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Análisis Político

versión impresa ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.35 no.105 Bogotá jul./dic. 2022  Epub 05-Mayo-2023

https://doi.org/10.15446/anpol.v35n105.107761 

Internacional

LOS TRES REGÍMENES DEL OPIO EN ASIA EN EL SIGLO XIX

THREE OPIUM REGIMES IN ASIA IN THE NINETEENTH CENTURY

Andrés López Restrepo1 

1Economista. Docente de la Universidad Nacional de Colombia sede Bogotá.Correo electrónico: alopezre@unal.edu.co


RESUMEN

En el este de Asia hay una vieja tradición de rechazo al opio, por razones religiosas y políticas, y que se concretó en prohibiciones, las cuales, según algunas fuentes, se remontan al siglo XIV, pero solo pueden datarse con certeza desde el siglo XVIII. Desde fines de ese último siglo, neerlandeses y británicos forzaron la apertura de mercados para el opio en el Sudeste Asiático y en China. El único país que permaneció al margen fue Japón. Sobre la base de estas experiencias, se propone la identificación de tres regímenes distintos de opio en la región: la legalización plena en el Sudeste Asiático, la legalización parcial en China y la prohibición en Japón. El artículo finaliza con algunas sugerencias acerca del influjo de estos tres modelos sobre el prohibicionismo global de las drogas en el siglo XX.

Palabras clave: prohibicionismo; opio; este de Asia; China; Japón

ABSTRACT

In East Asia, there is an old tradition to reject opium for religious and political reasons that took the form of prohibitions, which date back to the fourteenth century according to some sources but can only be dated with certainty from the eighteenth century. Since the end of this latter century, the Dutch and British forced the opening of markets for opium in Southeast Asia and China. The only country that remained on the sidelines was Japan. Based on these experiences, the study proposes identifying three different opium regimes in the region: full legalization in Southeast Asia, partial legalization in China, and prohibition in Japan. The article ends with some suggestions for the influence of these three models on global drug prohibitionism in the twentieth century.

Keywords: prohibition; opium; East Asia; China; Japan

INTRODUCCIÓN

Mi interés es el origen de la regulación internacional de las drogas. El factor que con más fuerza ha moldeado esa regulación desde principios del siglo XX ha sido el interés de Estados Unidos en eliminar el consumo de drogas que no sea justificado por razones médicas y científicas, según lo que entienden por tales la medicina y la ciencia occidentales. El prohibicionismo así definido es un fenómeno que tiene sus orígenes a fines del siglo XIX, cuando surgen en el mundo occidental categorías como adicción y otras afines para referirse a un consumo exagerado y nocivo de ciertas drogas. Windle (2013) sugiere que esa genealogía de la prohibición desconoce el papel de varios países asiáticos que prohibieron el opio, la droga central en la construcción del régimen prohi­bicionista, mucho antes de que se les ocurriera hacerlo a los países occidentales. Yo estoy de acuerdo con que al menos parte de los orígenes de la prohibición contemporánea deben buscarse en Asia -Occidente también jugó su papel, lo que es materia de otro trabajo-, pero difiero en cuanto a los argumentos y las conclusiones de Windle y en cuanto a su manejo de las fuentes.

Es bien conocido que el consumo de opio con fines recreativos es originario de Asia, pero lo es menos que las primeras prohibiciones de la droga también ocurrieron en ese continente. En Persia, diversos shas de la dinastía safávida proscribieron el opio en los siglos XVI y XVII, mientras que en la India, pese a ser durante varios siglos el principal productor de la droga, la costumbre de fumar opio era mal vista, de tal forma que, si bien el opio nunca fue prohibido en el subcontinente, su consumo fue siempre moderado (Matthee, 2005; Richards, 2002). En todo caso, los usos del opio en el oeste y el sur de Asia no tuvieron mayor impacto sobre las políticas de droga contemporáneas. Lo contrario ocurrió en el este de Asia, que tuvo y ha tenido una gran influencia sobre las formas de concebir y manejar las drogas hasta el día de hoy. Este trabajo examina tal situación desde sus supuestos orígenes, en el siglo XIV, hasta el siglo XIX, haciendo énfasis en este último, pues fue cuando se consolidaron en la región, por influencia del imperialismo occidental, tres modelos diferentes de política de drogas: la legalización completa en el Sudeste Asiático, la legalización parcial en China y la prohibición en Japón. La evaluación que hicieron de estas experiencias los movimientos antiopio surgidos a fines del siglo XIX concluirían que el modelo japonés había sido el más exitoso, por lo cual se convirtió en referente obligado para la prohibición triunfante de principios del siglo siguiente.

Este artículo analiza las diferentes políticas para el manejo del opio adoptadas por las naciones del este de Asia, con el fin de identificar y comparar los tres modelos mencionados. Para lograrlo fue necesario revisar una gran cantidad de material histórico, correspondiente a cada uno de los casos estudiados, y que, en su mayor parte, alude a las políticas del opio solo de manera tangencial. Esta labor fue particularmente ardua en el caso del Sudeste Asiático, donde, excepción hecha de la Indochina francesa, las monografías que se ocupan de la historia de las políticas de drogas son muy escasas. Respecto a Japón, la situación es apenas un poco mejor. Con China el problema es diferente. Su historia del opio ha sido objeto de innumerables estudios, y la bibliografía no deja de crecer. Pero esos trabajos se concentran en la Primera Guerra del Opio y sus consecuencias, entendible ello por tratarse de un hito decisivo en el relacionamiento de China con Occidente y el momento que ha sido identificado por la misma historiografía china como el origen de un siglo trágico para un imperio hasta entonces poderoso y orgulloso, pero que ha relegado otros aspectos de interés. Por ejemplo, no existe en ningún idioma occidental una descripción sistemática de los cambios de las políticas chinas respecto al opio hasta principios del siglo XX. Este trabajo reconstruye las historias de las políticas del opio en el siglo XIX de esas tres regiones tan importantes, y las confronta para establecer su influencia sobre la posterior política mundial de las drogas.

El resultado principal de este trabajo es la identificación de tres regímenes o modelos que operaron durante el siglo XIX: legalización plena, legalización parcial y prohibición. Para lograr ese objetivo es necesario aclarar una serie de cuestiones que hasta el presente no se habían planteado, o lo han sido de manera confusa, y que constituyen otros aportes que cabe subrayar. En primer lugar, se reconoce el papel jugado en la prohibición por dos tradiciones religiosas: el budismo y el islam; cabe precisar que algunas de las prohibiciones atribuidas al budismo tienen un carácter probablemente ficticio. En el Sudeste Asiático, el negocio del opio fue responsabilidad de monopolios; el presente texto diferencia dos tipos de monopolios consecutivos: el de las empresas mercantilistas y el de los Estados coloniales, en lo que constituye otro aporte del texto. La tercera novedad es la identificación clara de lo ocurrido con la prohibición en Japón y, sobre todo, China. Existe mucha confusión en la literatura sobre las políticas adoptadas por la China imperial y, como ya se mencionó, el presente texto establece la primera cronología clara, en lengua occidental alguna, de las políticas del opio chinas hasta principios del siglo XX.

PROHIBICIONES ORIGINALES

El opio fue difundido en el este de Asia por comerciantes árabes, y su empleo inicial fue con fines terapéuticos. Proveniente del oeste del continente, en Turquía y Persia, y de la India, durante mucho tiempo su consumo fue muy reducido y estuvo limitado casi por completo a usos médicos, debido a su alto precio y a que su empleo con fines recreativos, aunque conocido, era, en general, reprobado. En particular, existen referencias a que en el Sudeste Asiático su consumo en contextos rituales o recreativos enfrentó la censura de dos tradiciones religiosas: el budismo y el islam. Ello indujo las primeras prohibiciones del opio, hace ya varios siglos. La prohibición en las regiones donde primaba el budismo, la religión mayoritaria en Indochina, habría sido más antigua, y estaría fundada en el repudio a las sustancias que afectan la disciplina y la concentración. Buda prohibió expresamente el alcohol, y muchos budistas concluyeron que el rechazo debía extenderse a otras sustancias psicoactivas, como el opio. En general, la élite indochina consume poco alcohol y poco opio, aún en el presente, y esto, en medio de un ambiente de desaprobación. Algunas historias cuentan que hacia 1360, en Ayutthaya, reino predecesor de Siam, su monarca Ramathibodi I ordenó la prohibición del opio, preocupado por la pérdida de la capacidad de trabajo y de combate de sus consumidores habituales, y estableció penas para los infractores que incluían prisión, castigos físicos, humillación pública y confiscación de su propiedad. Esta habría sido la primera vez que se prohibió el opio en alguna parte del mundo. Por la misma época, los reinos creados por miembros de la etnia bamar, en el actual territorio de Birmania, habrían desalentado el consumo de opio, inspirados por los preceptos budistas. En Vietnam, también de mayoría budista, el opio fue introducido más tardíamente, en la primera mitad del siglo XVII, y se cuenta que hacia 1665, durante el reinado del emperador Lê Huyên Tông, su producción y su comercio habrían sido prohibidos (Kasian Tejapira, 1992; Renard, 1996; Nguyen, 2008).

El problema con estos relatos es que no existe ningún registro histórico contemporáneo de esas prohibiciones ni sobre su aplicación, y tampoco lo hay sobre la existencia en tiempos tan lejanos de un problema con el opio. Esta ausencia de pruebas se prolonga en el tiempo, y solo en el siglo XIX empezaron a mencionarse esas antiguas leyes; precisamente, en el momento en que esos mismos países establecen prohibiciones que sí pueden datarse con precisión, en respuesta a la mayor disponibilidad de opio ocasionada desde fines del siglo XVIII por el aumento de la producción de este en India y los intentos del gobierno británico por comerciar la droga. Mientras no surjan pruebas en contrario, habría que concluir, como dice Stringer, que esas prohibiciones remotas fueron, en realidad, el resultado de la invención de los gobiernos de la región, que habrían buscado reforzar la legitimidad de sus prohibiciones apelando a unos supuestos antecedentes seculares en periodos de florecimiento del poder de las entidades políticas reconocidas como antecesoras directas de los regímenes del siglo XIX, en lo que sería un claro ejemplo de “tradiciones inventadas” (Stringer 2014; Hobsbawn, 1983).

También hay información sobre prohibiciones del opio en Insulindia, una región predominantemente musulmana. El opio no es mencionado en los libros sagrados del islam, y existe una tradición muy larga de uso recreativo del opio en el mundo musulmán, pero han existido ciertas tendencias rigoristas que rechazan el opio. Las primeras prohibiciones regionales sobre las cuales hay certeza ocurrieron en Java; al parecer, como respuesta de algunas comunidades al comercio de opio promovido por los neerlandeses en la región. Es decir, la prohibición sería una reacción a la “revolución psicoactiva”, como llamó Courtwright (2001) a la expansión de la producción y el consumo de las drogas promovida por Occidente durante la Era Moderna. En el siglo XVIII los gobernantes de Mataram y Surakarta, en el centro de la isla, culparon al opio del declive de valores morales al que atribuyeron su sometimiento a los neerlandeses. Pakubuwono II, el primer sultán de Surakarta, prohibió el consumo de opio en la década de 1740. El opio también fue prohibido en Bantam y Priangan, en el oeste de Java, proscripción que estaba vigente a principios del siglo XIX. Además, los habitantes del sudoeste de la isla mantuvieron una actitud de rechazo al opio, que fue atribuida por los colonizadores neerlandeses a la observancia del islam. Esto es demostrado por la poca importancia del contrabando en esa región, donde el consumo mantuvo su asociación con el bajo mundo. Es interesante que al menos uno de los Estados regionales no fundó su prohibición en razones exclusivamente religiosas. Así, el sultán de Palembang, en la isla de Sumatra, prohibió en 1764 la venta de opio, so pena de muerte, arguyendo que su consumo interfería con el trabajo de sus súbditos, aunque la efectividad de la prohibición en el sultanato fue efectiva, precisamente, por la inclinación antiopio de ciertos grupos de musulmanes (Rush, 1990; Andaya, 1997; Trocki, 1999).

Para hacer efectiva la prohibición, desde mediados del siglo XVIII algunos lugares de Java, así como la isla de Ambón, pidieron a los colonizadores neerlandeses que se abstuvieran de la importación de opio a sus tierras. Las autoridades coloniales usualmente concedían esa gracia, aunque casi siempre por periodos cortos, tras los cuales empezaban a vender opio en la mayor parte de sus territorios. Para el siglo XIX casi todas las posesiones neerlandesas tenían alguna concesión para la venta de opio, al igual que muchos de los Estados independientes del mundo malayo, tales como Johor, Perak, Selangor y Pahang. Las únicas excepciones eran la isla de Madura y el sudoeste de Java, donde el rechazo al consumo de opio por razones religiosas y culturales fue particularmente intenso. Estas zonas fueron proclamadas Áreas Prohibidas para el opio por el gobierno colonial, y eso significó que en ellas la distribución del opio fue siempre ilegal, y el contrabando tampoco hizo mucha mella, porque el rechazo al opio era generalizado entre la población (Rush, 1990; Trocki, 1999).

También nos encontramos en terreno propiamente histórico con la prohibición china del opio, que, a diferencia de lo ocurrido en el Sudeste Asiático -donde la religión fue determinante-, tuvo causas que pueden ser consideradas puramente políticas. El opio con fines medicinales fue conocido en China a principios del segundo milenio, y en la segunda mitad del siglo XV empezó a ser usado como ayuda para controlar y prolongar el deseo sexual. Fue en Java donde a principios del siglo XVII se originó la costumbre de fumar una combinación de tabaco y opio, la cual se propagó a los comerciantes chinos que acudían a Batavia, y quienes hacia mediados del siglo XVII la dieron a conocer en Taiwán y las provincias costeras chinas. A partir de entonces el opio fumado y mezclado con tabaco se difundiría rápidamente entre los habitantes más prósperos de las ciudades del litoral, que lo fumaban en pipas durante sus juegos sexuales, y con mayor lentitud, en sectores más amplios, como personas marginales y bandidos, pero el elevado precio del opio limitó su expansión entre estos grupos. El opio se extendió a otras partes de China tras el regreso de Taiwán de las tropas que reprimieron la rebelión ocurrida en esa isla en 1721 (Spence, 2013; Zheng, 2005).

Noticias sobre la propagación del opio en el sudeste del imperio y su supuesto víncu­lo con el bandidismo llegaron hasta la corte de Pekín, donde en 1729 el emperador Yongzheng prohibió la venta de opio para fumar y el funcionamiento de fumaderos, y estableció penas análogas a las de delitos ya existentes. Así, quienes comerciasen con la droga serían acusados de contrabando y castigados con canga o yugo y servicio militar vitalicio en la frontera, lo cual equivalía a la esclavitud a favor del Estado. Quienes operasen un fumadero serían estrangulados, como correspondía a quienes enseñaban doctrinas heterodoxas a las masas; al parecer, porque facilitar el acceso al opio incentivaba la degeneración moral, lo que desde el punto de vista imperial era la ofensa más grave y, por tanto, la única conducta merecedora de la pena capital. El edicto no hizo referencia al consumo; posiblemente, por la creencia de que su prohibición daría a las autoridades locales un pretexto para la extorsión. Pero a partir de entonces se interpretó que los consumidores serían apaleados, como ordenaban las leyes referentes a la violación de los edictos imperiales. La prohibición del opio debe ser comprendida en el contexto de un imperio distante y cerrado sobre sí mismo, cuyo propósito era preservar la estabilidad política y la armonía social mediante la reafirmación de las formas de vida tradicionales y el rechazo a prácticas nuevas que, como fumar opio, fueron consideradas inmorales y desestabilizadoras. El lenguaje para justificar la prohibición fue formulado en términos propios de un gobierno paternalista, y los documentos oficiales insistieron en que su propósito era resguardar a los súbditos chinos de una sustancia nociva para la moral y la salud y que menoscababa los recursos familiares (Spence, 1998, 2013; Howard, 1998).

En todo caso, la prohibición china fue poco eficaz. Durante décadas, las autoridades no se preocuparon por aplicar el edicto de prohibición, y el opio siguió entrando de contrabando, aunque en pequeñas cantidades, a través de Macao. Pueden identificarse dos razones para esta apatía. En primer lugar, en 1729, el mismo año del edicto de prohi­bición, un memorial dirigido al emperador relataba el caso de un vendedor de opio que había sido sentenciado a la confiscación del producto, a portar la canga y al destierro en la frontera. El vendedor defendió su inocencia argumentando que el opio era medicinal, lo que lo hacía legal, y no para fumar. Tras comprobar su veracidad, el gobernador de la provincia de Fujian revirtió la condena, decisión que fue apoyada por el emperador, quien insistió en que la prohibición afectaba únicamente al opio para fumar. Este se diferenciaba del empleado como medicina tan solo por un proceso de refinamiento adicional, lo que hacía muy difícil distinguir entre los dos tipos de opio, y por ello, en adelante las autoridades se habrían abstenido de asumir casos relacionados con la droga. A esto se sumaba un segundo factor: el hecho de que el opio era una droga costosa y, por tanto, al alcance de solo pocas personas, en su mayoría miembros de las élites, por lo que los funcionarios tendrían poco interés en enfrentarse a usuarios poderosos; más aún, con la incertidumbre que rodeaba a la sustancia (Spence, 1998; Bello, 2005).

REGÍMENES DEL SIGLO XIX

Ya se ha mencionado el papel de Occidente en la promoción del opio en el este de Asia. El impacto de los europeos en el comercio oceánico intraasiático se hizo sentir, sobre todo, mediante un nuevo tipo de organización. Las Compañías de Indias Orientales neerlandesa y británica, establecidas hacia 1600, fueron típicas empresas mercantilistas que recibían monopolios comerciales con el objetivo de aumentar el poder y la riqueza de sus metrópolis. Uno de los productos con que esas compañías negociaron en Asia fue el opio. La Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales (VOC, por las iniciales de Verenigde Oostindische Compagnie) creó desde mediados del siglo XVII un próspero negocio en torno al opio, y se convirtió así en la principal compradora de la droga en Bengala, la cual llevaba a Batavia (actual Yakarta), el centro del imperio asiático neerlandés, desde donde impulsó el comercio de la droga en Insulindia. La compañía presionó a diversos Estados de la región para fundar monopolios sobre la oferta de opio, que durante el siglo XVIII constituyó la importación más importante en términos de valor en el mundo malayo. Precisamente en Batavia, se inició la práctica de fumar opio mezclado con tabaco, la cual se extendió a China. Los chinos eliminarían el tabaco y empezarían a fumar opio puro, innovación que luego se extendió hacia el Sudeste Asiático, con la llegada de un gran número de trabajadores chinos migrantes (Reid, 1992; Trocki, 1999).

La transformación más profunda del mercado de opio fue debida a los británicos. La Compañía de las Indias Orientales británica se involucró en el comercio de la droga a principios del siglo XVIII, cuando aún era una actividad dominada por los neerlandeses, y consiguió desplazarlos a mediados de la misma centuria, al hacerse al control de Bengala. En 1773, la compañía asumió el monopolio sobre la producción y el comercio de opio en esa región, y construyó una organización que le permitió manufacturar un producto estandarizado y de alta calidad muy apreciado por los consumidores. La producción adquirió una estructura monopólica en un momento en que crecían los sen­timientos a favor del libre cambio. Para justificarlo se arguyó que el opio era un producto no esencial y potencialmente nocivo, y que el monopolio mantendría un control estricto sobre la oferta, lo cual permitiría cobrar precios altos que desincentivarían el consumo y evitarían el riesgo de sobreproducción (Owen, 1934). Se ha dicho que el monopolio se originó bajo los mogoles, y que la compañía se limitó a heredar ese sistema al adueñarse de la India. Esta versión se remonta, al menos, a 1786, cuando John Macpherson, gobernador general encargado de Bengala, manifestó en un memorando que “el opio de este país siempre fue manejado por el gobierno nativo como un monopolio”. Es cierto que a fines del siglo XVII la mayor parte del opio era producido en tierras pertenecientes al emperador, y algunos funcionarios mogoles consiguieron monopolizar temporalmente el opio del área bajo su jurisdicción, mientras que en el siglo XVIII un grupo de comerciantes de Patna financiaban y ejercían cierto control sobre la producción de opio. Sin embargo, nunca existió un monopolio mogol oficial sobre el opio, y nadie ejerció un poder monopsónico sobre los productores con autorización de la autoridad imperial, como lo demuestra la falta de documentación al respecto; en particular, por parte de los representantes de la VOC: la principal compradora de opio cuando los británicos se apoderaron de Bengala. La compañía británica, a su vez, se habría inspirado en los monopolios que los neerlandeses impusieron en las islas malayas, pero para justificarse habría fomentado el mito de que el monopolio estatal del opio en la India tenía una larga historia. Tal infundio fue retomado por los británicos a fines del siglo XIX, con el fin de legitimar su monopolio en un momento en que enfrentaba fuertes críticas (Prakash, 1985, 1987; Haq, 2000).

Gracias al sistema organizado por la compañía, la India se convirtió en el primer productor mundial de opio, y desplazó a Turquía, que durante siglos ocupó ese lugar. La casi totalidad del opio producido por la compañía era para la exportación; en un principio, con destino al Sudeste Asiático, aunque muy pronto China se convirtió en el principal mercado. Tan solo una parte menor de la producción tenía como propósito atender el consumo local. El avance del comercio de opio enfrentó la oposición de los territorios soberanos del este de Asia. Las naciones independientes de la región intentaron preservar su autonomía y trataron de controlar de manera estricta el comercio con Occidente. El uso del opio con fines distintos de los medicinales era visto como un factor de desequilibrio, por lo que su importación fue prohibida. A comienzos del siglo XIX aumentó la presión occidental para acceder a los mercados de la región; sobre todo, por parte de la compañía británica, la cual pretendió que los países independientes abrieran sus puertas al comercio de opio y estuvo dispuesta a emplear la violencia para lograr sus fines. Mientras se mantuvo la prohibición, la compañía promovió el contrabando de la droga. Es cierto que la compañía no participaba directamente en el tráfico, pero vendía opio a los contrabandistas con pleno conocimiento de sus propósitos criminales, e incluso les expedía una licencia con tal fin. Los Estados de la región respondieron reprimiendo el contrabando y adoptando medidas más estrictas contra el opio, pero al final todos fueron obligados a abrir sus puertas a la droga, con la única excepción de Japón.

Legalización total en el Sudeste Asiático

Desde principios del siglo XIX las potencias europeas establecieron en sus colonias sudasiáticas monopolios de bienes de consumo cuya administración era entregada a particulares, que, a cambio del pago de un arriendo, recibían los ingresos procedentes de la venta de esos bienes. Así operaron los monopolios para la distribución y la venta minoristas del opio en todo el Sudeste Asiático. Eran un tipo de monopolio diferente del de las compañías mercantilistas, que no encarnaban un sistema de política económica, sino que eran una forma de imposición indirecta propia de las economías tradicionales, incluida la Europa moderna. Los neerlandeses introdujeron en el Sudeste Asiático las dos formas de monopolio con que fue manejado el opio; primero, en su carácter de compañía mercantilista a mediados del siglo XVII, y luego, como concesión para la venta al detal, en el siglo XIX. Ambas modalidades de monopolio convivirían durante las primeras décadas del siglo XIX, hasta que, a mediados del siglo, desapareció la compañía británica, la última de las grandes empresas mercantilistas, mientras que los monopolios para la venta de opio subsistieron hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Pese a su diversa naturaleza y su contexto, los dos tipos de monopolios de opio fueron justificados con el mismo argumento por las potencias europeas: permitían, al mismo tiempo, obtener ingresos elevados y restringir el consumo; o sea, recibir ganancias y proteger a la población. Sin embargo, siempre que hubo conflictos entre ambos objetivos primó el lucro.

Los monopolios sobre los productos del consumo fueron una invaluable fuente de recursos fiscales para las unidades políticas de la región, incluidas todas las colonias europeas, y el monopolio sobre el opio era, generalmente, el más rentable de todos ellos. Los monopolios para la distribución interna de opio fueron establecidos en lugares donde había un número significativo de chinos, pues sus principales clientes eran los inmigrantes de esta nacionalidad que llegaban a trabajar en las ciudades y en las minas y las plantaciones de la región. Asimismo, fueron usualmente chinos -en este caso, los más poderosos y ricos- los encargados del manejo de las concesiones. Los monopolios de opio permitieron que las potencias coloniales trasladasen, en buena medida, a la comunidad china los gastos de construcción y mantenimiento de las instituciones de la región durante el siglo XIX y principios del siguiente. Los primeros monopolios para el expendio de opio fueron establecidos en los territorios bajo el dominio de las potencias europeas. El monopolio fundado por los neerlandeses en Java en 1809 fue el modelo inicial. Los británicos, que ya controlaban la producción de opio en Bengala, instauraron en 1813 un monopolio para la venta al detal de opio en la India, que, a diferencia de sus similares, no vendió opio para fumar, pues dicha costumbre era mal vista en el subcontinente y fue practicada solo muy rara vez. Pocos años después, en 1820, los británicos instituyeron un monopolio en Singapur que serviría de modelo para los monopolios que le siguieron. Ese fue el caso de Filipinas, donde los españoles fundaron el suyo propio en 1844, y cuyas ventas estuvieron siempre restringidas a la población china (Owen, 1934; Rush, 1990; Gamella & Martín, 1992; Trocki, 1999).

La situación fue más compleja en los Estados soberanos del este de Asia, pues todos se negaron a importar opio, por temor a las alteraciones que dicho producto conllevaba; un recelo que en varios casos fue alimentado por la tradición religiosa. Las potencias occidentales intentaron forzar el acceso mediante presiones y violencias, a lo cual los Estados de la región respondieron expulsando a los comerciantes europeos, adoptando medidas más estrictas contra el opio y reprimiendo el contrabando. El primer país del que existen registros confiables sobre la prohibición es Birmania. En 1782, al acceder al trono, preocupado por el avance del opio y buscando legitimarse como un monarca budista, el rey Bodawpaya prohibió su comercio y su consumo, bajo pena capital. Ni esta medida ni otras posteriores fueron eficaces para contener el opio, cuyo cultivo apareció en la década de 1830 en las zonas fronterizas con India y China, donde se convirtió en la principal fuente de ingresos. En Siam, la prohibición se remonta a la primera década del siglo XIX, bajo el reinado de Rama I, cuando se ordenó que los capturados en posesión de opio fuesen encarcelados y sus posesiones confiscadas, mientras que su familia y esclavos pasarían a ser propiedad del reino, y un tiempo después se ordenó la pena de muerte para los traficantes. Sin embargo, pese a algunas capturas y decomisos, las autoridades siamesas nunca pudieron controlar el contrabando de opio, que era comerciado libremente en Bangkok. En Vietnam, un edicto real de 1820 estableció penas de latigazos y prisión o exilio para los consumidores, extensivos a sus padres y sus hermanos mayores, por su incapacidad para prevenir el consumo en sus parientes. Los castigos aumentaron en los años siguientes, y fueron tan ineficaces para controlar el contrabando como en Birmania y Siam (U Khant & Ne Win, 1978; Renard, 1996; Aye Aye Hlaing, 2008; Seksan Prasertkul, 1989; Thak Chaloemtiarana, 2007; Terwiel, 2011; Stringer, 2014; Descours-Gatin, 1992).

Las regiones de Indochina que iban siendo reducidas a una condición colonial vieron la aparición de monopolios de opio. En Birmania, la ocupación británica comenzó en 1826, y se extendió de manera progresiva hasta cubrir a todo el país, en 1886. En las áreas que iban incorporando a su imperio, los británicos introdujeron la política con que manejaban el opio en la India, la cual comprendía la prohibición de la producción, su importación desde la India y la venta directa mediante concesiones. Sin embargo, la resistencia hacia el opio de la mayoría de la población obligó a que en 1878 los británicos restablecieran la prohibición respecto a la mayoría bamar, y restringir a los chinos y a las minorías el consumo de opio y las ventas del monopolio. Vietnam fue invadido a partir de 1858 por los franceses, quienes, necesitados de recursos para financiar su conquista, introdujeron en 1862 un monopolio por concesión sobre el opio, usando como modelo el que los británicos habían instituido en Singapur. El monopolio se extendió en las décadas siguientes por toda la Indochina francesa, a medida que progresaba su conquista, con excepción de los territorios de algunas tribus montañosas de muy difícil acceso (Renard, 1996; Richards, 2002; Descours-Gatin, 1992; Seksan Prasertkul, 1989).

El proceso de apertura que siguió Siam le permitió mantenerse como el único país del Sudeste Asiático que preservó su independencia. Poco después de acceder al trono, en 1851, el rey Mongkut legalizó el opio y estableció un monopolio que redujo el contrabando y aumentó los ingresos del monarca. La producción de opio fue prohibida y se limitó la venta de la droga importada a los chinos, manteniendo la prohibición para los demás grupos étnicos. El Tratado Bowring, firmado con el Reino Unido en 1855, abrió la economía siamesa, con dos excepciones: el juego y el opio, que fueron confirmados como monopolios estatales concesionados. A dicho tratado se lo ha considerado el jalón que determinó la incorporación de Siam al imperio informal británico (Stringer, 2014). De esta manera llegó a su fin la prohibición del opio en el Sudeste Asiático, aunque su comercio no sería libre, sino que pasó a ser controlado por monopolios concesionados por las potencias imperiales y manejados por chinos, y que se convirtieron en valiosa fuente de ingresos para las distintas entidades políticas de la región. Hubo algunas excepciones a este régimen, pues los monopolios fueron excluidos de las Áreas Prohibidas establecidas por el gobierno colonial neerlandés en Java y Madura, y de ciertas áreas montañosas de Indochina, además de que las ventas fueron restringidas a los consumidores chinos en Filipinas, Siam y Birmania.

Legalización parcial en China

El devenir de la legislación sobre el opio fue muy tortuoso en el caso de China, su principal mercado. Dada la prohibición vigente desde 1729, la compañía británica no quiso poner en riesgo sus privilegios comerciales, y ya en 1733 prohibió a los comandantes de sus barcos que transportasen opio a China, orden que fue reiterada repetidas veces, y que tenía fuerza de ley para finales del siglo XVIII. Su comercio quedó, entonces, en manos de contrabandistas privados -por lo general, antiguos empleados de la compañía-, que conducían la droga hasta un lugar en el mar cercano a Cantón, desde donde era introducida hacia el territorio chino por traficantes locales. Aunque la compañía se mantuvo ostensiblemente al margen del tráfico de opio, en realidad mantenía un estrecho control sobre dicha actividad; tanto, que los contrabandistas necesitaban licencia de la compañía para transportar su cargamento ilegal. En las últimas décadas del siglo XVIII el hábito de fumar opio aumentó poco a poco entre las élites urbanas, incluyendo la corte, donde sustituyó a la práctica de ingerirlo, todo lo cual dio pie a un mercado negro muy lucrativo. Este aumento del consumo fue favorecido por el mejoramiento de la calidad del opio producido por la compañía, y por el hecho de que el opio empezó a ser fumado directamente, sin combinarlo con el tabaco, lo cual hacía más potentes sus efectos (Trocki, 1999; Dikötter et al., 2004).

Durante el siglo XVIII, cuando el hábito de fumar estuvo prácticamente circunscrito a la corte y a la élite del litoral, el opio no fue considerado una amenaza para la estabilidad de la sociedad ni la del Estado. Tal situación cambió desde principios del siglo XIX, cuando las importaciones de opio empezaron a crecer rápidamente, lo cual lo hizo más accesible y asequible, y permitió que su consumo se extendiese a sectores sociales más amplios, incluyendo las fuerzas militares. Por ese entonces también empezó a producirse opio en el sur del imperio, para luego extenderse hacia las zonas fronterizas occidentales (Spence, 1998; Dikötter et al., 2004; Zheng, 2005). La expansión del consumo, la producción y el contrabando socavaban la autoridad y la legitimidad del poder imperial, aceleraban las tendencias centrífugas de diversas regiones y debilitaban la posición de China frente a las potencias occidentales, deseosas de derribar las barreras de acceso a su mercado interior. Los efectos económicos del contrabando fueron un motivo particular de preocupación. El Imperio chino había sostenido con Occidente un superávit histórico que suponía una entrada constante de plata, pero en la década de 1820 el sentido de este flujo se invirtió, justo en momentos en que el país se hallaba en recesión. Aunque las causas de esta reversión y del declive económico chino siguen siendo un tema controvertido entre los especialistas, para la mayor parte de estadistas y analistas chinos de la época no había dudas: la escasez de plata y los consiguientes problemas económicos habían sido provocados por el rápido aumento del tráfico de opio (Lin, 2006; Von Glahn, 2016; Bello, 2005).

El Estado chino respondió a dicha percepción de un mayor riesgo del opio movilizándose para hacer efectiva la prohibición. La escalada prohibicionista tuvo su primera manifestación en 1813, cuando un edicto imperial prohibió, por primera vez, el consumo de opio con castigos que incluían apaleos, uso de la canga y exilio en condiciones de esclavitud (Spence, 1998).1 La ofensiva se hizo más intensa a partir de 1830, al juntarse disposiciones más estrictas y una intensa presión desde el gobierno central sobre los funcionarios regionales y locales para que las implementasen. En ese año se ordenó que los cultivadores de adormidera y los productores de opio recibieran las penas establecidas en 1729 para los traficantes; es decir, canga y servicio militar vitalicio en la frontera. Además, los cultivos serían erradicados, y las tierras con adormidera, confiscadas, y los funcionarios locales deberían verificar cada año que no se cultivase la planta en los territorios bajo su jurisdicción. En 1831 se elevaron las penas a los fumadores y se les obligó a denunciar a los vendedores; en caso de no hacerlo, se les impondrían las mismas penas establecidas para estos desde 1729. El gobierno declaró un éxito la ofensiva, que consiguió reducir los cultivos, y el comercio en los alrededores de Cantón se redujo. A mediados de la década, la mayor parte de las provincias fueron declaradas libres de opio, tras lo cual disminuyó la intensidad del esfuerzo represor. La campaña tuvo algunos resultados, aunque no tantos como reclamó el gobierno, y en los años siguientes los cultivos volvieron a expandirse (Spence, 1998; Howard, 1998; Bello, 2005).

Entre tanto, y pese al éxito parcial contra los cultivos, el contrabando siguió aumentando, impulsado por la mayor libertad de los comerciantes occidentales, ocasionada, a su vez, por el final, en 1833, del monopolio del comercio asiático de la Compañía de las Indias Orientales británica. Acosada por estas circunstancias, la corte imperial deci­dió abrir una discusión sobre las políticas más adecuadas para enfrentar el problema del opio, la cual se realizó en dos rondas, en 1836 y 1838. Aunque algunas voces se mani­­­festaron a favor de la legalización del opio, la mayoría conservadora defendió la prohibición, que finalmente fue apoyada por el emperador Daoguang (Chang, 1964; Polachek, 1992; Bello, 2005). Prueba de la voluntad imperial de escalar la represión del opio fue la promulgación, en 1839, de las Nuevas Regulaciones: un edicto de 39 artículos que estableció la pena de muerte para consumidores, productores y comerciantes, e incluyó, por vez primera dentro del ámbito del sistema penal chino, a los comerciantes extranjeros. Las Nuevas Regulaciones intensificaron la presión contra el opio, lo que se manifestó en una vuelta a las erradicaciones y en un aumento del número de condenas (Polachek, 1992; Bello, 2005).

Todavía en 1839, el emperador envió a Cantón un comisionado, Lin Zexu, con la tarea de sofocar el contrabando de opio. Las acciones de Lin en contra de los comerciantes británicos desencadenaron la Primera Guerra del Opio (1840-1842), en la que el Reino Unido derrotó por completo a China. Durante las negociaciones de paz, la delegación británica propuso de manera informal la legalización del comercio de opio. Los delegados chinos se negaron rotundamente, y los británicos abandonaron el asunto, que aún no consideraban prioritario. En consecuencia, el humillante Tratado de Nankín, de 1842, que puso fin a la guerra, no modificó el estatus del opio, aunque China se comprometió a que su jurisdicción se limitaría a los habitantes del imperio, sin tocar a los comerciantes extranjeros. Con esta garantía, los contrabandistas, teniendo ahora como base la isla de Hong Kong, cedida en el tratado, pudieron actuar con libertad, y a partir de entonces el tráfico de opio se desbocó, sin que los chinos se atreviesen ya a perturbarlo. La impunidad se consolidó en 1844, con el Tratado del Bogue, que garantizó a los británicos la extraterritorialidad, por la cual quienes cometiesen delitos en China serían juzgados por sus cónsules, de acuerdo con sus propias leyes. En adelante, el gobierno central abandonó por completo la represión del opio, y las pocas operaciones represivas que hubo fueron adelantadas por los gobiernos provinciales y limitadas al consumo, la producción y el comercio internos. Sin embargo, la prohibición todavía estaba consagrada en las leyes, y los británicos temían que los chinos pudiesen abandonar en cualquier momento su tolerancia con el contrabando, por lo cual en los años siguientes volvieron a insistir con mayor vehemencia en la legalización del comercio de opio (Owen, 1934; Polachek, 1992; Trocki, 1999; Spence, 2013; Rimner, 2018).

Las décadas de 1850 y 1860 constituyeron un momento crítico para China, y crearon las condiciones para iniciar la modificación del régimen legal del opio. Durante esos años, el imperio fue azotado por una serie de levantamientos -el más importante de todos fue la Rebelión Taiping- que devastaron buena parte del país, y casi provocan la caída de la dinastía Qing. La represión de las revueltas requirió la movilización de ejércitos y milicias regionales, y ocasionó, por tanto, elevados gastos en un momento en que los recaudos eran afectados por las mismas revueltas, lo que llevó, a su vez, a la búsqueda de nuevos ingresos. Así, a partir de 1853 algunas localidades y provincias crearon varios impuestos provisionales sobre el tránsito y el consumo de diversos productos que los occidentales conocieron con el nombre común de lijin. Desde 1855, diversos lugares extendieron el lijin al opio importado, pese a su ilegalidad. El lijin se convirtió en una fuente importante de ingresos, y aunque inicialmente fue creado con carácter provisional, se mantuvo tras la derrota de las rebeliones. De esta manera, las luchas internas lograron lo que no pudieron años de presiones británicas: abrir la puerta hacia la legalización del opio (Owen, 1934; Waung, 1977; Rimner, 2018).

Por su parte, el Reino Unido empezó a insistir desde 1854 en la necesidad de revisar el Tratado de Nankín, con el fin de introducir una serie de disposiciones que facilitas en el comercio, incluyendo la legalización del opio, cuya ausencia en China resultaba más notable luego de que consiguió imponerla en Siam en 1855. Los británicos aprovecharon la situación crítica en que se hallaba China, y aliados con Francia iniciaron un nuevo conflicto: la Guerra del Arrow, también llamada Segunda Guerra del Opio (1856-1860), y que otra vez tuvo resultados ruinosos para el Imperio chino. En una pausa del conflicto, los contendientes firmaron, en 1858, el Tratado de Tianjin, que abrogó el Tratado de Nankín y, entre otras exigencias, incluyó una conferencia sobre aranceles, que tuvo lugar ese mismo año. En esta conferencia se firmó una convención suplementaria, en la cual los chinos, cuya situación económica se había deteriorado sustancialmente desde 1842, aceptaron la inclusión del opio en la lista de importaciones gravadas; así el opio fue legalizado de hecho, si bien no de manera explícita. En todo caso, los chinos fueron inflexibles en que el opio debería recibir un tratamiento diferente del de las demás importaciones, debido a los daños que podía ocasionar. Este tratamiento diferencial se expresó en dos medidas: el opio solo podría ser introducido al país por nacionales chinos y pagaría una tarifa mayor que la de los demás bienes. La importación de opio fue así legalizada, mientras que su producción y su consumo permanecían en la clandestinidad. No obstante, el contrabando, enemigo de los impuestos, persistió (Owen, 1934; Spence, 2013; Wong, 1998; Hevia, 2003).

Los cambios en el ámbito regulatorio estuvieron acompañados por una transformación fundamental del mercado de la droga. Tras los desórdenes de medio siglo, y en un contexto de creciente legitimidad creado por la autorización de importar, el crecimiento de la producción doméstica se aceleró. El opio ayudó a reconstruir una economía que había quedado en ruinas, al proporcionar ingresos a los campesinos de regiones pobres, estimular la colonización de zonas aisladas y vincular a las provincias del sudoeste con la economía monetaria de la parte más avanzada del imperio. La adormidera era cultivada abiertamente, y su prohibición era letra muerta, exceptuando algunos esfuerzos de represión, en el ámbito provincial, esporádicos y de efectos pasajeros. Gracias al aumento de la producción local, el consumo de opio se extendió finalmente a toda la población del Imperio chino, incluyendo a los más pobres de la ciudad y a los campesinos. La fecha decisiva de este cambio en el mercado del opio fue 1875, cuando la cantidad de droga producida en China superó a la proveniente de la India. A lo largo de las décadas siguientes la producción local continuaría su progreso en detrimento de las importaciones (Owen, 1934; Spence, 1998; Trocki, 1999).

La nueva situación del mercado del opio cambió los términos de la relación entre sus principales actores. El gobierno chino no había renunciado a acabar con el opio, pero la situación económica y política en que se hallaba el imperio hacía inalcanzable, por el momento, la meta de la prohibición, y aconsejaba, más bien, lucrarse de la droga. En los años de reconstrucción que siguieron a la derrota de los Taiping, los tributos sobre el opio importado, que comprendían el impuesto a la importación y el lijin, adquirieron una importancia creciente; aquel, para el gobierno central, y este, para los gobiernos regionales. El recaudo del impuesto a la importación estaba en manos de las aduanas imperiales, que desde sus orígenes, en 1854, eran administradas por extranjeros y operaban de manera relativamente organizada y predecible. El lijin era otra cosa, pues se cobraban tasas diferentes en los distintos puertos y mediante procedimientos también variables, cuyo recaudo era responsabilidad de oficinas públicas especializadas en algunos lugares y de monopolios concesionados en otros. Las autoridades preferían los monopolios porque garantizaban ingresos sin necesidad de incurrir en gastos de administración y de control del contrabando. El primero fue establecido en Cantón en 1859, siguiendo el modelo instituido por los británicos en Hong Kong, tras lo cual fue introducido en puertos como Xiamen y Ningbo. La tarea presente para el gobierno chino era organizar el recaudo de los impuestos sobre el opio, lo cual, dadas las restricciones a su soberanía impuestas por los tratados desiguales, requería la anuencia británica. Para obtenerla, China contaba con un arma nueva, pues el aumento de la producción le permitió amenazar a los británicos con sustituir completamente las importaciones, si no acomodaban sus aspiraciones. La posición negociadora de los chinos también se vio fortalecida por el mejoramiento de su situación económica (Owen, 1934; Waung, 1977).

En 1869, China y el Reino Unido acordaron la Convención Alcock, que incrementó de manera sustancial los derechos de importación sobre el opio. Sin embargo, los intereses comerciales británicos se opusieron a pagar más impuestos, y el gobierno británico decidió no ratificarla. Vueltos a la mesa de negociaciones, chinos y británicos firmaron en 1876 la Convención de Chefoo, la cual estableció en uno de sus puntos que el cobro del impuesto de importación y del lijin provincial se haría de manera conjunta, y que se eliminaría cualquier otra contribución sobre el opio importado. Sin embargo, no se unificó el lijin de los distintos puertos, y las tasas anteriores quedaron vigentes. China ratificó la convención a los pocos días, pero el gobierno de la India insistió en que un acuerdo tal debería determinar una tasa única de lijin, que, además, fuese convenida, pues en caso contrario el impuesto quedaría sujeto a la voluntad de los chinos, y les permitiría, entonces, controlar el volumen del comercio de la droga. En 1878 el gobierno británico ratificó la Convención de Chefoo omitiendo lo relacionado con el opio, cuyo comercio siguió gobernado por el Tratado de Tianjin. Finalmente, China y el Reino Unido acordaron en 1885 introducir un artículo adicional a la convención, que, además de confirmar el cobro unificado del impuesto de importación y el lijin, introdujo dos novedades: primera, como querían los británicos, el impuesto unificado sería el mismo en todo el imperio chino; segunda, su recaudo quedaría en manos de las aduanas imperiales, y apartaría del proceso a las autoridades provinciales. El impuesto unificado quedó a un nivel que los británicos consideraron muy elevado, pues temían que hiciera aún más competitivo al opio chino; pero finalmente accedieron, para lo cual fue decisiva la labor del movimiento antiopio británico, que apoyaba los esfuerzos de China por recuperar el manejo soberano de su política de opio. El artículo adicional tenía la misma fuerza y la misma validez que las demás disposiciones de la Convención de Chefoo. Tras el acuerdo, los dos países procedieron a ratificar inmediatamente la Convención así modificada, que subsanó las diferencias en torno a la importación de opio que habían enfrentado durante décadas a China, el Reino Unido, la India y los comerciantes. El impuesto unificado centralizó y uniformó el recaudo y aumentó los recursos del Estado chino, al mismo tiempo que desincentivó las importaciones de opio y estimuló la producción doméstica, lo cual favoreció la balanza comercial china (Owen, 1934; Waung, 1977).

La última reforma significativa relacionada con el opio que China realizó antes de emprender el camino de la prohibición, a principios del siglo XX, fue la introducción de un gravamen sobre el opio producido localmente. Pese a que el gobierno chino había reiterado varias veces la prohibición estricta de la producción de opio, esta continuaba creciendo rápidamente, y diversas provincias habían empezado a gravar el opio doméstico con tasas arbitrarias, cuyo recaudo era con frecuencia entregado a un arrendatario particular. Finalmente, en 1891 el gobierno central instituyó un impuesto sobre el opio crudo producido localmente que debía ser pagado por el cultivador, y que fue presentado como un impuesto de tránsito. Dicho impuesto no reemplazó a los demás tributos regionales, sino que se sumó a ellos, y supuso el reconocimiento oficial y la legalización de la producción, aunque, una vez más, no se hacía de manera directa, sino mediante la creación de un impuesto. La necesidad de conseguir fondos para pagar el exorbitante monto de la indemnización exigida tras la Rebelión de los Boxers (1899-1901) llevó a un incremento significativo del impuesto imperial sobre el opio doméstico. Finalmente, en en el verano de 1906, ocho provincias establecieron un tributo consolidado sobre todo el opio comerciado, tanto importado como doméstico, fijando para el opio preparado una tasa que duplicaba a la del opio crudo. Además, se prohibió el cobro de cualquier tasa adicional y se acordó que las provincias retendrían un monto equivalente a lo recibido por el impuesto doméstico en 1904 y enviarían a Pekín el resto de lo recaudado. El gobierno chino declaró que el propósito del aumento del impuesto sobre el opio doméstico no buscaba mejorar los ingresos fiscales, sino desincentivar el consumo de opio; justificación que se haría muy popular y que no siempre correspondía a la verdad (Waung, 1979; Madancy, 2003; Thilly, 2022).

El primer impulso para legalizar la droga provino de las presiones británicas, hasta que en la década de 1850 China reconoció que su difícil situación hacía impensable erradicar el opio y, pragmáticamente, optó por lucrarse de este. Con tal fin, adoptó una serie de reformas mediante las cuales legalizó el comercio y la producción, que siguieron un patrón en el cual algunas provincias y ciudades empezaban a recaudar recursos fiscales sobre algún aspecto de la economía del opio, y luego el gobierno central, siguiendo el camino trazado por las localidades, gravaba la misma actividad, y le confería de esa manera un carácter legal. La coacción británica solo tuvo éxito cuando China necesitó los recursos del opio. Así, a partir de 1855 en algunos lugares se empezó a cobrar el lijin sobre las importaciones de opio, y el gobierno imperial las legalizó mediante el Tratado de Tianjin, de 1858, entre China y el Reino Unido. La Convención de Chefoo, ratificada con su artículo adicional por esos dos mismos Estados en 1885, unificó en un solo tributo el impuesto a la importación nacional y los diversos lijin locales. Por otra parte, para la década de 1880 el opio doméstico era gravado en diversas localidades, y en 1891 el gobierno nacional chino creó un impuesto para ser pagado por los cultivadores de todo el imperio, lo que supuso la legalización de la producción. En 1906 el gobierno chino consolidó en un único tributo las contribuciones locales y la nacional que debía pagar el opio doméstico. Las decisiones sobre el opio doméstico fueron tomadas de manera autónoma por el gobierno chino. Así, mediante la creación de impuestos únicos sobre el opio importado y el opio doméstico, culminó un proceso de legalización de la producción y el comercio del opio que tomó medio siglo.

En todo caso, pese a la importancia creciente de los ingresos generados por el opio, China nunca renunció a la prohibición como objetivo final, lo cual puede ser la causa de que la legalización no se hiciera de manera abierta, sino indirectamente, por medio del establecimiento de impuestos. En tal sentido, la sustitución de importaciones y la centralización de los impuestos pueden ser entendidas como medidas dirigidas a facilitar una futura erradicación del opio. No debe olvidarse que la legalización nunca se extendió al consumo. Por otra parte, el proceso de legalización parcial es un reflejo de los cambios que tenían lugar en el Estado chino. Durante el medio siglo de legalización, China adquirió experiencia diplomática y mejoró sus habilidades negociadoras, permitiendo que sus aspiraciones fuesen reconocidas por la comunidad internacional. Además, la unificación y la centralización de los impuestos mostró que el Estado central era capaz de restablecer cierto control sobre las autoridades provinciales. El manejo de los impuestos sobre la producción, a partir de la última década del siglo XIX, también mostró la creciente autonomía china para manejar la cuestión del opio. En todo caso, la legalización fue una reforma poco duradera, pues en 1906, pocos meses después de que China consolidó en un impuesto único las diversas contribuciones sobre el opio doméstico, el imperio inició la campaña más enérgica de su historia hasta ese momento para eliminar la droga.

Prohibición en Japón

A diferencia de lo ocurrido con las demás naciones y colonias del este de Asia, Japón se mantuvo libre del opio para fumar, gracias a su encierro y a la forma como manejó su apertura al mundo. Durante el régimen Tokugawa, Japón redujo al máximo sus contactos con el exterior, y concentró en el puerto de Nagasaki las importaciones de China y de los Países Bajos -el único país europeo con el que mantuvo relaciones-, en lo que se denominó sakoku, o política de aislamiento. Un aspecto del sakoku era la prohibición de los viajes al exterior, razón por la que los japoneses se enteraban solo de manera indirecta y parcial de lo que ocurría en el resto del mundo. China era su todopoderosa vecina, a la cual habían rendido tributo por siglos; pero desde principios del siglo XIX, pese a las limitaciones de la información, advirtieron que la otrora potencia había entrado en un proceso de debilitamiento. En la década de 1830 aparecieron las primeras noticias sobre la extensión del consumo de opio en el cercano imperio, y sobre las graves consecuencias que podía tener en sus usuarios, y poco después se enteraron de su derrota en la Primera Guerra del Opio, que atribuyeron al consumo de la droga. Más en general, se consideró que el opio, el cristianismo y la guerra habían sido los instrumentos para que Occidente sometiese a ese gigantesco imperio, y que Japón se había librado de los problemas de China gracias a que sus controles sobre el comercio exterior mantenían al mínimo los intercambios, e impedían así la difusión de la costumbre de fumar opio (Wakabayashi, 2000).

Obligado por la amenaza militar de Estados Unidos, Japón se vio obligado a firmar, en 1854, el Tratado de Kanagawa, el primero de sus tratados desiguales, y que supuso el abandono del sakoku y su reemplazo por el kaikoku, o política de apertura. Dicho tratado fue seguido rápidamente por otros mediante los cuales Japón estableció relaciones diplomáticas con los países occidentales. Sin embargo, aunque debió abrirse al mundo, no fue sometido a la misma presión externa que otros Estados asiáticos, y pudo hacerlo en sus propios términos y conservando su soberanía y su legislación. El ejemplo más notable del ejercicio de esa autonomía fue la prohibición del opio, que Japón adoptó al tiempo que empezaba a comerciar a gran escala con el exterior. Tras su arribo, en 1856, Towsend Harris, el nuevo cónsul estadounidense, manifestó a las autoridades niponas que su país no tenía interés en introducir opio al archipiélago, y que la única forma de evitar el trágico destino de China era mediante la firma de un tratado con Estados Unidos que prohibiese las importaciones de opio, pues el Reino Unido se vería obligado, entonces, a respetar ese precedente. Los comerciantes estadounidenses se habían beneficiado del comercio de opio con China, pero su país estuvo dispuesto a desistir de ese negocio para mostrar su superioridad moral frente al Reino Unido, en un momento en que su sociedad había adoptado una actitud crítica hacia el opio; más aún, cuando eso podría inclinar al gobierno japonés a comprar bienes manufacturados en los que Estados Unidos tenía más interés. Harris consiguió su propósito en 1858, cuando se firmó el Tratado de Amistad y Comercio, en el cual se fijaron las tarifas sobre las importaciones y Japón se comprometió a abrir varios puertos al comercio y autorizó la residencia de estadounidenses en su territorio. En cuanto al opio, el tratado determinó que los barcos y los comerciantes estadounidenses solo podrían introducir a Japón algo menos de 2,5 kilos de opio para uso medicinal, y que cualquier cantidad superior terminaría sujeta a destrucción y a la imposición de una multa (Jennings, 1997; Wakabayashi, 2000; Kingsberg, 2011).

En efecto, ese primer tratado bilateral hizo la diferencia, de tal forma que Japón consiguió que los acuerdos firmados en los siguientes años con las demás potencias occidentales -de hecho, hasta el Reino Unido- incluyesen disposiciones que prohibían las importaciones de opio. Todos estos eran tratados desiguales, a la manera de los impuestos a China, pues, por ejemplo, reconocían el principio de extraterritorialidad, por el cual los extranjeros serían juzgados por sus cónsules y de acuerdo con las leyes de su país de origen, pero hacían una excepción en cuanto al opio, pues aceptaban el derecho de Japón a prohibirlo y a juzgar a los extranjeros por las infracciones a la prohibición. Al igual que habían hecho en algunos lugares del Sudeste Asiático, los occidentales respetaron las preferencias de los japoneses respecto al opio para fumar. Era un gesto sin mayores costos para las potencias occidentales, dado que en Japón no había un mercado para la droga. Por tal motivo, la tarea del gobierno nipón se limitó a prevenir el avance del opio, y no a erradicarlo, como fue el caso de China, y los japoneses demostraron ser muy efectivos en ese cometido. Para dicho país, el opio era un mal que llevaba a la degeneración personal y debilitaba a la comunidad y, por tanto, su rechazo era un deber con respecto a sí mismo y con respecto a la nación. En efecto, la mayor parte de la población local rechazó la droga y despreció a sus usuarios. Los extranjeros que lo introducían al país fueron calificados de subversivos, y de traidores, tanto los japoneses vendedores como los consumidores. En el momento de auge del darwinismo social, los japoneses consideraron que su solución del problema del opio probaba su presunta superioridad frente a otros pueblos; ante todo, el chino (Jennings, 1997; Wakabayashi, 2000).

El proceso de cambio de Japón se aceleró a partir de 1868, con la Restauración Meiji, durante la cual el país no solo consolidó su soberanía, sino que logró participar y competir en el escenario internacional en lo que fue la época cumbre del imperialismo. El opio fue uno de los primeros asuntos de los que se ocupó el nuevo régimen. Tras haber conseguido que los occidentales aceptasen la prohibición de importar el opio, los japoneses crearon un régimen normativo de estricta prohibición de la droga, en lo que constituyó un importante factor de continuidad con el periodo Tokugawa. En 1868, el mismo año de inicio de la Restauración, un edicto del gobierno dispuso prohibir el comercio y el consumo de opio no medicinal, y amenazó con fuertes castigos a los transgresores. En 1870 fueron promulgadas las dos primeras leyes relacionadas con el opio. Una de ellas determinó los procedimientos necesarios para adquirir el opio medicinal. La otra, de consecuencias más significativas, estableció que la venta de opio daría lugar a la pena de muerte, y su consumo, a la prisión o el destierro, excepto en el caso de extranjeros, que serían deportados; penas que serían extensivas a los oficiales que fallasen en hacer respetar la ley o actuasen en complicidad con los transgresores (Jennings, 1997).

A partir de la década de 1860, tras su apertura, los japoneses tuvieron la oportunidad de viajar a China y apreciar de manera directa su debilidad y su pobreza, tan distantes de la imagen idealizada que habían tenido de ella. También fueron testigos de la humillación a la que había sido sometido ese imperio por parte de los occidentales, y de cómo el opio circulaba y era consumido por un gran número de sus habitantes. Todo esto era motivo para enorgullecerse de su propia política frente al opio, pero también hizo surgir el temor a que el problema cruzase el mar. China fue vista como la principal amenaza para la prohibición del opio, por su cercanía y porque los chinos formaban la comunidad extranjera más grande en Japón, con una presencia particularmente significativa en Nagasaki. En un principio, los nipones fueron complacientes con el consumo entre los migrantes chinos, pero cambiaron de actitud cuando aparecieron denuncias sobre la extensión del hábito a la población japonesa de ese puerto. En 1868 las autoridades locales declararon que en adelante aplicarían de manera estricta la prohibición a todos los residentes en su territorio, y en 1870 el Ministerio de Exteriores expidió una proclama en la cual advertía que la prohibición del opio también cubría a los residentes chinos, y que los infractores serían expulsados del país (Jennings, 1997; Wakabayashi, 2000).

En 1871, Japón firmó un tratado con China. Durante la negociación, los japoneses pidieron que se insertase una cláusula para prohibir las importaciones de opio, como se había hecho en los tratados firmados con las naciones occidentales, pero los chinos se opusieron arguyendo que eso haría evidente la decadencia de su país, pues Japón tenía la soberanía para prohibir el opio, mientras que China estaba impedida para hacerlo por imposición de las potencias occidentales. Dado que China aún era más rica y más fuerte que Japón, este último país aceptó la negativa china. La posición de subordinación con respecto a China de principios de la década de 1870 empezó a revertirse en la segunda mitad, y Japón pudo adoptar medidas más estrictas contra el consumo de opio entre los chinos. Así, en 1876 el gobierno japonés declaró que los residentes chinos debían obedecer las leyes niponas contra el opio, y que los infractores serían detenidos y entregados a las autoridades chinas, para su juzgamiento. También en ese año extendió a los barcos chinos la prohibición de introducir opio, y que ya cubría a los barcos oriundos de Occidente. En 1878, Japón declaró que la policía podría entrar a los hogares de residentes chinos para hacer arrestos en busca de opio y deportar, sin posibilidad de retorno, a los infractores. Los allanamientos derivaron en protestas; incluso, en violencia y en reclamos de los funcionarios consulares chinos, quienes arguyeron que el consumo de opio era una conducta privada, y que los registros en los hogares requerían autorización de los consulados chinos. Los japoneses respondieron que estaban dentro de su derecho, y prosiguieron los allanamientos. Aunque los arrestos de chinos por infracciones relacionadas con el opio continuaron, este asunto perdió relevancia en las relaciones bilaterales hacia fines de la década de 1880, con la aparición de otros problemas más urgentes entre los dos países, que derivarían en la guerra de 1894-1895, gracias a la cual Japón obtuvo como botín la isla de Taiwán, donde aplicaría de manera gradual su programa de prohibición de opio (Jennings, 1997; Wakayabashi, 2000).

CONCLUSIONES

A principios del siglo XIX el opio no medicinal era rechazado en toda la parte soberana del este de Asia, bien fuera por consideraciones religiosas, o bien, por la convicción de que su consumo atentaba contra el orden de las sociedades y el poder de los Estados. Los únicos lugares donde se comerciaba libremente la droga eran las colonias europeas, que entonces comprendían una parte de la India y algunos fuertes y factorías. En el transcurso del siglo, a medida que se extendió el poder de los imperios europeos, el consumo y el comercio de opio se difundieron por la región, de tal forma que para finales de siglo la droga era legal en casi todas partes. La producción, la distribución y la venta fueron asumidas por monopolios que se convirtieron en una fuente de ingresos muy valiosa tanto para las potencias imperiales como para los Estados que preservaron su independencia. Las únicas excepciones fueron Japón y algunos pequeños territorios que se oponían el opio, y donde los colonizadores europeos respetaron las sensibilidades locales. La situación de China fue particular. Uno de los motivos principales que atraviesan su historia desde la década de 1830 es el opio y el afán de los occidentales -particularmente, los británicos- por explotar y ampliar el mercado de la droga. Sin embargo, pese a las derrotas padecidas por los chinos y a las concesiones que debieron hacer, y las cuales llevaron a la legalización de facto del comercio y la producción de opio, la legalización nunca fue total. El consumo no fue autorizado, y la producción y el comercio lo fueron solo de manera indirecta. El otro caso notable fue Japón, que aprovechó las divisiones entre las potencias occidentales y su desinterés en un mercado de tamaño pequeño, en comparación con el chino. Estados Unidos, que, a diferencia del Reino Unido, no tenía un interés estratégico en el opio, se mostró dispuesto a abstenerse de exportar la droga a cambio de ser el primer país occidental en acceder al mercado japonés. El posterior éxito económico y militar de Japón -sobre todo, comparado con los dramas que se sucedían de manera paralela en China- sería interpretado como prueba de la inteligencia de esa decisión.

Según Windle (2013), la cadena de causación entre la prohibición asiática y la mundial pasó por China, donde los misioneros occidentales se habrían visto inspirados por los problemas que el opio causó en ese antes poderoso imperio, y por su lucha contra la droga, para promover la prohibición del opio no solo en China, sino en todo el mundo. Creo que este argumento exagera la importancia de los misioneros occidentales y desconoce el papel crucial del ejemplo japonés. A fines del siglo XIX había tres modelos de manejo del opio en el este de Asia asociados a tres lugares concretos: el Sudeste Asiático, China y Japón. El negocio del opio en el Sudeste Asiático y en China fue considerado producto de la codicia occidental, dispuesta a lucrarse de la desgracia de pueblos enteros intoxicados. Esta imagen simplifica de manera excesiva una realidad mucho más compleja, pero fue decisiva en la creación del régimen prohibicionista a principios del siglo XX. En contraste, el único de los tres modelos admirado en el resto del mundo era el japonés. Estados Unidos aprendió de lo hecho por Japón en su propio territorio y en su colonia de Taiwán; entonces, adoptó ese modelo en Filipinas, y después buscó implantarlo en el resto del mundo. Japón, que, por accidentes de la historia fue la única nación independiente que consiguió mantener el prohibicionismo de opio, que había caracterizado a todo el este de Asia a principios del siglo XIX, señalaba el camino por seguir, mientras que las experiencias del Sudeste Asiático y, sobre todo, China eran una advertencia viva de los problemas que parecía conllevar el consumo excesivo de opio. El opio debía ser eliminado si se quería evitar el destino de China, y seguir el ejemplo de Japón.

La historia del opio en el este de Asia sugirió una lección adicional a los prohibicionistas. La industria moderna del opio fue creada por la compañía británica, y fueron los británicos los principales promotores de su comercio acudiendo a la persuasión y a la fuerza para derribar las barreras al comercio de la droga erigidas por las naciones del este asiático. A lo largo del siglo XIX hubo diversas voces críticas de la participación occidental en el comercio de opio, y a las que gobiernos y empresarios usualmente respondieron que nadie obligaba a los asiáticos a consumir opio, que ellos solo satisfacían una demanda que estaba fuera de su control, y que buscarían a otros proveedores en caso de que los occidentales renunciaran al negocio. Esta defensa pudo servir para eludir ciertos debates, pero no resultó del todo convincente, y persistió la imagen de que la codicia de las potencias imperiales occidentales y de sus comerciantes era el motor del comercio, y que los asiáticos eran sus víctimas. De esto se deducía que el origen del problema era la oferta, y la solución estaba en su control; una idea que después se extendería a las demás drogas. En contraste con lo ocurrido en los demás lugares del este de Asia, la experiencia nipona ilustraba los beneficios de la prohibición, mientras que lo sucedido en toda la región apuntaba a que el logro de la prohibición requería la supresión de la oferta.

A principios del siglo XX, en las reuniones de Shanghái de 1909 y La Haya de 1911-1912, se establecieron los fundamentos del régimen internacional para el control de drogas. Participaron en esas reuniones las principales potencias, entre las cuales destacaron dos. Una en ascenso: Estados Unidos. Otra, aún en la cúspide, pero que ya se asomaba a la pendiente: el Reino Unido. Las decisiones que tomaron ambos países fueron inspiradas por las distintas experiencias de los Estados soberanos y colonias de Asia oriental, en lo que se asemeja a un experimento natural de las consecuencias de la prohibición. Los contemporáneos entendieron que Japón, tan exitoso en su desarrollo, demostraba las bondades de una prohibición estricta del opio, mientras China, que en pocas décadas había colapsado, era una muestra de lo que ocurría al permitirse su consumo. Pese a que para entonces la mayor parte del opio consumido en China era producido localmente, aún persistía la imagen de los británicos forzando por las armas al imperio asiático a aceptar la importación de la droga, y destruyendo así las vidas de incontables fumadores chinos. De esa manera, los acontecimientos en Asia sustentaron la creencia de que prohibir las drogas no solo era posible, sino deseable, y que esa prohibición requería el control de la oferta. Estados Unidos, donde el prohibicionismo ya había hechos grandes avances, recogió las lecciones de lo ocurrido en ese continente e hizo todo lo posible por imponer el prohibicionismo a la comunidad internacional; dentro de esta última, la mayor resistencia provino inicialmente del Reino Unido. De esas rivalidades imperiales surgió el régimen prohibicionista, cuyas consecuencias aún padecemos.

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1 Con frecuencia se ha mencionado la existencia de edictos imperiales prohibicionistas de una fecha no precisada anterior a 1729, y de manera específica, en 1796, 1799, 1800, 1807, 1810 y 1811. En realidad, tales edictos no existieron, se referían a asuntos menores, se limitaban a reiterar el edicto imperial de 1729 o se trataba de órdenes de carácter provincial o local (Bello, 2005).

Recibido: 27 de Julio de 2022; Aprobado: 15 de Noviembre de 2022

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