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Análisis Político

versión impresa ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.36 no.107 Bogotá jul./dic. 2023  Epub 17-Feb-2024

https://doi.org/10.15446/anpol.v36n107.112550 

Dossier

ANÁLISIS CRÍTICO DE LA FORMACIÓN EN COMPETENCIAS CIUDADANAS EN COLOMBIA: ¿DISCURSO EMANCIPADOR O FICCIÓN HEGEMÓNICA?

CRITICAL ANALYSIS ON THE TEACHING OF CITIZENSHIP SKILLS IN COLOMBIA. EMANCIPATORY DISCOURSE OR HEGEMONIC FICTION?

Sisney Franco Quinchía1 

Juan Camilo Gallo Gómez2 

1Magíster en Educación de la Universidad de Medellín, Colombia. Correo electrónico: sisfranco8@gmail.com

2Doctor en Filosofía de la Justus-Liebig-Universität Gießen, Alemania. Profesor de tiempo completo de la Universidad de Medellín. Correo electrónico: jcgallo@udemedellin.edu.co


RESUMEN

Este trabajo analiza el programa de formación en competencias ciudadanas propuesto por el Ministerio de Educación Nacional (MEN). El objetivo es determinar si sus fundamentos normativos están informados por un interés emancipador que prepare a los jóvenes para cuestionar críticamente los desafíos que trae el neoliberalismo. Para ello, se analizan diferentes documentos publicados por el MEN y el Instituto Colombiano para la Evaluación de la Calidad de la Educación (ICFES) entre los años 2002 y 2021, teniendo como marco de referencia la crítica de Wendy Brown al neoliberalismo y la categoría de currículo emancipador de Shirley Grundy. A partir de una perspectiva de reconstrucción crítica, este artículo plantea que este programa de formación carece del potencial para alcanzar la transformación social que dice buscar, pues concibe la ciudadanía y la democracia como asuntos abstractos que competen a los individuos y no cuestiona las estructuras hegemónicas de poder que limitan su ejercicio activo.

Palabras clave: competencias ciudadanas; ciudadanía; democracia; neoliberalismo; emancipación

ABSTRACT

This work analyzes the program of citizenship skills education proposed by the Ministerio de Educación Nacional (MEN), with the purpose of discovering whether its normative grounds are based on an emancipatory interest that prepares young people to inquire critically about the challenges of neoliberalism. For that purpose, different documents published by the MEN and the Instituto Colombiano para la Evaluación de la Calidad de la Educación (ICFES) between 2002 and 2021 will be analyzed. The analytical framework will be Wendy Brown’s critique of neoliberalism and the concept of emancipatory curriculum by Shirley Grundy. Following a critical reconstructive perspective, the paper states that this educational program does not have the strength to achieve the social transformation that it promises, because it treats citizenship and democracy as abstract issues of concern only to individuals, and it does not discuss the hegemonic power structures that limit proactive citizenship.

Keywords: citizenship skills; citizenship; democracy; neoliberalism; emancipation

INTRODUCCIÓN

Preguntarse por el modelo de formación ciudadana que un país ofrece a los jóvenes no es una cuestión simple. Dos razones básicas sostienen esta afirmación. En primer lugar, la educación, como ámbito de integración y reproducción cultural, no es ajena a las múltiples determinaciones sociales, políticas y económicas que se derivan del sistema de poder. En efecto, su papel socializador suele interpretarse como una potencialidad para crear consensos en torno a discursos y prácticas que aspiran a convertirse en legítimos. En segundo lugar, el concepto de ciudadanía es un escenario de lucha entre las distintas representaciones simbólicas y lingüísticas que visibilizan los intereses de los grupos que conforman la sociedad (Fraser, 2015).

De este modo, abordar el significado de la formación ciudadana en Colombia requiere un esfuerzo crítico que asiente sus objetivos y premisas fundamentales en un contexto situacional más amplio. En este trabajo será el neoliberalismo ese marco contextual con el cual se pondrá en diálogo el programa de formación en competencias ciudadanas. En este sentido, el enfoque metodológico y epistemológico que se propone es el de la reconstrucción crítica, perspectiva que ha marcado las reflexiones críticas en el campo de la teoría política y los estudios sociales contemporáneos (Gaus, 2013, 2019; Ahlhaus, 2022). Este enfoque parte de la reconstrucción conceptual y teórica de los marcos de comprensión del fenómeno a analizar para, a partir de allí, hacer explícitas las pretensiones y expectativas normativas inmanentes al discurso institucional sobre la formación en competencias ciudadanas y sus contradicciones con los contextos sociales y simbólicos de interacción que afectan las posibilidades concretas de satisfacción de dichas expectativas (Cook, 2006; Pedersen, 2008). Así, los ejemplos citados no constituyen un estudio de caso ni son evidencias de verificación de la hipótesis; constituyen un contexto de justificación suficiente para llevar a cabo una reflexión crítico-teórica sobre las condiciones institucionales de reproducción simbólica de la sociedad alrededor de este marco regulatorio de la educación (Brown, 2016, 2020; Biebricher, 2018).

El propósito es, entonces, analizar desde un enfoque crítico hermenéutico si, de cara a los desafíos que el neoliberalismo impone sobre la sociedad en general y sobre los individuos en particular, los conceptos de democracia y ciudadanía presentados en el programa están informados por un interés emancipador orientado a la transformación de las condiciones de injusticia y opresión, tal como allí se afirma. Para ello, en primer lugar, se elabora una breve crítica al papel formador de la educación, a partir del pensamiento de Foucault (1). En un segundo momento, se expone la comprensión del neoliberalismo que servirá de base teórica para la crítica al programa de formación en competencias ciudadanas (2). A continuación, se describen las líneas generales de este proyecto educativo, haciendo énfasis en la noción de ciudadanía democrática plena como expectativa normativa planteada en la formación en competencias ciudadanas (3). Luego, se plantea la crítica a este proceso de formación, a partir del concepto de currículo emancipador de Grundy (4). Finalmente, se presentan las conclusiones.

LA FORMACIÓN CIUDADANA COMO DISPOSITIVO DISCIPLINARIO

La comprensión del papel de la educación como espacio de subjetivación y de reproducción cultural ha abierto un gran abanico de posibilidades críticas en torno a la capacidad de determinación que diferentes poderes e intereses tienen sobre ella. Foucault fue uno de los principales precursores de esta perspectiva al definir la escuela como un lugar para la modelación de los sujetos, la cual, así como la cárcel, el hospital, la fábrica y el ejército, aparece como respuesta al problema de la integración de la masa social en sistemas de control estatal en la modernidad. En contraste con el paradigma del poder como dominio directo sobre los cuerpos, esto es, como una relación mediada por la fuerza, esta teoría del disciplinamiento del individuo apunta a la dirección eficaz de la conducta hacia determinados objetivos, a través de un conjunto de elementos heterogéneos que incluye discursos, instituciones, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos y filosóficos, etc., y que Foucault llama dispositivo (Foucault, 1991, p. 128). Es decir, tras la noción moderna de la libertad del hombre subyace la idea de un individuo que es “producto y resultado” de dinámicas de poder-saber que lo fijan, lo someten y lo limitan, y que tienen lugar en los espacios cotidianos en los que vive (Castro Orellana, 2004, p. 90; Foucault, 1999, p. 243).

En Colombia, una de las funciones disciplinarias de la educación ha tomado forma en un proyecto de ciudadanización cuyos fines han respondido, en sus distintas etapas, a las coyunturas sociopolíticas del momento. En sus inicios en el siglo XIX, este proyecto buscaba educar la moralidad del buen ciudadano según la doctrina confesional católica y ajustar el comportamiento social a un programa de urbanidad y buenas costumbres bajo el propósito amplio de consolidar la identidad nacional. Más tarde, con un ánimo más secular, el proyecto de ciudadanización se asoció con la instrucción escolar en torno a la reconfiguración del Estado implementada con la Constitución de 1991 y, por ende, con la formación en valores democráticos y participación ciudadana. El último momento de este proyecto se concretó a inicios de la primera década del siglo XXI, con una orientación discursiva encaminada a profundizar el espíritu democrático previo. Esta visión renovada del proyecto de ciudadanización remitía a una comprensión de la formación ciudadana en términos de competencias, es decir, como un saber hacer que requiere tanto el conocimiento de las medidas garantizadas por el Estado para el ejercicio de la ciudadanía, como el dominio de unas habilidades dirigidas al fortalecimiento de la democracia (González-Valencia y Santisteban-Fernández, 2016, pp. 93-94).

Abordar el proyecto de ciudadanización en Colombia a través de la mirada de Foucault significa entenderlo, entonces, como un conjunto de estrategias que han tenido como propósito la estructuración de la conducta de los sujetos según unos fines particulares, es decir, conseguir que actúen en su calidad de ciudadanos de una manera y no de otra, al tiempo que se normalizan ciertas ideas en torno al ordenamiento social. De este modo, por ejemplo, Cortés Salcedo interpreta la última etapa de este proyecto, aquella en la que la ciudadanía se entiende de acuerdo con el modelo pedagógico de las competencias, como un régimen psi-management, en tanto se centra en el desarrollo de determinadas habilidades psicológicas del individuo mediante el uso de discursos cognitivistas y empresariales (2013, p. 67).

El presente trabajo también se inscribe en una línea crítica y propone como tesis que el programa de formación en competencias ciudadanas que introdujo el MEN en el año 2004, y que hasta ahora se mantiene vigente, se enmarca dentro del proyecto más amplio de neoliberalización del Estado. Esta suposición sugiere que el modelo de ciudadanía promovido en este programa opera como un discurso que legitima el mantenimiento de las estructuras neoliberales de poder. Si bien allí se declara que su propósito es “hacer eficaz este poder político: empoderar a niños, niñas y jóvenes para participar democráticamente en la sociedad y desarrollar las competencias necesarias para el uso constructivo de esta participación” (MEN, 2006, p. 152), en este trabajo se sostiene que, en el fondo, subyacen justificaciones para la despolitización de la ciudadanía al enfatizar formas individuales y contingentes de acción:

Retomando el concepto de competencia como saber hacer, se trata de ofrecer a los niños y niñas las herramientas necesarias para relacionarse con otros de una manera cada vez más comprensiva y justa y para que sean capaces de resolver problemas cotidianos. Las competencias ciudadanas permiten que cada persona contribuya a la convivencia pacífica, participe responsable y constructivamente en los procesos democráticos y respete y valore la pluralidad y las diferencias, tanto en su entorno cercano, como en su comunidad, en su país o en otros países (MEN, 2004, p. 8).

Esta investigación se propone, así, analizar el modelo de ciudadanía promovido en el programa de formación en competencias ciudadanas en relación con los desafíos que el neoliberalismo impone sobre la democracia. Como objeto de estudio se tomarán distintos textos que conforman este programa y que fueron publicados por el MEN y el ICFES entre 2002 y 2021. La selección de estos textos como objeto de estudio se inscribe en la concepción foucaultiana del poder, según la cual este “es menos una confrontación entre dos adversarios, o el vínculo de uno respecto del otro, que una cuestión de gobierno” que tiene que ver no solo con las estructuras y la dirección del Estado, sino fundamentalmente con la dirección de la conducta de los individuos o de los grupos (Dreyfus y Rabinow, 2001, p. 253). En este sentido, este tipo de discursos educativos, como parte de la red de elementos que constituyen el poder, brindan marcas de significado sobre el modelo de sociedad y de sujeto que se aspira formar atendiendo a determinados fines.

Por este motivo, esta investigación se inscribe en una metodología hermenéutica crítica que entiende los fenómenos sociales como “productos derivados de un conjunto estructurado y estructurador de relaciones más amplias (económicas, sociales, políticas, culturales...) que tienen lugar en la sociedad global” (Miranda Camacho, 2006, p. 106). Esta línea de pensamiento es también sostenida por Van Dijk, quien resalta la necesidad de analizar la “forma en la que el abuso de poder y la desigualdad social se representan, reproducen, legitiman y resisten en el texto y el habla en contextos sociales y políticos” (2016, p. 204). Desde esta perspectiva, se considera pertinente poner en diálogo este programa de formación con un contexto situacional más amplio, con el fin de esclarecer los conceptos de ciudadanía y democracia subyacentes. En su calidad de directriz pedagógica oficial, se entiende este programa como un hecho social y como un dispositivo performativo en cuanto tiene el papel de reproducir, a través de la educación, justificaciones particulares del statu quo.

La exploración bibliográfica de la producción investigativa respecto al problema de la formación ciudadana en Colombia permite afirmar que el programa en cuestión surge en un contexto de modernización de la educación en el país en clave neoliberal (Blanco Suárez et al. 2017; Remolina Caviedes, 2018; Verger et al. 2017, p. 33; Bayona-Rodríguez et al. 2021). Esta transformación ha trastocado sus ideales de socialización, cultura y espíritu crítico, en favor de un modelo de subjetividad que prioriza el habitus capitalista al redefinir las prácticas pedagógicas en términos de competitividad y crecimiento (Díez Gutiérrez, 2019; Sanín Eastman, 2019, p. 104).

Con este panorama, en la revisión de diferentes investigaciones sobre la comprensión y puesta en práctica del programa de formación ciudadana al interior de las instituciones educativas en el país, se observó que este es, en general, reproducido de forma acrítica en las aulas. En la educación básica y media se identificó una tendencia a definir la ciudadanía como convivencia pacífica y como participación en el gobierno escolar (Sánchez Pedraza, 2020). En el nivel de la educación superior esta perspectiva es reforzada al poner el énfasis de la ciudadanía en su aspecto jurídico, esto es, en los mecanismos democráticos de participación y en los contenidos organizativos del Estado. Tal es el caso de la cátedra de formación ciudadana y constitucional en la Universidad de Antioquia, la cual es dictada exclusivamente por abogados (Benjumea-Pérez y Mesa-Arango, 2021). En la Corporación Universitaria Minuto de Dios sede Bogotá, por otro lado, los estudiantes evidencian una actitud ciudadana acrítica al evaluar las condiciones de injusticia y desigualdad como producto de causas contingentes (corrupción o falta de actitud emprendedora, por ejemplo), y no como resultados de un modelo económico hegemónico (Rodríguez Moreno y Orrego-Echavarría, 2021).

El neoliberalismo como racionalidad política y la desdemocratización del poder ciudadano

La reflexión teórica contemporánea sobre los desafíos que enfrenta la educación incluye una amplia variedad de tradiciones y posturas —estudios culturales, pedagogía popular, antirracismo, feminismo, entre otras— que, pese a la diversidad de las luchas que asumen, coinciden en tener como contexto al neoliberalismo, y en denunciar los peligros que este conlleva para las potencialidades democráticas de la educación (Coté et al., 2007, p. 4). Ahora bien, el neoliberalismo no ha tenido un significado único desde su surgimiento en los años setenta. La introducción agresiva de las políticas neoliberales en Chile durante el gobierno de Pinochet y, a partir de ahí, en el resto de América Latina contrastan con el momento y el carácter paulatino del desmonte del estado de bienestar en Estados Unidos y Europa con Reagan y Thatcher. Esta naturaleza contextual del neoliberalismo implica, entonces, la necesidad de abordar las problemáticas que impone sobre la sociedad y, en particular, sobre la educación, a la luz de una perspectiva teórica que tenga en cuenta las tensiones que el modelo de capital imperante provoca en las distintas esferas de la vida en el presente.

En su libro El pueblo sin atributos (2016), Wendy Brown ofrece uno de los análisis más recientes y perspicaces sobre el neoliberalismo. La pertinencia explicativa de su postura en relación con los desafíos que este plantea a la sociedad como un todo radica en su capacidad para entenderlo más allá de una política económica que libera al mercado y que hace posible el crecimiento económico a través de la flexibilización de las restricciones al capital impuestas por el Estado nación. Apoyándose en Foucault, la autora define al neoliberalismo como una racionalidad rectora que economiza ámbitos y prácticas que hasta ahora no eran económicos, transformando su carácter, sus fines y las formas de relación que los constituyen. El término economizar no significa aquí necesariamente monetización o rentabilidad; más bien, se refiere a la introducción de formas de pensar, de valores y de dinámicas según las cuales todas las esferas de la vida humana son concebidas bajo el modelo del capital. Así, los bienes públicos, el trabajo, la ley, la política, la educación, etc., adquieren una nueva connotación bajo parámetros de competencia, crecimiento e inversión (2016, pp. 34-36).

Como racionalidad rectora, el neoliberalismo otorga al mercado un poder de formalización ontológica y epistemológica que ataca directamente a la democracia, al extender sobre el tejido social el modelo de gestión empresarial como criterio de legitimidad. De esta forma, aquellos principios e imaginarios que desde la Modernidad habían definido al Estado democrático liberal, esto es, soberanía, igualdad y libertad, han quedado sometidos a la preocupación por el crecimiento económico. Aunque estos siguen presentes en el discurso estatal, no es más que como un vocabulario retórico, vaciado de toda potencialidad reivindicadora, que adorna el poder blando neoliberal. En este panorama de hostilidad manifiesta contra lo político, tanto el Estado como la ciudadanía se transforman, en identidad y relación, en figuras de capital, a expensas de la soberanía que aseguraba su función como garantes de derechos y de justicia (Brown, 2016, p. 147).

Brown argumenta que, hasta el surgimiento del neoliberalismo, nunca la economía había saturado tan exacerbadamente la estructura y los fines del Estado. En contraste con el liberalismo clásico, en el que este gobernaba a causa de la economía, compensando y restringiendo sus efectos negativos, en el neoliberalismo el Estado gobierna para la economía, asegurando las condiciones que favorezcan su flujo. Es decir, su función ya no es supervisar la economía, sino promover su crecimiento a través de la competencia de mercado (2016, p. 80). El Estado se ha convertido en una empresa que administra y legisla a favor de un conglomerado de actores que han adquirido poder político mediante la usurpación de su soberanía (Crouch, 2004, p. 40). En este escenario, las consideraciones políticas y éticas que daban soporte a los bienes públicos, a la igualdad y a la libertad han sido reemplazadas por una legitimidad desdemocratizada (Biebricher, 2018, p. 80).

En el neoliberalismo, el Estado se despolitiza al introducir la gobernanza como modelo de acción. Con ella, el conflicto constitutivamente democrático que implicaba sopesar en términos normativos las cargas y los derechos tanto del Estado como del ciudadano es sustituido por un tratamiento técnico y administrativo de los problemas sociales (Biebricher, 2018, p. 33). La gobernanza significa que la eficiencia del Estado, así como la del mercado, se concreta a través de “buenas prácticas”, que no son otras que aquellas que desplazan la responsabilidad estatal mediante la descentralización y la privatización (Brown, 2016, p. 169). Estas estrategias, presentadas usualmente como una forma de inclusión que aligera la carga burocrática y que revitaliza la administración de bienes y servicios —antes públicos— de una forma más rentable, tienen como consecuencia la difuminación del centro del poder y el acotamiento de los márgenes de acción de la ciudadanía para expresarse en el lenguaje de los derechos (Crouch, 2004, p. 83).

Al trastocar el significado de lo público, la gobernanza supone un cambio en la relación entre el Estado y la ciudadanía, pues cada ámbito de la vida humana queda traducido en términos de inversión y métricas de mercado. La ciudadanía ha dejado de ser el fundamento político de los bienes públicos, puesto que el Estado figura ahora como un actor de mercado. Esta situación deslegitima las luchas sociales emprendidas por la ciudadanía e impone, como un sentido común, la idea de la responsabilización, según la cual cada individuo debe proveerse aquello que, en un marco de igualdad y justicia, le garantizaba el Estado (Laval y Dardot, 2017, pp. 38-39). Es decir, en la gobernanza la economización de la ciudadanía se manifiesta en el debilitamiento de los imaginarios democráticos que sostenían las solidaridades y luchas colectivas en torno a lo público, hasta el punto de la convicción de que la pérdida de derechos es una oportunidad de maximización del bienestar propio y de movilidad social (Brown, 2016, p. 173).

Si el neoliberalismo elimina la ciudadanía entendida como demos, entonces, el sujeto constitutivo de la democracia, el homo politicus, también desaparece a favor de una versión del homo economicus que se define como capital humano y empresa de sí. Según Brown, esta es la gran novedad de la racionalidad neoliberal del siglo XX con respecto a otros modelos del homo economicus, que permanecían al lado de un sujeto político capaz de gobernarse a sí mismo a través de la autonomía y la soberanía. Por ejemplo, el sujeto económico moderno todavía tenía la capacidad de elegir sus propios fines y de intentar reconciliarlos con aquellos de tipo colectivo mediante el conflicto político. Por el contrario, el homo economicus neoliberal está tan integrado en la meta del crecimiento económico que no tiene otros propósitos más allá de optimizar su posición en la escala social (2016, pp. 39-42).

En el neoliberalismo descrito por Brown, el ser humano es exclusivamente homo economicus. Este se concibe a sí mismo como un capital que crece a través de la inversión, y que interpreta cada esfera de su vida como una fuente de mejoramiento. Como empresario de sí, cada acción que lleva a cabo y cada relación que establece, como educarse, hacer deporte, hacer amigos, enamorarse, etc., es asumida bajo criterios de mercado, no porque le proporcionen una ganancia monetaria directa, sino porque representan para él una oportunidad para potencializar sus habilidades, su imagen y su inteligencia (2016, p. 41). Su moralidad consiste en evaluar todo en términos de costo y beneficio, rasgo definitorio de la naturaleza instrumental del homo economicus, pero su carácter estrictamente neoliberal se manifiesta en la competencia y la desigualdad como principios estructuradores de su realidad. Esta figuración que el ser humano hace de sí mismo como capital y empresa es la forma en la que se prepara la subjetividad, desde sus motivaciones más internas, para que sea funcional en el neoliberalismo (Laval y Dardot, 2017).

Mediante la desaparición del homo politicus, el neoliberalismo intensifica la desdemocratización, que les permite a los grandes actores económicos adquirir poder sobre las estructuras estatales y, consecuentemente, conseguir la aceptación pasiva de sus exigencias. Su función consiste en normalizar las estratificaciones sociales para cancelar, de este modo, el conflicto político y normativo sobre lo público (Crouch, 2004, p. 33). En este entorno, la libertad individual y el autogobierno, características esenciales del sujeto político, han tomado la forma de la responsabilización como medio para gestionar, de una manera aparentemente democrática, la enorme desigualdad de capitales en competencia cuyas garantías sociales han sido flexibilizadas (Brown, 2016, p. 176).

Uno de los dispositivos de mayor utilidad para la diseminación blanda y sutil de esta racionalidad rectora ha sido la educación, debido a su relevancia como medio de culturización y reproducción de los imaginarios sociales. Así, desde la década de los ochenta, tanto sus estructuras como sus fines se han ido alineando paulatinamente con la gobernanza y la meta del crecimiento económico. En el escenario actual, este proceso ha alcanzado el punto en el que la idea de la educación en cuanto bien público y espacio para la formación del ser humano en la reflexión y la ciudadanía activa ha sido desplazada en favor de la rentabilidad y la formación de capital humano (Brown, 2016, p. 236). La integración de la educación en las dinámicas de los negocios, producto de la desinversión del Estado, ha transformado su lenguaje en uno que prioriza el entrenamiento en habilidades, la rápida empleabilidad, la productividad y el emprendimiento (Kumar, 2019, p. 247; Villacañas, 2020, p. 114).

Este es uno de los signos más claros del empobrecimiento que el neoliberalismo impone sobre la educación, en términos de sus potenciales formadores para la vida democrática, la cual exige tener una visión amplia del mundo y la capacidad para ponerse en el lugar del otro considerando sus condicionamientos materiales. La razón de ello es que estos requisitos difícilmente pueden alcanzarse en un modelo educativo en el que el sujeto es interpelado exclusivamente como capital humano (Kumar, 2019, p. 249). Tanto para construir la práctica democrática, como una vida individual verdaderamente significativa, apunta Brown, el interés económico desnudo es un principio demasiado estrecho y crudo (Brown, 2016, p. 254; Kumar, 2019, p. 248).

LA FORMACIÓN EN COMPETENCIAS CIUDADANAS: HACIA UNA CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA PLENA

En el año 2004, el MEN presentó a la sociedad colombiana los Estándares Básicos de Competencias Ciudadanas, una guía práctica que buscaba articular los procesos de formación en democracia con los lineamientos sobre la calidad educativa. Sus fundamentos normativos más importantes se ubican en la década de los noventa y sostienen la tesis de que la educación es el lugar idóneo para preparar desde la niñez en el ejercicio de una ciudadanía activa y respetuosa de los derechos humanos1. Así lo señalan la Constitución Política de 1991 y la Ley 115 de 1994. Como queda claro en los tres planes decenales de educación que se han creado en el país, esta idea se ha convertido en un principio orientador de los lineamientos pedagógicos que sirven de base para la gestión del currículo y la convivencia en las instituciones educativas.

La educación, en este paradigma, se orientará a formar ciudadanos preparados para asumir crítica, activa y conscientemente los cambios y desafíos derivados del desarrollo tecnológico, la expansión de las redes globales y la internacionalización de la economía, la ciencia y la cultura; ciudadanos capaces de participar activa, decisoria, responsable y democráticamente en la organización política y social de la nación, y que puedan contribuir a las transformaciones económicas, políticas y culturales que requiere el país (MEN, 2017, p. 18).

Desde el momento de la implementación de los Estándares, el proyecto de formación ciudadana en el país ha continuado desarrollándose a través de distintas estrategias que se presentan como una apuesta para fortalecer la democracia mediante las acciones cotidianas que se viven en la escuela y su entorno. La pertinencia de estas estrategias se inscribe en el reconocimiento de la compleja realidad política y social de la historia del país (MEN, 2006, p. 148). Cabe resaltar, por ejemplo, que en el año 2014 se creó la Cátedra de la Paz (ley 1732) con el fin de preparar a los niños y jóvenes frente al desafío de construir nuevas relaciones pacíficas, en el marco de los procesos de reconciliación derivados del Acuerdo de Paz entre el gobierno nacional y las FARC.

Dada la multiplicidad de significados del término ciudadanía y la complejidad de la democracia como fenómeno político, el MEN ha trabajado en la tarea de precisar una noción de formación ciudadana aplicable y coherente con el contexto educativo y con los sujetos a los que va dirigida. Es así como, en el marco de referencia para la evaluación de las competencias ciudadanas emitido por el ICFES en el año 2019, aparece la apuesta por una ciudadanía democrática plena, la cual recoge los principales elementos conceptuales sobre la ciudadanía presentados en los Estándares y, al mismo tiempo, la delimita respecto a comprensiones tradicionales restringidas, desde las cuales sería difícil pensarla como un proyecto educativo.

Esta noción de ciudadanía democrática plena es definida como un dominio ético-político que considera a los sujetos desde dos planos estrechamente vinculados, a saber, el individual y el comunitario. De un lado, el ciudadano es concebido como portador de derechos y deberes en relación con la protección de sí mismo y con la no interferencia o vulneración de la esfera individual de los demás. De otro lado, es concebido como un sujeto inmerso en múltiples interacciones colectivas en las que desempeña un rol político a través del compromiso con la defensa de objetivos comunes. Justamente, el carácter democrático de estos ámbitos es ilustrado a través de un proceso de complejización — o ampliación— de la ciudadanía, que va desde el nivel más básico de cumplimiento de normas hasta el desarrollo de la capacidad para validar acuerdos y decisiones, así como para actuar de forma crítica frente a situaciones que afectan la comunidad. Como parte de este proceso se evidencia un despliegue de la subjetividad, que inicia con una forma de ciudadanía individualista o mínima y que avanza hacia formas más empáticas y autónomas al considerar la participación en el bien común, no solo de aquellos con los que se ha creado un vínculo de identidad, sino también de quienes son lejanos y están en condiciones de sufrimiento o inequidad (ICFES, 2019a).

Como propuesta de naturaleza ética, la ciudadanía democrática plena no está restringida por marcos jurídicos que otorguen tal estatus a una determinada edad o que la circunscriban a un territorio o una nacionalidad. Más bien, se trata de una condición fundamentada en un concepto amplio de comunidad, entendida como las distintas relaciones que las personas establecen entre sí bajo el imaginario de un destino común. Como lugar del ejercicio de la ciudadanía, toda comunidad está basada, por una parte, en una ética de la responsabilidad que cada miembro dirige hacia sí mismo y hacia los demás a través de la exigencia y protección de derechos, y, por otra, en un sentido de pertenencia que tiene que ver, no con una situación legal, sino con el vínculo afectivo y emocional por el cual los individuos son capaces de comprometerse en causas comunes (ICFES, 2019a, p. 18).

Según esta perspectiva, la participación democrática, entonces, no está limitada a la intervención en procesos electorales o al uso de los mecanismos institucionales de protección de derechos y toma de decisiones. De manera más amplia, la ciudadanía democrática plena se manifiesta en toda acción que busque incidir en los marcos situacionales, institucionales o culturales de distintas comunidades con el fin de transformar condiciones de injusticia, inequidad, conflicto o discriminación. En otras palabras, en esta comprensión de la ciudadanía, lo político opera como una dimensión de la vida cotidiana o, más específicamente, “de cualquier actividad de los seres humanos en cualquier campo de acción: el educativo, el laboral, el familiar, etc.” (ICFES, 2019a, p. 27). Esta variedad de comunidades en las que se integran los seres humanos implica que las formas de incidir en ellas también son múltiples; sin embargo, su carácter ético y democrático radica en estar fundadas en un sentido extenso de solidaridad hacia los otros.

Estas consideraciones normativas sobre el concepto de ciudadanía son las que justifican su pertinencia como objeto de formación desde edades tempranas, en cuanto reconoce que sus efectos prácticos pueden evidenciarse en los mismos escenarios en los que los niños comienzan sus procesos de socialización. En coherencia con las regulaciones internacionales adoptadas por Colombia en relación con los derechos de la infancia, esta concepción de formación ciudadana asume a los niños como agentes políticos activos en distintas comunidades de interacción en las que pueden participar a través de la convivencia pacífica, la generación de acuerdos en torno a conflictos, el respeto a los derechos y la protección del medio ambiente (MEN, 2006, p. 152).

Desde el modelo pedagógico de las competencias, esta propuesta de formación tiene como propósito transformar la enseñanza tradicional de la ciudadanía, centrada en la memorización de reglas de comportamiento y contenidos axiológicos, ante el supuesto de que conocerlos no implica necesariamente su práctica (MEN, 2006, p. 156). Si bien esta información es importante, la ciudadanía, entendida como un campo de acción, requiere que los procesos formativos giren en torno al desarrollo de habilidades y actitudes democráticas en contextos situacionales flexibles (MEN, 2006, p. 49). De este modo, y siguiendo las políticas de la calidad de la educación en Colombia, la formación ciudadana basada en competencias fue concebida como un proceso susceptible de diseño, implementación, evaluación y mejoramiento (MEN, 2004, p. 5). Los Estándares básicos de competencias ciudadanas tienen, en este sentido, la función de servir como principios claros para determinar lo que deben saber hacer los niños y jóvenes, de acuerdo con su grado escolar, con el fin de participar en la sociedad democrática.

Esta disposición de los Estándares corresponde a niveles de complejidad en la comprensión y compromiso para la acción ciudadana según el desarrollo cognitivo y emocional de los estudiantes. Esto significa que, a medida que avanzan en su proceso formativo, puede observarse en ellos un cambio cualitativo de formas heterónomas de comportamiento y relación a actitudes más autónomas en las que se considera a los otros y al bien común (MEN, 2004, p. 8; Elorrieta, 2012). En este orden de ideas, el establecimiento de estándares para la formación de la ciudadanía tiene como propósito definir los niveles básicos a los que tienen derecho los estudiantes del país, independientemente de la región; de ahí que su énfasis no recaiga en la enseñanza de contenidos, sino en el desarrollo de habilidades vinculadas a la vida diaria (MEN, 2006, p. 165).

FORMACIÓN EN COMPETENCIAS CIUDADANAS: ¿DISCURSO EMANCIPADOR O FICCIÓN HEGEMÓNICA?

Las metas que el programa de formación ciudadana se propone parten del reconocimiento de una larga historia de conflicto e injusticia social que ha afectado al país por décadas. La superación de estas circunstancias se declara un derecho y un deber que compromete a las generaciones jóvenes con el fortalecimiento de la democracia a través de acciones tanto individuales como colectivas en las que las competencias ciudadanas interactúen de forma integral. En este sentido, los Estándares Básicos de Competencias Ciudadanas y los diferentes documentos que los complementan se presentan como las orientaciones pedagógicas que permitirán a estas personas actuar como ciudadanos competentes (MEN, 2006, p. MEN).

Ahora bien, en cuanto “el fin último de la formación ciudadana es avanzar en la transformación de la sociedad, para lo cual conviene reconocer tanto los errores como los aciertos de nuestra historia” (MEN, 2006, p. 155), es pertinente evaluar críticamente los alcances emancipatorios de este programa, especialmente frente a los desafíos que el neoliberalismo impone sobre la democracia y la educación. Como se señaló previamente con Brown, este sistema hegemónico opera como una racionalidad política de conocimiento y poder que determina todos los ámbitos de la sociedad, instaurando un conjunto de valores antes circunscritos solo a la esfera económica. Para la autora, el neoliberalismo, como principio organizador del mundo, da forma y orienta al Estado, a los sujetos y a todas las instituciones sociales —escuelas, hospitales, prisiones, familias, etc.— usurpando el lenguaje de la democracia y generando una hostilidad hacia la política, al poner el énfasis en el consenso y en la resolución efectiva de problemas, sin considerar las disputas en torno a las estructuras hegemónicas de poder (Brown, 2016).

Justamente, Shirley Grundy discute en su libro Producto o praxis del curriculum (1998) cuáles son los elementos que convierten el proceso educativo en una experiencia emancipadora. El punto de partida de su reflexión es la consideración de que el currículo no se reduce a un plan de estudios, sino que es una construcción cultural que sitúa a este, así como a los participantes de la práctica escolar y las relaciones que establecen, en un contexto social e histórico. Es decir, la práctica educativa no ocurre sobre la base de un diseño a priori y ajeno a la realidad de la escuela; por el contrario, siempre presupone un concepto de hombre y de mundo que refleja las creencias sobre las personas, los valores compartidos y, de forma fundamental, las tensiones sociales en torno al poder.

Un currículo informado por un interés emancipador es, según esta definición, aquel que evalúa críticamente las experiencias de aprendizaje, las relaciones y estructuras escolares, y los contenidos de los planes de estudios, a la luz de las determinaciones culturales y materiales que configuran la sociedad. Para Grundy, este ejercicio reflexivo vinculado con la práctica es una condición necesaria para liberar a la educación de la neutralidad abstracta que reduce sus potencialidades políticas y reivindicadoras. En este sentido, la emancipación consiste en cuestionar todos aquellos supuestos que se dan por sentados en la práctica educativa, pero que enmascaran un conjunto de significados proclives a los intereses de un grupo dominante. El objetivo de esta crítica es transformar la conciencia de los participantes del proceso de enseñanza-aprendizaje, de modo que sean capaces de liberarse de la opresión ideológica que normaliza —o presenta como naturales— ciertos significados en torno al bien. Estos operan de forma hegemónica al saturar el sentido común de los sujetos o, en otras palabras, al influir en las ideas inconscientes que tienen sobre la realidad, pero que determinan profundamente la forma en que interpretan y actúan en el mundo (Grundy, 1998, p. 155).

Cabe preguntarse, entonces, si el programa de formación en competencias ciudadanas promueve este horizonte crítico que caracteriza al currículo informado por el interés emancipador, pues como proyecto educativo es insistente en la necesidad de fomentar esta habilidad como una de las características de la ciudadanía activa. El pensamiento crítico es descrito como el tipo de reflexión que, basado en razones, permite decidir qué creer y qué hacer (ICFES, 2019b, p. ICFES), con respecto a la idiosincrasia individual y colectiva, a la información que difunden los medios de comunicación, al sentido de las leyes y su cumplimiento, y a las situaciones sociales que implican la vulneración de derechos, como la discriminación y la exclusión (MEN, 2004). Más específicamente, en las Orientaciones generales para la implementación de la cátedra de la paz (2016), la relevancia crítica de la formación en competencias ciudadanas se justifica en la necesidad de transformar la cultura de la violencia y las injusticias estructurales que convierten a Colombia en uno de los países más inequitativos del mundo (MEN, 2016, pp. 9-11).

Frente a estos desafíos, la formación en competencias ciudadanas es presentada como una apuesta para concientizar a los niños y jóvenes sobre su poder político y para hacer eficaz la participación democrática en situaciones reales de la vida cotidiana (MEN, 2006, p. 152). La concepción de democracia que fundamenta este proyecto pone el énfasis en la deliberación y la generación de acuerdos como herramientas esenciales para ejercer tal poder político. Estas prácticas se basan en la autonomía, entendida como la capacidad de tener en cuenta los puntos de vista ajenos, y tienen como fin construir “un diálogo y una comunicación permanente con los demás, que logre establecer balances justos y maneras de hacer compatibles los diversos intereses involucrados” (MEN, 2006, p. 155). Como ya se mencionó, el propósito de orientar la ciudadanía a través de competencias y estándares, apunta, precisamente, al desarrollo moral paulatino de los individuos, bajo el presupuesto de que su avance en los niveles del sistema educativo permite el fortalecimiento de la empatía y de este pensamiento descentrado.

En efecto, pensar en todos los seres humanos supone tener presentes los intereses de aquellas personas que consideramos muy distintas a nosotros —como pueden serlo, por ejemplo, los hinchas de un equipo de fútbol distinto al nuestro o personas de otra preferencia sexual, de otro estrato socioeconómico, de otra raza, de otra región del país—, también de aquellos que por estas u otras razones nos producen sentimientos de rechazo y de odio y claro está, de todos aquellos a los que no conocemos y que quizás nunca conoceremos —como es el caso de quienes habitan en otra región o incluso en otro país— (MEN, 2006, p. 150).

Ahora bien, determinar si el carácter crítico de este programa se corresponde con el interés emancipador descrito por Grundy implica considerar si las concepciones de democracia y ciudadanía que propone posibilitan procesos pedagógicos de reflexión sobre las problemáticas del país, teniendo como trasfondo de análisis los condicionamientos sociales que se derivan del sistema de poder. La falta de este punto de referencia para cuestionar tales situaciones en términos de su carácter sistemático, del estatus político y económico de los implicados, o de las ideas que actúan como justificaciones, podría resultar en una crítica contingente y particular, ineficaz para superarlas. Con base en la autora, el compromiso crítico de un proyecto curricular como el de las competencias ciudadanas, que buscar formar a los individuos para que ejerzan su poder político, debería, incluso, cuestionar los conceptos mismos de democracia y ciudadanía, ya que, como construcciones sociales, siempre están abiertos a la disputa por su representación lingüística y simbólica, entre diferentes intereses de clase (Grundy, 1988, p. 184).

El programa de formación en competencias ciudadanas reconoce la Constitución Política de 1991 y la Declaración Universal de los Derechos Humanos como el marco normativo que sirve de fundamento a la participación individual y colectiva. En consecuencia, en los Estándares y en las Orientaciones se resalta la importancia del Estado de derecho y la necesidad de formar una ciudadanía activa, capaz de vigilar el ejercicio del poder y la autoridad y de identificar cuándo su abuso resulta en la profundización de las injusticias. Sin embargo, más allá de reiterar que la crítica es una habilidad políticamente valiosa, no se logra identificar una discusión que sirva como base teórica del proyecto acerca de los desafíos que enfrenta la democracia en el neoliberalismo, en el que es despolitizada a través de los procesos de gobernanza (Brown, 2016; 2020; Biebricher, 2018; Villacañas, 2020). Es decir, en el modelo de ciudadanía propuesto se dan por sentadas tanto la posibilidad de participar políticamente como de llegar a acuerdos por medio del equilibrio de intereses; no se problematizan las distintas limitaciones del poder ciudadano, que surgen de la presión que los actores hegemónicos ejercen sobre las estructuras políticas, económicas, jurídicas y sociales, ni se consideran los modos en que los condicionamientos materiales desencadenan procesos de subjetivación que afectan el ejercicio del poder político, como se observó con la expansión de la racionalidad neoliberal del homo economicus:

Autores como Mouffe sugieren que la naturaleza de la democracia es inevitablemente de combate o lucha entre grupos que tienen intereses y experiencias de vida diferentes —en buena medida por pertenecer a grupos sociales diferentes— y que, por tanto, tienen perspectivas diferentes; en sus palabras, que la democracia es agonística. Sin embargo, otros autores sugieren que una democracia más “fuerte”, para usar la expresión de Barber, —quien la opone a “blanda”— debe basarse en una mayor unidad entre los ciudadanos en la búsqueda del bien común. Esto, que se asocia a la idea de una democracia republicana, puede implicar en ocasiones alejarse de los intereses personales y acercarse mucho más al reconocimiento del otro y sus intereses y necesidades en su diferencia. (ICFES, 2019a, p. 31)

Aunque esta propuesta de formación en ciudadanía no excluye la posibilidad de la existencia de conflictos, dado que vivir en sociedad supone diversidad de intereses, y, por tanto, desacuerdos, en su núcleo prevalece una noción de democracia como consenso, en la cual, con la disposición al diálogo de las partes implicadas y el efectivo reconocimiento de los otros como sujetos de derecho, estas diferencias logran resolverse constructivamente a favor del bien común (MEN, 2006, p. 159; 2016, p. 16). Es decir, la democracia es comprendida aquí como un escenario en el que lo heterogéneo adquiere un rostro armonioso y pacífico a través del acuerdo sobre los postulados programáticos sociales. En este proceso deliberativo, los participantes son concebidos como libres e iguales, así como capaces de adquirir un punto de vista lo suficientemente informado para alcanzar el entendimiento mutuo y la autocomprensión normativa (Delgado, 2011, p. 10; Allen, 2012; 2012a).

Pero, como se ha argumentado, este fuerte sentido eidético de la democracia, que presupone la posibilidad del consenso a partir de la voluntad de los individuos, no logra eximirla de dificultades. La más fundamental es que, tras la apariencia de un juicio razonado y justo, el consenso puede estar deformado por la influencia de actores poderosos que poseen una gran capacidad de control sobre la producción y distribución de los significados (Allen, 2012, 2012a). Esto quiere decir que, en el juego de las representaciones sociales, los intereses hegemónicos de ciertos grupos pueden presentarse bajo un aspecto benévolo e imparcial, que les permite legitimarse en el discurso político como propuestas de desarrollo y equidad. En el escenario neoliberal, el Estado tiene la tarea de imprimir una apariencia democrática en estos intereses y, con ello, “logra desmentir momentáneamente la naturaleza asimétrica de las relaciones sociales que administra y a las que sirve y escenifica el sueño imposible de un consenso equitativo en el que puede llevar a cabo su función integradora y de mediación” (Delgado, 2011, p. 28).

Desde luego, esta crítica al consenso no significa que no se considere como una herramienta valiosa en el fortalecimiento del ambiente escolar. Estrategias como la ley 1620 de 2013, por ejemplo, evidencian el papel central que el diálogo entre pares y la generación de acuerdos tienen en el manejo integral de las situaciones y faltas que se presentan en las instituciones educativas. Sin embargo, sin obviar el hecho de que en la convivencia escolar pueden intervenir desbalances de poder, lo que se quiere señalar es que estos, así como los conflictos de intereses, no operan del mismo modo en el estrecho marco de las interacciones que se viven en la escuela y en el ámbito amplio de las relaciones políticas jerárquicas de la sociedad civil. Mientras que en el primer caso es posible identificar a los actores implicados en un desacuerdo o disputa, sean individuos o grupos, en el segundo, la vida de las personas está permanentemente determinada por el poder político de actores hegemónicos invisibles que actúan a través del uso del Estado, considerado exclusivamente como aparato burocrático. Es decir, aquello que se concibe como el bien común, definido en un proceso de deliberación en el que, en teoría, todos los posibles afectados tuvieron la posibilidad de participar, es la forma en que la democracia neoliberal legitima, como consensos, intereses particulares que las personas experimentan como cargas sociales.

Así, entonces, la falta de una fundamentación crítica de las estructuras de poder que determinan la realidad social en el contexto neoliberal convierte la formación en competencias ciudadanas en un proyecto individualista, puesto que plantea la construcción de la democracia como un asunto de desarrollo de habilidades personales (MEN, 2006, p. 155) y no como un problema de relaciones políticas jerárquicas. Aunque, como ya se mencionó, el paso a través de los distintos niveles escolares supone una ampliación de la ciudadanía hacia formas de reflexión y acción cada vez más orientadas hacia lo comunitario, sin una perspectiva crítica de carácter emancipador corre el riesgo de limitarse a un ejercicio imaginativo de tener en cuenta a los otros, tanto cercanos como lejanos, o a un acto de intervención sobre una situación específica sin lograr transformar la causa que la reproduce (Grundy, 1998, pp. 162-163):

Es lo que se denomina la dimensión pública de la ciudadanía, en donde los intereses personales pueden ser también intereses comunes, como por ejemplo comer diariamente. Así, para defender un interés individual ante otros, se puede incluir a los demás que tienen ese mismo interés, es decir, pensarlo como un interés común, o lo que es lo mismo, volver público lo privado, y trabajar para que este interés de todos se cumpla; según el ejemplo, contribuir para que la sociedad garantice unos mínimos alimenticios para todos sus miembros (MEN, 2006, p. 150).

Esta crítica al programa de las competencias ciudadanas apunta, pues, a señalar que la democracia va más allá de las posibilidades que se derivan de una comprensión abstracta liberal en la que los individuos actúan desde la “igualdad de oportunidades”. Sin considerar los condicionamientos históricos que estos y los grupos sociales enfrentan en su participación política, una formación de este tipo termina por convertir la idea de bien común en una entidad vacía para cuya realización “bastara con que cada persona lo intentara con suficiente ahínco” (Grundy, 1998, p. 159). A lo sumo, el desarrollo de estas competencias les permitiría tener adecuadas relaciones interpersonales, pero la transformación de las relaciones de injusticia y opresión requiere que las ideas mismas de democracia y ciudadanía se problematicen como lugares de constante lucha por el poder.

CONCLUSIÓN

Este recorrido argumentativo permite concluir que la formación en competencias ciudadanas carece del potencial para alcanzar la transformación social que dice buscar. Esto se debe a que concibe la democracia y la ciudadanía como cuestiones abstractas, alcanzables en la medida en que se implementen y evalúen los principios diseñados por el MEN. La falta de una teoría crítica social que evidencie que tanto la democracia como la ciudadanía trascienden la formación en habilidades individuales, y que, en la práctica, ambas se desenvuelven en la lucha por el poder de una multiplicidad de actores, hace de la promesa de su realización un proyecto ideológico. Así lo plantea Manuel Delgado al criticar la formalización del espacio público cuando es definido como un escenario neutral, abstraído de los condicionamientos de poder y habitado por sujetos reflexivos que todo el tiempo son conscientes de su papel activo para sopesar las consecuencias de sus acciones y de las de los demás.

De acuerdo con esta consideración, un compromiso formativo que afirme “ayudar a las nuevas generaciones a aprender a relacionarse de maneras mucho más pacíficas, incluyentes y democráticas (…) especialmente en los contextos en los que las prácticas de exclusión, agresión y violencia han sido comunes” (MEN, 2016, p. 9), pero que, al mismo tiempo, no promueva prácticas de aprendizaje que permitan concientizar a las personas de que sus acciones, así como su lugar en la sociedad, están determinados por dinámicas macroestructurales que escapan de su control, refuerza una idea de responsabilización política individual que, en lugar de cambiar las prácticas no democráticas, las perpetúan. Al respecto, sería interesante cuestionar la formación en competencias ciudadanas en relación, por ejemplo, con los resultados del Estudio Internacional de Educación Cívica y Ciudadanía aplicado en 2016, según los cuales el 73 % de los estudiantes colombianos examinados aceptarían las dictaduras cuando traen orden y seguridad, y el 68 % las apoyarían cuando implique beneficios económicos (Schulz et al., 2018, p. 29).

Finalmente, es pertinente que el proyecto de formar para la ciudadanía conlleve, de manera paralela, una reflexión realista sobre la forma en que las dinámicas educativas dentro y fuera del aula son afectadas por las tensiones sociales en torno al poder. Cabe mencionar dos casos ilustrativos. El primero es la polémica que en 2021 desató un taller sobre los falsos positivos como parte de la clase de Ciencias Sociales en una institución educativa de Cali. Desde diferentes frentes, y particularmente por miembros del Centro Democrático, se calificó la actividad como adoctrinadora y se invitó a investigar si la docente hacía parte de un grupo ilegal (El Tiempo, 2021). El segundo caso se refiere a la situación de inseguridad, desplazamiento y amenaza en la que viven muchos docentes del país, quienes, además, denuncian estigmatización y dificultades para la atención oportuna (Caracol Radio, 2023). En este sentido, dar por sentado que la escuela es “una pequeña sociedad que puede ser un ejemplo de territorio de paz y democracia,” (MEN, 2016, p. 11), sin considerar los múltiples desafíos a los que se enfrentan tanto la institución social, como los participantes que la constituyen, convierte la formación ciudadana en un discurso sin carácter emancipador

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Cómo citar: Franco Quinchía, S. y Gallo Gómez, J. C. (2024). Análisis crítico de la formación en competencias ciudadanas en Colombia: ¿discurso emancipador o ficción hegemónica?. Análisis Político, 36(107), 109-127

Recibido: 02 de Agosto de 2023; Aprobado: 20 de Noviembre de 2023

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