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Cuadernos de Economía

Print version ISSN 0121-4772On-line version ISSN 2248-4337

Cuad. Econ. vol.24 no.45 Bogotá Dec. 2006

 


INSTITUCIONES Y DESARROLLO: UNA REVISIÓN CONCEPTUAL

Alejandro Portes*

* Profesor de la Universidad de Princeton. Versión revisada de un trabajo que se presentó en la conferencia sobre Sociología Económica, en la reunión de la Eastern Sociological Society celebrada en Washington DC, el 19 de marzo de 2005. Agradezco a los participantes en la sesión, a Victor Nee y a Richard Swedberg, por sus valiosos comentarios. También agradezco los útiles comentarios y sugerencias de Paul DiMaggio, Douglas Massey, Mauro Guillén, Christopher Young y los árbitros anónimos de esta revista. La responsabilidad del contenido es exclusivamente mía. La versión en inglés se publicó en Population and Development Review, primavera de 2006. Traducción de Alberto Supelano. Artículo recibido el 1 de febrero de 2006, aprobado para su publicación el 7 de julio. Publicación autorizada por Blackwell-Sinergy.


Resumen


Este ensayo revisa el concepto de ´instituciones´ que utiliza la literatura económica reciente sobre las firmas y el desarrollo nacional, y señala sus limitaciones. Propone un marco alternativo que recurre a la teoría sociológica clásica y contemporánea para superar algunas de ellas, relacionando el concepto de instituciones con otros elementos básicos de la cultura y la estructura social. Luego lo usa para analizar el fracaso de los intentos de trasplantar las instituciones de los países desarrollados a los países del Sur y la privatización en México. También examina la influencia de este marco en las teorías institucionales del cambio social e identifica las fuentes de cambio en diferentes niveles de significancia y alcance causales. La teoría del cambio modificada se aplica a los debates demográficos sobre los factores históricos e institucionales que determinan la transición de la fertilidad. Por último, discute el valor de este marco institucionalista para la teoría social y las políticas de desarrollo.

Palabras claves: instituciones, organizaciones, desarrollo, valores, roles, clase, clase social. JEL: 010, B50, B52.

Abstract

This essay reviews the concept of ´institutions´ used in recent economic literature concerning firms and national development, pointing out its limitations. It proposes an alternative framework relying on classical and contemporaneous sociological theory for overcoming some of them, relating the concept of institutions to other basic elements of culture and social structure. It is then used for analysing the failure of attempts to transplant institutions from developed countries to southern countries and privatisation in México. It also examines the influence of this framework on institutional theories of social change and identifies the sources of change at different levels of significance and causal scope. The theory of modified change is then applied to demographic debates about historical and institutional factors determining the transition of fertility. It discusses the value of such institutional framework for social theory and development policy.

Key words: institutions, organizations, development, values, roles, class, social class. JEL: 010, B50, B52

Résumé

Cet article revoit le concept d´"institutions" utilisé par la littérature économique récente sur les entreprises et le développement national, et signale ses limites. Afin d´en surmonter plusieurs, il propose un cadre alternatif qui a recours à la théorie sociologique classique et contemporaine en mettant en relation le concept d´institutions avec d´autres éléments de base de la culture et de la structure sociale. Il l´utilise ensuite pour analyser l´échec des essais de transposition des institutions des pays développés vers les pays du Sud et la privatisation au Mexique. Il examine par ailleurs l´influence de ce cadre dans les théories institutionnelles du changement social et identifie les sources de changement à des niveaux de signification et d´obtention de résultats différents. La théorie du changement modifiée s´applique aux débats démocratiques sur les facteurs historiques et institutionnels qui définissent la transition de la fertilité. Pour finir, il parle de l´importance de ce cadre institutionnel dans la théorie sociale et les politiques de développement.

Mots clés: institutions, organisations, développement, valeurs, rôles, classe, classe sociale. JEL: 010, B50, B52.


En los últimos años ha habido un cambio importante en la evolución de la economía y la sociología que incluye una convergencia inesperada de sus enfoques en temas como las firmas y el desarrollo económico. Esta convergencia gira alrededor del concepto de ´instituciones´, un término familiar en sociología y antropología social pero una especie de revolución en economía, dominada hasta ahora por el paradigma neoclásico. No obstante, este desarrollo ha estado acompañado de una gran confusión acerca del significado de ese nuevo término y, más importante, de olvidos selectivos de la obra teórica anterior que buscaba ordenar, clasificar y relatar los múltiples aspectos de la vida social que hoy cubre, de manera desordenada, este concepto. El resultado es un buen número de tipologías ad hoc que resaltan algunas características de lo que se debe explicar mientras oscurecen otras.

En este ensayo, busco revertir esas tendencias recordando conceptos y distinciones claves de la teoría sociológica e ilustrando su utilidad analítica con ejemplos de la literatura reciente sobre el desarrollo económico. Mi argumento es que el olvido selectivo disminuye nuestra capacidad para analizar los fenómenos económicos y ´económicamente relevantes´ (Weber [1904] 1949), pues ignora distinciones básicas y descuida diferentes niveles de significancia causal. Presento un ejemplo adicional de la utilidad de una perspectiva sociológica sistemática examinando el tema de la transición de la fertilidad, un debate central en la teoría demográfica moderna.

EL NUEVO INSTITUCIONALISMO

Como señala Evans, el prolongado consenso que equiparaba el incremento del capital monetario al desarrollo nacional dio lugar a la concepción de que el rol principal pertenece a las ´instituciones´ (Evans 2004a). Cita con aprobación a Hoff y Stiglitz (2001, 389), para quienes "el desarrollo ya no se concibe como un proceso de acumulación de capital sino como un proceso de cambio organizacional". Los sociólogos del desarrollo, incluido Evans, y algunos economistas no ortodoxos dijeron lo mismo durante varias décadas sin que sus argumentos lograran influir en la visión económica predominante (Evans 1979, 1995; Hamilton y Biggart 1988; Portes 1997; Hirschman 1958, 1963). Fue necesario que dos premios Nobel de economía, Joseph Stiglitz y Douglass North, tomaran el mando para lograr esta hazaña. Cuando North finalmente declaró que "las instituciones importan", se empezó a tenerlas en cuenta.

La nueva perspectiva se tomó por asalto a la profesión económica hasta el punto de que en 2004, Gerald Roland, un conocido economista del desarrollo, declaró "hoy todos somos institucionalistas"(Roland 2004, 110). Mientras que en otras áreas de la disciplina los nuevos institucionalistas aún combaten la ortodoxia neoclásica, en el campo del desarrollo económico esa lucha parece haber terminado. Los sociólogos han dado la bienvenida a este ´giro institucional´ (Evans 2004b, Nee 2005) como una reivindicación de sus propias ideas, aunque con una importante omisión. Quizá influidos por la promesa de colaboración interdisciplinaria como consecuencia de las nuevas ideas, han pasado por alto un hecho fundamental: los economistas no están entrenados profesionalmente para tratar los múltiples elementos de la vida social ni su interacción y, en sus intentos de hacerlo, los confunden elaborando diagnósticos malos o simplemente erróneos de la realidad.

Otros observadores han señalado ese problema y en términos aún más críticos. Hodgson dice que:

La ceguera puede ser parcial, pero el deterioro es grave e incapacita. Lo que significa esta acusación de ceguera es que, a pesar de sus intenciones, muchos economistas tradicionales carecen del aparato conceptual para discernir algo más que los contornos institucionales más nebulosos... no adquirieron instrumentos de visión adecuados para distinguir los diferentes tipos de instituciones, ni para evaluar apropiadamente lo que ocurre en ellas (Hodgson 2002, 148).

Este juicio puede ser demasiado severo porque, después de todo, los economistas institucionales dieron los primeros pasos para incorporar elementos claves de la realidad social en sus análisis. Sin embargo, aún falta el nivel de colaboración interdisciplinaria necesario para hacerlo apropiada y eficientemente. La primera pregunta obvia es qué son en realidad las instituciones y la respuesta que surge de la economía es un conjunto de factores diferentes que van de las normas sociales a los valores, y desde los ´derechos de propiedad´ a organizaciones complejas como las sociedades anónimas y las agencias del estado (Haggard 2004; Williamson 1975, 1985). North definió las instituciones como "toda forma de restricción que los seres humanos crean para dar forma a la interacción humana"(1990, 3), una definición vaga que abarca todo, desde las normas incorporadas en el proceso de socialización hasta la coerción física.

A partir de esta definición difusa, todo lo que se puede decir es que existen instituciones cuando algo ejerce influencia externa sobre el comportamiento de los actores sociales, exactamente la misma noción que Durkheim denominó normas hace más de un siglo, y es indudable que eso no es todo lo que existe en la dinámica de las comunidades y sociedades reales. En un intento de aclarar el significado del concepto, Roland (2004) elaboró una tipología que distingue entre instituciones de ´movimiento lento´ (como la cultura) e instituciones de ´movimiento rápido´ (como las normas legales y los planes organizativos). En su opinión, la razón para que los planos institucionales trasplantados no logren sus objetivos en muchos países del sur es que chocan con las instituciones de ´movimiento lento´ del país anfitrión, como las normas sociales y las estructuras de poder arraigadas.

Para transmitir el tono de la sociología ad hoc que hoy se desarrolla en economía bastan dos citas de ese ensayo:

[...] en general, las normas y los valores sociales cambian lentamente. Aun las normas sociales individuales, como la actitud ante la pena de muerte o la aceptación de la corrupción tienden a cambiar lentamente, quizá debido a que muchas normas se originan en la religión, cuyos preceptos han cambiado muy poco durante siglos (Roland 2004, 116).

Cualquier grupo que tiene poder lo usa en su propio beneficio. Por tanto, las elites dirigentes que tienen interés en mantener su poder en sociedades con instituciones ineficientes no pueden renunciar a ese poder porque los ganadores del cambio institucional no se pueden comprometer con esquemas de compensación para los perdedores (Roland 2004, 115).

Las normas se originan en valores que tienden a oponerse al cambio, y las estructuras de poder también cambian lentamente porque quienes detentan el poder prefieren no renunciar a sus privilegios. Ante esos ´descubrimientos´, los sociólogos han callado cortésmente sin señalar que son lugares comunes. Aún más alarmante, otros, influidos por el brillo de todo lo ´económico´, han aceptado estas incursiones bien intencionadas pero elementales en un terreno familiar como base del ´nuevo institucionalismo´ en sociología (Nee e Ingram 1998). En el campo de la socioeconomía se han hecho intentos adicionales para poner orden en este caos conceptual. Hollingsworth (2002), por ejemplo, distingue entre ´instituciones´ (normas, reglas, convenciones, valores, hábitos, etc.), ´arreglos institucionales´ (mercados, Estados, jerarquías corporativas, redes, etc.), ´sectores institucionales´ (sistemas financieros, sistemas de educación, sistemas empresariales), organizaciones, y ´productos y desempeño´ (cantidad y calidad de los productos, etc.). Infortunadamente, esta tipología es ad hoc , y también padece la tendencia a amontonar elementos diferentes bajo el mismo concepto y ser incapaz de distinguir entre diferentes niveles de significancia causal.

El neoinstitucionalismo también se ha trasladado a la esfera de la política, donde se lo usa, igual que en economía, para indicar que el contexto social impone restricciones a las acciones del ´hombre racional´, y lleva entonces a una ´racionalidad limitada´ (Dolsak y Ostrom 2003, Elster et al. 1998). Aunque impecable en sí misma, esta afirmación deja abierta la pregunta de cuáles son las características del contexto social que ´limitan´ la acción racional. Decir simplemente que dependen de la época y del lugar no lleva teóricamente a ningún lugar, puesto que esta afirmación no es falsable.

Ostrom fue más allá y propuso un análisis neoinstitucionalista de ´los comunes´ para resolver el dilema entre el interés propio y el bien colectivo de quienes utilizan los mismos recursos de propiedad común y fácilmente disponibles pero agotables (RCP). Ostrom argumenta que ni el estado ni el mercado hacen bien la tarea en estas situaciones, pues tratan de imponer reglas externas a los actores relevantes. En cambio, los actores pueden crear sus propios arreglos institucionales obligatorios (es decir, las normas) para escapar a la tiranía del egoísmo atomizado. De nuevo, el significado de estas normas varía con la época y el lugar (Ostrom et al. 1990, 2002). Como veremos más adelante, el análisis de Ostrom es compatible con un análisis sociológicamente informado del desarrollo institucional, pero este último tiene la ventaja de ir más allá de la simple afirmación de que dichos arreglos varían de acuerdo con el contexto local.

En síntesis, los economistas del desarrollo y los neoinstitucionalistas tratan de dar forma a la intuición de North de que las restricciones sociales importan. Sin embargo, por falta de un marco teórico sólido, los resultados prácticos de este ´giro institucional´ han sido los que cabía esperar. En manos de los profesionales del desarrollo, el nuevo consenso ha llevado al intento de exportar códigos legales y planos organizativos a los países del sur, de manera uniforme y sin matices. Los resultados funestos de esos intentos ya se han reconocido (Evans 2004a, Hoff y Stiglitz 2001). Pero podemos hacer más que señalar que esos esfuerzos están condenados al fracaso. Los economistas y otros científicos sociales pueden recurrir a las tradiciones teóricas establecidas para afilar sus instrumentos conceptuales y levantar un mapa más sofisticado y útil de la vida social. En vez del olvido selectivo, los sociólogos también pueden colaborar en esta empresa refinando su propia herencia conceptual. En la mayoría de los casos, este ´institucionalismo denso´ es preferible a la versión ´ligera´ que hoy circula en varias disciplinas.

Las bases para una colaboración interdisciplinaria provechosa ya están a la mano y consisten en un cuerpo de conocimientos que contiene elementos claves para analizar lo que ocurre realmente en la sociedad y dar el lugar adecuado al concepto de ´institución´. Estos elementos incluyen: 1) una distinción entre esfera simbólica y realidad material; 2) una comprensión del carácter jerárquico de ambas esferas; 3) una identificación de los conceptos que las conectan; 4) una teoría del cambio social que va más allá de la actual comprensión institucionalista de estos procesos (Campbell 2004).

Cultura y estructura social

Desde sus orígenes, la sociología estableció una distinción esencial, consolidada a mediados del siglo veinte, entre cultura y estructura social. Hay buenas razones para tal distinción. La cultura incorpora los elementos simbólicos esenciales para la interacción humana, la comprensión mutua y el orden. La estructura social está compuesta por personas reales que desempeñan roles ordenados en una escala jerárquica de algún tipo. La distinción es analítica porque en la realidad sólo existen seres humanos, pero es fundamental para entender las motivaciones de sus acciones y sus consecuencias. La cultura es la esfera de los valores, de los marcos cognitivos y del conocimiento acumulado. La estructura social es la esfera de los intereses, individuales y colectivos, respaldados por diferentes cantidades de poder. La distinción simbólica proporciona los fundamentos para analizar la diferencia entre lo que ´debe ser´ o ´se espera que sea´ y lo que ´es´ realmente en diversos contextos sociales (Merton 1936, 1968a).

Los diversos elementos que componen la cultura y la estructura social se pueden ordenar en una jerarquía de influencias causales, desde factores ´profundos´, a menudo ocultos bajo la vida social cotidiana pero fundamentales para su organización, hasta fenómenos ´superficiales´, más variables y evidentes. El lenguaje y los valores son los elementos ´profundos´ de la cultura, el primero como instrumento fundamental de la comunicación humana y los segundos como fuerza motivadora de la acción moral, individual o colectiva. Los valores pueden abarcar desde los imperativos fundamentales de una sociedad hasta las tradiciones apreciadas por fuerza de la costumbre. En cada caso, los valores indican una continuidad clara entre lo bueno y deseable, y lo malo y aborrecible. La ´neutralidad´ es lo contrario de este elemento básico de la cultura (Durkheim [1897] 1965, Weber [1904] 1949). Los valores son parte de la cultura profunda porque rara vez se invocan en el curso de la vida cotidiana. Esto es lo que ocurre en situaciones habituales, y los valores sólo llegan al primer plano en circunstancias excepcionales (Weber [1904] 1949, Merton 1989). Sin embargo, están implícitos y se infieren de aspectos del comportamiento cotidiano opuestos al egoísmo desenfrenado. Estas son las ´restricciones´ a las que se refieren North, Ostrom y otros autores.

Tales restricciones son las normas. Los valores no son normas y la distinción es importante porque los primeros representan principios morales generales y las segundas directivas concretas para la acción (Newcomb et al. 1965, MacIver y Page [1949] 1961). Los valores están implícitos en las normas, que son reglas que prescriben ´lo que se puede hacer´ y ´lo que no se puede hacer´ en el comportamiento individual cotidiano. Estas reglas pueden ser formales y codificadas en constituciones y leyes, o pueden ser implícitas y acatadas informalmente. El concepto de normas se ha usado durante más de un siglo, al menos desde Durkheim ([1901] 1982), para referirse a este elemento restrictivo de la cultura. El olvido selectivo ha llevado a amontonarlo en el término ´institución´ que, como veremos, tiene otra importante connotación. La importancia de los valores incorporados en las normas se refleja en la práctica en el nivel de sanciones anexas a estas últimas. La vida en prisión o la pena de muerte aguardan a quienes se juzga culpables de homicidio deliberado, mientras que los gritos y los insultos pueden ser el destino de quienes tratan de saltarse una fila (Cooley 1902, 1912; Simmel [1908] 1964, Goffman 1959).

Como indican estos ejemplos, el aspecto del acatamiento de las normas (las sanciones) puede ser formal e informal, pero en general cuanto más importante es el valor implícito, mayores son las sanciones codificadas y escritas en la ley u otros textos explícitos. Esto es válido para las sanciones negativas, así como para las positivas, como los premios y las recompensas por los logros. Mores y costumbres son términos sociológicos que se han usado durante casi un siglo para designar normas que reflejan valores sociales de mayor importancia y aquellas que se derivan simplemente de la tradición (Sumner 1907, MacIver y Page [1949] 1961, 20; Merton 1968b, 331, 351).

Las normas no flotan libremente, sino que se unen en paquetes ordenados conocidos como roles . Este concepto sociológico ha sido olvidado en la literatura institucionalista que así se priva de un instrumento analítico fundamental. Pues los individuos entran en el mundo social como ocupantes de un rol, y como tales están sujetos a las restricciones e incentivos de las normas. Los roles se definen en general como el conjunto de comportamientos prescritos para quienes ocupan posiciones sociales particulares (Linton 1945; Newcomb 1950, cap. 3). Las personas bien socializadas se trasladan de un rol a otro sin esfuerzo y a menudo inconscientemente como parte de su rutina cotidiana. Los planos normativos que constituyen un rol suelen dejar gran libertad para el desempeño individual. Los individuos pueden entonces desempeñar el rol de ´médico´ o de ´madre´ de maneras muy diferentes, mientras que se ajusten a sus expectativas normativas. Estas últimas también pueden variar entre culturas. Para anticipar la discusión subsiguiente, los roles de ´policía´ o ´ministro del gobierno´ pueden incorporar planos de comportamiento muy diferentes en contextos sociales diferentes, así se los designe con la misma etiqueta formal.

Una extensa literatura en sociología y psicología social concibe los roles como bloques de construcción de la vida social y como conceptos que vinculan el mundo simbólico de la cultura con las estructuras sociales reales. Esa misma literatura ha examinado esa dinámica en base al ´conjunto de roles´ que desempeñan actores sociales dados y como el ´conflicto de roles´ o ´tensión de roles´ que se crea cuando las expectativas normativas de un rol dentro del conjunto contradice a otros (Cottrell 1933, Linton 1945, Merton 1957, Goffman 1959 y 1961, Goode 1960). Ninguno de estos conceptos aparece en la sociología ad hoc que se está creando en economía, ni en el neoinstitucionalismo que hoy se practica en sociología y ciencia política. Los roles son parte integral de las instituciones pero no son instituciones y la confusión de los dos términos debilita el poder heurístico de ambos conceptos.

Junto con las expectativas normativas, los roles también incorporan un repertorio instrumental de habilidades necesarias para su adecuado desempeño. El lenguaje es el componente fundamental de este repertorio pues sin él no se puede ejercer ninguna otra habilidad. Sin embargo, estas ´cajas de herramientas´ culturales también contienen muchos otros elementos: desde el saber científico y profesional hasta el comportamiento, la forma de las expresiones, los modales, y el savoir faire general adecuado a condiciones sociales específicas. De nuevo, los repertorios culturales anexos a roles específicos como los de ´policía´ o ´ministro del gobierno´ pueden variar significativamente entre sociedades, a pesar de la identidad formal de sus títulos. En la literatura sociológica moderna, estos elementos se designan con los conceptos de ´capital cultural´ o ´repertorios de habilidades´ (Bourdieu 1979 y 1984, Swidler 1986; Zelizer 2005).

Poder, clases y estatus

Los elementos que componen la cultura van en paralelo con los que componen la estructura social. Pero estos no están formados por valores morales o ´qué hacer´ y ´qué no hacer´, sino por la habilidad específica y diferenciada de los actores sociales para obligar a otros a acatar su voluntad. Esta es la esfera del poder que, igual que la de los valores, está situada en el nivel ´profundo´ de la vida social y que influye en una gran variedad de procesos, aunque de diferentes maneras. La definición clásica de Weber del poder como habilidad de un actor para imponer su voluntad a pesar de la resistencia de otros aún es apropiada, pues destaca el carácter forzoso y coercitivo de este elemento básico de la estructura social. No depende del consentimiento voluntario de los subordinados, y para que algunos actores y grupos lo tengan otros deben ser excluidos del acceso a los recursos que confieren poder (Weber [1922] 1947, Veblen [1899] 1998, Mills 1959). Mientras que los valores motivan o restringen, el poder permite. Naturalmente, las elites que controlan los recursos que confieren poder tratan de estabilizar y perpetuar su posición moldeando los valores de modo que la masa de la población sea persuadida de la ´justicia´ del orden existente. El poder que así se legitima se convierte en autoridad , cuando los subordinados aceptan su posición (Weber [1922] 1947, Bendix 1962, caps. 9-10).

En la definición clásica de Marx, el poder depende del control de los medios de producción, pero en el mundo post-industrial contemporáneo esta definición es demasiado restrictiva (Marx [1939] 1970; [1867] 1967, parte VII). El poder es conferido por el control de los medios de producción así como por la apropiación del conocimiento, por el control de los medios de difusión de la información y por el control más tradicional de los medios de violencia (Weber [1922] 1947; Wright 1980, 1985; Poulantzas 1975). En la tradición marxista, una clase hegemónica es una clase que logra legitimar su control de los medios materiales de poder, transformándolos en autoridad (Gramsci [1927-1933] 1971, Poulantzas 1975). El poder no está ausente en la economía institucional contemporánea, pero ésta hace énfasis en las relaciones de autoridad dentro de las empresas, que Williamson (1975, 1985) denomina ´jerarquías´. Aunque estos análisis son importantes, olvidan las formas más básicas del poder, en primer lugar el poder para formar empresas. Esta omisión respalda el argumento de Hodgson sobre la falta de instrumentos de la economía moderna para entender qué son realmente las instituciones. Pues como veremos enseguida las instituciones reales son moldeadas, en gran medida, por los diferenciales de poder. Los sociólogos que siguen la dirección de los economistas también han olvidado estos diferenciales, así como el concepto fundamental que se deriva de ellos: el de clase social.

Así como los valores se incorporan en normas, los diferenciales de poder dan lugar a clases sociales: grandes agregados cuya posesión o exclusión de los recursos lleva a diferentes oportunidades de vida y de capacidades para influir en el curso de los acontecimientos. No es necesario que sus ocupantes perciban subjetivamente las clases para que sean operativas, pues están implícitas en el hecho obvio de que los miembros de la sociedad se clasifican de acuerdo con lo que pueden o no pueden hacer o sea de acuerdo con su capacidad para cumplir sus objetivos cuando encuentran resistencia (Wright 1985, Wright y Perrone 1976, Poulantzas 1975). Por lo general, la posición de clase se asocia con la riqueza o la falta de riqueza, pero también está vinculada con otros recursos que confieren poder, como la pericia o las conexiones ´correctas´ con los otros (Hout et al. 1993; Bourdieu 1984, 1990; Portes 2000a). Como subrayó Bourdieu (1985), las clases dominantes disponen de combinaciones de recursos que no sólo incluyen la riqueza sino también los vínculos para influir en otros (capital social), y el conocimiento y el estilo para ocupar posiciones de alto nivel de estatus (capital cultural).

El carácter profundo del poder rara vez surge a la superficie de la sociedad pues, como vimos antes, sus poseedores buscan legitimarlo en el sistema de valores para obtener el consentimiento voluntario de los gobernados. Por esa misma razón, la posición de clase no es inmediatamente transparente, y es un hecho, verificado repetidamente por la investigación empírica, que individuos con recursos y oportunidades de vida muy diferentes se identifican como miembros de la misma ´clase´ (Hout et al. 1993, Grusky y Sorensen 1998). El poder legítimo (autoridad) produce, a su vez, jerarquías de estatus que determinan cómo perciben realmente los actores sociales la estructura implícita de poder y cómo se clasifican a sí mismos. A su vez, las jerarquías de estatus se vinculan con el cumplimiento de roles ocupacionales definidos por ´paquetes´ diferenciales de normas y repertorios de habilidades (MacIver y Page [1949] 1961; Newcomb et al. 1965, 336-341; Linton 1945).

Los diversos elementos de la cultura y de la estructura social, situados en niveles diferentes de importancia y visibilidad causales, existen simultáneamente y aparecen, a primera vista, como una masa indiferenciada. Sin embargo, su separación analítica es necesaria para entender adecuadamente los fenómenos sociales, incluidos los fenómenos económicos. No todo es ´restricción del comportamiento´; algunos elementos restringen, otros motivan y otros permiten. En economía no se ha hecho el trabajo conceptual preliminar necesario para entender estas diferencias. El marco conceptual alternativo esbozado hasta ahora se sintetiza en la gráfica 1. Como indican las citas que acompañan al texto, este marco no es nuevo ni improvisado sino que forma parte de un legado intelectual lamentablemente olvidado en el actual entusiasmo por el ´giro institucionalista´.

Otros sociólogos y antropólogos pueden reordenar algunos de los elementos de este marco conceptual o introducir otros, pero pienso que coinciden con sus contornos básicos. En realidad, todos los elementos claves de la vida social, tanto los que restringen como los que permiten, están relacionados y se influyen mutuamente, pero las flechas se usan con moderación en este diagrama para resaltar su distinción analítica. Sólo se incluyen dos flechas dobles horizontales, que unen las esferas de la cultura y de la estructura social a nivel individual (el rol y el estatus) y a nivel colectivo. Este último enlace es nuestro tópico siguiente.

Las instituciones en perspectiva

Como se indica en la gráfica 1, el estatus anexo a los roles no se presenta por separado, sino como parte de organizaciones sociales. Las organizaciones, económicas y de otro tipo, son lo que los actores sociales normalmente habitan en el curso rutinario de su vida, y estas incorporan las manifestaciones más visibles de las estructuras implícitas de poder (Powell 1990, DiMaggio 1990, Granovetter 2001). Las instituciones constituyen el plano simbólico de las organizaciones; son conjuntos de reglas, escritas o informales, que gobiernan las relaciones entre los ocupantes de roles en organizaciones sociales como la familia, la escuela y demás áreas institucionalmente estructuradas de la vida organizacional: la política, la economía, la religión, las comunicaciones y la información, y el ocio (MacIver y Page [1949] 1961, Merton 1968c, North 1990, Hollingsworth 2002).

Esta definición de instituciones coincide estrechamente con los usos cotidianos del término, como cuando se habla de ´planos institucionales´. Pero su validez no depende de esta coincidencia sino de su utilidad analítica. Mi posición con respecto a este y a otros conceptos es totalmente nominalista. No asumo ninguna realidad intrínseca para ningunos de ellos, aparte de su capacidad colectiva para guiar nuestra comprensión de los fenómenos sociales, incluida la economía. Si, respaldados por el aura del premio Nobel y una fama bien ganada, North y su seguidores quieren denominar ´instituciones´ a las normas, tienen derecho a hacerlo, pero entonces deben enfrentar el problema conceptual de la relación entre esas ´instituciones´ y los roles en los que están incorporadas, así como los planos simbólicos que especifican las relaciones entre dichos roles y, por tanto, la estructura real de las organizaciones. Como señaló Giddens (1987), las instituciones no son estructuras sociales, tienen estructura social (por ejemplo, organizaciones) como encarnación real de los planos que guían las relaciones entre roles.

Un institucionalismo ´denso´ que limita el concepto, al tiempo que lo relaciona sistemáticamente con otros elementos de la vida social nos da el apalancamiento necesario para entender fenómenos que de otro modo serían oscuros. Por ejemplo, la distinción entre las organizaciones y las instituciones que las sostienen sirve de base para analizar cómo ocurren realmente los acontecimientos en la vida social y económica. Porque no es cierto que, una vez establecidas, los ocupantes de un rol sigan ciegamente las reglas institucionales. Por el contrario, las modifican, las transforman y las evitan continuamente en el curso de su interacción cotidiana.

No hay duda de que ´las instituciones importan´, pero están sujetas a lo que Granovetter (1985, 1992) lúcidamente denomina "problema del encaje social": el hecho de que los intercambios humanos que las instituciones tratan de guiar afectan, a su vez, a estas instituciones. Es por ello que los roles formales y las jerarquías organizativas prescritas llegan a diferir del funcionamiento real de las organizaciones (Dalton 1959, Morrill 1991, Powell 1990). Cuando falta esta separación analítica, así como la comprensión de que las instituciones y organizaciones fluyen de los niveles más profundos de la vida social, todo se convierte en una masa indiferenciada donde el reconocimiento de que ´el contexto importa´ produce, a lo sumo, estudios de caso descriptivos y, en el peor de los casos, razonamientos circulares. Las secciones siguientes procuran poner en acción el marco conceptual anterior con base en dos ejemplos recientes de la literatura sobre el desarrollo nacional.

El fracaso del monocultivo institucional

El resultado práctico más tangible del advenimiento del institucionalismo en el campo del desarrollo económico es el intento de trasplantar las formas institucionales del Occidente desarrollado, especialmente de Estados Unidos, al mundo menos desarrollado. La definición de ´instituciones´ que se emplea en esos intentos coincide estrechamente con la que presentamos: planos que especifican las funciones y prerrogativas de los roles y las relaciones entre sus ocupantes. Las instituciones y las organizaciones resultantes se pueden crear desde cero –como un banco central, una bolsa de valores o una oficina de defensoría del pueblo– o se pueden remodelar, como cuando se intenta fortalecer la independencia del poder judicial o simplificar el proceso legislativo local (Haggard 2004).

Muchos autores han señalado que esos intentos de poner en práctica las ideas de North y otros institucionalistas no han producido los resultados esperados y con frecuencia han sido contraproducentes. Evans, en particular, denomina "monocultivo institucional"a estos ejercicios de transplante, porque el conjunto de reglas que se construyeron por ensayo y error durante varios siglos en los países avanzados se injerta en sociedades diferentes y se espera que tenga resultados similares (Evans 2004a). Como ya vimos, Roland (2004) diagnostica la causa de estos fracasos y la atribuye a la brecha entre instituciones de ´movimiento lento´ y de ´movimiento rápido´, pero las fuerzas reales que están en juego son mucho más complejas.

El injerto institucional tiene lugar en el nivel superficial de las cosas y, como tal, enfrenta la oposición potencial de un conjunto doble de fuerzas arraigadas en la estructura profunda de las sociedades receptoras: las que se basan en los valores y las que se basan en el poder. En la esfera de la cultura, y para simplificar el argumento, consideremos los diferentes paquetes de normas y de cajas de herramientas culturales que intervienen en roles oficialmente similares. En las sociedades menos desarrolladas, el rol de ´policía´ puede involucrar la expectativa de compensar los míseros salarios con sobornos, una preferencia legítima por los parientes y amigos frente a los desconocidos en la exoneración de los deberes, y habilidades que no van más allá de usar armas de fuego y golpear a los civiles al primer atisbo de problemas. En forma similar, el rol de ´ministro de gobierno´ puede implicar la expectativa de preferencias particularistas en la asignación de empleos y del patrocinio del gobierno, nombramientos por lealtad al partido y no por la experiencia, y la práctica de usar el poder del cargo para asegurar el bienestar económico de largo plazo del ocupante mediante niveles variables de corrupción.

Tales expectativas se originan en valores profundamente arraigados que privilegian las obligaciones particularistas y los lazos de adscripción, y estimulan las sospechas hacia las burocracias y las reglas aparentemente universales. Cuando los planos institucionales importados se superponen a esas realidades, no es difícil imaginar los resultados. No se trata de que estos planos sean necesariamente contraproducentes, sino de que pueden tener una serie de consecuencias inesperadas debido a que quienes están a cargo de ponerlos en práctica y los presuntos beneficiarios ven la realidad a través de lentes culturales muy diferentes (O´Donnell 1994; Portes 1997, 2000b).

El injerto institucional busca fortalecer ciertas ramas del Estado, promover una asignación más eficiente de los recursos y hacer más atractivo el país para los inversionistas extranjeros. Éstos son objetivos respetables, pero a menudo chocan con los intereses materiales de quienes estan en posiciones de poder. Las clases dominantes de los países receptores rara vez renuncian voluntariamente a sus posiciones o a los recursos que les confieren poder. Casi siempre se produce una lucha en la que las ventajas de poseer cargos dan la delantera a las elites establecidas. Es por ello que ha sido tan difícil implementar políticas de reforma agraria, ante la oposición organizada de los terratenientes, o aumentar la competitividad internacional de las industrias locales propiedad de grupos privilegiados acostumbrados a la protección estatal (De Janvry y Garramon 1977, Centeno 1994, Evans 1989 y 1995).

Algunos autores, incluidos algunos economistas que han analizado esta dinámica, reconocen la importancia del poder. Hoff y Stiglitz (2001, 418-420) señalan, por ejemplo, que la imposición de nuevos conjuntos de reglas formales, sin un cambio simultáneo de la distribución del poder, es una estrategia dudosa. De manera similar, en el pasaje que citamos antes, Roland (2004, 115) reconoce el hecho obvio de que "cualquier grupo que tiene poder lo usa en su propio beneficio". Pero hay otras dos características claves de las estructuras sociales que no se entienden tan bien. La primera es que el ´poder´ no es una entidad que flota libremente, sino que depende del control de ciertos recursos estratégicos –capital, medios de producción, violencia organizada– que varían entre un país y otro.

La segunda, y más importante, es que la estructura de clases existente y las elites pueden ser legitimadas por el sistema de valores de modo que no sólo se oponen al cambio los que ocupan posiciones de privilegio sino también la masa de la población. Como reconocieron Weber y la línea de teorías marxistas inspiradas por Gramsci, es muy difícil desalojar poder legítimo porque las masas no sólo aceptan su propia subordinación sino que están prontas a defender el orden existente. Las experiencias de ´modernización´ de los regímenes que buscan desalojar a las autoridades teocráticas arraigadas en el Medio Oriente ilustran claramente el rol decisivo de esta clase de poder (Lerner 1958, Levy 1966, Bellah 1958).

Siguiendo el argumento de otro ganador del premio Nobel, Amartya Sen, Evans (2004a) propone entonces una alternativa al monocultivo institucional que denomina "desarrollo deliberativo". El argumento de Sen en favor de la democracia participativa parte de la noción de que las iniciativas ´claramente democráticas´, basadas en la discusión pública y el libre intercambio de ideas, constituyen la única manera de llegar a objetivos de desarrollo viables. Para Sen (1999), la participación democrática no sólo es un medio para lograr un fin sino también un objetivo de desarrollo en sí mismo. Evans está de acuerdo, y cita casos como el del proceso "de presupuestos participativos"en las ciudades brasileñas dominadas por partidos de izquierda como ejemplos de la viabilidad del desarrollo deliberativo (Baiocchi 2003).

El análisis y la solución de Ostrom (1990) para la ´tragedia de los comunes´, ya mencionada, siguen líneas paralelas. Ella critica los intentos estatales de imponer reglas externas y considera que están condenados al fracaso por razones similares a las que describe Evans. En cambio, propone planos institucionales que provengan del diálogo y del compromiso de la comunidad de usuarios. Así, los pescadores que faenan la misma zona del océano han llegado a soluciones mejores y más duraderas para el agotamiento de los cardúmenes que el conjunto de reglas soñadas por los burócratas de estado (Ostrom 1990, 18-20).

El marco conceptual que desarrollamos anteriormente es útil para examinar el contraste entre el injerto institucional y el desarrollo deliberativo. Como se muestra en la gráfica 2, la idea de importar instituciones comienza en los niveles superficiales y trata de escalar hasta la estructura normativa y el sistema de valores de la sociedad. Por las razones que ya vimos, es probable que esos esfuerzos encuentren resistencia y fracasen. La estrategia participativa comienza en el otro extremo, comprometiendo a la población en una amplia discusión sobre los objetivos del desarrollo (valores) y las reglas (normas) y medios técnicos (repertorios de habilidades) necesarios para conseguirlos. Aunque desordenados y complicados, es probable que los planos institucionales que aparezcan al final de estas discusiones tengan éxito porque corresponden a la dirección causal de la cultura.

Sin embargo, un problema clave de las propuestas de desarrollo deliberativo es que ignoran los elementos del lado derecho de la sociedad, que se indican en la gráfica 1, es decir, aquellos que se fundan en el poder y se cristalizan en la estructura de clases. No es probable que tales iniciativas tengan éxito a menos que se persuada u obligue de algún modo a las clases dominantes para que colaboren con dichos experimentos. Si se ejecutan contra la oposición de la elite, están condenadas a convertirse en mera palabrería, en deliberación como fin en sí misma. Cuando la población movilizada para tomar parte en esas reuniones ve que no llevan a nada o que producen resultados predeterminados por las autoridades, la participación disminuye rápidamente y surge un descontento general (Roberts y Portes 2005, Roberts 2002).

Como el mismo Sen (1999) reconoce, los tecnócratas (es decir, las elites) prefieren imponer planos institucionales que aumenten su poder y mejoren su imagen, en vez de subordinarse a las deliberaciones de la gente común. Evans (2004a, 40) también reconoce que es posible que la dinámica del poder sea el mayor obstáculo para la "institucionalización de instituciones deliberativas"(sic). No es sorprendente que los experimentos de democracia participativa tengan una posibilidad de éxito razonable únicamente cuando los partidos de izquierda ganan un sólido control del gobierno. Esto ocurre porque las autoridades pueden movilizar los recursos oficiales para neutralizar a los que poseen las elites locales, y persuadirlas de que unirse al proceso deliberativo favorece sus intereses (Biaocchi 2003, Agarwala 2004).

La privatización de la economía mexicana

A comienzos de 1982, el gobierno mexicano inició un programa masivo de privatización de las compañías que había creado. Este programa equivalía a un abandono radical del modelo estado-céntrico de desarrollo anterior y afectó los intereses y cambió la vida de casi todos los miembros de la sociedad mexicana (Centeno 1994, Ariza y Ramírez 2005). El cambio ocurrió después del incumplimiento de la deuda en 1982 y de las condiciones que impusieron el FMI y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos para el rescate del país. Durante los tres sexenios siguientes, el estado mexicano se deshizo de casi todo: desde la compañía de telecomunicaciones hasta las dos aerolíneas nacionales (Mexicana y Aeroméxico).

Esta masiva reorganización económica no se pudo llevar a cabo sin oposición. Se podía hacer mucho dinero con las privatizaciones, pero también había muchos actores que perdían su poder, su riqueza o sus empleos. En un estudio reciente, MacLeod (2004) examina en detalle cómo se implementó el programa y con qué resultados. La privatización mexicana de la economía representó un cambio institucional drástico: una modificación profunda de los planos legales y normativos bajo los que operan las firmas y su organización interna. Sin embargo, esta transformación no se pudo lograr al nivel de las instituciones mismas, pues requería la intervención de fuerzas mucho más profundas.

Las empresas de propiedad del Estado operaban con su propia lógica, creando clientes en su entorno. Aunque solían ser ineficientes, daban empleo a muchos y capital político a los ministros del ramo y a los administradores que las manejaban (Lomnitz 1982, Eckstein 1977). Aeroméxico operaba con una planta de 200 empleados por avión en la época en que la ineficiente, y cercana a la bancarrota, Eastern Airlines tenía 146. Sin embargo inmediatamente después de que se anunciaron los planes para la reestructuración de Aeroméxico, sus empleados se declararon en huelga argumentando que la empresa sería rentable ´únicamente si´ la administración fuese más eficiente (MacLeod 2004, 123, 133).

La lucha por la privatización y la apertura del mercado llevo a los sindicatos, los administradores de las empresas públicas y los ministerios que las supervisaban a enfrentarse contra un grupo de reformadores imbuidos de las nuevas doctrinas neoliberales en el Ministerio del Tesoro y en otros sitios estratégicos de la burocracia mexicana. En el exterior, los grandes capitalistas, las multinacionales extranjeras y el fmi apoyaron la privatización y la apertura; mientras que los propietarios de empresas pequeñas que tenían mucho qué perder con la eliminación de la protección estatal se opusieron:

Aunque los capitalistas mexicanos se unieron brevemente, muy pronto se volvieron a dividir entre grandes y pequeños, orientados internacionalmente y enfocados domésticamente. Cuando el presidente de la Madrid empezó a reducir las barreras arancelarias y permitir una mayor inversión extranjera, quedó claro que los trabajadores no serían la única víctima de la reestructuración (MacLeod 2004, 96).

Durante el sexenio del presidente de la Madrid, sólo se privatizaron las empresas más pequeñas y relativamente marginales. Los defensores del status quo pudieron mantener la fe en que las fuertes tradiciones corporativistas del partido gobernante, el pri , al final prevalecerían. A pesar de la continua presión externa, las instituciones (es decir, las empresas públicas) no se reformaron y los intentos de privatizarlas fueron rechazados efectivamente:

Cuando quedó claro, durante la administración de la Madrid, que la verdadera fuente del poder y del patrocinio político –las empresas públicas– podía desaparecer, los funcionarios de la burocracia desarrollaron estrategias para oponerse a la privatización. […] Desde sus cargos en los comités ejecutivos y juntas directivas de las empresas públicas, los ministros del ramo pudieron mantener la mirada atenta a los esfuerzos de los reformadores. Los ministros del ramo retenían los datos o presentaban datos contradictorios o incorrectos, haciendo prácticamente imposible valorar las empresas (MacLeod 2004, 71, 75-76).

La verdadera reforma, como la preveían el FMI y las compañías multinacionales, sólo podía venir de la cima de la estructura de poder. Esta ocurrió realmente en el sexenio siguiente, con el presidente Carlos Salinas de Gortari. Salinas, un promotor convencido del mercado libre, quien nombró economistas de la misma orientación en cargos claves en el banco central y el Ministerio del Tesoro. Una vez allí, crearon nuevas entidades, compactas y poderosas, para asegurar que el proceso de privatización avanzara. El presidente alteró el equilibrio de poderes, abandonando a sus antiguos aliados de los sindicatos, los pequeños industriales y los agricultores para establecer una sólida alianza con el sector más poderoso y más internacionalizado de la clase capitalista mexicana.

Incapaces de creer que las cosas empeoraron de este modo, los dirigentes sindicales y los administradores de las empresas saltaron sobre las nuevas estructuras burocráticas para llevar su caso directamente al presidente. Pero fue en vano:

Cuando la Unidad de Desestatizacion de las Empresas Públicas (UDEP) inició el proceso de privatización, los dirigentes sindicales, los ministros del ramo y los ejecutivos de las empresas trataron de evadir la autoridad de la UDEP apelando directamente al presidente. El presidente Salinas regularmente remitió a los solicitantes al director de la UDEP . [...] este proceso consolidó rápidamente la autoridad de la UDEP dentro de la burocracia mexicana (MacLeod 2004, 81-82).

La ´venta del Estado´ diseñada por la UDEP en los años siguientes constituyó un caso importante de transformación institucional; también es un claro ejemplo de la dinámica del poder. Como se muestra en la gráfica 3, las reformas iniciadas desde el exterior y desde abajo apenas afectaron la estructura corporativista mexicana. Fue necesario que se involucrara la alta dirigencia política y económica del país para superar la poderosa y organizada resistencia de los intereses creados. Los trabajadores sindicalizados y los empresarios nacionales fueron los perdedores en esta gigantesca lucha por el poder que ´flexibilizó´ aún más el mercado de trabajo mexicano y abrió aún más las corporaciones mexicanas a la competencia externa (Shaiken 1990 y 1994, Ariza y Ramírez 2005). Igual que en otras sociedades, el cambio institucional y organizacional de largo alcance no se originó en las mismas organizaciones, sino que requirió grandes transformaciones a niveles más profundos de la estructura social.

Sin embargo, así como los intentos de transformar las instituciones existentes pueden enfrentar la oposición de quienes mantienen el poder en la estructura social; los golpes de poder que imponen el cambio institucional pueden causar una oposición general cuando los valores básicos se mantienen inalterados. Las reformas de Salinas se efectuaron en un contexto de escepticismo sobre la necesidad de desnacionalizar la economía y de fuerte oposición general por parte de vastos sectores de la sociedad mexicana (MacLeod 2004). Salinas terminó su mandato en desgracia, se convirtió en un personaje impopular y fue obligado eventualmente a salir del país. Aunque el curso que fijó para la economía mexicana se mantuvo inalterado, hay signos crecientes de resistencia en la población porque los anunciados beneficios de la privatización no se han materializado (Ariza y Ramírez 2005). El término ´neoliberalismo´ se ha convertido en un epíteto, y los partidos y los políticos mexicanos que buscan éxito electoral hoy en día se distancian del término y de la reforma privatizadora que se impuso desde arriba bajo su orientación (Delgado 2005).

El problema del cambio

Difusión y dependencia de la trayectoria

En su libro reciente, Institutional Change and Globalization (2004), John Campbell presta el útil servicio de describir sistemáticamente las diferentes escuelas de análisis institucional que hoy existen. Las denomina "institucionalismo de elección racional", asociada principalmente con la economía; "institucionalismo organizativo", asociada con la sociología de las organizaciones, e "institucionalismo histórico", basada en la economía política y ciertas ramas de la ciencia política. Dependiendo de la escuela, el cambio social se concibe principalmente como un proceso evolutivo, que se desarrolla gradualmente en el tiempo, o como una combinación de evolución y ´evolución puntuada´ cuando ocurren cambios drásticos.

A pesar de estas diferencias, Campbell considera que las tres escuelas dan prioridad a dos determinantes principales del cambio: la ´dependencia de la trayectoria´, o tendencia de los acontecimientos a seguir un curso rígido en el que ´lo que existía ayer´ determina en gran parte lo que ocurre hoy y lo que es probable que ocurra mañana (Thelen 2004, North 1990), y la ´difusión´, o tendencia de los modelos institucionales establecidos a emigrar, influyendo así en el curso de los acontecimientos. La escuela encabezada por John Meyer identifica a la difusión como un proceso dominante en el sistema global contemporáneo, en el que las instituciones de los países avanzados, particularmente las de Estados Unidos, se reproducen en las sociedades más débiles, bajo la égida de agencias internacionales o del deseo de los gobernantes locales de imitar el mundo moderno (Meyer y Hannan 1979, Meyer et al. 1997).

Campbell argumenta que "el problema del cambio"ha sido espinoso para el análisis institucional, lo que no es difícil entender. En primer lugar, con una definición vaga y discutible de ´institución´, el análisis del cambio enfrenta una meta elusiva. Cuando las instituciones pueden ser cualquier cosa –desde el tabú del incesto hasta el banco central– no tenemos un objeto suficientemente delimitado para examinar cómo cambia a través del tiempo. La definición sociológica que aquí se propone –conjuntos de reglas que gobiernan las relaciones regulares entre ocupantes de roles– es suficientemente específica para analizar cómo ocurren los procesos de cambio en este sector de la vida social. Así definido, el cambio institucional no es idéntico al cambio de la estructura de clases o del sistema de valores, procesos que en últimas afectan a las instituciones, pero que ocurren separadamente.

En segundo lugar, con conceptos como dependencia de la trayectoria y difusión como principales instrumentos para analizar el cambio, no es difícil entender porqué la evolución o la ´evolución puntuada´ es el curso de los eventos que predice el análisis institucional. Es un hecho que, a nivel superficial de la vida social, el cambio tiende a ser gradual y que las maneras estructuradas de hacer las cosas determinan en gran parte el curso futuro de los acontecimientos. La difusión de la cultura entre sociedades puede funcionar a niveles más profundos, afectando el contenido normativo y de habilidades de roles específicos. La difusión de nuevas tecnologías ( repertorios de habilidades ) y de los patrones de consumo del mundo avanzado a países menos desarrollados ( normas ) es de hecho una de las fuentes más comunes y más importantes de cambio en estos países (Sassen 1988, Meyer et al. 1997).

Pero las fuerzas del cambio no se limitan a la difusión y a la dependencia de la trayectoria; también pueden afectar niveles más profundos de la cultura y de la estructura social, produciendo resultados drásticos y no evolutivos. Es cierto, como argumentan algunos institucionalistas, que el cambio radical tiende a tener largos períodos de gestación, pero esto no niega que una vez que estalla en la realidad, las consecuencias para las poblaciones afectadas pueden ser abruptas y a menudo traumáticas. Los cambios tecnológicos, para dar sólo un ejemplo: pueden ser endógenos y no solamente provocados por la difusión. Una vez ocurren, los avances tecnológicos pueden afectar, en muy corto tiempo, los repertorios de habilidades y, por lo tanto, los roles que desempeña un gran número de actores sociales. El advenimiento de Internet es un ejemplo, una innovación que ha modificado el contenido de los roles ocupacionales y las reglas que los vinculan en la mayoría de las instituciones de la sociedad contemporánea (Castells 1998, 2001).

La religión y las profecías religiosas pueden afectar la cultura de manera aún más radical porque influyen directamente en el sistema de valores (Wuthnow 1987, 1998). La teoría de cambio social de Weber se centra en la historia de la religión y, específicamente, en la función del carisma y de la profecía carismática como fuerzas capaces de atravesar los límites de la realidad, tal como se conoce hasta entonces, y dar el impulso necesario para quebrantar el orden existente social y reconstruirlo sobre nuevos fundamentos. La influencia de la Reforma Protestante, y especialmente del calvinismo, que revolucionó la vida económica de Europa Occidental es sólo un ejemplo, aunque el más conocido, de los efectos de la profecía carismática (Weber [1922] 1964, [1915] 1958).

Es un hecho que la irrupción de una profecía carismática capaz de revolucionar el sistema de valores y, por tanto, una civilización completa ocurre después de un largo período de gestación histórica, pero esto no impide que tenga consecuencias inmediatas y profundas una vez aparece en escena. Después de que el calvinismo transformó el orden social de gran parte de Europa Occidental, los historiadores tuvieron pocas dificultades para seguir la concatenación de acontecimientos que llevaron a esa transformación. Pero no se habrían dedicado a hacer ese ejercicio si Wittenberg no hubiese ocurrido y si Calvino no se hubiese tomado el poder en Ginebra. La reconstrucción post hoc del cambio social revolucionario siempre puede ser ´evolutiva´.

Para quienes descartan el papel del carisma religioso como algo del pasado, fuera de lugar en el mundo moderno, basta señalar la influencia decisiva del cristianismo evangélico en la transformación de vastas franjas de la sociedad estadounidense en el pasado reciente (Wuthnow 1998, Roof 1999) y en la aparición de una rama milenarista y fundamentalista del Islam decidida a la confrontación final con Occidente. La ´guerra contra el terrorismo´ que hoy es la preocupación dominante de los estados de América del Norte y de Europa se puede interpretar como una consecuencia directa de una profecía religiosa revitalizada y carismática que busca rehacer el mundo a su propia imagen (Kastoryano 2004, Kepel 1987).

También puede ocurrir un cambio revolucionario en la esfera de la estructura social, como cuando se arrebata el poder a sus poseedores y se lo traspasa a una nueva elite. La cuestión del poder y de la lucha de clases ha sido abordada por una larga línea de historiadores y científicos sociales, clásicos y contemporáneos. La teoría de la circulación de las elites de Vilfredo Pareto ([1902] 1966) y su comentario de que "la historia no es más que un cementerio de aristocracias"se concentran en el hecho de que los grupos dominantes nunca se han podido mantener en el poder indefinidamente y en el análisis de los mecanismos que llevan a su desaparición. Desde orígenes teóricos muy diferentes, Marx privilegió la lucha de clases y, en un nivel más profundo, el conflicto entre los nuevos modos de producción y "las relaciones sociales de producción arraigadas"como el principal mecanismo que lleva al cambio revolucionario. Para Marx y sus numerosos seguidores, las contradicciones internas del feudalismo que lo llevaron a su fin se recrean nuevamente bajo el capitalismo, cuando las fuerzas sociales ascendentes chocan con la estructura de clases dominante. Por tanto, "lo que la burguesía crea es ante todo su propio sepulturero"(Marx y Engels [1847] 1959, 20).

Gran parte de la sociología histórica contemporánea –incluidos autores como Barrington Moore (1966), Theda Skocpol (1979), Charles Tilly (1984), Immanuel Wallerstein (1974, 1991) y Giovanni Arrighi (1994)– se ocupa del cambio revolucionario. Para dar un ejemplo, la teoría de las revoluciones sociales de Skocpol (1979) destaca el conflicto dentro de la elite, la presión militar externa y una clase campesina oprimida como factores que, cuando se unen, pueden transformar drásticamente la estructura de clases y llevar a un nuevo orden social. Aunque un cambio estructural de esa magnitud sólo se presenta después de una larga concatenación de acontecimientos, esto sólo se hace evidente en el momento de la explosión social misma y en los eventos subsiguientes. Si Luis XVI no hubiese tomado la fatal decisión de convocar a los Estados Generales, podría haber seguido cambiando las cerraduras de Versalles sin preocuparse, y no se habrían escrito resmas de explicaciones históricas sobre los orígenes de la Revolución Francesa.

Vista desde la perspectiva de las profundas consecuencias que son provocadas por las transformaciones del sistema de valores o de la estructura de clases de una sociedad, una teoría del cambio basada en la dependencia de la trayectoria y en la difusión cultural parece muy limitada. El cambio –sea o no revolucionario– en los niveles más profundos de la cultura y la estructura social se filtra hacia arriba, a los niveles más visibles, incluidas las instituciones y las organizaciones. Por lo tanto, es posible distinguir al menos cinco fuerzas potenciales que influyen en las instituciones y llevan a su transformación: la dependencia de la trayectoria, que produce el cambio evolutivo en el nivel institucional más visible; la difusión, que también lleva al cambio evolutivo y a veces al cambio ´puntuado´ en los niveles intermedios de la cultura; los avances científicos y tecnológicos, que afectan el repertorio de habilidades culturales y el orden normativo. En un nivel más profundo, la profecía carismática –religiosa o secular– capaz de transformar el sistema de valores y, por ello, el resto de la cultura; y las luchas entre elites y de clases que tienen potencial para transformar la distribución del poder. Las últimas tres fuentes conllevan un cambio institucional profundo, del tipo que se observa luego de las revoluciones sociales y de las invenciones que marcan una época.

La gráfica 4 sintetiza esta discusión. Campbell (2004) concluye su revisión del cambio institucional recomendando que consideremos esos procesos únicamente dentro de marcos temporales bien delimitados y "en sus múltiples dimensiones". Estas recomendaciones son inobjetables, pero no van suficientemente lejos. Aunque los marcos temporales delimitados son una manera de evitar una regresión infinita en la historia, no distinguen entre el cambio evolutivo durante un período dado y las transformaciones abruptas y revolucionarias. De manera similar, Campbell no especifica las ´múltiples dimensiones´ que se han de considerar en el análisis del cambio.

Un marco conceptual como el que esbozamos en la gráfica 4 ayuda a avanzar, distinguiendo los diferentes elementos de la cultura y de la estructura social y el impacto relativo de los procesos de cambio que tienen lugar en niveles diferentes. Un análisis institucional del cambio que se limite a las instituciones da lugar a una descripción empobrecida de estos procesos, en comparación con lo que ya lograron las ciencias sociales en general y la sociología en particular.

Transiciones de la fertilidad

Como parte integral de las ciencias sociales, la demografía también se ha interesado en el problema del cambio. En particular, el problema de las transiciones de la fertilidad ha ocupado la atención de los teóricos de este campo, hasta el punto que Hirschman (1994) se lamentó de que el enfoque unilateral en este tema hubiera desviado la atención de otros fenómenos demográficos importantes. Mason (1997) respondió que aunque eso fuese cierto, el problema de la transición de la fertilidad ha sido el centro de la teorización demográfica y un buen punto de partida para el análisis sistemático de la variación en la fertilidad. Mason llevó a cabo el trabajo preliminar de examinar todas las teorías importantes de transición de fertilidad: desde la visión ´clásica´ de la urbanización y la industrialización como factores causales claves (Notestein 1953) hasta las teorías ´ideacionales´ más recientes que hacen énfasis en el efecto de la difusión sobre el sistema normativo familiar y su conocimiento de los medios de control de la natalidad (Clelland y Wilson 1987).

Mason (1997) encuentra fallas en todas estas teorías y señala, entre otros problemas, su fracaso para especificar el alcance temporal de sus predicciones y la falta de atención adecuada a la reducción de la mortalidad que por lo general precede a la transición de la fertilidad. Dice, exacta e indiscutiblemente, que las fuerzas que influyen en el proceso son múltiples y que tratar de identificar una sola causa clave condena las teorías al fracaso. Luego presenta un modelo ´interactivo´ complejo en el que el ´número aceptable de hijos supervivientes´ y los ´bajos costos del control prenatal´ influyen en la percepción de los individuos, y llevan a modificar el cálculo de las familias sobre la factibilidad y la conveniencia de implementar el control de la natalidad.

Como modelo descriptivo, la explicación de Mason es inobjetable; como teoría predictiva, sin embargo, padece el defecto fatal de que no especifica el conjunto de fuerzas que pone en movimiento el proceso. Modificando el marco conceptual esbozado en las secciones anteriores (gráficas 1 y 4), la variación del ´número aceptable de hijos´ equivale al cambio de valores y los ´bajos costos del control prenatal´ representan cambios en el repertorio de habilidades culturales. La pregunta es entonces qué factores producen estos cambios, puesto que los valores y las habilidades culturales no se transforman a sí mismos. Si la respuesta fuera la ´difusión cultural´, la pregunta se transformaría en qué factores determinaron el cambio en las regiones y sociedades de las que emanaron inicialmente los nuevos valores y las nuevas habilidades.

Pollack y Watkins (1993) recorren el mismo terreno, pero hacen énfasis en la teoría económica ortodoxa y en sus intentos de abordar la transición de la fertilidad. Estos intentos buscan ante todo forzar un proceso importante y discontinuo en el lecho de Procusto de un modelo de cálculos individualistas de costo beneficio que supone preferencias estables. Por el contrario, las escuelas institucionalistas de cada franja reconocen que este modelo es insuficiente para analizar la estabilidad y el cambio nivel macrosocial. El artículo de Pollack y Watkins presta el útil servicio de destacar los defectos de la economía neoclásica y de los modelos de ´racionalidad limitada´ que tratan de incorporar los efectos de factores tales como la difusión y la cultura.

Los "economistas en disfraz"(Pollack y Watkins 1993, 481) han llegado a reconocer que las preferencias no son estables y que las ´aspiraciones´, las ´actitudes´, y los ´valores´ las afectan. Cuando recurren a la cultura en busca de respuesta, los resultados no son impresionantes porque su definición de esta área de la vida social sigue siendo muy vaga. Algunos economistas definen la cultura como un ´depósito de ideas´ del que los individuos pueden sacar una muestra; otros, como "conversaciones de evaluación construidas a partir de la tradición"; y otros, más cercanos a North, como "un conjunto de restricciones dentro del cual los actores económicos maximizan utilidad"(Pollack y Watkins 1993, 484-485). Con tales instrumentos conceptuales no es difícil ver por qué aun los economistas más informados no han podido desentrañar los factores que determinan las transiciones de fertilidad, de la misma forma que no han podido ir más allá del monocultivo institucional en el intento de promover el desarrollo nacional.

McNicoll (1980, 1992, 2001) presenta una revisión sucinta de las controversias teóricas sobre las transiciones de la fertilidad y las contribuciones más recientes a esos debates. Igual que Pollack y Watkins, no expone una teoría propia sino que respalda explícitamente un enfoque institucionalista del problema: "un análisis cuidadoso de los entornos institucionales, que abarque la estática y la dinámica, puede producir explicaciones muy convincentes de los niveles y las tendencias de la fertilidad"(McNicoll 1980, 444). Cita con aprobación a Ben-Porath (1980) quien hizo un novedoso intento de modelar las transiciones de fertilidad en el marco de la economía de los costos de transacción donde "la familia se concibe como un dispositivo social que minimiza una amplia gama de costos de transacción"(McNicoll 1980, 455).

Infortunadamente, este llamamiento al análisis institucional está desprovisto de una definición explícita de las instituciones y de sus relaciones con otros elementos de la vida social. En su lugar, McNicoll presenta una serie de estudios de casos que indican cómo ocurrió (o no) la transición de la fertilidad en lugares como China, Bali y Bangladesh. Aunque interesante, este material descriptivo no produce ninguna innovación teórica, y sólo sirve para sostener el lugar común de que las "instituciones importan (cualesquiera que sean)". La observación fue quizá novedosa en la época en que se redactó, pero la afirmación de que la causa de las transiciones de la fertilidad depende de las particularidades de cada contexto local no nos lleva muy lejos.

Casi al mismo tiempo, Caldwell (1980) publicó un artículo que exponía una verdadera teoría de las transiciones de la fertilidad. Desde el punto de vista de lógica de la ciencia, el argumento de Caldwell es el más preciso que se haya examinado hasta ahora, no porque sea necesariamente verdadero, sino porque es falsable e identifica un determinante real que interviene en diversos contextos: la irrupción de la educación pública masiva. En opinión de Caldwell, "la dirección del flujo de riqueza entre generaciones se modificó con la introducción de la educación masiva, debido en parte a que la relación entre miembros de la familia se transformó cuando cambió la moralidad que controlaba esas relaciones"(Caldwell 1980, 225).

La teoría posee varias ventajas formales sobre sus rivales: en primer lugar, no dice simplemente que las transiciones tienen lugar cuando "los valores cambian"o cuando "el control de fertilidad se torna posible", sino que especifica la fuerza real que provocó esos cambios en la cultura; en segundo lugar, no dice que "las transiciones dependen del contexto institucional particular", sino que expone un principio generalizable a muchos de esos contextos; en tercer lugar, evita la trampa en que caen las teorías de la difusión, pues identifica la fuerza que produjo las transiciones de fertilidad iniciales desde las que luego migraron los nuevos valores y habilidades a otras sociedades. Hay que repetir que nada de esto significa que la teoría de Caldwell sea realmente verdadera sino que es superior, desde un punto de vista lógico, a las alternativas.

Si se sitúa dentro del marco conceptual expuesto en la gráfica 4, la teoría de Caldwell es un ejemplo de cambios en una institución (la educación) que provocan un cambio importante en otra (la familia) a través de múltiples efectos sobre el cálculo de costos y beneficios relacionado con los hijos:

La educación aumenta los costos de los hijos más allá de las matrículas, los uniformes y los útiles que exige la escuela. Las escuelas hacen exigencias indirectas a las familias para que den a sus hijos mejor vestuario, mejor apariencia, y gastos extras que les permitan participar equitativamente con los otros escolares. Pero los costos van más allá. Los escolares exigen mucho más de sus padres que sus hermanos analfabetos totalmente atrapados en las redes del sistema familiar tradicional (Caldwell 1980, 227).

El mismo marco conceptual de la gráfica 4 sugiere inmediatamente la pregunta de qué fuerzas produjeron inicialmente los cambios en los sistemas educativos, ya que las instituciones no se transforman a si mismas. Aparte de los procesos de difusión, a los que se puede invocar para explicar la adopción de la educación masiva en las sociedades menos desarrolladas, la pregunta es qué produjo su aparición en las más avanzadas. Caldwell estaba tan preocupado por demostrar la universalidad de la conexión educación masiva/fertilidad que descuidó este problema fundamental, aunque aquí y allá aparecen atisbos de lo que sería una teoría completa.

Primero, la campaña por la educación universal, igual que la campaña por el sufragio universal, fue parte integral de la lucha de clases que en Inglaterra, en particular, y en Europa Occidental en general enfrentó a la clase obrera industrial contra la burguesía capitalista. Una vez se estableció la democracia y el derecho al voto se extendió a todos los ciudadanos, sólo faltaba un paso para que las elites reconocieran que los votantes recién habilitados tenían que ser alfabetizados (Caldwell 1980, 226).

Aún más importante fue el sistema de Estados competitivos de Europa Occidental y la creciente conciencia de las elites nacionales de que los Estados con poblaciones educadas conseguían grandes ventajas, tecnológicas y militares. El rápido ascenso de Prusia durante el siglo diecinueve y su victoria decisiva sobre Francia en 1870 cumplieron un papel clave en este cambio de percepciones:

En Prusia, Federico el Grande instituyó la educación obligatoria en 1763. Aunque la educación no era buena, tuvo suficiente impacto para conmover al resto de Europa, especialmente después de la guerra franco-prusiana, y fue un precedente muy citado en la lucha por la educación universal (Caldwell 1980, 233).

De allí en adelante, ninguna elite gobernante en el sistema europeo podía permitirse ignorar este precedente y si deseaba conservar o mejorar su posición en el sistema de estados. La educación obligatoria se convirtió así en raison d´État . En los países más avanzados industrialmente, su implementación contó con la ayuda de la movilización de la clase obrera urbana que presionaba desde abajo con el mismo propósito, pero incluso en las naciones atrasadas del sur y de la periferia oriental de Europa, los gobiernos autocráticos tuvieron que ceder ante lo inevitable.

Esta versión ampliada de la teoría de Caldwell se resume gráficamente en la gráfica 5. No sólo ofrece una interpretación causal plausible de las fuerzas que llevan al resultado que interesa, sino que es compatible con el análisis anterior del cambio, pues reconoce que las instituciones no se revolucionan a sí mismas y que las transformaciones institucionales más importantes dependen de los niveles más profundos de la cultura y la estructura social. En nuestro caso, la dinámica de la competencia entre Estados y la luchas de clases fueron los factores que impulsaron a una nación tras otra a efectuar cambios importantes en sus sistemas educativos, los que (de acuerdo con Caldwell) transformaron la institución de la familia y revirtieron el flujo de riqueza tradicional de los hijos a los padres. Esta teoría nos pone en una sólida situación para entender cómo ocurren los procesos de cambio y, en particular, qué llevó a la cascada de transiciones de la fertilidad en Europa y el resto del mundo.

CONCLUSIÓN

El olvido selectivo es quizá inevitable cuando las nuevas generaciones de científicos sociales se esfuerzan por dejar su huella en el mundo. La consecuencia infortunada, sin embargo, es el redescubrimiento o la reelaboración de lo que ya se descubrió en épocas anteriores. Desde el punto de vista de los economistas, éste es un uso ineficiente del tiempo. Es irónico que la economía sea hoy la disciplina más comprometida en el ejercicio de volver al camino trillado que ya recorrieron otros.

Los defensores del enfoque de que las ´instituciones son todo´ pueden replicar que el marco conceptual que se propone aquí es anticuado porque se basa en gran parte en la obra de los clásicos del siglo XIX y comienzos del XX. Pueden añadir que ha habido progresos desde entonces, y que el ´institucionalismo difuso´ es más flexible y que, por esa razón, es preferible en muchas circunstancias. A esto respondo que el progreso es deseable pero que, con excepción del abandono de los supuestos patentemente inverosímiles de la economía neoclásica, el neoinstitucionalismo aún está lejos de alcanzar su potencial. Lo atribuiría, en primer lugar, al olvido de una rica herencia teórica y, en segundo lugar, a las definiciones imprecisas. Es imposible acumular conocimientos científicos cuando los conceptos fundamentales representan prácticamente cualquier cosa. No se ha desarrollado un marco conceptual mejor para sustituir al que nos legaron las primeras generaciones de pensadores e investigadores en ciencias sociales. Sólo por esa razón, el institucionalismo claro es preferible como base para el progreso futuro.

Dicho esto, debería estar claro que la síntesis teórica que aquí se presenta es tentativa y está sujeta a modificaciones. No pretendo que sea intrínsecamente verdadera, sino que sea útil para delimitar el alcance del concepto de instituciones y para alejarnos de una comprensión empobrecida del cambio social. Otros teóricos e investigadores pueden avanzar aún más. Por último, la excursión en las transiciones de la fertilidad en demografía puede servir de base para evaluar el carácter lógico de las explicaciones alternativas de este fenómeno y el grado en que son hipótesis verdaderas y no lugares comunes o simples descripciones.


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