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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.35 no.105 Bogotá July/Dec. 2022  Epub Apr 11, 2023

https://doi.org/10.15446/anpol.v35n105.107746 

Dossier

IMPORTANCIA DE ORDEN Y VIOLENCIA EN LA HISTORIOGRAFÍA SOBRE LA VIOLENCIA EN COLOMBIA

THE IMPORTANCE OF ORDER AND VIOLENCE IN THE HISTORIOGRAPHY ABOUT VIOLENCE IN COLOMBIA

Adolfo León Atehortúa Cruz1 

1Doctor en Sociología de la EHESS. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional. Director del Instituto Pedagógico Nacional (IPN). Correo electrónico: adolate@pedagogica.edu.co


RESUMEN

El presente artículo refiere la importancia que la obra de Daniel Pécaut Orden y violencia ha tenido en la historiografía colombiana sobre la violencia. En este sentido, se sustentan dos aspectos: en primer lugar, el libro rompe la tradición estructural funcionalista que imperaba hasta los años ochenta del siglo XX, y propone una nueva hipótesis ligada a la formación del Estado-nación, su precariedad histórica y las incertidumbres respecto a la identidad que tanto en Colombia como en América Latina conducían a la permanente búsqueda del orden político. En segundo lugar, se señala su extraordinaria contribución con una nueva visión acerca de Gaitán y el gaitanismo que destaca el papel del imaginario y la institución simbólica de lo social, la esfera de lo político, la esfera de lo social y su exterior, con un trasfondo teórico que se convirtió en impulsor de nuevas interpretaciones historiográficas.

Palabras clave: Orden y violencia; violencia en Colombia; Gaitán; gaitanismo; historiografía sobre la violencia

ABSTRACT

This article examines the importance of Daniel Pécaut’s book Order and Violence for the Colombian historiography of violence. In this sense, two aspects are considered. First, Pécaut’s book breaks with the functionalist-structuralist tradition that prevailed until the 1980s, proposing a new hypothesis linked to the formation of the nation-state, its historical fragility, and uncertainties about identity, which, in the case of Colombia and Latin America, have led to a permanent search for political order. Second, Pécaut’s extraordinary contribution of a new vision regarding Gaitán and Gaitanism is pointed out. This vision highlights the role of the imagery and the symbolic institution of social factors, the political sphere, the social sphere, and what is outside them, with a theoretical backdrop that has turned into a driving force of new historiographic interpretations.

Keywords: Order and violence; violence in Colombia; Gaitán; Gaitanism; historiography of violence.

UN HITO EN LOS ESTUDIOS SOBRE LA VIOLENCIA EN COLOMBIA

El final de la década de 1950 sorprendió al país con dos hechos novedosos e importantes en el terreno académico. Por una parte, la Universidad Nacional fundó en 1959 la Facultad de Sociología, con la participación de Orlando Fals Borda, Andrew Pearse, Camilo Torres y Roberto Pineda, entre otros. Además, como producto del trabajo de una comisión gubernamental creada en 1958, para la “investigación de las causas de la Violencia” que azotó al país en los años anteriores, surgió el célebre libro La Violencia en Colombia. Estudio de un proceso social, escrito por Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna (1962). Los dos hechos, por cierto, están relacionados. La propuesta para publicar los documentos recopilados por la comisión, y que estaban en poder de Germán Guzmán, párroco de El Líbano, provino de la facultad y se hizo realidad gracias a ella.

Aparecido en 1962, el texto se convirtió en un éxito editorial de testimonio y denuncia, que provocó airadas protestas entre sectores políticos tradicionales y eclesiásticos, medios de prensa y mandos militares, así como ardorosos debates en el Congreso de la República. Los avatares de la publicación y las reacciones frente a esta fueron relatados en detalle por Orlando Fals en el prólogo al segundo tomo, publicado años después (Guzmán et al., 1980). La réplica oficial de los militares -que, en realidad, se convirtió en defensa- consistió en un documento confidencial que casi le cuesta a su autor, Álvaro Valencia Tovar, la aprobación de su ascenso a coronel. En su concepto, dijo entonces, el contenido del libro invitaba a la reflexión: “la clase dirigente […] ayudó a crear, sostener y agudizar el problema de la violencia”.1

A pesar de los debates, o gracias a ellos, el libro se abrió paso en el mundo universitario. En primer término, sus relatos y sus imágenes se convirtieron en memoria siempre viva del período al que hizo alusión, así no haya repercutido sobre las necesidades ni los cambios que gritaba el campesinado colombiano. Pero, sin duda alguna, su contenido adquirió la calidad de precursor de los estudios académicos sobre La Violencia en Colombia. Su mirada -histórica y, al mismo tiempo, acontecimental- inauguró discusiones consecutivas sobre las causas y los efectos económicos y políticos de La Violencia; sobre las razones y los resultados, en corta y larga duración, del enfrentamiento liberal-conservador que siguió al asesinato de Gaitán.

Es poco probable que el rechazo vivido por el libro haya desalentado estudios inmediatos. Si bien los ecos de la condena agenciada desde el Congreso fueron escandalosos, las ediciones empezaron a agotarse una tras otra. Belisario Betancur, entonces ministro del presidente Guillermo León Valencia, tampoco quiso ejercer presiones sobre la editorial -en la que tenía acciones e influencia- para obtener el retiro del texto de las librerías. Sin embargo, la situación interna de la facultad y las decisiones del sacerdote Camilo Torres, en su actividad proselitista, sí influyeron, sin duda, en la parálisis de los estudios y las investigaciones sobre La Violencia. Para entonces, el programa de Sociología abierto por la Pontificia Universidad Javeriana fue cerrado, y las ciencias sociales se sacudieron entre el retroceso, la persecución y las perspectivas de futuro. Los historiadores, más atraídos por la Colonia que por la actualidad, iniciaban su lucha por consolidar la disciplina en programas propios de las universidades públicas y construir la “nueva historia”.

De ese modo, fue necesaria una espera de poco más de quince años para encontrar un nuevo texto que estremeciera y renovara los análisis de La Violencia. Llegó, precisamente, de la mano con Paul Oquist: un sociólogo vinculado al estructural-funcionalismo (Oquist & Oszlak, 1973), y para quien lo sucedido en Colombia durante la época de La Violencia se enmarcaba en los cánones de la “disfuncionalidad institucional” y el “derrumbe parcial del Estado” (Oquist, 1978). Fue esta la manera como Paul Oquist puso sobre la mesa las problemáticas referidas a la formación del Estado nación y, a su lado, los mecanismos de institucionalización de lo social y lo político, así como las confrontaciones entre clases sociales. Con menor trascendencia, estudios agenciados por politólogos estadounidenses habían intentado también acercarse a la estrecha relación de La Violencia con el Estado. Es el caso de Robert Williamson, con su texto Toward a Theory of Political Violence: the Case of Rural Colombia, con el que, tras intentar un acercamiento teórico al terror y la violencia, define a esta última como una forma disfuncional del conflicto, y a lo sucedido en nuestro país, como parte de una reacción ciega a la frustración social o de venganza alienada por los partidos (Williamson, 1965). Marvin Wolfgang y Franco Ferracuti edificarán también su teoría sobre “la subcultura de la violencia” citando, aunque sin sustentarlo ampliamente, el caso colombiano (Wolfgang & Ferracuti, 1971).

El aporte de Oquist, que coincidió con el éxito editorial de Cóndores no entierran todos los días, novela de Gustavo Álvarez Gardeazabal (Álvarez, 1971), fue sucedido por los estudios de otros extranjeros que, con algunas cercanías al marxismo, ataron los análisis de La Violencia a los problemas de la tierra. Es el caso de Pierre Gilhodes, con su texto Las luchas agrarias en Colombia (1970), y de Urbano Campo, seudónimo de Jacques Aprile-Gniset, quien aportó el libro Urbanización y violencia en el Valle (1980). De alguna forma, esa marea alentó los primeros estudios locales y regionales que empezaron a publicarse con respecto a La Violencia. Jaime Arocha, por ejemplo, fue pionero en acudir a los expedientes judiciales de aquella época para presentar un balance de lo sucedido en un municipio de Quindío (1979), y poco antes Darío Fajardo había tomado Chaparral, Líbano y Villarrica, tres municipios cafeteros de Tolima, para revisar sus estructuras agrarias en relación con La Violencia (1977).

El logro de Oquist, sin embargo, estuvo circunscrito al hecho de atreverse a reflexionar de manera histórica sobre lo sucedido, venciendo los temores de la asechanza que, de cierta forma, se había desatado contra el libro de Guzmán, Fals y Umaña. Tal vez su carácter de extranjero y no residente sirvió para ello; pero, en todo caso, hizo posible también un primer cálculo sobre la cantidad de víctimas que habría dejado La Violencia. Su inmediato legado fue reconocido por otro texto clásico que se aventuró al análisis de los partidos y sus caudillos, como sujetos de las configuraciones políticas regionales que darían pie a La Violencia, aportando además informaciones estadísticas sin romper del todo con el funcionalismo: Cuando Colombia se desangró: un estudio de la violencia en metrópoli y provincia (Henderson, 1984). A pesar de las críticas fundadas con respecto al texto, su autor, James Henderson, roturó un camino interesante hacia el estudio de lo local y lo regional a partir del análisis de caso en un municipio de Tolima.

De hecho, otros estudios se asomaban ya, con gran acogida, en el ámbito académico; entre ellos, tal vez los más destacables fueron el texto Bandoleros, gamonales y campesinos. El caso de la Violencia en Colombia (1983), de Gonzalo Sánchez y Donny Meertens, que contó con la introducción de Eric J. Hobsbawm, quien a su vez había escrito un capítulo dedicado a “la anatomía de La Violencia en Colombia” en su libro Rebeldes primitivos: estudio sobre las formas arcaicas de los movimientos sociales en los siglos XIX y XX (1968); también, Estado y subversión en Colombia. la violencia en el Quindío, años 50 (1985), texto precursor de Carlos Miguel Ortiz, fruto de su trabajo de grado doctoral en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Tras conocer los aportes originales de Daniel Pécaut antes de su traducción al castellano, es un hecho que las mencionadas obras le permitieron acercarse al fenómeno de La Violencia desde perspectivas pluridimensionales.

En efecto, sin desconocer los antecedentes referidos, fue Daniel Pécaut quien inauguró una nueva visión sobre La Violencia.2 Pécaut, a diferencia de Oquist, no refirió el “derrumbe” o la disfuncionalidad del Estado; ató, más bien, la precaria formación del Estado nación a las incertidumbres que las élites latinoamericanas expresaban con respecto a la identidad, y que las conducían a la búsqueda del orden político y a la reflexión sobre las formas de institución de lo social como permanente preocupación. Aunque en la introducción de su texto mencionó la presencia de la idea en Rousseau, en la tradición liberal -o incluso, en Marx-, el trasfondo halló lugar en una nueva interpretación de Alexis de Tocqueville. Sabemos que, para entender el sistema estadounidense, Tocqueville había señalado la necesidad de tener en cuenta el escenario de lo social -las características homogéneas de la sociedad- que enseñan la manera como lo político transcurre al lado de lo social, sin negarle a este el principio de su propia unidad.3

Pues bien, el aporte de Pécaut consistirá en alejarse de toda explicación global del fenómeno de La Violencia y señalar la diferencia entre aquella situación de lo social -tradicional en las formaciones estatales clásicas de Europa y Estados Unidos- y la realidad latinoamericana, donde “en lugar de ser percibido como susceptible de autorregulación, da la impresión de estar condenado de manera permanente a la desorganización y al inacabamiento” (Pécaut, 2012, p. 16).4 El Estado, responsable de desarrollar la unidad de lo social, “de darle forma”, no logra, entonces, consolidarse como su agente legítimo y, postrado en su incapacidad histórica, abre paso a la violencia como vínculo colectivo que desarrolla las adhesiones preestablecidas, sobre las cuales se apoya un régimen tradicional de democracia restringida o, mejor, de protodemocracia. El problema, concluye Pécaut (2012),

[…] no reside de manera exclusiva en el fraccionamiento ni en la heterogeneidad. Las fronteras mismas de lo social son precarias. Las representaciones de lo social se acompañan de la angustia de la irrupción de un ‘exterior’ que no se prestaría a un proceso de socialización. (p. 17)

La conformación de lo social, como tarea del Estado en América Latina, y la formación de una nación unificada llevan al Estado a “compartir con grupos sociales particulares el ejercicio de la violencia” (p. 19); a que “el orden y la violencia sean promovidos al rango de categorías centrales” (p. 21); a que “la invocación del orden” tome el lugar de la “imposible institución simbólica de lo social” y se convierta en el “medio” del Estado para mostrar su “imperio sobre lo social”. De esa manera, finalmente, el orden y la violencia se combinan “tanto en los hechos como en las representaciones”: “El Estado quiere forjar la unidad de lo social, pero, a través de la crisis y de la desarticulación, se da cuenta de que lo social escapa a su control” (p. 23). En esas condiciones, afirma finalmente Pécaut, la violencia se convierte en “consustancial al ejercicio de una democracia que, en lugar de tomar como referencia la homogeneidad de los ciudadanos, descansa sobre la conservación de sus diferencias ‘naturales’, sobre adhesiones colectivas y redes privadas de dominación social”; una democracia que “no aspira a institucionalizar las relaciones de fuerza que irrigan la sociedad, ya que hace de ellas el resorte de su continuidad” (p. 26).

El análisis de Pécaut, justamente, abrió el camino para que otros investigadores comenzaran a indagar las características propias de los hechos en cada momento, a examinar el papel del Estado, ya no en su “disfunción”, sino bajo rigurosos análisis históricos que implicaban estructura, coyuntura y crisis, movimientos sociales y políticos, representaciones y características regionales, continuidades y rupturas en la formación de nación. En su criterio, se había concedido excesiva importancia a los factores políticos, y se había insistido en trasladar la explicación de lo político a lo social o a lo económico: La Violencia era responsable o resultado de la concentración de tierras, del desarrollo capitalista, de la migración y la pauperización masiva del campesinado. Estos análisis tenían en cuenta a los agentes sociales, pero terminaban caracterizando La Violencia “en referencia a sus efectos sobre el proceso de acumulación” (Pécaut, 2012, pp. 505-506) y, por ende, además de oscurecer causas reales, terminaban confundidos con los resultados.

Probablemente, uno de los más claros ejemplos de la influencia de una nueva visión sobre La Violencia, como lo es la sustentada por Pécaut, lo refleja el intento realizado por Gonzalo Sánchez (1990) de “precisar, en un modelo no evolutivo sino de rupturas sucesivas, los diferentes contextos y los diversos tipos de combinaciones entre guerra y política por los que ha pasado el todavía inacabado proceso de formación de la nación colombiana” (p. 8). De acuerdo con su hipótesis, la guerra fue, en el siglo XIX, una forma de hacer política. Los partidos carecían de vigor si no tenían a su disposición poderosos ejércitos de reserva. La carrera política era la carrera de las armas. Al término de los conflictos, los gobiernos se sentaban a negociar y pactaban. Ningún rebelde fue condenado, oficialmente, a la pena de muerte; ninguno, al destierro definitivo, y ninguno, a prisión indefinida. Todos fueron absueltos, amnistiados, perdonados, captados por el gobierno. Detrás de la amnistía venía una nueva Constitución o, cuando menos, una reforma electoral que consagrara el derecho de los beligerantes a participar en el sistema. Los rebeldes llegaban al Parlamento, se incorporaban de una u otra manera al gobierno, aceptaban sus normas de juego y se los nombraba ministros o embajadores. La perspectiva de toda guerra no era la victoria total, sino el pacto, el armisticio o, si se quiere, el empleo del instrumento más eficaz para transar en política. En este sentido, según Gonzalo Sánchez, “la guerra en Colombia en el siglo XIX no es negación o sustituto, sino prolongación de las relaciones políticas”; “es el camino más corto para llegar a la política, y mientras las puertas que podrían considerarse como normales permanecen bloqueadas, ella constituye en muchos aspectos un singular canal de acceso a la ciudadanía”. Se trata, en síntesis, de los “diversos tipos de combinaciones entre guerra y política por los que ha pasado el todavía inacabado proceso de formación de la nación colombiana (Sánchez, 1990).5

Con aguda perspicacia, una mirada al siglo XX podría indicar que ni las características ni los propósitos de la guerra fueron diferentes. Existió, incluso, una considerable fluidez entre la guerra y la política. Allí pueden ubicarse: la fracasada insurrección socialista y liberal de 1928 y 1929, que contribuyó al final de la hegemonía conservadora y se expresó en la reforma constitucional de 1936; las vicisitudes de la violencia liberal-conservadora de 1930 y 1946, que generan un “gobierno de unión nacional”; La Violencia, de 1948 a 1957, que culminó con el pacto horizontal del Frente Nacional, sus amnistías y sus indultos, y finalmente, los últimos procesos de paz, en los gobiernos de Betancur, Barco y Gaviria, que se expresaron en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. Valdría la pena preguntar, por otra parte, si no se inscribe allí la negociación más reciente entre las FARC-EP y el Gobierno nacional.

Sin embargo, la influencia de Pécaut puede apreciarse en la dirección sugerida por un texto que hizo época, al igual que el trabajo de Guzmán, Fals y Umaña: Colombia: violencia y democracia (Comisión de Estudios sobre la Violencia [CEV], 1987). El libro es visto por Carlos Miguel Ortiz (1992) como “punto de inflexión”, como un texto de transición que “dice cosas nuevas”, y cuyos autores, al mismo tiempo, reflejan la influencia de los análisis contextualizados de Pécaut. A partir de su aparición, por ejemplo, el término Violencia, con mayúscula, se legó exclusivamente a la época aciaga que prosiguió al asesinato de Gaitán hasta la dictadura de Rojas. Las violencias, con minúscula y en plural, harían referencia a múltiples conceptos que incluían violencia urbana, violencia organizada o violencia en la familia. Pero no solo ello; las violencias se conectaban con términos como política oficial, criminalidad, impunidad y justicia, y abrían así nuevos caminos para la intervención. En otras palabras, las violencias no eran tan solo un fenómeno para describir, denunciar o analizar: eran, igualmente, un fenómeno para diagnosticar e intervenir desde la academia, y también desde el Estado, “con una ilimitada voluntad política de afrontarla en todas sus facetas” (CEV, 1987, p. 12).

Las violencias, entonces, fueron consideradas resultado de una compleja red de interacciones y causas múltiples, cuyas características penetraron el tejido social hasta el punto de constituirse en mecanismo preferido para la resolución de los conflictos y la obtención de intereses, valores y necesidades en las relaciones sociales. Pero se las vio también como materia de políticas y estrategias que, celosamente diseñadas, podrían crear un panorama dirigido con mayor claridad hacia la paz y la seguridad.

De aquellas interpretaciones de corte estructural que hallaban en el exclusivo terreno de lo económico, lo cultural y lo político las causas originales de los procesos de violencia, y que sobredimensionaban el enfrentamiento Estado-guerrilla, se transitó hacia una óptica que considera el juego de diversos factores en operación entrelazada y simultánea sobre todos los ámbitos de la vida social:

[…] la violencia tiene múltiples expresiones que no excluyen, pero sí sobrepasan, la dimensión política. Hunde sus raíces en las propias características de la sociedad colombiana, y no solamente la ejercen los pobres -muchas veces como expresión explicable; cuando no legítima, de rebeldía- sino que también contra ellos se ejecuta sistemáticamente. (CEV, 1987, p. 17)

En otras palabras, todo ello había sido previsto por Pécaut: era discutible que los conflictos en torno a La Violencia llegaran a considerarse “expresiones diversas de un conflicto central” o que se vincularan con “una misma función latente”; que fuera “simplemente una confrontación entre los propietarios de medios de producción y los que carecen de ello”, o que impulsó el avance del capitalismo, cuando, en realidad, “en numerosas zonas lo obstaculizó”. Los conflictos de clase, sustentó igualmente Pécaut, tampoco podrían explicar los antagonismos partidistas: dichas discrepancias atraviesan a todos los sectores de la sociedad y se superponen a todos los conflictos sociales “sin confundirse con ellos” (Pécaut, 2012, pp. 507-508). La Violencia sustentó, además, se había “banalizado”.

En un artículo publicado en 1989, y al que Pécaut le dio el mismo título del libro (“Colombia, violencia y democracia”), sostuvo como conclusión que Colombia estaba “lejos de un conflicto entre dos adversarios bien definidos”, en tanto los protagonistas eran numerosos. Asimismo, que como causa de ello podía señalarse, una vez más, “a la larga historia de la precariedad del Estado”. Una precariedad que “tiene la virtud de limitar las expectativas de los ciudadanos” y permite “diluir los enfrentamientos que se diseminan y se aíslan en escenarios geográficos y sociales heterogéneos”. Por esa razón, concluye, la violencia generalizada está “destinada a agotarse por sí misma”, a degradarse; síntoma de la “complementariedad entre el funcionamiento del sistema político y una conflictividad intensa pero difusa” (Pécaut, 1989, pp. 59-73).

A partir de Pécaut, entonces, las violencias fueron un fenómeno concreto, con móviles, actores y procesos, y no tan solo una circunstancia de estructura susceptible de abstracción en sus elementos. Gracias a la Comisión de Estudios sobre la Violencia, a esta se la consideró un fenómeno con nuevos actores por primera vez develados: paramilitares, narcotraficantes, sicarios, crimen organizado y jóvenes delincuentes, que no alcanzaban a vislumbrarse en los enfoques unilineales precedentes. Se abrió paso la concepción de la violencia como “algo que impide la realización de los Derechos Humanos, comenzando por el fundamental: el derecho a la vida”.

A Pécaut lo siguieron también diversos trabajos investigativos cuyo ámbito de estudio se ubicó en el entorno regional, y cuyo listado incluye un buen número de producciones académicas. Entre dichas publicaciones, el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional (IEPRI) ofreció importantes títulos con el programa “Actores, regiones y periodización de la violencia”. Los autores de al menos dos textos reconocieron la influencia de la producción intelectual de Pécaut: Darío Betancourt con Matones y cuadrilleros, y Javier Guerrero, con Los años del olvido (Betancourt & García, 1990; Guerrero, 1991). El primero de ellos, pionero en el abordaje de los llamados “pájaros” del departamento de Valle, y el último, relacionado con la situación de violencia vivida en Boyacá a partir de los años treinta del siglo XX. A este grupo pertenece también El poder y la sangre. Las historias de Trujillo-Valle, de Adolfo Atehortúa, y que no solo recorre la historia del pueblo, desde su fundación y los diversos tipos de violencia política y económica allí desarrollados, sino que muestra con claridad la relación de disputa entre élites emergentes por la búsqueda del orden local a través de mecanismos estatales que, sin embargo, escapan del control del Estado central (Atehortúa, 1995). En la historia de Trujillo, el peso de La Violencia en la construcción de la sociedad regional es innegable. Tanto el libro de Guerrero como el de Atehortúa fueron tomados por Pécaut (1999) como ejemplo para definir las formas tradicionales de territorialización a través de la violencia puesta en marcha por los partidos tradicionales.

Sin duda, otro tipo de trabajos guarda también su deuda con los postulados de Pécaut: aquellos que logran una integración entre lo regional y lo nacional para explicar la realidad de las violencias históricas y contemporáneas. Se trata, por ejemplo, de las investigaciones producidas a través de un programa del CINEP dirigido por Fernán González, y que intentó combinar las dimensiones de lo estructural y coyuntural bajo un énfasis regional que permitiera, no obstante, enfrentar de manera global el problema. La idea central de dichos estudios persiguió el análisis de los conflictos a partir de la historia del país, “a la luz de la específica configuración del Estado y de la sociedad colombianos en sus niveles nacional, regional y local, teniendo siempre en cuenta la dimensión espacial”, los procesos de poblamiento e integración interna, la creación de “redes políticas” y los imaginarios colectivos de identidad y pertenencia (González et al., 1993). Recientemente, Fernán González volvió a reconocer la deuda con Pécaut: “la falta de interés en la relación de la violencia con el Estado se fue modificando con las referencias de los trabajos de Daniel Pécaut”. “La paradoja colombiana: entre el orden y la violencia” fue una apuesta acogida con viveza por el ámbito académico (González, 2016, pp. 40, 55).

Desde luego, la obra continuada de Daniel Pécaut, compuesta de múltiples artículos y diversos textos sobre la realidad contemporánea de Colombia, seguiría irrigando influencia sobre variados análisis de autores colombianos.

UNA RUPTURA EN LA CONCEPCIÓN SOBRE GAITÁN Y EL GAITANISMO

Al iniciar la década de 1980, la bibliografía acerca de Gaitán y el gaitanismo tenía ya una existencia considerable. Sin embargo, en términos académicos sus limitaciones eran insoslayables. Entre los primeros escritos, aparecidos poco después del asesinato del líder, primaron las representaciones partidistas e institucionales que señalaban al “comunismo foráneo” como responsable de lo sucedido el 9 de abril. Para Francisco Fandiño, por ejemplo, el zarpazo del comunismo había desgarrado las “carnes colombianas” a través de un ardid “cuidadosamente planeado” que llevó a la destrucción de Bogotá en pocos minutos: “templos incendiados, el comercio y las residencias saqueadas, el vandalaje, la muerte, las llamas… en una palabra, hordas soviéticas hábilmente instigadas, dueños de la capital y de las principales ciudades de Colombia” (Fandiño, s. f., pp. 6-7). Este tipo de juicios fueron avalados por políticos profesionales adscritos al Partido Conservador, y cuyos escritos insistieron en la condena al comunismo y en la solicitud de ruptura inmediata de las relaciones con la Unión Soviética. Este es el caso de Carlos Arango Vélez y Alberto Niño (Arango, 1948; Niño, 1949), o incluso, el de funcionarios del gobierno de Ospina Pérez, como Estrada Monsalve y Mario Fernández de Soto (Estrada, 1959; Fernández de Soto, 1951), además de versiones noveladas como la de Pedro Gómez y el más conocido libro de Rafael Azula Barrera (Gómez, 1951; Azula, 1956). De esta literatura, expresó en general James Henderson: “la etiología conservadora de la violencia” no alcanzó aceptación “más allá de las fronteras nacionales, pues tenía toques de paranoia, de guerra fría y al cabo contradecía las evidencias que mostraban poca influencia comunista en la vida nacional” (Henderson, 1984, p. 14).

Desde luego, a esta bibliografía se enfrentó, anticipada y rápidamente, la pléyade liberal y gaitanista. El poeta Luis Vidales, al igual que otros columnistas del periódico Jornada, defendió el carácter popular del levantamiento y declaró a Gaitán como “el más grande líder de la gleba colombiana”, “el que alienta en la conciencia del pueblo” (Vidales, 1948, pp. 15-38). Abraham Osorio (1948) continuó invocando la venganza popular por la muerte del caudillo “con su fallo justiciero”, mientras reconocidos liberales, como Antolín Díaz, justificaban las decisiones del Partido Liberal en los momentos más aciagos del itinerario abrileño (Díaz, 1948; Vallejo, 1948).6 El propio hermano de Gaitán (1949) acogió la hipótesis de un asesinato premeditado con la participación del detectivismo y de organismos gubernamentales, y la cual, de cierta forma, fue sugerida por otros autores, como Enrique Cuéllar y Luis Bermúdez, o incluso, José A. Osorio (Cuéllar, 1960; Bermúdez, 1967; Osorio, 1979).

La realidad de una y otra bibliografía fue descrita con claridad por Eduardo Santa (1982) en la década de 1970. A su criterio, se habían escrito “muchos libros, folletos y artículos de prensa” sobre el 9 de abril, con el “único e infortunado” propósito, en la mayoría de los casos, de inculpar al caudillo, de “justificar a un grupo político determinado” o de dispensar en responsabilidades a algún “personaje involucrado en los graves acontecimientos sucedidos en la fecha” (p. 34). En síntesis, el carácter partidista de la bibliografía inicial con respecto a Gaitán y el gaitanismo giraba en torno a la apología o la diatriba. Se trataba de sustentar señalamientos, justificaciones o programas; de otorgar cabida a descripciones sesgadas de los hechos, a su derrotero trágico o a presuntas razones que a ellos, supuestamente, condujeron (Atehortúa, 1993).7 La discusión se ocupó, entonces, de la legitimidad o no del gobierno antes y después del 9 de abril de 1948; de la violencia preexistente, que condujo, incluso, a la “Marcha del silencio” y a la discursiva gaitanista; al papel de la Iglesia o la perspectiva comunista de asomarse al poder no solo en Colombia, sino en el continente.

Otra gruesa parte de las obras se encerró en la condena de los actos “lúdicos y bárbaros” de la masa bogotana o en la apologética descripción de la figura de Gaitán. Era, fundamentalmente, una bibliografía maniquea, escrita desde la tribuna política, desde el Congreso o desde la disputa electoral, y no desde la academia. Algunos autores se rasgaron las vestiduras para apoderarse de la imagen del caudillo por sobre toda pretensión analítica, cuando no buscaban sepultar para siempre su recuerdo. Alberto Niño, jefe del Departamento Nacional de Seguridad, llego a escribir, sin pudores, que “los conservadores” eran “los verdaderos legatarios de Gaitán, porque le dimos el capital mental y las banderas para su batalla y estamos en condiciones de reivindicar aquellos aportes” (Niño, 1949, p. IX).

De este plano, aunque en diversas vertientes, no logró escapar la inmensa mayoría de las biografías o las semblanzas. Exceptuando la más serena de Richard Sharpless (1978), aquellas escritas por Luis Peña (1948), Julio Ortiz Márquez (1980), José A. Osorio Lizarazo (1979) y Horacio Gómez (1975) -para indicar tan solo las mejor escritas-, pecaron, de una forma u otra, al omitir el asesinato de Gaitán y su pensamiento como parte de un proceso secular con gruesas raíces y ligazones en el transcurrir histórico. En lugar del contexto en el que actuó Gaitán; antes que el desenvolvimiento de la contradicción económica, social, cultural y política del país en su marco histórico del siglo XX, la mayoría de los biógrafos prefirió las preocupaciones y las disputas políticas del líder, la casuística, sus anécdotas, sus releídas oraciones, la repetición poco interpretada de sus textos y, en ocasiones, una cierta dosis de culto poco ponderado.

En sus análisis sobre la literatura de La Violencia, Gonzalo Sánchez ubica este tipo tradicional de bibliografía como

[…] textos cuyo contenido oscila entre dos viciosos extremos: o bien adoptan un enfoque puramente narrativo-descriptivo, o bien se ubican en un nivel netamente especulativo. En otras palabras, se trata de escritos con pocas preguntas por resolver, o con poco material para sustentarlas. (Sánchez, 1986, p. 15)

Antes de Pécaut, a decir verdad, pocos autores se habían acercado al análisis de Gaitán y el gaitanismo como fenómeno particular entreverado con la historia del país y en relación con el Estado. Entre ellos pueden citarse los atisbos interpretativos de Antonio García (1974; 1984), Cordell Robinson (1976) o, incluso, Gloria Gaitán (1982). Al igual que en las biografías, muchos estudios sobre el gaitanismo dejaron de lado el carácter social y político de un movimiento que se yergue en la primera mitad del siglo XX como fundamento para comprender los conflictos contemporáneos en Colombia (Agudelo, s.f.; Pérez, 1948; Herrera, 1981; Villaveces, 1963).

Fue a raíz del I Simposio de Movimientos Sociales, organizado por la Universidad Nacional y el Centro Cultural Jorge Eliécer Gaitán, en 1982, cuando empezaron a sentirse las preocupaciones realmente académicas y universitarias sobre el tema. Allí estuvieron presentes Daniel Pécaut, quien con su intervención ocasionó el disgusto de Gloria Gaitán, así como Arturo Alape y Herbert Braun. Esa fue, justamente, la antesala de cuatro obras que transformaron los estudios acerca de Gaitán: El Bogotazo, de Arturo Alape (1983); Mataron a Gaitán, de Herbert Braun (1987); Los días de la revolución, de Gonzalo Sánchez (1983), y Orden y Violencia, de Daniel Pécaut. En el marco de dicho simposio, afirmó Braun (1987): “aunque la historia del 9 de abril se ha contado miles de veces, ha sido únicamente en el último año que ha gozado de investigaciones profesionales” (p. 196). Gonzalo Sánchez (1983) sostuvo también que con esta nueva bibliografía

[…] se ha restablecido o ha comenzado a restablecerse la verdadera significación histórica de los hechos mismos y se han sentado las bases para nuevas interpretaciones tanto del periodo anterior como del subsiguiente; es decir, que con ellos ha cambiado, en buena medida, nuestro panorama general de la violencia. (p. 25)

Con Pécaut surgieron nuevas concepciones y metodologías para abordar a Gaitán y el gaitanismo. Estamos ahora frente a la dialéctica de lo social constituido y el exterior de lo social. Los años cuarenta del siglo XX mostraban ya una crisis institucional caracterizada por el retorno del modelo liberal de desarrollo y la más absurda subversión de los signos políticos. A eso se sumaban: la crisis de autoridad política en el caso de López Pumarejo, cuya expresión más clara lo constituía el asesinato del boxeador ‘Mamatoco’; el temor creciente frente a la “barbarie” de las masas, y la crisis innegable de la sociedad con gran parte de los sectores populares en sus fronteras o en el exterior de ella. En este marco, justamente, hizo su entrada el populismo gaitanista al lado del radicalismo laureanista. Pero fue el populismo el que socavó los fundamentos del poder y agudizó la ruptura en el cuerpo social fragmentando los partidos y agitando la movilización contra una oligarquía adueñada del poder. Fue el populismo el que incrementó la división entre lo social y lo político, expandió la esfera de lo público, aisló lo político de lo ideológico y puso en crisis el escaso principio de identidad política. De esta manera, el pueblo se instaló “al exterior de lo social” contra una oligarquía que todo lo arrebataba y, frente a ello, la plataforma gaitanista se propuso la re-creación de lo social a través de políticas de higiene y nutrición, de cultura y educación, de la regulación estatal y el equilibrio social.

Tras el triunfo electoral de Ospina Pérez, el populismo gaitanista se consolida con masivas manifestaciones de lo social. La “Marcha del silencio”, por ejemplo, da plena prueba de su fortaleza y disciplina. La oligarquía tiembla frente a su amenaza, pero en realidad, como trasfondo de su aparente fuerza, se construye la debilidad, representada por la dependencia extrema del movimiento con respecto al líder. Los llamados del presidente de la República a la unidad son respondidos por el antagonismo del “país real” frente al “país político” que esgrime Gaitán, pero que olvida cuando retorna al Partido Liberal, con sus gamonales y sus caciques. Pécaut descubre el itinerario gaitanista y el florecimiento de su praxis populista con la ubicación que obtiene el pueblo como exterior de lo social. Tal es el principio de su construcción: parejas de oposición sin síntesis posible, antagonismos sin solución detrás de un exterior a ellas mismas: la palabra de Gaitán y la identificación del pueblo con él mismo como puente para la conquista del Estado.

Para Pécaut (2012), entonces, no es el Estado el que parcialmente se derrumba, como lo postuló Oquist: es el fundamento del campo de lo político lo que genera la deriva de sus signos: “con el descubrimiento de un exterior de lo social la burguesía, el gaitanismo y el conservatismo, concurren en igual medida al derrumbamiento de la validez de la precedente institución de lo social” (p. 473). Es allí donde se retoman la división y las tradiciones partidistas para chocar “bajo el signo de lo arbitrario” y “hacer de lo no-social el sustrato de lo político”. Gaitán no se distingue como extremo de Laureano; de hecho, se le parece. Ambos alimentan la deriva de lo político.

Es en esta dirección hacia donde, tras el asesinato de Gaitán, se desatan las representaciones políticas para oponer la violencia al orden cuando el menoscabado vínculo social se disuelve por completo. El vacío simbólico que deja el asesinato de Gaitán opera como factor movilizador. He ahí la explicación de El Bogotazo; una especie de fiesta del “exterior de lo social” que de inmediato es rechazado desde el poder y las direcciones partidistas.

En la medida en que el populismo gaitanista construyó su fortaleza sobre la ceguera de un pueblo que, como líneas arriba se dijo, solo se identificaba a través de la palabra y la acción de su líder, la ausencia de este condujo a su propia destrucción. He aquí la conclusión de Pécaut (2012): si bien la disociación entre lo social y lo político no era obra de Gaitán, este la había llevado a su “punto culminante: había negado a los sectores populares la cualidad de sujeto político obligándolas a limitarse a la palabra del líder, había alimentado una movilización social al servicio de una estrategia política tradicional” (p. 493).

Para explicar a Gaitán y el gaitanismo, por consiguiente, surgen nuevas categorías heredadas de la propuesta de Pécaut. El papel del imaginario y la institución simbólica de lo social, por ejemplo; las relaciones entre la esfera de lo político y la esfera de lo social, y el puente entre estos y el exterior de lo social, que se destroza con su muerte. Y tras ello, la conclusión de que las revoluciones no solo son movidas por el hambre: les cabe también la deriva de lo político, el derrumbe de la simbólica del poder.

Del capítulo V de su obra Orden y Violencia, titulado “Algunas consideraciones sobre la violencia 1948-1953”, ha dicho el propio Pécaut que es uno de los mejores escritos en su extensa producción académica. Desmitificó a Gaitán y arriesgó nuevas valoraciones que, por supuesto, disgustaron a quienes habían construido en torno al mártir una imagen revolucionaria que habría cambiado el destino de Colombia si la oligarquía no lo hubiera asesinado; un antiimperialista forjado en las denuncias contra la United Fruit Company y la masacre de las bananeras; el líder socialista de un pueblo que marcha a la victoria con el propósito de erradicar la pobreza. Pécaut le pone los pies sobre la Tierra y lo desnuda: lo muestra como sujeto histórico con las ataduras que las subculturas partidistas le imprimen, con sus legados simbólicos, con la fragilidad y las precariedades del Estado de por medio, con el peso de la violencia en el orden social y la búsqueda de este por sectores que, finalmente, se benefician de sus crisis. Lo muestra desnudo con sus vacilaciones y sus transformaciones, con sus dudas y sus realidades.

Existe una imagen de Gaitán, hasta ahora inédita, que bien puede coincidir en muchos aspectos con la que nos enseña Pécaut, y sobre la cual preparamos un texto. Se encuentra en los documentos secretos que los embajadores de los Estados Unidos en Colombia enviaron al Departamento de Estado en distintos momentos. En uno de ellos, por ejemplo, el embajador John C. Wiley relata uno de sus encuentros con el ya candidato a la presidencia de la República; afirma que Gaitán

[…] es muy hábil en la dialéctica política y es dado a abstracciones elaboradas y filosóficas. El tema político siempre recurrente es la ética cristiana. Al mismo tiempo, tengo la impresión de que su mente es muy práctica, que sabe exactamente lo que quiere y por qué lo consigue.

Acto seguido, agrega un párrafo que bien puede traducirse en los términos del populismo al que Gaitán invoca:

El doctor Gaitán me comentó que lo tildaron de demagogo. Explicó: soy un demagogo, y los demás hablan solo por envidia […] Si no fuera así, las masas no me entenderían y yo no las entendería a ellas. Pero, afirmó, soy un demagogo por fuera; pero, por dentro, he dicho con claridad, soy serio, frío.

Para Gaitán, dice el mismo embajador, “su principal fobia es el Partido Comunista”, “su disputa es sobre bases ideológicas”. “En Latinoamérica los comunistas están siempre al lado de la reacción y rechazan cualquier programa de reforma social. La política comunista ha sido dirigida solamente para dividir y destruir, y contra los Estados Unidos”. En ello, claro está, la coincidencia con Laureano Gómez es total. Ante la embajada, ambos dejaron claro, en diversas oportunidades, su carácter anticomunista, para evitar confusiones y borrar suspicacias en los funcionarios estadounidenses. Gaitán, por lo sucedido con la United, y Gómez, por sus simpatías con Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.

En materia económica, informa también el embajador, […] el Dr. Gaitán se expresó de todo corazón a favor de la colaboración económica entre Estados Unidos y Colombia. Sus sentimientos, tal como me expuso, eran cualquier cosa, menos anticapitalistas. En el comercio y sus tratados, él creía que no había ningún sustituto para el incentivo de lucro ancestral. Reconoció que el capital extranjero requería una atmósfera de seguridad. Con respecto a la necesidad de Colombia de una ley del petróleo justa y viable, manifestó tanto interés inteligente como yo. […] En materia de política doméstica, me dijo confidencialmente que tenía contactos más frecuentes con los conservadores, en particular con Laureano Gómez...

Sobre su retorno al liberalismo, Gaitán le explicó al embajador “con una sonrisa”, “que sería más fácil para él vender un producto nuevo con una etiqueta antigua que salir con colores nuevos”. Y concluye:

[…] encontré muy simpático al Doctor Gaitán. Definitivamente es un radical, pero puede que no sea el demagogo peligroso, el monstruo político, como muchos colombianos de clase alta lo pintan. […] Tal vez una actitud inteligente por parte de los líderes conservadores y liberales le permita embarcarse en un curso constructivo de reforma liberal. Si no se le da otra alternativa, siempre puede recurrir a la apelación demagógica del radicalismo extremo que, por supuesto, podría resultar muy perjudicial para Colombia.8

CONCLUSIONES

El aporte de Daniel Pécaut y de su obra Orden y Violencia es indiscutible. Ya como demarcación que inaugura y alienta nuevas interpretaciones de lo sucedido en Colombia a raíz del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, ya como elaboración de explicaciones académicas históricamente expresadas sobre el pensamiento y el itinerario del caudillo. Ambas contribuciones han sido reflejadas en este artículo, y se llama a tenerlas presente siempre o retomarlas. Siguen vigentes, con enorme peso, entre los estudiosos de La Violencia. Desde luego, los aportes de su obra son aún mayores. No solo por el libro en referencia, que se explaya en otros temas de singular importancia, como la inserción de Colombia en la economía mundial, a principios del siglo XX, y la República Liberal en sus crisis y sus vicisitudes; también, por toda su obra, siempre inspirada e inspiradora en torno a nuestro país, su historia y su presente.

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1El texto completo del concepto presentado por el entonces teniente coronel Álvaro Valencia Tovar se encuentra en Atehortúa (2014, p. 162).

2La idea central del presente acápite retoma y reproduce algunos de los planteamientos ya efectuados por el autor en el prólogo del libro Memoria y formación: configuraciones de la subjetividad en ecologías violentas. Herrera et al. (2014). Se omiten comillas para agilizar la lectura y no repetir la referencia.

3“Sin dificultad descubrí la prodigiosa influencia que este primer hecho (la igualdad de condiciones) ejerce sobre la marcha de la sociedad, pues da a la opinión pública una cierta dirección, un determinado giro a las leyes, máximas nuevas a los gobernantes y costumbres peculiares a los gobernados” (Tocqueville, 1980, p. 9).

4Para las citas textuales se ha preferido esta edición con la traducción de Alberto Valencia, y no la original de Siglo XXI (1987).

5En nota de pie de página, el autor reconoce que “en la elaboración de este ensayo me he beneficiado ampliamente y espero que no más allá de lo permisible, de las ideas expuestas por Daniel Pécaut en su seminario sobre ‘Démocratie, Crises et Violence’, en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de Paris”.

6Vallejo (1948) califica los hechos como “la más súbita y fantástica revuelta que ha estallado en el mundo y la más espontánea”.

7La presente revisión bibliográfica tiene como precedente el escrito aquí citado y aporta valoraciones que se retoman textualmente.

8Archivo Nacional de los Estados Unidos. NARA. Desclasificado NUD 760050. Registro 821.00/5-2046. Secret Dispatch N.º 1695, mayo 20 de 1946. Suscrito por John Wiley.

Recibido: 11 de Octubre de 2022; Aprobado: 30 de Noviembre de 2022

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