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vol.35 issue105THE IMPORTANCE OF ORDER AND VIOLENCE IN THE HISTORIOGRAPHY ABOUT VIOLENCE IN COLOMBIADANIEL PÉCAUT: AN INTERDISCIPLINARY SOCIOLOGY author indexsubject indexarticles search
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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.35 no.105 Bogotá July/Dec. 2022  Epub Apr 12, 2023

https://doi.org/10.15446/anpol.v35n105.107747 

Dossier

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL LIBRO ORDEN Y VIOLENCIA, DE DANIEL PÉCAUT

SOME REFLECTIONS ON THE BOOK ORDER AND VIOLENCE BY DANIEL PÉCAUT

Alberto Valencia Gutiérrez1 

1Doctor en Sociología, École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), de París. Profesor de la Universidad del Valle, Cali. Correo electrónico: alberto.valencia@correounivalle.edu.co


RESUMEN

El trabajo consiste, en primer lugar, en hacer una presentación general de la obra Orden y violencia: Colombia 1930-1953 de Daniel Pécaut, en todos los aspectos pertinentes. En segundo lugar, se trata de llevar a cabo un trabajo exegético para definir los interlocutores de la obra y los principales referentes teóricos que el autor trae a cuento. En tercer lugar, se trata de mostrar la distinción entre lo real, lo simbólico y lo imaginario de Jacques Lacan, y, sobre todo, la manera como esta distinción es elaborada por el filósofo Claude Lefort, quien tiene una presencia central en el libro. En cuarto lugar, se hace una síntesis del libro para ilustrar los planteamientos elaborados a lo largo del texto.

Palabras clave: violencia años 1950; conflicto; gaitanismo; revolución en marcha; psicoanálisis y sociología; intelectuales; simbolismo; imaginarios

ABSTRACT

Firstly, the article consists of a general presentation of the book Orden and Violence: Colombia 1930-1953 by Daniel Pécaut, in all relevant aspects. Secondly, it offers an exegetical work to define the interlocutors of the work and the main theoretical referents the author brings to bear. Thirdly, it seeks to demonstrate the distinction between the real, the symbolic, and the imaginary of Jacques Lacan, and, above all, how this distinction is elaborated by philosopher Claude Lefort, who has a central presence in the book. Fourthly, the article presents a synthesis of the book to illustrate the premises discussed throughout the text.

Keywords: violence in the 1950s; conflict; Gaitanism; revolution in progress; psychoanalysis and sociology; intellectuals; symbolism; imaginaries

EL AUTOR

Daniel Pécaut llegó en 1964 a Colombia, con la responsabilidad de llevar a cabo parte de una gran investigación sobre América Latina, dirigida por el sociólogo Alain Touraine; más específicamente, en la ciudad de Medellín: uno de los principales centros industriales del país en ese momento. Su arribo coincidió con el inicio de la agresión a las llamadas repúblicas independientes, el 27 mayo de 1964, promovida por el gobierno conservador, que había optado por dar prioridad a la pacificación armada de los reductos de La Violencia de la década de 1950 por sobre la rehabilitación. En ese momento no podía vislumbrar que “ese encuentro casual”, como dice un personaje de Jorge Luis Borges (1972, pp. 83-92), “era una cita” con su propio destino, que iba a llevarlo a consagrar su vida al estudio de este país.

Colombia en ese momento no era el objetivo privilegiado de los investigadores europeos que, con algunas notables excepciones, preferían optar por el estudio de países más emblemáticos de lo que ocurría en América Latina, como Argentina, Brasil, Chile, México e, incluso, Perú. La única dictadura militar que se había conocido en el siglo XX respondía más al modelo de una “dictablanda”, de acuerdo con la denominación de François Bourricaud (1983, p. 199): el general Rojas Pinilla había sido promovido a la presidencia de la República por las propias élites civiles, conservadoras y liberales, y su gobierno distaba mucho de corresponder al tipo de dictadura sangrienta, que se conocía en ese momento en otros países del subcontinente. Rojas abandonó el poder por su propia cuenta, en un momento en que habría podido perpetuarse por la fuerza; y el grupo de cinco militares que concluyeron su periodo entregaron lealmente las riendas del país a los sectores civiles del Frente Nacional, el 7 de agosto de 1958 (Urán, 1983, pp. 129-140).

Los populismos tampoco habían llegado a ser alternativa de gobierno: Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado en un momento en que tenía altas posibilidades de llegar al poder, y el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla no pasó de ser una simple “tentación populista”, ante el agotamiento de los recursos fiscales con que contó durante los primeros dieciocho meses de su gestión. En contrapartida, lo que se podía observar en este país eran dos aspectos: la permanencia y la hegemonía de dos partidos políticos -el Liberal y el Conservador-, desde su fundación, a mediados del siglo XIX -un hecho insólito en otros países de la región y las altas dosis de violencia en nombre de estas mismas colectividades políticas, que se habían presentado en momentos específicos y se mezclaban de manera intermitente con la estabilidad institucional (Valencia, 2015, pp. 17-30).

Colombia se caracterizaba en el momento de su llegada por un extremo conservadurismo, pero era también el escenario de una “revolución cultural” (Tirado, 2014), en el marco de un proceso de convalecencia por los más de quince años de violencia liberal-conservadora, que había dejado un gran número de muertos, destruido buena parte de las zonas rurales de la región central, y propiciado una crisis institucional, que se trataba de resolver con un pacto entre los partidos. El Frente Nacional consistía en la alternación en la presidencia de la República (primero por 12 años, postergados luego a 16) y el reparto por mitades de los puestos públicos. Este acuerdo también era un “acuerdo tácito” de impunidad con respecto a las responsabilidades que las élites habían tenido en los acontecimientos de los últimos años.

A su arribo al país, Daniel Pécaut tenía una formación en filosofía y ciencias sociales en la École normale supérieure, donde se formaban los grandes académicos franceses de la época. No es fácil entender las razones que llevaron a un intelectual, con tan altas posibilidades de éxito en su país de origen, a interesarse en el caso colombiano. Tal vez, la “rareza” de la situación colombiana fue uno de sus mayores atractivos (Valencia, 2017, pp. 27-76). Buena parte de su obra puede interpretarse como un intento por descifrar la singularidad del caso colombiano en el contexto latinoamericano.

Después de su primer contacto con el país, las visitas se hicieron cada vez más frecuentes. Fue profesor de la Universidad Nacional de Bogotá durante cerca de dos años, y hasta sus hijos nacieron en tierra colombiana. Durante varias décadas hizo un seguimiento minucioso de todo lo que sucedía en Colombia, con base en la prensa de la época, en los periódicos especializados de los partidos políticos (como es el caso de Jornada, el periódico del gaitanismo), en el contacto directo con los protagonistas del conflicto y, obviamente, en el trato con sus colegas colombianos. Visitaba el país al menos dos veces por año, con excepción de un pequeño periodo, durante la década de 1980, en el que se consagró al estudio de Brasil.

Daniel Pécaut fue profesor de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), director del Centre d’Études des Mouvements Sociaux (CMS) y director de la revista Problèmes d´Amérique Latine (PAL). Como directeur d´études, orientó a muchos colombianos que pasaron por París y dejaron su impronta con trabajos notables que hoy en día son patrimonio de los estudios sobre la sociedad colombiana. En este marco, se convirtió, al lado de otras figuras prominentes, en uno de los referentes fundamentales de Colombia en los estudios que sobre América Latina se llevaban a cabo en Francia en la EHESS o en otros lugares.

Con el paso de los años, el profesor Daniel Pécaut logró en Colombia un altísimo reconocimiento por su trabajo de investigación, y la audiencia interesada en conocer su punto de vista sobre el conflicto colombiano fue creciendo. No solo la academia, sino también los sectores gubernamentales, las ONG, los medios periodísticos y diversos sectores de opinión -e incluso, de poder, a la derecha o a la izquierda-, lo buscaban para escuchar sus opiniones y debatir puntos de vista sobre la situación del país (Pécaut, 2003, pp. 13-15). Durante los últimos años hizo parte del Comité Asesor del Centro Nacional de Memoria Histórica, y participó en el informe de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas. Como reconocimiento a su trabajo, la Universidad Nacional le otorgó un doctorado honoris causa en 2000, y el Gobierno colombiano, poco después, la ciudadanía.

Nuestro mundo intelectual, sin menoscabo de nuestros propios valores, se ve enriquecido en grado sumo con una mirada proveniente del exterior, como relevo para comprender nuestra propia situación. Una experiencia histórica y social distinta de la nuestra le ha permitido percibir dimensiones de nuestra situación que no necesariamente son visibles desde adentro.

LA OBRA

Daniel Pécaut ha construido sobre Colombia una importante obra histórica y sociológica, representada en diez libros. Si se toman en cuenta los periodos que abarcan, podemos concluir que dicha obra no se limita al estudio del conflicto y La Violencia, sino que representa una labor de historiador de largo plazo, cuyo punto de partida sería el capítulo primero del libro Orden y violencia, en el que hace un balance de la situación colombiana entre 1850 y 1930.

Política y sindicalismo en Colombia, publicado en 1973, le permitió ganar un espacio propio en los estudios historiográficos sobre el país; sobre todo, acerca del periodo 1930-1970. Este libro fue escrito con la intención de que fuera la introducción al estudio sobre la clase obrera, llevado a cabo en el marco de la investigación de la que fue responsable en Colombia. La discusión en torno a la relación entre la situación del país y la teoría de la dependencia -que estaba en ese momento en el primer plano de la interpretación de América Latina- constituye uno de los ejes fundamentales alrededor del cual se organiza la disertación.

El segundo libro, L´ordre et la violence. Évolution socio-politique de la Colombie entre 1930 et 1953, fue publicado en francés en 1987, y corresponde a su tesis de Doctorat d’État. En Colombia se han publicado tres ediciones, con algunas variaciones en su título (1987, 2005 y 2013). Orden y violencia. Colombia 1930-1953 fue publicada por el Grupo Editorial de la Universidad EAFIT, con traducción de Alberto Valencia Gutiérrez, y sobre la base de un minucioso trabajo editorial del que hizo parte el traductor del libro.

El tercer libro, Crónica de dos décadas de política colombiana 1968-1988, fue publicado inicialmente en 1988, y reeditado con nuevos estudios, en 2006, como Crónica de cuatro décadas de política colombiana. Los capítulos corresponden a documentos publicados en revistas francesas, y dirigidos a un público no especialista en el tema colombiano, razón por la cual el autor le da el nombre de “crónicas”. Sin embargo, el minucioso seguimiento que aparece en dichos ensayos sobre el día a día de la situación colombiana durante seis periodos presidenciales convierte a estos trabajos en una fuente invaluable para el investigador vernáculo. La segunda versión incluye algunos ensayos adicionales sobre las negociaciones de El Caguán y el lugar del conflicto en el contexto global.

El cuarto libro, Guerra contra la sociedad, publicado en 2001, recoge ensayos sobre la violencia de las últimas décadas del siglo XX. Los investigadores sobre la violencia contemporánea aún discuten si se trata de una “guerra”, un “conflicto”, “terrorismo” o, simplemente, una “guerra sin nombre”. El autor introduce en la discusión el término guerra contra la sociedad para denominar a un conflicto en el que se enfrentan actores armados a espaldas de los pobladores, que terminan siendo víctimas de un enfrentamiento por interpuesta persona.

El quinto libro, Violencia y política. Elementos de reflexión, fue publicado por la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad del Valle, en 2003. De su contenido cabe resaltar dos conferencias dictadas por el autor en diferentes momentos en esa institución académica, acerca de la violencia clásica (1986) y la violencia contemporánea (1993), un estudio sobre el nacimiento de las guerrillas, y, sobre todo, el ensayo “Memoria imposible, historia imposible, olvido imposible”, escrito en 2002, que representa la entronización teórica y empírica del problema de la memoria en los estudios sobre el conflicto colombiano. El conjunto del libro representa una excelente introducción a su obra, ya que aquí están presentes buena parte de los componentes de su reflexión. “Acerca de la violencia de los años cincuenta”, uno de los ensayos que encabezan el volumen, es una excelente ayuda para la comprensión de su obra cumbre: Orden y violencia.

El sexto libro, Midiendo fuerzas. Balance del primer año de gobierno de Álvaro Uribe Vélez, es un libro de coyuntura publicado en 2003, y en el que, como su nombre lo indica, se hace un balance de la política de Seguridad Democrática, que se inauguró en 2002. El séptimo libro, Las FARC ¿una guerrilla sin fin o sin fines?, es un estudio dedicado a la principal guerrilla colombiana: un relato de sus orígenes, de su desarrollo y su radicalización, de su organización y sus formas de operar: recursos, efectivos, reclutamiento; estrategias, discursos y uso del terror; vínculos con el movimiento bolivariano de Hugo Chávez, etc. El libro fue publicado en 2008, en el momento mismo en que comienza el declive de la organización.

El octavo libro, La experiencia de la violencia: los desafíos del relato y la memoria, fue publicado en 2013, y recoge algunos de los principales textos ya publicados anteriormente, un trabajo inédito sobre las FARC-EP y una versión revisada de la traducción del ensayo “Presente, pasado y futuro de la violencia”, el más importante de los escritos del profesor Pécaut sobre la violencia de la década de 1990.

El noveno libro, En busca de la nación colombiana. Conversaciones con Alberto Valencia Gutiérrez, es una larga entrevista en la que se reconstruyen su biografía personal y su desarrollo académico desde sus comienzos, y se lleva a cabo una discusión sobre los grandes temas de estudio que aparecen en sus obras, una por una. El libro concluye con un análisis del proceso de paz de La Habana y una serie de reflexiones sobre los actuales desafíos de la memoria y de la historia en el caso colombiano.

El décimo libro, Modernización y enfrentamientos armados en la Colombia del siglo XX, publicado en octubre de 2019, por el Programa Editorial de la Universidad del Valle, recoge, entre otros artículos menores, un ensayo académico que resume cien años de historia, publicado para la conmemoración del grito de independencia; y el trabajo presentado en 2015 para la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, que se creó en el marco de las negociaciones de paz con la guerrilla de las FARC-EP en La Habana, en 2015.

El conjunto de la obra de Pécaut incluye muchos otros ensayos que no han sido publicados en forma de libro y dos textos emblemáticos sobre Brasil: Entre le peuple et la nation: les intellectuels et la politique au Brésil (1989) y Métamorphoses de la représentation polítique au Brésil et en Europe (1991). Estos libros expresan su interés en el papel de los intelectuales en la construcción de la nación, que también está presente en el estudio de la situación colombiana, así no haya sido objeto de una obra en particular.

EL MODELO DE ANÁLISIS

El libro Orden y Violencia ha sido ampliamente reconocido y valorado, y se ha integrado a la bibliografía básica de la historiografía colombiana, no solo para quien se interese en el periodo objeto de estudio, sino para quien quiera comprender el actual conflicto colombiano en perspectiva histórica. No han aparecido al respecto suficientes reseñas críticas ni ensayos consagrados a un análisis exhaustivo, con pocas excepciones, hasta el punto de que, parafraseando una frase de François Furet sobre El antiguo régimen y la Revolución -una obra de Alexis de Tocqueville-, se podría decir que el tema “ha sido más citado que leído y más leído que comprendido” (Furet, 1980, p. 29).

El libro podría ser considerado una especie de “ópera inconclusa”, con una obertura, tres actos y un final abierto, del periodo comprendido entre 1930 y 1953. El capítulo primero (“A la espera de la inserción en la economía mundial”), relativamente extenso, podría tomarse como un prólogo, donde se lleva a cabo la presentación exhaustiva del “orden oligárquico” existente en Colombia desde mediados del siglo XIX y el final de la República Conservadora, en 1930. Los siguientes cuatro capítulos giran en torno a tres problemas fundamentales, debidamente contextualizados: la Revolución en Marcha, de López Pumarejo (“La República elitista y popular 1930-1938”); el gaitanismo (“El momento del populismo 1945-1948”), y La Violencia (“Algunas consideraciones sobre La Violencia 1948 -1953”). El capítulo tercero (“De la regulación estatal a la desregulación social 1938-1945”) aparece como una transición entre la Revolución en Marcha y la irrupción del gaitanismo. El libro termina en 1953, y no en 1958, momento de inauguración del Frente Nacional, como sería lo esperable, por razones estrictamente personales (Valencia, 2017, p. 169). El epílogo de la obra hay que buscarlo, entonces, en los trabajos posteriores.

En cada uno de los capítulos se presenta una descripción exhaustiva de aspectos económicos, sociales y políticos: el Estado, los grupos dominantes, los distintos sectores sociales comprometidos, los militares, la situación económica, los conflictos agrarios, las principales instituciones, el modelo económico, los sindicatos, los gremios, el lugar de los sectores populares y la clase obrera, las movilizaciones sociales y políticas, los procesos electorales, los partidos políticos, etc. Y todo ello, en el marco de una compleja interacción entre tres dimensiones de análisis: los contextos, los actores y los acontecimientos, y las representaciones en juego. Las líneas de demarcación entre los tres aspectos muchas veces son difusas, porque se pasa sin solución de continuidad de uno a otro.

El modelo de análisis resulta de la combinación de las tres dimensiones mencionadas. El libro se preocupa, capítulo por capítulo, por hacer referencia a las “causas objetivas”, que “pertenecen a otro orden de realidad diferente al orden de las conductas y de las representaciones de los actores”; es decir, a los aspectos situacionales en los que se inscriben los fenómenos estudiados. Según afirma el autor, ningún fenómeno surge en un “vacío social”; es decir, por fuera de un contexto particular. Sin embargo, la idea es no limitarse simplemente a estos “factores objetivos” en cualquiera de los campos de que se trate (económicos, sociales o políticos) ni a “explicaciones deterministas o casuales”. No se trata solo de mostrar la correlación de fuerzas comprometidas en cada caso. Hay que ir más allá del “sustrato material objetivo”, para mostrar la manera como este es aprehendido por diversos sectores sociales e incluido en una lógica con sentido (Pécaut, 2003, pp. 29-33).

La idea es que los contextos, cualesquiera que sean, solo se pueden entender en el marco de los procesos de constitución de dichos contextos. La dinámica de las relaciones sociales mismas, donde están presentes los actores sociales y se ponen en juego sus representaciones constituye el medio a través del cual esos contextos se transforman en causalidades. Por tal motivo es necesario, entonces, dar cuenta de la manera como los actores sociales perciben y construyen sus actos y dan sentido a su experiencia. No se puede dar el salto de unas supuestas “causas objetivas” a los hechos particulares, y no se puede separar “el orden de la acción del orden de la representación”. Las formas de la causalidad son múltiples, tienen que ver no solo con “lo real”, con las estructuras, sino, sobre todo, con las construcciones que se elaboran en la práctica por parte de los actores, y con sus representaciones.

El autor considera no solo las estrategias intencionales de los diversos actores en cada uno de los campos, sino también, los “efectos agregados”, o “efectos perversos”, que van más allá de las intencionalidades y contribuyen a la construcción de nuevos contextos. En el caso particular de La Violencia de la década de 1950, por ejemplo, nos muestra cómo hay un “exceso”, que va más allá de la dimensión puramente instrumental, que tiene que ver con los elementos rituales y las dimensiones simbólicas puestas en juego (Pécaut, 2012, p. 508).

El eje en torno al cual gira la investigación es la exploración, en la secuencia temporal del libro, de la dimensión de lo político como “matriz simbólica de constitución de la sociedad”, y no simplemente en su aspecto instrumental de mecánica política o del juego de transacciones entre los actores, alrededor de la conquista o la defensa del poder. Tampoco, como una instancia regional de la estructura social en contraste con otras instancias (lo económico, lo social, lo político o lo ideológico), o como una superestructura, de acuerdo con el modelo marxista vulgar.

Cada uno de los tres momentos centrales que el libro analiza (la Revolución en Marcha, el gaitanismo y La Violencia) solo son inteligibles con respecto a esta problemática central de lo político como institución simbólica de la sociedad, como espacio primordial de conformación de las relaciones sociales: el plano de “las decisiones en sentido fuerte, lo no negociable, las instituciones, la legitimidad concebida como algo más que el producto de las transacciones” (Pécaut, 2003, p. 25).

En ese orden de ideas, una de las hipótesis fundamentales del texto con respecto a la situación colombiana durante los periodos que estudia es que la violencia es una categoría central de lo político. Orden y violencia no se pueden pensar como dimensiones separadas y excluyentes, sino como complementarias e interdependientes. Según el autor, la violencia es consustancial al ejercicio de una democracia “que se funda en adhesiones colectivas y en redes privadas de dominación social; y que no aspira a institucionalizar las relaciones de fuerza que irrigan la sociedad, ya que hace de ellas el resorte de su continuidad” (Pécaut, 2012, p. 26); es decir, la violencia no es excluyente del orden social, sino interdependiente.

Como consecuencia, la referencia simbólica a la unidad de la nación es precaria. Los ciudadanos no se reconocen en la pertenencia a una comunidad imaginada llamada nación. No existe una institución simbólica de lo social o una visión de nación. La dimensión de lo social se encuentra profundamente fragmentada, y no ofrece la definición de contradicciones bien definidas. Por el contrario, la oposición amigo-enemigo, como alternativa excluyente en la que solo cuenta el antagonismo, en la que el otro aparece como el enemigo, sin referencia a un contenido concreto, toma la delantera e impide conformar una mediación, un tercer espacio intermedio que permita el reconocimiento mutuo y la construcción de alguna forma de institucionalidad. No existe, pues, un espacio común que sirva de sustrato a la política.

Se define así la singularidad del caso colombiano, que no se puede entender en la secuencia militarismo-populismo-militarismo, como Argentina; ni en la de dictadura-democracia, como Chile, ni en la de populismo militarista, como en Brasil, sino como la combinación de orden y violencia. Colombia, como ya lo hemos observado, no ha conocido gobiernos de carácter populista ni dictaduras militares sangrientas. La presencia de altas dosis de violencia no interrumpe la dinámica institucional, sino que se integra a ella. En momentos de crisis, nos dice el autor, la gran amenaza no es la llegada de una dictadura, sino el retorno de la violencia.

El libro invita a comprender el conflicto contemporáneo en términos de una secuencia histórica, pero no en el marco de una concepción lineal de la temporalidad, en una secuencia de hechos concatenados, sino en una concepción circular o espiral que reinterpreta lo anterior en el marco de una nueva lógica y en referencia a nuevos aspectos, a la manera de una nueva “voluntad de poder”, en el sentido nietzscheano de la palabra (Deleuze, 1971, pp. 73-77).

Existen continuidades y discontinuidades manifiestas. El análisis de las continuidades pone de presente la “inercia de ciertos datos contextuales”; el análisis de las discontinuidades hace referencia “a las intervenciones de los actores y al cambio en las relaciones de fuerza” (Valencia, 2017, p. 126). La Violencia del decenio de 1950 no es la misma que se conoció en las guerras civiles del siglo XIX, así los emblemas del bipartidismo sigan siendo componentes fundamentales de los enfrentamientos. Los antiguos conflictos agrarios siguen presentes en algunos lugares, pero La Violencia también se presenta en regiones en los que no habían tenido lugar, como el antiguo departamento de Caldas. La violencia puede relacionarse con una precaria situación económica, como en la guerra de los Mil Días, o coincidir con un boom económico, como el que se conoció entre 1949 y 1955. El bandolerismo no necesariamente condujo a las guerrillas revolucionarias de la década de 1960, organizadas de otro modo y con ideologías renovadas. El estudio de la violencia de la década de 1990, tal como aparece de manera emblemática en el texto “Presente, pasado y futuro de la violencia” se inscribe, como su nombre lo dice, en esta misma concepción circular del tiempo: hay nuevos ingredientes, que reinterpretan la situación anterior, y no simplemente la continúan (Pécaut, 2013, pp. 13-67).

LA EXÉGESIS DEL LIBRO

El libro Orden y violencia no consiste en una simple presentación factual de lo sucedido, organizada con alguna coherencia y sobre la base de un referente teórico sencillo, como es el caso de muchos libros homólogos, sino en una propuesta de interpretación sobre cada uno de los temas que toca; incluso, sobre el conjunto de la sociedad colombiana. La dilucidación de esta característica pasa por el análisis de la manera como se integra la presentación de los hechos empíricos con planteamientos teóricos de carácter general, en un “va y viene” permanente; también, por la forma como se concilian las exigencias de un trabajo empírico con los grandes problemas de la filosofía, el psicoanálisis y las ciencias sociales en general, propios de la discusión que se llevaba a cabo en Francia para el momento en que se escribió el libro, o en otras referencias clásicas. En la intersección de ambos órdenes irrumpe la construcción de significados.

En Orden y violencia no hay un marco teórico que sirva como punto de referencia, entendido esto último como un conjunto de proposiciones en las cuales se pretenda insertar una realidad o de la cual esta se deduzca posteriormente; un realismo analítico, a la manera de Talcott Parsons, quien considera que mientras más se perfeccione la teoría más cerca se está de describir la realidad. Los elementos de carácter teórico o general no aparecen en un capítulo aparte del libro, sino entreverados en la narración del texto, como un párrafo más entre otros párrafos; muchas veces, en los momentos más inesperados para el lector y, en algunos casos, sin suministrar elementos suficientes para su comprensión.

La teoría, de acuerdo con la tradicional distinción kantiana, no aparece como un “principio constitutivo de la experiencia”, como la constatación a priori de una realidad, sino como una “idea reguladora”, un punto de referencia a partir del cual se construyen problemas (Kant, 1994, pp. 530-546). Sobre esta base, el libro no solo produce hipótesis específicas con respecto a la situación colombiana, sino que elabora referentes teóricos, un “saber pasado y provisional”, que puede ser puesto en relación con hechos nuevos para su interpretación (Weber, 1993, pp. 74-101). Un trabajo hermenéutico minucioso debe conducirnos a dilucidar dichas propuestas o hipótesis, de tal manera que el libro pueda cumplir efectivamente el destino al que va orientado: convertirse en un punto de partida de un campo de investigación ilustrada sobre la sociedad colombiana, la violencia y el conflicto.

La oposición excluyente entre investigación empírica y exégesis ha marcado el desarrollo de las ciencias sociales, no solo en Colombia, sino en otros países latinoamericanos. La exégesis es considerada por muchos un trabajo diletante y especulativo con respecto a la labor de verdad importante, que sería la observación de los hechos. En el caso particular de Orden y violencia, trataremos de sustentar la necesidad de una exégesis compleja y exhaustiva del texto, que permita precisar su significado. El punto de partida es considerar que el libro va dirigido a tres interlocutores, y que la fragmentación de su lectura en uno solo de los destinatarios deja por fuera buena parte de su contenido.

En el nivel más básico, el primer interlocutor es la historiografía colombiana del periodo, tal como esta se despliega en el campo intelectual de historiadores y sociólogos que se ocupan de la historia del siglo XX. Tomado en el estrecho ámbito de los debates internos, el libro aporta hipótesis y análisis relacionados con aspectos específicos, cuya lista sería innumerable: las clases medias, La Violencia, las disputas partidistas, los populismos, la secularización impulsada por gobiernos liberales, la reforma agraria, etc. En este nivel cabría recuperar el diálogo que el libro establece con obras clásicas de autores como Paul Oquist, Fernán González, Marco Palacios, Frank Safford, David Bushnell, James D. Henderson y muchos otros.

No obstante, la lectura circunscrita a este nivel, sin tomar en cuenta la triple interlocución, no permite captar de manera plena su significado. Ha sido costumbre considerar, por ejemplo -en una crasa malinterpretación de sus implicaciones-, que la explicación posible del desencadenamiento del conflicto que propone Pécaut se inscribe en línea de continuidad con la hipótesis del “derrumbe parcial del Estado”, propuesta por Paul Oquist (1978, pp. 181-272). Este tipo de consideración no tiene en cuenta que en Orden y violencia el Estado no se reduce a un simple aparato físico, administrativo y político, sino que es considerado el “soporte de la representación de la realidad simbólica de la nación”, como veremos más adelante. Para comprender esta orientación es importante tomar en cuenta la referencia a los debates sociológicos en los que se inscribe la elaboración del texto.

En un segundo nivel intermedio, el libro establece un diálogo con las polémicas existentes en el momento en la sociología latinoamericana en torno al Estado y el modelo de desarrollo, en autores como Fernando Henrique Cardoso, Enzo Faleto, Celso Furtado y Francisco Weffort, entre otros; incluso, la CEPAL. La orientación dominante en ese momento era la teoría de la dependencia, y la idea era tratar de mostrar cómo se interpreta la peculiaridad de la situación colombiana en ese marco. El lector puede encontrar a comienzos del capítulo segundo una reflexión de carácter general sobre las distintas esferas del Estado, lo que permite precisar los lineamientos básicos de ese debate, el cual merece un ensayo aparte (Pécaut, 2012, pp. 122-136).

En un tercer nivel, el libro establece un diálogo con los grandes problemas de las ciencias sociales en general y con los problemas planteados de manera más particular en la sociología francesa. Los autores más representativos al respecto son, en la propia versión del autor: por una parte, Alain Touraine, con quien aprendió a formar una sensibilidad con respecto al significado de los actores sociales como constructores originales y autónomos de significado, y como redefinidores de los contextos en los que actúan; por otra, Claude Lefort, François Furet, Marcel Gauchet y Cornelius Castoriadis, que han puesto sobre el tapete el tema de “la institución simbólica de lo social y la dimensión de lo imaginario”, de acuerdo con sus propios términos (Valencia, 2017, p. 160). A la lista habría que agregar la importancia fundamental de Carl Schmitt, con su noción de la dialéctica amigo-enemigo, y de Alexis de Tocqueville, con su contraposición entre “estado social” y organización política, y la idea de igualdad de condiciones, como definición del imaginario político de nuestra época. Igualmente, el psicoanálisis, tanto en su versión freudiana como en la lacaniana, según veremos más adelante.

El autor establece un diálogo con autores y teorías y con otros textos, en términos de lo que podríamos llamar, apelando a un recurso lingüístico, la intertextualidad. No se trata simplemente de citar a un autor con base en el uso de las comillas, sino de incluir un texto dentro de otro texto, en una relación de doble vía, de tal manera que ambos resulten enriquecidos. Dos ejemplos se pueden traer a cuento a este respecto.

Para mostrar cuáles son las características de La Violencia de los años cincuenta del siglo XX, el autor apela a la noción freudiana de inquietante extrañeza, que hace referencia a un artículo de Freud llamado en alemán Das Unheimliche y traducido al español como “lo siniestro” (Freud, 1973, pp. 2483-2505) o “lo ominoso” (Freud, 1979, pp. 219-251), de acuerdo con la diferente traducción. Freud nos muestra cómo lo que nos produce horror es el regreso de algo que, de alguna manera, fue familiar y luego sucumbió a la represión, y elabora una larga lista: la muñeca rota, la castración de los ojos, el doble, la repetición involuntaria de una situación, los presentimientos cumplidos, el carácter animado de lo inanimado, la relación con la muerte, la epilepsia, etc. Pécaut, por su parte, a esta larga enumeración agrega las características de La Violencia del decenio de 1950 (Pécaut, 2012, pp. 503-511). Ambos textos se enriquecen, y de la intertextualidad resulta, pues, la postulación de una hipótesis sobre la manera como en el origen familiar de las filiaciones políticas (“se nace liberal o conservador”) podría estar, entonces, la respuesta a la pregunta de por qué la gente se mataba de esa manera, en nombre de dos partidos que no tenían diferencias claras en términos sociales, económicos o políticos (Valencia, 2002, pp. 101-130). La inquietante extrañeza se vincula, igualmente, con la idea del exterior de lo social, un aporte fundamental del libro.

Un ejemplo similar puede encontrarse en la manera como Pécaut inscribe la irrupción de La Violencia en la interpretación de la Revolución francesa que hace François Furet, para dar cuenta de la novedad del “estallido revolucionario” de 1789. En ambos casos se trata de procesos sociales desencadenados como resultado de la “anulación de la eficacia simbólica del poder” (Pécaut, 2012, p. 535). La misma hipótesis se convierte, entonces, en criterio exegético para entender lo que ocurre en dos fenómenos no necesariamente homólogos: una revolución y una situación anómica generalizada de caos y de violencia. Al final de este ensayo volveremos sobre tal problema. La intertextualidad también podría encontrarse en la manera como cita textos de manera secreta, sin que el lector no ilustrado se percate, como ocurre con las referencias al pensamiento de Jacques Lacan.

REAL, SIMBÓLICO, IMAGINARIO

El autor ha señalado repetidas veces que la peculiaridad de Orden y violencia es poner de presente la dimensión imaginaria de los procesos sociales, para tomar distancia de una “historia positivista”, para la cual “el enunciado de los hechos es suficiente, desconociendo la manera como estos “están atrapados en redes complejas con sentido” (Valencia, 1917, p. 165). El motivo por el cual este libro no ha sido comprendido, agregamos aquí, tiene que ver, precisamente, con que los lectores reducen sus planteamientos a una descripción de “hechos objetivos”, sin tomar en cuenta lo que tiene que ver con actores y representaciones, y con la manera como se integra, en este marco, el análisis de la dimensión imaginaria y simbólica de los hechos en consideración.

El psicoanálisis, a este respecto, es una de las matrices teóricas fundamentales del libro, tanto en su versión freudiana como en su versión lacaniana. Los autores que hemos mencionado como inspiradores de sus referentes teóricos (Lefort, Gauchet, Castoriadis e, incluso, Furet) tienen en común, en palabras del propio Pécaut, “una familiaridad con las teorías psicoanalíticas”; pero, sobre todo, con la obra de Jacques Lacan. El autor, por su parte, confiesa que “nunca ha pretendido tener un dominio sobre todos los arcanos de los esquemas lacanianos”, pero reconoce que el recurso para salir de una “explicación material de los términos históricos” y “tomar distancia de los razonamientos sociológicos, basados en una orientación exclusiva” hacia la dimensión objetiva, ha sido darles importancia a las dimensiones de lo simbólico y de lo imaginario (Valencia, 2017, p. 164).

En síntesis, pues, el punto céntrico y fundamental, el elemento común que permite integrar buena parte de las referencias intelectuales del texto -sobre todo, las relacionadas con el psicoanálisis- se encuentra en la diferenciación que elabora Lacan entre los órdenes de lo real, lo simbólico y lo imaginario, como trataremos de mostrar a renglón seguido. La distinción entre estos tres términos, expresada en términos muy sencillos, alude a un tipo de relación social que se conforma en la interdependencia entre tres elementos: un uno, un otro y un tercero (le tiers), como espacio de mediación, tal cual puede verse en la estructura de los pronombres personales.

Una relación social inscrita en una dimensión simbólica se define por la existencia de un espacio abstracto e impersonal, trascendente a los actores implicados -a su vez, mediación fundamental de su relación-. En este marco, ni la identidad, ni la imagen de sí ni la imagen del adversario dependen de una relación inmediata y directa, sino de la presencia de un tercer elemento, que hace posible reconocer las diferencias y solucionarlas por una vía distinta de su anulación o su desconocimiento. El sencillo ejemplo que, por lo general, presenta Lacan es el de un matrimonio (Tu es ma femme, je suis ton époux), en el que las identidades son el resultado de la existencia de un orden social externo que legítima la unión: “El símbolo, nos dice el autor, introduce un tercero (tiers), elemento de mediación, que sitúa los dos personajes en presencia, los hace pasar a otro plano, y los modifica” (Lacan, 1975, p. 178).

Una relación social inscrita en una dimensión imaginaria alude a una relación dual, caracterizada por la inexistencia de un espacio simbólico de mediación. Ante esta carencia, las identidades sociales tienden a encontrar su fundamento en la contraposición inmediata entre los actores. El “otro” aparece de forma directa, y no mediada; por consiguiente, asume la forma de un “otro absoluto”, radicalmente distinto. Es el extranjero, pero, al mismo tiempo, el semejante, “el mismo que yo”, mi imagen especular en las múltiples figuras del doble. La relación se establece, entonces, en una lógica excluyente de la ausencia o la presencia total, un “adentro” y un “afuera”, fuente radical y absoluta de hostilidad. De acuerdo con Lacan, la afirmación de la identidad de uno de los componentes tiene como condición la anulación de la identidad del otro, y viceversa: “si tú eres, yo no soy. Si yo soy, eres tú quien no eres”.1 Ante la inexistencia de un tercer elemento que relativice la diferencia, la relación solo se puede resolver por el aniquilamiento o la desaparición del otro.

Una relación social que permita la convivencia y la sociabilidad se constituye en el momento en que es posible sobreponer, a las múltiples formas de la exclusión imaginaria, una dimensión de reconocimiento que haga posible la alteridad y el conflicto. La tensión, sin embargo, se mantiene, y en cualquier momento la anulación de la dimensión simbólica puede propiciar el predominio de la dualidad imaginaria, en términos fantasmagóricos o reales, la exclusión o la violencia.

Lo real, aquello a lo que no se puede tener acceso por sí mismo, se construye en el marco de la relación entre lo simbólico y lo imaginario, y se expresa por sus efectos indirectos. La “irrupción de lo real”, lo no inscrito en un proceso de simbolización, implica la disolución del vínculo. En el marco de la dialéctica establecida entre estos tres elementos, se podría afirmar, entonces, que “el conflicto y la hostilidad son tan constitutivos del vínculo social, como la interdependencia misma y que la noción de una sociedad armónica es una contradicción en los términos” (Zuleta, 1994, p. 71).

El vínculo de Pécaut con estas ideas presentes en su ámbito intelectual se lleva a cabo no solo de manera directa -dada su inmersión en el ambiente intelectual francés de su momento, y en el cual “el psicoanálisis hace parte del aire que se respira”-, sino también, a través de la influencia de los autores que hemos mencionado; en especial, Claude Lefort. El autor lo dice claramente: “las ideas de Lefort están omnipresentes en mi trabajo pero yo me refiero a ellas para ayudarme a elaborar una interpretación en contraste con ellas” (Valencia, 2017, p. 161).

En Orden y violencia aparecen citados cuatro textos de Lefort cuya lectura, en el marco de la intertextualidad que hemos mencionado, es indispensable para la comprensión global del libro: L´invention démocratique, y en particular, el ensayo “L’image du corps et le totalitarisme” (Pécaut, 2012, p. 21); “Esquisse d’une genèse de l´ideologie dans les societés modernes”; “Sur la démocratie: Le politique et l’institution de lo social”, escrito en colaboración con Marcel Gauchet (Pécaut, 2012, p. 120), y “Penser la révolution dans la Révolution française” (Pécaut, 2012, pp. 121 y 535). Los ensayos de Lefort presentan, en las propias palabras de Pécaut, “una adaptación de la conceptualización lacaniana al análisis de lo social” (Valencia, 2017 p. 164).

Y en efecto, el juego de los términos entre lo real, lo simbólico y lo imaginario es ampliamente desarrollado en la obra de Lefort, en un diálogo permanente con la obra de Marx y Maquiavelo, en primer lugar, pero también, con muchos otros autores (Maurice Merleau-Ponty, antropólogos, historiadores…). Si bien Lefort no utiliza de forma directa la terminología lacaniana, sus huellas están presentes en toda su obra, como él mismo lo reconoce al final del artículo “La imagen del cuerpo y el totalitarismo” donde afirma que sus reflexiones “se nutren de la problemática del psicoanálisis” bajo la idea de que “la experiencia del psicoanálisis ha sido posible gracias a la situación histórica que la democracia inaugura” (Lefort, 1981, p. 175).

La idea del filósofo es que una sociedad es atravesada por el conflicto en todas sus relaciones y en todas sus instituciones, pero tiene, al mismo tiempo, una unidad, una dimensión simbólica; es decir, un espacio de valores y de referencias comunes que todos comparten, que hace posible su existencia. El poder, por su parte, no se reduce a su sentido instrumental; no es un simple medio de coacción, sino que tiene un estatuto simbólico que permite crear la unidad de un grupo humano y establecer referencias para la construcción de las identidades sociales (Valencia, 2014, pp. 181-212).

Desde ese punto de vista, dos preguntas fundamentales orientan su investigación. En primer lugar, el análisis del lugar y la posición del poder; es decir, de su estatuto simbólico, que define la forma de ser de una sociedad y el sentido de sus relaciones. El poder no es el instrumento para terminar con el conflicto, como se diría en la tradición marxista, sino, por el contrario, una forma de hacerlo posible en un sentido creativo y positivo. La pertenencia al mismo espacio social existe gracias al poder, que es el elemento central en la constitución de la unidad de una sociedad.

En segundo lugar, la manera como se descifran las divisiones sociales, que son irreductibles, insuperables, constitutivas; una sociedad se define por el lugar y el sentido que da a la división entre sus miembros. La división es posible porque existe un espacio social común al que pertenecemos unos y otros al mismo tiempo. Hay que preguntar siempre por el tipo de relación que una sociedad establece con su propia división. Hay que pensar la sociedad no solo en su unidad, sino en su diversidad.

A partir de esas dos preguntas, define Lefort la diferencia entre la democracia y el totalitarismo. En la democracia, el poder aparece como una metáfora del cuerpo social, como un lugar vacío, que no se identifica con una persona o un grupo concreto, se ejerce de manera transitoria, se somete a una ley preestablecida y tiene su fundamento en la propia sociedad. En el totalitarismo, el poder aparece como una metonimia del cuerpo social, como una parte desprendida del todo, como una emanación, representado por la persona concreta del gobernante hasta el punto de que se lo considera inseparable de su propio cuerpo. El totalitarismo tiene su origen en el mismo acontecimiento fundador de la democracia -es decir, en la constitución simbólica del poder como un lugar vacío-, pero para invertir su sentido, y colmar así la indeterminación que la democracia representa (Lefort, 1981, pp. 159-176).

Con respecto a la manera de descifrar la división social, el gesto inaugural de una democracia es el reconocimiento de que el conflicto es constitutivo de las relaciones sociales y, por consiguiente, insuperable. El totalitarismo, por el contrario, deniega la división social, en el sentido freudiano de la denegación (Freud, 2003, pp. 253-257), y desplaza el conflicto a la oposición entre un interior bueno y un exterior amenazante.

Los planteamientos de Lefort constituyen para Pécaut una idea reguladora, a fin de aproximarse a la situación colombiana; es decir, no se trata de “corroborar una teoría” para mostrar si en Colombia existe democracia o totalitarismo, sino de formular preguntas para indagar por el lugar del poder y por la manera como se descifran las divisiones sociales en el periodo considerado.

Lefort es un punto de referencia inicial, omnipresente en Orden y violencia, pero el autor agrega algunos planteamientos que van más allá de lo que el filósofo plantea, como es el caso de la idea de que la violencia es una dimensión de lo político, cuya presencia hace imposible la institución de lo social. Igualmente, la noción de un exterior de lo social, concepto clave en la estructura del texto, y que para muchos lectores aparece como incomprensible. Pécaut nos cuenta que en la sustentación de su tesis de doctorado el propio Lefort se preguntaba de dónde había salido esa expresión. En otros términos, el autor parte de Lefort, pero, a su vez, enriquece sus planteamientos y da un paso más allá, como debe ser en la investigación académica.

LA ÓPERA EN TRES ACTOS

La distinción entre lo real, lo simbólico y lo imaginario, reinterpretada a la luz de Lefort y Gauchet y las dos preguntas derivadas (el lugar y la posición de poder y el desciframiento de la división social) nos permiten recorrer de un extremo a otro el libro Orden y violencia, en cada uno de los tres momentos fundamentales que el texto privilegia: la Revolución en Marcha, el gaitanismo y La Violencia. En las líneas siguientes trataremos de presentar algunos mojones que nos sirvan de punto de referencia para la lectura del libro, con más énfasis en las dimensiones imaginarias y simbólicas, que en los “hechos objetivos”.

La Revolución en Marcha, impulsada por Alfonso López Pumarejo (1934-1938), irrumpe en un momento en el que la mayoría de los países occidentales están saliendo de la Gran Depresión (1929 -1935), que socavó los fundamentos del capitalismo de aquel entonces. El intervencionismo de Estado había pasado al primer plano como solución a la crisis en América Latina. En el caso colombiano, coexisten en el mismo momento, al lado de la nueva modalidad de intervención del Estado, el “liberalismo económico” y las “supervivencias” de un “orden oligárquico”, caracterizado por la “apropiación privada de lo político”.

El análisis que lleva a cabo Pécaut acerca del intervencionismo económico pone de presente que esta nueva modalidad de manejo del Estado está al servicio de varios objetivos: la protección de la economía de la influencia del exterior; la preocupación por la suerte de los consumidores “que pagan el costo de la protección” con el aumento de los precios de las mercancías provenientes de afuera; la corrección del desequilibrio entre el capital y el trabajo, y entre el individuo y la empresa, y la participación directa del Estado en las actividades económicas y en las grandes inversiones (Pécaut, 2012, pp. 193-201).

Sin embargo, más allá de estas prácticas concretas, el énfasis más importante recae sobre la idea de que el intervencionismo es el punto de partida de un nuevo pacto social, de una novedosa forma de institución de lo social, de una nueva relación entre el Estado y la sociedad, que garantice su unidad alrededor del Estado. En otros términos, lo que está en juego es la dimensión simbólica del Estado, su lugar y su posición.

La Revolución en Marcha, de Alfonso López, más que garantizar aspectos prácticos o utilitarios, en un sentido meramente administrativo o institucional, representa, en un primer momento, el esfuerzo por construir Estado como garante de la integridad de la sociedad, con base en una legislación social que otorgue a todos un derecho de ciudadanía social; y como mediador entre las clases sociales y referente para la construcción de las identidades de todo tipo de sectores: la clase media, los sindicatos, la clase obrera, etc. El presidente establece alianzas con todos ellos -sobre todo, con los sectores obreros-, como una forma de fundar un nuevo pacto entre la burguesía nacional y las clases populares y afirmar la unidad de lo social. Estas últimas responden positivamente a la imagen que el poder les devuelve de sí misma, aun sin que el Estado haya resuelto las múltiples desarticulaciones que lo atraviesan.

El Estado en ese momento se encuentra muy lejos de responder plenamente a la “posesión del monopolio del empleo de la violencia física y simbólica legítima”, de acuerdo con la clásica definición de Weber, completada décadas más tarde por Bourdieu (2012, p. 14), y que le permita realizar plenamente su tarea. Los monopolios que lo definen se encuentran delegados en otras instituciones. El predominio del modelo liberal de desarrollo ha llevado a que la gestión de la economía no pase por el Estado, sino que se defina en los cenáculos de los gremios económicos, con la Federación Nacional de Cafeteros a la cabeza. La educación, la regulación del Estado civil, la gestión administrativa de los territorios de misiones se encuentran en manos de la Iglesia católica, con base en un Concordato que le había otorgado ese privilegio. Las Fuerzas Militares no alcanzan a mantener un dominio completo del territorio, que permanece fragmentado y desarticulado. Las ilustraciones podrían continuar. La reforma constitucional de 1936 intenta paliar estas carencias en el marco de un proceso de secularización (Pécaut, 2012, pp. 291-293), que desmotivara los enfrentamientos religiosos.

Uno de los aspectos más frágiles de la conformación del Estado es lo que tiene que ver con la gestión de lo simbólico, cuya hegemonía le había sido disputada permanentemente por los partidos políticos, que, más que aparatos instrumentales en la lucha por la consecución o la defensa del poder, conformaban subculturas de la vida cotidiana, pertenecientes al mismo tiempo a un ámbito político y a un ámbito prepolítico de la vida privada.

Los partidos representaban un universo simbólico en el que se definían la identidad y el sentido de pertenencia de los ciudadanos, en un plano familiar y regional; pero también se conformaban en una relación de exclusión con el otro partido, hasta el punto, incluso, de que en los momentos de crisis se presentaban como representantes de “dos tipos de naturaleza”, entre las cuales solo una era reconocida como humana: “una naturaleza conservadora, asociada al reconocimiento del fundamento sobrenatural de la naturaleza humana, y una naturaleza liberal, derivada de la denegación de este fundamento sobrenatural” (Pécaut, 2012, p. 548). Al mismo tiempo que desempeñaban un papel fundamental de integración, dividían a la población en dos bandos que en determinadas coyunturas conducían a que la dialéctica amigo-enemigo asumiera una dimensión concreta.

El reflujo de la Revolución en Marcha comienza desde diciembre de 1936, cuando el mismo presidente López reclama una “pausa”. Al año siguiente ya es un hecho irreversible el desmonte del proyecto de regulación estatal, y el “pacto social lopista” no encuentra relevo. Los gremios económicos asumen abiertamente la dirección de la economía, y el poder va entrando poco a poco en un estado de “semi vacancia” que se traduce en una crisis de autoridad en su ejercicio (Pécaut, 2012, p. 351).

El ambiente se enrarece cada vez más, y se debilitan las diversas formas de regulación social. En 1944 el Estado ya no es el soporte de la unidad simbólica nacional. Lo político, que debía estar monopolizado por el Estado, queda a la deriva de su centro, y lo que aparece es una indeterminación y una inestabilidad fundamentales, una autonomización de la escena política, que puede ser llenada por los propios partidos tradicionales, o bien, por nuevos partidos y movimientos.

En este momento de crisis, “el populismo hace su entrada en la escena política colombiana”. Con el telón de fondo de la barbarie, instigada por los conservadores, en cabeza de Laureano Gómez, la marcha de Gaitán hacia el poder se vuelve incontenible. El precario espacio de conformación de la unidad simbólica del poder pretende ser colmada con la figura de un líder carismático, que mediante una “inversión metonímica (‘Yo no soy un hombre, soy un pueblo’)” realiza “el misterio de la transustanciación del héroe histórico en pueblo unificado” (Pécaut, 2012, pp. 387-408).

Gaitán se convierte en el garante de la integridad del pueblo, y las masas tienen acceso a la esfera de lo político y de la civilización incorporando el “rasgo peculiar” que distingue al líder. El poder se encarna en un caudillo de carne y hueso que, de acuerdo con Jornada (el periódico gaitanista), con su “enjuto cuerpo, casi ascético, atezado por el sol de la tierra, esconde esta gran tempestad humana que está conmoviendo a la República” (Pécaut, 2012, p. 400).

El movimiento emprende, entonces, la tarea de “recreación de lo social”, tras la desaparición de la Revolución en Marcha y del modelo de ciudadanía propuesto. Una oposición entre oligarquía y pueblo pretende reemplazar la confrontación partidista entre liberales y conservadores, como una nueva manera de descifrar la división social. La pertenencia de Gaitán al Partido Liberal conduce al movimiento a un dédalo de contradicciones en la realización de este proyecto, dado que “en ningún momento el populismo gaitanista logra romper el vínculo que lo unía con el Partido Liberal” (Pécaut, 2012, p. 469).

Uno de los apartes más notables de Orden y violencia es el análisis que lleva a cabo su autor acerca de lo que representa el gaitanismo como movimiento político y social: por una parte, la referencia al pueblo “como una simple fuerza ciega”, a la manera de las masas descritas por Gustave Le Bon; por otra, el “llamado a la identificación con un hombre” que, “hablando en nombre de la ley y de la nación se presenta a los ojos de la masa como su encarnación” (Pécaut, 2012, pp. 384) y pretende dar el paso a la conformación de un sujeto político. El movimiento se debate en una serie de parejas de oposiciones, alternativas y excluyentes: “la afirmación simultánea de una relación social instituida y de un exterior de lo social que se sustrae a la institución”, “la referencia simultánea al igualitarismo y a la jerarquía”, “una división absoluta de la sociedad y la vocación del Estado por reunificarla”. Entre ambos términos la síntesis es ilusoria, salvo la que ofrece el líder con su presencia física concreta (Pécaut, 2012, pp. 381-387).

La figura del exterior de lo social, entendida como lo que está por fuera de la institución de lo social -es decir, lo que no tiene acceso a un proceso de socialización o simbolización ni, incluso, de civilización- existía desde siempre, representada por contenidos variables, que delataban el espectro de la barbarie: las poblaciones aborígenes americanas, la irrupción del proletariado, los campesinos, las minorías étnicas, la población sobrante por fuera del sector moderno, en condiciones de marginalidad, etc. Gaitán aludía de manera permanente a este exterior de lo social, representado por la precaria condición biológica y fisiológica de los obreros urbanos (la desnutrición o la sífilis no son conservadoras ni liberales) o por la presencia de las masas peligrosas en el escenario de la política. En estas condiciones, el gaitanismo alimenta la marcha hacia la violencia, pero, al mismo tiempo, la contiene, en la frágil figura simbólica de su líder.

La precaria conformación de lo simbólico no pasa la prueba del asesinato de Gaitán, el 9 de abril de 1948. Este día es como si repentinamente “en lo real”, se llevara a cabo “el encuentro con la disolución del vínculo social que hasta el momento solo era del dominio de la fantasmagoría política” (Pécaut, 2012, p. 489). El orden de la representación se rompe, y se pasa al acto (acting out). En el Bogotazo, el “exterior de lo social toma forma concreta”; se produce un repliegue hacia la identidad partidista, pero no en el marco de una dialéctica de lo simbólico y lo imaginario, sino de una confrontación física y directa, representada por la multitud desbordada que destruye el centro de Bogotá y otras ciudades. El populismo gaitanista, por su forma de organización y por su estructura misma, “contenía en sí mismo ese potencial de audestructividad” (Pécaut, 2012, p. 491).

En los días y los meses siguientes los líderes políticos liberales y conservadores, aterrados ante la irrupción del espectro de la barbarie, logran contener el proceso a través del pacto de Unión Nacional, que garantiza una mínima estabilidad y la recuperación de la dimensión simbólica de la oposición entre liberales y conservadores, en contra de su dimensión imaginaria; es decir, una especie de Frente Nacional que garantiza la convivencia. No obstante, la violencia crece. El pacto se derrumba el 21 de mayo de 1949, y La Violencia desborda todo tipo de contención simbólica. A partir de ese momento se vuelve incontenible.

Haciendo referencia a la lectura que Lefort (1986) hace del libro de François Furet Penser la Révolution française (1978), Pécaut señala que una revolución no es el simple resultado de la “exacerbación de las contradicciones entre grupos sociales representantes de intereses diversos”, sino que pasa por el “derrumbamiento de la eficacia simbólica del poder”; es decir, de todos los aspectos que garantizan la unidad de una sociedad, hacen posible la sociabilidad y crean las condiciones para el desarrollo del conflicto (Pécaut, 2012, p. 535). La hipótesis la hace extensiva a la manera como a partir de 1949, los enfrentamientos se desbordan e invaden todos los ámbitos de la vida social. La Violencia es considerada “un proceso social que se inscribe en lo real de la historia, casi como una catástrofe natural” que “no se presta a una proyección imaginaria ni a una reelaboración simbólica” (Pécaut, 2012, p. 510).

Las consecuencias de esta “anulación simbólica del poder” se pueden expresar en términos de lo que representa la inquietante extrañeza del fenómeno, que no es otra cosa sino la irrupción de lo real, el surgimiento de lo que no ha logrado pasar por un proceso de simbolización o de socialización, la presencia de un fuera de lo social que irrumpe y arrastra con las relaciones establecidas: una potencia anónima que siembra la destrucción a su paso, la irrupción en la historia de un trasfondo de barbarie que no tiene comienzo ni final, y cuya unidad es difícil de precisar, tanto como sus protagonistas, pues varía de un lugar a otro. La división partidista, atrapada en la lógica imaginaria de la exclusión, está presente en todas las regiones y se inscribe en todo tipo de conflictos: los problemas de tierras, el negocio del café, el ganado y la sal en los Llanos Orientales, etc. (Pécaut, 2012, pp. 381-387). La dialéctica amigo-enemigo pasa de ser una ilusión o una simple elaboración imaginaria de una relación dual excluyente, para convertirse en una relación concreta, que hace presencia en todas las múltiples formas de exclusión de aquella época y preside la implantación de La Violencia.

La inquietante extrañeza se manifiesta también en el exceso, representado por los crímenes que escapan de cualquier lógica de explicación causal o instrumental. Y todo ello, resultado de un “déficit en un proceso de simbolización”, de una deriva de lo político, desprendido, a su vez, de un Estado que lo monopolice como “violencia física y simbólica legítima”. La “posición y representación del poder” y el “desciframiento de las divisiones sociales”, que definen la forma de ser de una sociedad, habría que buscarlos, entonces, en lo que representan en ese momento los crímenes atroces, como una forma extrema de negar las diferencias, de pasar de la representación imaginaria a los hechos mismos, con base en la mediación del cuerpo: el descuartizamiento del cuerpo del adversario, como fin primordial; la muerte prolongada en el tiempo, para hacer sufrir a la víctima, que debía ser consciente de su propia destrucción; la búsqueda privilegiada de los significantes relacionados con la sexualidad y la reproducción; las prácticas de ensañamiento sobre los cadáveres; las grandes matanzas colectivas e indiscriminadas; la persecución del adversario, entendida como una cruzada religiosa; el interés de convertir el crimen en un espectáculo, en un lenguaje y en una forma de comunicación (Valencia, 2002, pp. 111-123).

La Violencia, como expresión de “un real” sustraído a la simbolización, no se presta a la posibilidad de llevar a cabo un proceso de narración con sentido, que integre cada uno de sus elementos en un relato global y permita inscribir aquellos años en la secuencia de la historia nacional: “la heterogeneidad de las narraciones y de las historias parece insuperable” (Pécaut, 2012, p. 509). Nadie busca en ella un referente de identidad, no existen monumentos a las víctimas, no hay conmemoración de grandes batallas.

Hoy en día, usando los términos lacanianos, se podría considerar que la época de La Violencia de la década de 1950 aún no ha logrado incluirse en un proceso de simbolización, que interprete lo “real de la historia” en un marco global con sentido. La memoria de la época, aun en las mentes más lúcidas, sigue apareciendo como un “imaginario en bruto”: un “ente colectivo”, una “fuerza impersonal y ciega”, asimilable incluso a una fuerza natural, “anterior y exterior” a los actores del conflicto, en la cual no se distinguen intenciones ni voluntades, ya que su lógica se impone como una “coacción irresistible” por encima de las creencias, las convicciones, las lealtades, los afectos o las pertenencias regionales o familiares; abocada, además, a una incesante repetición, a un eterno retorno de lo mismo: “Por periodos sucesivos” -nos dice uno de los coautores del libro La violencia en Colombia-,

[…] la violencia y el terror vuelvan a levantar su horrible cabeza enmarañada de medusa, como copia casi fiel de lo ocurrido antes; y ahora, al adentrarnos en el nuevo siglo, la tragedia tiende a repetirse paso a paso de manera irresponsable. (Fals, 2018, p. 13)

Las ciencias sociales han hecho un aporte muy importante a contrapelo de esta orientación, pero queda todavía un largo trabajo por hacer.

CONCLUSIÓN

Las observaciones presentadas en este ensayo acerca del libro Orden y violencia no agotan de ninguna manera su sentido, pero sí aspiran a presentar algunos mojones fundamentales para su interpretación, de los cuales se pueden deducir algunas consecuencias. La difícil comprensión del texto, a la que hemos aludido con la expresión de que es un libro citado, pero no leído, leído, pero no comprendido, tiene que ver con múltiples factores. En primer lugar, no tenemos la suficiente sensibilidad para captar la dimensión imaginaria y simbólica de los procesos sociales, y estamos condicionados por una visión muy positivista de los hechos históricos. En segundo lugar, el libro mismo presenta algunas dificultades, por el afán de no hacer explícitos con suficiencia los referentes teóricos con los cuales se construyen los problemas de investigación.2

La idea que hemos querido sustentar es que el significado del texto debe ser recuperado en el debate que se establece entre la descripción empírica y los referentes teóricos que aparecen como “ideas reguladoras”. Parafraseando la expresión que utiliza el cura cuando echa al fuego buena parte de la biblioteca de Alonso Quijano en el capítulo VI de El Quijote, se podría decir con respecto a Orden y Violencia que este libro, al igual que el de Cervantes, propone más que lo que concluye. Y en tales condiciones, está llamado a convertirse en el punto de partida de investigaciones de nuevo tipo sobre el conflicto en Colombia.

El lector, finalmente, podría preguntar por el aporte del libro a la difícil situación colombiana. A lo largo del texto y de otros ensayos del profesor Pécaut podríamos concluir que la clave está, sobre todo, “en comenzar por la reconstrucción de la política y el funcionamiento institucional” (Pécaut, 2003, pp. 17-27). El problema fundamental es cómo logramos construir un orden político, definido como una instancia simbólica, que dé forma a la institución de lo social y sirva como garantía de unidad, como punto de referencia, para el reconocimiento institucional de las divisiones y el desarrollo de los conflictos, sin que estos representen la anulación o la eliminación del adversario. Como diría Estanislao Zuleta,

[…] una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que solo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz. (Zuleta, 1994, p. 74)

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1“[…] toda relación imaginaria se produce en una especie de tu o yo entre el sujeto y el objeto. Es decir —si tú eres, yo no soy. Si soy yo, eres tú quien no eres—. Es allí donde el elemento simbólico interviene. Sobre el plano imaginario, los objetos se presentan siempre al hombre en relaciones evanescentes. El hombre reconoce allí su unidad, pero únicamente en el exterior, y en la medida en que reconoce su unidad en un objeto, se siente con relación a este en desarraigo” ([xref ref-type="bibr" rid="r13"]Lacan, 1978[/xref], p. 201).

2En la página 11, por ejemplo, aparece una referencia a Lefort: “La institución democrática —Claude Lefort lo ha mostrado a lo largo de sus escritos— pasa por un doble reconocimiento: de la división de lo social y del poder como lugar separado e inapropiable por un individuo o un grupo particular”. Esta afirmación, en el momento en que es presentada, es perfectamente ininteligible para el lector que aún no alcanza a comprender la importancia que tiene Lefort en el conjunto del texto.

Recibido: 12 de Octubre de 2022; Aprobado: 30 de Noviembre de 2022

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