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Cuadernos de Economía

Print version ISSN 0121-4772

Cuad. Econ. vol.32 no.60 Bogotá July/Dec. 2013

 

ESTILO DE DESARROLLO Y SESGO ANTICAMPESINO EN COLOMBIA

Mauricio Uribe-López1

1 Doctor en Ciencias Sociales (Ciencia Política). Actualmente se desempeña como profesor asistente en el Centro Interdisciplinario de Estudios sobre Desarrollo (Cider) de la Universidad de los Andes, correo electrónico muribe@uniandes.edu.co, dirección de correspondencia Calle 18A No. 0-03 este, bloque PU, oficina 205-A, Bogotá, Colombia.

Este artículo fue recibido el 23 de marzo de 2012, ajustado el 22 de junio de 2012 y su publicación aprobada el 9 de agosto de 2012.


Resumen

Al usar el criterio de los bienes sociales primarios para evaluar el estilo de desarrollo colombiano se puede concluir que su tendencia es la de una senda rawlsiana inversa, cuyas principales características son: estrechez del mercado y sesgo anticampesino. Este artículo explora los mecanismos de esa senda que refuerzan la ruptura de la amistad política y alientan la duración de la guerra. Esos mecanismos pueden, ante la eventualidad de una negociación política, reforzar el carácter violento de la paz que se pudiera llegar a acordar. Hasta ahora, han brindado una plétora de oportunidades a los competidores armados del Estado.

Palabras clave: estilo de desarrollo, guerra civil, Colombia, bienes primarios, campesinos.

JEL: O10, N16, N46, N56.

Abstract

Taking primary goods as a yardstick to evaluate styles of development in Colombia, the authors argue that the prevailing model displays an inverted Rawlsian path whose main features are: the narrowness of the market and anti-peasant bias. The article explores the mechanisms which reinforce the breakdown of the polity and bolster the continuation of war. These mechanisms may -if the current peace negotiations lead to the signing of an agreement- impart a decidedly violent character to the resulting "peace". They have hitherto provided manifold opportunities to the various armed competitors of the State.

Keywords: Development style, civil war, Colombia, primary goods, peasants.

JEL: 010, N16, N46, N56.

Résumé

Lorsqu'on utilise le critère des biens sociaux primaires pour évaluer le style de développement colombien, la conclusion est que la tendance est celle d'un sentier rawlsien inversé, dont les principales caractéristiques sont : l'étroitesse du marché et le biais anti-paysan. Cet article examine les mécanismes de ce sentier qui renforcent la rupture de l'amitié politique et favorisent la prolongation de la guerre. Dans l'éventualité d'une négociation politique, ces mécanismes pourraient renforcer le caractère violent de la paix qui serait éventuellement signée. Jusqu'â présent, ces mécanismes ont fourni une pléthore d'opportunités aux opposants armés de l'État colombien.

Mots-clés: style de développement, guerre civile, Colombie, biens primaires, paysans.

JEL: 010, N16, N46, N56.


INTRODUCCIÓN

Este artículo presenta los mecanismos del estilo de desarrollo colombiano que promueven la ruptura de la amistad política y alientan la continuación de la guerra. Esos mismos mecanismos podrían, ante la eventualidad de una negociación política, reforzar el carácter violento de la paz que se pueda acordar. Hasta ahora, han brindado una plétora de oportunidades a los competidores armados del Estado.

Si el objetivo del desarrollo es fomentar la ampliación de la libertad humana (Sen, 2000), en otras palabras, aumentar las capacidades y las oportunidades de las personas para llevar a cabo el estilo de vida que tienen razones para valorar, entonces las características del estilo de desarrollo, en particular la forma como un sistema económico organiza y asigna los recursos, promueven o restringen esa libertad. En las interacciones entre las preguntas sobre qué bienes y servicios se producen, cómo y para quiénes, esta última representa el factor de mayor jerarquía.

Las inclinaciones del sistema productivo a beneficiar en distintas proporciones a los grupos sociales deben evaluarse desde un ángulo que considere la dinámica del proceso; se trata entonces de un fenómeno acumulativo que va reforzando las tendencias que apuntan a una mayor o menor desigualdad [Pinto, 2008, p. 78].

Aunque para Sen (1985) la justicia de una sociedad no debe evaluarse según lo que tienen las personas, es decir, no en función de los recursos sino de lo que estas pueden ser o hacer con lo que tienen, los funcionamientos, la desigualdad en la distribución de los bienes y en particular del ingreso es relevante porque "la renta es un importante medio para tener capacidades" (Sen, 2000, p. 117). Los recursos importan tanto como una camisa de lino o unos zapatos de cuero en la Gran Bretaña del siglo XVIII. En ese contexto, a "la persona más respetable, más pobre de cualquier sexo le daría vergüenza aparecer en público sin ellos" (Smith, 1958, p. 769).

En Colombia, el rasgo principal del estilo de desarrollo ha sido la persistencia de desigualdades extremas no solo en la distribución de la riqueza y del ingreso, sino también en la asignación del respeto y el reconocimiento social. El menosprecio hacia el campesino y el colono y la segregación social urbana erosionan las bases sociales del respeto personal2. Esto abre las puertas a la transformación del descontento social en rabia. Un tipo de ira que, según Hannah Arendt (citada en Hilb, 2001), resulta de las situaciones o actos que ofenden nuestro sentido de justicia.

El artículo presenta evidencia que soporta las anteriores afirmaciones sobre el estilo de desarrollo colombiano. Las secciones se pueden agrupar en tres grandes partes. La primera explica la dinámica de la concentración y estrechez del mercado. Muestra cómo esa dinámica obstaculizó el éxito del cambio estructural y sectorial previsto por los teóricos del desarrollo. La segunda presenta las sucesivas derrotas del campesinado colombiano que han retroalimentado la trayectoria de la guerra civil. Finalmente, se ofrecen algunas conclusiones.

CONCENTRACIÓN Y ESTRECHEZ DEL MERCADO

Factores retardantes del desarrollo

En abril de 1948 se instauró en Bogotá la IX Conferencia Panamericana en la que se aprobó la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA). El canciller colombiano era Laureano Gómez, quien, como presidente de la Conferencia, excluyó del encuentro al líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, asesinado pocos días después. El presidente Mariano Ospina (1946-1950) y el jefe de la delegación estadounidense, el general George Marshall, responsabilizaron del crimen al comunismo. "Así se aprobó una declaración acorde con los tiempos de la Guerra Fría" (Sánchez, 2008, p. 225).

En esos años, la guerra fría y los procesos de descolonización en África y Asia catapultaron una renovada preocupación por el desarrollo. Lewis (1964, prefacio) señaló que escribió su libro porque la teoría del crecimiento económico despertaba de nuevo el interés universal y agregó que "durante más de un siglo no se había publicado un tratado comprensivo del tema"3. Al economista británico (nacido en Santa Lucía) lo motivaron una "irreprimible curiosidad" y "las necesidades prácticas de los políticos contemporáneos" (Lewis, 1964, p. 7).

Al comenzar la guerra fría llegaron a Colombia diversas misiones que realizaron diagnósticos exhaustivos sobre la situación económica y social del país. Lauchlin Currie dirigió una misión auspiciada por el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF), la cual entregó su análisis al presidente Ospina Pérez en 1950. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) también hizo un estudio detallado de la evolución de la economía colombiana entre 1925 y 1953 y presentó una serie de recomendaciones y proyecciones de crecimiento hasta 1970.

Por otro lado, a petición del Comité Nacional de Planeación, en 1954 inició trabajos la Misión Economía y Humanismo, dirigida por Louis Joseph Lebret, cuyo informe fue recibido en 1958 por el presidente Alberto Lleras Camargo y en el cual se denuncia la existencia de siete factores retardantes del desarrollo: a) bajísimo poder de compra de las masas rurales y urbanas; b) actitud de especulación; c) despilfarros; d) baja capacidad de dirección empresarial y desorden de la Administración Pública; e) bajo nivel cultural general; f) falta de conciencia sobre las exigencias del bien común; y g) falta de asociación entre el pueblo y las élites. El primero se refería directamente a la estrechez del mercado, pues solo 4,6% de la población estaba en capacidad de "hacer prosperar industrias de lujo o ensanchar las importaciones de bienes de confort" (Lebret, 1958, p. 28).

La actitud de especulación aludía a la débil inclinación hacia la inversión productiva por parte de la población que disponía de ahorros: "Las inversiones en compra de terrenos para construir o de tierras para ganadería extensiva, en compra de títulos o de moneda de un país con divisas estables, aparecen como formas preferenciales del empleo de las disponibilidades" (Lebret, 1958, p. 281). Los despilfarros correspondían al consumo suntuario privado y la mala calidad del gasto público. La baja capacidad de gestión empresarial era el resultado previsible de contar con una clase empresarial que provenía de la élite hacendataria (Guillén, 2008). Por bajo nivel cultural Lebret entendía lo que hoy llamaríamos una escasa acumulación de capital humano. Los dos últimos factores representan una especie de "morbilidad sociológica", expresada en cierta incapacidad de las élites para promover el bien público.

Una sociedad tradicional y una peculiar topografía

A mediados del siglo XX el tamaño de la economía colombiana era bastante modesto. El crecimiento del producto interno bruto (PIB) per cápita entre 1900 y 1950 fue moderado y estable, si se compara con los siete países más grandes de América Latina (Cuadro 1).

Es posible que en el proceso de construcción del Estado, la "danza de los millones" haya tenido un efecto adverso y duradero. El hecho de que esta haya ocurrido en las primeras fases del crecimiento económico colombiano pudo haber moldeado o reforzado dos rasgos notables del paisaje de la economía política nacional del siglo XX: a) la vocación rentista de las élites y b) la tendencia del Estado a buscar las fuentes de su financiamiento en el endeudamiento o las bonanzas (cafeteras y mineras), en lugar de fortalecer la tributación directa. En el ethos de la mayor parte del llamado "bloque en el poder"4 parece haberse enquistado la sentencia del Quijote: "El no vivir de rentas, no es trato de nobles" (citado por Karl, 1999, p. 35).

El "bloque social dominante" en Colombia tenía entonces, como hoy, varias fracciones que correspondían a intereses sectoriales y anclajes regionales diversos, en concordancia con la fragmentación social del país y su "geografía desvertebrada con regiones incomunicadas entre sí" (Palacios, 2003, p. 29). Esa geografía ha moldeado la conformación y orientación de las élites y de la sociedad en modos que han resultado adversos tanto para la afirmación nacional como para la construcción del Estado. La Misión Currie señaló en 1950 que el clima y la peculiar topografía colombiana eran la fuente del mayor problema económico del país: las dificultades del transporte. Y añadió:

La mayor parte occidental así como el área habitada del país está segmentada por tres altas y continuas cordilleras las cuales han representado severas, y de hecho, hasta hace relativamente poco, casi insuperables restricciones a la mayor parte del movimiento de bienes por todo el país. En consecuencia, los mismos factores que permiten la diversidad y la especialización en la producción agrícola, imponen obstáculos para el aprovechamiento a escala nacional de esa diversidad. Aún más, la topografía y el clima han impedido hasta ahora la colonización de grandes áreas del país al este de los Andes, junto a la Costa Pacífica y en el valle del Magdalena [Currie, 1950, p. 3].

Los territorios disponibles disminuyeron la presión sobre las élites. Eran una válvula de escape a la precariedad del mercado interno -incapaz de incorporar a la creciente población a la economía- y a la ausencia de reformas sociales de envergadura. La geografía que había impedido desde el siglo XIX que alguna fracción de la élite pudiera imponerse sobre las demás resultó siendo la principal aliada de un bloque social dominante que, interesado en promover cierto proceso de modernización para garantizar su acceso al resto del mundo, no estaba dispuesto a asumir el costo de intentar incorporar a la mayor parte de la población a esa tarea.

Intercambio de regalos y fatiga industrial

La llamada época de "la violencia" coincidió con una etapa de la política de sustitución de importaciones orientada a la industrialización, que duró de 1945 a 1967. Con anterioridad a esa etapa, la sustitución de importaciones no fue una estrategia deliberada sino el resultado del cierre de los circuitos comerciales provocado primero por la caída de Wall Street en 1929 y luego por la Segunda Guerra Mundial. Después de 1967, la política se orientó más hacia la promoción de las exportaciones, con altos niveles de protección hasta 1990 (Misas, 2002).

Dicha industrialización por sustitución de importaciones estuvo impulsada por las exportaciones cafeteras, fuente principal de ingresos del limitado mercado interior. En esas circunstancias, la política económica tuvo dos objetivos: la protección de la producción interna y el mantenimiento del ingreso de los cafeteros. Estos objetivos fueron los pilares de la alianza entre la burguesía cafetera y los industriales, es decir, entre generadores y demandantes de divisas.

Según Misas (2002), en caso de devaluación de la tasa de cambio los precios internos de compra del café aumentaban. Eso estimulaba la expansión del área sembrada. En vista de que las exportaciones estaban sometidas a cuotas en el mercado internacional del grano, el Fondo Nacional del Café, responsable de comprar la cosecha en su totalidad a precios que mantuvieran el ingreso real de los cafeteros, podía quebrar al comprar el excedente. Ese riesgo fue conjurado negociando una tasa de cambio sobrevaluada. En contrapartida, los industriales y empresarios agrícolas gozaron de altos niveles de protección y de las ventajas de un mercado cautivo (Misas, 2002). Es lo que el profesor de la Universidad del Valle, José Ignacio Uribe, llama el "intercambio de regalos" entre las élites colombianas5.

Como resultado de la estrechez del mercado interno colombiano y de la protección de la industria, los excedentes de las empresas eran muy superiores a lo requerido para mantener su posición en el mercado. Eso facilitó la concentración oligopolística y el desarrollo de una actitud de especulación. En esas circunstancias, el exiguo dinamismo del mercado interior resultó de dos procesos que se reforzaron mutuamente: la concentración industrial y la concentración del ingreso. La demanda de bienes manufacturados se concentró en los sectores de altos ingresos (Misas, 2002).

El proceso de urbanización avanzó mucho más rápido que la extensión de la relación salarial. La industrialización por sustitución de importaciones apalancada en las divisas generadas por la exportación del café, más que en la expansión del mercado interno, presentó señales de agotamiento cuando, además del declive en los precios internacionales del grano, el proceso de sustitución propiamente dicho se consumó al reemplazar los bienes que antes se importaban y desplazar parte de la producción artesanal local (Departamento Nacional de Planeación [DNP], 1972).

En América Latina la industrialización por sustitución de importaciones exigió un Estado activo como motor del desarrollo y creador de los actores sociales necesarios para poner en marcha la estrategia; sin embargo, en Colombia el antiestatismo de las élites impuso un estilo liberal de desarrollo en el que los intereses de la burguesía cafetera, las élites rurales en general y los industriales mantuvieron un Estado subordinado (Misas, 2002, p. 66).

De nuevo, como se aprecia en el Cuadro 2, al comparar a Colombia con los siete países más grandes de América Latina se tiene que en 1973 era el país con menor PIB per cápita del grupo. El cuadro muestra también que su crecimiento fue bastante estable en el período, como lo fue entre 1900 y 1950. Esa estabilidad estuvo vinculada a la alianza entre las burguesías cafetera e industrial, que promovió un patrón de industrialización limitado, en el contexto de un mercado interno estrecho y concentrado. Lo que podría interpretarse, prima facie, como una virtud, parece más bien la expresión de un defecto: no haber pasado por una etapa de reformas estructurales capaces de poner en jaque, o al menos modificar, a las fuerzas del status quo contrarias a la afirmación plena de la comunidad política nacional.

El intercambio de regalos entre las élites rurales y los industriales impidió que se pusiera en jaque la concentración de la propiedad rural. Las propiedades de grandes extensiones no generaron un crecimiento de la oferta de alimentos que fuera acorde con el proceso de urbanización. En 1963, por ejemplo, mientras el crecimiento del índice de precios al consumidor (IPC) fue de 32,56% con respecto al año anterior, el IPC de alimentos creció 43,65%6. El estado inalterado de la distribución de la tierra heredada de la "restauración elitista" (Pécaut) se tradujo en una oferta inelástica de alimentos frente al crecimiento de la demanda. Tal oferta actuó como un freno de mano a la expansión de la relación salarial y a la profundización de la industrialización. Como lo advirtió Lewis (1964, p. 365), "si la productividad agrícola no aumenta más que la demanda, los precios agrícolas aumentan más que los demás".

Currie (1961) argumentó que si se consideran el incremento de la población urbana colombiana y la relativa estabilización de la población rural, la productividad agrícola aumentó por cuenta de la mecanización de la agricultura. De lo contrario, los precios de los productos agrícolas se habrían desbordado (p. 10). Sin embargo, a pesar del crecimiento de la agricultura moderna que tuvo lugar luego de que el latifundista tradicional se convirtiera en empresario agrícola, beneficiario de los programas públicos de desarrollo rural para la sustitución de importaciones, esto no se tradujo en una mayor oferta alimentaria (Berry, 2002).

Estancamiento estructural

A finales de los años sesenta se pasó a una nueva etapa en el proceso de sustitución de importaciones, que incluyó la promoción de exportaciones. Se trató de un propósito planteado por Lleras Camargo en el plan general de desarrollo económico y social, que se empezó a concretar durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970). La idea era poner en marcha políticas que combinaran la promoción y la diversificación de exportaciones, con un fuerte control de cambios para asegurar una devaluación "gota a gota" (decreto 444 de 1967). Esta política se materializó en una serie de incentivos tributarios a las exportaciones (los certificados de reembolso tributario, CERT), crédito subsidiado y abaratamiento de las importaciones de materias primas y equipo (licencias globales de importación). No obstante, en la aplicación de la estrategia hubo más promoción que disciplina (Rodrik, 2002).

Según Ortiz (2009), los intereses creados se impusieron y obstaculizaron la diversificación industrial. El proceso de desindustrialización comenzó antes de la apertura económica de 1990. La participación industrial en el PIB pasó de 10,5% en 1925 a 23% en 1973 y se mantuvo en ese nivel hasta 1979. Desde 1980 disminuyó continuamente hasta 1999, y a partir de ahí se estabilizó en 15% (Ortiz, 2009, pp. 115-117). La sustitución de importaciones en Colombia no condujo a los círculos virtuosos previstos por las leyes del desarrollo económico de Nicholas Kaldor7. Moreno (2008) evaluó empíricamente las dos primeras leyes de Kaldor para el caso colombiano, haciendo un análisis de corte transversal y tomando información del nivel departamental para el período 1981-2004. Concluyó que en la industria colombiana no hay rendimientos crecientes a escala.

Colombia no experimentó los episodios de recesión e inflación galopante que otros países de América Latina enfrentaron tras la crisis de la deuda. A pesar del crecimiento negativo del PIB per cápita entre 1981 y 1983, el país tuvo crecimiento positivo del ingreso por habitante durante la mayor parte de la llamada década pérdida. Pero la mediocridad del crecimiento económico del país queda en evidencia al considerar que, aun después de haber salido relativamente bien librado de la crisis de los años ochenta, su PIB per cápita de 2008 solo supera, en el grupo de los siete países más grandes de América Latina, al de Perú (Cuadro 3).

El cuadro clínico del estilo de desarrollo colombiano: narcotráfico, informalidad, desigualdad y pobreza

No ha sido un atributo del crecimiento colombiano lograr reducciones significativas en la incidencia de la pobreza por ingresos, situación en la que tiende a permanecer casi la mitad de la población del país. La estabilidad de la economía es en cierto modo la expresión de la capacidad del bloque en el poder de funcionar económicamente con un elevado ejército de reserva. Estabilidad económica y persistencia de la guerra son caras de una misma moneda. Ese es el resultado lógico de un mercado estrecho en donde la informalidad urbana y la existencia de una frontera agraria en permanente expansión han actuado como válvulas de escape de las tensiones sociales derivadas de la acérrima defensa del status quo. La mala noticia es que, en un país en guerra, esas válvulas se convierten en oportunidades para la competencia armada del Estado.

El narcotráfico no es un factor exógeno

Sin haber alcanzado lo que Rostow (1967) llamaba las condiciones para el despegue hacia el crecimiento sostenido, la economía colombiana entró en una desaceleración económica de largo plazo desde comienzos de los ochenta. Para el profesor de la Universidad del Valle, Carlos Humberto Ortiz (entrevista personal, 17 de junio, 2010), la "reducción del impulso dinámico a partir de los ochenta tuvo efectos devastadores sobre el bienestar social". Estima que sin la pérdida de ese impulso el PIB de 2008 habría sido el doble y que los "factores que indujeron el estancamiento estructural son los mismos que indujeron la aparición del narcotráfico". El estilo de desarrollo condujo finalmente "a una mayor articulación con el comercio mundial y potenció la competitividad de las actividades en recursos naturales. Por ello, según Ortiz (2009), se exportan cada vez más productos primarios y agroindustriales a cambio de todo lo demás, y añade:

Además, entre las ventajas comparativas nacionales que incidieron en la aparición de la actividad del narcotráfico se encuentran algunas condiciones geográficas, sociales y políticas que hacen de Colombia un caldo de cultivo propicio para el surgimiento de actividades ilegales: ventajas de localización, acceso a dos mares, vastas zonas boscosas y montañosas abandonadas por el Estado, tradición contrabandista y esmeraldera, prolongado dominio territorial de actores armados irregulares en vastas zonas rurales, debilidad institucional y del imperio de la ley, y el relajamiento moral que induce el abuso del poder del Estado por la burocracia y las élites en su propio beneficio [Ortiz, 2009, pp. 120-121].

El narcotráfico no es un factor exógeno y, aunque contribuye al alargamiento de la guerra, no es un resultado ajeno al estilo de desarrollo que ha seguido Colombia. Tanto la desindustrialización como el narcotráfico son:

Productos no deseados de la adopción de un modelo de desarrollo que, en su momento, le pareció más conveniente a las élites gobernantes. Antes que víctima inerme, Colombia ha sido agente de su propio destino: se cosecha lo que se siembra [Ortiz, 2009, p. 133].

Informalidad, desigualdad y persistencia de la pobreza

En 1999 y 2000 la tasa de desempleo alcanzó la cifra récord de 20%8. Y aunque desde 2002 ha estado disminuyendo, la vulnerabilidad del empleo ha mantenido una tendencia creciente desde 19919. Mientras la vulnerabilidad del empleo en 2008 en el conjunto de América Latina y el Caribe fue de 31,6%, en Colombia llegó a 46,4%10.

La población colombiana aumenta cada año en 700.000 personas de las cuales ingresan al mercado de trabajo 420.000. "En los últimos catorce años se generaron, en promedio, 330 mil nuevos puestos de trabajo [...] con lo que cada año hay un promedio de 90 mil nuevos desempleados" (Bonilla, 2007, p. 87). Las tasas positivas de crecimiento económico del PIB per cápita durante la mayor parte de la década de los ochenta no se reflejaron en una reducción de la pobreza por ingresos (Cuadro 4).

La Constitución de 1991 consagró una serie de derechos sociales, lo que dio un impulso significativo al crecimiento del gasto social. En el bienio 1990-1991 el gasto público social del Gobierno central fue 2,4% del PIB y 11,4% del gasto público total. En el bienio 2001-2002 llegó a 3,3% del PIB y 20,1% del gasto público total y en 2007-2008 pasó a 2,9% y 16,5%, respectivamente11 (CEPAL, 2010b). Sin embargo, el aumento del gasto social no se tradujo en una disminución significativa de la pobreza por ingresos que, según la CEPAL, era de 56,1% en 1991 y 54,9% en 1999 (Cuadro 5).

A comienzos de la década de los cincuenta, el porcentaje de viviendas con alcantarillado, electricidad y acueducto era apenas de 32%, 25,8% y 28,85%, respectivamente (Palacios, 2003, p. 297). En 1978 la incidencia de la pobreza por ingresos era 56,3%12. La incidencia de la pobreza medida con el indicador de necesidades básicas insatisfechas disminuyó significativamente en Colombia durante la segunda mitad del siglo XX, al pasar de 70,2%13 a 27,7%14 en 2005, y el desempeño en indicadores sociales básicos como la mortalidad infantil15 y la expectativa de vida fue positivo. Sin embargo, durante décadas cerca de la mitad de la población permaneció en situación de pobreza por ingresos.

La pobreza ha presentado cierta disminución en Colombia, aunque hay que considerar los cambios metodológicos. No obstante, al contrastar el caso colombiano con otros países de América Latina que han alcanzado logros importantes en reducción de la pobreza, queda en evidencia que la existencia de un elevado ejército de reserva es un rasgo notable y persistente del estilo de desarrollo de Colombia. Mientras en 2009 la incidencia de la pobreza por ingresos en América Latina fue de 33,1%16, en Colombia era de 45,7% (CEPAL, 2010b).

Con leves variaciones, la desigualdad también ha sido un rasgo persistente del estilo de desarrollo colombiano. En 1951 el coeficiente de Gini de distribución del ingreso era 0,5317 y en 2005, 0,5518. Si consideremos la evolución reciente de la participación en el ingreso total de los dos deciles extremos, tenemos que en 1988 la participación del decil más rico de la población superó la del decil más pobre en 39,17 veces. En 2006 la superó en 60,36 veces (Cuadro 6). El ingreso medio por persona de los hogares ubicados en el décimo decil con respecto al 40% de los hogares más pobres latinoamericanos va desde nueve veces en Venezuela y Uruguay, hasta 25 veces en Colombia (CEPAL, 2010a, p. 185).

EL SESGO ANTICAMPESINO

De manera independiente, cada una de las variables: mediocridad del crecimiento económico de Colombia, estancamiento industrial, desempleo, informalidad, pobreza y desigualdad, no puedan ser explicación, ni necesaria ni suficiente, de la prolongación de la guerra civil en el país. Son piezas de un rompecabezas.

Una vez que comenzó en 1964 la guerra con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el cuadro clínico del desarrollo colombiano, aunado a las condiciones geográficas, configuró el "hecho estilizado" de la retroalimentación positiva entre el estilo de desarrollo y la durabilidad de la guerra colombiana (path dependence): la dinámica permanente de expulsión de la población rural hacia la frontera agraria en permanente expansión, y hacia la informalidad y la ilegalidad urbanas.

Aunque el origen, el escenario y el desarrollo de la guerra civil han sido fundamentalmente rurales, no es menos cierto que los fenómenos de violencia urbana - que de maneras más o menos parciales y complejas se han articulado a la dinámica nacional de la guerra- tienen su explicación en el mismo hecho estilizado: un proceso de expulsión de población que ha impulsado una urbanización sin expansión de la relación salarial. Eso ha creado enormes ejércitos de reserva para la informalidad, la ilegalidad y la guerra. La expulsión de población de la dinámica económica formal es un rasgo sistemático de la economía política colombiana, que se complica por la geografía y por la existencia de una guerra civil cuyos actores pescan en el río revuelto de esa especie de "ley colombiana de población".

Lewis (1964, p. 366) señaló que una baja proporción de la población ocupada en la agricultura, una elevada productividad agrícola y una creciente proporción de la población dedicada a la industria "son los más claros índices del grado de desarrollo económico". Para el Nobel, el aumento de la población vinculada a la industria depende de que la tasa de crecimiento de la demanda de bienes industriales sea superior al incremento de la productividad industrial.

Como se argumentó en la sección anterior, la estrechez del mercado nacional precipitó el agotamiento del proceso de industrialización19. La expansión de la relación salarial fue constreñida por el elevado precio de los alimentos, fruto de la estructura bimodal de la tenencia de la tierra, y por la actitud de especulación asociada a la alta concentración del sector industrial. Esa estructura bimodal se caracteriza por la existencia de grandes extensiones de tierra en pocas manos, por un lado, y por la multiplicación del minifundio en detrimento de la mediana propiedad, por el otro (Machado, 1999, p. 11).

La prevalencia de la estructura bimodal de la tierra en Colombia, a pesar de la reconocida superioridad de las fincas familiares en términos de eficiencia y productividad, es el resultado de las políticas diseñadas para apoyar el crecimiento de las grandes y modernas fincas capitalistas de la industrialización por sustitución de importaciones [Puyana, 2002, p. 399].

La ausencia de una reforma agraria redistributiva que lograra mayor eficiencia en el uso del suelo, como la propusieron la Alianza para el Progreso y Albert Hirschman, así como de una reforma tributaria que incentivara una mayor productividad agrícola de las grandes extensiones de tierra, como lo sugirió Currie (citado en Kalmanovitz y López, 2006, p. 337), obstaculizaron en Colombia el cambio sectorial planteado por los teóricos del desarrollo económico: el paso de las actividades primarias a las secundarias y terciarias de creciente productividad, y la correspondiente recomposición de la fuerza de trabajo, orientada hacia la urbanización y la extensión de la relación salarial.

El desplazamiento de la agricultura a otras ocupaciones, que ocurre con el desarrollo económico, es el resultado y no la causa del desarrollo. Para que tenga lugar sin causar trastornos, debe existir o bien un aumento de la productividad agrícola, o bien un aumento de las exportaciones de productos no agrícolas [Lewis, 1964, pp. 371-372].

Las sucesivas derrotas del campesinado

Un estado permanente de acumulación originaria

En El capital afirmó Marx que la acumulación originaria es anterior a la acumulación capitalista, y su punto de partida. La historia de Colombia es la de una acumulación originaria permanente20. La peculiar geografía del país ha dado lugar a una colonización y ampliación continuas de la frontera agraria, y a un despojo - también continuo- del colono.

Gouëset (1998) señala que a pesar de la existencia de grupos más o menos al margen de la sociedad, en la periferia, la marginalidad no es exclusiva de los espacios poco poblados. También está presente en el corazón de las ciudades. Sin embargo, en las periferias del espacio nacional esta adquiere una "dimensión inédita" por tres razones: primero, la extrema debilidad del Estado, no solamente con respecto a la presencia de la fuerza pública, sino también de la Administración Pública en un sentido amplio (p. 81); segundo, la diversa y conflictiva relación de las sociedades locales con el territorio "dado el carácter atomizado de la población"; y tercero:

El relativo desinterés de la sociedad colombiana "central" hacia esos espacios marginales. A diferencia de lo que pasa en otros países americanos, los frentes de colonización y los espacios vacíos no constituyen un mito nacional, un símbolo de la labor de edificación del Estado-nación, un espacio donde se forja un porvenir nacional conjunto [...] Los espacios marginales y poco poblados de Colombia son representativos de las dificultades de construcción territorial, esa sutil alquimia que no requiere solamente una inyección de fondos públicos y la realización de infraestructuras físicas, sino también la construcción de una sociedad y de una economía local duraderas, que no estén desarticuladas del resto del país. Se podría decir, en fin, que buena parte del espacio colombiano padece de un déficit de territorialidad, lo que es mucho más que una falta de habitantes, de dinero, de escuelas o de policías [Gouëset, 1998, pp. 81-82].

El colono no es considerado sujeto de la afirmación nacional sino objeto de menosprecio. El colono es expulsado, despojado y nuevamente expulsado. Históricamente, a los márgenes del territorio colombiano diversas fracciones del bloque social dominante -incluidos los narcotraficantes- han llegado después del colono. Su interés no ha sido la integración nacional sino la articulación con el comercio mundial a partir de productos primarios. El despojo del campesino ha sido la condición para la obtención de mano de obra barata. Hacer de un factor abundante, la tierra, un factor artificialmente escaso, ha generado el excedente de población que funciona como garantía de una baja remuneración al trabajo (Puyana, 2002).

En opinión de Darío Fajardo (entrevista personal, 8 de julio, 2010), los grandes desplazamientos forzados desde los años noventa son una etapa más en ese proceso permanente de acumulación originaria. Se trata de expropiaciones en nuevos sectores y regiones, de bolsones de mano de obra que quedaban en las economías negras, indígenas y de colonos.

A finales del siglo XIX y comienzos del XX, los hacendados interesados en la exportación de materias primas cercaban las tierras de los campesinos con el propósito de lograr "la transformación de los colonos independientes de la frontera en arrendatarios y jornaleros" (LeGrand, 1986, p. 119). Buena parte de las haciendas ganaderas y cafeteras, y de las plantaciones bananeras, "se formaron en regiones apartadas y escasamente pobladas, que rebasaban los estrechos límites hasta donde había penetrado la economía colonial" (p. 120). Ese no fue un fenómeno exclusivo de Colombia, pero su imperturbable continuidad, facilitada por la geografía y la siempre exitosa oposición a toda reforma del bloque en el poder, incluso las más modestas, sí es un rasgo distintivo. Tanto así que en lo que Fajardo identifica como la nueva etapa de "acumulación originaria" (entrevista personal, 2010), que empezó en los noventa, Colombia llegó a la cifra de desplazamiento forzado más alta del mundo después de Sudán21.

Una diferencia en el proceso de proletarización del campesinado con respecto a otros países en las últimas décadas del siglo XIX es que la migración campesina desde las montañas a las haciendas no fue tan directa. Afirma LeGrand (1986, p. 122) que en Colombia hubo un paso intermedio: "La formación de un nuevo sector de pequeños propietarios campesinos a través de su migración a las tierras de clima medio y cálido". En 1850, el 75% del territorio nacional estaba constituido por baldíos. Solo en la región central y montañosa y en el Caribe, estos llegaban a 24 millones de hectáreas (p. 122). Esa enorme disponibilidad de baldíos puso en aprietos a los hacendados que dependían de la disponibilidad de mano de obra. Los colonos pobres que lograban acceder a la tierra no estaban interesados en emplearse como jornaleros y estos se adueñaron de los terrenos de los colonos, cercaron grandes lotes y se apropiaron de los baldíos adyacentes.

En Colombia, a la vez que "se desarrolló la economía exportadora, aumentó la concentración de la tenencia de la tierra a través de un proceso de desposeimiento de miles de colonos" (LeGrand, pp. 127-128). La reflexión de Catherine LeGrand sobre las últimas décadas del siglo XIX es aplicable a la etapa de acumulación originaria que Fajardo identifica a fines del siglo XX y comienzos del XXI.

La Alianza para el Progreso

Si en la primera mitad del siglo XX la geografía y una frontera agraria en permanente expansión habían disminuido el apremio para que el bloque en el poder llevara a cabo reformas sociales redistributivas (en particular, la reforma agraria), en la década de los sesenta apareció un nuevo y poderoso factor de presión: Estados Unidos. Como lo reconoció Morales Benítez (1964), sin el interés norteamericano el tema de la reforma agraria no hubiera entrado a la agenda pública. Para él era necesario agradecer a la Alianza para el Progreso "la agitación del problema agrario" (p. 74).

La estrategia contrainsurgente en el contexto de la guerra fría tuvo dos componentes relacionados entre sí: la acción cívico-militar del Plan Laso y las reformas sociales planteadas por la Alianza para el Progreso. Para acceder a los recursos y ganar puntos con los Estados Unidos, el bloque en el poder puso en marcha un "reformismo sin reformas" (Sánchez, 2008, p. 251). Aunque algunas fracciones de la élite intentaron seriamente llevarlas a cabo, los sectores de origen hacendatario ejercieron nuevamente su poder de veto. La sustitución de importaciones en el contexto de la "restauración elitista" había facilitado la conversión del latifundista tradicional en un nuevo tipo de terrateniente más empresarial (Janvry y Sadoulet, 1996, p. 308). Tanto como los industriales, esos capitalistas agrícolas que introdujeron la mecanización de la agricultura fueron beneficiarios de las medidas proteccionistas y de los subsidios adoptados durante la sustitución de importaciones. Entre tanto, los agricultores vinculados a la economía campesina, pobres y dispersos, carecieron de la fuerza para oponerse a la alianza entre terratenientes e industriales (Puyana, 2002, p. 395).

La presión estadounidense condujo a la aprobación de la ley 135 de 1961 o Ley de Reforma Social Agraria. Pero el "reformismo sin reformas" se expresó garantizando la inaplicabilidad de la ley al no asignar ni las facultades ni los recursos necesarios al organismo encargado de su implementación, en este caso al Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora).

Los terratenientes empresariales contaban con un poder político incluso superior al que tenían como hacendados tradicionales en la década de los treinta. Con la sustitución de importaciones, la agricultura mecanizada sustituyó parte de la ganadería extensiva en las zonas planas, "lo que creó un nuevo grupo de presión más a tono con la burguesía industrial" (Berry, 2002, p. 37).

La Alianza para el Progreso no logró convertir a Colombia en una vitrina de la reforma agraria. Los efectos de la ley fueron apenas marginales y solo se llevaron a cabo algunas débiles acciones de titulación de baldíos, lo que dio pie a la "radicalización de expresiones de organizaciones de base campesinas traducidas en masivas tomas de tierras" (Fajardo, 2009, p. 82). El campesinado fue derrotado en los sesenta como lo había sido en los años treinta, y como lo sería, en forma contundente, en 1972.

El Acuerdo de Chicoral

El presidente Carlos Lleras Restrepo trató de darle un nuevo impulso a la reforma agraria. La ley primera de 1968 buscó fortalecer el financiamiento del Incora y se propuso agilizar los procedimientos administrativos para la expropiación de las tierras inadecuadamente explotadas, para entregarlas a los aparceros que estuvieran laborando en ellas. Esto tuvo, sin embargo, un efecto indeseado: "Creó un incentivo para que los propietarios aceleraran el proceso de desplazamiento de los arrendatarios" (Berry, 2002, pp. 41-42). En 1967, el Gobierno, buscando fortalecer la organización del campesinado, creó la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC).

El desplazamiento de arrendatarios promovido por los propietarios desencadenó invasiones de tierras alentadas por la ANUC, sobre todo en la costa Atlántica. Las invasiones fueron reprimidas duramente por las fuerzas militares: "Era evidente la alianza entre terratenientes y fuerza pública. Eso lo percibían los campesinos"22. Semejante situación marcó el ambiente predominante al inicio del gobierno de Misael Pastrana Borrero (1970-1974).

El plan de desarrollo de la administración Pastrana, "Las Cuatro Estrategias", estuvo influenciado por las recomendaciones de Currie (1961), las cuales hacían eco del planteamiento de Lewis sobre la necesidad de desvincular mano de obra de la agricultura.

Currie (1961, p. 18) propuso promover "una migración acelerada de trabajadores ahora relativamente improductivos hacia las grandes ciudades", suministrándoles vivienda, servicios públicos, empleos y educación. En su concepto, la población que migrara a la ciudad experimentaría un significativo incremento en su nivel de vida, mientras que "la población que permanezca en el campo tendrá lógicamente menos competencia y experimentará también un alza de sus ingresos" (p. 20).

Pero el enfoque de Currie (1950, 1961) incluía un ingrediente que no fue contemplado por el gobierno de Pastrana Borrero: el uso de la tributación progresiva para castigar la mala utilización de las mejores tierras. Esa parte de la estrategia general de promoción de la migración hacia las ciudades no "fue adoptada seriamente por parte del establecimiento político del país" (Kalmanovitz y López, 2006 p. 337). Tampoco la reforma agraria.

La migración requería una significativa ampliación de la relación salarial en las ciudades. Esto no era factible con una política industrial dictada por los intereses creados, opuestos a la diversificación del sector y con una postura proclive a la especulación. El crecimiento de la infraestructura urbana de servicios y las políticas de estímulo a la construcción de vivienda no fueron suficientes para transformar los deseos insatisfechos en demanda efectiva (Currie, 1961, p. 6).

Una cosa es crear una clase desposeída de tierra cuando las políticas de desarrollo van abriendo oportunidades en los sectores secundario y terciario (moderno) de la economía, y otra muy diferente, cuando dicha clase engrosa un ejército de reserva que toma dos rutas: la de la informalidad y la ilegalidad urbanas o el alejamiento de los mercados, lo que amplía la frontera agraria hacia zonas en las que los cultivos proscritos son prácticamente los únicos que brindan una mínima supervivencia. Ambas rutas constituyen mecanismos explicativos de la prolongación de la guerra en Colombia.

En vista de que la represión militar no parecía suficiente, la administración Pastrana penetró y dividió a la ANUC. Esta quedó escindida entre la línea Sincelejo y la línea Armenia, cooptada por los intereses del bloque social dominante. En esa misma época tuvo lugar un evento crucial: el 6 de enero de 1972, en un confortable campamento de la Caja Agraria en la localidad de Chicoral, al nororiente del departamento del Tolima, comenzó una reunión de varios días entre funcionarios del Gobierno, encabezados por el ministro de Agricultura, Hernán Jaramillo Ocampo. Asistieron, además, una comisión de congresistas del Partido Conservador y del Partido Liberal, quienes prepararon el documento base para la discusión23, y representantes de los gremios rurales. En la reunión no estuvo presente ningún representante de la ANUC.

En realidad, las élites rurales estaban sobrerrepresentadas, ya que la comisión bipartidista estaba integrada por miembros terratenientes tradicionales. Armando Samper Gnecco, quien había sido ministro de Agricultura en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, describió la reunión como un encuentro entre "algunos parlamentarios propietarios de tierras y algunos políticos que son empresarios"24.

El acuerdo fue un triunfo de los sectores más conservadores del bloque en el poder. El editorial del diario El Tiempo del 9 de enero de 1972 señalaba que "las nuevas fórmulas sobre la calificación y pago de las tierras explotadas, sobre la renta presuntiva y sobre el derecho de exclusión" jugaban abiertamente a favor de los tenedores de la tierra y se quejaba además de que las compras del Estado "para proteger al tenedor de la tierra y pagarle la totalidad del valor de su predio" se financiaran con mayores tributos, cuando "la evasión de impuestos del sector agropecuario pasa los dos mil trescientos millones de pesos anuales"25. J. Emilio Valderrama, antecesor de Hernán Jaramillo Ocampo en el Ministerio de Agricultura, se lamentaba de que "un grupo de amigos, la mayoría de ellos propietarios de tierras" se hayan reunido en Chicoral para "buscar una mejor manera de venderle al Estado sus propiedades"26. El Acuerdo de Chicoral condujo al paulatino debilitamiento del Incora. Apolinar Díaz Callejas, quien también había sido ministro de Agricultura, señaló:

La modalidad más relevante de desmonte del INCORA es la destitución de funcionarios o la solicitud para que presenten renuncia "voluntaria", por desacuerdos con la línea ideológica de la nueva administración [...] En este momento hay toda suerte de investigaciones en el INCORA y crece la presión sicológica contra los funcionarios. Es un ambiente de amenazas y terror para el personal del Instituto, siendo presumible que continuará la ola de despidos y renuncias "voluntarias". Esa represión interna no podrá ocultar, sin embargo, hechos de dominio público de los cuales son víctimas los campesinos colombianos27 .

El Acuerdo de Chicoral se materializó en la ley 4 de 1973, que hizo más exigentes y burocratizados los requisitos de expropiación (Kalmanovitz y López, 2006, p. 338), la ley 5 de 1973, que creó los mecanismos financieros para incentivar la modernización de la gran hacienda tradicional, y en la ley 6 de 1976 o "ley de aparcería", expedida durante el gobierno de Alfonso López Michelsen (1974- 1978) y que retomó esa figura de la ley 100 de 1944 (Fajardo, 2009, p. 83). Estas leyes modificaron las leyes 35 de 1961 y primera de 1968, de la misma forma en que la ley 100 de 1944 reformó la ley 200 de 1936 para favorecer aún más a los terratenientes.

El Acuerdo abrió paso al reemplazo de la reforma agraria por la política de desarrollo rural integrado, impulsada por la administración de López Michelsen, en cuyo plan de desarrollo, "Para Cerrar la Brecha", se definió el desarrollo rural integrado (DRI) como "una nueva concepción del desarrollo rural". Los componentes del programa eran (DNP, 1975): a) investigación y difusión tecnológica, concretadas en la aplicación de agroquímicos e intervenciones genéticas propias de los programas de la Revolución Verde, con financiación de la banca multilateral28; b) crédito vinculado a la asistencia técnica para la introducción de nueva tecnología; c) mercadeo; y d) inversiones en infraestructura física y social. La reforma agraria quedó reducida a:

Ofertas voluntarias de los propietarios de tierras que el INCORA paga de acuerdo con los valores que reposan en el catastro, actividad que se dificulta a partir de 1982 cuando se liberan los precios de compra de los valores catastrales, con lo cual se incrementan dramáticamente los costos de comprar propiedades privadas con el fin de redistribuir su propiedad [Kalmanovitz y López, 2006, p. 338].

El DRI, junto con el impulso de programas de colonización, fue una opción orientada a "mantener incólume la estructura de la propiedad" (Fajardo, 2009, p. 87). El programa benefició principalmente a una minoría de familias campesinas con tierras próximas a los mercados: "No afectó la estructura de la propiedad o la pobreza de la mayoría de los pequeños propietarios de tierra" (Puyana, 2002, p. 400). El Estado no correspondió "al esfuerzo y al sacrificio del colono, y en los años ochenta lamentaría ese vacío y lo pagaría caro" (Molano, 1987, p. 58).

Narcoterratenientes y apertura

Una nueva fracción del bloque social dominante apalancada en los recursos del narcotráfico buscó una forma de lavar activos que a la vez incrementara su poder político: la compra de tierras. Sus miembros buscaron, al igual que las élites tradicionales, convertirse en señores de la tierra.

La propiedad de la tierra también está ligada al rango social y político, por lo que algunas personas no la consideran principalmente como un medio de producción, o una fuente de riqueza, sino como una prueba del rango [...] Consideraciones de este tipo probablemente son más poderosas en países en que la tierra está distribuida en forma muy desigual [Lewis, 1964, p. 98].

Alejandro Reyes (citado por Kalmanovitz y López, 2006, p. 334) realizó una encuesta entre directivos regionales del Incora, por medio de la cual concluyó que entre 1975 y 1995 los narcotraficantes hicieron compras significativas de tierras en cuatrocientos municipios, equivalentes al 39% del total.

Eso significa que en sus manos está concentrada la definición de las pautas de inversión rural y, por tanto, una parte importante de la seguridad alimentaria del país. La preferencia generalizada de uso de la tierra es la ganadería extensiva, poco intensiva en administración debido a factores de seguridad implicados en el menor empleo de mano de obra [Kalmanovitz y López, 2006, p. 334].

Los narcotraficantes contribuyeron notoriamente a la concentración de la propiedad y la expulsión de población. El porcentaje de predios de más de quinientas hectáreas en 1984 era de 0,4%, que ocupaban el 32,5% del área. En 1997 pasaron a representar el 0,3% de la totalidad de los predios, pero con un control del 45% del área (Claudia Rincón, citada por Mondragón, 1999).

A las tierras de los colonos, muchos de ellos expulsados por los mismos narcotraficantes, llegaron estos últimos para promover la siembra de cultivos proscritos. Allí, entraron en conflicto con la guerrilla de las FARC, largamente asentada en buena parte de los territorios a los que llegaron las sucesivas oleadas de colonización. La guerra del Guaviare en los años ochenta fue un episodio representativo de esa disputa (Molano, 1987). Finalmente, la extensión de los cultivos proscritos le permitió a la guerrilla convertirse en guardiana de la ilegalidad y acrecentar notoriamente los recursos con los que pudo dar un salto inédito hacia el escalamiento de la guerra, en la segunda mitad de los noventa.

Pero el narcotráfico no ha sido el único responsable de la expulsión de población. La apertura económica a comienzos de la década de los noventa y la liberalización del mercado internacional del café provocaron una grave crisis. Los aranceles para las importaciones de origen agrícola pasaron de 34% a comienzos de los noventa a 11% en 1994 (Fajardo, 2009, p. 64). La elevada renta de la tierra asociada a su concentración y los subsidios a la producción en Europa y Estados Unidos disminuyeron las posibilidades competitivas de la agricultura colombiana, a lo que se sumaron los elevados costos del transporte.

El aumento de las exportaciones petroleras contribuyó a la apreciación de la tasa de cambio. Después de la apertura comercial y de la cuenta de capitales, los precios domésticos no aumentaron significativamente, gracias al crecimiento de las importaciones. Sin embargo, desde 1993 y para impedir un desbordado crecimiento de los medios de pago por cuenta del flujo creciente de divisas convertidas a pesos, el Banco de la República vendió títulos financieros (operaciones de mercado abierto) que aumentaron las tasas de interés. Por otro lado, para financiar el creciente déficit fiscal, el Gobierno emitió títulos de tesorería (TES), con los cuales también incrementó las tasas de interés. "La emisión de TES por la Tesorería y la política restrictiva de disminución de la inflación se tradujeron en un aumento de las tasas de interés que, a su vez, continuó fomentando la entrada de capitales" (González, 1999, p. 16).

El flujo de divisas y una política monetaria restrictiva configuraron en Colombia el cuadro clínico de la enfermedad holandesa, es decir, el incremento de los precios relativos de los bienes transables sobre los bienes no transables, en detrimento de la competitividad de los primeros. En Colombia, más o menos el 75% de la producción agrícola es transable (Puyana, 2002, p. 394). Los episodios de devaluación de 1994 y 1997 no fueron suficientes para revertir la contracción.

En ese contexto hubo una recomposición de la agricultura a favor de los cultivos permanentes (palma de aceite, forestales, cacao, frutales) y en contra de los cultivos transitorios, correspondientes, en su mayor parte, a la economía campesina. El incremento de las relaciones tierra/empleo y capital/empleo por cuenta de la revaluación, que aumenta el costo relativo de la mano de obra con respecto a los insumos y el capital, configuró un escenario apropiado para la agricultura de plantación en la década de los noventa (Puyana, 2002, p. 394). Esa nueva agricultura ocupa mano de obra mal remunerada. Es frecuente que esas plantaciones usen el esquema de las cooperativas de trabajo asociado, en las que la relación entre los trabajadores y el latifundista es de monopsonio.

Ante la preocupación por la pérdida de competitividad de la agricultura, derivada de los altos costos de la renta de la tierra resultantes de su elevada concentración, fue aprobada en 1994 la ley 160. Esta buscó crear un mercado de tierras entregando subsidios individuales a los campesinos para la compra de fincas. Deininger (1999) señala que para que funcione una reforma agraria negociada en el mercado, es necesario que el mercado de tierras sea transparente y fluido, es decir, que el beneficiario disponga de información precisa sobre las tierras que él demanda a nivel local, que los proyectos presentados por los potenciales beneficiarios sean productivos, que el programa se ejecute en forma descentralizada y, finalmente, que haya una activa participación del sector privado.

A las dificultades asociadas a la primera condición, y al hecho de que resultaba incierta la viabilidad económica de los proyectos en un contexto de crisis del sector (Fajardo, 2009, p. 100), se sumó que "las asignaciones presupuestales para apoyar el nuevo enfoque basado en el mercado habían languidecido después del pico alcanzado en 1996" (Kalmanovitz y López, 2006, p. 339).

Concentración y pobreza

La elevada concentración de la propiedad rural ha sido prácticamente una constante histórica. De acuerdo con Klaus Deininger y Pedro Olinto, el coeficiente de Gini de distribución de la tierra en Colombia en 1960 era de 82,9 (Frankema, 2009). Según Ibáñez (2010), el coeficiente de Gini de propietarios de tierras es levemente superior a 0,87. Sin embargo, hay otros países de similar nivel de desarrollo que tienen un elevado índice de concentración de la propiedad rural y no presentan los niveles de pobreza rural de Colombia ni padecen una prolongada guerra civil.

El problema radica en la particular "ley colombiana de población", esto es, la presión poblacional sobre la tierra, resultado de haber convertido artificialmente un factor abundante en un factor escaso (Puyana, 2002). "No es cierto -afirma Gabriel Misas- que en Colombia el problema agrario se haya resuelto vía migración. Hay cada vez más gente y menos tierra disponible. En otros países hay una enorme concentración de la tierra pero no hay la misma presión poblacional"29. Como recalcó el presidente de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), Rafael Mejía (entrevista personal, 30 de julio, 2010), "al país se le olvida que en el sector rural hay 11 millones y medio de personas".

ESTILO DE DESARROLLO Y GUERRA

En su trabajo sobre la duración de las guerras civiles, Fearon (2004) plantea que uno de los tipos de guerra más difíciles de terminar corresponde a las que él identifica como "rebeliones de los hijos del suelo". Se trata de insurgencias que en zonas de disputa por los recursos naturales de la periferia de los Estados enfrentan tanto a grupos paramilitares como a las fuerzas del Gobierno. Aunque Fearon subraya el componente étnico de estos conflictos, dos elementos resultan pertinentes para el caso colombiano: la percepción de las comunidades de aquellas zonas sobre el carácter particularista de las actuaciones del Estado y lo rural como escenario de la disputa y como recurso en disputa.

Sobre la geografía colombiana se ha escrito una historia de colonización continua. Dado el excedente de población provocado por la concentración improductiva de la propiedad rural, la migración a las zonas de frontera agraria en expansión "ha sido una válvula de escape para la presión demográfica y para aplazar las reformas sociales" (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2003, p. 22). Fals Borda (2005) caracterizó los primeros años de la década de los sesenta como una "paz insegura":

En muchas regiones rurales existe una paz insegura, la paz del silencio cómplice, que se mantiene como cobra hipnotizando al campesino temeroso de variar el "statu quo" [...] Como muerto en vida, el campesino fustigado por la violencia latente al mismo tiempo va acumulando las frustraciones y decepciones implícitas en el proceso [...] Puede estarse gestando así una nueva violencia [pp. 24-25].

La falta de perspectiva de las élites impidió que se tomara en serio esa advertencia, de manera que "lo que hubiera podido resolverse con una buena gestión agraria, acabó siendo una insurgencia comunista en pleno auge de la Guerra Fría" (PNUD, 2003, p. 36). Si la situación de desventaja del campesinado formaba parte del paisaje socioeconómico al inicio de la guerra civil, es difícil descartar que la acumulación originaria permanente que expulsa población campesina lejos de los mercados y de la capacidad regulatoria del Estado haya creado los espacios geográficos y sociales apropiados para el desarrollo y expansión de la competencia armada. A la desventaja del campesinado, que no es exclusiva del caso colombiano, se suma la estrechez del mercado interno incapaz de incorporar a la población en la economía urbana.

El Acuerdo de Chicoral operó como un momento de reforzamiento de la trayectoria de retroalimentación entre guerra y estilo de desarrollo. La debilidad de los actores sociales necesarios para dotar de viabilidad a las reformas fue el mayor activo de los sectores representados en Chicoral.

En la década de los ochenta se intensificó el proceso de retroalimentación positiva entre estilo de desarrollo y guerra civil. Dos subproductos de ese estilo de desarrollo, el narcotráfico y los cultivos ilícitos, aceleraron el ascenso de nuevas élites apalancadas en la ilegalidad, catapultaron la capacidad militar de los competidores armados del Estado y subordinaron (no sin entusiasmo interno) al bloque en el poder a la agenda antidroga estadounidense, primero, y a la cruzada contra el terrorismo, después. En los noventa llegó a su clímax ese proceso de retroalimentación en la ya larga dependencia de la trayectoria inaugurada en la década de los sesenta. En el siglo XXI el intento de poner fin a la guerra sin modificar el estilo de desarrollo, e incluso acentuando sus rasgos sociales más regresivos, nos deja ante la perspectiva de una guerra sin fin o, en el mejor de los casos, ante una futura "paz violenta" (Paris, 2005).

Una vez comienzan las guerras civiles no solo generan costos sociales sino que también se nutren de la injusticia de determinado estilo de desarrollo. Aunque no hay una relación automática entre, por ejemplo, la desigualdad social y la ocurrencia y duración de las guerras, es difícil sostener que su duración es totalmente independiente de las instituciones incrustadas en la economía política. Además, es razonable suponer que la retroalimentación positiva entre instituciones injustas y la duración de una guerra civil es más poderosa que la que pudiera existir entre instituciones justas y guerra civil.

CONCLUSIONES

En los años sesenta convergieron en Colombia dos secuencias: la adscripción del bloque en el poder al ámbito estadounidense en el contexto de la guerra fría y las sucesivas derrotas del campesinado que, en el contexto de un estilo de desarrollo mediocre y tendiente a la desigualdad, consolidaron una economía política de permanente expulsión de población. Esa dinámica ha favorecido la expansión y continuidad de los competidores armados del Estado.

El Acuerdo de Chicoral operó como un momento de reforzamiento de la trayectoria de guerra inaugurada en 1964. A partir de ese momento no solo se hizo mucho más difícil ponerle fin a la guerra, sino que la retroalimentación positiva entre el nuevo impulso a la expulsión del campesinado y el desarrollo gradual de nuevas oportunidades socioespaciales y demográficas para los competidores armados del Estado desencadenó un reforzamiento, que se concretó en la década de los ochenta con el encuentro entre la dinámica del narcotráfico (y también de los cultivos proscritos)30 y la de la guerra. La endeblez del país y la correspondiente debilidad de los actores sociales necesarios para dotar de viabilidad a las reformas fueron el mayor activo de los sectores representados en Chicoral.

Tanto el narcotráfico como los cultivos ilícitos no son un evento exógeno. Son producto de un estilo de desarrollo que construyó las condiciones sociales y económicas de las ventajas competitivas para la agroindustria de la droga. Esta expresa el viejo rasgo colombiano de buscar la inserción internacional mediante la comercialización de productos primarios. Las élites emergentes vinculadas a esta opción mantienen activa una configuración contrainsurgente para la defensa acérrima de la propiedad. La centralidad en esa configuración corresponde a una abigarrada mezcla de terratenientes, políticos y empresarios que se oponen intensamente tanto a la redistribución como al fortalecimiento del Estado. No se trata simplemente de los enemigos agazapados de la paz, sino de los enemigos de la Nación -como espacio de igualdad política-, de un Estado fuerte y de la justicia distributiva.

Con un escuálido Leviatán, las élites rurales no tuvieron al frente un poder capaz de desmontar su poder de veto sobre la reforma agraria. Aunado a las condiciones geográficas y al creciente ejército de reserva en las ciudades, de este modo ese anómalo mecanismo de la acumulación originaria permanente fortaleció la competencia armada del Estado.

Si fortalecer al Estado y poner en marcha una agenda redistributiva que modifique la tendencia acumulativa hacia la desigualdad del estilo de desarrollo reducen las oportunidades de la competencia armada para continuar la guerra, no hay que esperar a que haya un acuerdo de paz que, en todo caso, sin esas reformas podría conducirnos a reemplazar la guerra civil por una paz violenta.

NOTAS AL PIE

2 En varias ocasiones he señalado que tal vez el bien primario más importante sea el del respeto propio [...] Podemos definir el respeto propio (o la autoestimación), en dos aspectos. En primer lugar, como antes lo hemos indicado, incluye el sentimiento de una persona de su propio valor, su firme convicción de que su concepción de su bien, su proyecto de vida, vale la pena de ser llevado a cabo. Y, en segundo lugar, el respeto propio implica una confianza en la propia capacidad, en la medida en que ello depende del propio poder, de realizar las propias intenciones [Rawls, 1995, p. 398].

3 Desde la publicación en 1848 de los Principios de economía política, de John Stuart Mill.

4 Poulantzas (1970, p. 124) afirma que el poder es "la capacidad de una clase social para realizar sus intereses objetivos específicos". Y agrega que la fragmentación de una clase social da lugar al bloque en el poder el cual, "constituye una unidad contradictoria de las clases o fracciones dominantes" (p. 338). La categoría de bloque en el poder de Poulantzas es similar al "bloque social dominante" de la teoría de la regulación. El bloque social dominante corresponde a un conjunto de agentes cuyo poder económico y simbólico le brinda a sus opiniones una especial preeminencia en la adopción de las decisiones de política económica (Misas, 2002).

5 Entrevista con Carlos Humberto Ortiz, decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad del Valle. Cali, 17 de junio de 2010.

6 DNP, estadísticas históricas de Colombia, http://www.dnp.gov.co.

7 La primera ley plantea una relación de causalidad que va del crecimiento manufacturero al crecimiento del PIB. La segunda (ley de Verdoorn-Kaldor) afirma que hay una alta correlación positiva entre el crecimiento de la productividad manufacturera y la tasa de crecimiento del producto. La tercera ley afirma:

Cuanto más rápido es el crecimiento del producto manufacturero, más rápida es la tasa de transferencia de trabajo de los sectores no manufactureros a la industria, de modo que el crecimiento de la productividad total de la economía está asociado positivamente con el crecimiento del producto y del empleo industrial y correlacionado negativamente con el crecimiento del empleo fuera del sector manufacturero [Moreno, 2008, p. 141].

8 Banco Mundial, indicadores de desarrollo mundial, http://data.worldbank.org/data-catalog/world-development-indicators.

9 Según la definición de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la tasa de vulnerabilidad del empleo corresponde a la suma de los trabajadores familiares sin remuneración y de los trabajadores por cuenta propia como porcentaje del empleo total.

10 Banco Mundial, indicadores de desarrollo mundial, http://data.worldbank.org/data-catalog/world-development-indicators.

11 Las cifras del bienio 2007-2008 corresponden a una nueva serie desde 2002, no comparable con años anteriores.

12 DNP (1995, p. 25).

13 DNP (1995, p. 25).

14 DANE, http://www.dane.gov.co/index.php?option=com_content&view=article&id=231&Itemid=66.

15 La mortalidad infantil pasó de 123,7 defunciones por cada mil niños menores de un año en 1951 a 27,2 en el año 2000 (DNP, estadísticas históricas de Colombia, http://www.dnp.gov.co/PortalWeb/ EstudiosEconomicos/EstadísticashistóricasdeColombia/tabid/114/Default.aspx.

16 Estimación de la CEPAL para dieciocho países de la región, más Haití.

17 DNP (1995, p. 25).

18 DNP (2007, p. 111).

19 A pesar de la apreciable población de 15 millones que tiene el país y de estar creciendo tan rápidamente, la productividad de la mayoría de los trabajadores colombianos es tan baja, que su demanda efectiva por los productos industriales es también muy baja, circunstancia que ha restringido el desarrollo de la industria [Currie, 1961, p. 6].

20 "Esa relación entre violencia y modelo de desarrollo se ve más clara si usted mira que la violencia es un instrumento de acumulación originaria del capital. Y las zonas de colonización son eso" (Alfredo Molano, entrevista personal, 18 de agosto, 2010).

21 La cifra oficial acumulada de población desplazada entre 1997 y el 31 de julio de 2010 (incluyendo la población contabilizada con anterioridad al inicio del registro oficial en 1997) es de 3.486.305 personas, según el registro único de población desplazada del Sistema de Información de Población Desplazada (Sipod) de Acción Social, Presidencia de la República.

22 Entrevista con Jorge Arturo Bernal Medina, Medellín, 9 de junio de 2010. Jorge Bernal fue director de la Corporación Viva la Ciudadanía y luego de la Corporación Región hasta su muerte repentina en agosto de 2010. Durante su militancia política de izquierda a comienzos de los años setenta fue testigo de primera mano del proceso vivido por la ANUC en la costa Atlántica.

23 La reunión de Chicoral: Revelan el documento. (1972). El Tiempo, 6 de enero. 24 Sobre la reforma agraria. (1972). El Tiempo, 14 de enero.

25 ¿Reforma o contrarreforma? [Editorial]. (1972). El Tiempo, 9 de enero.

26 Severas críticas a Acuerdo de Chicoral hace Valderrama. (1972). El Tiempo, 19 de enero.

27 El desmonte del Incora. (1973). El Espectador, 23 de junio.

28 "El crédito externo necesario para adelantar el Programa DRI, el Banco Mundial y el CIDA (Agencia Canadiense para el Desarrollo Internacional)" (DNP, 1975).

29 Entrevista con Gabriel Misas, director del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional, Bogotá, 26 de marzo de 2010.

30 Aunque están relacionados, siempre hay que diferenciar entre cultivos proscritos y narcotráfico. Si bien es cierto que se trata de dos problemas diferentes, los discursos, normas y prácticas que promueven la criminalización de la población campesina que los cultiva tienden a tratarlos de manera indiferenciada.


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