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Cuadernos de Economía

versión impresa ISSN 0121-4772versión On-line ISSN 2248-4337

Cuad. Econ. vol.40 no.spe85 Bogotá dic. 2021  Epub 03-Oct-2020

https://doi.org/10.15446/cuad.econ.v40n85.90656 

Artículos

DECRECIMIENTO SELECTIVO POSCORONAVIRUS

Selective post-coronavirus degrowth

a Universidad Nacional de Colombia. Universidad del Rosario, Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos. Bogotá, Colombia. Correo electrónico: fredy.cante@urosario.edu.co.


RESUMEN

El crecimiento acelera la entropía y genera problemas mucho más apocalípticos que la pandemia. Una solución factible a los problemas que derivan de ello, equivalente a un decrecimiento selectivo, implica promover un distanciamiento social más sano, eliminar los sectores nocivos (no básicos) y hacer crecer sectores virtuosos como la economía del cuidado mutuo y de la naturaleza.

JEL:

I12, I31, O10, P18, Q57.

Palabras clave: decrecimiento; distancia social; economía no-violenta; pandemia

ABSTRACT

Growth accelerates entropy and creates much more apocalyptic problems than the pandemic. A feasible solution, equivalent to a selective de-growth, implies promoting healthier social distancing, abolishing harmful (non-basic) sectors and increasing virtuous sectors such as the economy of caring for others and for nature.

JEL:

I12, I31, O10, P18, Q57.

Keywords: De-growth; nonviolent economy; pandemic; social distance

INTRODUCCIÓN

Medio milenio atrás, Hieronymus Bosch mostró, en el tríptico El jardín de las delicias, la senda apocalíptica que habría de generar la ominosa codicia humana. En la primera sección de esta obra aparece un paraíso terrenal que se puede interpretar como una economía de subsistencia, con ínfima población (de nómadas que recolectan frutos silvestres), sin agricultura ni minería, con plenitud de ocio y cooperación espontánea (que algunos entenderían como "comunismo primitivo"). En la sección intermedia, puede entreverse el surgimiento de la competencia y el individualismo posesivo, con la consecuente explosión demográfica, el obsesivo progreso técnico y la especialización (motivados por la desbordada codicia de inversionistas y la insaciable gula). En la franja final del tríptico se proyecta el apocalipsis, un mundo donde impera lo artificioso sobre lo natural, que arde en infernal calor (¿el calentamiento global?); lo que persiste es una humanidad que habita un horrendo mundo destruido y padece un estado de guerra perpetua con los demonios de su propia avaricia.

Otras versiones de apocalipsis y tragedias han sido advertidas por Hardin (1968); Meadows et al. (1972) y Schelling (2006), con proyecciones matemáticas que muestran el nocivo desbordamiento de la población, el crecimiento, la urbanización, el consumismo y la contaminación, entre otras.

En el siglo XXI, padecemos con más intensidad y mayor frecuencia las tragedias vaticinadas, resultantes de un crecimiento que ha estado generando fuerzas destructivas e incontrolables. La pandemia durante 2020 frenó la globalización. Las medidas sanitarias y económicas para contenerla están generando una nueva gran depresión, por el creciente endeudamiento y el aumento de la pobreza y la desigualdad.

ABRIENDO LA CAJA DE PANDORA

Los ecologistas Paul Ehrlich y Ann Ehrlich (1993) elaboraron una sencilla fórmula para estimar el impacto del ser humano en la naturaleza, como resultado de la multiplicación de tres factores: (1) la población; (2) la medida de los recursos que consume el individuo medio, lo que, a su vez, representa el índice de afluencia o crecimiento; y (3) el índice de destrucción medio ambiental (contaminación y emisiones, etc.), causado por las tecnologías empleadas para procesar los productos de consumo.

Un exponente del decrecimiento, el economista Jackson (2009) usó la mencionada fórmula para mostrar la manera como se podría afrontar el calentamiento global. Argumenta que, si se mantiene el incremento poblacional y se perpetúa el crecimiento, será prácticamente imposible afrontar pronto y con éxito esta tragedia, solamente con reducción de emisiones de gases efecto invernadero (aun suponiendo colosales avances tecnológicos).

Aquí no se ofrece un nuevo indicador, más bien, se amplía la perspectiva para mostrar que existe una problemática retroalimentación entre los siguientes procesos: crecimiento; estructura social; población; entropía y destrucción magnificada. Puesto en breve: existe un crecimiento económico (entendido como un proceso de destrucción creativa) que se exacerba por las presiones para gastar, ostentar, acumular y competir violentamente en una sociedad desigual (estructurada en clases y jerarquías sociales), los excedentes y la productividad facilitan la explosión demográfica y aceleran impetuosamente la entropía. Peor aún, la manida fórmula de los economistas convencionales, para todos los males (desigualdad, pobreza, calentamiento global, virus y pandemias, etc.) es la de mantener un crecimiento irrestricto que no hace más que acelerar el deterioro de las problemáticas socioambientales.

La destrucción creativa del crecimiento

Debido a que todos los procesos económicos son de gasto y aceleran ineluctablemente la entropía, el mayor crecimiento implica la existencia de excedentes ilusorios, inocuos y predominantemente perjudiciales. Esto se hace evidente con el divorcio entre economistas convencionales y ecologistas que, siguiendo la perspectiva de Mayumi (2001), se explica así: los economistas del crecimiento, desde Adam Smith, han estado obsesionados con la eficiencia económica (EFT2) o la productividad, que consiste en maximizar la cantidad de bienes y servicios (producidos) en el tiempo; esta hace abstracción de la eficiencia ecológica (EFT1), que radica más bien en minimizar, ostensiblemente, la cantidad de insumos naturales (energías, minerales y formas de vida) que se gastan y se degradan en cualquier proceso económico.

Parafraseando a Boulding (1966), los economistas son unos desquiciados que aún no han descubierto la redondez de la tierra, es decir, su finitud y su entropía. No han entendido que esta es un sistema semicerrado con flujo exógeno de energía solar superabundante y limitados acervos internos de energías y materia. Tampoco han entendido que, literalmente, nos ahogamos en la basura y emisiones contaminantes que resultan del mayor crecimiento.

Historiadores como Jones (2000) y Harari (2011) han mostrado que el ser humano tiene unas ansias desmesuradas y sobrenaturales de progreso, de cambio y de novedad. Jones resalta que el crecimiento económico ha estado jalonado por el permanente deseo de hallar cambios novedosos; las sociedades premodernas crecieron extensivamente, con la agricultura orgánica, la ganadería pastoril, la manufactura, el comercio y la guerra que les permitieron poblar y explotar parte importante del globo. Por su parte, las modernas economías han logrado un crecimiento recurrente (acelerado, con brutales ritmos de gasto, consumismo y productividad), intensivo en cambio técnico y colosal expansión mercantil, gracias a la creciente extracción de minerales, energías y otros recursos naturales renovables y no renovables, mediante la agricultura intensiva en agroquímicos y combustibles fósiles, la agroindustria, el monocultivo y la cría carcelaria a gran escala de animales.

El crecimiento económico, principalmente, el moderno se ha caracterizado por romper todos los límites sociales, morales, éticos y ecológicos, cosa que han demostrado autores como Jevons (1865); Boulding (1966); Linder (1970); Georgescu-Roegen (1971); el best sellerMeadows et al. (1972); Daly (1974); Hirsch (1977); Mishan (1993); Hardin (1995); Bonaiuti (2011) y Bookchin (2015).

Acertadamente, Heilbroner (1986) mostró que el crecimiento capitalista consiste en acumular y acrecentar una modalidad transitoria y cambiante de riqueza, conocida como capital. Esta se halla en un ciclo perpetuo de circulación (dinero-mercancía-dinero incrementado) como mostraron Marx y Engels (2002). Por su parte, Keynes (1990), quien entendió también la lógica de un sistema económico abocado al dinero, mostró que la tasa de interés es la renta de los poseedores y creadores de diversas formas de moneda, además de ser un referente para los inversionistas. Aunque asumió, erróneamente, que todos los bienes y servicios existentes tienen su tasa propia de retorno o de interés.

A su turno, el más aguzado científico y ambientalista Soddy (1926) demostró que el dinero es un símbolo, una modalidad de riqueza imaginaria o virtual y contra natura. A diferencia de lo que ocurre con activos naturales o artificiales, que se degradan y se destruyen, el dinero puede incrementarse exponencialmente, mediante la fórmula del interés compuesto.

El antropólogo Graeber (2011) mostró que la economía real esté subordinada a bancos y Estados. En términos sencillos, plantea que (1) la vida en sociedad implica incurrir en deudas, la mayor parte de las cuales son impagables; (2) el dinero es una creación y arbitraria imposición de deuda matematizada por parte de los Estados y los bancos a los contribuyentes y deudores; y (3) los ciudadanos, consumidores y productores endeudados, para pagar onerosas deudas públicas y privadas, aumentan la productividad, y en aras de maximizar ganancias y reducir costes, promueven la explotación laboral, reducen el bienestar e incrementan la destrucción ambiental.

Los economistas convencionales suponen, erradamente, que existe crecimiento virtuoso, pues solo miran la eficiencia económica EFT2; al tiempo que suponen que la economía real crece a un ritmo igual o superior al de los activos monetarios (riqueza imaginaria).

Retomando críticamente la formulación de "destrucción creativa" que, adecuadamente, Schumpeter (1994) planteó para explicar el desarrollo capitalista, puede afirmarse que la transformación de la riqueza en el capitalismo resulta tan excesiva, que degenera en lo inocuo y en lo extremadamente perjudicial, al punto de que la devastación supera con creces a la modesta producción de la labor humana. La absurdidad del crecimiento implica que la contracara de la antiecológica y represiva productividad es el permanente infantilismo de la sociedad de consumo que, además de sedienta de novedad, es enfermizamente insaciable en materia de gustos y caprichos (Maris, 2015).

Además de ser una invención ideológica de Estados Unidos y Europa, para organizar y planificar la economía y la guerra (desde 1930 hasta hoy), el crecimiento económico, en realidad, equivale a un decrecimiento y destrucción de la naturaleza, con incrementos exponenciales de dióxido de carbono y metano en la atmósfera, acidificación de océanos, incremento de la temperatura planetaria y pérdida de bosques tropicales y biodiversidad, entre otros (Kallis, 2018).

Estructura social y crecimiento

De acuerdo con Bookchin (2001), la existencia de relaciones sociales de dominación implica sociedades fragmentadas en clases y atravesadas por diversas jerarquías y tal estructura social propicia la destrucción de la naturaleza.

Jerarquías y clases sociales se intensifican con la instauración de un modelo civilizatorio basado en el antropocentrismo. En este, impera la visión de un ser humano que debe dominar, conquistar, controlar, usufructuar y, en últimas, destruir la naturaleza y a sus vecinos. Este modelo promueve el machismo y la dominación racial; además instaura el dominio de la razón sobre la pasión; también, sirve de cimiento a un capitalismo colonial, moderno y eurocéntrico, que en el siglo XX consolidó la hegemonía de los países del Atlántico Norte, que compite hoy con China y Japón (Mignolo, 2000; Quijano, 2000).

En el capitalismo, se consolida una estructura piramidal -clasista y jerárquica- de la sociedad en los ámbitos macro y microsocial. En la cúspide, con una ínfima parte de la población, aparece la clase dominante; hacia el centro y hacia abajo los dominados. La clase dominante está integrada por los grandes propietarios (banqueros, controladores de activos intangibles como la información y la publicidad, dueños de acervos de energías y minerales, grandes poseedores de tierras y otros medios de producción, etc.) y la clase política, incluyendo administradores y tecnócratas. Por su parte, la clase dominada está conformada por los desposeídos, subordinados y alienados a través de las deudas, los tributos y las asimétricas relaciones laborales, también sujetos al control de las masas a través de algoritmos y publicidad.

La estructura clasista y jerárquica del capitalismo es compatible con el crecimiento económico y, por lo mismo, es antiecológica. Retomando a Kalecki (1974) y Veblen (1992), la clase dominante gana más de lo que gasta, ostenta, derrocha y promueve emulación pecuniaria y consumo ostensible. La clase dominada, a su vez, gasta lo que gana o aún más, pues se endeuda y, peor aún, hace parte de la nociva sociedad de consumo pues imita los patrones consumistas de la clase dominante.

La bomba poblacional

Desde la invención de la agricultura y la cría de animales domesticados, la disponibilidad de ciertos excedentes y la vida sedentaria, el denominado progreso material, han favorecido el incremento poblacional. No obstante, las sociedades premodernas estuvieron sostenidas por economías de subsistencia; y pese a un crecimiento extensivo, con importantes colonizaciones de nuevas tierras, la población humana se mantuvo por debajo de los mil millones de habitantes hasta 1800.

Cuando emergió el moderno crecimiento recurrente (característico del capitalismo, la socialdemocracia y el socialismo autoritario), la economía se sustentó intensamente en los acervos de combustibles fósiles y minerales, la agricultura a gran escala y los diversos avances (incluidos los antibióticos), resultantes del persistente y continuo progreso técnico. En el Antropoceno, el crecimiento económico y poblacional han mostrado un incremento exponencial y ambos procesos se han retroalimentado.

Hacia 1880, en la época de la primera revolución industrial y del capitalismo salvaje, la población comenzó a rebasar los 1000 millones. En albores del siglo XIX, Malthus (2015/1798) mostró que, en ausencia de obstáculos, la población humana tendía a reproducirse a un ritmo geométrico; mientras que los alimentos se incrementaban a un ritmo aritmético. En medio de la crisis económica mundial de 1929, éramos 2000 millones; en 1974, cuando comenzó el neoliberalismo, fuimos 4000 millones. Hoy estamos llegando a los 8000 millones de seres humanos. El incremento poblacional es una bomba de tiempo que, según Ehrlich y Ehrlich (1993) y Hardin (1968), es el principal problema ecológico.

Ineluctable y acelerada entropía

El monumental aporte de Georgescu-Roegen (1971, 1975) ha sido, básicamente, el de haber mostrado la existencia de ineluctables restricciones entrópicas. Este puede sintetizarse así: todas las economías son de gasto, pues el ser humano toma gratuitamente energías, materiales y formas de vida diversas de la naturaleza, como recursos libres que, por lo demás, no pueden sustituirse con el trabajo y la tecnología -lo que, de paso, destruye la esperpéntica función de producción neoclásica, como resalta Daly (1999).

Todos los sistemas económicos están limitados por la entropía pues, aunque materia y energía no se crean ni se destruyen, estas tienden hacia estados de dispersión, disgregación, desorden, no disponibilidad y, en general, degradación. Incluso en un estado estacionario tan extremo como el imaginado por J. S. Mill, donde los seres humanos estuviesen limitados a dormir y a contemplar la realidad, con pleno ocio e ínfimo trabajo, sería inevitable la entropía.

De ese modo, el desarrollo sostenible es una contradicción en los términos, pues el problema no es, simplemente, de excesos en la producción, en los desperdicios o la población como han argumentado algunos "ecologistas". Al laborar y transformar la naturaleza el ser humano acelera la entropía.

El desarrollo, sea de progreso material o humano, desenvolvimiento institucional o ambientalmente sostenible, se basa en el mayor crecimiento o, apenas, en mantener un crecimiento estabilizado, como en los modelos de sostenibilidad basados en el estado estable. Lo más deseable y honesto sería, entonces, propiciar una senda de decrecimiento; el principal objetivo de la economía debería ser encontrar un sentido de la vida (hacia el goce, el bienestar y el buen vivir); además, minimizar la tasa de remordimientos (lo que implica preservar el medioambiente mediante una ostensible reducción de la ominosa tasa de descuento intertemporal).

Destrucción apocalíptica

Con el moderno crecimiento económico, además de la enorme aceleración de la entropía, se ha aumentado a tal punto la capacidad destructiva que, en muy pocos años, podría destruirse gran parte de la vida en el planeta.

Hoy, las potencias militares poseen unas diez mil ojivas nucleares, un poder destructivo suficiente para eliminar directamente a millones de humanos y, al destruir la capa vegetal, matar a varios miles de millones. Desde 1945, cuando unos cientos de miles de vidas fueron cercenadas en Hiroshima y Nagasaki, cada nuevo día lo vivimos de milagro (Schelling, 2005).

Motores del crecimiento como deforestación, monocultivo, ganadería, urbanización, combustibles fósiles, hidroeléctricas y conectividad global en transportes e informática, etc., son causa del calentamiento global que, a su turno, está generando un desorden climático que extingue fuentes acuíferas, tierras fértiles, alimentos y climas soportables. La Nasa (2020) registra que la temperatura global se ha incrementado un grado centígrado desde tiempos preindustriales hasta hoy. De continuar las actuales tendencias de crecimiento económico y poblacional, esta podría aumentar por lo menos tres grados más, y así desencadenar más devastadores cambios climáticos que harían invivible gran parte del globo en las próximas décadas.

CRECIMIENTO Y PANDEMIA

Virus, enfermedades, epidemias y pandemias han estado a la zaga del progreso material. Lepan (2020) destaca que desde el surgimiento de la agricultura y la ganadería, hubo una mayor propagación de virus e infecciones; con la ampliación del comercio (y la creciente interacción humano-animal) emergieron las epidemias (malaria, tuberculosis, lepra, influenza y viruela, etc.); con la urbanización, las planetarias rutas comerciales y gran interacción socioeconómica se ha incrementado la vulneración de ecosistemas y de culturas y han aumentado ostensiblemente las posibilidades de nuevas pandemias.

El perspicaz Lévi-Strauss (2017) mostró que, con el avance de la civilización también alteramos la población del resto de los animales. Hemos perturbado los ecosistemas al aumentar monstruosamente la población de animales para el consumo humano (cerdos, vacas, pollos y peces, principalmente) y destruir especies enteras de aves, insectos y fieras. Al invadir, destruir y desequilibrar selvas, bosques y otros nichos naturales de fauna y flora silvestre, sucede que los virus que llevan algunos animales nos invaden y enferman. Los científicos Pal et al. (2020) han demostrado que, en el caso particular del coronavirus SARS-coV-2, causante de la pandemia del COVID-19, aconteció un salto zoonótico del virus, de murciélagos a humanos.

Desde la plaga de Antonino (años 165-180), las más mortíferas pandemias han sido: la peste bubónica (1347-1351), con 200 millones de muertes; la viruela (1520), con 50 millones; la gripa española (1918-1919) con 50 millones; y, desde 1981 hasta hoy, el sida, con 35 millones de víctimas mortales.

La peste negra se expandió por toda Eurasia, a través de pulgas que saltaban de ratas a viajantes y marineros. En una época de boyante pero lento comercio marítimo, esta se diseminó a una velocidad escasamente superior a 24 millas diarias; desde los puertos de las grandes urbes hacia el interior de los territorios se esparció con una lentitud aproximada de una milla diaria (Virgili, 2020).

Hoy los modernos trenes japoneses corren a más de 200 km/h los aviones a más de 800 km/h. La economía globalizada es demasiado interdependiente y, en exceso, intensiva en transporte de personas y mercancía. Para 2019, el total de pasajeros en vuelos comerciales en el mundo rebasó los 4500 millones, lo cual resulta del incremento del turismo y de las llamadas clases medias.

La enorme vulnerabilidad y fragilidad de un sistema mercantil de extremada y compleja interdependencia, se puso de manifiesto con la veloz propagación de una pandemia muy contagiosa pero poco letal. Al comenzar 2021, los contagios por COVID-19 alcanzaron casi 90 millones; las muertes por la pandemia aún no alcanzaban los dos millones. Una mirada al reporte de la World Health Organization (WHO, 2020) permite constatar que, si acaso, las muertes por COVID-19 podrían ser de una cifra equivalente a las de la décima causa de muertes globales al año (daños renales). Esto muy por debajo de muertes por enfermedades cardiovasculares (nueve millones), cerebrales (casi siete millones), y pulmonares (más de siete millones), causadas por las pésimas dietas (intensivas en azúcar, grasas nocivas y comida ultraprocesada) y mala calidad del aire urbano.

Los datos sobre el COVID-19 son incompletos y sorpresivos, pero esto no impide afirmar que la actual pandemia se ha propagado a casi la totalidad del planeta, debido a la globalización. Las medidas sanitarias para contenerla han afectado la salud de la economía, esto es, el tráfico de bienes y servicios (personas) y la apertura y liberalización comercial.

La mayor cantidad de contagios y de muertes se presenta en países altamente integrados al mercado mundial, con una significativa densificación, hacinamiento y tugurización. Una mirada al registro de la Universidad Johns-Hopkins (2020) y al contraste entre densificación y casos de muertes por COVID-19, registrado en el portal Our-World-in-data (2020), puede resaltarse lo siguiente: el segmento de los países con mayor número de muertos por la pandemia (entre 10 000 y más de 300 000), se ubica en las regiones del mundo con un grado significativo de densidad poblacional (entre 10 personas/km2 a poco más de 100 personas/km2). Finalizando el 2020, algunos de los países con más casos reportados fueron Estados Unidos, India, Brasil, Rusia, Reino Unido, Francia, España, Colombia, México, Sudáfrica, Argentina y Chile.

Hacia abril de 2020, media humanidad (unos 3900 millones de individuos) estaba confinada, en unos 90 países. En un accionar colectivo de horda, casi todos los países habían cerrado tardíamente los aeropuertos. Luego, con desesperada improvisación, la mayoría de los Estados había encerrado a la población mediante confinamientos medievales, toques de queda y cierre de fronteras y carreteras. La controvertida fórmula se repite con las nuevas cepas y olas del virus en 2021.

El mencionado manejo de la pandemia ha servido para acelerar la implementación de un capitalismo digital, con las siguientes características: construcción de una sociedad del distanciamiento social, con la consiguiente tendencia a la extinción de trabajos y servicios que, durante siglos, habían requerido un contacto personal; fomento del teletrabajo que implica la precarización laboral, acaba con intimidad personal y tiende a institucionalizar la casa como una cárcel desde donde se ofertan y demandan bienes y servicios, a través de Internet; desmesurado crecimiento de los colosales emporios (como Amazon, Google, Oracle, Facebook y Apple, etc.) que poseen y manipulan activos intangibles (grandes volúmenes de datos, publicidad, pautas de comportamiento, etc.); tendencias al incremento de la robotización; y ostensible aumento de la manipulación y la vigilancia de trabajadores, ciudadanos, consumidores, pacientes y estudiantes a través de algoritmos, drones y censores que rastrean la vida íntima hasta llegar al cuerpo y a la mente.

Para Klein (2020), este proceso es un nuevo shock que servirá (y está sirviendo) a los capitalistas del desastre para emprender nuevos y muy rentables negocios. Para Harari (2020), esto implica la desaparición de la libre determinación y el fortalecimiento de Estados autoritarios y obsecuentes sociedades disciplinarias como China.

POSIBILIDADES DE UN DECRECIMIENTO SELECTIVO

Otra distancia social es posible

Un pionero de la desobediencia civil y el ecologismo, en 1845, se fue a vivir muy cerca de la laguna de Walden (a unas 1,6 millas del pueblo de Concord, Massa-chussets). Allí duró dos años y dos meses. Distanciado de multitudes y masivos poblados, cercano a la infinidad de magníficas formas de vida de la naturaleza, vivió apacible y ocioso una existencia placenteramente frugal (Thoreau, 1983).

Para afrontar una pandemia que nos acompañará durante varios años, gran parte de la humanidad se aferra a la normalidad -o mediocristán como diría Taleb (2014)-. Resguardados en la guarida casera (epicentro del precarizado teletrabajo y el contigo en la distancia de la vida social, sexual y afectiva); salen a lugares públicos con mascarillas que dificultan la plena y placentera respiración y ocultan el rostro, evaden la proximidad con otros individuos y andan sometidos a represivos retenes de bioseguridad y disciplinamiento.

Los normalizados revolucionarios claman renta básica, en la perspectiva social-demócrata de Van-Parijs (1998), o impuesto negativo en la visión neoliberal de Friedman y Friedman (1990). Esto permitirá, parafraseando a Maris (2015), que los proletarios obtengan un poco más de lo necesario para vivir, para fabricar y criar nueva prole y, además, y más importante, para mantener oxigenada la creciente demanda efectiva que exige la sociedad de consumo. Muy pocos apuestan por el impuesto cuasiconfiscatorio y a la redistribución y circulación de riqueza que propone el más radical socialdemócrata economista Piketty (2020) quien, a la sazón, busca un capitalismo normal.

La propuesta planteada aquí, inspirada en el experimento de vida de Thoreau, implicaría una radical reforma agraria (o recuperación de tierras, en un sentido ecologista y humanista). Consiste en que cada pequeña familia tenga, en promedio, acceso una hectárea de tierra para cultivo y hábitat, algo adecuado para generar una economía autosuficiente, que permita vivir con mínima holgura y, además, tener un mínimo de soberanía alimentaria. Un masivo retorno de la ciudad al campo generaría un ostensible decrecimiento de los centros urbanos. Esto permitiría redescubrir pequeños poblados e ínfimas urbes a una escala que facilitaría desplazarse a pie o en bicicleta y, además, propiciaría una vida social con la confianza y cercanía que es posible en una comunidad. Este proceso debería generar hábitats apacibles y espaciosos, y economías de autosuficiencia, con ocasionales intercambios comerciales restringidos a la escala local, para satisfacer necesidades básicas de alimento, vivienda, vestido y servicios públicos, con distancia de cero kilómetros e ínfima huella ecológica, en una perspectiva del decrecimiento (Kallis, 2018; Latouche, 2009).

Decrecer equivale a revertir nuestra nociva huella ecológica. En 1865, Jevons (2020) mostró que los países desarrollados tendían a vivir muy por encima de las posibilidades de recursos y energía que les brindaban sus propios territorios y, de manera oportunista, se beneficiaban del resto del mundo. Los modernos ecologistas han mostrado que las naciones más desarrolladas viven muy por encima de su capacidad biofísica. En el reporte de Footprint-network (2020), se constata que la huella ecológica de los países más desarrollados (Estados Unidos, Unión Europea, Israel, China, India y Sudáfrica, etc.), enormemente urbanizados, dependientes de monocultivos, ganadería y combustibles fósiles, ha fluctuado entre 3 a 10 hectáreas globales per cápita.

Redescubrir sectores esenciales, promover decrecimiento selectivo

El psicólogo Maslow (1943) mostró que las necesidades humanas son pocas y finitas y, además, tienen cierta jerarquización en cuanto a orden de prioridad. Esto permite cuestionar el absurdo supuesto de sustitución de la teoría neoclásica del consumidor pues, por ejemplo, una persona hambrienta que requiere nutrientes y agua no puede ser compensada irónicamente con sustitutos como gaseosas, diversión o caramelos. En orden de prioridad, las necesidades son fisiología (respiración, alimentación, homeóstasis, descanso); seguridad (salud, medioambiente, estabilidad familiar y laboral); afiliación (afecto, amistad, amor y sexo); reconocimiento (autorreconocimiento, confianza, respeto); autorrealización (moralidad, creatividad, espontaneidad y capacidad para resolver problemas). Esto implica que deberían ser abolidos los sectores de la economía que sacian caprichos, adicciones y ambiciones y que, por lo mismo, resultan inocuos e, incluso, destructivos.

Extinguir la sociedad de consumo implica hallar una especie de línea ética de pobreza: sin caer en la precaria línea de pobreza monetaria y sin desbordarse en el consumismo de las llamadas clases medias. Esta se fundamenta en la filosofía y experimentos de vida provenientes de las llamadas economías budistas y gandhianas, como argumentan Schumacher (2010) y Cante y Torres (2019).

En lo concerniente a la oferta, habría que propender por un decrecimiento que, retomando a (Bonaiuti, 2011) implicara suprimir todas las nocivas tendencias destructivas, desequilibrantes y exponenciales, típicas del moderno crecimiento como: incremento de la población y de la afluencia, aumento de la inversión y de la productividad, etc. Para Tsakraklides (2020) esto exige que el ser humano imite a las diversas formas de vida que, a través de una prolongada evolución biológica, han desarrollado una sofisticada capacidad de homeóstasis (autorregulación y estabilidad en un ambiente variable y abierto a cambios inciertos).

Aquí, no se propone una reforma con engañosos modelos como Estado estable y desarrollo sostenible que implican preservar el actual statu quo de crecimiento y de consumismo (Bonaiuti, 2011; Georgescu-Roegen, 1975). Tampoco se proponen falaces formulaciones como la del crecimiento verde, que propenden por mantener un crecimiento económico basado en energías y recursos de la biósfera, preservando la codicia y el consumismo (Hickel y Kallis, 2020). Se sugiere la economía circular solo a condición de un cambio radical en la matriz energética, abandonando combustibles fósiles y diversos minerales que son difícilmente reciclables.

Se advierte, además, que es imposible desconectar el proceso económico del consumo (entrópico) de materia y de energía (Strand et al., 2021). Hay receptividad para soluciones como la de Raworth (2017), que retoma un modelo de circularidad (economía mariposa) encaminado a regenerar nutrientes biológicos y a restaurar nutrientes técnicos (materia y energía). Esto tendría algún impacto si es abandonada la perspectiva del crecimiento, como ella misma lo advierte. También se sigue la perspectiva de culturas regenerativas que trascienden la estrecha sostenibilidad y propenden por cuidar la salud del planeta, en la perspectiva de Wahl (2016). Hay un saber milenario de pueblos indígenas para el cuidado y preservación de los ecosistemas que habitan (Gadgil et al., 2021).

Del manifiesto bioeconómico de Georgescu-Roegen (1975), la economía no-violenta (Cante y Torres, 2019), la economía de los cuidados del prójimo y del medio ambiente (Jackson, 2009) y el reciente manifiesto por el decrecimiento (Feola, 2020), se resaltan otras pautas:

  1. Abandonar el vetusto enfoque del crecimiento agregado (PIB). Promover los sectores que deberían crecer (sectores públicos esenciales, energías limpias, educación, salud y otras economías de los cuidados). Abolir o reducir drásticamente los sectores dañinos (energías fósiles, minería, publicidad, sector financiero, intermediarios comerciales y especuladores, etc.).

  2. Suprimir gastos en armamentismo, promover una defensa no-violenta.

  3. Abolir labores que son tráfago, que hacen del humano apéndice de la máquina y que terminan en labores estériles, para recuperar la creación y labor en equipo del genuino trabajo.

  4. Promover agriculturas orgánicas y regenerativas basadas en la biodiversidad, la conservación y una producción sostenible y, fundamentalmente, local de alimentos vegetales; reducción ostensible de las dietas cárnicas y, por lo mismo, de la ganadería.

  5. Reducir la población humana, al punto que esta pueda subsistir mediante una sana frugalidad.

  6. Reducir viajes innecesarios y turismo depredador, abolir el lujo y el derroche.

  7. Anular, definitivamente, las deudas privadas y públicas, en especial las que tienen los trabajadores, los pequeños negocios y los países del sur global (con los países opulentos y con las instituciones financieras internacionales).

Este decrecimiento implicaría una abolición del ánimo de lucro (profitability) que constituye la médula espinal del capitalismo (Heilbroner, 1986; Shaikh, 2004).

CONCLUSIONES

Iniciativas de decrecimiento selectivo, como el planteado aquí, las están adelantando intelectuales de retaguardia, conectados y comprometidos con experiencias comunitarias indígenas, campesinas y de otras minorías que, desde hace siglos o décadas, generan alternativas al funesto capitalismo imperante (Boaventura de Sousa, 2020). Se destaca la sinergia de los saberes populares de transiciones locales, con estudios críticos del desarrollo, heterodoxias económicas, sociología y ecología. Tales iniciativas populares descentralizadas y desde la base se oponen a modelos civilizatorios y desarrollistas impuestos, desde arriba y desde países dominantes, por intelectuales todopoderosos y economicistas (Escobar, 1998). Hay opciones como autogobierno de comunidades y descentralismo libertario como, respectivamente, plantearon Ostrom (1990) y Bookchin (2015). Finalmente, la naturaleza misma, con su estridente lenguaje de huracanes, sequías, inundaciones y virus podrá acelerar tales cambios y derribar los modelos antropo-céntricos de economía.

AGRADECIMIENTOS

El autor agradece los comentarios y sugerencias de los árbitros anónimos.

REFERENCIAS

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Sugerencia de citación: Cante, F. (2021). Decrecimiento selectivo poscoronavirus. Cuadernos de Economía, 40(85), 1055-1071. https://doi.org/10.15446/cuad.econ.v40n85.90656

Recibido: 23 de Septiembre de 2020; Revisado: 03 de Mayo de 2021; Aprobado: 10 de Mayo de 2021

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