SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.35 issue105ACCOUNTS OF COLOMBIAN BI-PARTISAN VIOLENCE IN THE FOREIGN PRESSTHREE FOOT SOLDIERS CONFESS THEIR CRIMES: REFLECTIONS ON THE TRANSITIONAL JUSTICE SCENE author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.35 no.105 Bogotá July/Dec. 2022  Epub Dec 04, 2023

 

Dossier

Lo que hemos aprendido de Daniel Pécaut* Testimonios sobre la influencia de la obra de Daniel Pécaut

Gonzalo Sánchez1 

Jorge Giraldo Ramírez2 

Ana María Jaramillo3 

Adolfo León Atehortúa Cruz4 

Alberto Valencia Gutiérrez5 

Eduardo Pizarro Leon gómez6 

Sophie Daviaud7 

1Universidad Nacional de Colombia - Bogotá - Colombia

2 Universidad Eafit

3Universidad Nacional de Colombia - Bogotá - Colombia

44 Universidad Pedagógica Nacional e Instituto Pedagógico Nacional

55 Universidad del Valle. Cali - Colombia

6Universidad Nacional de Colombia - Bogotá - Colombia

7Sciences Po Aix - Francia


DANIEL PÉCAUT: UN COMPAÑERO DE VIAJE

El primer contacto de Daniel Pécaut con América Latina fue por el sur. Por ahí llegó a la que era entonces una Colombia todavía predominantemente rural, en el momento en que se inauguraba, con la toma de Marquetalia, el alzamiento de la guerrilla agraria de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP). Pero Pécaut no llegó a estudiar la revolución, ni las guerrillas, que eran el tema de moda tras la fuerza convocante de la Revolución cubana -sobre todo, en los medios universitarios-, sino a estudiar originalmente el movimiento obrero; es decir, los intersticios de la Modernidad colombiana en los espacios urbanos. A Pécaut, esa ebullición de fuerzas contestatarias no le tentaba. Se dedicó, por el contrario, a pensar las grandes preguntas que la persistente -aunque incompleta- democracia le suscitaba. Le impactaron las estabilidades de esta premoderna Colombia, que carecía de una identidad y de un imaginario nacional movilizador, manifiesto ello en la nostálgica definición de Bushnell y Montilla: “Colombia, una nación a pesar de sí misma”.

Pero a diferencia de Paul Rivet, fundador del Museo del Hombre de París, y quien, por haber participado en la Resistencia, llegó a Colombia en 1941, invitado por el presidente Eduardo Santos y huyendo del nazismo, Pécaut vino buscando a América Latina y, finalmente, a Colombia. Y vino para quedarse, como lo hicieron, en diferentes grados, todos los analistas que llegaron en esa oleada de los años sesenta del siglo XX, a trabajar: unos, sobre los campesinos (Pierre Ghilodés); otros, sobre los indígenas (Cristian Gros, Jon Landaburu), y otros, sobre los estudiantes (Ivon Lebot).

MI PRIMER ENCUENTRO CON PÉCAUT

Mi primer contacto personal con Daniel fue hacia 1974. Fui desde Londres a París ese año, a presentarle y pedirle consejo sobre mi proyecto de tesis doctoral, que en ese momento se titulaba, hasta donde recuerdo, Colombia: violencia y movilización campesina. Aún no se identificaba a Daniel como experto en La Violencia, sino como del movimiento obrero. Su texto Política y Sindicalismo en Colombia había sido publicado recién en 1973. Ni siquiera creo que Daniel recuerde ese episodio de nuestro primer encuentro.

Desde entonces yo he estado tan atento no a encontrar las coincidencias con él, sino las diferencias. Esto me parecía más interesante que buscar parecerme a Pécaut. No hemos confrontado muy explícitamente esas diferencias: las hemos dejado hablar por sí solas.

La referida valoración de las continuidades, más que de las rupturas revolucionarias, está en el corazón de Orden y Violencia. Y era, de entrada, una visión que me interpelaba permanentemente pues yo mismo había escrito, hacia 1982, un ensayo: Raíces históricas de la amnistía o las etapas de la guerra en Colombia, en el que subrayaba las discontinuidades entre guerras civiles, La Violencia y la insurgencia contemporánea. Yo hablaba de “guerra permanente”, pero no era, desde luego, la misma guerra en los distintos momentos históricos. Y también buscaba más los movimientos disruptivos -como los Bolcheviques del Líbano y las Ligas Campesinas- que los movimientos de soporte de la estabilidad política nacional. Más que la “ciudadanía social”, la cual Pécaut buscaba en el movimiento obrero, yo buscaba la rebelión social en el mundo agrario. Y para ponerlo en términos límite, mientras Daniel buscaba la “nación imaginada”, yo buscaba las raíces de la “nación dividida”.

Desde luego, tengo claro que mis discontinuidades eran o son alusivas a aspectos muy específicos del campo político, y las continuidades que Daniel ve en nuestro discurrir son más estructurales: son continuidades del sistema político y de las representaciones del mismo; incluso, las de la repetición macondiana. En todo caso, La Violencia en Daniel no se despliega como ruptura, sino como parte del orden político nacional. Fue esta la mirada que le llevó a mantenerse distante de los discursos revolucionarios, sin que ello le impidiera tratar de comprender lo que pasaba por la cabeza de los insurgentes o de los paras, y más adelante, volverse un militante por la paz, reconociendo que había razones para negociar.

Comenzamos a entrar en mayor sintonía, quizás, después de la carta de los intelectuales a la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar, de la cual varios aquí fuimos signatarios, el 20 de noviembre de 1992. Esa carta era encabezada por este categórico reclamo a las guerrillas: “Su lucha no propicia la justicia social”. El tiempo terminó dándoles la razón a Daniel y a los firmantes de la carta sobre el carácter no solo contraproducente, sino, además, antipopular, del conflicto armado. Proceso que nombramos de manera distinta, pero convergente: la idea de que las guerrillas, pese a sus orígenes en un sentimiento de humillación del campesinado durante La Violencia, no transforman, sino que suplantan los movimientos sociales que inmovilizan y congelan el régimen. El tema nos llevaba a menudo a esa otra idea de las advertencias sobre la degradación de la guerra, idea que tanto chocaba en círculos de la militancia política.

En marzo de 2002 escribía yo La guerra contra los Derechos del Hombre, con motivo de la inauguración de la Cátedra Antonio Nariño, en el Instituto de Altos Estudios de América Latina de La Sorbona. Un texto en el cual radicalizaba de alguna manera la tesis de Daniel Pécaut en su título-programa Guerra contra la Sociedad, de 2001. Dos versiones del desencanto con la lucha armada, sus justificaciones y sus métodos, y sobre todo, la constatación abrumadora de que presenciábamos a diario una guerra contra quienes los guerreros decían representar, y que hoy se pone al desnudo en medio de la audiencias de la Jurisdicción Especial para la paz (JEP) a la cúpula de las FARC-EP o a los militares responsables de los “falsos positivos”.

LA MEMORIA

Por alguna coincidencia, también hacia comienzos ya del siglo XXI, empezamos a interesarnos ambos en la memoria, sobre líneas diferentes. Memoria-representación del orden político en Daniel, y memoria-herramienta de transformación política, en mi caso (“memoria aliada de la paz”, elevada a consigna por el Centro Nacional de Memoria Histórica).

De hecho, el primer encuentro en este campo fue mi tesis doctoral, motivado e impulsado por Daniel. Se trató de un doctorado por obra, bajo su dirección, en la Escuela de Altos Estudios, cuya base fue una reflexión sobre mis propios trabajos en torno a La Violencia y a mi trayectoria, y la cual se plasmó en mi opúsculo Guerras, Memoria e Historia, marco general para la tesis. Era, gracias a Pécaut, el cierre de ese proyecto, aplazado desde mi estadía en Inglaterra en la década de 1970, y al cual ya aludí.

Fue un viraje temático hacia la memoria, cuyas características esenciales se pueden enunciar así: diálogo entre hechos y experiencias; producción de sentidos de esas experiencias personales o colectivas, e inscripción de hechos y experiencias en una historia larga, en temporalidades explicativas, como proyecto de producción de conocimiento acumulativo sobre el conflicto. Daniel me insistió mucho en la idea de ahondar en la experiencia personal, que tiene ecos tardíos en mi libro Memorias, subjetividades y política, y más tarde, en el pódcast de El Espectador titulado El Porterito de la Memoria,1 a raíz del cual Daniel y yo retomamos nuestra conversación sobre el significado y los alcances de la experiencia de La Violencia desde la temprana infancia.

La mirada al conflicto armado bajo el prisma de la memoria fue el motor del trabajo en el Centro Nacional de Memoria Histórica, y no tanto la eterna repetición de La Violencia como representación dominante del espacio político. De hecho, por la naturaleza del trabajo (tipo de víctimas, tipo de contextos, tipo de perpetradores, tipo de temporalidades), estábamos obligados, en el grupo y en el centro, a pensar más las diferenciales que las repeticiones, que tanto han intrigado a Daniel en sus reflexiones sobre las representaciones de nuestra Violencia. Mientras él me ponía a hablar de mis vivencias, él callaba las suyas propias, con inmensa discreción. La memoria, en todo caso, tiene sus tiempos. El propio Daniel solo muy recientemente comenzó a hablarnos de sus vivencias de la experiencia nazi en la Francia de Vichy. Yo había comenzado mis notas con este acápite: “Los silencios de Pécaut”, antes de leer sus memorias con Alberto Valencia, que me mostraron una amplia faceta, la cual intuía, pero no conocía.

UN SABIO CONSEJERO DE PROCESOS

En un espacio más institucional que personal, disfruté y seguí aprendiendo de Daniel desde su función como consejero en el Grupo de Memoria Histórica, y luego, en el Centro Nacional de Memoria Histórica, a través de lo que se llamó el Comité Asesor y el Consejo Asesor Internacional (CAI) de estas instituciones: se trataba de colectivos pensados con una doble función de consultores expertos, y de protectores y divulgadores internacionales de nuestro trabajo, para evitar las tentaciones, siempre latentes, de intervención del gobierno sobre los procesos investigativos y la autonomía por la que habíamos luchado desde los inicios, y que sufrimos Eduardo Pizarro (presidente de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación [CNRR]), y yo, como director del Grupo de Memoria Histórica, con Angelino Garzón, vicepresidente de la República. Este comité tenía por entonces la misión de asesorar estratégica y técnicamente la labor del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) en temas esenciales como la paz, la reconciliación, los archivos de derechos humanos (DD. HH.), los museos y los lugares de memoria, las comisiones de la Verdad y las investigaciones para el esclarecimiento histórico, entre otros. Los encuentros con el Comité Asesor eran espacios generadores de ideas sobre los contextos, las transformaciones de los actores y las resistencias civiles a la guerra; reflexiones, todas, tendientes a fortalecer las publicaciones en ciernes del equipo.2

Para un pensamiento tan localista como el colombiano, tener un comité de lujo internacional, como el referido, era un privilegio. Daniel, con su conocimiento del país, era, a la vez, el externo y el interno de ese comité.

UN SOCIALIZADOR DE CONOCIMIENTOS

Daniel ha contribuido enormemente a una renovación conceptual de la academia nacional. Lo ha hecho a partir de sus aportes constantes sobre la teoría de los actores y la acción social; sobre la configuración del Estado y la nación colombianos; sobre la banalización de prácticas atroces, como las masacres; sobre las representaciones del tiempo, el espacio y la subjetividad, y sobre las imbricaciones entre el Orden y La Violencia, su texto emblemático y multiplicador de ideas.

Como maestro y divulgador, Daniel ha puesto a circular estos y muchos otros conceptos, y ampliado así el horizonte de la academia colombiana. Lo ha hecho, primero, en sus seminarios permanentes y en sus discusiones en la Escuela de Altos Estudios, de París; segundo, poniendo a circular por los espacios universitarios de “La Ciudad Luz” a numerosos colombianos especialistas del conflicto armado (Carlos Miguel Ortiz, Fernando Cubides, Alejandro Reyes, Eduardo Pizarro), espacio del cual, dicho sea de paso, también me beneficié más que ninguno otro. Mención aparte merecen las tesis de colombianos sobre Colombia, o de franceses sobre Colombia. La lista es enorme. Entre sus dirigidos figuran aquí, en este homenaje: Sophie Daviaud, Gilles Bataillon, Carlos Miguel Ortiz, Adolfo Atehortúa, Alberto Valencia, y yo mismo.

Entre sus alumnos, merece mención especial nuestro común alumno Darío Betancourt Echeverry, desaparecido y asesinado, y sobre quien Daniel escribió un texto, que presentó en la Universidad Pedagógica Nacional, cuando aún no se sabía el desenlace del secuestro-desaparición (Pécaut, 1999).

En suma, Daniel se volvió colombiano por vocación, por su tarea pedagógica, por la amplia generación de estudiantes que formó y por la invitación que hizo a profesores nacionales a conferencias o estadías en la Escuela de Altos Estudios, en París. Complementariamente, les buscó acceso a textos de colombianos en revistas francesas, para así visibilizarlos; especialmente, en la dirigida por él: Problèmes d’Amérique Latine, en la cual también tuve un espacio.

UN INVESTIGADOR TESTIGO

Daniel Pécaut es, por encima de todo, un testigo de época. Lo ha sido a través de sus investigaciones, y especialmente, en sus Crónicas de dos décadas, en las cuales actúa como una especie de sismógrafo del acontecer político colombiano, atento a las vibraciones de la escena política nacional. Viaja aprovechando las invitaciones a conferencias en Bogotá, Medellín, Cali. Y de ese seguimiento sistemático surgen libros, artículos y crónicas.

En este recorrer por el país, Pécaut se fue haciendo testigo y casi protagonista de la realidad colombiana. Se fue haciendo cada vez más colombiano en sus intereses, proceso que se formalizó con el otorgamiento de la nacionalidad colombiana, evento en el que participé con unas reflexiones publicadas en Análisis Político, y en las cuales subrayé sus aportes al país, y que titulé Nuestras deudas pendientes con Daniel Pécaut (2008).

Pécaut no solo ha estudiado La Violencia: ha vivido la guerra. En el texto-entrevista de Alberto Valencia, uno lee, con sobresalto, todos los lugares de riesgo que ha transitado y cómo ha incursionado en las zonas más complejas del país: Urabá, Meta, Putumayo, la zona esmeraldera, el Magdalena Medio, Caquetá, Guaviare.

EL MILITANTE POR LA DEMOCRACIA Y LOS DERECHOS HUMANOS

Pécaut, en el apogeo de la violencia contemporánea en el país, a fines de la década de 1990 y comienzos del siglo XXI, fue un militante por la paz, la democracia y los DD. HH. Fue esencial su participación en el Comité France-Colombie, transformado luego en Comité Universitario Europeo por Colombia, desde el cual animaba pronunciamientos, o abría espacios de debate en centros universitarios, como la Ecole des Hautes Etudes o el Institut d’Amérique Latine, con la colaboración de Christian Gros, Georges Coufignal y Michel Blanquer. Con la venia del lector, trascribo mi reflexión sobre este punto, poco conocido:

El Comité Universitario Europeo por Colombia, en cuyos momentos inaugurales tuve el privilegio de estar presente, y cuyo propósito explícito era crear puentes con la comunidad académica internacional y eventualmente con los gobiernos europeos. Desde ese escenario, en el cual participaron algunos de los más reconocidos colombianistas, Pécaut, secundado por Jean Michel Blanquer, convocaba a prestantes figuras intelectuales de Francia particularmente (Alain Touraine, Michel Wieviorka, Olivier Mongin (director de la Revista L’Esprit), Alain Labrouse (autoridad mundial en drogas), Alain Joxe (reconocido especialista de asuntos estratégicos)) y de otros cuantos países vecinos como Peter Waldmann de Alemania y Malcom Deas de Inglaterra. En el último encuentro, recuerdo, se planeaba incorporar a esta iniciativa a los académicos norteamericanos, ampliando el espectro de los debates y los propósitos del Grupo. Frente a los crecientes rasgos de internacionalización de la guerra, ese Grupo liderado por Pécaut, abogaba por una internacionalización de la paz, sin perjuicio de aguzar el talante crítico frente a los protagonistas del conflicto armado. Desde ese Comité se invitaba a la Unión Europea a participar en el fortalecimiento de las instituciones y de las iniciativas sociales de paz o de autonomía de la población civil frente a las estrategias de intimidación o de instrumentalización de los actores violentos. En todo caso, el Comité fue ante todo un espacio aglutinador de intelectuales europeos en torno a Colombia, y de creación de opinión pública informada sobre Colombia.

Un primer pronunciamiento del comité se dio en mayo de 2002, encabezado con la firma de Daniel Pécaut. Se acordó que los colombianos no firmábamos. Estaba, entre otros, muy activo Jaime Zuluaga, colega del IEPRI.

En ese entonces era una novedad poner a Colombia en la agenda internacional. Muy distinto del momento político internacional tras la iniciación de las negociaciones con las FARC-EP bajo el gobierno Santos, para cerrar el último conflicto armado del continente, proceso que sí despertó y sigue despertando el interés de la opinión mundial.

En suma, Daniel ha refrescado y animado permanentemente la conversación nacional sobre el conflicto, y ha sido un embajador intelectual permanente de Colombia en el mundo de las ciencias sociales.

Mi registro de Daniel Pécaut pasa, pues, por el trípode amigo, analista y, a la vez, un testigo de nuestra guerra. En esos tres perfiles, la huella personal e intelectual de Daniel Pécaut es imborrable.

REFERENCIAS

Pécaut, D. (1999). Los aportes de Darío Betancourt Echeverry a la comprensión del presente, Análisis Político, 1999.

Sánchez, G. G. (2008). Nuestras deudas pendientes con Daniel Pécaut. Análisis Político, 21(63), 103-105.

PÉCAUT

Jorge Giraldo Ramírez

Mi primer encuentro con la obra de Daniel Pécaut fue hace 45 años. Yo era un joven sindicalista de veinte años que acababa de abandonar sus estudios de historia para dedicarse a la militancia social. Los inconformes, de Ignacio Torres Giraldo, y Política y sindicalismo en Colombia, de Pécaut, fueron los libros más atractivos de mi nuevo curso vital, aunque este último fue un desafío que me sobrepasó en aquel momento. Mi primer encuentro físico con Daniel ocurrió a principios de la década de 1990, cuando Jaime Zuluaga me visitó en la Escuela Nacional Sindical, en busca de los viejos dirigentes sindicales antioqueños, y ansioso por actualizarse sobre el estado del movimiento. Ambos contactos fueron la apertura de una amistad académica marcada por su tranquila agudeza, y de ellos derivo sus lecciones.

La lección intelectual tiene que ver con nuestra común formación básica en filosofía, campo en el cual Pécaut desarrolló una maestría para articular tareas conceptuales, teóricas y valorativas con su práctica de la sociología, la historia del presente y el análisis político. Daniel desarrolló sus investigaciones a partir de un repertorio conceptual sólido que, sorprendentemente, se mantiene desde 1973, y que afinó desde entonces. Viejas nociones clásicas, transformadas en sus manos, como orden o lo político, enriquecieron los estudios histórico-políticos colombianos, y otras más nuevas, como lo simbólico, constituyeron una novedad que estableció lazos con la antropología y la semiología. La obra de Pécaut despliega y sustenta un conjunto de tesis fuertes que son parte de lo que ya hace parte de una teoría criolla sobre el devenir colombiano: la complementariedad del orden y la violencia, la debilidad de una simbólica nacional, el prosaísmo de la violencia, la negación del populismo y la pobreza de las ideas políticas en el país, entre otras. En cuanto al aspecto valorativo, no se queda en las teorías meso ni en el plano interpretativo, sino que ofrece una evaluación, unos juicios de valor, que iluminan su análisis y se presentan con elegancia y sobriedad, ejercicio complejo y constructivo en un ambiente intelectual poco diestro en el debate abierto y constructivo.

Más allá de su compromiso con los problemas del país y con sus ámbitos académico e intelectual, destaco sus lecciones personales más afectivas: la generosidad en la enseñanza y la socialización del conocimiento (en las ONG o en la Universidad Eafit), la apertura para realizar nuevas preguntas e integrar a su bagaje nuevos problemas (narcotráfico, violencia urbana, mafias, memoria), y la delicadeza y la amabilidad en la expresión de las contradicciones (sobre guerra civil o populismo, en mi caso).

Mi gratitud hacia un maestro que siempre se presentó como un colega cordial y modesto.

Jardín, agosto de 2022.

DANIEL PÉCAUT

Ana María Jaramillo

Conocí a Daniel Pécaut a comienzos de la década de 1990, cuando, en compañía del historiador Carlos Miguel Ortiz, visitó la Corporación Región, una ONG reconocida en aquel momento por sus investigaciones sobre el fenómeno del sicariato, y luego, sobre el narcotráfico y las milicias. Así se dio inicio a una relación de intercambio que ha hecho posible un mutuo enriquecimiento en el conocimiento y el análisis de variadas problemáticas, y que han sido materia de diversas investigaciones. Haré referencia a tres asuntos que, considero, son significativos de lo que acabo de enunciar.

Para Pécaut, era novedoso e impactante lo que desde mediados de los años ochenta del siglo XX venía aconteciendo en las ciudades -y particularmente, en Medellín-, a causa de un notable aumento de los homicidios y la proliferación de grupos armados (diversas guerrillas, milicias, bandas, combos), lo cual marcaba un fuerte contraste con el Medellín de la década de 1960, que él conoció, y donde la Iglesia católica ejercía un fuerte control social, sustentado en la observación de preceptos relativos a la moral, la defensa del orden y las buenas costumbres.

En sus análisis sobre la violencia en el contexto urbano, Pécaut llamaba la atención sobre el prosaísmo de estos actores, puesto de relieve en los frecuentes cambios de bando de integrantes de estos grupos y de su fragmentación a raíz de frecuentes disputas internas, pero también, de su capacidad para establecer pactos y alianzas -a primera vista, contradictorios-. Todo ello hacía que para la población resultara cada vez más difícil distinguir quién era quién, y que se tornaran más difusas las fronteras entre lo político y lo delincuencial. Estos planteamientos nos fueron de gran provecho para orientar las investigaciones que llevamos a cabo sobre las milicias, los actores del narcotráfico y sus procesos de recomposición tras la muerte de Escobar y, posteriormente, el auge del fenómeno paramilitar.

El segundo asunto tiene que ver con los impactos que en lo social generó el accionar prosaico de estos actores, mezcla de intimidación, coerción y crueldad, y en particular, en aquellas zonas de la ciudad donde lograron ejercer un control. De nuevo, los planteamientos de Pécaut acerca de la incidencia de este tipo de accionar en la conflictividad y en formas de relación social nos proporcionó valiosas pistas para avanzar en la explicación a por qué la aceptación social del recurso a la violencia para saldar conflictos propios de la vida cotidiana, la justificación de la “autodefensa” y el impacto en el quiebre de valores y costumbres en común, propio de las comunidades barriales, y la legitimidad de figuras reconocidas como referentes de orden y autoridad (maestros, párrocos, líderes comunitarios).

Por último, en relación con las víctimas, problemática que también ha sido objeto de particular atención por parte de Pécaut, recuerdo muy bien los recorridos que en su compañía hicimos por zonas de ladera en Medellín, que se convirtieron en refugio de los denominados desplazados por la violencia. Para Pécaut, fue motivo de gran emoción estrechar la mano de varias personas desplazadas y ser invitado a sus viviendas para tomar un café o un aguardiente, su bebida favorita.

Para la década del 2000 adquirió notoriedad, aunque tardía, la tragedia humanitaria del desplazamiento. En los intercambios que realizamos y de los que también hizo parte María Teresa Uribe, pionera en la investigación de esta problemática, se logra compartir saberes y puntos de vista. Por su parte, Pécaut puso el acento en la dificultad para hablar globalmente de los desplazados, dada la heterogeneidad entre diferentes tipos de desplazamiento, la dimensión y el significado del Terror -con mayúscula- que afrontó la población tanto en áreas rurales como en las ciudades, y acerca de las similitudes y las diferencias con respecto a lo que aconteció en el decenio de 1950.

Tanto Pécaut como María Teresa insistieron en la necesidad de comparación con otras experiencias en el mundo, para ampliar la mirada y la indagación sobre el porqué del desplazamiento y la experiencia vivida por las víctimas. Pécaut puso de relieve algunos puntos en común con la experiencia de la situación de los desplazados europeos, y en especial, de los apátridas, analizada por Hannah Arendt, en lo relacionado con la pérdida de derechos.

El interés y la pasión con que Pécaut continúa atento al diario acontecer en esta Colombia del siglo XXI, tal como lo demuestra su reciente artículo “Entre polarización política y protesta social”, publicado justo en esta revista, la N.° 34 de 2021, y que es motivo de gran regocijo. Así que a este francés colombianizado que es Pécaut le deseo muchos años más de vida, y quedo a la espera de conocer sus contribuciones al análisis de este singular presente, por cierto, ¡bien distinto del que vivió cuando arribó, hace algo más de medio siglo, por vez primera a Colombia en su aproximación al sindicalismo, y sin pensar que se convertiría en el punto de partida de una larga y fructífera relación!

DANIEL PÉCAUT: INFLUENCIA E INSPIRACIÓN

Adolfo León Atehortúa Cruz

El primer conocimiento que obtuve de Daniel Pécaut ocurrió en una carpa. Fue en 1976, durante una huelga de los trabajadores del ingenio Riopaila. Alguien llevó su libro Política y sindicalismo en Colombia, y empezamos a leerlo en grupos, durante las noches. Confieso que muy pocos lo terminamos. Algunos se quedaban dormidos con la cantarina lectura en voz alta; otros lo censuraron acusándolo de revisionista y trotskista, y uno más pidió reemplazarlo por el texto Historia del sindicalismo en Colombia, de Miguel Urrutia, a lo que inmediatamente replicamos con mordaces críticas. Finalmente, no causó mayor impacto. Fue uno más entre los numerosos libros que activistas y obreros abordamos en los tiempos libres que la prolongada huelga proporcionaba. A decir verdad, en ese momento causaron mayor empatía textos como Introducción a la historia económica de Colombia, de Álvaro Tirado Mejía; Elementos críticos para una nueva interpretación de la historia de Colombia, de Hugo Rodríguez Acosta, y Cali: terratenientes, mineros y comerciantes, de Germán Colmenares. Dos años después de derrotada la huelga, la lectura de Pécaut fue reemplazada en la izquierda por la de la obra Los inconformes, de Ignacio Torres Giraldo.

La segunda noticia la obtuve ya como estudiante universitario de posgrado. Asistí a una presentación de su libro Orden y violencia: Colombia 1930-1954, en la Universidad Nacional. Pocos días después lo compré, y leí con avidez. A mí, como quizás a muchos, me causaron sorpresa algunas de sus afirmaciones acerca de Gaitán y La Violencia. El caudillo no era el líder de un pueblo que perseguía derrocar a la oligarquía liberal-conservadora, sino un personaje cercano al populismo y atrapado en sus propias contradicciones políticas e históricas, en un sinuoso camino hacia el poder. La Violencia, producto de pasiones partidistas, reforzaba el modelo liberal de desarrollo, aunque dejara guerrillas campesinas esparcidas en diversas regiones del país. Sin embargo, fue un trasfondo del libro lo que robó mi mayor simpatía: el vacío simbólico que deja el asesinato de Gaitán, en 1948, y que opera como factor movilizador; el papel del imaginario y la institución simbólica de lo social; el puente entre la esfera de lo político y la esfera de lo social, que se destroza con su muerte. En conclusión, las revoluciones no solo son movidas por el hambre, sino que debe destronarse también la simbólica del poder. Simpaticé con ello, porque así lo había comprendido en la Nicaragua de 1979: Somoza se derrumbó por la miseria y la represión a las que sometía a su pueblo, es cierto, pero cayó, sobre todo, por la forma corrupta como manejó la ayuda internacional brindada a los damnificados del terremoto de Managua, en 1972, por la oposición de la Iglesia católica, por la toma del Palacio Nacional de Nicaragua y por la figura revivida de Sandino, que empezó a vibrar en el imaginario deseado de los jóvenes nicaragüenses.

Como profesor de la Universidad del Valle, el libro de Pécaut se convirtió en obligada lectura para mis estudiantes de Sociología y de Historia, y lo fue también para los cursos que dictaba en la maestría en Estudios Políticos, de la Universidad Javeriana en Cali. Lo puse en discusión con la trilogía de Marx sobre Francia, con los textos de Max Weber y de Hannah Arendt y con la visión de Claude Lefort sobre el totalitarismo y el rol de la política para dar forma y sentido a lo social. La atmósfera que vivía el mundo académico en ese momento fue muy favorable para la difusión de las ideas. Se publicó el libro Colombia: Violencia y democracia y se abrieron paso los estudios sobre el tema, impulsados, además, por las negociaciones -esta vez, fructíferas- que adelantaba el gobierno de Virgilio Barco con organizaciones guerrilleras.

Al lado de Humberto Vélez Ramírez, me uní al grupo de los llamados violentólogos, con nuestras obras sobre las “tomas” del Palacio de Justicia, las Fuerzas Armadas y el Estado. Sin embargo, con otras lecturas de la época -principalmente, aquellas de la escuela sociológica de Chicago, representada por Clifford Shaw y Edward Sapir, y las de Norbert Elías, así como El regreso del actor, de Alain Touraine-, volví al libro de Daniel Pécaut, cuya influencia e inspiración se reflejaron en la investigación adelantada sobre la historia del municipio de Trujillo, y que se publicó bajo el título El poder y la sangre. Las historias de Trujillo-Valle.

Casualmente, fue este libro el que me permitió conocer en persona a Pécaut. Un año después de su publicación, en 1997, recibí una llamada de Alberto Valencia: “Pécaut está en Cali -me dijo-, y desea conocerte. Ha leído tu libro sobre Trujillo y está entusiasmado con él”. Fue, debo reconocerlo, un elogio plasmado en el recuerdo. Nos encontramos en el cubículo de Alberto, y conversamos por cerca de dos horas sobre su obra y mis trabajos. Una de sus frases quedó en mi memoria: “Si alguna duda existe sobre el papel de lo simbólico en lo político y el ejercicio de su influencia en lo social, esta se disipa con su libro. En Trujillo no se mueve la hoja de un árbol si el gamonal no lo autoriza”. Al final, me atreví a solicitarle un favor: “¿Me aceptaría como su estudiante de doctorado en la Escuela?” -le pregunté. Y contestó positivamente, sin vacilaciones. Días atrás, debo decirlo con agradecimiento y respeto, fue Malcolm Deas quien me hizo la propuesta de unirme a su grupo de alumnos. Pero con la respuesta afirmativa de Pécaut, no dudé en iniciar los trámites para la comisión de estudios que me concedió inicialmente la Universidad del Valle, y que culminé años después, con mi traslado a la Universidad Pedagógica Nacional.

En París, muchos me vieron como el “alumno consentido de Pécaut”. Aparecía como una especie de monitor en su seminario de la EHESS; me abrió las puertas de la Documentation française, donde leí todos sus artículos, y publiqué alguno mío con sus correcciones; organicé, bajo su tutela, a un enorme grupo de colombianos dedicados al estudio de la historia, con los cuales hicimos alguna vez un pícnic profanando el sagrado césped de la antigua sede de la escuela, acompañados por el propio Pécaut; me permitió corregir la traducción al español de alguno de sus trabajos, y me presentó a François-Xavier Guerra, quien, gracias a la recomendación de Pécaut, me reclutó como monitor-expositor en uno de los cursos sobre historia de América Latina que dictaba en La Sorbona. Lo mismo hizo con Jean-Michel Blanquer, director entonces del Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine (IHEAL), quien, a instancias de Pécaut, me invitó a coloquios organizados por el instituto. Así mismo, publicó un artículo en el que se refería bondadosa y ampliamente a mi investigación sobre Trujillo: Configuraciones del espacio, el tiempo y la subjetividad en un contexto de terror: el caso colombiano. Dos o tres veces, le insistí que me permitiera escribir sobre su vida y su obra, pero me respondió, con humildad, que no había mucho qué decir. Alberto Valencia lo logró con creces en magníficas conversaciones.

De esta manera, la influencia de Daniel Pécaut sobre mi trabajo transitó de lo académico a lo personal, con una deuda de gratitud enorme. Dirigió con esmero mi tesis doctoral y me ofreció su amistad con cada visita que repetía a Colombia. La simpatía hacia él se extendió a mi esposa y a mis hijos, y compartimos innumerables momentos, que reposan para siempre y con profundo afecto en la memoria.

REFERENCIAS

Atehortúa, A. (1995). El poder y la sangre. Las historias de Trujillo - Valle. Cinep, U. Javeriana Cali.

Colmenares, G. (1975). Cali: Terratenientes, mineros y comerciantes, siglo XVIII. Univalle.

Comisión de Estudios sobre la Violencia. (1987). Colombia: Violencia y democracia. Universidad Nacional.

Pécaut, D. (1973). Política y sindicalismo en Colombia. La Carreta.

Pécaut, D. (1987). Orden y violencia: Colombia 1930-1954. Siglo XXI Editores.

Pécaut, D. (1999). Las configuraciones del espacio, el tiempo y la subjetividad en un contexto de terror: el caso colombiano. Revista de Antropología, (35).

Rodríguez, H. (s.f.). Elementos críticos para una nueva interpretación de la historia de Colombia. s.p.i.

Tirado, Á. (1971). Introducción a la historia económica de Colombia. Universidad Nacional.

Torres, I. (1978). Los inconformes. Editorial Latina.

Touraine, A. (1987). El regreso del actor. Editorial Universitaria.

Urrutia, M. (1969). Historia del sindicalismo en Colombia. Uniandes.

MEMORIAS DE LA RELACIÓN CON UN MAESTRO

A propósito de Daniel Pécaut

Alberto Valencia Gutiérrez

Mi primer contacto con Daniel Pécaut fue como estudiante de la Diplomatura de Estudios Avanzados (DEA) en Sociología en la Écoles des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS). Llegué a París en septiembre de 1983, y fui a visitarlo a su oficina. Estaba en Brasil, pero Mme. Lydenberg, su secretaria, en un acto extremo de confianza, sin autorización de su jefe y sin que se lo solicitara, me prestó los dos grandes mamotretos de su tesis del Doctorat d´État, con la condición de que se los devolviera antes de su regreso. Leyéndolos aprendí francés, idioma que desconocía por completo, sin presentir que con el paso del tiempo me iba a convertir en el traductor de esa obra.

Dos años y medio después, Pécaut me contrató para que les pusiera tildes a las palabras en español que aparecían en la versión francesa de su libro. Luego me pidió que le diera una opinión sobre la traducción que le habían hecho en Colombia. Era lamentable. Habían traducido hasta los nombres propios (v.gr. Gustavo el Bueno por Gustave Le Bon). Ante este desastre, me propuso que tradujera el capítulo V sobre La Violencia de la década de 1950. Desde mi llegada a París tenía el proyecto de convertirme en traductor, y Pécaut -tal vez, porque le había presentado, en junio de 1984, Le mémoire du DEA, en un francés aceptable- adivinó esa intención. El hecho fue que me consagré a esa tarea con total dedicación, y a las pocas semanas le presenté la nueva versión, que le pareció Impeccable. Ante este éxito, me propuso que continuara con el capítulo IV, sobre el populismo.

Finalmente, la edición española de 1987 apareció con dos capítulos traducidos por mí. Puse todo el cuidado de traducirlos en perfecto español e, incluso, de conservar los logros literarios que tenía la versión francesa. En mis clases, aún recito de memoria frases notables por su calidad estilística. Si el autor utilizaba una palabra sofisticada en francés, yo buscaba una palabra igualmente sofisticada en español, para reemplazarla. Después de eso he traducido ocho libros de varios idiomas -entre ellos, cuatro del propio Pécaut- y muchos ensayos de diversos autores, pero creo que la mejor traducción fue la primera: el capítulo V de Orden y violencia. En 2001 apareció una segunda edición, traducida íntegramente por mí.

Orden y violencia se convirtió en un punto de referencia fundamental en mi trabajo intelectual, y ha sido objeto de cursos universitarios y conferencias públicas. La traducción me sirvió para interiorizar a fondo la estructura lingüística del francés y mejorar mi escritura en español, pero, sobre todo, para ponerme en contacto con las referencias intelectuales, implícitas y explícitas, a partir de las cuales se había construido esa obra.

Cuando se traduce se establece cierto grado de intimidad con el autor, para bien y para mal. Se conocen sus tics, sus repeticiones, sus errores. Pero también se crea la posibilidad de penetrar en los secretos de su pensamiento, que, con seguridad, escapan del alcance del lector de la obra traducida. En su libro, por ejemplo, Pécaut en ningún momento menciona con nombre propio a Jacques Lacan, pero es un hecho que la distinción entre “lo real, lo simbólico y lo imaginario” atraviesa de un extremo a otro su interpretación del caso colombiano. En el libro de entrevistas le hice caer en cuenta de que, al describir El Bogotazo (9 de abril de 1948) como “la irrupción de lo real en la historia”, estaba utilizando una expresión lacaniana. Me confesó que “sabía que muy pocas personas iban a descifrar estos detalles”. Este tipo de “detalles” aparecen por doquier en su obra.

Orden y violencia me inquietaba por la manera, un poco críptica, como el autor hace referencias a fuentes intelectuales que el lector desconoce, pero no se preocupa por explicitar. Durante mucho tiempo me preocupé por precisar esas referencias. En el capítulo V, por ejemplo, describe la Violencia del decenio de 1950 a partir de la noción de “inquietante extrañeza”, que corresponde a la traducción francesa de un artículo de Freud llamado Das Unheimliche, traducido al español, primero como Lo siniestro (versión de Ballesteros), y posteriormente, como Lo ominoso (versión de Echavarría). Los lectores, eso es seguro, nunca se habrían percatado de esta “cita secreta” de Freud, si no fuera porque el traduttore-traditore agregó una nota de pie de página en la que explicaba su origen. El hecho es que detrás de este detalle se encuentra una fuente clave para comprender el sentido de su interpretación de la violencia de aquella época. Esta inspiración me llevó a escribir un libro llamado La novela familiar de La Violencia en Colombia (de pronta aparición), en el que presento una hipótesis basada en el origen familiar de las filiaciones partidistas para comprender por qué liberales y conservadores se mataban en esa época y de aquella forma tan atroz. Quien revise el mencionado texto de Freud se dará cuenta de que unheimlich es una palabra alemana utilizada para referirse a “lo familiar” (heimlich), que se ha vuelto “extraño” (unheimlich).

Orden y violencia me llevó a interesarme también en la obra de autores como Carl Schmitt y Claude Lefort, que marcaron la orientación de mi vida intelectual. En el libro aparecen tres citas de este último, que el lector difícilmente entiende si se atiene de forma exclusiva a las frases de Pécaut. Opté, entonces, por traducir al español tres artículos de Lefort, para uso de mis estudiantes y para facilitar a los lectores la comprensión del libro: “La imagen del cuerpo y el totalitarismo”, “Pensar la revolución en la Revolución francesa” y “Sobre la democracia: lo político y la institución de lo social”. Años más tarde, la traducción de sus textos sobre la violencia de la década de 1990 y las posteriores me llevó a familiarizarme también, bajo su influencia, con la obra del filósofo Paul Ricœur, el gran inspirador de sus análisis sobre la subjetividad, el tiempo, el espacio y la memoria, mi actual campo de investigación.

Pasar de estudiante a traductor cambió el estatus de nuestra relación, y esa fue una de las razones por las cuales me demoré tanto tiempo en terminar el doctorado. En la época en que yo era el alumno que hacía un DEA en sociología bajo su dirección, los estudiantes le teníamos temor, por sus elevadas exigencias. Pero finalmente regresé, en una edad madura, a la condición de estudiante, y concluí el Doctorado en Sociología con una tesis que se publicó como La invención de la desmemoria. El juicio político contra el general Gustavo Rojas Pinilla (Univalle, 2015), en la cual espero que se sienta su influencia, tanto académica como literaria.

Cuando Pécaut visitaba a Colombia lo invitábamos con frecuencia a Cali, se hospedaba en mi casa y así fuimos construyendo poco a poco una excelente relación, cuya máxima realización fue el libro En busca de la nación colombiana. Conversaciones con Alberto Valencia Gutiérrez, que apareció publicado en 2017. En 2010, con Gilles Bataillon, le habíamos hecho la propuesta de hacer un libro de conversaciones, pero él se negó, con un argumento pueril que no es del caso repetir en estas líneas. Cinco años después, en un acto supremo de confianza, me buscó, por su propia iniciativa, para retomar el proyecto. Hicimos un recorrido minucioso por aspectos de su vida, su formación, sus investigaciones, sus libros y la historia colombiana desde la Revolución en Marcha, de López Pumarejo, hasta los Acuerdos de La Habana con las FARC-EP. El trabajo de traducción me había familiarizado con sus ideas, y ello hizo posible que, en cerca de quince reuniones, más o menos improvisadas -primero en francés, y luego, en español-, sacáramos un libro de 497 preguntas y 453 páginas. En algún momento le escuché que era el mejor libro que había escrito.

En mi formación han jugado un papel muy importante dos experiencias intelectuales: la pertenencia al Departamento de Ciencias Sociales, de la Universidad del Valle, donde compartía con colegas que eran extremadamente empíricos en sus trabajos, y la frecuentación de la filosofía, el psicoanálisis y la literatura con Estanislao Zuleta durante los últimos quince años de su vida, y sobre el cual, además, he escrito dos libros. Estas dos experiencias eran contradictorias y, de cierto modo, excluyentes, pero el trato con Daniel me ayudó a conciliarlas. Tal vez, lo que más me ha seducido de su trabajo, la “afinidad electiva” que me ha llevado a construir con él una relación de más de cuarenta años, es su capacidad para conciliar las exigencias de un trabajo empírico con los grandes problemas de la filosofía, el psicoanálisis y las ciencias sociales en general; incluso, en la mejor tradición francesa, de convertir problemas filosóficos en problemas de investigación empírica. Esto hace posible que un libro como Orden y violencia no sea simplemente una presentación organizada de unos datos empíricos, sino la elaboración de una interpretación de fondo sobre la situación colombiana. Me parece que estos aspectos de su obra no han sido suficientemente comprendidos.

Todas estas experiencias dieron como resultado la formación de una comunidad de intereses intelectuales y lingüísticos. Contrastar y discutir las ideas con él era someterse a un punto de referencia altamente crítico, y en ese sentido se convirtió, al lado de Estanislao Zuleta y Álvaro Camacho, en uno de mis grandes maestros; es decir, en una figura que es necesario interiorizar para convertir sus criterios en criterios propios. La deuda de gratitud es inmensa.

LA INFLUENCIA DE DANIEL PÉCAUT

Eduardo Pizarro Leongómez

En 1987, Daniel Pécaut, publicó su obra Orden y violencia: evolución sociopolítica de Colombia entre 1930 y 1953 (Paris, Editions de l’Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, 1987), la cual fue traducida y publicada el mismo año por el Centro de Estudios de la Realidad Colombiana (Cerec).

El título del libro podría parecer, a primera vista, un contrasentido. ¿Cómo es posible que puedan coexistir simultáneamente el orden y la violencia? Lo normal debería ser o que el orden se imponga o que la violencia haga trizas el orden existente. Pero, según Jean-Pierre Lavaud, en una reseña del libro publicada en la Revista Francesa de Sociología, “la tentativa de comprender esta contradicción constituye el interrogante central de la obra (de Pécaut) y le da su unidad” (Lavaud & Pécaut, 1988).

Podríamos decir que la expresión “orden y violencia” es un claro ejemplo de un oxímoron, lo que, según la definición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, consiste en la “combinación, en una misma estructura sintáctica, de dos palabras o expresiones de significado opuesto que origina un nuevo sentido, como (por ejemplo) ‘un silencio atronador’”.

Aun cuando la obra hace referencia, ante todo, al periodo 1930-1953, Pécaut tiene como horizonte histórico lo que aconteció antes y después de esos años, lo cual le permitió acuñar esta expresión que, en gran medida, ha marcado su reflexión sobre Colombia: ¿Cómo explicar que Colombia haya sido la nación de América Latina -detrás de Costa Rica- que sufrió menos golpes militares a lo largo de su historia, a pesar de las guerras civiles del siglo XIX y la violencia posterior a 1948? ¿Cómo explicar que Colombia haya tenido elecciones periódicas desde ese mismo siglo y salvo, probablemente, Tomás Cipriano de Mosquera, una ausencia de caudillos que se eternizaban en el poder?

Según Pécaut, en Colombia, la “violencia ha sido consustancial al ejercicio de una democracia que, lejos de referirse a la homogeneidad de los ciudadanos, se ha basado en la preservación de sus diferencias ‘naturales’, en las lealtades colectivas y en las redes privadas de influencia social […]”.

Es interesante recordar que, en el mismo año de la publicación de la obra Orden y Violencia, los violentólogos -como nos denominó una periodista- publicamos el informe Colombia: violencia y democracia, solicitado por el gobierno de Virgilio Barco, y cuyo título, sin duda, ya reflejaba la influencia de Pécaut.

Debo confesar que la reflexión de Pécaut en torno a los factores que hicieron posible esa convivencia, aparentemente inviable, entre orden y violencia fue clave en mis trabajos.

En primer término, en mi libro Insurgencia sin revolución (Pizarro, 1996), en el cual, uno de los argumentos centrales es que las dos revoluciones triunfantes en América Latina, en Cuba (1959) y en Nicaragua (1979), se habían dado bajo dos dictaduras militares personalistas (Batista y Somoza, respectivamente), y las cuales habían permitido aglutinar a un amplio espectro social -que iba desde la burguesía modernizante hasta los sectores populares-, lo cual no era el caso de Colombia, donde las elecciones periódicas eran lo común y, por tanto, la capacidad para gestar un movimiento insurreccional de masas era inexistente.

Más tarde, busqué indagar la incidencia que tuvieron la persistencia y hegemonía de los dos partidos históricos, el Liberal y el Conservador, en el fracaso de los “terceros partidos”, o movimientos alternativos en el país y, por tanto, en la capacidad de las élites para mantener dividido al país entre dos subculturas políticas policlasistas. Hegemonía bipartidista que, además, ahogó la emergencia de una corriente populista, que fue tan común en América Latina a partir de los años treinta y cuarenta del siglo XX. En Colombia, la división de la población en dos vertientes irreconciliables, el pueblo liberal y el pueblo conservador -es decir, dos subculturas policlasistas- era opuesta a otra división: el pueblo versus las oligarquías.

La persistencia del bipartidismo liberal-conservador, hasta finales del siglo XX, constituyó, sin duda, un hecho inusual en América Latina, pues, además de nuestro país, solo hubo dos casos similares en la región: Honduras (los partidos Liberal y Nacional) y Uruguay (los partidos Blanco y Colorado). En el resto, el bipartidismo propio del siglo XIX desapareció temprano, debido ya fuese a la emergencia de otras organizaciones políticas (partidos socialistas, comunistas, radicales u otros) o debido a regímenes caudillistas prolongados.

Y como sostiene Pécaut, estas dos subculturas mantuvieron dividida a la sociedad en torno a esos dos polos político-partidistas, y limitaron, por tanto, las posibilidades -hasta años muy recientes- de una movilización social y política exitosa por fuera del marco bipartidista.

Finalmente, en los últimos años, he buscado indagar los factores que puedan explicar por qué el arbitraje militar -tan común en América Latina- fue excepcional en Colombia.

Para Alfred Stepan, el poder moderador de las Fuerzas Militares de América Latina se había originado bajo la idea de que estas no solo tenían el derecho, sino, incluso, la obligación, de intervenir en los asuntos internos del país en momentos de crisis; es decir, cuando las élites civiles se mostraban incapaces de ejercer el mando por su ineptitud o por sus disputas.

Los dos momentos de arbitraje militar -el golpe civil-militar de Rojas (1953) y la Junta Militar de Gobierno (1957) que lo sustituyó- fueron dos hechos excepcionales en la historia contemporánea del país, pues, en general, se buscó superar las crisis políticas que vivió Colombia a lo largo del siglo XX mediante gobiernos de coalición bipartidista -según ha argumentado Gabriel Silva (1989)-, tales como los de Rafael Reyes -tras la guerra de los Mil Días-, Carlos E. Restrepo -y su gobierno de Unión República-, Enrique Olaya Herrera -y su gabinete de Concentración Nacional-, los dos gabinetes de unidad nacional de Mariano Ospina Pérez y, obviamente, el Frente Nacional, tras las secuelas trágicas del período de La Violencia.

En síntesis, indagar por qué el orden y la violencia, la violencia y la democracia han podido convivir en Colombia -así fuese un matrimonio mal avenido- ha sido clave en mi trabajo intelectual.

Le agradezco mucho a Daniel Pécaut su inspiración.

REFERENCIAS

Lavaud, J.-P., & Pécaut, D. (1988). L’ordre et la violence: évolution socio-politique de la Colombie entre 1930 et 1953. Revue française de sociologie, 29(4), 709-712.

Pizarro, E. (1996). Insurgencia sin revolución. Tercer Mundo Editores.

Silva, G. (1989). El origen del Frente Nacional y la Junta Militar. En Á. Tirado (Ed.), Nueva Historia de Colombia (Vol. II). Planeta.

DANIEL PÉCAUT

Sophie Daviaud

“¡Para mí, une triple aguardiente!”. Así empezaba Daniel Pécaut uno de nuestros primeros encuentros en Colombia, en el café de Rosita, para ayudarme a avanzar en la etapa de investigación de mi tesis doctoral sobre los defensores de derechos humanos. Se me hizo, francamente, muy simpático ver hasta qué punto se había “colombianizado”. Parecía muy feliz en Colombia, su país de adopción. Conozco a Daniel Pécaut desde 1998. Fui su doctorante en el EHESS, y también compartimos una experiencia de trabajo en el Comité Universitario Europeo sobre Colombia, que él creó. Mi deuda con él es muy grande. Le estoy muy agradecida, a lo largo de los años, por cuatro cosas, sobre todo: haber sabido ayudarme a entender mejor el contexto sociopolítico y la historia de Colombia; haberme puesto en contacto con muchos colegas y amigos colombianos; haberme transmitido su pasión por Colombia, y haberme dado alientos para realizar varios trabajos de investigación.

En primer lugar, quisiera volver sobre la importancia que tuvieron y siguen teniendo sus escritos. Entre sus numerosos artículos, hay un artículo suyo que es como una biblia para mí, y que me gusta leer y releer, y transmitir a mis estudiantes en Sciences Po-Aix. Se trata de Pasado, presente y futuro de la violencia en Colombia. Lo volví a leer este fin de semana, y me impactaron, a la vez, la densidad, la claridad, la finura de los análisis, la riqueza del aparato conceptual y, finalmente, su actualidad más de 25 años después. Allí están muchos conceptos y temas clave de Daniel Pécaut: “violencia generalizada”; “la violencia como un modo de funcionamiento de la sociedad”; la importancia de la trasformación de la violencia inducida por la economía de la droga, y que Pécaut fue uno de los primeros en detectar; la percepción caleidoscópica de la violencia por la opinión pública; la despolitización de los actores armados atrapados por la lógica de captación de recursos; las reflexiones sobre el imaginario de la violencia; la precariedad del Estado nación, y las características de la violencia contemporánea en Colombia (el carácter muy prosaico de esta y las explicaciones a la aparente indiferencia de la opinión pública). Allí está también un tema fundamental, a mi juicio, en la obra de Pécaut, desde Orden y violencia: la imposibilidad de construir un relato colectivo de la violencia; lo que él llama une “mise en sens”, retomando a Paul Ricœur. Todo esto le permite entender la durabilidad y la autonomía de la violencia, prever también los fenómenos de reciclaje de la violencia y terminar diciendo que un acuerdo político entre gobierno y guerrillas no pondría fin a la violencia. Justamente, me parece que en Pasado, presente y futuro de la violencia, Pécaut propone una mise en sens de la violencia; o sea, un cuadro muy general y convincente para entender los fenómenos de violencia colombianos. Y me atrevería a decir que Daniel Pécaut fue realmente uno de los únicos estudiosos que pudieron proponer este tipo de mirada; tal vez, por ser un profesor de origen francés y, al mismo tiempo, tan conocedor de Colombia.

Le estoy muy agradecida también a Daniel Pécaut por haberme abierto tantas puertas en Colombia. En muchos sitios, tan solo decir que era su doctorante me garantizaba una muy buena acogida, dado el reconocimiento de su obra y el cariño que se ha sabido ganar de muchas personas. Gracias por haberme puesto en contacto con muchos colegas, con quienes dialogaba en Colombia; y eso, desde el taller sobre Colombia que creó en el EHESS, y donde estuvieron Adolfo Atehortúa, Carlos Miguel Ortiz, Ricardo Peñaranda, Diana Rojas, Camilo Echandía, Juan Carlos Guerrero y muchos más. Desde Colombia, donde residí durante los tres años de inicio de mi tesis doctoral, conocí varios de los colegas del IEPRI, con quienes Daniel Pécaut mantenía un diálogo privilegiado: Gonzalo Sánchez, Eduardo Pizarro, Ricardo Peñaranda, María Emma Wills y Mauricio García, entre otros.

Finalmente, le estoy muy agradecida a Daniel Pécaut por haberme animado a emprender una tesis sobre las ONG de derechos humanos en Colombia en medio del conflicto, en un momento muy delicado para los defensores, y pasar de ser trabajadora y militante en el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CAJAR) a realizar un trabajo de investigación. Su mirada me ayudó a tomar distancia para poder cuestionar ciertas prácticas de las ONG, y a denunciar las violaciones cometidas por las guerrillas y a entender cómo la guerra en Colombia muchas veces se prolongaba en el terreno de los derechos del hombre, a través de una politización del tema. Seguí de cerca la realidad de Colombia, país que siempre llevo en mi corazón, a través de diferentes viajes de investigación y de un trabajo sobre la justicia transicional: primero la CNRR; luego, ciertos juicios en Justicia y Paz. Y desde hace un año empecé a trabajar sobre la JEP para un futuro libro sobre los juicios por crímenes contra la humanidad en América Latina como juicios por la memoria. Justamente, en el caso colombiano, me interesa leer dicho proceso como un aporte frente el déficit de memoria colectiva que señaló Pécaut. Hay varios importantes pasos en este camino, desde 2005 (la CNRR, la Comisión de Memoria Histórica, los juicios a los paramilitares en Justicia y Paz, el acuerdo de paz con las FARC-EP…). Fue muy interesante para mí escuchar la audiencia de reconocimiento de las FARC-EP en el caso 01 de secuestro, que tuvo lugar el 21, el 22 y el 23 de junio, en Bogotá. Me imaginé también las reacciones de Pécaut al ver que, por primera vez, Colombia escuchaba este tipo de palabras de parte de las FARC-EP, gracias al trabajo de los magistrados y a los testimonios tan conmovedores de las víctimas. Yo diría que solo hasta hoy, y gracias al proceso de negociación y a su comparecencia ante la JEP, las FARC-EP dejaron de interpretar sus actos pasados bajo la retórica y están usando un lenguaje moral y jurídico para poder hacer un aporte a la verdad. Es una etapa fundamental para la elaboración de esta memoria colectiva, una etapa crucial para poder salir de la violencia.

Gracias, Daniel Pécaut, por todo, y espero poder seguir dialogando con usted y con su obra.

1 https://www.elespectador.com/colombia-20/paz-y-memoria/podcast-gonzalo-sanchez-el-porterito-de-la-memoria-article/. Entrevista abreviada con Laura Dulce Romero. El Espectador, 2 de marzo de 2021.

2Hicieron parte de él, en distintos momentos, prestantes figuras, como: Giny Bouvier, del Institute for Peace (USIP); Adam Isaacson, de Wola; Elisabeth Lira, de la Comisión de la Tortura de Chile; Rubén Chababo, director del Museo de Memoria de Rosario, Argentina, y experto en la dictadura argentina; MO Bleeker, del Ministerio de Relaciones de Suiza; Ramón Alberch, una autoridad catalana en el tema de archivos, y Daniel Pécaut.

* Palabras leídas en el evento Lo que hemos aprendido de Daniel Pécaut, del 7 de septiembre de 2022, organizado por la revista Análisis Político y el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI), de la Universidad Nacional de Colombia

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons