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Revista de Ingeniería

versão impressa ISSN 0121-4993

rev.ing.  n.31 Bogotá jan./jun. 2010

 

"Apocalipsis anunciado": un viraje en la política de riesgo en Colombia a partir de 1985

"Apocalypse foretold": a shift in the politics of risk in Colombia since 1985

Austin Zeiderman
Candidato a Doctor en Antropología, Universidad de Stanford, San Francisco, California, Estados Unidos. Investigador visitante, Centro de Estudios Sociales, Universidad Nacional de Colombia. Investigador visitante, Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), Bogotá D.C., Colombia. agz@stanford.edu

Laura Astrid Ramírez Elizalde
Antropóloga, Universidad Nacional de Colombia. Bogotá D.C., Colombia. lauraastrid.ramirez@gmail.com

Recibido 6 de Mayo de 2010, modificado 30 de Julio de 2010, aprobado 2 de Agosto de 2010.


RESUMEN

Este artículo se propone indagar sobre el surgimiento del riesgo y la prevención en las políticas nacionales y distritales en Colombia. Se toma como foco de análisis la ciudad de Bogotá y se utiliza una metodología que combina herramientas históricas y antropológicas. Establecemos su marco temporal a partir de 1985, pues la coyuntura que se presentó en noviembre de dicho año con la tragedia de Armero y la toma del Palacio de Justicia, tan sólo una semana antes, generó en el ámbito de la cultura política un nuevo énfasis en el tema del riesgo.

PALABRAS CLAVES
Colombia, cultura política, historia, política pública, prevención, riesgo.

ABSTRACT

This article proposes to investigate the emergence of risk management and disaster prevention in Colombian national and municipal policy, focusing on the city of Bogotá and using a methodology that combines historical and anthropological approaches. We establish its temporal framework as beginning in 1985, since the conjuncture that occurred in November of that year with the tragedy of Armero and the siege of the Palacio de Justicia just one week before generated, in the domain of political culture, a new emphasis on the issue of risk.

KEY WORDS
Colombia, history, political culture, prevention, public policy, risk management.


INTRODUCCIÓN

Este artículo se propone indagar sobre el surgimiento del riesgo y de la prevención en las políticas nacionales y distritales, tomando como foco de análisis la ciudad de Bogotá y utilizando una metodología que combina herramientas históricas y antropológicas. Establecemos su marco temporal a partir de 1985, pues la coyuntura que se presentó en noviembre de dicho año con la avalancha del Nevado del Ruiz, que sepultó al municipio de Armero, y con la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19, tan sólo una semana antes, generó en el ámbito de la cultura política un nuevo énfasis en el tema del riesgo. La respuesta a la catástrofe se presentó como un esfuerzo nacional e internacional por atender a las víctimas del desastre; esta idea de "atención" puso en evidencia la falencia de las políticas nacionales que no contemplaban la prevención como un elemento necesariamente ligado al riesgo, sino que se enfocaban en el posdesastre.

Sólo hasta finales de los años ochenta e inicios de los noventa empezó a discutirse en Colombia, al igual que en otros países de América Latina, la importancia de la prevención y emergieron corrientes políticas cuyo interés ya no era la detonación del evento, sino la necesidad de pronosticar un fenómeno físico y evitar que se convirtiera en un desastre social y político. Con la avalancha de 1985, en contraste con los antecedentes del terremoto de 1983 en la ciudad de Popayán, se hizo evidente que el imperativo gubernamental y la responsabilidad del Estado no podían restringirse a la respuesta ágil después de una catástrofe, sino que existía la necesidad de institucionalizar una visión de futuro que contemplara la gestión del riesgo en torno a la prevención. Proponemos, entonces, el análisis histórico-antropológico del surgimiento del riesgo y la prevención en tanto objetivos del pensamiento político y la acción gubernamental como un aporte esencial a la problemática urbana del siglo XXI.

La selección de las fuentes utilizadas refleja el intento de brindar una visión multilateral a este proceso histórico en Colombia. En primera instancia, fueron consultados decretos, resoluciones, discusiones de la Cámara de Representantes y del Senado de la República, entre otra documentación de los organismos estatales. También se realizaron entrevistas a funcionarios que, desde distintos cargos, han enfrentado los procesos de atención a los desastres desencadenados por fenómenos naturales. Se estudiaron diversas representaciones producidas por la prensa frente a los acontecimientos. Además, se ha tenido en cuenta la bibliografía secundaria producida en torno al tema. Esta selección híbrida de fuentes muestra nuestra convicción de que el análisis de problemas y técnicas gubernamentales debe tomar en consideración una amplia gama de discursos que pueda atravesar los campos políticos, técnicos y culturales de la sociedad.

"AYER, LOS HOMBRES... HOY, LA NATURALEZA..."

El 6 de noviembre de 1985, treinta y cinco miembros del grupo guerrillero M-19 asaltaron el Palacio de Justicia en el centro de Bogotá y tomaron cientos de rehenes, entre ellos veinticuatro magistrados de la Corte Suprema de Justicia. El presidente Belisario Betancur rechazó su exigencia de someterse a un juicio público y, en respuesta, ordenó al Ejército tomar por asalto el edificio. En la subsecuente batalla entre las Fuerzas Armadas de Colombia y los rebeldes alzados en armas, más de setenta y cinco rehenes fueron asesinados, incluyendo once magistrados que quedaron atrapados dentro del Palacio. Exactamente una semana después, un volcán situado a 129 kilómetros al occidente de Bogotá, el Nevado del Ruiz, hizo repentina erupción. Las señales de alerta del inminente peligro habían sido ignoradas y cerca de 25.000 personas murieron cuando una avalancha de lodo sepultó a la población de Armero. La sincronía de estos dos eventos trágicos marcó un momento crucial en la racionalidad política colombiana. Después de la coincidencia de dos escenarios aparentemente diferentes, el "terrorismo" y el "desastre natural", los problemas guberna mentales y las soluciones propuestas comenzaron a estar cada vez más articulados en torno al imperativo de predecir y prevenir este tipo de catástrofes en el futuro [1, 2, 3]1.

Estos dos trágicos acontecimientos se conjugaron en el discurso público y político. Hablando pocos días después de la tragedia de Armero, el presidente Betancur se refirió a las dos "duras pruebas" que Colombia acababa de enfrentar:

"Una emanada de la acción de los hombres, violenta e irracional, cuyo fin era minar las instituciones y derrumbar el imperio de la ley, fue superada gracias a los abnegados miembros de nuestra comunidad. La otra, golpe terrible de la naturaleza, la estamos superando con la solidaridad de nuestra gente y la mano tendida del mundo entero, un gesto que no acabaremos de agradecer" [4].

Una óptica similar apareció en un editorial publicado en el diario El Espectador bajo el título "Ayer, los hombres... Hoy, la naturaleza..." [5], mientras las caricaturas políticas también yuxtaponían ambos eventos (Figura 1). Pero estas tragedias no sólo fueron reiteradamente discutidas en conjunto, como era de esperar; también fueron vistas como si necesitaran una respuesta similar. Para hacer frente a las dos catástrofes, el presidente Betancur convocó una cumbre de emergencia con los ex presidentes liberales y conservadores para discutir una serie de preocupaciones, como el orden público, el proceso de paz y el sistema jurídico [6]. Si bien la toma del Palacio de Justicia y la tragedia de Armero podían verse como desastres de distinta naturaleza, ambos eran amenazas para la vida, la seguridad nacional y la estabilidad institucional, y podían ser tratados como tal.

Mientras tanto, las voces de los medios de comunicación comenzaron a atribuir el número de víctimas en ambos casos a la negligencia gubernamental y a la falta de preparación, con el argumento de que ambas tragedias podrían haberse previsto y, por ende, prevenido. Una semana después de la tragedia de Armero, El Tiempo publicó una caricatura que exclamaba y a la vez preguntaba: "¡Cuándo aprenderemos que es mejor prevenir que lamentar!?" (sic) (Figura 2). Dos días después, uno de los más renombrados periodistas colombianos, Daniel Samper Pizano, escribió un reproche mordaz bajo el título: "Apocalipsis anunciado" [7]. Samper Pizano le recordó al lector la serie de catástrofes que habían golpeado al país en los últimos tiempos: "Masacres de magistrados y rehenes, asesinatos de ministros, inundaciones, terremotos y, para completar, erupción de volcanes". Pero su objetivo no fue lamentar estas tragedias, sino más bien demostrar que nunca debieron haber ocurrido: "Nos hemos vuelto el territorio de las tragedias anunciadas, de las profecías que se cumplen, de los pronósticos que se materializan" [7].

Samper Pizano citó evidencia de que el plan del M-19 para atacar el Palacio de Justicia fue descubierto en octubre del mismo año, y que las medidas especiales de seguridad fueron instaladas y luego levantadas prematuramente. Vinculó la negligencia del gobierno en este caso a la toma de la Embajada de la República Dominicana en Bogotá en 1980, realizada por el mismo grupo, que también se materializó a pesar de previa advertencia. Samper Pizano desplegó entonces la cantidad de información que había pronosticado la erupción del Nevado del Ruiz, a la que denominó "la última catástrofe anunciada, predicha, presagiada, avisada y notificada". Citó una advertencia previa del United States Geological Survey, una minuciosa investigación de un periodista colombiano, una petición pública hecha por un diputado local e incluso una manifestación cívica planeada por los residentes de Armero para llamar la atención sobre el peligro inminente. Y concluyó con un llamado a la acción:

"Cuando termine la emergencia, será inevitable hacer un enjuiciamiento sereno pero severo a las autoridades que, pudiendo evitar la más grande tragedia en la historia del país, permitieron que se cumplieran las más apocalípticas profecías" [7].

A raíz de lo ocurrido, las acusaciones de negligencia política estuvieron acompañadas de informes técnicos sobre el riesgo de desastre en Colombia. El Tiempo publicó un artículo el 14 de noviembre, titulado "Colombia, región de alto riesgo sísmico", en el que citó a expertos científicos quienes alertaban sobre la vulnerabilidad a los terremotos de Colombia y el acrecentamiento del potencial para un evento de gran escala en los últimos meses [8]. Terremotos recientes en Santiago de Chile y Ciudad de México, en marzo y septiembre del mismo año, que causaron graves daños a ambas capitales, aumentaron la sensación de que Colombia, con casi todas sus ciudades principales ubicadas sobre fallas geológicas, tenía que mejorar su capacidad de predecir y prepararse para catástrofes de gran magnitud [8]. En adición a estas consideraciones sobre el futuro riesgo de desastres, un artículo paralelo se ocupó de catástrofes similares en el pasado. El mismo periódico publicó una historia acerca de un suceso ocurrido 140 años antes, en febrero de 1845, cuando el deshielo del mismo Nevado del Ruiz, causó una destrucción masiva y la muerte de cerca de mil personas en las inmediaciones de la tragedia actual [9]. La noción de que Colombia estaba en alto riesgo de desastres, basada en los cálculos de predicción y en los antecedentes históricos, aportó una dimensión científica al imperativo político de predecir y, por tanto, de protegerse mejor contra tales catástrofes en el futuro.

Los eventos catastróficos de noviembre de 1985 siguen siendo los referentes históricos para la comprensión contemporánea de la responsabilidad gubernamental y la pérdida de vidas. Porque incluso en la conversación cotidiana veinticinco años después, es común oír que la toma del Palacio de Justicia y el desastre de Armero contribuyeron a la creación de nuevas racionalidades y técnicas para el manejo de amenazas potenciales.

Figura 1: (a) Al Donado. "Don Roque". El Espectador, 17 de noviembre de 1985. (b) Grosso. "Una cosa es una cosa y...". El Tiempo, 18 de noviembre de 1985.

Figura 2. Claudia. "¡Cuándo aprenderemos que es mejor prevenir que lamentar!?" (sic). El Tiempo, 16 de noviembre de 1985.

Este artículo busca resaltar el significado de estos acontecimientos como un proceso de impacto mayor, pues constituyeron una coyuntura histórica que congregó un complejo conjunto de factores, incluyendo las prácticas de los medios de comunicación, lógicas y técnicas gubernamentales existentes, y las prioridades de los organismos de desarrollo internacional y humanitario. Esta coyuntura dio rápidamente lugar a lo que el filósofo e historiador Michel Foucault llama una "crisis de gubernamentalidad", en la que anteriores formas gubernamentales de pensamiento y acción se hallan inadecuadas y necesitadas de cambio [10]2. La incapacidad del gobierno para anticipar y evitar estas tragedias fue vista como un fracaso monumental, y la predicción, la prevención y la preparación fueron las soluciones propuestas. Esto se vuelve aún más evidente si examinamos la representación de los medios de comunicación y la respuesta por parte del gobierno a otro desastre de gran escala que sobrevino tan sólo dos años antes.

"POPAYÁN SURGIRÁ DE SUS ESCOMBROS"

En marzo de 1983, apenas dos años y medio antes, la ciudad de Popayán fue sacudida por un terremoto que destruyó gran parte de su centro histórico, causando 250 muertos y más de 3.000 heridos. La ciudad comenzó a temblar justo después de las ocho de la mañana del Jueves Santo, un importante día de celebración para los católicos antes del Domingo de Resurrección. A medida que la noticia comenzó a difundirse al día siguiente, el simbolismo religioso tanto del momento como del lugar del desastre se fue enfatizando fuertemente.

La primera página de El Tiempo, el 1º de abril, desplegó una fotografía de las ruinas de la Catedral Basílica de Nuestra Señora de la Asunción, cuya cúpula se había derrumbado durante la misa matutina, atrapando y matando a algunos de los fieles (Figura 3). Desde entonces, la catedral se conoció como el "epicentro de muerte y destrucción" causado por el terremoto [12]. Popayán, "la ciudad más católica y de mayor tradición y simbología religiosa de Colombia", fue tildada por un corresponsal enviado a cubrir la crisis como "una Jerusalén colombiana" debido al "bíblico éxodo" que sufrió tras el desastre. Los payaneses que habían escapado tras el derrumbe de sus casas y sus sagradas iglesias fueron comparados con "los judíos [que] huyeron de Jerusalén, en diáspora hacia todo el mundo, cuando el templo y la ciudad fueron destruidos por los conquistadores" [13].

El presidente Betancur, quien aún se encontraba en período de gobierno en noviembre de 1985, llegó a la escena inmediatamente para dirigir la coordinación del Comité de Emergencia Local. Durante su primera reunión, según la prensa, Betancur no sólo presentó un plan de ayuda de emergencia, sino que también anunció la reconstrucción de la ciudad, proclamando que ésta volvería a levantarse tal como Cristo había resucitado de entre los muertos después de la Crucifixión: "Como el Ave Fénix, Popayán volverá a surgir de sus escombros" [14]. Después de la reunión, Betancur pronunció un discurso por la radio nacional en el que continuó recurriendo al simbolismo religioso que circulaba a raíz de la catástrofe. Se lamentó:

"Ésta es una inmensa y conmovedora catástrofe que sacude a Colombia entera, porque Popayán es (...) templo de la Patria. Y como templo de la Patria y cuna de la historia de Colombia ha sido ahora puesta a prueba" [14].

Betancur prosiguió asegurándole al público que el gobierno colombiano estaba en plena solidaridad con la ciudad paralizada y pidió que la gente se mantuviera en calma y alerta hasta que las Fuerzas Armadas fueran capaces de asumir "el control total de la ciudad". Esta demostración de fuerza estaba dirigida a los "antisociales" que pudieran hacer "presa de la sociedad, aprovechando el desorden y la confusión", pero el mensaje básico de Betancur era menos una promesa de seguridad que una resurrección, al estilo Cristo, del corazón de la tradición religiosa de Colombia:

"Reconstruiremos la ciudad, sus templos que son templos de la Patria, escenarios de la historia; y haremos que las edificaciones públicas y privadas se levanten como un Ave Fénix de sus escombros; de esos escombros resurgirá de nuevo Popayán, una ciudad nueva, pero plantada sobre su historia y sobre las glorias tutelares de la nacionalidad" [14].

Tras el terremoto, los cuerpos de las víctimas fueron enterrados y llorados, la ayuda de emergencia fue llevada a los sobrevivientes y la ciudad comenzó el lento proceso de reconstrucción. La Corporación para la Reconstrucción y el Desarrollo del Departamento del Cauca fue creada para promover la reconstrucción de Popayán [15]. Una Ley fue aprobada por el Congreso colombiano ordenando al presidente organizar y hacer efectivo el Fondo Nacional de Calamidades, el cual quedó encargado de atender la respuesta y las necesidades de recuperación de catástrofes similares en el futuro (aunque el Fondo permanecería inactivo hasta 1989) [1, 15]. La misma Ley también estableció normas antisísmicas para la reconstrucción de Popayán, siendo ésta la primera vez que los códigos de construcción sismorresistente se hicieron obligatorios en Colombia.

Sin embargo, a diferencia de la indignación popular que siguió a la toma del Palacio de Justicia y la tragedia de Armero, al gobierno nunca se le adjudicó la culpa de no predecir o prevenir el catastrófico evento. Al contrario, el esfuerzo de rescate y recuperación fue reconocido por su coordinación y rapidez, y el presidente fue elogiado por su inmediata demostración de solidaridad, al igual que la comunidad internacional, cuya ayuda y apoyo "a las pocas horas de la catástrofe empezó a fluir" [16, 17]. No se abrió ningún debate sobre si el desastre podría haberse previsto o si algunas de las víctimas podrían haberse salvado, como sería el caso a raíz de los acontecimientos de noviembre de 1985. Además, la cobertura mediática de la dimensión científica del terremoto de Popayán no se enfocó en la cuestión de la predicción y la preparación, sino en los procedimientos técnicos de medición de su magnitud: se informó al público que el temblor que sacudió la ciudad contenía el poder destructivo de 28.000 toneladas de dinamita [18]. En vez de considerar el hecho de que Popayán se encontraba en una zona sísmica de gran actividad y que habían ocurrido terremotos regularmente a lo largo de sus 450 años de historia, las tareas de recuperar el "patrimonio histórico perdido" de la ciudad y "levantar una nueva Popayán" de entre los escombros tuvieron prioridad [19]. Dos años más tarde, estas retrógradas promesas de recuperación, renovación y reconstrucción serían inaudibles junto a los imperativos futuristas de la predicción, prevención y preparación.

Figura 3. El Tiempo, 1 de abril de 1983.

LA EMERGENCIA DE RIESGO

En las décadas anteriores a las coincidentes catástrofes de 1985, la lógica dominante que imperaba en el enfoque estatal sobre desastres había sido la respuesta de emergencia. A principios del siglo XX, Colombia y otros países vecinos dependían de la ayuda estatal suministrada luego de que tuviera lugar un evento catastrófico. El papel del Estado en el manejo de desastres se complementaba con la Cruz Roja, que proveía ayuda humanitaria no gubernamental a las víctimas.

A nivel local, las brigadas municipales de bomberos eran responsables de atender las calamidades después de que ocurrían y no fue sino hasta 1949 que Colombia estableció una política nacional para el manejo de emergencias públicas de gran escala [1]. Tras el asesinato el 9 de abril de 1948 del líder político populista y candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán, y la subsecuente revuelta popular que causó estragos y dejó gran parte de Bogotá en ruinas, el Estado colombiano firmó un convenio con la Cruz Roja para crear una organización paraestatal semipública, el Socorro Nacional de la Cruz Roja, que posteriormente se encargaría de gestionar las operaciones de respuesta a emergencias [1].

La carga dejó de recaer en los hombros del Socorro Nacional de la Cruz Roja en la década de 1960, cuan- do Colombia y otros países latinoamericanos, influen ciados por la Agencia de EE.UU. para el Desarrollo Internacional (USAID) y otros donantes extranjeros, formaron organismos de Defensa Civil. Al adhirirse a la política de seguridad nacional, estos organismos fueron retoños de los militares y se les dio la misión de establecer lazos con la población civil en aras de combatir al "enemigo interno". No obstante, la amenaza de subversión política que representaban los movimientos comunistas locales también motivó a los organismos de Defensa Civil a llevar a cabo misio- nes de respuesta a emergencias con el fin de evitar la inestabilidad social y política causada por desastres de origen accidental o no humano [1]. Éstas fueron las entidades que acudieron a auxiliar la ciudad de Popayán luego del terremoto de 1983 —un evento catas- trófico entiendo básicamente como un problema de rescate, recuperación y reconstrucción. No obstante, la avalancha que sepultó a la población de Armero y la masacre de civiles que acompañó la toma del Palacio de Justicia en 1985 fueron vistas, como ya lo hemos dicho, no solamente como situaciones de emergencia que requerían respuesta, sino más bien como aquéllas que podrían haberse previsto y evitado. Rememorando las consecuencias del terremoto de 1983, Omar Darío Cardona, ex director de la Dirección Nacional de Prevención de Desastres y Respuesta, concluyó:

"Popayán no alcanzó a generar un cambio en la visión política de los desastres por parte del gobierno y de las autoridades políticas; solamente fue Armero en 1985 el que alcanzó realmente a mover el marco conceptual sobre el cual se desarrollaba ese trabajo [de gestión del riesgo]" [20].

Según Cardona y Fernando Ramírez, otro creador de la política nacional de manejo de desastres:

"El desastre del Ruiz, por su magnitud y su impacto, no sólo en términos de víctimas perdidas, sino en el imaginario de diversos sectores de la población [... creó] condiciones para un debate sobre cómo, a través de qué elementos y sobre qué bases de organización se podrían manejar, hacia un futuro, los desastres naturales" [1].

La Dirección para la Gestión del Riesgo (DGR), que ahora es la autoridad nacional en materia de riesgos y desastres, también afirma que se produjo una transformación en ese momento:

"Como se puede apreciar, la política general del Estado colombiano ha sido, desde 1986, la de consolidar la incorporación de la mitigación de riesgos y la prevención de desastres en el proceso de desarrollo socioeconómico del país" [21].

Desde ese momento en adelante, se tornó imperativo que el Estado no sólo responda a las emergencias después de que ocurran, sino que, además, establezca los mecanismos institucionales para planificar y gobernar el territorio nacional de acuerdo con evaluaciones y cálculos de riesgo. El presidente Betancur, cuya administración fue duramente criticada por el manejo que le dio a los acontecimientos de noviembre de 1985, fue sucedido en 1986 por Virgilio Barco. Buscando corregir la crisis de autoridad y pericia técnico-política que asoló a su antecesor y reconociendo que ello exigía un enfoque futurista de la gestión de desastres, el nuevo presidente convocó a un selecto grupo de expertos. Según recuerda Fernando Ramírez, Barco les dijo: "Miren, yo no quiero que me pase un Ruiz. Yo no quiero que me pase lo que le pasó a Betancur. Miren ustedes qué hacen. Yo de esto no sé nada. Miren ustedes qué hacen" [22]. Atendiendo la petición de Barco, a finales de 1986 se creó la Oficina Nacional de Atención de Emergencias (ONAE) con el apoyo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) [1]. El gobierno distrital siguió el ejemplo en 1987, cuando el Consejo de Bogotá aprobó un acuerdo de creación de un Fondo para la Prevención y Atención de Emergencias. Su principal objetivo consistiría en "financiar la elaboración de un programa de amplia cobertura para prevenir desastres, con base en estudios e inventarios de riesgos"; y su prioridad serían las "comunidades ubicadas en zonas de riesgo", las cuales se identificarían con base en "un mapa de riesgos del Distrito Especial de Bogotá" que abarcaría toda la ciudad [23].

La prevención y el riesgo se institucionalizaron aún más en 1988, cuando el gobierno colombiano creó un Sistema Nacional para la Prevención y Atención de Desastres (SNPAD), que buscaba integrar la planificación del manejo de riesgo de desastres en los sectores públicos y privados a escala nacional, al igual que con las instituciones gubernamentales a nivel local [24]. Por ley, el Estado colombiano se vio obligado a partir de entonces a organizar y mantener un sistema de información que ubicaría territorialmente los riesgos en el territorio nacional y desarrollaría las técnicas necesarias "para detectar, medir, evaluar, controlar, transmitir y comunicar" esta información [25]. La autoridad científica para el estudio y el mapeo de riesgos de naturaleza geológica y volcánica fue asignada al entonces denominado Instituto Nacional Geológico y Minero (INGEOMINAS), los riesgos de naturaleza hidrológica y meteorológica fueron puestos al cuidado del Instituto Colombiano de Hidrología, Meteorología y Adecuación de Tierras (HIMAT), y la autoridad para la cartografía y fotografía aérea correspondiente a riesgos se le asignó al Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) [26].

El objetivo de crear un sistema nacional de prevención y respuesta a desastres adquirió mayor urgencia a medida que otra serie de acontecimientos tuvieron lugar durante sus primeras fases de planificación. En marzo de 1988, el Nevado del Ruiz amenazó de nuevo con erupcionar y esta vez las autoridades ordenaron la evacuación de la zona inmediata; otro volcán, el Galeras, ubicado en el suroccidente colombiano, comenzó a mostrar signos de actividad; y en agosto del mismo año, un período de intensas lluvias, en parte ocasionadas por el huracán Joan, causó un número de muertes y graves daños en cerca de 400 municipios situados principalmente en la costa Atlántica de Colombia. Poco después, se aprobó una ley que le asignaba a la ONAE: primero, la responsabilidad adicional de asegurar que las regulaciones de prevención de desastres en las "zonas de riesgo" hicieran parte de todos los planes de desarrollo futuro; segundo, el establecimiento de comités regionales y locales de respuesta y prevención de desastres [1, 27]; y tercero, la obligación de administrar la ejecución de estudios para identificar las zonas en las cuales "no se deben ubicar asentamientos humanos ni construir edificaciones, por razones ambientales, de peligro, o de riesgo", sobre cuya base los gobiernos municipales iniciarían entonces programas de reubicación [28].

Cuando el Congreso aprobó una ley de reforma de la planificación urbana y la política de desarrollo, el riesgo y la prevención se establecieron como técnicas para el gobierno de las ciudades colombianas. La Ley 9ª de 1989 obligó a todos los municipios con más de 100.000 habitantes a formular planes para crear condiciones óptimas de desarrollo urbano [29, 30]. Aunque fue un movimiento dirigido a la descentralización de la política urbana, la Ley 9ª determinó los criterios básicos de la forma en la que las ciudades a lo largo y ancho de Colombia estarían jurídicamente obligadas a gobernar sus territorios. Incluido en esta normatividad se hallaba el imperativo de que los gobiernos urbanos establecieran y mantuvieran un inventario de las zonas donde los asentamientos humanos estuvieran expuestos a alto riesgo de inundación, derrumbe, deslizamiento de tierras o a otras condiciones de vida insalubres [31]. Y si los proyectos de mitigación localizados no fueran posibles, las autoridades municipales se verían obligadas a seguir adelante con la reubicación de los habitantes de las "zonas de alto riesgo" [31].

Ésta sería la primera vez que el riesgo, como objeto de estudio científico y preocupación gubernamental a gran escala, accedería al aparato jurídico-político en Colombia. Antes de finales de la década de 1980, el "riesgo" había sido equivalente a "peligro", de acuerdo con los estatutos legales y las directrices políticas de Colombia. El riesgo podía estar asociado con ocupaciones específicas, pero no fue sino hasta más tarde que se convirtió en una racionalidad para controlar amenazas potenciales para la población en general. Por ejemplo, en 1975 una "prima de riesgo" se añadió al sueldo de los bomberos de Bogotá con cinco o más años de servicio en una ocupación conocida por ser notoriamente peligrosa [32]. En 1976, el alcalde mayor de Bogotá declaró normas de seguridad generales para la capital que incluían los sistemas de codificación por colores para identificar "los riesgos" en las empresas y fábricas, y estipulaban los extinguidores de incendio necesarios de acuerdo con los niveles de peligro de combustión [33].

Asimismo, en 1979, el Congreso de Colombia estableció medidas de salud ocupacional, incluidas aquéllas que exigen a los empleadores reducir "los riesgos [...] que pueden afectar la salud individual o colectiva en los lugares de trabajo" [34]. Aunque esta Ley también contenía las primeras normas de manejo de desastres en Colombia, y en ella el Comité Nacional de Emergencias estaba orientado a "tomar las medidas necesarias para prevenir, si fuere posible los desastres" y a desarrollar "sistemas y equipos de información adecuados para el diagnóstico y la prevención de riesgos originados por desastres", la mención de medidas de prevención fue escasa [1, 35]. Además, la Ley de 1979 se refería al riesgo como algo "originado" por los desastres más que a una predicción de su probabilidad de ocurrencia. Sólo hasta que esta Ley fue revisada a fondo una década después, el riesgo se convirtió en un cálculo técnico del potencial de daños y pérdida de vidas, y comenzó a motivar programas gubernamentales encaminados a la prevención de desastres [35, 36].

La aparición de un imperativo gubernamental para establecer mecanismos de prevención y gestión de riesgos a finales de 1980 en Colombia no fue sólo el resultado de los acontecimientos nacionales. Como ya se dijo, la Cruz Roja había estado activa en Colombia desde principios del siglo XX. Además, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) había enviado ayuda a Colombia para la recuperación después del desastre de Armero en 1985 y estaba dinámicamente involucrado, así como en la creación inicial de la Oficina Nacional de Atención de Emergencias en 1986 y 1987 [1]. Sin embargo, la influencia de la comunidad internacional sobre la política colombiana de desastres aumentaría cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó en 1989 que la década de 1990 sería el "Decenio Internacional para la Reducción de los Desastres Naturales" [37]. Con esta declaración, la ONU dirigía a la comunidad internacional "a prestar especial atención al fomento de la cooperación internacional en el ámbito de la reducción de los desastres naturales" y, en particular, a ayudar a los países en desarrollo en sus esfuerzos para implementar programas y políticas orientadas a la prevención [37]. Al afirmar que "el fatalismo acerca de los desastres naturales ya no se justifica", esta declaración de la ONU inició el proceso mediante el cual los países donantes y las organizaciones multilaterales empezarían a dirigir los recursos y los conocimientos técnicos hacia la prevención de desastres y gestión de riesgos en los países en vías de desarrollo.

La globalización de la política de gestión de riesgos continuaría durante todo el "Decenio Internacional para la Reducción de los Desastres Naturales". A finales de los años noventa, la ONU creó una colaboración interinstitucional denominada Estrategia Internacional para la Reducción de Desastres (EIRD), que proseguiría con las iniciativas de reducción de riesgos iniciadas en la década anterior. La EIRD se asoció con el Banco Mundial en el 2006 para formar el Fondo Mundial para la Reducción de Desastres y Recuperación (GFDRR), que prestaría asistencia técnica y financiera a los "países de alto riesgo de bajos y medianos ingresos" con el fin de centrar sus planes de desarrollo nacional en la reducción de desastres [38]. A partir del 2009, el Banco Mundial estaba suministrando activamente más de 340 millones de dólares en financiamiento para proyectos de gestión de desastres en Colombia [39]. Mientras las coincidenciales catástrofes de 1985 crearon una apertura política para iniciativas futuristas de gestión de riesgos, el aumento del riesgo y la prevención como imperativos gubernamentales en Colombia refleja un cambio más general en las formas de pensar y actuar sobre los desastres, el desarrollo y la gobernanza en una escala mundial.

DE "CATÁSTROFES" A "DESASTRES"

En la actualidad, Colombia es reconocida internacionalmente por su dedicación a la aplicación de políticas y programas de reducción del riesgo de desastres. En un informe del 2009, el Banco Mundial reconoce la reputación internacional del país:

"Colombia es ampliamente considerada como un líder en el establecimiento de un marco político y jurídico que permite un enfoque integral y multisectorial de la gestión del riesgo de desastres" [39].

En una entrevista, Omar Darío Cardona vio la reputación de Colombia como una paradoja dada su historia reciente de conflictos armados e inseguridad. Afirmó:

"Sorprende que mientras tiene problemas tan grandes de violencia y de emergencias complejas, simultáneamente sea un país considerado como uno de los más avanzados en gestión del riesgo de desastres naturales" [20].

No obstante, si consideramos a noviembre de 1985 como un punto de inflexión en la racionalidad política colombiana, podemos verlo como un factor clave en el posterior compromiso de gobernar los riesgos de desastre.

La coyuntura de la tragedia de Armero y la toma del Palacio de Justicia reunió las amenazas a pesar de su distinto carácter —la segunda fue vista como un desastre político, mientras que la primera se entendió como uno natural. Este vínculo conceptual no era nuevo para noviembre de 1985. Como se mencionó anteriormente, los organismos de Defensa Civil formados en el apogeo de la Guerra Fría fueron retoños de los militares dedicados a proteger la nación contra los enemigos externos o internos, y este objetivo implicaba el compromiso adicional de responder a los desastres naturales. El presidente Betancur ejemplificó este enfoque en 1983, cuando le aseguró a los supervivientes del terremoto de Popayán que el Ejército no tardaría en llegar para garantizar que los antisociales no se aprovecharan de la situación y crearan desorden e inestabilidad social. Sin embargo, los acontecimientos de noviembre de 1985 suscitaron una nueva conexión entre peligros humanos y no humanos. Se creyó que tanto la amenaza política de ataques por parte de grupos armados ilegales como la amenaza física de los fenómenos naturales eran predecibles y, por tanto, evitables.

Esta coyuntura también inició un movimiento paralelo destinado a trazar una línea divisoria entre las amenazas político-militares y aquéllas de carácter técnico-civil. Cuando la política nacional de desastres había estado limitada a la respuesta de emergencias, las mismas entidades colaboraban en el rescate, la recuperación y la reconstrucción, independientemente de si el evento había sido un ataque de la guerrilla o una inundación. Pero una vez que la prevención y la gestión del riesgo se convirtieron en un imperativo gubernamental, y se hizo necesario generar información sobre las amenazas, el trabajo de recoger, analizar y actuar sobre esta información se dividió entre los organismos de seguridad nacional, por una parte (p. e., el Ministerio de Defensa Nacional, el Ejército, el Departamento Administrativo de Seguridad), y las entidades técnicas o humanitarias, por la otra (p. e., la Dirección Nacional de Prevención y Atención de Desastres, la Cruz Roja, INGEOMINAS). Esta división fue codificada en los marcos jurídicos y normativos que rigen la política de desastres, lo cual separó las amenazas a lo largo de líneas similares.

En el momento de su creación inicial en 1984, el Fondo Nacional de Calamidades se aplicaría a las "catástrofes" o a "toda situación de emergencia que altere gravemente las condiciones normales de la vida cotidiana", causada por "fenómenos naturales o artificiales de gran intensidad o violencia; sucesos infaustos únicos o repetidos; enfermedades o afecciones de carácter epidémico; y actos de hostilidad o conflictos armados de alcance nacional o internacional, que afecten a la población" [40, 41].

Sin embargo, la Ley de 1989 que puso el Fondo en funcionamiento sustituyó el término "catástrofes" por "situaciones de desastre o de calamidad o de naturaleza similar", y limitó su aplicación a "inundaciones, sequías, heladas, vientos huracanados, terremoto, maremoto, incendio, erupciones volcánicas, avalanchas, deslizamientos y riesgos tecnológicos en las zonas declaradas como de desastre" [42]. Del mismo modo, la Ley de 1988 que creó el SNPAD también definió "desastre" de tal modo que se limitara su ámbito de aplicación; éste se convirtió en "el daño grave o la alteración grave de las condiciones normales de vida en un área geográfica determinada, causada por fenómenos naturales y por efectos catastróficos de la acción del hombre en forma accidental" [43]. Al trasladar el énfasis de la respuesta hacia la prevención, el marco jurídico y político que apuntala la gestión de desastres en Colombia dividió el mundo de las amenazas potenciales y las emergencias en aquéllas de naturaleza humana y no humana. Hoy en día, el discurso técnico no se refiere a los "desastres naturales", sino a las amenazas físicas sumadas a la vulnerabilidad social, generando así el riesgo y la posibilidad de desastre.

CONCLUSIÓN

En este artículo, hemos demostrado que rastrear el surgimiento histórico del riesgo y la prevención como objetivos del pensamiento político y de la acción gubernamental es una contribución importante a la problemática del futuro urbano en este siglo. La importancia de este enfoque radica en que enfatiza la relativa novedad del imperativo de predecir y prepararse para los desastres antes de que ocurran. Al prestarle nuestra atención a la historia reciente que dio origen a la cultura política del riesgo y la prevención a mediados de la década de 1980 se revela que la normatividad, las instituciones y las técnicas creadas en los últimos veinte años se encuentran aún en una etapa incipiente de formación. Durante este período, hemos visto la formación de nuevas maneras de pensar acerca de las responsabilidades relativas del Estado, la ciudadanía, las organizaciones no gubernamentales, las instituciones académicas y los individuos. Cómo gobernar eventos de naturaleza fundamentalmente incierta de la mejor manera posible, sigue siendo una cuestión sin resolver. Por lo tanto, instamos a que la actual política de riesgo y gestión de desastres en Colombia no sea vista como un producto cerrado y acabado, sino más bien como un proceso abierto y en curso. Como hemos demostrado, es el resultado de una historia compleja y en continuo despliegue, moldeada por contingencias de carácter social, físico y político.

Como científicos sociales del discurso y la práctica tecno-política, es nuestra responsabilidad ofrecer perspectivas constructivas y críticas, y generar reflexión y debate sobre asuntos de importancia. Parafraseando al sociólogo Nikolas Rose, creemos que "al hacer pensables estas contingencias, al rastrear los heterogéneos senderos que conducen a la aparente solidez del presente, al historizar aquellos aspectos de nuestras vidas que parecen estar por fuera de la historia", se hace posible pensar de forma creativa sobre las oportunidades disponibles para el futuro [44]. Por lo tanto, concluimos con un llamado a quienes participan en el loable proyecto de crear políticas, programas, leyes y normatividades destinadas a reducir el daño y evitar la pérdida de vidas ocasionada por desastres, para que mantengan una actitud abierta y reflexiva hacia su trabajo. Nuestras instituciones con autoridad política y científica no deben olvidar la responsabilidad de equilibrar la distribución de "bienes sociales" (tales como educación, salud y vivienda) con la reducción de "males sociales" (como los riesgos asociados a desastres). Aunque Colombia posee una amplia experiencia en la gestión del riesgo de desastres, quizás más que cualquier otro país de América Latina, todavía hay motivos para preguntar: ¿estamos gobernando las poblaciones urbanas y los riesgos que ellas enfrentan de la manera más eficaz, igualitaria y equitativa?

NOTAS AL PIE

1. Sobre la apertura política creada por esta coyuntura histórica, véase [1]; para una discusión ejemplar de cómo una serie de acontecimientos aparentemente dispares (el terrorismo, los desastres naturales y las epidemias) pueden ser introducidos en el marco de "amenazas a la seguridad", véase [2]; para cómo las tecnologías gubernamentales de cálculo y respuesta al riesgo de un desastre natural viran hacia el problema de una amenaza terrorista, véase también [3].

2. Para cómo la ocurrencia de un evento introduce incertidumbre y por tanto conduce a nuevas formas de problematización, véase [11]; para una discusión sobre la "crisis de ‘gobernabilidad'" que sobrevino después de la coincidencia de la tragedia de Armero y el ataque contra el Palacio de Justicia, véase [1].


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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