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Cuadernos de Economía

Print version ISSN 0121-4772On-line version ISSN 2248-4337

Cuad. Econ. vol.20 no.35 Bogotá July/Dec. 2001

 

EL ESTADO UNITARIO DESCENTRALIZADO: UNA CRÍTICA DEL ENFOQUE CONSTITUCIONAL COLOMBIANO

Jorge Armando Rodríguez*

* Profesor Facultad de Ciencias Económicas Universidad Nacional de Colombia, Correo electrónico: jarmand@col1.telecom.com.co. Este artículo forma parte del proyecto ‘Economía política del gasto público regional y local’, auspiciado por la Fundación Tinker y coordinado por el CEDE de la Universidad de los Andes. Agradezco a Renata Pardo y Adriana Márquez, del CEDE, la colaboración con la información estadística sobre el Congreso de la República. Este artículo se recibió el 7 de septiembre de 2001 y fue aprobado en el Comité Editorial del 14 de septiembre de 2001.


Resumen

Este articulo argüye que la Constitución colombiana de 1991 no contiene mecanismos apropiados para articular las dimensiones unitarias y descentralizadas del Estado. Esta circunstancia afecta adversamente la democracia y obstaculiza el logro de los fines últimos del Estado. El bicameralismo puede servir de vehículo para garantizar el balance de poderes nacionales y territoriales. El artículo muestra que con las reglas de juego actuales difícilmente cabe esperar que el Congreso Colombiano cumpla el papel de fomentar la cooperación para gobernar entre las mayorias y las minorias, espacialmente definidas. Se argüye que la Constitución de 1991 exhibe serias deficiencias de concepción que hacen improbable un tránsito sin traumatismos hacia un Estado Regional, al margen de si la idea de Estado Regional es o no una buena idea.

Palabras clave: Constitucionalismo, bicameralismo, descentralización.

Abstract

This article argues that the Colombian Constitution of 1991 does not adequately articula te the unitary and decentralised dimensions of the State. This circumstance has negative consequences for democracy and hinders the achievement of the State ends. Bicameralism can serve as the guarantor of the balance of power between levels of government. This condition applies to Colombia in appearance only. The article shows that, under the present constitutional rules, the Colombian Congress can hardly be expected to fulfil the role of making the majoritiy and the minority (territorially defined) cooperate in arder to rule. It is argued that the design flaws of the 1991 Constitution make a smooth transi tion to a regional Sta te unlikely, regardless of whether or not a regional State is a good idea.

Key words: constitutionalism, bicameralism, devolution


1. DOS ESTRATEGIAS PARA PROTEGER LOS DERECHOS: A MODO DE INTRODUCCIÓN

¿De qué manera puede una constitución contribuir mejor a la protección de los derechos de los miembros de la sociedad? En tomo a este interrogante, que ha fascinado a políticos, a filósofos y a otros estudiosos y observadores del derecho prácticamente desde que hicieron su aparición en el mundo las constituciones escritas, gravita buena parte del debate sobre las virtudes y defectos de la Constitución colombiana de 1991. La estrategia implícita en nuestra Carta Política para garantizar los derechos consistiría en enunciarlos de manera detallada, junto con algunos deberes, en forma de mandato o de proclama (v.g., ‘la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento’, ‘se garantiza a todos los habitantes el derecho irrenunciable a la seguridad social’), y en ordenar al Estado que haga las veces de garante (v.g., ‘El Estado y la sociedad garantizan la protección integral de la familia’, ‘El Estado promoverá las condiciones para que la igualdad sea efectiva y real…’). Como quiera que muchos derechos han sido históricamente negados, el reconocimiento formal de su existencia ha significado un avance de enormes proporciones y ha servido, sin duda, al propósito de hacerlos efectivos. Hoy en día difícilmente se concebiría una constitución sin una carta de derechos. Pero la magnitud de la brecha entre lo formal y lo real en materia de protección de derechos en Colombia abre la incógnita de si la estrategia implÍcita en la Constitución de 1991 es la más apropiada.

A favor de dicha estrategia se argüye que las instituciones políticas - entre las cuales la Constitución ocupa un lugar sobresaliente- deben servir a la consecución de fines socialmente deseables, que los medios por los medios no tienen sentido, y que tales fines adquieren expresión formal en la llamada carta de derechos. No obstante la solidez del argumento, una vez aquí, resulta fácil extraviarse. Si bien la protección de los derechos de los miembros de la sociedad es el fin último de las instituciones políticas, o por lo menos uno de los fines más importantes, de ahí no se sigue, necesariamente, que los mandatos y proclamas sean el expediente o mecanismo constitucional más eficaz para ese propósito,ni que la carta de derechos consagrada en la Constitución de 1991 esté libre de defectos. Resulta crucial dilucidar cuáles son los fines de las instituciones polÍticas, en este caso de la Constitución, pero no basta con ello para establecer cuáles son los medios más eficaces para lograrlos.

Un ejemplo histórico de otras latitudes quizás ayude a ilustrar la cuestión. El texto de la actual Constitución de los Estados Unidos fue inicialmente promulgado en 1787 sin una carta de derechos. Según Berns [1988, p. 143], los delegados a la Convención de Filadelfia coincidían en que el propósito de instituir un gobierno no es otro que garantizar los derechos, pero estaban en desacuerdo sobre cómo una constitución podría garantizarlos de la mejor manera. Aunque la concepción de los derechos ha cambiado sustancialmente, el debate que tuvo lugar en ese entonces puede todavÍa arrojar luces sobre el papel que juega una constitución escrita en materia de protección de los derechos.

En defensa de la aprobación del texto constitucional sin una carta de derechos, Hamilton [1982, p. 438] adujo que“ …la Constitución es en sí misma, en todo sentido racional y para todo propósito práctico, una carta de derechos” Pero ¿cómo es posible que una constitución que no contenÍa una carta de derechos escrita pudiera ser a la vez la mejor garantía de los derechos? “En Filadelfia - relata Sartori [1997, p. 195]- tanto Madison como Hamilton se opusieron a la inclusión de una carta de derechos en la Constitución con el argumento de que los derechos no eran protegidos por declaraciones sino por las propias estructuras del gobierno constitucional.” Un diseño apropiado de la organización del Estado, en ese caso en forma federal, del sistema de representación política y de las reglas de decisión pública, así como la cuidadosa aplicación de los principios de separación y balance de poderes, constituían, para Madison y Hamilton, la mejor garantía de los derechos que ley alguna pudiera proveer. Creían que una constitución escrita podía darse por bien servida si lograba conformar un Estado dotado de poder y a la vez con poder limitado que sirviera de medio para que cada generación resolviera los problemas de su época y alcanzara los fines que la sociedad se fijara a través del sistema de representación política. Si los gobernantes resultaban ser íntegros y competentes, enhorabuena para la generación de tumo y, por qué no, para las generaciones futuras; si resultaban ser deshonestos e incompetentes, la separación y balance de poderes se encargarÍan de evitar que hicieran demasiado daño. A sus ojos, la constitución no podía, por decirlo así, garantizar la felicidad misma de los miembros de la sociedad; sólo podía, a través de las reglas sobre el acceso y ejercicio del poder, hacerla más probable. En la actualidad, la Constitución estadounidense contiene una carta de derechos formal, la cual se introdujo en 1791, apenas unos años después de su promulgación inicial.

Hay razones de peso para pensar que es preferible que la carta de derechos esté expresamente contemplada en el texto constitucional. Piénsese, por ejemplo, en el papel que en materia de protección de derechos ha jugado la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, gestada al amparo de la revolución francesa e incorporada a las constituciones de Francia y de otros países (con referencia al caso colombiano, Tirado Mejía [1992], examina diferentes mecanismos constitucionales de protección de derechos). Madison y Hamilton se equivocaron al sostener que las declaraciones formales de derechos carecían de relevancia práctica. No obstante, su planteamiento según el cual la principal garantÍa que el ordenamiento jurídico puede otorgar a los derechos reside en la estructura constitucional del Estado, no en la misma carta de derechos, sí tiene mucho sentido, y da pie a una estrategia alternativa a la que se observa en la Constitución vigente en Colombia. Es cierto que un texto constitucional sólo puede fijar las reglas de juego formales que regulan el poder y las limitaciones al poder del Estado. Con todo, las reglas formales de orden constitucional importan: entre mejor concebidas estén, mayor será, cabe esperar, la probabilidad de que la brecha entre el Estado formalmente definido en una constitución y el Estado realmente existente sea reducida y de que éste último esté en condiciones de alcanzar sus fines. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría una constitución escrita?

(De paso, si bien la historia muestra que sus fundamentos no tienen nada de imaginarios, el antiimperialismo, convertido en xenofobia, ha servido de excusa para desdeñar el estudio de la rica experiencia constitucional de los países desarrollados. Pero quizás hay en ello raíces históricas más profundas. A comienzos del siglo XIX, entre.los criollos que, como Camilo Torres, Francisco Miranda y Miguel de Pombo, propugnaban por la adopción de un sistema federal una vez se lograra la independencia de España, habÍa algunos partidarios de copiar el texto de la Constitución de los Estados Unidos, entusiasmados por el rápido ascenso del nuevo país a estatus de potencia [Llano, 1999]. No sería extraño que esta posición acrítica y extrema hubiese suscitado una reacción que fue mucho más allá del justificado rechazo a la simple copia o trasplante de instituciones).

Un enfoque sobre el papel de una constitución escrita que guarda cierta similitud con el formulado por Hamilton y Madison se encuentra en Rawls [1997], si bien este autor se muestra panidario de la consagración expresa de la cana de derechos. Una constitución presupone una determinada concepción de la justicia y tiene como propósito la realización de tal concepción. Considerada en sí misma, aparece, sin embargo, como el sistema público de reglas de más alto rango que regula el proceso político y la toma de decisiones asociadas al mismo, una especie de máquina (el símil es de él) que, si funciona razonablemente bien, le sirve a la sociedad para producir y encauzar la cooperación entre sus miembros, quienes por lo demás se presumen divididos por sus ideas e intereses. “Idealmente - nos dice Rawls en su Teoría de la Justicia- una constitución justa serÍa un procedimiento justo diseñado para asegurar un resultado justo” [p. 197]. Pero para Rawls, no ya en el mundo ideal sino en el mundo real, lo que puede esperarse de una constitución tiene sus límites, los límites propios de lo que él denomina justicia procedimental imperfecta. Si bien habrÍa un criterio independiente para establecer cuál resultado puede calificarse como justo, ninguna constitución, o, en general, ninguna institución política, puede garantizar de antemano que el resultado será siempre justo. En el mundo real no hay procedimiento factible que con seguridad conduzca a él. El juicio penal ejemplifica esta clase de justicia. En el ámbito penal hay un criterio con vida propia para decir si el resultado es o no justo, a saber: El acusado debería ser declarado culpable si y sólo si en realidad ha cometido el delito que se le imputa. Sin embargo, no siempre un juicio justo conduce al veredicto correcto. De ahí no debe concluirse que las reglas y procedimientos formales del juicio penal son un obstáculo en el camino de la justicia. Por el contrario, su imponancia es crucial, ya que es más probable que la verdad salga a flote en el veredicto del jurado mediante un juicio justo, ceñido a reglas y procedimientos, que mediante un juicio arbitrario. La justicia es, en una democracia, tanto procedimental como sustantiva. De poco valdría que la ley penal proclamara que a los acusados se les garantiza un juicio justo, y menos aún que prometiera un veredicto acertado, si las reglas que regulan el juicio (v.g., selección y actuación de jueces y jurados, tipificación de delitos y requisitos de las pruebas) estuvieran seriamente viciadas. A semejanza del campo penal, para Rawls [1997, p. 198] un problema constitucional principal consiste, pues, en “ …seleccionar, dentro del abanico de procedimientos y reglas justos y factibles, aquellos que con mayor probabilidad conduzcan a un orden legal justo y efectivo”.

Los derechos y los deberes, estrechamente conectados en algunos casos (v.g.,el derecho a la propiedad, que debe ser protegido en forma colectiva, trae aparejada la responsabilidad social de los propietarios y se traduce, entre otras cosas, en el deber de pagar impuestos), pueden verse como bienes públicos, en el sentido de que no resulta deseable excluir a nadie de sus beneficios o de su cumplimiento. A semejanza de los bienes públicos, si no se garantizan o se hacen cumplir en forma colectiva, su ‘provisión’ será insuficiente. Al fin y al cabo, es inherente a los grandes grupos que el interés común se erosione o debilite cuando se trata de asumir los costos asociados a su realización [Véase, Olson, 1998]. Puesto que el Estado es por excelencia el canal principal a través del cual tiene lugar la acción colectiva, las reglas constitucionales que regulan la naturaleza y organización de sus poderes pueden propiciar o entorpecer la protección de derechos tales como la libertad, la igualdad y la seguridad ciudadana, amenazada por el uso arbitrario de la fuerza. Algo similar puede ocurrir con el cumplimiento de los deberes.

En vista de la disociación - en no pocos casos amplia y continuada- entre la letra y los resultados en materia de protección de derechos, o de las llamadas promesas incumplidas de la Constitución de 1991, no hay que descartar la hipótesis de que parte del problema resida en la inadecuada concepción de la propia carta de derechos, o al menos de algunos de sus elementos [Véase Uprimny, 2001, para una discusión de los diagnósticos más comunes]. El ex magistrado Gavina Díaz [2001] yel ex Vicepresidente de la Calle [2001] sostienen que la Constitución colombiana está impregnada y contiene en forma expresa utopÍas, sueños y aspiraciones. De ser así, su inclusión expresa en la Carta Política, sobre todo en la carta de derechos, puede haber sido contraproducente, al contrario de lo que creen Gavina Díaz y de la Calle, sin que para ello se requiera tener algo en contra de los sueños, aspiraciones y utopías. La noción de utopía, por ejemplo, encierra un alto grado de incertidumbre sobre su realización, de modo que una ley, cualquiera que sea su jerarquía, difícilmente puede garantizar una utopía. En cambio, los derechos sí pueden ser garantizados o protegidos, al menos con un grado significativo de probabilidad, y ese es justamente uno de los propósitos de una constitución. No es que la sociedad no deba tener sueños. Es dudoso, sin embargo, que su estatus legal deba ser igual al de los derechos. La mezcla indiscriminada de sueños, aspiraciones, utopías y derechos propiamente dichos (de hecho, no se les dedica capítulo aparte a unos y otros) terminaría desvirtuado el papel de la Constitución, pues le imprime a lo consignado en ella el sello de lo extremadamente incierto, cuando no de lo irrealizable. Una formulación inapropiada de la carta de derechos puede obstaculizar su cumplimiento.

El primer principio fundamental de la Constitución de 1991 proclama que el Estado social de derecho colombiano está“… organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomÍa de sus entidades territoriales …” Esta es la estructura constitucional del Estado encargada de proteger los derechos, de hacer cumplir los deberes y de formular e instaurar las políticas públicas. Pero, ¿qué tan bien (o qué tan mal) concebida está dicha estructura constitucional del Estado? En otras palabras, cabe preguntarse si la Constitución de 1991 instituyó (y en qué medida lo hizo) un Estado unitario descentralizado capaz de lograr los fines y realizar las tareas que la misma Constitución le impuso.1 Como lo sugieren los planteamientos citados de Hamilton, Madison y Rawls, en las deficiencias de concepción del Estado unitario descentralizado puede residir, al menos en lo que a la esfera de las instituciones políticas formales concierne, el grueso de la explicación de las llamadas promesas incumplidas de la Constitución de 1991.

El presente artículo se propone examinar el problema del balance ccnstitucional de poderes entre los niveles de gobierno que integran el Estado unitario descentralizado proclamado en la Carta Política colombiana. Teniendo en cuenta que la estructura constitucional del Estado envuelve múltiples dimensiones, desde la definición de las ramas del poder público hasta el sistema electoral, el objetivo del artículo es más modesto que el sugerido por los interrogantes esbozados en la presente sección. Si bien algunas instituciones consideradas en forma aislada pueden ser ejemplos de un constitucionalismo digno, la idea subyacente en el artículo es que en el descuido de las relaciones entre las partes reside una porción no despreciable de la explicación de por qué el Estado colombiano muestra tanta ineficacia a la hora de resolver conflictos, promover la cooperación y la solidaridad, y defender el interés general.

Las hipótesis planteadas pueden resumirse como sigue. El pilar sobre el cual descansa el balance de poderes entre niveles de gobierno en la Carta Política de 1991 son los mandatos constitucionales. Estos mandatos cobran la forma de principios, órdenes o preceptos. Por sí solo, este modo de articular las dimensiones unitaria y descentralizada del Estado es en extremo frágil. Al fin y al cabo, el nivel nacional de gobierno tiene, como es tÍpico de los Estados unitarios, la potestad para desarrollar, interpretar o, si lo considera necesario, eliminar dichos mandatos. El régimen bicameral del Congreso puede, sin embargo, servir de vehÍculo para garantizar el balance intergubernamental de poderes, como suele ocurrir en los sistemas federales. En la que puede considerarse la forma más acabada de este esquema institucional, una de las cámaras se funda en el principio de representación poblacional (llamado también popular) y la otra en el principio de representación territorial. En apariencia esta condición se cumpliría en Colombia. Pero se trata sobre todo de apariencia. Tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado prevalece el principio de representación poblacional. Como consecuencia, las dos cámaras tienden a duplicarse, no a complementarse. Con las reglas de juego actuales, difícilmente cabe esperar que el bicameralismo colombiano cumpla el papel de fomentar la cooperación para gobernar entre las mayorÍas y las minorÍas territorial o espacialmente definidas. Enmendar esta situación conllevarÍa la introducción del principio de representación territorial en el Senado, bien sea que se preserve la actual organización polÍtica en gobiernos departamentales o, lo que lo harÍa aún más perentorio, que se instaure un Estado Regional.

El balance de poderes entre niveles de gobierno resulta crucial para preservar la unidad nacional y para proteger la diversidad territorial, un problema de trascendental importancia para Colombia, más cuando la Constitución prevé la eventual creación de regiones como entidades polÍticas y cuando hay un conflicto armado en curso con marcadas connotaciones territoriales2. Tomando como referencia los planteamientos de Orlando Fals Borda, uno de los principales exponentes de la idea de crear un Estado Regional en Colombia, el artículo pone en tela de juicio las normas constitucionales sobre el llamado ordenamiento territorial, una expresión algo equívoca pues de lo que en realidad se trata es determinar el número de niveles de gobierno que integran el Estado colombiano y el número de gobiernos que conforman cada nivel. Más que cualquier otra cosa, en todo caso más que los linderos geográficos internos, lo que está en juego es el mapa político del país. En contra de lo que sostiene Fals Borda, se argiiye que la Constitución de 1991 exhibe serias deficiencias de concepción como para esperar un tránsito sin traumatismos hacia un Estado Regional, al margen de si la idea de Estado Regional es o no una buena idea.

La Constitución de 1991 ha sido criticada por ocuparse de las minucias del sistema de transferencias y de otros aspectos de las finanzas intergubernamentales, debido a que tal ‘constitucionalización’ puede obstaculizar la adopción de políticas públicas apropiadas a las circunstancias cambiantes de la vida económica y social, asÍ como también puede elevar los costos de los errores de concepción y formulación de las políticas. Este argwnento tiene su mérito, pero deja sin responder la pregunta de por qué las polÍticas en cuestión se elevaron a rango constitucional en primera instancia, en lugar de situarlas en la esfera de la ley, como de ordinario ocurre en los países desarrollados. Es probable que la ‘constitucionalización’ de políticas públicas sea un intento por esquivar los problemas asociados a la estructura constitucional del Estado, y, en caso específico que nos ocupa, al balance de poderes entre niveles de gobierno.

2.SOBRE EL CONCEPTO DE BALANCE VERTICAL DE PODERES

El enfoque del balance de poderes puede verse como una teoría de la construcción constitucional de un gobierno democrático. Si bien no está libre de dificultades teóricas, este enfoque ha inspirado en la práctica el desarrollo de instituciones democráticas adversas a la tiranía y que encaman soluciones constitucionales de compromiso entre intereses políticos y sociales contrapuestos. Este enfoque se asocia con frecuencia a James Madison, quien esbozó así el problema: “Si los hombres fueran ángeles, no habría necesidad de gobierno. Si los ángeles gobernaran a los hombres, no habría necesidad de controles internos ni externos sobre el gobierno. Al construir un gobierno que ejerza el poder del hombre sobre el hombre, la mayor dificultad es la siguiente: El gobierno debe tener poder para controlar a los gobernados al tiempo que debe ser obligado a controlarse a sí mismo. Del pueblo proviene sin duda el control primario sobre el gobierno, pero la experiencia le ha enseñado a la humanidad la necesidad de tomar medidas auxiliares” [Madison, 1981, p. 262, publicado por primera vez en 1787-1788]. Se trata de un reconocimiento de que en la sociedad hay intereses y problemas colectivos cuya atención demanda un Estado a la vez poderoso y limitado, basado en principios democráticos. Con todo y las deficiencias que pueda tener, el enfoque contrasta con el ofrecido por algunas vertientes del pensamiento económico. AsÍ, Buchanan [1999] hace énfasis en las limitaciones o restricciones sobre el gobierno, ignorando el problema de los poderes o facultades que requiere un organismo de acción colectiva. Para él, el asunto es impedir, casi sin permitir o sin dejar hacer. También contrasta con el ofrecido por las ideologÍas polÍticas totalitarias, como el estalinismo yel fascismo, las cuales propugnan por un Estado autoritario, sin lÍmites ni controles democráticos al ejercicio del poder.

Hoy día, la organización del Estado en niveles de gobierno puede considerarse la norma tanto en sistemas unitarios como federales [Breton, 1998; Chandler, 1993]. No obstante que las diferencias entre los sistemas de gobierno unitarios y federales lucen y de hecho son abismales para un gran número de propósitos teóricos y prácticos, uno de los problemas comunes más importantes tiene que ver con el balance de poderes entre niveles de gobierno3. En el marco de la teoría de balance de poderes, la existencia de varios niveles de gobierno se considera, de acuerdo con Wolman [1990, p. 35], como“ … un medio para proteger la democracia a través de centros de poder y de influencia que se balancean mutuamente en una sociedad pluralista”. Pero no basta con la mera existencia de niveles de gobierno. Como agrega Wolman: “El factor crítico no es la descentralización de facultades de decisión política a los gobiernos locales de tal modo que puedan controlar la política pública local, sino el conjunto de instituciones o arreglos constitucionales formales e informales que definen las relaciones entre el gobierno nacional y los gobiernos subnacionales (itálicas agregadas). Si han de haber centros de poder que se hagan balance mutuo, tales instituciones tienen que dotar a los gobiernos subnacionales de medios efectivos para ejercer control sobre el comportamiento del nivel nacional de gobierno”.

El balance de poderes entre niveles de gobierno no debería darse por sentado,y menos en un Estado unitario. Dado que un sistema unitario tiende, casi por definición, a la centralización del Estado, la descentralización del poder político en dicho sistema de gobierno es más un resultado contingente (e.g., que puede suceder o no suceder) que un resultado necesario. Para que la descentralización política se convierta en una característica normal del sistema de gobierno unitario,y no sea un mero resultado contingente, es preciso que las instituciones políticas previstas en la constitución estén diseñadas para el efecto. El problema no es, ni mucho menos, exclusivo de Colombia. Así, por ejemplo, según Toonen [1990, p. 282], en Holanda, país que a semejanza de Colombia también se define como un Estado unitario descentralizado, “ …muchos problemas del proceso contemporáneo intergubernamental y subnacional han sido atribuidos al hecho de que la noción del Estado unitario descentralizado trata de reconciliar valores irreconciliables: centralización (unidad, uniformidad, jerarquía) y descentralización (pluralidad, diversidad y autonomía)” . No obstante lo paradójico de la noción de Estado unitario descentralizado, Holanda se ha ganado la reputación de ser una las sociedades más pluralistas del mundo, fenómeno que Toonen atribuye a la existencia de un sistema de cogobierno, basado en la interdependencia, la diversidad y la interacción dinámica entre niveles de gobierno relativamente independientes. Esto nos lleva a examinar los mecanismos de orden constitucional empleados en Colombia (si es que se emplea alguno) para articular las dimensiones unitaria y descentralizada del Estado.

EL BALANCE INTERGUBERNAMENTAL DE PODERES EN LA CONSTITUCIÓN DE 1991

En nuestro medio predominan los análisis sobre el balance de poderes deuro del nivel nacional de gobierno, es decir, entre las ramas ejecutiva, legislativa y judicial [v.g., Alesina, 2001]. Este tipo de análisis se refiere a la dimensión unitaria del Estado. La dimensión descentralizada ha recibido creciente atención. En el análisis político de la descentralización parece predominar, sin embargo, el que puede denominarse el punto de vista interno, en un doble sentido. En primer lugar, tácita o expresamente se trata sobre todo de un análisis deuro de las instituciones o reglas de juego asociadas a la Constitución de 1991, no de un análisis entre instituciones constitucionales alternativas. Sin perder de vista que se coteja una mezcla de instituciones constitucionales observadas, eventuales e hipotéticas, esta distinción analÍtica, que ha sido eje del ,desarrollo de la economía institucional y de su vertiente constitucional [v.g., Elster y Slagstad, 1988; Elkin Y Soltan, 1993; Cuevas, 1998; Buchanan, 1999; Kalmanovitz, 2001a,b], puede arrojar luces sobre la naturaleza de los problemas concernientes a la estructura u organización del Estado colombiano.4 Y, en segundo lugar, se trata de un análisis centrado en las instituciones políticas subnacionales o en el poder político local y departamental, no en la relación entre las instituciones políticas del nivel nacional de gobierno, de una parte, y de los niveles subnacionales, de otra. Preocupaciones típicas de los analistas en este ámbito son la elección popular de alcaldes y gobernadores, el perfil de los gobernantes subnacionales, los rasgos del poder local, la corrupción y el clientelismo en departamentos y municipios, la geografía y comportamiento de los partidos políticos en las entidades territoriales, la participación ciudadana y la iniciativa local y las competencias de los gobiernos territoriales. Se trata, por supuesto, de preocupaciones de enorme importancia. Por lo general, la perspectiva intergubernamental en Colombia alude a la asignación de funciones entre el nivel nacional de gobierno y los niveles departamental y local, no al balance de poderes en sentido estricto. El punto de vista interno no es de par sí erróneo o defectuoso. Tal punto de vista es, no obstante, parcial o incompleto, ya que no aborda en forma explícita el problema del balance de poderes entre niveles de gobierno. 5

La organización del Estado colombiano prevista en la Constitución de 1991 se ilustra en la Figura 1. 6 Desde una perspectiva vertical, el Estado está integrado en la actualidad por tres niveles de gobierno: el nivel nacional, el nivel departamental y el nivel local. El nivel departamental hace las veces de nivel intermedio de gobierno7 Pero la Constitución dejó abierta la posibilidad de modificar la estructura del Estado a nivel subnacional. Estableció, en efecto, reglas para la eventual conformación de un nivel regional de gobierno y de un nivel provincial de gobierno. En la figura 1 estos niveles de gobierno se representan con óvalos para significar que tal posibilidad no se ha concretado.

No es difícil identificar ingredientes unitarios en la Constitución de 1991. Como es característico de los sistemas unitarios, en Colombia la Constitución fija las reglas de juego que han de seguirse tanto en el ámbito nacional como el ámbito subnacional. Y la misma Constitución atribuye al nivel nacional de gobierno, que comprende las ramas ejecutiva, legislativa y judicial, la facultad de desarrollar, interpretar y reformar las normas constitucionales. Tampoco es difícil identificar ingredientes descentralizados. Como hemos visto, los diferentes niveles subnacionales de gobierno, bien sean los ya existentes o los que se pueden llegar a crear, están directamente contemplados en la Constitución. Pero además la Constitución crea las condiciones que convierten a los niveles subnacionales en niveles de gobierno propiamente dichos, esto es, en unidades políticas territorialmente definidas. En primer lugar, consagra la elección por voto popular de los miembros de los principales centros de decisión departamental y local (e.g., gobernaciones, alcaldÍas, asambleas y concejos) y establece las reglas a las cuales ha de ceñirse la elección. En segundo lugar, confiere a las asambleas y concejos algunos poderes legislativos derivados o delegados (por contraposición a originales). Y, por último, reviste a los gobiernos subnacionales de algunas facultades en materia fiscal.

Puesto que la organización de los poderes estatales consiste no solamente de partes sino también de relaciones entre las partes, el hecho de que las dimensiones unitaria y descentralizada del Estado, consideradas en forma separada, estén presentes en la Constitución de 1991 no necesariamente conduce a un balance de poderes apropiado entre niveles de gobierno. Al menos en lo que a la esfera constitucional concierne, la existencia de niveles de gobierno plantea el problema de la distribución vertical del poder político, pero por sí sola no lo resuelve. A semejanza de lo que ocurre con los derechos, el constituyente atribuyó a los mandatos constitucionales la tarea de preservar el balance entre las dimensiones unitaria y descentralizada del Estado. No es una simple casualidad que la organización del Estado colombiano en forma unitaria y descentralizada esté prevista en el primero de los llamados principios fundamentales de la Carta Política. ¿Pero son los mandatos constitucionales empleados en Colombia un mecanismo eficaz para articular las instituciones políticas nacionales y territoriales, en otras palabras, para articular la jerarquÍa y la autonomía? Hay razones para pensar que la respuesta es negativa y que, como consecuencia, el pluralismo que proclama la Constitución se ve adversamente afectado.

Las características de las instituciones políticas nacionales definen en gran medida la estructura constitucional del Estado colombiano. Según lo estipula la propia Constitución, el presidente de la República, cabeza de la rama ejecutiva, “…simboliza la unidad nacional…” (Art. 188). El mandato de simbolizar la unidad nacional tiene su sustento en la elección del presidente por voto popular nacional (e.g., mayoría de votos depositados a nivel nacional). Desde el punto de vista constitucional, la presidencia es, por excelencia, la institución de la dimensión unitaria del Estado. A este respecto pronostica Cooter [2000, p. 189]: “[Tanto en el sistema presidencial como en el parlamentario, pero de manera más directa en el primero ]…el ejecutivo tiene incentivos para desarrollar un programa nacional y para inducir a los legisladores a adherirse a él. Una perspectiva nacional lleva al ejecutivo hacia el centro de la distribución de las preferencias políticas de la nación”. Puede, por supuesto, ocurrir que un presidente tenga una preocupación genuina por promover la descentralización y la autonomía territorial. Esta es, sin embargo, una contingencia política, no una característica inherente a las reglas de juego que regulan la presidencia de la República.

En el arreglo constitucional colombiano, la misma existencia de los niveles subnacionales de gobierno depende del nivel nacional de gobierno. Al fin y al cabo, el Congreso está facultado para “[d]efinir la división general del territorio (…y) fijar las bases y condiciones para crear, eliminar, modificar o fusionar entidades territoriales y establecer sus competencias” (Art. 150, Numeral 4).En contraste, típicamente en los regímenes federales el Congreso ni ningún otra instancia del nivel nacional de gobierno está investido del poder constitucional para eliminar unilateralmente las unidades políticas que conforman la federación. Su existencia no está, pues, enteramente sujeta a la voluntad de las instancias federales.

En lo concerniente a la rama judicial, el constituyente le confió a la Corte Constitucional“…la guarda de la integridad y supremacÍa de la Constitución …”, de modo que este organismo tiene la misión de velar por el cumplimiento de los mandatos constitucionales, tanto los relativos a los derechos como a la misma organización del Estado unitario descentralizado. Al margen de si la Corte ha estado a la altura de la misión que se le encomendó, sus sentencias e interpretaciones pueden inclinar la balanza a favor o en contra de la dimensión unitaria o de la descentralizada. Cabe suponer, sin embargo, que, más allá de cierto punto, el texto constitucional mismo es para la Corte una especie de dato, que le viene dado desde fuera, más cuando la esencia de las facultades para reformarlo están en cabeza del Congreso y los poderes constituyentes: Y si el texto constitucional mismo no contiene las instituciones tendientes a balancear los poderes entre niveles de gobierno, es improbable que la Corte pueda sustituirlas,y menos aún crearlas.

4. EL PAPEL DEL BICAMERALISMO

En una sociedad que, a juzgar por la Constitución del 1991, aspira a que los gobiernos territoriales gocen de autonomÍa sin propiciar la anarquía o la desintegración, o, como diría Tocqueville [1994], “…a combinar las diferentes ventajas que resultan de lo grande y lo pequeño de la nación”, la principal razón de ser del bicameralismo serÍa balancear los poderes entre niveles de gobierno, es decir, balancear los poderes polÍticos nacionales y territoriales, aunque tiene otras razones de ser, como disminuir el riesgo de que se aprueben malas leyes o se adopten malas polÍticas públicas, así como contrarrestar las presiones de los grupos de interés.

Desde una perspectiva electoral, las mayorías contabilizadas nacionalmente no siempre coinciden, en cuanto a necesidades o preferencias, con las mayorías de cada una las entidades políticas territoriales que integran el país. Pero si las mayorías territoriales constituyen minorías desde el punto de vista nacional, sus intereses y preocupaciones difícilmente tendrían voz en las instancias nacionales cuando la representación política se funda enteramente en una regla mayoritaria. El bicameralismo les daría voz en el nivel nacional de gobierno a las unidades políticas territoriales que, por el tamaño relativamente reducido de su población, de otra manera no la tendrÍan. No se trata de eliminar la regla de gobierno de las mayorías sino de restringir en alguna medida su aplicación en aras de inducir la cooperación para gobernar entre mayorías y minorías espacial o territorialmente definidas.8 La forma más probada de hacerlo consiste en integrar las dos cámaras del Congreso con base en principios de representación diferentes: La primera cámara, típicamente la Cámara de Representantes, con base en el principio de representación poblacional (también llamado popular), y la segunda cámara, el Senado en nuestro caso, con base en el principio de representación territorial, o al menos con base en un ingrediente significativo de este principio. En este esquema institucional, la protección de los derechos de las minorías definidas desde el punto de vista nacional tomaría cuerpo en la sobrerepresentación en la segunda cámara de las entidades territoriales pequeñas que trae consigo la aplicación del principio aludido. Por supuesto, el bicameralismo, así entendido, haría las veces de condición necesaria pero no suficiente para los objetivos en cuestión. La actuación de los políticos elegidos y otros factores le darían contenido preciso.

Aunque no son del todo independientes entre sí, conviene distinguir aquí entre el principio de representación, el sistema electoral y el régimen de los partidos políticos [Véase, Grofman y Lijphard, 1994; Sánchez, 2000]. Los principios de representación más comunes son la representación poblacional o popular, asociada a los intereses de la población y el electorado, la representación territorial, ligada a los intereses geográficos o de las jurisdicciones políticas subnacionales,y la representación funcional, ligada a los intereses de grupos, gremios u ocupaciones determinadas. Para ilustrar las diferencias entre estos principios, supóngase que se decidió que una de las cámaras del Congreso tendría 150 miembros y que para su elección se emplearÍa la circunscripción departamental. Si se aplicara el principio de representación poblacional, el número total de escaños se distribuiría entre los departamentos en proporción directa al tamaño de su respectiva población con respecto a la población total del país. Bajo el principio de. representación territorial las unidades representadas son las entidades territoriales, las cuales por lo regular se tratan, para efectos de la distribución del total de escaños, de modo sistemática y significativamente menos desiguales de lo que serían si se aplicara el principio de representación poblacional. Si se instaurara el principio de representación funcional, el número total de escaños de la cámara en cuestión se distribuirÍa entre los departamentos de acuerdo al peso, definido de acuerdo con alguna variable determinada, que tenga en cada departamento el grupo, gremio u ocupación de que se trate con respecto al agregado nacional. El sistema electoral alude al método de transformación de votos en escaños, una vez definido el principio de representación. En nuestro ejemplo, el sistema electoral dice cuántos de los escaños asignados a un determinado departamento le corresponden a cada lista, según el respectivo número de votos obtenido en el departamento. El régimen de los partidos políticos se refiere, entre otras cosas, al número de partidos, a las reglas de conformación de listas y a la financiación de las campañas. Un principio de representación dado (e.g., poblacional, territorial o funcional) puede operar con diferentes sistemas electorales (fórmula electoral mayoritaria, proporcional o plural; distritos electorales de uno o varios miembros, etc.) y con diferentes regímenes de los partidos políticos. El presente artÍculo se ocupa del principio de representación, a menos que se indique lo contrario.

El empleo del bicameralismo como mecanismo para encarar el problema de la articulación de la unidad nacional (o federal) con la autonomía de los gobiernos territoriales, especialmente del nivel intermedio (e.g., departamentos, estados o regiones) no es excepcional. Como escribe Breton [1998]: “En muchos sistemas de gobierno - virtualmente en todos los sistemas de gobierno federalesla rama legislativa del nivel nacional de gobierno es bicameral, con la característica adicional de que una de las dos cámaras está estructurada para representar las preferencias - intereses, preocupaciones y demandas- de los ciudadanos de los estados o provincias a nombre de los ciudadanos de esos estados o provincias.” En la forma extrema del principio en cuestión, las entidades territoriales se tratan como iguales para efectos de la representación, con independencia del tamaño de la población. La fórmula igualitaria del principio de representación territorial se emplea en algunos países federales, como Australia, Suiza y Estados Unidos, en donde las entidades territoriales del nivel intermedio de gobierno (v.g., Estados o Provincias) tienen igual representación en una de las cámaras independientemente del tamaño de la población (v.g., todos los Estados tienen igual número de senadores). Como argüye Mueller [1996, p. 85], “Un modo… de proteger la estructura federalista es representar los gobiernos regionales individuales directamente en la segunda cámara”. Formas menos extremas del principio de representación territorial (e.g., fórmulas no igualitarias) se emplean en países federales y unitarios, como Alemania, Austria, Francia y Holanda. En Alemania, por ejemplo, en una de las dos cámaras que integran la rama legislativa (e.g., el Bundesrat), todos los gobiernos regionales están representados, correspondiéndole a cada gobierno regional un número de votos que varía entre tres y cinco votos dependiendo del tamaño de la población [Mueller, 1996, p. 199).9 En Francia, un país clasificado de ordinario como unitario, el Senado tiene la responsabilidad constitucional de representar a las entidades territoriales, mientras que la Asamblea Nacional representa a la población. Algo similar sucede en Holanda. La Unión Europea cada vez más se asemeja a un régimen bicameral con una de las ‘cámaras’, el Consejo de la Unión Europea, conformada con base en el principio de representación territorial, en este caso traducido a la esfera internacional, y la otra cámara, el Parlamento Europeo, integrada con predominio del principio de representación poblacional (Véase Anexo). En el Consejo de la Unión Europea el voto es ponderado. Por ejemplo, Alemania, el paÍs más grande de la Unión, con el 17% de la población, tiene 29 votos, equivalentes al 8% del total de votos, al igual que el Reino Unido, Francia e Italia; por su parte, Bélgica, que en población es ocho veces más pequeño que Alemania, tiene 12 votos, esto es, algo menos de la mitad de los votos de Alemania. En el Parlamento Europeo, en cambio, Alemania tiene 99 escaños, mientras que el Reino Unido, Francia e Italia tienen cada uno 72 escaños; a Bélgica le corresponden 22 escaños, es decir, cerca de la quinta parte de los que le corresponden a Alemania. Las fórmulas menos igualitarias del principio de representación territorial redundan por lo regular en algún grado significativo de sobrerrepresentación de las entidades territoriales más pequeñas desde el punto de vista del tamaño de la población.

En Colombia, el Congreso es bicameral pero el principio de representación empleado para la conformación de ambas cámaras es fundamentalmente poblacional. En la Cámara de Representantes la regla general para la distribución de escaños entre las entidades territoriales, en este caso los 32 departamentos existentes en la actualidad y el distrito capital, es, según lo estipula la Constitución, la siguiente: “Habrá dos representantes por cada circunscripción territorial y uno más por cada doscientos cincuenta mil habitantes o fracción mayor de ciento veinticinco mil que tengan en exceso sobre los primeros doscientos cincuenta mil” (Art. 176, inc. 2). Nótese que el número de escaños de cada entidad territorial y, por consiguiente, el número total de escaños de la Cámara de Representantes, no es fijo a través del tiempo sino que varía con el tamaño de la población. En la jerga de la economía institucional, ésta es una regla abierta, con un defecto ostensible: el diálogo en el seno de la Cámara puede tomarse particularmente tortuoso cuando la cantidad de representantes sobrepase Cierto límite. El ingrediente de representación poblacional implícito en la regla constitucional de asignación de escaños (v.g., un representante adicional por cada doscientos cincuenta mil habitantes o fracción mayor de ciento veinticinco mil que tengan en exceso sobre los primeros doscientos cincuenta mil) probablemente tenderá a ganar importancia relativa con el paso del tiempo, a expensas del ingrediente de representación territorial (e.g., dos representantes por cada entidad territorial, con independencia del tamaño de la población). Las tendencias demográficas del país y la aritmética de la regla constitucional se encargarían de hacer que ello suceda. Salvo quizás por los inconvenientes que puede acarrear la regla abierta para determinar el número total de escaños de la Cámara, no hay objeción a ello. Al menos en lo que atañe del principio de representación, eso es justamente lo que se espera de un organismo como la Cámara de Representantes colombiana, que su composición refleje la distribución de la población entre las entidades políticas territoriales.10 Esto abre las puertas a que en el agregado de la Cámara prevalezcan los intereses de las mayorÍas nacionalmente definidas, si bien la posibilidad de que ello suceda no se cristaliza de manera inevitable.

Un supuesto tácito de la regla constitucional para la integración de la Cámara de Representantes es que las estadísticas de población empleadas se actualizan cada cierto tiempo, con miras a evitar el divorcio entre las realidades demográficas y la representación política. Sin embargo, durante el período de vigencia de la Constitución de 1991 los escaños de la Cámara se han asignado con base en el censo de población de 1985. Por esta razón, el número de representantes correspondiente a cada entidad territorial en las legislaturas iniciadas en 1991, 1994 Y 1998 se ha mantenido constante en la mayoría de los casos (Cuadro 1). De manera consecuente, el número total de representantes ha permanecido prácticamente invariable (e.g., 161 representantes). La utilización de información demográfica tan desactualizada contrarÍa, desde luego, el espÍritu de la regla constitucional para la asignación de escaños. La corrección de esta situación anómala corresponde a la ley, mediante la adopción de estadísticas demográficas más recientes.

Como se aprecia en el Cuadro 1, noventa y tres (93) de los 161 miembros que por lo regular ha tenido la Cámara en las legislaturas comprendidas entre 1991 y 2002, equivalentes al 58% del total, son atribuible s a la aplicación del principio de representación poblacional. Sesenta y seis (66) miembros, el 41% del total, tienen su origen en el principio de representación territorial; los dos restantes representan a las comunidades negras y son elegidos por circunscripción especial. Aunque el empleo del censo de 1985 ha impedido que las tendencias implícitas en la regla constitucional de asignación de escaños se manifiesten cabalmente, en la integración de la Cámara de Representantes predomina el principio de representación poblacional. El coeficiente de correlación entre el número de representantes y la población de cada entidad. territorial, según el censo de 1985, es de 0.99. Si se calcula con las estimaciones de población del Dane para 1998, año en el que se eligieron los actuales miembros del Congreso, el coeficiente de correlación se mantiene virtualmente inalterado. Este resultado implica que cerca del 98% de la variación en el número de representantes observado entre entidades territoriales se debe a variaciones en la población.

El ingrediente de representación territorial en la Cámara de Representantes beneficia a los departamentos pequeños, especialmente a los de menos de 250.000 habitantes según el censo de 1985, todos ellos antiguas intendencias y comisarías, erigidos en departamentos por la Constitución de 1991. En efecto, los veinte representantes de los diez departamentos menos poblados constituyen el 12.4% del total de miembros de la Cámara, en tanto que su población equivale al 3.5% del total nacional. (Los diez departamentos más grandes cuentan con el 67.4% de la población y el 56% de los representantes). Los departamentos pequeños difícilmente tendrían representación en la Cámara si no fuera por la aplicación de la alícuota territorial. Mientras existan entidades territoriales relativamente despobladas, como Guainía y Vaupés, con menos de 50.000 habitantes, parece necesario incorporar así sea un mínimo de representación territorial en la Cámara de Representantes, no obstante que éste es por excelencia el organismo de la representación poblacional. Es, desde luego, susceptible de debate si una alícuota de dos representantes por departamento es o no excesivo, pero, como regla general, toda entidad territorial relevante para el efecto debería tener al menos un representante, incluso si ello conlleva cierto grado de sobrerrepresentación de las entidades territoriales pequeñas.

Aunque no suele hacerse explícito, la descentralización supone cierta capacidad fiscal e institucional mÍnima de los gobiernos territoriales para proyectarse hacia sus comunidades. Las posibilidades de desplegar esa capacidad mínima están ligadas a la base demográfica y económica de las jurisdicciones. Estos factores juegan un papel crítico en nuestro país, con énfasis en los llamados nuevos departamentos. La respuesta más apropiada a los problemas de capacidad fiscal e institucional no es, necesariamente, quitarles el carácter de departamentos o eliminar sus gobiernos, como ha sido propuesto. En este ámbito deberían primar los criterios políticos, lo cual puede implicar el otorgamiento de subsidios nacionales a los gobiernos territoriales estructuralmente débiles, a través por ejemplo del sistema de transferencias (como de hecho ha venido ocurriendo), siempre y cuando las cargas fiscales sean llevaderas para los contribuyentes.

Existe la creencia de que en la Cámara la distribución de escaños se basa en el principio de representación territorial a raíz del hecho de que la circunscripción electoral es, principalmente, departamental y a que todas y cada una de las entidades territoriales tienen al menos dos representantes. A la luz de lo que hemos visto, esta es una creencia equivocada, o por lo menos muy discutible.

El Senado y la Cámara de Representantes difieren en cuanto a la regla que determina el número total de escaños y en cuanto a la circunscripción electoral. El número total de escaños del Senado es fijo, no variable, a través del tiempo (e.g., 102 senadores). Por su parte, la circunscripción electoral es nacional, no departamental. En el caso del Senado, dado que el sistema electoral empleado incluye la circunscripción nacional, no opera, por sustracción de materia, el principio de representación territorial. Colombia, considerada como un todo, hace las veces de unidad polÍtica relevante, y por definición contiene el 100% de la población a representar, de manera que a la misma le corresponden el 100% de los escaños. En conjunción con el sistema electoral, el Senado da lugar a una variante del principio de representación poblacional, caracterizada por la circunscripción nacional.11

Es obvio que los senadores tienen un origen regional determinado, pese a la circunscripción nacional que rige su elección. Análisis empíricos han mostrado que, al menos hasta el momento, un número considerable de senadores obtienen sus votos en su departamento de origen, no en varios departamentos [Febres-Cordero, 1997]. Este hallazgo podría llevar a pensar que a través del Senado tiene lugar la representación territorial. Se tratarÍa, sin embargo, de una conclusión apresurada. Bajo el principio de representación territorial, todas y cada una de las entidades territoriales del nivel de gobierno seleccionado para el efecto deben estar representadas. Asumiendo que el origen del senador determina la entidad territorial a la que representa, la circunscripción nacional no necesariamente conduce a ese resultado. Pero aun si así ocurriera, sería un resultado fortuito, con el agravante de que las diferentes entidades territoriales no siempre obtendrían una representación sistemática y significativamente menos desigual que la que obtendrían si el criterio de asignación de escaños fuera directamente proporcional al tamaño de la población. Por el contrario, bien podría haber entidades territoriales no representadas o subrepresentadas de manera sistemática, probablemente las más pequeñas.12

El Cuadro 2 presenta los resultados de un ejercicio tendiente a determinar la composición del Senado según la entidad territorial de origen del senador, aproximado por el lugar de residencia reportado a la Registraduría Nacional del Estado Civil. Como se puede apreciar, en las tres elecciones para Congreso realizadas desde que entró en vigencia la Constitución de 1991 diez de las treinta y tres entidades territoriales del nivel intermedio de gobierno no han obtenido ni un solo senador. Estos diez departamentos han sido siempre los más pequeños desde el punto de vista demográfico. Su población representa cerca del 5% de la población total del país. En cambio, las cinco entidades territoriales más grandes, en su orden, Bogotá, Antioquia, Valle, Atlántico y Cundinamarca, que aglutinan algo más del 45% de los habitantes del país, han tenido a su haber en cada una de las legislaturas alrededor de la mitad de los senadores. Aunque resultó ser una situación más bien excepcional, en 1991 sólo Bogotá, cuya población ronda el 15% del total nacional, llegó a tener 35 de los 102 senadores. En las tres elecciones que han tenido lugar en el período de referencia (1991, 1994 Y 1998), el coeficiente de correlación entre el número de senadores y la población de los diferentes departamentos y del distrito capital se situó, en promedio, en 0.89. Este resultado implica que el 79% de las variaciones en el número de senadores observado entre .entidades territoriales de origen se debe a variaciones en la población.

El bicameralismo sirve mejor al propósito de balancear las tendencias centralizadoras inherentes al sistema de gobierno unitario y las fuerzas descentralizadoras asociadas a la diversidad regional si, como ya se indicó, en la primera cámara predomina el principio de representación poblacional .y en la segunda predomina el principio de representación territorial. Este no es el caso de Colombia. No obstante que difieren en cuanto a la circunscripción electoral, ambas cámaras están edificadas sobre el principio de representación poblacional. La fórmula electoral es, además, proporcional en los dos casos [Sánchez, 2000]. Estaríamos en presencia, con algunos matices, de dos cámaras de similar naturaleza, según el criterio propuesto por Sartori [1997, p. 184]: “…dos cámaras son similares en naturaleza si ambas (…) representan a la población, no al territorio; y es probable que tengan similar composición si ambas son elegidas con sistemas electorales congruentes (e.g., ambos proporcionales o ambos mayoritarios)”. Una manera de ilustrarlo consiste en comparar la composición de la cámara y el Senado según la entidad territorial de origen de sus miembros.

El grado de similitud o de divergencia entre las dos cámaras puede evaluarse a través del siguiente índice:

en donde ei y Si simbolizan la proporción del total de miembros de la Cámara de Representantes y del Senado, respectivamente, que corresponden a la entidad territorial i. En el caso de la Cámara el origen del congresista viene dado por el departamento o distrito capital que lo eligió y en el del Senado, en aras del ejercicio, por el lugar de residencia reportado. El índice tomaría un valor de cero si las dos cámaras fueran idénticas desde el punto de vista de su composición por entidad territorial de origen, es decir, si la proporción del total de miembros de la Cámara correspondiente a cada uno de los departamentos (incluido el distrito capital) fuera igual a la proporción observada en el Senado. Por construcción, el índice tomaría un valor de 2 si las dos cámaras fueran enteramente diferentes en cuanto a la composición por entidad territorial de origen. Como se desprende del Gráfico adjunto, en las tres legislaturas consideradas el índice ha fluctuado en forma leve alrededor de 0.49, de suerte que la composición de la Cámara y del Senado por entidad territorial de origen es mucho más similar que divergente. Puede decirse, entonces, que en el bicameralismo colombiano la Cámara de Representantes y el Senado no tienden a complementarse entre sí sino a duplicarse. Y la duplicación, así entendida, difícilmente constituye una garantía de balance de poderes entre niveles de gobierno. La estructura constitucional del Estado habría quedado, pues, en obra negra, y es esa estructura la que se supone que debe garantizar los derechos, hacer cumplir los deberes y formular las políticas públicas.

La instancia natural, si se quiere, para introducir el principio de representación territorial en el bicameralismo colombiano ser´a el Senado. La circunscripción electoral bien podrÍa ser regional, no departamental. En este evento, los entes representados serían las regiones en tanto combinaciones determinadas de territorio y población, sin que ello necesariamente implique la creación de gobiernos regionales o la eliminación de los gobiernos departamentales. A este respecto hay varias opciones plausibles cuyas consecuencias probables merecen examinarse con detenimiento. Puesto que lo que se busca es que las dos cámaras e complementen, no que se dupliquen, la Cámara de Representantes tendría que fundarse en el principio de representación poblacional o popular, teniendo, eso sÍ, la precaución de que cada entidad territorial tenga al menos un representante (recuérdese que a este cuerpo legislativo se le suele llamar Cámara de Representantes del Pueblo). La elección de los representantes a la Cámara podría efectuarse, como hasta ahora, por circunscripción departamental. Es interesante observar que, desde que entró en vigencia la Constitución de 1886 y hasta 1910, el Senado se integró de una manera que evoca el principio de representación territorial. Debería ser claro, sin embargo, que en esa época el bicameralismo formaba parte de un régimen en el cual las instancias de gobierno subnacionales no pasaban de ser un simple apéndice del nivel nacional de gobierno (v.g., los gobernadores eran nombrados y removidos libremente por el presidente), de modo que no conformaban un nivel de gobierno propiamente dicho. Pese a las semejanzas de forma, el papel del bicameralismo en un régimen unitario a secas es diferente del que juega en un régimen unitario descentralizado.

Bajo el principio de representación territorial en una de las cámaras, no en ambas, las entidades territoriales representadas de ordinario corresponden al mismo nivel de gobierno (v.g., por lo general el nivel intermedio de gobierno), pues de lo contrario se crean asimetrías en el tratamiento de entidades territoriales (la excepción a esta regla es de ordinario la capital del país, pero, dado su papel de centro político nacional, lo consecuente sería que la capital no estuviera adscrita a ninguna otra entidad territorial, lo cual no excluye la creación de instancias formales de gobierno o de coordinación con sus vecinos para afrontar asuntos comunes). Debido a que la población total del país y la distribución de la misma entre entidades territoriales varía con el tiempo, es preferible que la fórmula de asignación de escaños entre entidades territoriales bajo este principio sea genérica, no con nombre propio (v.g.,no señalando las entidades territoriales que en momento dado resultarían beneficiadas).

El principio de representación territorial luce superior al principio de representación funcional o corporativo. A este respecto Olson [1998, p. 114] nos recuerda que el“… énfasis en la organización política sobre bases funcionales o de ocupación industrial, en vez de sobre bases geográficas, fue… característica de algunas variedades del pensamiento fascista y corporativista y fue hasta cierto punto puesta en práctica en la Italia facista y en la Francia del período de Vichy.” Una forma de representación funcional consistirÍa en otorgarle a un determinado grupo político con predominio en una jurisdicción dada una sobrerrepresentación con nombre propio, más si la misma adquiere carácter permanente. Dada la configuración geográfica del conflicto armado en curso,13 la eventual incorporación negociada de los alzados en armas a la arena política tendría en el principio de representación territorial una alternativa más consistente con la democracia.

5.A PROPÓSITO DEL ORDENAMIENTO TERRITORIAL

La Constitución de 1991 dejó abierta la posibilidad de crear regiones como entidades políticas territoriales (entidades territoriales, en el lenguaje constitucional). Habría tantos gobiernos regionales como regiones se constituyan y cada gobierno regional tendría jurisdicción sobre el grupo de los actuales departamentos que conformen la región de que se trate.

Aun si se acepta que Colombia es un país de regiones, el concepto de región y, por tanto, el trazado del mapa regional no están, ni mucho menos, libres de complejidades.14 En términos de los criterios empleados por Fals Borda [1996], cuya obra ha sido sin duda la más influyente en este campo, habría ocho regiones sociogeográficas, a saber: Amazonia, Andina Central, Andina Norte, Andina Sur, Caribe, Orinoquia, Pacífico Norte y Pacífico Sur. Si bien han calado menos, hay

otros mapas regionales en contienda. De hecho, el debate sobre el ordenamiento territorial ha girado, hasta el momento, en tomo a las razones que justificarían la regionalización desde una perspectiva histórica, cultural y geográfica, a los criterios para definir las regiones y a la forma particular que adquiriría el mapa regional de Colombia (v.g., la delimitación precisa de las fronteras regionales). No cabe duda que estos asuntos son cruciales para cualquier propuesta de regionalizacion,

Pero no estamos ante cualquier propuesta de regionalización. El ordenamiento territorial al que se alude en el debate es un ordenamiento para efectos de la organización o estructura constitucional del Estado en niveles de gobierno. De lo que se trata es de la creación de nuevos niveles de gobierno (v.g., el nivel regional de gobierno) y de determinar el número de gobiernos dentro de cada nivel (v.g., número de regiones), en los términos previstos en la Constitución. Para estos efectos, la definición sociogeográfica de regiones es apenas, con todo y lo importante que es, uno de los ingredientes o, mejor, una condición necesaria pero no suficiente. Dado que el poder político no puede asignarse ni ejercerse en el vacío, la existencia de una entidad o unidad política presupone la existencia de un territorio y de una población, pero no toda combinación de territorio y población, cualesquiera que sean los rasgos distintivos que la definan, conforma o deviene en entidad política formal. El debate sobre el ordenamiento territorial ha relegado a un plano secundario, cuando no ha ignorado, el hecho de que lo que fundamentalmente está de por medio en la organización del Estado en niveles de gobierno es el mapa del poder político, territorial y nacional, y, por esta razón, el destino mismo de Colombia como comunidad política.

El origen de la división polÍtica del territorio colombiano que habrÍa de materializarse en los actuales departamentos se remonta a 1908.15 Los departamentos existentes antes de que se formalizara tal división, bajo el gobierno de Rafael Reyes, “eran casi los mismos gigantescos Estados Soberanos de 1863” [Fals Borda, 1998, p. 193]. Aunque la secesión de Panamá se habÍa producido en 1903, “…había el peligro latente de nuevos separatismos, en especial del Cauca, Antioquia y la Costa Atlántica” [Fals Borda, 1998, p. 192]. La preservación de la unidad nacional hacía necesario, consideraba Reyes, debilitar a los que su momento habían sido Estados Soberanos: “Para contrarrestar (las) tendencias separatistas, Reyes concibió una atrevida 'medida de alta cirugía social’ que fue la subdivisión de los grandes departamentos existentes" [Fals Borda, 1998, p. 193]. Al margen de lo que se piense sobre el procedimiento empleado para afrontarlos, parece claro que los peligros que se cernían sobre la unidad nacional no eran imaginarios sino reales. Con la conformación de regiones como entidades políticas formales en cierto modo se desandaría el camino de Reyes. Al menos desde el punto de vista del tamaño del territorio bajo su jurisdicción, las regiones en alguna medida se asemejarian a los antiguos Estados Soberanos. Pero eso abre el interrogante de si el país cuenta o no con las instituciones constitucionales que le permitan conjugar la unidad nacional con la autonomía regional, un interrogante que cobra particular relevancia si se considera que fue justamente para contrarrestar las tendencias separatistas que se llevó a cabo el fraccionamiento territorial del nivel intermedio de gobierno a comienzos del siglo XX.

Es curioso que Fals Borda, quien ha hecho una contribución enorme para que Colombia se mire a sÍ misma como paÍs de regiones, se refiera a la necesidad de “reconocer las ‘fuerzas telúricas’ de nuestra sociedad para evitar los separatismos…” [1996, p. 3], al tiempo que tiende a tratar el problema de la unidad nacional como un problema de sicologÍa social (v.g., “…parece superado el temor al separatismo o al ‘descuartizamiento’ del país”) [1996, p. 7]. Una nación puede verse, a la manera de Anderson [1998], como una comunidad política imaginada, pero de ahÍ no se sigue que la permanencia de la comunidad política, en este caso del Estado Nación, deba abandonarse a los cambiantes y heterogéneos estados psicológicos observados dentro y entre generaciones, como si las reglas de juego o las instituciones necesarias para garantizarla no importarán mayor cosa. Fals Borda sabe que “…no se puede esconder que la recomposición territorial del paÍs implica una reorganización del poder político local y nacional…” [1999, p. 86], pero, con todo y que ahí radica la esencia del asunto, opta por no analizarlo en forma explícita. No obstante que pregona la necesidad de crear un Estado Regional, se limita, en últimas, a esbozar las fronteras geográficas de las regiones.

Tras el planteamiento de Fals Borda subyace la confianza en la bondad de los actuales mandatos constitucionales concernientes a la organización de los poderes del Estado en niveles de gobierno, y en particular los relativos al nivel regional, una confianza que quizás obedece al hecho de que él fue uno de sus gestores (v.g., “En desarrollo de la Constitución de 1991, Colombia puede proclamarse como República Regional Unitaria conformada por Estados Regionales sin que se produzca ningún trauma …”), [1999, p. 100]. Para evitar malentendidos, conviene aclarar que no estoy poniendo en tela de juicio aquí la caracterización de Colombia como país de regiones. Lo que está en discusión es la concepción de las disposiciones constitucionales que acogerían el aludido Estado Regional, una cuestión analíticamente distinta a si es o no válida la hipótesis según la cual las fronteras regionales tienen raíces geográficas, culturales e históricas más profundas que las fronteras departamentales (hipótesis cuya validez seguramente variaría de un caso a otro). Sin pretender, ni mucho menos, agotar el tema, vale la pena señalar algunos aspectos problemáticos.

En el estado actual de desarrollo de la Constitución, un colombiano residente en cualquier parte del territorio nacional está, por regla general (digo por regla general entre otras cosas porque los alzados en armas se han situado más allá de las fronteras constitucionales), bajo la jurisdicción de tres gobiernos pertenecientes a distintos órdenes de la organización vertical del Estado: El gobierno municipal o distrital (nivel local), el gobierno departamental (nivel intermedio) y, desde luego, el gobierno nacional (nivel nacional). No obstante, la ley podría, sujeto a algunos requisitos, crear otros niveles de gobierno (entidades territoriales, en el lenguaje constitucional). Ese serÍa el caso de los niveles regional y provincial. Es verdad que la creación del nivel regional no tiene que ir acompañada de la creación del nivel provincial, pero como la Constitución permite su desarrollo conjunto resulta ilustrativo pensar en la situación constitucional límite o, si se quiere, en el menú completo. Es cierto también que, por mandato de la ley, el nivel regional podrÍa en determinados casos sustituir al nivel departamental. La ley podría optar por la eliminación de los gobiernos departamentales cobijados por la región que se convierta en entidad territorial. Nótese, sin embargo, que el departamento es una figura jurÍdica de rango constitucional, y la ley no puede liquidarla definitivamente. Como consecuencia, desde el punto de vista constitucional la creación del nivel regional de gobierno no supone, necesariamente, la eliminación del nivel departamental, en contra de lo que a menudo se cree. Ambos niveles podrían coexistir. Si esta posibilidad se materializara, el colombiano en cuestión bien podría quedar gobernado por cinco gobiernos, los tres vigentes en la actualidad más el gobierno regional y el gobierno provincial (Véase Figura 2).

Es claro que el menú de opciones en materia del llamado ordenamiento territorial fue una fórmula de compromiso entre grupos e intereses políticos en el seno de la Asamblea Constituyente. También debería ser claro, sin embargo, que los defectos que pueda tener dicha fórmula de compromiso no desaparecen sólo por el hecho de que haya muchas razones que expliquen su origen. Según Fals Borda [1996, p. 8], “se ha esfumado la negativa imagen del ‘ponqué’ de entidades [territoriales] superpuestas que crearÍan duplicación y burocracia inútil, para dar paso a la del ‘menú’ [de opciones] …” El problema tiene que ver, es preciso enfatizarlo, con las crudas realidades constitucionales, no con las percepciones, negativas o positivas, que se tengan sobre ellas. Habría que aceptar de entrada que la Constitución permite la coexistencia de hasta cinco niveles de gobierno, desde luego si incluimos dentro del nivel local a los municipios, distritos y territorios indÍgenas. Aun cuando puede que la ley no desarrolle el menú completo de entidades territoriales, no resulta válido dar por sentado que no lo hará.

Puesto que los poderes políticos y las facultades legales de ordinario varían entre niveles de gobierno, el menú de opciones puede dar lugar, por lo demás, a grandes asimetrías en la distribución espacial del poder político. En efecto, colombianos residentes en distintas áreas del territorio nacional bien pueden quedar bajo la jurisdicción de un número diferente de gobiernos subnacionales, algunos de cuatro gobiernos (regional, departamental, provincial y local) y otros de dos (v.g., departamental y local), para mencionar apenas dos posibles casos, o del mismo número de gobiernos subnacionales pero pertenecientes a diferentes órdenes de la estructura vertical del Estado (v.g.,regional y local, de una parte, y departamental y local, de otra). Quizás el mejor modo de visualizar las implicaciones sea darle contenido concreto al menú de opciones. Supóngase que la Costa Caribe y el Suroccidente desarrollan su respectiva región como entidad territorial, mientras que en Santander, Cundinamarca y Boyacá se instauran varias provincias en su interior, también como entidades territoriales. ¿Es acaso equiparable, para un tamaño dado de población, el poder político de los territorios con regiones con el poder polÍtico de los territorios con provincias? ¿Este esquema tan asimétrico no tendrÍa acaso serios problemas de coherencia y articulación, en materia de representación política, gasto público, incluidas las transferencias, e impuestos, por ejemplo? Conferir a los niveles de gobierno, es decir, al mapa del poder político, el carácter de menú de opciones aparece, no como una sabia decisión del constituyente, sino como una receta para el conflicto, la inestabilidad institucional y la ‘duplicación inútil’.

El hecho de que la Carta Política remita a la esfera de la ley decisiones tan fundamentales sobre la estructura del Estado en niveles de gobierno ya es, en sÍ mismo, cuestionable. Desde una perspectiva subnacional, la Constitución de 1991 está esencialmente pensada en términos de gobiernos departamentales y locales, así que la creación de gobiernos regionales o provinciales dejaría muchos cabos constitucionales sueltos que habrÍa que atar. “No podemos ya sostener departamentos inviables, como el de Bolívar…”, nos dice Fals Borda [1996, p. 9]. Supongamos, en aras de la discusión, que este diagnóstico es correcto (hay que tener en cuenta que los problemas de los gobiernos departamentales obedecen en parte al régimen fiscal y administrativo del que están dotados y a otros factores diferentes del tamaño de sus respectivos territorios; el destino de los gobiernos regionales no sería muy distinto si tuvieran un régimen fiscaly administrativo similar al que ostentan los departamentos en la actualidad). ¿Cuál es la lógica de la solución constitucional?: En vista de la inviabilidad (presunta) de los departamentos, entonces mantengamos el nivel departamental más o menos intacto, con sus correspondientes instancias de gobierno, y dejemos abierta la opción de que la ley agregue un nivel regional aquí y un nivel provincial allá. Es como si a los marineros se les diera una detallada carta de navegación y se les pidiera cumplir con un ambicioso itinerario, descuidando el estado de la embarcación en la que deben realizar la travesía. Pueden haber reformas constitucionales, claro, pero ahora estamos hablando de lo en efecto contempla el texto constitucional, no de lo que hipotéticamente podría contemplar.

Si bien es obvio que para que haya descentralización se requiere más de un nivel de gobierno, la necesidad o la conveniencia de que cada colombiano pueda llegar a estar gobernado por cinco gobiernos está lejos de ser evidente, incluso si se juzga con un criterio favorable a la autonomía regional y local.16 En defensa de tal esquema se traen a colación ejemplos de algunos países desarrollados, corno España, Estados Unidos e Italia, en donde habría un número similar e incluso mayor de niveles de gobierno. A menudo tales ejemplos dejan entrever una gran confusión sobre lo que significa un nivel de gobierno, especialmente desde el punto de vista constitucional. Para no ir más lejos, en los países federales los niveles de gobierno son tres: el federal, el estatal (el nombre varía de un país a otro) y el local. Habría incluso que hacer una salvedad: el nivel local es una criatura cuya existencia por lo regular depende de los estados, no del nivel federal. Es común encontrar un gran número de organismos regionales y metropolitanos, pero ellos rara vez pasan de ser unidades o agencias administrativas creadas para atender problemas específicos que los gobiernos estatales o locales no pueden resolver en forma individual. Aunque tener fronteras internas flexibles puede ser útil para muchos propósitos prácticos, no es necesario crear un gobierno propiamente dicho, es decir, cambiar las fronteras políticas, cada vez que se quiera resolver un problema que abarque a varias jurisdicciones.17 Desde el punto de vista de la estructura constitucional del Estado, poner en pie de igualdad a los estados norteamericanos con la Tennessee Valley Authority se cae de su propio peso.

En Colombia, en cambio, las regiones, las provincias, los departamentos y los entes de carácter local (e.g., municipios, distritos y territorios indígenas) tienen todos y cada uno prerrogativas constitucionales características de un nivel de gobierno: gobernarse por autoridades propias, establecer tributos, participar en las rentas nacionales y ejercer las competencias que les correspondan (Cf. CN, art 287). Tanto porque lo prevé la Constitución corno porque sin base tributaria propia difÍcilmente se puede hablar de gobierno, a cada uno de los cinco niveles de gobierno habrÍa que asignarle fuentes impositivas, lo cual supone no sólo que existe la capacidad tributaria y la disposición a pagar por parte de los contribuyentes sino, sobre todo, que el pago se justifica, en términos de una mayor y mejor provisión de bienes públicos que la que se obtendría con un número menor de niveles de gobierno, digamos tres, en donde el nivel intermedio podría estar integrado por gobiernos regionales o, alternativamente, departamentales. Además, la proliferación de niveles de gobierno dejarÍa a los ciudadanos en medio de un laberinto polÍtico y fiscal que les dificultaría establecer con un grado razonable de claridad a quién pedirle cuentas, tomando particularmente difusa la responsabilidad de los distintos gobernantes.

En el evento de que se llegue a crear el Estado Regional Unitario a que se refiere Fals Borda [1999], lo cual supone la creación de regiones como entidades políticas, la articulación entre lo unitario y lo descentralizado adquiriría aún mayor importancia de la que de por sí tiene, ya que la creación de un nuevo nivel de gobierno, integrado por entidades territoriales más grandes que los actuales departamentos, traería consigo, cabe suponer, una recomposición del poder político más favorable a las entidades políticas de mayor tamaño desde el punto de vista de la población, especialmente si se conserva el principio de representación poblacional prevaleciente en la actualidad en las dos cámaras del poder legislativo, y de mayor tamaño desde el punto de vista del territorio, que también forma parte de la ecuación del poder. No obstante que se convertirÍan en los dos ejes de la organización vertical del Estado Regional, la Constitución de 1991 no contiene mecanismos idóneos tendientes a balancear los poderes entre los niveles de gobierno nacional y regional. El federalismo ha provisto una solución al problema de la articulación al interior del Estado entre lo federal y lo territorial. Pero bien sea con sistema federal o con uno unitario descentralizado, en Colombia el problema está en mora de ser explícitamente reconocido y abordado.

6.CONSTITUCIÓN Y POLÍTICAS PÚBLICAS

Las constituciones de los países desarrollados por lo general no se ocupan del régimen de finanzas intergubernamentales, incluidas las transferencias territoriales, y las raras veces en que lo hacen se limitan. a sentar los principios sobre los cuales dicho régimen ha de fundarse. Allí las decisiones sobre las políticas públicas necesarias para resolver los problemas de la sociedad de ordinario se dejan en cabeza de los gobiernos y los parlamentos. Las constituciones tienden a ocuparse sobre todo de los principios básicos que sirven de norte a la sociedad, de la conformación de los gobiernos y congresos y de las reglas con base en las cuales estos organismos crean las polÍticas, no de predeterminar el diseño y contenido de las mismas. Este es, al parecer, un reconocimiento del hecho de que las constituciones son por lo general difíciles de cambiar, mientras que los problemas y preocupaciones de la sociedad son cambiantes y requieren políticas apropiadas para cada época y eventualmente para cada caso.

La Constitución de 1991 se ocupa no sólo de establecer la reglas de creación de las políticas públicas sino también de definir el diseño y contenido de algunas de ellas, a menudo de manera minuciosa. Así ocurre con el régimen de transferencias territoriales y con otros aspectos de las finanzas intergubernamentales. Quizás ello no pasaría de tener consecuencias de estética legislativa si no fuera porque las políticas pueden estar mal concebidas, y cuando así sucede la sociedad termina pagando un costo elevado por el error, dado que la Constitución no puede, o por lo menos no deberÍa, cambiarse todos los dÍas. Además, aun si originalmente estuvieron bien concebidas, pronto el tiempo puede convertirlas en obsoletas.

Uno podría limitarse a declarar que los pormenores de las políticas públicas, y en particular de las finanzas intergubernamentales, deberían remitirse a la esfera de la ley (probablemente de una ley especial), dejándole la responsabilidad de definirlos al Congreso y el Ejecutivo, y que algo - no todo, pero sí algo- hay que aprender de la experiencia de los países desarrollados. Pero ¿por qué se incorporaron tales pormenores en la Carta Política? ¿No será que la estructura constitucional del Estado colombiano (v.g., la organización del Estado unitario descentralizado, el sistema electoral y el régimen de los partidos políticos), el pilar o núcleo de una constitución según Hamilton y Madison, poco induce o incentiva la adopción de polÍticas públicas buenas y estables por parte del Gobierno y el Congreso y que dichas políticas tienden a ‘constitucionalizarse’ en un intento por esquivar este problema? No sería extraño que la razón de fondo fuera la desconfianza en las presuntas bondades de dicha estructura constitucional del Estado. Y no se trataría, ni mucho menos, de una desconfianza infundada.

Dado que el nivel nacional de gobierno es el centro del poder en materia legislativa y de política pública para el conjunto del Estado, ¿con qué fundamentos puede sostenerse que la Constitución de 1991 articula el carácter unitario con el carácter descentralizado de la República cuando muchas entidades territoriales tienen, o pueden llegar a tener en el futuro, una representación prácticamente insignificante en el Congreso, por excelencia la principal institución de la representación en una democracia? Si la estructura del nivel nacional de gobierno no incorpora mecanismos sistemátia» de representación de los intereses territoriales, ¿qué garantías de estabilidad de las reglas relativas a las transferencias territoriales habría, aparte de la Constitución misma? ¿Cómo pueden sus particulares intereses e inquietudes tener su propia voz? ¿Cómo pueden influir sobre la asignación territorial del gasto público nacional? ¿Cómo pueden participar en los asuntos nacionales y en la definición de la suerte de la descentralización? El altruismo de los representantes de otras jurisdicciones puede ayudar, pero no sustituye a la representación política propia. La representación territorial en el régimen bicameral haría las veces de institución a través de la cual los intereses territoriales se ventilan en el nivel nacional y serviría como garantía de estabilidad de las reglas que regulan las relaciones políticas y fiscales entre niveles de gobierno, haciendo innecesario, cabe suponer, que la Constitución se ocupe directamente de sus pormenores.

NOTAS AL PIE

1 Puesto que no hay constitución perfecta, las deficiencias constitucionales son una cuestión de grado. En la explicación del grado de deficiencia de la Constitución de 1991 hay que tener en cuenta varios factores, como el papel jugado (o dejado de jugar) por el liderazgo y las fuerzas polÍticas, las ideologías reinantes, la improvidencia, las dificultades inherentes a los procesos de decisión colectiva con base en principios democráticos, la diversidad de intereses representados en la Constituyente, nuestra historia y nuestra cultura. El trabajo de la Constituyente de paso pone en entredicho las teorías conspirativas que tanta acogida tienen en nuestro medio para explicar todas las injusticias del mundo y que, tal vez sin quererlo, han servido de soporte ideológico al despotismo armado e ilustrado que nos agobia.

2 Un importante antecedente de este planteamiento es el artículo de Cuervo (2000).

3 Los problemas comunes a los sistemas unitarios y federales han recibido creciente atención por parte de economistas asociados a diferentes vertientes teóricas. Según Musgrave (1999, p. 156),“…los problemas agrupados bajo el encabezado ‘federalismo fiscal’ tratan de los arreglos espaciales de los asuntos fiscales y su ordenamiento en varios marcos jurisdiccionales. Esto puede abordarse más claramente si imaginamos un estado unitario que tiene que decidir cuáles funciones han de desempeñarse en forma centralizada o descentralizada. Tal análisis se adapta luego a un marco federalista …” Por su parte, Oates (1991, p. 22) sostiene que“ …para el economista el término federalismo no debe ser entendido en un estrecho sentido constitucional. En términos económicos, todos los sistemas de gobierno son más o menos federales; aún en un sistema formalmente unitario, por ejemplo, hay un considerable grado de discreción fiscal de facto en los niveles descentralizados.”

4 Soltan (1993, p.4) trae la siguiente advertencia, muy útil para quien quiera que se aventure en estos terrenos: “…cuando hablamos de una ‘perspectiva del diseñador’ institucional, puede sonar como el lenguaje de los ingenieros sociales, dándole forma a las instituciones del modo que otros ingenieros diseñan puentes y barcos o del modo que los arquitectos diseñan edificios. El problema del diseño institucional es claramente muy distinto, así que adoptar una perspectiva de diseñador no necesariamente debe conducir al gran constructivismo que Popper, Hayek y muchos otros han acertadamente criticado, y cuyos peligros son obvios”. A lo largo del texto empleo el término ‘instituciones’ en el sentido de North (1990), esto es, como las reglas de juego que moldean la interacción humana en una sociedad.

5 Las apreciaciones que se acaban de hacer respecto de la literatura colombiana sobre descentralización son más una impresión general que deja un repaso de la misma que algo atribuible a este o aquel autor en particular. La naturaleza polÍtica de la descentralización ha sido reconocida y examinada con diversos enfoques por varios analistas, entre quienes se cuentan Castro (1998), Comisión de Racionalización del Gasto Público (1997), Gaitán y Moreno (1994), Restrepo (1998) y Wiesner (1995).

6 La estructura u organización constitucional de un Estado puede examinarse, en un símil gráfico, desde una perspectiva vertical o desde una perspectiva horizontal. La perspectiva vertical, o intergubernamental,atañe a la organización del Estado en niveles de gobierno, los cuales pueden clasificarse en dos grandes grupos: el nivel nacional (países unitarios) o federal (países federales), de una parte, y el nivelo niveles subnacionales o subfederales, de otra (Dickerson y Flanagan, 1982, ofrecen un análisis introductorio de los sistemas unitarios y federales). Ejemplos de estos últimos serían el nivel departamental o regional y el nivel local, en países unitarios como Francia, Chile y Japón, o el nivel estatal o provincial, en países federales como Australia, Brasil, Canadá, los Estados Unidos y México. La perspectiva horizontal atañe a la organización de un determinado nivel de gobierno. Así, cada nivel subnacional está integrado por un número determinado de entidades políticas territoriales, cada una con su propio gobierno. Puede, pues, distinguirse entre los niveles de gobierno que integran un Estado y los gobiernos que conforman un determinado nivel de gobierno. Para propósitos analíticos, el problema puede verse no como una dicotomÍa sino como un continuo que va de la tiranía (máxima centralización) a la anarquÍa (máxima descentralización).

7 Para ciertos efectos el distrito capital tiene facultades típicas de los departamentos.

8 “En general, el bicameralismo puede --sostiene Cooter, p. 187- proteger a la mayoría de la minoría y puede proteger también a la minoría de la mayoría. En lugar del gobierno de la mayoría o del gobierno de la minoría, el bicameralismo hace que la mayoría y la minoría cooperen para gobernar.”

9 La revista The Economist [2001, p. 42] describe así el esquema alemán; “Con un tamaño que varía desde la ciudad-estado de Bremen, con 670.000 habitantes, hasta Nonh Rhine-Westphalia, que por su población sería el quinto país más grande de la Unión Europea, los Lander están representados a nivel nacional por el Bundesrat, la segunda cámara del parlamento. Sus miembros son nombrados por los gobiernos de los Lander … Aunque los estados grandes tienen más sillas que los pequeños, la asignación de sillas favorece a los enanitos; Bremen, por ejemplo, obtiene tres, mientras que North Rhine-Westphalia obtiene seis”

10 Dejando de lado algunos detalles, un nuevo escaño se obtiene con 125.000 habitantes adicionales. A una entidad territorial relativamente grande, digamos de dos y medio millones de habitantes, le resulta menos exigente cumplir esta condición que a una relativamente pequeña, digamos de 250.000 habitantes: La población de la entidad territorial grande debe crecer en 5%, mientras la de la pequeña debe hacerlo en 50%.

11 “La competencia por votos a lo largo de la nación -pronostica Mueller (1996, p.84)- conduce a los candidatos a concentrarse más en asuntos nacionales”.

12 En forma similar, Kalmanovitz (2001, p.43) concluye que “…la circunscripción nacional para senadores es más competitiva pero diluye la representación y deja sin ella a los departamentos poco poblados.”

13 Fals Borda (1996, p.1) observa que “…1os conflictos por la ocupación humana del espacio en Colombia han sido y son ingredientes directos de la violencia múltiple”. El mismo autor sostiene que el hecho de que el conflicto armado se desenvuelva sobre todo en el campo tiene implicaciones políticas que no deben ignorarse. En sus palabras, “…la guerra civil colombiana parece que se está ganando o perdiendo en el campo…” (1999, p.83).

14 En primer lugar, el concepto de región presupone la existencia de un territorio susceptible de ser regionalizado, es decir, susceptible de ser dividido en porciones distinguibles de territorio. En otras palabras, una región es, por definición, parte de un ‘territorio constituyente’ mayor, definido a su vez de algún modo, tal como un país (v.g., Colombia, Canadá), un grupo de países (v.g., países escandinavos, las naciones del Benelux), un conrinente (v.g., Europa) o incluso el planeta entero. En segundo lugar, las características distintivas o ‘variables’ que definen a una región pueden ser de diversa índole. Pueden ser, por ejemplo, de índole administrativa, cultural, demográfica, ecológica, económica, étnica, geográfica, histórica, militar o política. En tercer lugar, cada una de las posibles características distintivas puede tener su propia expresión espacial, su propio mapa, sus propias fronteras, reales o imaginarias, formales o informales, coincidentes o no con las fronteras asociadas a otras características. Así, una determinada etnia puede ocupar una porción de territorio, que conformaría, desde el punto de vista étnico, una región. Pero la administración, la geografía o la cultura, para citar algunos ejemplos, no necesariamente tienen el mismo patrón espacial que la etnia. De ahí que, en teoría, puedan definirse regiones desde el punto de vista administrativo o climático geográfico o cultural o desde el punto de vista de cualquier otra característica relevante. El mapa regional asociado a una determinada característica puede, en consecuencia, coincidir o diferir del mapa regional asociado a otra. Desde otro ángulo, una misma porción de territorio puede pertenecer simultáneamente a varias regiones, parcial e incluso totalmente traslapadas, siempre que se utilice un número plural de características o variables para definirlas. Y, por último, para una característica distintiva o variable dada, el tamaño de la porción de territorio asociada a una región puede ser estable o cambiante a través del tiempo. En efecto, desde un punto de vista ecológico, la región amazónica ha perdido terreno con la tala de bosques, mientras que la región del Sahara se ha expandido con la desertificación.

15 De acuerdo con el recuento ofrecido por Fals Borda (1998), la Ley No. 1 de 1908 dividió el territorio en 34 departamentos contando a Panamá, más el territorio del Meta y el distrito capital. Entre 1909 y 1914 se reformó el mapa del nivel intermedio de gobierno heredado del gobierno de Reyes. El número de departamentos se redujo a 14 (sin Panamá) y se crearon 3 intendencias y 3 comisarias especiales. A mediados del siglo XX se produjo una nueva recomposición de dicho mapa, creándose nuevos departamentos (v.g., Córdoba, Meta, Guajira, Risaralda, QuindÍo, Sucre y Cesar) y nuevas comisarias (v.g., Amazonas, Vichada y Guainía).

16 Como ya se indicó, aun si se llegan a crear gobiernos regionales, los gobiernos departamentales pueden seguir existiendo con los mismos poderes y responsabilidades que hoy día la Constitución les atribuye directamente (v.g:, “Son entidades territoriales los departamentos, los distritos, los municipios y los territorios indígenas. La ley podrá darles el carácter de entidades territoriales a las regiones y provincias que se constituyan en los términos de la Constitución y la ley”, Art. 286).

17 En opinión de Dahl (1956, p.53), “Los linderos de inclusión y de exclusión asociados a las unidades geográficas gubernamentales se cuentan, en el mundo real, entre los fenómenos políticos más rígidos… En una gran medida, todo el mundo debe tomar las fronteras de su mundo político como dadas por la tradición previa y por eventos históricos. Tales fronteras no están con frecuencia abiertas al cambio racional”. Los últimos dos decenios del siglo XX fueron, sin embargo, testigos de una agitada redefinición de las fronteras nacionales de un buen número de países, como consecuencia de la desintegración y el separatismo (v.g., la antigua Unión Soviética y la antigua Yugoeslavia). Estos casos difícilmente pueden atribuirse a un proceso de ‘cambio racional’. Europa se ha estado moviendo, en cambio, hacia formas más elevadas de integración política, producto de un proceso deliberado, como pocos se habían visto en el pasado.

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