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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.35 no.105 Bogotá July/Dec. 2022  Epub May 05, 2023

https://doi.org/10.15446/anpol.v35n105.107759 

Internacional

SEPTIEMBRE DE 2021: EL TRIUNFO ISLAMISTA DE LOS TALIBANES

SEPTEMBER 2021: THE ISLAMIST TRIUMPH OF THE TALIBAN

Carlos Alberto Patiño Villa1 

1Doctor en Filosofía. Profesor titular del Instituto de Estudios Urbanos, Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá. Correo electrónico: capatinov@unal.edu.co


RESUMEN

El triunfo de los talibanes en Afganistán, tras la salida de tropas estadounidenses, tiene como consecuencia no solo importantes transformaciones sobre la sociedad afgana, sino también un cambio radical en la acción geoestratégica de las potencias con interés en Asia Central. Comprender los últimos acontecimientos de violencia en Afganistán implica remontarse al origen del fenómeno talibán, a las alianzas políticas que se crearon desde antes de la Guerra Fría, a la presencia de Al Qaeda y a la intervención de Estados Unidos después de los ataques del 11 de septiembre de 2001. Este capítulo se cierra, por el momento, con el fallido intento de las potencias occidentales de transformar un territorio caracterizado por luchas intertribales, corrupción sistémica y el retorno de los talibanes al poder de un Estado débil, pero con importantes apoyos internacionales que suponen cambios en la geopolítica mundial.

Palabras clave: Afganistán; talibanes; Pakistán; Estados Unidos; geopolítica

ABSTRACT

The success of the Taliban in Afghanistan, following the withdrawal of US troops, has resulted not only in remarkable changes in Afghan society but also in a radical shift in the geostrategic action of powers interest in Central Asia. Understanding the latest events of violence in Afghanistan implies going back to the origins of the Taliban phenomenon, the political alliances created before the Cold War, the presence of Al Qaeda, and the intervention of the United States after the attacks of 9/11, 2001. This chapter closes, for the moment, with the failed attempt of Western powers to transform a territory, characterized by inter-tribal struggles, systemic corruption, and the return to the power of the Taliban in a weak state but with significant international support, which supposes substantial changes in global geopolitics.

Key words: Afghanistan; Taliban; Pakistan; United States; geopolitics

INTRODUCCIÓN

Entre el 15 y el 31 de agosto de 2021, los talibanes, reorganizados en una fuerza insurgente desde 2003, lograron la victoria política y militar sobre la República Islámica de Afganistán, creada después de la guerra iniciada por Estados Unidos y sus aliados de la OTAN contra el régimen talibán, enmarcada dentro de las corrientes del islamismo radical. La victoria se sintió especialmente el 30 de agosto, cuando los últimos militares norteamericanos, los principales enemigos de los talibanes, salieron en un avión de transporte hacia alguna base de la OTAN en Oriente Medio. Esta victoria fue claramente celebrada por corrientes fundamentalistas islámicas y por diversos grupos armados, yihadistas más específicamente, en lugares tan variados como Siria, Yemen, Somalia, Arabia Saudita, Catar, Emiratos Árabes Unidos y, obviamente, Pakistán; se incluyen en la lista también los uigures de la región de Sinkiang en la República Popular de China.

Sin embargo, el triunfo de los talibanes es complejo, con diversas aristas y con efectos impredecibles en el orden internacional, sobre el que dicho triunfo ya está promoviendo una profunda transformación, dado que afecta directamente por lo menos a diez Estados, y se convierte en un punto neurálgico en el centro de Eurasia, con el potencial suficiente para alterar las relaciones entre Estados, los intereses geoestratégicos y los ámbitos de acción geopolítica y, sobre todo, las relaciones sobre quién o quiénes pueden o no controlar Asia Central.

De esta manera, el triunfo talibán tiene efectos paralelos sobre la realidad, empezando por el cambio de régimen de la constitución política y el modelo de sociedad, dentro de Afganistán, hasta llegar a los efectos que ya de hecho tiene sobre los grupos fundamentalistas islámicos, tanto sunitas como chiítas en principio, y las políticas de seguridad y defensa que tanto las potencias como los Estados menos poderosos de la región deberán desarrollar. Este triunfo de los talibanes, que algunos han visto como una revolución, o también como una victoria de liberación nacional -tal como lo planteó Imran Khan, el primer ministro de Pakistán-, ha dado un renovado aire a las corrientes fundamentalistas del islam, armadas o no, que ya habían tenido un impulso determinante con el triunfo de la revolución islamista, dentro del chiísmo, de Irán en 1979, liderada por el ayatolá Ibrahim Ruhollah Jomeini.

Empero, los acontecimientos que se han venido desarrollando en Afganistán, este cambio político de por sí plantea varios interrogantes centrales en los análisis políticos que los mismos obligan a preguntar: ¿quiénes son los talibanes y por qué han despertado la preocupación tanto de los afganos como de gran parte de la opinión pública internacional? ¿Cuáles Estados, desde la perspectiva de la política internacional obtienen una victoria y quiénes pierden con este cambio de régimen político? ¿Qué pasará con la seguridad internacional y con las políticas de control del terrorismo integrista, salafista o no, con los grupos afincados o que crean que pueden tener una base de apoyo y acción directa desde Afganistán, como ya ocurrió en 2001 con Al Qaeda? Y, finalmente, ¿este conflicto afgano está anclado sobre la coyuntura de la intervención norteamericana, o su contexto es más amplio en cuanto a la construcción de un Estado, y quizá de una nación afgana?

Con este panorama, el presente escrito tiene como intensión narrativa responder a los interrogantes propuestos mediante un análisis histórico que permita brindar un contexto amplio de los acontecimientos que se han desarrollado en Afganistán, en los que la violencia ha sido el mecanismo protagonista de intercambios políticos de una sociedad convulsa marcada por la diversidad étnica, tribal y religiosa. Asimismo, pretende reflejar cómo la intervención de las potencias -y en particular de Estados Unidos- lejos de afianzar la construcción de un Estado moderno y restaurar derechos políticos básicos, ha fortalecido las luchas intertribales, la guerra de guerrillas, el incremento masivo de corrupción sistémica y el retorno de los talibanes al poder, lo que implicará el reacomodo de los actores internacionales y de las competencias geopolíticas y geoestratégicas que se desatan en torno al control de Asia Central.

LOS TALIBANES Y SU CONTEXTO

Los talibanes surgieron como un grupo armado en la década de 1990, constituido por hombres jóvenes de etnia pastún principalmente, de origen afgano, aunque también se reclutó a pastunes pakistaníes. Los reclutados, identificados entre aquellos en tanto que asistían a las madrasas, recibían una educación coránica básica, y cuya identidad étnica, reforzada por las relaciones intertribales dentro del mismo grupo étnico, inspiraba confianza y compromiso de pertenencia de grupo (Roy, 2001). De hecho, como se conoce a través de los medios de comunicación de casi todo el mundo, “talibán” es una palabra, derivada de talib, que viene del idioma pastún y significa estudiante.

La conformación del grupo fue liderada entre los refugiados afganos por un hombre originario de la ciudad de Kandahar, el mulá Omar, quien se reunió y obtuvo el apoyo de la mayoría de los líderes religiosos de las diferentes tribus y clanes pastunes, estableciendo un programa básico de acción para este nuevo grupo que se iba reclutando, en los siguientes términos: “restaurar la paz, desarmar a la población, reforzar la ley de la sharía y defender la integridad del carácter islámico de Afganistán” (Rashid, 2014, pp. 46,47). Este programa básico se proclamó bajo el criterio de establecer una yihad, es decir, tanto un esfuerzo conjunto para tomar un rumbo en la sociedad como apelar a la idea de guerra santa contra los enemigos del islam.

El surgimiento de los talibanes tenía dos antecedentes claves: Primero, la división del país en territorios dominados por los llamados “señores de la guerra”, quienes en general habían sido los líderes muyahidines más destacados durante la guerra de la década de 1980 contra las tropas soviéticas que habían invadido y ocupado Afganistán desde diciembre de 1979, en un desesperado intento por crear un Estado aliado de Moscú dentro de Asia Central (Hostalier, 2020) que sirviera como freno a una posible expansión del islamismo radical que se encontraba triunfante en Irán, con la llegada al poder del ayatolá Jomeini, pero también como un instrumento regulador de las acciones de Pakistán y de las fuerzas que circulaban por Asia Central. En este contexto, la invasión soviética parecía recuperar los objetivos del Imperio ruso en el siglo XIX, cuando para San Petersburgo era una prioridad la expansión hacia el sur, desde la península de Crimea hasta la de Kamchatka, pasando por Siberia, pero buscando sobre todo un puesto de avanzada y control directo sobre Asia Central (Duarte, 2013), para lo cual se consideraron tres alternativas posibles: Afganistán, Tíbet y una posible confederación tibetano-mongola controlada por los rusos. Aparte quedaban los planes de la anexión rusa de los territorios chinos más occidentales.

Pero en 1989, Mijaíl Gorbachov, el secretario general, reformista, además, del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, ordenó, después de una seria evaluación de los logros militares supuestos en la guerra de Afganistán, junto con los presupuestos disponibles y los costos militares de la misma, la retirada y salida definitiva de este país desde febrero de 1989, que se completó definitivamente en noviembre del mismo año (Cordovez & Harrison, 1995).

El segundo antecedente que sirvió de base para la conformación de los talibanes es que la salida de los soviéticos, lejos de suponer que los afganos tendrían un espacio para dar lugar a la instauración de un gobierno de reconstrucción nacional, implicó la aparición de una guerra de facciones, etnias, tribus, partidos, mientras que un debilitado dirigente socialista, Mohamed Najibulá, intentaba mantener a salvo un extraño Estado que parecía laico, que administraba lo que parecían ser instituciones modernas en medio de una economía destruida y una sociedad abiertamente fragmentada y dividida -si es que alguna vez estuvo unida-. Afganistán había caído en la guerra de los muyahidines en la era postsoviética (López, 2017), en la que el peso de las etnias era de nuevo determinante, por encima de los intentos de construcción nacional que se hubiesen emprendido en la década anterior.

En este contexto, los talibanes, dirigidos por el misterioso mulá Omar, desde la ciudad de Kandahar, capital del distrito del mismo nombre y centro del mundo pastún, surgieron como un intento de unificar a todo el país bajo su control, que significaba básicamente la unificación de Afganistán bajo el dominio exclusivo de la etnia pastún sobre los demás grupos étnicos, y por tanto controlando las redes de intercambio intertribal (Roy, 2001). Esto suponía que los miembros de las tribus que provenían de los demás grupos étnicos se sometieran al control pastún, en un Estado de orientación pastún, tanto en los asuntos políticos como en los religiosos, jurídicos y sociales. Esta posición dejaba en un papel de subordinación a las otras cuatro grandes etnias, entre las que se encuentran los tayikos, que representan aproximadamente un 27 % de la población; los hazaras, que son aproximadamente un 9 %; los uzbekos, con un 8 %, y otros grupos minoritarios que representan un 14 % de la población. De esta forma, los pastunes, al ser la etnia más grande, con aproximadamente un 42 % (Rashid, 2009), buscan la supremacía étnica y cultural de forma visible e indiscutible.

Los talibanes representaron, por tanto, una revolución política, cuando lograron controlar gran parte del país en 1996, con el intento de establecer, como pocas veces en la historia de Afganistán, un control étnico sobresaliente con respecto a los demás grupos, a los que gobernaría y/o sometería a su control en todos los aspectos políticos, religiosos y jurídicos; de allí que el modelo político elegido por esta fuerza no fuese el de crear una nación, en el sentido moderno y occidental del término, sino establecer un emirato, lo que implicaba que sería un Estado teocrático, donde el gobernante asumiría tanto roles religiosos como políticos; donde la política, los aspectos jurídicos del gobierno de la sociedad y el establecimiento de las instituciones seguirían las formas de la sharía según la interpretación pastún de la misma, enmarcada en las corrientes de la escuela hanafí. Los talibanes parecían lograr lo que la monarquía afgana no pudo consolidar durante el siglo XX: crear una cierta unidad nacional, con un gobierno sólido central, que superara las barreras étnicas y tribales, dejando de lado el viejo mecanismo de la asamblea tribal de la Loya Jirga.

En este punto es necesario indicar que según los diversos informes del siglo XIX disponibles actualmente en archivos de distintas capitales europeas, tanto de origen británico como ruso, los diversos exploradores, comerciantes, guías, espías y demás ayudantes vinculados a las compañías y a los poderes imperiales de Londres y de San Petersburgo, en Afganistán no existía una unidad política que abarcara a diversas ciudades, poblados y territorios rurales de diferentes etnias, y menos aún de diferentes tribus. De esta forma, según los informes de Charles Masson (Masson, 1844) y Alexander Burnes (Burnes, 2012), para las décadas de 1830 a 1840, tanto Kabul como Kandahar, Jalalabad, Herat, Mazar-i-Shariff o Peshawar, que en el siglo XIX estaba claramente vinculada con la vida afgana, tenían sus propios gobernantes, cada uno ostentando el título de emir, con sus propias tropas, jueces, impuestos, instituciones y asambleas para decisiones diversas. Las redes de intercambio se extendían en distintas direcciones, y no era posible pensar en imponer una autoridad única, lo que constituyó el confuso entramado interétnico y tribal que llevó al fracaso de la primera intervención británica, en la llamada “Primera Guerra Afgana”, entre 1839 y 1842, con el fin de imponer un gobierno central efectivo y tener un control imperial, británico o ruso, sobre dicho territorio.

Para el periodo de la “Segunda Guerra Afgana”, que al igual que la primera, suponía una competencia ruso-británica por la supremacía y la expansión imperial en Asia Central, que se presentó entre 1878 y 1880, y a pesar de la confianza inicial de los oficiales británicos de que unirían el país en un gobierno central y efectivo, dejó al descubierto que las observaciones del virrey de la India, John Lawrence, que iban en la misma dirección de Masson y de Burnes, eran acertadas en cuanto a que en Afganistán no existían las más mínimas condiciones para dar lugar a la creación de un Estado centralizado, y que pensar inicialmente que Kabul era la ciudad que regulaba la vida política e institucional de los afganos era una ilusión, de tal forma que imponer un gobierno en esta ciudad no significaba que los demás grupos étnicos y organizaciones tribales lo aceptarían, y menos si este estaba apoyado por fuerzas extranjeras, especialmente si estas eran cristianas y occidentales (Edwardes, 1958). Las observaciones de Lawrence iban además en la dirección de que Afganistán era un país muy pobre, que no tenía capacidad para sostener un ejército de ocupación, independientemente de su tamaño, y además había una seria hostilidad de la población, en el más amplio espectro de toda su diversidad. Adicionalmente, todavía para la década de 1880, toda esta región de Asia Central estaba dividida en diversos Estados y territorios que eran ampliamente desconocidos para el mundo occidental general. Entre dichos Estados se encontraban Punjab, Kokand, Bujara y Jiva.

Solo fue durante las décadas de 1920 en adelante, y con el asentamiento de una monarquía que parecía estable, desde Kabul, que Afganistán empezó a experimentar una cierta centralidad, pero en el marco de amplias negociaciones tribales en las asambleas denominadas Loya Jirga, que no pueden asimilarse ni pensarse como un sistema parlamentario al estilo occidental. La estabilidad se cimentó un poco más cuando en 1941 el entonces rey Mohamed Zahir Shah convocó a una Loya Jirga, con amplia representación de las tribus y las etnias, de todas las provincias del país, para aprobar por consenso, construido por amplias y largas conversaciones y negociaciones, la neutralidad del país durante la Segunda Guerra Mundial (Sha, 2000), escapando por esta vez a la competencia geopolítica de rusos, británicos y chinos durante la confrontación.

Sin embargo, la suerte del rey y de la monarquía fueron cambiando durante la década de 1960, cuando este impulsó una serie de cambios políticos y de infraestructura claves, que llevaron a intentar crear en Afganistán una sociedad más modernizada. El rey impulsó en una Loya Jirga la que sería la primera constitución política del país, que promulgó ese mismo año, y que desde el principio contó son serios reparos de políticos pertenecientes a las tribus pastunes. También, fundó la Universidad de Kabul, derogó la obligación de que las mujeres llevaran velo, o incluso burka, en las zonas rurales del país, especialmente en las pastunes, y contrató la construcción de grandes obras de infraestructura con diferentes países europeos, con el fin de electrificar el territorio, a la vez que construir un sistema nacional de carreteras y la distribución de agua potable. A las mujeres además se les dio una participación relevante en la política del país, en la vida cultural del mismo, y se les permitió una vida pública desconocida en Afganistán hasta ese momento (Johnson et al., 2003). Estos cambios convirtieron a Kabul en una ciudad moderna, criticada abiertamente por los líderes religiosos y políticos de Kandahar, ciudad que había sido identificada por los observadores ingleses desde el siglo XIX, de forma persistente, como habitada por líderes y poblaciones fanáticas del islam más estricto.

El rey fue derrocado el 17 de julio de 1973 en un acto liderado por Daud Khan, primo suyo, que había sido primer ministro, y que se había aliado tanto con políticos conservadores pastunes como con oficiales militares formados en la URSS, apoyados por miembros del partido comunista, teniendo en común las tres partes de la oposición a las políticas de modernización impulsadas por el monarca, con marcado énfasis en las libertades y los derechos reconocidos a las mujeres (Kakar, 1978). Con el derrocamiento del rey surgió la República de Afganistán, pero el gobierno de Khan cayó en abril de 1978, y él junto con diferentes personas del gobierno y de su familia fueron ejecutados por los militares golpistas, y reemplazado en el poder por Abdul Qadir, que dio lugar a la creación de la República Democrática de Afganistán, afiliando al país al campo de influencia soviética, y por fin alineándolo al campo de los rusos, como se había pretendido desde el siglo XIX.

La gestión de Qadir estuvo marcada por la represión indiscriminada y el asesinato entre los mismos miembros del partido comunista y las fuerzas revolucionarias, que poco a poco llevaron a la guerra civil y a la invasión soviética de 1978-1979, para la cual el Ejército Rojo movilizó 350.000 hombres (Cordovez & Harrison, 1995). La ocupación soviética fue abiertamente respondida por las tribus conservadoras, especialmente los pastunes, pero también estuvieron allí los tayikos, los uzbekos y muy pocos hazaras, que en general son vistos como la etnia desgraciada de Afganistán. Estas fuerzas de reacción antisoviética fueron conocidas como los muyahidines, y obtuvieron un apoyo directo de Washington, durante el gobierno de Jimmy Carter, el cual tendría un protagonismo directo a través de su asesor de seguridad nacional Zbigniew Brzezinski, quien tuvo conversaciones directas con dichos muyahidines, o “soldados de Dios”, como se hicieron llamar (Harvey, 2003). Estados Unidos actuó en el terreno con el apoyo directo de Pakistán, Arabia Saudita, República Popular de China, Israel y el Reino Unido. Jimmy Carter justificó la intervención en Afganistán, apoyando a los muyahidines, tal como lo recupera Odd Arne Westad de los archivos presidenciales de Carter, con las siguientes palabras:

La amenaza de una futura expansión a los países vecinos del sudoeste asiático y el hecho de que semejante política militar agresiva inquieta a otros pueblos de todo el mundo. Es una violación cruel del derecho internacional y de la Carta de las Naciones Unidas. Es el intento deliberado de un gobierno ateo poderoso de subyugar a un pueblo islámico independiente. Debemos reconocer la importancia estratégica de Afganistán para la estabilidad y la paz. Un Afganistán ocupado por los soviéticos amenaza tanto a Irán como a Pakistán y constituye un trampolín hacia un posible control sobre gran parte del suministro mundial de petróleo. (Westad, 2018, p. 514)

Esta guerra marcó la década de 1980 y dividió a Afganistán en provincias y territorios más pobres de lo que eran antes de la caída del monarca, atestiguando las terribles tácticas de guerrilla que los muyahidines podían desplegar para derrotar a los soviéticos. Para Gorbachov, quien llegó al poder en 1985, la guerra afgana era un error desde todo punto de vista, y así lo dejó consignado en un pleno del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) de 1986, a su vez, interpelado por el mariscal Serguéi Ajroméyev, por entonces jefe del Estado Mayor del Ejército soviético, como lo recoge Westad, en los siguientes términos:

Gorbachov: Nosotros mismos nos metimos en este lío, no lo calculamos bien y nos expusimos en todos los aspectos. Ni siquiera éramos capaces de emplear nuestras fuerzas militares adecuadamente. Pero ha llegado el momento de irse… ¡Tenemos que salir de este lío!

[Mariscal Serguéi] Ajroméyev: [jefe del Estado Mayor del Ejército Rojo]: Después de siete años en Afganistán, no queda un solo kilómetro cuadrado que no haya pisado la bota de un soldado soviético. Pero en cuanto se van de un lugar, el enemigo regresa y lo restablece todo tal como estaba. Hemos perdido esta batalla. Ahora, la mayoría del pueblo afgano apoya la contrarrevolución. Hemos perdido al campesinado, que no se ha beneficiado de la revolución en absoluto. El 80 % del país está en manos de la contrarrevolución y la situación del campesino es mejor allí que en las zonas controladas por el Gobierno. (Westad, 2018, p. 559)

Con la decisión de Gorbachov de retirar las tropas soviéticas, los muyahidines, los intelectuales fundamentalistas islámicos, y sectores conservadores del mundo musulmán sintieron que los afganos habían derrotado al Ejército Rojo, y para un recién llegado a la yihad afgana, como Osama Bin Laden, era claro que el camino a la yihad global podía quedar despejado. Sin embargo, con la retirada del Ejército Rojo y la posterior implosión soviética, la suerte de Afganistán quedó en el olvido para casi todo el mundo, menos para los señores de la guerra surgidos durante la guerra de los muyahidines, quienes además de asegurar sus territorios, resucitaban las conocidas redes de relacionamiento tribal y étnico; los intentos de mantener un Estado unitario y una sociedad funcional con instituciones reconocidas fue desapareciendo aceleradamente. De hecho, Kabul se convirtió en un escenario de guerra entre diferentes facciones, de las cuales el Ejército Nacional era uno más.

En este contexto, los talibanes, el mulá Omar, y los pastunes en general, representaron para los pakistaníes, que seguían pendientes de lo que sucedía en Afganistán -con quienes comparten larga frontera y grupos étnicos, especialmente los pastunes- una oportunidad estratégica, y de esta forma el ISI, agencia militar de inteligencia que en español podría llamarse algo así como Inter Servicios de Inteligencia, actuó para convertir a los talibanes en un ejército moderno, con armamento, entrenamiento, vehículos para su movilización, entrega de información estratégica y asesores en el terreno. Para el éxito de esta operación se construyó una red de apoyo internacional que incluía a Arabia Saudita, Catar, Emiratos Árabes Unidos, y también tuvieron una participación directa grupos como Al Qaeda (Waldman, 2010). De esta forma, los talibanes se lanzaron a unificar el territorio, derrotando militarmente a todos los opositores, imponiendo un régimen claramente apoyado por la mayoría de los líderes tribales pastunes, pero también de líderes tribales conservadores, que si bien no eran pastunes, veían en la imposición de una versión tribal estricta de la sharía, un camino para recuperar la estabilidad perdida de Afganistán.

Para Pakistán, el efecto de apoyar a los talibanes era de otro orden: se trataba de crear un gobierno amigo, ya fuera en Kabul o en Kandahar, que le otorgara profundidad estratégica en su guerra cósmica contra la India (Jouanneau, 2020), lo que se traduciría en que una vez desencadenada una guerra irregular, o incluso regular, Pakistán podría utilizar el territorio afgano como un territorio aliado de fondo, para lo cual contaba -y mucho- el hecho de que los pastunes son el grupo étnico mayoritario en ambos países. Dicho de otra forma, Afganistán se convirtió en el gran proyecto geopolítico de Pakistán durante la segunda mitad de la década de 1990, a la vez que profundizaba su alianza con la República Popular de China, amén de su ya especial relación con Arabia Saudita.

El apoyo pakistaní a los talibanes, en la década de 1990, les permitió alcanzar el control de aproximadamente el 75 % del territorio, escapándoseles el control de diferentes zonas del norte; sobre todo, de aquellas habitadas por tayikos y uzbekos, con una considerable presencia de hazaras, representadas en la ciudad de Mazar-i-Shariff, y el más cercano a Kabul del Valle del Panshir. Entre 1997 y 1998 los talibanes ejecutaron masacres caracterizadas como limpieza étnica, especialmente contra los hazaras (Saikal, 2012), como se ha denunciado ampliamente en diferentes ámbitos internacionales, al igual que buscaron obtener el control de la población civil con la mayor brutalidad posible, tal como ya venían haciendo en otros territorios del país, donde se habían prohibido las transmisiones radiales y televisivas; escuchar música; leer libros en general, y en especial de literatura e historia; consumir bebidas con algún grado de alcohol, o consumir productos que no se consideraran básicos en una dimensión rigorista del islam. En este contexto fue frecuente que el deporte también quedara prohibido, y que los estadios y demás áreas de deporte, en las que se pudieran aglutinar grandes cantidades de público, se dedicaran a realizar enjuiciamientos y castigos, en los cuales las lapidaciones eran un recurso punitivo frecuente. Aquí es muy importante destacar que las mujeres fueron especial objetivo de la política de los talibanes, toda vez que perdieron todos los derechos a la vida pública, a la educación, a poseer propiedades y a tener algún protagonismo político. Incluso se llegó a denuncias sobre esclavitud sexual, matrimonios impuestos y draconianos castigos por infringir los preceptos del islam según la visión de los talibanes (Ghasemi, 1999).

En el verano de 1999, mientras los talibanes consolidaban su régimen con el terror como práctica y procedimiento de centralización política, social y religiosa, Pakistán puso en práctica, en parte, su idea de la profundidad estratégica, durante la guerra de Kargil contra la India (Chandran, 2006), que estuvo a punto de ser librada con armas nucleares. Dicha guerra se detuvo, negociada en un acuerdo de paz presionado por las grandes potencias, por lo que Pakistán lo asumió como una derrota política (Gill, 2019), que propició que el máximo comandante militar del momento, el general Pervez Mu­sharraf, diera un golpe de Estado, y con él los talibanes mantendrían su relación privilegiada con los servicios de inteligencia militar. En este punto es necesario indicar que la política internacional de Afganistán, y sus prioridades estratégicas, estaban definidas y establecidas por Pakistán, puestas en ejecución por sus asesores civiles y militares, así como que las tropas de los talibanes estaban entrenadas y guiadas sobre el terreno por los asesores militares pakistaníes (Lavoy, 2009).

Los talibanes fueron estableciendo sus principios de construcción de sociedad basados en la primacía étnica de los pastunes, su visión ultraconservadora de la sociedad, la orientación cultural basada en la noción de sociedad salafista1, mientras que convertían el aislacionismo de la comunidad internacional en una virtud más que en un defecto. De esta forma, se atrevieron a destruir las estatuas de Buda que habían sido esculpidas en el valle de Bamiyán durante el siglo VI, como queriendo borrar todo rastro de la historia preislámica, algo que el escritor V. S. Naipul había indicado como una acción radical que los islamistas más fundamentalistas tendían a asumir y justificar, tal como lo consignó en su libro Entre los creyentes, de 2011. Pero, para ese momento, el régimen establecido por los talibanes contaba con un reconocimiento diplomático limitado en Pakistán, Arabia Saudita, Catar y en otros países musulmanes con los que habían podido iniciar trámites para que se produjera una regularización diplomática amplia, aunque no buscaran la misma entre los Estados occidentales.

EL 11 DE SEPTIEMBRE DE 2001 Y SUS CONSECUENCIAS PARA AFGANISTÁN

En la mañana del 11 de septiembre de 2001 se ejecutaron los atentados de Al Qaeda contra Estados Unidos, que derribaron las Torres Gemelas en Nueva York y atacaron las instalaciones del Pentágono en Washington. Estos atentados tuvieron diversos impactos, unos fueron políticos, otros de carácter estratégico, otros del orden de la seguridad en cuanto a la capacidad de los servicios de inteligencia de Estados Unidos y de los Estados miembros de la OTAN, pero también desataron diversas discusiones políticas, a la vez que el problema del fundamentalismo islámico y del regreso de la religión a la arena política general se ubicaban como temas centrales. Y a pesar de la confusión y el temor desatado en los Estados occidentales, los organismos de inteligencia rápidamente estable­cieron que la autoría de los mismos era de Osama Bin Laden y su red terrorista, que para el momento se encontraba establecida en Afganistán; sobre todo, después de que este tuviera que abandonar Sudán, de donde el presidente Omar al Bashir, presionado por el gobierno de Bill Clinton, lo expulsó luego de los atentados a las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania y al destructor USS Cole, en octubre de 2000.

La reacción del presidente George W. Bush, y de todo su gobierno, fue la de ir a la ofensiva, declarar en principio una “cruzada” contra el terrorismo islámico, para luego moderar el discurso y declarar la necesidad de una guerra (Haas, 2009)2. En el marco de estas iniciativas se aprobaron resoluciones y declaraciones tanto en el Consejo de Seguridad como en la Asamblea de las Naciones Unidas, de las cuales salió la Resolución 1373, que explícitamente prohibía que cualquier país albergara a grupos terroristas y/o grupos armados que atentaran contra terceros desde sus territorios. Este entorno jurídico de las relaciones internacionales puso a Afganistán en la mira de la guerra, la que se inició en la primera semana de octubre, luego de que el régimen talibán se negara a entregar a Osama Bin Laden por los actos ejecutados, apelando a argumentos como que era necesario que tribunales afganos vieran las pruebas que lo vinculaban a dichas actividades. La posibilidad de iniciar la guerra debió sortear los obstáculos geopolíticos que Washington podía encontrar para desplegar tropas en países como Tayikistán, Uzbekistán o Kazajistán, en los que el poder y la influencia de Rusia eran evidentes, y este país no estaba interesado en tener cerca a los Estados Unidos, así compartiera el objetivo de la guerra antiterrorista, con énfasis contra las organizaciones islamistas, habida cuenta de los ataques que Rusia venía sufriendo a manos de comandos chechenos.

La guerra comenzó el 7 de octubre, en el marco de una amplia misión de la OTAN, si bien el esfuerzo principal era de Estados Unidos. El objetivo inicial era capturar vivo a Osama Bin Laden para ser juzgado en Estados Unidos, desarticular a la red Al Qaeda y dejar claro el mensaje de que los países que albergaran redes terroristas serían castigados implacablemente por las alianzas internacionales. En términos militares, la guerra era de carácter asimétrico y en muchas ocasiones los militares norteamericanos se encontraron con escenarios bélicos inesperados, toda vez que no existían autopistas ni un sistema vial que fuera usable, abastecimientos de combustibles o señales de telefonía disponibles, e incluso encontraron a un enemigo talibán dispuesto a combatir a pesar de las disparidades tecnológicas (Stanton, 2010). La guerra además se inició y sostuvo con apoyo de la Alianza del Norte, la agrupación militar enemiga de los talibanes, y que había sido comandada hasta el 9 de septiembre de 2001 por Ahmad Shah Massud, cuando fue asesinado por orden de Bin Laden.

Un hecho que hoy se tiene por cierto es que Bin Laden, Aymán Al Zawahiri y otros comandantes de Al Qaeda escaparon de Afganistán mezclados con los asesores pakistaníes que fueron evacuados días antes del inicio de los combates, y ello pareció ser corroborado cuando en 2011 se ejecutó la acción de tropas especial de Estados Unidos para eliminar a Bin Laden, en la ciudad de Abbottabad, en una casa ubicada a menos de dos kilómetros de un cuartel de la inteligencia militar. Este hecho dejó además al descubierto que los talibanes habían sido conniventes con una amplia red de terroristas sunitas que se habían ubicado en diferentes zonas de Afganistán.

Para diciembre de 2001 los talibanes habían tenido una seria derrota militar, habían perdido el control del país, miles de combatientes, pese a la resistencia que les presentaron a las tropas extranjeras, y originarias de países cristianos por más señas. En diciembre de 2001, en Bonn, Alemania, se realizó una reunión de jefes tribales y líderes políticos afganos, y del rey Mohamed Zahir Shah, con el fin de organizar una transición política, dar lugar a una nueva república y negociar los términos de la Loya Jirga que se celebraría en junio de 2002, de nuevo con la presidencia del rey, y que buscó legitimar el establecimiento de un nuevo gobierno (The Electoral Knowledge Network, 2001). En esta asamblea tribal se propuso y recomendó reconocer como presidente interino a Hamid Karzai, jefe de la tribu pastún de los popalzai, quien había creado una red de oposición a los talibanes, aunque desde 1983 había residido básicamente en Pakistán y la India (Cottey, 2002). Karzai, a pesar de su formación en ciencias políticas e idiomas en universidades de la India, asumió su papel de constructor de Estado, dando un papel importante a la negociación intertribal, y a los arreglos con los señores de la guerra, que de hecho había sido la ruta asumida por Donald Rumsfeld, secretario de Defensa del gobierno de Bush, y quien desafió y se negó a escuchar las recomendaciones militares y para la construcción de un Estado y una nación moderna en Afganistán, dadas por el entonces secretario de Estado, el general Colin Powell.

Durante 2002 los talibanes siguieron resistiendo en diversos territorios a las tropas de la coalición internacional, y tal como lo habían descrito los militares soviéticos, los talibanes se movían en las sombras, y mantenían redes de apoyo tribal, algo que escapa a los militares y a los politólogos occidentales, que consideraron que serían más fuertes las promesas para construir una sociedad y una democracia modernas. Para 2003, el gobierno de Bush estableció su nueva prioridad en política exterior, que era la guerra contra Saddam Hussein, justificada con el discurso del uso masivo de armas de destrucción masiva, algo que nunca fue probado y que, incluso, miembros de la inteligencia británica finalmente rechazaron por considerarlo improbable. Al margen de lo que sucediera en la guerra en Irak, Afganistán fue perdiendo importancia, quedándose estancado, mientras que el mulá Omar, quien también fue de los primeros dirigentes talibanes en huir, inició en ese mismo año la reorganización de los talibanes, de nuevo desde Pakistán, y con el apoyo de la inteligencia militar, aunque oficialmente se negara dicho apoyo hasta el día de hoy.

La reorganización talibán tuvo tres prioridades: ser una fuerza intertribal, e interétnica, aunque con primacía y prioridad pastún; buscar apoyo en gobiernos extranjeros que partieran del principio del reconocimiento de la sharía como base de la sociedad, y aprender las lecciones militares que se podían obtener de la guerra que habían librado contra otras organizaciones y territorios afganos entre 1996 y 2001 y luego contra las fuerzas internacionales a partir de octubre de 2001. Dentro de esta reorganización retomaron el cultivo de amapola, algo que habían hecho antes de ser gobierno, para luego prohibirlo durante su período gubernamental, y luego retomarlo a partir de 2003 como base para su financiación. Con esta nueva financiación era evidente que los talibanes ya podían confiar en grupos de milicianos con entrenamiento básico y armamento elemental, y que requerían crear unidades de combate con entrenamiento fuerte, del estilo de fuerzas especiales, incorporando armamentos más sofisticados y sistemas de comunicaciones, a la vez que se convirtió en insoslayable la necesidad de crear una unidad de inteligencia con fuertes capacidades para ubicar, seguir y atacar a las unidades extranjeras, y al naciente Ejército Nacional.

En la perspectiva política para los talibanes, la creación de una república era inaceptable por varios puntos políticos centrales: esta naciente república implicaba el establecimiento de una segunda constitución política, además de moderna, que otorgaba derechos y libertades básicas a todos los ciudadanos, poniendo en el centro de estos derechos a las mujeres, quienes tomaron un papel central y protagónico en las diversas negociaciones para el establecimiento de la misma, como lo ha destacado Hona Jalil, quien fuera la última ministra de asuntos de la mujer en el República, bajo el gobierno de Ashraf Ghani. La república trajo un cambio drástico en la vida afgana: fue creando una integración novedosa de los jóvenes afganos de ambos sexos a las tendencias globales, a través del acceso a los servicios de telefonía, internet, canales internacionales de televisión y radio, y se permitió el acceso a todas las expresiones culturales modernas. Igualmente, se reabrieron universidades, donde las mujeres constituyeron el grueso de los estudiantes, y se fue dando lugar a una economía moderna, con integración comercial amplia y un intercambio sostenido de productos y servicios. Igualmente, durante la república, en el gobierno de Karzai y en el de Ghani, se abrieron ministerios en los que trabajaron abiertamente miles de mujeres; adicionalmente, se creó un importante Ministerio de Asuntos de la Mujer, que a los líderes talibanes y a los líderes tribales más conservadores nunca les convenció como un cambio necesario ni oportuno.

Pero más allá de los logros obtenidos por la república, y pese que a finales del gobierno de Bush y durante el gobierno de Barack Obama se estableció un cambio de misión para las tropas norteamericanas y para los funcionarios civiles, dirigido a crear un Estado moderno en el marco de una democracia amplia, la realidad es que la república, definida como República Islámica de Afganistán, no logró superar la corrupción que permitió que se desviaran, de forma constante, miles de millones de dólares a manos de los antiguos señores de la guerra, a redes tribales para conseguir y mantener su apoyo a las decisiones políticas, y a políticos y funcionarios que encontraron en la financiación internacional una fuente de recursos disponibles, que creció con la “ceguera” norteamericana ante este hecho evidente. De hecho, en las evaluaciones que anualmente presenta Transparencia Internacional, bajo el llamado Índice de Percepción de la Corrupción, Afganistán ha ocupado permanentemente un lugar destacado entre los veinte países más corruptos del mundo, y ello se ha acentuado desde 2014.

Los talibanes lograron convertirse en una organización de mando secreto, con capacidad operativa sobre diversos territorios, empezando por la provincia de Kandahar, el territorio de referencia pastún, y cuya capital, la ciudad de Kandahar, había sido el centro político y religioso del gobierno talibán en el período 1996-2001. Esta ciudad había sido clave en la legitimación del mulá Omar como emir de Afganistán, cuando en un evento de 1994 se presentó en público con una manta, que según la tradición local, había pertenecido al profeta Mahoma. Y desde principios de la década de 2010 los talibanes lograron establecer relaciones con el emirato absolutista de Catar, que les permitió en 2013 abrir una oficina permanente conocida como el punto de encuentro y acción internacional de los talibanes, y presentada como la oficina del Emirato Islámico de Afganistán, proyectándose ya como rivales ciertos de la República Islámica de Afganistán. En este escenario, los talibanes no renegaron de Pakistán, sino que consiguieron, con ayuda de este, aliviar la presión internacional sobre Islamabad, a la vez que lograron una visibilidad y mejoramiento innegable de su posición para presentarse como luchadores contra ocupantes extranjeros. La relación con Catar, además, les ha permitido a los talibanes tener una exposición mediática internacional a través de la cadena de televisión Al Jazzera, que tiene un papel sustancial en mostrar una perspectiva catarí de la política internacional, con independencia de las líneas saudíes en política internacional y relaciones diplomáticas (Le Monde, 2021).

De esta forma, la oficina en Catar sirvió como punto de encuentro, centro de negociaciones y sitio para la canalización de fondos internacionales, tanto legales como ilegales, a donde podían llegar a la vez dineros que venían de los donantes árabes, más los fondos provenientes de países y personas sunitas no árabes, más los dineros obtenidos con el opio, y que podían ser gastados en la compra de armas, uniformes, equipos militares y formación política para sus fuerzas. A la vez, los talibanes presentes en Pakistán pudieron reclutar a miles de sus soldados entre los barrios de refugiados en diferentes ciudades pakistaníes, transportarlos hasta las zonas de combate y darles soporte en redes logísticas mantenidas por diferentes tribus a través de caminos usados hace cientos de años.

Estas diversas acciones afganas se vieron fortalecidas con la modificación de la estrategia de Estados Unidos introducida por la administración Obama, que implicó que un importante número de tropas norteamericanas saliera del país, dando la razón al virrey británico Lawrence, en la segunda mitad del XIX, de que Afganistán era muy pobre para sostener un ejército de ocupación, y dando la razón a Charles Masson y Alexander Burnes, de que era muy difícil constituir un gobierno centralizado en este país. Para los talibanes, con su discurso y su posición fundamentalista, se fue convirtiendo en básico sostener una posición política contra la corrupción, la ocupación extranjera y la aparición de prácticas sociales, culturales, y en últimas religiosas, que les parecían ajenas a los afganos. La reducción de tropas norteamericanas, el no incremento ni de las tropas ni la ampliación de la misión de los demás miembros de la OTAN aliados en la operación de Afganistán, condujo además a la reducción de los funcionarios civiles norteamericanos, e incluso europeos, sobre el terreno, y con ello a la reducción de fondos de asistencia internacional, que solo en los provenientes de Estados Unidos, llevó a que pasaran de 115.000 millones de dólares en el año fiscal 2008-2009, a menos de 40.000 millones de dólares, para el año fiscal 2014-2015.

De esta manera, en el período de 2014-2015 coincidieron dos conjuntos de hechos que han tenido un efecto directo en el desenlace de 2021: por una parte, Washington decidió modificar su estrategia en Afganistán, llevando a la baja su presencia, con las diferentes implicaciones que ello tenía desde el punto de la vista de la operación internacional, sumándose a ello la falta de iniciativa de la OTAN. En esta misma dirección, para 2014 ya era evidente que el Estado afgano surgido como república era mucho más que un Estado débil: los líderes políticos no parecían ni dispuestos ni capaces de superar las diferencias étnicas ni tribales, lo que además influyó de forma directa en la conformación de la burocracia, que terminó configurándose en facciones, tanto en los ministerios como en las administraciones locales, y que fue tratada por la administración de Hamid Karzai como un problema étnico, que solucionaba con la desviación de fondos o inversiones preferenciales a los líderes de los grupos étnicos y de las tribus en cada territorio, en vez de construir una administración pública moderna. Durante el gobierno de Ashraf Ghani este problema no se solucionó, sino que se agravó, sustancialmente, por la falta de diálogo entre este y los líderes tribales y étnicos, sin poder salir de la trampa étnica histórica. Lo anterior tenía además otra dimensión compleja asociada a que la mayoría de las obra de infraestructura eran contratadas y ejecutadas por fundaciones, ONG, y/o empresas norteamericanas y/o europeas, debido a que en Afganistán no existía el personal formado necesario para ejecutarlas ni la experiencia organizativa que garantizara la ejecución de las mismas. Y como corolario a los anteriores problemas de funcionamiento, los cuerpos de seguridad nacional, tanto el Ejército Nacional Afgano como la Policía Nacional, tenían serios problemas de estructuración debido a problemas de corrupción, logística, capacidad de análisis, dependencia de los organismos de inteligencia extranjeros, falta de personal con formación en ingeniería, logística, administración, salud, y, finalmente, la visible falta de motivación para el combate en la mayoría de las fuerzas reclutadas (Special Inspector General for Afganistan Reconstruction, 2021).

Por otra parte, todos estos problemas coincidieron con la reconfiguración que los talibanes vivieron a partir de 2013, y que se manifestó en una renovada capacidad de combate desde 2014, lo que condujo a que obtuvieran el control sobre grandes zonas urbanas, empezando por la provincia de Kandahar, y desde las que fueron extendiendo sus áreas de influencia y acción tanto hacia el norte, lo que sorprendió a los militares afganos y norteamericanos, como hacia el occidente, en la región de Herat. La reorganización militar de los talibanes, que fueron creando unidades de fuerzas especiales para enfrentarse a las unidades de fuerzas especiales del Ejército Nacional afgano, condujo a que el Estado se encerrara en las grandes ciudades, perdiera gran parte del control rural y descuidara el avance de la construcción territorial de la república, haciendo que en la práctica los talibanes pudieran hacer que su movimiento fuera cada vez más interétnico, a través de las negociaciones intertribales, encabezadas por los consejos de ancianos.

TRUMP, EL PROCESO DE PAZ EN DOHA Y LA CAÍDA DE LA REPÚBLICA

Las particularidades del gobierno de Donald Trump al frente de Estados Unidos, y sobre todo su paradójico e insólito comportamiento en la política exterior de Washington, llevaron, como la opinión pública mundial pudo constatar durante todo su gobierno, a un aislacionismo sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Entre las decisiones que marcaron esta nueva posición estuvo la de iniciar un proceso de paz con los talibanes en diferentes rondas de negociación que se dieron en la ciudad de Doha, a la vez que ponía al gobierno afgano en la posición de aceptar obligatoriamente dichas negociaciones como un requisito para mantener el respaldo de Washington, y en últimas de la OTAN, a pesar de la falta de iniciativa de esta última, y que a su vez se encontró bajo asedio constante por parte de la administración Trump.

Las negociaciones norteamericanas con los talibanes se iniciaron con diferentes acercamientos desde 2018, y terminaron con la firma del llamado Acuerdo de Doha entre los representantes de Washington y los de los talibanes, el 29 de febrero de 2020 (US Department of State, febrero 2020). Para muchos afganos, como el general Samir Sadat, el acuerdo firmado por la administración estadounidense con los talibanes, y en el contexto de un Estado sumido en la corrupción, en la creciente ingobernabilidad y en un fallo generalizado de la administración, supuso una derrota anticipada de la guerra contra con los insurgentes, y era algo que de antemano compartían diversos comandantes militares norteamericanos con el general David Petreus (Sadat, 2021). El acuerdo, de solo tres páginas, contempla tres puntos básicos: el retiro de las tropas de Estados Unidos, lo que suponía también el retiro de las tropas de la OTAN, la liberación de las tropas y los dirigentes talibanes que estaban en las cárceles del Estado afgano, y dejar establecido el camino para la negociación entre los talibanes y el gobierno de Ghani, pero sin especificar ninguna responsabilidad o apoyo de Washington para la creación de un gobierno de transición, la estabilización de la república o su defensa en caso de un posible fracaso. Para los talibanes, dicho acuerdo significó el pasar a una guerra nacional para la conquista del territorio, mientras el Ejército Nacional se iba retirando de diversos puntos de control, dejando abierto el paso a los talibanes, dado que las tropas regulares no eran capaces de combatir adecuadamente, en lo que confluían problemas de suministro, pago de salarios, fallos de inteligencia y un apoyo aéreo cada vez más escaso. Solo las tropas de las fuerzas especiales seguían haciendo frente al avance talibán.

En este contexto, el gobierno de Ghani inició, también en Doha, una serie de negociaciones con los talibanes en septiembre de 2020, con la pretensión de crear un gobierno de unidad nacional y una transición ordenada. Sin embargo, para los talibanes estas negociaciones estuvieron marcadas por la paciencia más que por los logros políticos en sí mismos, que ya no tenían significado para su organización; la paciencia se refería a que los talibanes no tenían prisa en atacar, negociar o acordar ningún asunto político, pues solo se trataba de que los norteamericanos establecieran su fecha de salida del territorio, y con ello se produciría un vuelco en la suerte militar y política de la república. Ante estas nuevas posibilidades, y en la medida en que los talibanes encarcelados fueron siendo liberados, los talibanes desplegaron sobre los territorios en los que iban proyectando sus nuevas operaciones militares tres estrategias paralelas: primera, presionar a los consejos de ancianos, a través de los acuerdos intertribales, para que los militares destacados en sus regiones se rindieran sin entrar en combate y así evitar que murieran. Esta estrategia tenía un antecedente: los talibanes se han caracterizado hasta en los últimos combates registrados en 2021, porque sus unidades de infantería no suelen retirarse ni rendirse, y si huyen lo hacen para reorganizarse, mientras que las unidades regulares del Ejército Nacional cesaban las batallas cuando los suministros de municiones o de otro tipo podían escasear en poco tiempo.

La segunda estrategia fue rodear las grandes ciudades desde los poblados más pequeños que el Estado iba perdiendo, con el fin de tener control y desde allí lanzarse a la toma militar, lo que llevó a que en muchas ocasiones las unidades de la Policía Nacional no combatieran, sino que se fueran entregando, o abandonando los puestos de control, lo que se repitió con decenas de puestos y mandos militares (BBC News, 2021). Esta fue una acción que el gobierno afgano no vio, o no quiso ver, mientras los políticos seguían sin llegar a acuerdos de fondo para mantener la república.

Y la tercera estrategia fue la guerra abierta por el control de las grandes ciudades, desplegada después de abril de 2021, cuando Joe Biden anunció la retirada total de las tropas norteamericanas para el 31 de agosto y que supuso la suspensión de toda acción de combate que fuera más allá de la protección del personal diplomático, civil y militar, junto con las instalaciones, presentes en Afganistán (The White House, 2021). En esta tercera estrategia fue primordial el combate de las fuerzas especiales talibanas contra sus equivalentes del Ejército Nacional.

Para inicios de julio de 2021, mientras que la administración de Joe Biden sostenía que el Ejército Nacional afgano, que para ese momento tenía oficialmente 173.600 (IISS, 2020)3 hombres y mandos enlistados había recibido capacitación de Estados Unidos durante las últimas dos décadas para enfrentar los ataques talibanes (La Casa Blanca, 2021), la República Popular de China, en una acción que incrementaba el valor de la victoria silenciosa de Pakistán frente a una posible rápida victoria militar de los talibanes, estableció una serie de acuerdos con los futuros nuevos gobernantes de Afganistán, en un momento especialmente importante que señalaba no solo la salida de Estados Unidos de Asia Central, sino la imposibilidad de este para ejercer cualquier influencia futura en dicha región. Para Beijing, igual que para Moscú y Teherán, significó que la región se libraba de la presencia de Washington, pero también de la OTAN, y en general de los Estados de Europa occidental. La caída de la república después de la cumbre con los diplomáticos chinos fue acelerada, y en los primeros 10 días de agosto cayeron bajo control talibán las ciudades de Kunduz, Kandahar, Mazar-i-Shariff; y el 14 de agosto, cayó Kabul. El 15 de agosto, en horas de la mañana, el presidente Ghani huyó hacia Emiratos Árabes Unidos, para evitar ser linchado por los talibanes, tal como estos hicieron con Mohamed Najibulláh en 1996.

Con la caída de Ghani se produjo la caída de la república, la victoria militar y política de los talibanes, el fracaso de la OTAN y, en especial, el fracaso internacional de Estados Unidos; y, sobre todo, el desastre humanitario que empezó a evidenciarse en Afganistán. Millones de sus habitantes empezaron a buscar la forma de salir del país para evitar ser gobernados por los miembros de un régimen que habían conocido en la década de 1990. Era claro que la victoria de los talibanes había abierto la puerta, de nuevo, a la victoria de las fuerzas más conservadoras, que durante veinte años vieron con asombro la modernización que el país estaba viviendo, y cómo las mujeres habían adquirido una vida pública propia, a la vez que adquirían derechos amplios de diversa índole. Quizá lo que más sorprendió a la opinión pública internacional fue la rápida caída el Ejército Nacional y la forma como la Policía Nacional se adecuó a los nuevos ganadores sobre el terreno, como cuerpos institucionales, pero que según el análisis del general Sadat no era tan sorpresivo.

Al momento de la caída de la república, Afganistán había experimentado un crecimiento demográfico fuerte en las dos últimas décadas, pasando de una población de menos de veinte millones de habitantes, a 35.780.000 habitantes en 2021, pero con una economía muy endeble, con un PIB de 18,7 billones de dólares, incluso menor al registrado en 2014, con un PIB de 21,4 billones de dólares. El PIB per cápita en 2021, que también había caída durante los últimos años, se ubicó en 513 dólares. Y el presupuesto de defensa, que también había registrado un descenso notorio en el último lustro, se ubicó en 1.910 millones de dólares (IISS, 2020). Es evidente que Afganistán sigue siendo un país pobre, con una seria incapacidad para sostener su economía, y que depende muy seriamente de los fondos internacionales.

Los talibanes se han presentado en 2021, ante su victoria, como una fuerza militar determinante, que ha ofrecido un diálogo amplio a todas las fuerzas políticas, las representaciones étnicas y las distintas tribus. Han denominado al nuevo Estado Emirato Islámico de Afganistán, subrayando su idea de crear un Estado teocrático, limitando las versiones laicas de la política y la cultura; y uno de sus voceros más conocidos planteó desde el mismo 16 de agosto, que las mujeres tendrán derechos, pero aquellos que puedan otorgárseles dentro de la interpretación talibana de la sharía.

Desde la perspectiva internacional, los grandes ganadores con la victoria de los talibanes son Pakistán y la República Popular de China, quienes han estado detrás de la victoria de aquellos; mientras que los más preocupados son India e Irán, pues desconfían de qué tan firmes puedan ser los talibanes para prevenir o evitar que diversos grupos terroristas se escondan en sus territorios. Rusia tiene una posición aún más ambigua, toda vez que si bien le es importante la salida de Estados Unidos de esta región, le preocupa el apoyo que los talibanes puedan dar a los islamistas de diferentes regiones rusas como Chechenia, o desestabilizar regímenes como el de Siria, donde Bashar al Sadat, protegido y apoyado por Moscú, ha logrado una dura victoria contra la insurgencia del Ejército Libre de Siria, entre otras organizaciones, y el terrorismo creado por el Estado Islámico.

CONCLUSIONES

Afganistán parece ser hoy en día uno de esos países en guerra permanente, una guerra de verdad, donde la violencia es mucho más que un instrumento, pues se ha convertido en un mecanismo de intercambio político, religioso, comercial e incluso para determinar los derechos, las libertades y las formas de propiedad posible. Esta guerra librada por Estados Unidos, que inició luego de los ataques del 11-S contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono en Washington, se concluyó a finales de agosto de 2021 con la decisión tomada por Joe Biden de hacer efectiva la salida de las tropas estadounidenses de Afganistán.

El anuncio de Biden dejó las conversaciones de paz en Doha sin sentido, y un escenario incapaz de impedir la avanzada militar de los talibanes en la conquista del territorio completo, mientras que el Ejército Nacional afgano seguía evadiendo las confrontaciones militares y dejando claro que no lucharía por detener a los talibanes en las zonas rurales y en las ciudades secundarias. En medio de esta contundente avanzada, los talibanes reciben el apoyo fundamental de la República Popular de China, a través de acuerdos diplomáticos que reafirman el interés de Beijín de tener de su lado a los talibanes para el avance de la construcción de grandes obras de infraestructura de la Nueva Ruta de la Seda, a la vez que los talibanes acordaban no apoyar a los musulmanes de la etnia uigur de China. Este acuerdo empieza a vislumbrar todo un cambio geopolítico, y alianzas estratégicas entre pakistaníes, chinos y talibanes.

La caída de la república en manos de los talibanes implica un cambio estructural para la sociedad afgana: las ideas de una modernización del Estado con vida pública e intelectual poco a poco se empiezan a diluir y las mujeres ya empezaron a ser de nuevo sometidas, acosadas y censuradas en este regreso de 2021. En medio de esta nueva conformación de las reglas que rigen la sociedad a manos de los talibanes, continúan los problemas estructurales, como el del Estado afgano caracterizado por unas instituciones corruptas y una economía frágil que vislumbran un desastre humanitario descomunal; al mismo tiempo, se ratifica un profundo fracaso global de la proyección geopolítica y la credibilidad internacional de Estados Unidos.

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1El salafismo o fundamentalismo islámico es una escuela de pensamiento dentro del islam suní que reclama el retorno a las fuentes o fundamentos originales del islam, sometiendo al considerado “islam deformado” a una revisión, y a una limpieza, de tradiciones posteriores que —a juicio de los salafistas— han desvirtuado la esencia y el sentido de la aplicación de la ley islámica, así como su interpretación con el paso del tiempo y las sucesivas generaciones. Este movimiento enfatiza en la interpretación literal del Corán y la Sunna (recopilación de los dichos y los hechos del Profeta) y en la implementación de la ley islámica (Sharia).

2Richard N. Haass realizó un análisis comparado sobre cómo se tomaron las decisiones para ir a la guerra contra Bagdad, en dos momentos diferentes, en dos gobiernos encabezados por miembros de la misma familia, Bush padre y Bush hijo, explica cómo en esto se pueden diferenciar dos escuelas de pensamiento diplomático y militar de Estados Unidos. Según Haass la segunda guerra de Irak estuvo marcada por la visión de una política exterior de Washington como instrumento por el cual se puede influir en la naturaleza de los Estados y su ordenamiento institucional, y justificar esto tanto por razones morales como políticas e institucionales.

3Según los datos presentado en The Military Balance para el año 2020, incluyendo una fuerza policial de 90.600 unidades.

Recibido: 12 de Marzo de 2022; Aprobado: 15 de Octubre de 2022

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