorde con los objetivos de progreso inscritos en las constituciones” (Botana, 2011, p. 17).15

El enunciado del autor de Sindicalismo y política en Colombia dice sobre el liberalismo realmente existente en el país que

El ‘liberalismo político’ es ante todo efecto de la división y de la fragmentación política […]. En cuanto al ‘liberalismo económico’, proviene del hecho de que los empresarios, a salvo de las presiones populistas, pudieron imponer una gestión macroeconómica ortodoxa y prudente. (Pécaut, 2006, p. 515)

En este punto vale la pena aventurar las razones del entrecomillado. El “liberalismo” colombiano tiene la peculiaridad de estar proyectado antes de la conformación de la nación y de la instauración del Estado; hubo liberalización antes que orden, y -subyace en el argumento del autor- el populismo requiere una masa crítica estatal y democrática para florecer.

¿Y la ciudadanía?

Una organización social anclada en un Estado rudimentario, una amplia autonomía del sector privado y extensas zonas fuera del alcance de la acción estatal se corresponden con la lánguida eficacia de la idea moderna de ciudadanía, a la que se hizo referencia alguna vez como “ciudadanía ampliada” (Pécaut, 2012, p. 20).16

No cabe suponer que Pécaut desestime la alta inmunidad del sistema político colombiano a los golpes de Estado y las dictaduras militares, con las consecuencias que tales acontecimientos representaron para las libertades y los derechos de la población en Latinoamérica. Pero su visión del ejercicio de la ciudadanía política en el país es muy crítica: la adscripción casi unánime a los dos partidos históricos no supuso la agrupación dual de intereses definidos. La afiliación partidista se producía, en buena medida, por los efectos de las redes de dominación y las clientelas. Las elecciones “no se perciben como derivación de un principio de legitimidad, sino como la manifestación de una simple relación de fuerzas” (Pécaut, 2000, pp. 47-48).

A pesar de que no suscribe la idea de que la democracia colombiana sea “una falsa apariencia” (Pécaut, 2012, p. 25), su atención está puesta en el vaciamiento de contenidos materiales y sociales de las diferencias partidistas que resulta, por un lado, de la debilidad del Estado, y del poder del sector privado, por otro. El Estado colombiano tiene un margen de acción muy reducido, ya que carece de mecanismos de regulación y control sobre la riqueza del país y de capacidad para asumir la cuestión social; en la práctica, “tiende a reducirse a una instancia de institucionalización de compromisos directamente negociados entre sectores dominantes” (Pécaut, 1973, p. 51). Los gremios económicos logran disuadir o limitar los intentos gubernamentales por crear una legislación social.17

De esa manera, el Estado se muestra apático respecto a la tarea de construir ciudadanía emprendida en otros países, como Brasil, Chile o México. Por supuesto, no siguió el camino de arriba hacia abajo, como del Estado Novo brasileño, con su ruta de inclusión institucional y corporativa; tampoco intervino para proteger a los consumidores o para “[corregir] los desequilibrios entre capital y trabajo” (Pécaut, 2012, pp. 195-197). Los beneficios de la “Revolución en marcha”, de Alfonso López Pumarejo, resultaron comparativamente discretos, si se piensa en el objetivo de la inclusión social, y su resultado más tangible al respecto fue, quizá, la institucionalización temprana del movimiento sindical. La clase media colombiana, por tanto, permanece como una delgada franja en la distribución sociodemográfica, en comparación con otros países del continente, y el régimen político y económico es incapaz de incorporar a la creciente población urbana. No es casual que en 1948 y 1970 Gaitán y Rojas hayan triunfado en las ciudades capitales (Giraldo, 2018, p. 120).

La importancia que tiene en la interpretación la mencionada incapacidad se destaca en una expresión abstrusa que aparece en Orden y violencia: la exterioridad de lo social, sobre la que Alberto Valencia llama la atención en su libro común (Pécaut & Valencia, 2017, pp. 161-162). Dicha exterioridad incluye categorías más socorridas en tiempos recientes, como la de exclusión, pero esta es más abstracta y, a la vez, más profunda. Más abstracta, en cuanto cobija fenómenos como el racismo, la discriminación social o el desentendimiento estatal hacia las periferias; más profunda, ya que ese hors social es análogo -poca duda cabe de ello- a un motivo importante en la teoría de Carl Schmitt sobre lo político.18 Ni el gaitanismo ni el anapismo escapan de esa característica: el primero, porque subraya el carácter degradado y bárbaro de las masas populares; el segundo, porque persevera en una conducta paternalista que asume al pueblo en condición de minoría de edad. El populismo criollo del siglo XX no logró elaborar una representación sólida del pueblo ni oponerla de manera nítida y sostenida a las élites dominantes.

Lo social constituido -en especial, el sindicalismo- estuvo fuertemente comprometido con la República Liberal (1930-1946), y luego, alineado y vinculado orgánicamente con las jerarquías y las estructuras de los partidos Liberal y Conservador. Desde la conformación del Frente Nacional, en 1958, fue palpable el esfuerzo estatal por promover diferentes formas de organización social articuladas a las entidades y las políticas públicas. Se conformó así una barrera formidable a la influencia de los proyectos políticos diferentes del bipartidismo durante un gran trecho del siglo XX. Aunque pequeño y poco influyente, el Partido Comunista Colombiano se opuso a las alternativas populistas, pues vio en ellas “a fuerza de hablar como si ocuparan el lugar del poder, la amenaza de un desencadenamiento de la barbarie” (Pécaut, 2012, p. 30).

La deriva violenta

La violencia es el correlato frecuente de las sociedades que tienen Estados débiles, extensas zonas geográficas, funciones públicas fundamentales sin control estatal y procesos incipientes de construcción de ciudadanía. El autor de Guerra contra la sociedad observa que en Colombia lo es, también, de un tortuoso proceso de modernización, resultante del compromiso entre múltiples élites y poderes, que logran atenuar -a veces, detener- a las fuerzas progresistas, y que, con mayor vehemencia, rechazan toda iniciativa modernizante que provenga de sectores alternativos. Esto hace que “en Colombia toda alternancia en el poder provoca, con seguridad, violencia” (Pécaut, 2000, p. 58).19 La probabilidad -más o menos inminente- de una alternativa populista entra, con mayor razón, en ese cuadro.

A partir de su estudio sobre el momento gaitanista y La Violencia, Pécaut delinea tres formas de relación entre el populismo y la violencia política; a saber:

  1. La primera es una relación directa, en la que una concepción y una retórica como las de Jorge Eliécer Gaitán contribuyen a crear un ambiente propicio para el desfogue de grupos altamente desorganizados. El carácter unipersonal y amorfo del movimiento político, el discurso que marca unas contradicciones sociales a primera vista irresolubles y la apelación recurrente a motivos contenciosos y violentos hacen que el gaitanismo “aliment[e], a pesar suyo, la marcha hacia La Violencia” (Pécaut, 2012, p. 498). La alusión a la rabia colectiva apunta al papel de las emociones políticas en condiciones de desvertebramiento de las organizaciones sociales y políticas, así como notables grados de anomia social, que cobraron notable interés académico en el siglo XXI

  2. La segunda relación es indirecta, y resulta del alcance y la penetración que logra la distinción amigo-enemigo entre las franjas más activas de la población, y su canalización por parte de los partidos tradicionales y algunas de sus fracciones. En el caso del gaitanismo, el antagonismo político que construyó desde los tiempos de la UNIR se trasladó quince años después al interior del Partido Liberal; y por si fuera poco, se reprodujo de manera especular en la estrategia de la fracción laureanista del Partido Conservador. En este último caso en particular, hay una coincidencia que va más allá del uso de unas trincheras previas, pues “en el fundamentalismo conservador están presentes muchos componentes del populismo gaitanista” (Pécaut, 2012, p. 475).

  3. Si la primera relación se ubica en el plano de las consecuencias imprevistas de un posicionamiento específico, y la segunda se ocupa, a la vez, de un trasunto del gaitanismo -en alguna parte se habla de “populismo reaccionario”- y de la traducción del antagonismo político al lenguaje bipartidista del siglo XIX, la tercera relación versa sobre una respuesta: “La violencia constituye también una réplica de las élites tradicionales frente al espectro del populismo” (Pécaut, 2000, pp. 59-60). La Violencia se convirtió en el acontecimiento que marcó la disolución del gaitanismo y la contención exitosa de otro momento populista durante dos décadas; al mismo tiempo, permitió la recomposición de la hegemonía bipartidista y la domesticación de la lucha intestina entre sus fracciones. La experiencia de La Violencia fue coetánea con la prolongación del modelo “liberal” de desarrollo, incluyendo una bonanza del café y el fortalecimiento del poder gremial, y dio paso a la estabilización del régimen político; ante dicho resultado, “el populismo parece mucho más inaceptable” (Pécaut, 2000, p. 60).

En sus análisis sobre el populismo Pécaut utiliza con soltura comparaciones diacrónicas y latinoamericanas -como es común en gran parte de sus trabajos; uno de sus méritos y sus aportes a la ciencia social colombiana-; sin embargo, en este punto, el de la relación entre populismo y violencia se torna muy cauto. El paralelo entre las fases subsiguientes a la disolución del gaitanismo y del anapismo oscila entre las constataciones de que tras el 19 de abril de 1970 se presenta un auge inusitado en la movilización social, sindical, campesina y estudiantil, de que se percibe una radicalización que -si bien proviene del decenio de 1960- exhibe nuevas expresiones, y de que a fines de la década la violencia tiende a generalizarse de nuevo. Pero se inhibe de emitir un juicio sobre las conexiones entre estos fenómenos y el precedente clímax de la Anapo: de la concurrencia de los eventos cabe poca duda; si existe algún vínculo con la agitación social, este es tangencial y no hay un nexo probable con la violencia organizada posterior, son sus afirmaciones (Pécaut, 2000, pp. 66-67).

La comparación habitual con las trayectorias argentina y brasileña no aparece en el tratamiento de este tópico, debido, quizás, a que en ambos casos el golpe de Estado fue el expediente para disolver los regímenes populistas. Queda en suspenso la posibilidad de establecer alguna generalización o esbozar alguna hipótesis sobre populismo y violencia organizada; es en el siglo XXI -la “era de la ira”, según aventuró alguien- cuando se examinarán con atención las relaciones entre los populismos y la violencia difusa. Asimismo, surgen las preguntas por la relación entre el populismo y las soluciones despóticas: el fraude, el estado de excepción, el golpe de Estado, la dictadura. No se trata de pedirle al autor algo que no propuso, sino solo de anotar las pistas que esboza, y que, al quedar sin desarrollo, se convierten en preguntar si pueden alimentar investigaciones futuras.

El populismo como clave interpretativa

En las secciones previas se mostró el lugar del populismo en la argumentación de Daniel Pécaut sobre asuntos centrales para las ciencias sociales, como la formación del Estado y la nación, y la recurrencia de la violencia política en Colombia; la suerte de la potencialidad populista en el proceso de constitución del orden y la violencia, para utilizar sus términos. La autonomía del sector económico y la traumática expansión de la ciudadanía social son otros dos temas que el autor ha puesto en discusión -que estima en un nivel de importancia similar a los anteriores-, y cuyo examen es atravesado, igualmente, por la tensión que han producido en la dirigencia nacional los momentos de ascenso del populismo.

Para entender mejor el planteamiento debe asumirse que los populismos latinoamericanos surgieron a la par con el proceso de modernización. La urbanización, el surgimiento del capitalismo industrial, la ampliación de la esfera pública y el cambio en las funciones estatales introdujeron nuevas demandas de inserción en el mercado y en el sistema político, y exigencias en torno a necesidades básicas y reivindicaciones asociadas a las condiciones emergentes de vida y trabajo. Este es el periodo del que se ocupan Política y sindicalismo en Colombia (1973), Orden y violencia (1987) y Entre le peuple et la nation (1989), y al que suele remitir buena parte de la bibliografía posterior.

El populismo se erigió como una oferta que terciaba en la arena política; en palabras de Pécaut, como una “de las formas de institución de lo político en América Latina con rango de un esquema generador central” (Pécaut, 2012, p. 376). Por supuesto, se trató de una oferta en liza con otras.20 En Colombia, desde la década de 1930 en adelante, en contienda con el liberalismo programático -de “La Revolución en Marcha”, por ejemplo- y con el liberalismo de contorno que surgió de la evolución casi vegetativa del viejo orden conservador, sin dejar de mencionar las ofertas marginales de agrupaciones filomarxistas o reaccionarias. El apoyo popular que recibieron el gaitanismo y el anapismo deja entrever que las demandas mencionadas líneas arriba estaban al orden del día, y que la alternativa populista medraba sobre los vacíos o las debilidades de sus competidores. Por consiguiente, a pesar de su bajo peso relativo en el concierto continental, el populismo entra en la ecuación que define la trayectoria de la modernización en Colombia por la vía del conflicto político, de sus vicisitudes y sus soluciones temporales. Aunque con matices que no es el momento de explicitar, se comparte aquí la conclusión de Ana Lucía Magrini:

La interpretación de Pécaut hizo de su negación (o del intento de las élites dominantes por inhibir la llegada del populismo), así como de la radicalización del populismo gaitanista (o de la exacerbación del exterior de lo social), el elemento nodal para explicar el devenir histórico de Colombia. (Magrini, 2016, p. 49)

Ahora bien, si los populistas lograron conservar un espacio -unas veces, marginal; otras veces, central- en la política colombiana desde 1933 hasta el presente, no se debe tan solo a su capacidad para interpretar las coyunturas políticas. Su permanencia también se debe a que se afincaron en algunas ideas políticas presentes desde el nacimiento de la república, como la democracia, el liberalismo, la reacción y el autoritarismo. En la democracia, porque la oferta populista parte del principio de la soberanía popular y subrayando la importancia de la participación (Pécaut, 1973, p. 13); en las ideas liberales, por su reivindicación de la equidad social;21 en la tradición reaccionaria, porque enfatiza la defensa “de los ‘valores tradicionales’ y, en particular, de los valores católicos” (Pécaut, 2000, p. 63);22 además, porque se identifica con el autoritarismo en su desconfianza hacia la organización autónoma de los sectores populares, el rechazo al individualismo y la oposición a la democracia liberal (Pécaut, 1983, pp. 163-164).

Al principio se ofreció una panorámica del populismo colombiano que condensó las principales ideas rastreadas en las obras de Pécaut al respecto. Ahí se hizo un cotejo con la lectura de Marco Palacios, ya que, después de aquel, este es el autor que ha mantenido una atención más constante en la bibliografía nacional. El resultado fue un acuerdo básico entre ellos sobre cada uno de los aspectos que se consideraron pertinentes. Sin embargo, existe una diferencia antagónica sobre la evaluación general del hecho populista en el país. En el prefacio a la compilación de sus escritos sobre populismo, Palacios plantea: “¿Es útil una categoría delimitada de populismo para entender la política colombiana de la época de Gaitán o de Rojas Pinilla? Pienso que sí; ofrece al menos una guía conceptual y metodológica. Pero no es un concepto imprescindible” (Palacios, 2011, p. 23).

Por el contrario -y aquí es necesario ampliar una cita anterior-, Pécaut sostiene que “En numerosos países de América Latina el populismo desempeñó un papel fundacional. Los que voy a sustentar en este artículo es que en Colombia pasó lo opuesto: es más bien el rechazo al populismo el que adquirió un significado fundacional” (Pécaut, 2019, p. 287).

Podría decirse que la diferencia entre ambos autores se debe al enfoque: histórico el primero, y sociológico el segundo; más doméstico el primero, y más comparativo el segundo.23 Lo cierto es que la tesis de Pécaut es original y disruptiva en las investigaciones sobre la política colombiana del siglo XX. A diferencia de Palacios, para el pensador parisino la categoría del populismo es fundamental a la hora de comprender la historia de Colombia; al menos, desde 1930.

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1Véase la bibliografía de Pécaut en Pécaut y Gutiérrez, 2017, pp. 456-461.

2La bibliografía nacional sobre el populismo en sentido estricto —es decir, que trascienda los estudios de caso— ha sido exigua. Se reduce al trabajo pionero de Marco Palacios y sus secuelas (2011), a las memorias de un foro realizado en la estela del pánico que provocó la amenaza anapista en las elecciones de 1970 (Gómez et al., 1970), a los capítulos y los artículos de Pécaut y al libro de Jorge Giraldo (2018). La renovación global de los estudios sobre el populismo, jalonada por la irrupción del fenómeno populista en Europa y Estados Unidos y por la obra de Ernesto Laclau (2005), atrajo el interés de algunos académicos colombianos en los años recientes.

3En Revista de Estudios Sociales(50), 21-24.

4En 1966, José Jaramillo Giraldo, el candidato presidencial de la Anapo, obtuvo el 28,3 % de los votos, y en 1970, Gustavo Rojas Pinilla, el 39,1 % (Giraldo, 2018, p. 101). En las elecciones legislativas de 1964 y 1968, la Anapo obtuvo el 13,7 % y el 16,1 %, respectivamente, según Wikipedia, que, a su vez, remite a Dieter Nohlen (Editor), Elections in the Americas (Vol. 2): South America. Oxford University Press, 2005.

5Para una interpretación de la historia colombiana a partir de las variables Estado débil, ausencia de populismo y guerras civiles, véase Uribe, 2013.

6En El populismo en Colombia (1971), Palacios describe las soluciones rojistas como “un peronismo adicionado a la doctrina social católica” (Palacios, 2011, p. 79).

7Carrión asume el populismo, principalmente, como una estrategia política, y para su análisis de los populistas en el poder considera tres condiciones: un liderazgo altamente personalista, contencioso y adverso al control institucional horizontal; esto es, al sistema democrático-liberal de pesos y contrapesos (Carrión, 2022, p. 4). En adelante, todas las traducciones son responsabilidad mía. La lista —confeccionada por Carrión— de trabajos que consideran variante populista al uribismo no incluyó los trabajos de Pastrana y Vera (2012) ni de Chaparro (2012).

8En un análisis sobre las comunicaciones durante los gobiernos de Uribe se observan más rasgos, sin cubrirlos con un marbete: creación de un enemigo, concentración de poder, relación directa con la población, censura indirecta a la prensa y paternalismo, entre otros (Sierra, 2015).

9En “Presencia y ausencia de populismo: para un contrapunto colombo-venezolano” (1999).

10Para fines del siglo XX mantenía esta tesis (Pécaut, 2001, pp. 113-115).

11Uno de los muchos aportes que hace Pécaut a los estudios sociales en Colombia es su sistemática mirada comparativa. Al bagaje filosófico y sociológico europeo incorporó, desde muy temprano, un amplio conocimiento de la historia suramericana —particularmente profundo en el caso de Brasil, y que se hace palpable en Entre le peuple et la nation (1989)— y el estudio de la sociología regional; en particular, la brasileña, la argentina y, por supuesto, la colombiana.

12Nuestro autor cuestiona la plausibilidad del término “oligarquía” en el caso colombiano, porque no es evidente una alta concentración económica —al menos, no para gran parte del siglo XX—, son débiles los nexos entre poder político y económico (ante todo, el concepto de oligarquía desconoce la “inmensa autonomía de la escena política”), y la titularidad del poder político se renueva a menudo (Pécaut, 2012, pp. 26-27).

13El juicio severo es de Palacio Rudas en la conferencia titulada “Los políticos y los tecnócratas”.

14Miguel Urrutia Montoya, “Acerca de la ausencia de populismo económico en Colombia”, en Dornbusch y Edwards (1992, pp. 439, 422).

15El tema introducido por Pécaut a propósito de la trayectoria colombiana tiene muchos puntos de contacto con la discusión abierta en este siglo sobre el “gobierno privado indirecto” (Mbembe, 2000; Hibou, 2013). Grosso modo, podría decirse que antes de 1980 en el centro del país predominaba esta forma de gobierno en la que “el poder que formalmente corresponde al Estado, o que corresponde a la institución que llamamos Estado, se ejerce a través de entidades privadas” (Escalante, 1993, pos. 91), mientras en la periferia el gobierno es ejercido por poderes que no son estatales ni delegados.

16Es decir, social y política; una idea cercana al concepto formulado por Thomas H. Marshall en su texto clásico Ciudadanía y clase social (1950).

17En sus grandes líneas, Pécaut sostiene esta interpretación, aunque —a fines de siglo XX— reconoce la resistencia institucional del Estado y cambios en las condiciones de vida en el centro del país (Pécaut, 2001, p. 17).

18Schmitt es una referencia habitual en el bagaje teórico de Pécaut, y la respuesta a Valencia Gutiérrez sobre la exterioridad de lo social —“masas peligrosas consideradas fuera de la civilización” (Pécaut & Valencia, 2017, p. 162)— evoca directamente una expresión schmittiana. Más importante aún es la centralidad que tiene la exterioridad de lo social para la comprensión de lo político, lo estatal y la violencia política en Colombia.

19A renglón seguido, Pécaut dice que el afán de los presidentes no continuistas por buscar algún tipo de acuerdo nacional es un síntoma de la percepción de ese riesgo. Aunque acá se cita, primordialmente, el artículo original (2000), conviene anotar que este se incluyó posteriormente como capítulo 2 en el libro Guerra contra la sociedad (2001). Esta cita, mejor puntuada que en el original, corresponde a dicha versión (Pécaut, 2001, p. 70).

20Oferta que, dice Pécaut, “jugó un papel fundamental [en el continente], pero no puedo decir hasta qué punto positivo”, de modo expreso, por los “desbarajustes inflacionistas [… y el] empobrecimiento de una parte de la población” (Pécaut & Valencia, 2017, p. 148).

21Entre los liberalismos históricos latinoamericanos es posible identificar una corriente de liberalismo popular que se distingue por ir “en pos de la igualdad política y social” (Jacsić & Posada, 2011, p. 39).

22“El populismo toma siempre el aspecto de una restauración” (Pécaut, 1983, p. 161). No es gratuito en la frase el uso de la categoría “restauración”, como se denominó en la Europa decimonónica una de las fases de la política reaccionaria.

23Es llamativo que Mauricio Uribe López (2013) se apoye en la obra de Palacios para darle un mayor peso a la ausencia de una estación populista en Colombia en la formación del Estado.

Recibido: 16 de Septiembre de 2022; Aprobado: 15 de Noviembre de 2022

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