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Innovar

Print version ISSN 0121-5051

Innovar vol.15 no.26 Bogotá July/Dec. 2005

 



Discapacidad y empleo en España: su visibilidad

Disability and Employment in Spain: its visibility

Handicap et emploi en Espagne: leur visibilité

Pessoas portadoras de deficiência e emprego na Espanha: (sua visibilidade)


Carmen Marina López Pino** & Enrique Seco Martín***

** Doctora en Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. Profesora de la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario. Correo electrónico: carmen.lopezpi@urosario.edu.co

*** Sociólogo y especialista en estudios de mercado, Investigación Social Contemporánea, España. Correo electrónico: secomartin@yahoo.es


Resumen:

El presente artículo aborda “ discapacidad y trabajo” en España como un problema social en construcción, la lenta visibilidad social del colectivo de discapacitados, la evolución de las políticas públicas de empleo -pasivas y activas- dirigidas a este colectivo, así como las dificultades para una verdadera integración social y laboral de las personas discapacitadas.

Palabras clave:

Discapacidad, exclusión social, mercado de trabajo, integración sociolaboral, políticas públicas, políticas de empleo activas y pasivas, España.


Abstract:

The present article approaches “ disability and work “ in Spain as a social problem in construction, the slow social visibility of the group of disabled people, the evolution of the public policy of employment - passive and active - directed to this group, as well as the difficulties for a real social and labor integration of the disabled persons.

Key Words:

Disability, political policy, social exclusion, market of work, social labor integration, active and passive employment policies, Spain.


Résumé

Cet article aborde “l´handicap et le travail“ en Espagne en tant que problème social en construction, la lente visibilité sociale du collectif d´handicapés, l´évolution des politiques publiques d´emploi -passives et actives- orientées vers ce collectif, ainsi que les difficultés pour une véritable intégration sociale et dans l´emploi des personnes handicapées.

Mots clés:

Handicap, exclusion sociale, marché du travail, intégration sociale et dans l´emploi, politiques publiques, politiques d´emploi actives et passives, Espagne.


Resumo:

O presente artigo aborda a relação entre “portadores de deficiência e o trabalho” na Espanha como um problema social em construção, considerando para tanto a lenta visibilidade social do grupo de pessoas portadoras de deficiência, a evolução das políticas públicas de emprego -passivas e ativas- dirigidas a este grupo, assim como as dificuldades para sua verdadeira integração social e laboral.

Palavras-chave:

Pessoas portadoras de deficiência, exclusão social, mercado de trabalho, integração sócio-laboral, políticas públicas, políticas de emprego ativas e passivas, Espanha.


En Colombia, por el momento, “trabajo y discapacidad” no ha inquietado mucho como objeto de estudio, a pesar de que en los países desarrollados esta área del conocimiento cobra cada vez más interés, al ser reconocida como un “problema social”. En esta medida, el colectivo de discapacitados ha logrado un mayor reconocimiento y legitimidad social. En el presente artículo interesa dar a conocer el proceso de visibilidad social alcanzado por dicho colectivo en España, insistiendo especialmente en el caso de los discapacitados psíquicos.

Aquí se parte de tres consideraciones básicas: primera, históricamente, las personas discapacitadas han sufrido un proceso de señalamiento, de marginación o de invisibilidad social por su condición de “raras”; segunda, en las sociedades modernas, la forma fundamental de integración de los individuos se da a través del trabajo; y tercera, el proceso de integración social de las personas con alguna discapacidad está en construcción, como lo indica el caso español.


1. La discapacidad, entre la exclusión y la marginación social

Si nos remontamos a la Antigüedad, Hipócrates, por ejemplo, relacionaba el retraso mental con procesos físicos del cuerpo: un cuerpo que no funciona bien. A este planteamiento se le llamó naturalismo psiquiátrico, que apuesta por el tratamiento médico. Posteriormente, en la Edad Media, aquella misma situación fue relacionada con un acto de posesión demoníaca, de espíritus infernales y, por tanto, el tratamiento no era de índole médica, sino referido al exorcismo e incluso a la hoguera. En 1472, Metliper señalaba: la epilepsia “es una conducta inmoral en la madre mientras lleva en su seno al hijo, lo cual da aposento a la imbecilidad que se genera en la cabeza del feto por influencia de los astros”; y agregaba: las “malformaciones del recién nacido son la gloria y la ira de Dios”. A este período se le denominó oscurantismo psiquiátrico (García, 1995).

En el siglo XVIII se apunta nuevamente hacia un naturalismo psiquiátrico: se buscan los orígenes en la naturaleza misma de los organismos y no en hechos externos. En el siglo XX se indaga en el campo educativo a través de experiencias pedagógicas. En dicho siglo, Jean Itard, uno de los padres de la educación especial, rompió con la idea de la imposibilidad de mejorar las capacidades humanas por el ambiente. Utilizó diferentes técnicas para educar a Víctor, el niño salvaje de Aveyron, poniendo de manifiesto que una persona calificada como idiota podía llegar a aprender determinadas habilidades sociales con un entrenamiento sistemático y adecuado.

Así, en ese período se considera el problema mental en términos de problemas en relación con la conducta adaptativa, con especial atención en la competencia de estas personas, demostrada en la educación social, tal como se recoge en los modelos conductista y cognitivo. Se observa el entorno como factor enriquecedor del desarrollo. El retraso mental dejará de concebirse como un rasgo absoluto del individuo, para empezar a ser considerado como resultado de la interacción entre la persona y el medio.

Ante el nuevo paradigma, la tarea esencial no va a ser diagnosticar y clasificar a los individuos con retraso mental y, con esa información, determinar los tratamientos y servicios que necesitan, sino evaluarlos multidimensionalmente según su interacción con los contextos en los que se desenvuelven. Con base en esa evaluación del individuo y del ambiente se determinan los trastornos y servicios (García, 1995). De ahí que instituciones como la familia, la escuela, la comunidad, el trabajo y el Estado jueguen un papel de alta importancia para que dicha discapacidad no se torne en una minusvalía.

Esta consideración de la discapacidad como un problema social es recogida por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que plantea una diferencia entre deficiencia, discapacidad y minusvalía. Conceptos igualmente construidos y que apuntan a hacer de la discapacidad una situación mejorable y digna.

Deficiencia: Es toda pérdida o anormalidad de una estructura o función psicológica, fisiológica o anatómica.

Discapacidad: Es toda restricción o ausencia (debida a una deficiencia) de la capacidad de realizar una actividad en la forma o dentro del margen que se considera normal para un ser humano.

Minusvalía: Es una situación desventajosa para un individuo determinado, consecuencia de una deficiencia o de una discapacidad, que limita o impide el desempeño de un rol que es normal en su caso (en función de la edad, el género y factores sociales y culturales) (OMS, 1980).

Gráficamente, podríamos decir que una persona que pierde una pierna posee una deficiencia que se traduce en una discapacidad, como es el hecho de no poder caminar, y a su vez una minusvalía de no acceso al mercado laboral, es decir, esta última sería la dimensión social.

En este sentido, no toda deficiencia conlleva una discapacidad ni, por tanto, una minusvalía, hecho en el que inciden las medidas compensatorias y adaptativas que permitan reducir la situación desventajosa. Esta clasificación permite aclarar cómo una deficiencia puede provocar una ausencia de capacidad en una actividad o situación determinada y no necesariamente en todas. De ahí la importancia de estudiar cuál es la construcción social de la discapacidad en la sociedad.

Hablar de discapacidad supone hablar de exclusión social, ir más allá del concepto de pobreza[1]. A la situación de excluido se llega sumando a la pobreza al menos un estigma adicional: la ilegalidad y/o la rareza.

La ausencia de renta y riqueza, esto es, la “pobreza”, aparta del mercado; la situación de “ilegalidad” entra en conflicto con el sistema jerárquico y la “rareza” singulariza negativamente la posición del individuo frente a lo valorativo (Anisi et al., 2003, p. 13). La situación de “rareza” vinculada a la discapacidad lleva a una serie de desventajas sociales y laborales que persisten en el tiempo:

  • Sufren desventajas generalizadas en términos de educación, formación profesional, empleo, etc.
  • Sus oportunidades de acceder a las principales instituciones sociales que distribuyen estas oportunidades de vida son sustancialmente inferiores que las del resto de la población.
  • Carecen de espacios de participación en la toma de decisiones sociales y políticas.

En este sentido, podríamos considerar el concepto asumido por la Unión Europea en el Informe Final del Programa Pobreza 3 (1995):

    Hablar de exclusión social es expresar que el problema no es ya solamente el de desigualdades entre la parte alta y la parte baja de la escala social (up/down), sino también el de la distancia en el cuerpo social entre los que participan en su dinámica y los que son rechazados hacia sus márgenes (in/out). Es también destacar los efectos, a este respecto, de la evolución de la sociedad, y los riesgos de ruptura de la cohesión social que conlleva. Es señalar, por último, que se trata de procesos, tanto para las personas afectadas como para el cuerpo social, y no de situaciones fijas y estáticas.

De este modo, la exclusión quedaría definida en torno a la ausencia de algunos de estos cuatro mecanismos de integración: empleo, familia, comunidad y/o prestaciones del Estado.

La persona con alguna discapacidad corre el riesgo de ser marginada. La marginación es una modalidad específica de exclusión que consiste en “borrar”, por así decirlo, a un sujeto de la vida social. La persona discapacitada es discriminada, pues recibe un trato peor que los demás, lo que le impide acceder a ciertos ámbitos o le obliga a participar de ciertas actividades en condiciones desventajosas. Está segregada, puesto que su exclusión la reduce al uso de ciertos espacios. Está estigmatizada por su condición de “rareza”. Pero no está explotada, no ocupa un lugar subalterno en la sociedad, al no estar vinculada a la esfera del mercado de trabajo.

El estigmatizado es un ser desacreditado, no posee crédito social, tiene una indeseable diferencia. Los individuos que prescriben y ejecutan el alejamiento del estigmatizado se llaman a sí mismos normales, los normales humanos, puesto que esos otros, los no normales, no son completamente humanos (Goffman, 1980).

Por eso muchos de ellos están marginados, sencillamente no están, no existen, han sido borrados literalmente, olvidados, apeados de la distribución de roles en la sociedad. La marginación es la negación de los atributos sociales. En este infierno están los drogadictos, los ex presidiarios, los alcohólicos, los viejos y, por supuesto, los minusválidos. Todos aquellos que han perdido su lugar en la sociedad, si lo han tenido alguna vez, y de los que no se espera que lo recuperen.

Ahora bien, lo que importa sobre todo es no olvidar que el proceso que lleva a la exclusión-marginación de alguien no es mecánico ni gratuito. Requiere y ejerce al mismo tiempo una racionalidad, una lógica. Para eso está todo un sistema de representación hecho todo él de tópicos, de estereotipos y prejuicios que muestran la marginación como algo natural e inevitable, y al marginado como una víctima inocente de sí mismo y de su circunstancia minusvalizadora.

Las ideologías de exclusión funcionan como una fuente de justificación para escamotear derechos y oportunidades que sufren constantemente las relaciones sociales reales. Todas las modalidades de exclusión encuentran, por esta vía, un vehículo para naturalizar una jerarquía y unas asimetrías que los principios democráticos que se supone orientan a la sociedad moderna nunca podrían legitimar.

Su situación no tiene que ver con su deficiencia, sino con la forma en que cada persona y cada colectivo ocupa un punto en el marco de la red de las relaciones sociales y económicas, en la distribución de los espacios, en los requerimientos de la división social del trabajo (Delgado, 1999, p. 18). Es decir, su situación no es tanto la consecuencia inevitable de su deficiencia sino del lugar que ocupa en relación con el mercado de trabajo y las relaciones estructurales que éste determina.

De manera curiosa, Meda (1998) señala que en el proceso de construcción de una ética del trabajo, la mendicidad y la vagabundería como forma de vida fueron duramente castigadas, e incluso en algunos lugares la necesidad de mano de obra fue de tal magnitud que los discapacitados también fueron reclutados por la fuerza. Claro, esto fue en un momento muy concreto.

La modernidad, en palabras de Arendt (1998), trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de la sociedad en una “sociedad de trabajo” y de “trabajadores”. Porque la actividad que llevan a cabo los individuos para relacionarse unos con otros y conformar así el orden social en su conjunto no es otra que el trabajo; quien no trabaja, en principio, no existe. La sociedad no es otra cosa que trabajo social dividido.

Pero la lógica societal que lo preside será siempre la misma: la única forma real de lograr la centralidad del trabajo y de los trabajadores será la de su regulación política (de sus condiciones, de los términos en que se entra y se sale de una actividad y del reconocimiento social de los trabajadores y sus representantes). Esta premisa es mucho más contundente en el caso de las personas con alguna discapacidad, dada la situación de exclusión o marginación en que se han encontrado históricamente respecto al trabajo y las reglas por las que se rigen los mercados de trabajo. La regulación política y la legitimidad social de su vinculación al mercado son imprescindibles para su plena integración como trabajadores y ciudadanos.

Es significativo cómo aquellos que no están o no estaban articulados al mercado de trabajo han tenido una invisibilidad estadística, social y como objeto de estudio. Es el caso de las mujeres, que sólo tuvieron visibilidad cuando se vincularon al mercado de trabajo; o de las personas mayores o ancianos, que pierden visibilidad al abandonar el mercado laboral.

La integración social de este colectivo requiere que “discapacidad y empleo” se encuentren dentro de las agendas políticas y sociales de un “problema social”. En términos de Durkheim (1962), sería necesario un proceso de reconocimiento y de legitimidad.

Hablar de “reconocimiento” significa hacer visible una situación particular, convertirla, como se dice, en “digna de atención”; supone la acción de grupos socialmente interesados en producir una nueva categoría de percepción del mundo social a fin de actuar sobre este último. Mientras tanto, la legitimación va más allá, supone una verdadera empresa de promoción para insertarla en el campo de las preocupaciones “sociales” del momento.

Por eso para abordar el tema que nos ocupa es válido preguntarnos, ¿en qué medida discapacidad y empleo[2] se han constituido en un problema social en España? ¿En qué medida la culpa de la discapacidad ya no recae sobre los individuos, sino que ésta es abordada como un problema de la sociedad? ¿En qué nivel se halla la reflexión sobre el empleo de un colectivo que recientemente gozaba de total invisibilidad, incluso, como objeto de estudio? ¿Qué propuestas de integración laboral se adelantan actualmente?


2. Discapacidad y empleo en España: un problema social de reciente visibilidad

La visibilidad del colectivo de discapacitados en España estuvo asociada a la presencia de comunidades religiosas que prestaban servicios asistenciales, pero su consolidación obedeció en gran medida al movimiento asociativo impulsado por las familias de los discapacitados. En un comienzo, el esfuerzo se centra en la asistencia, atención, diagnóstico y rehabilitación, especialmente en las primeras etapas de vida de la persona afectada. En los últimos diez años, se comienzan a dar pasos firmes para alcanzar la promoción e integración de este colectivo no sólo en el ámbito psicosocial sino laboral. La discapacidad se convierte en una categoría central, tanto en la percepción de la estructuración de la sociedad, como en la conformación de los distintos dispositivos institucionales de intervención social.

Esto va paralelo con el crecimiento espectacular del movimiento asociativo de la discapacidad, que se convierte en uno de los agentes sociales reivindicativos con mayor presencia y capacidad negociadora de toda su historia[3]. Dicho crecimiento también está asociado al apoyo -y presión- dado por los países de la Unión Europea que han destinado fondos para contribuir a dar mayor visibilidad social al colectivo de discapacitados con miras a ubicarlo en un ámbito de igualdad de oportunidades, de plena ciudadanía y de no discriminación, tanto en el ámbito social como laboral.

Actualmente, la sociedad española ha logrado superar la larga historia de estigmatizaciones, eliminado la culpa que recaía sobre las personas discapacitadas y sus familias, aceptando que es un problema que no depende de ellas mismas: su diferencia no es una elección, sino que está definida por su nacimiento, enfermedad, accidente, etc., y, en esa medida, la sociedad se siente impelida a dar protección, afecto, pensiones, formación y trabajo protegido.

La lucha y los espacios conquistados desde el ámbito social (familiar y asociativo) recientemente se han cristalizado en un sistema de protección social promovido desde las diferentes administraciones, estructurado, en una primera etapa, en torno a un modelo de integración asistencial y, en una segunda, hacia un modelo llamado de “pseudo inclusión” (Fernández et al., 1999, p. 75).


2.1. Respuesta de los poderes públicos a la población discapacitada

Según el avance de resultados de la Encuesta sobre Discapacidades, Deficiencias y Estado de Salud (INE, 1999), en España hay 3.528.221 personas con alguna discapacidad. En términos relativos, esta cifra supone el 9% de la población total. Más mujeres que hombres presentan alguna discapacidad, y la probabilidad de adquirirla aumenta con la edad (más del 32% de las personas mayores de 65 años tienen alguna discapacidad). Desplazarse fuera de casa y realizar las tareas del hogar son las discapacidades más frecuentes, seguidas de las de orden visual y auditivo, mientras las discapacidades de autocuidado, aprendizaje, relación y comunicación tienen unas tasas de prevalencia sensiblemente menores. Por último, es una población cada vez más envejecida (Jiménez y Huete, 2002, p. 19).

Las personas de 16 a 64 años con discapacidad presentan una tasa de empleo del 24%. Esta tasa para la población general en el mismo trimestre de realización de la encuesta fue, según la Encuesta de Población Activa, de un 54% (EPA, 2003). De igual forma que ocurre en el conjunto de la población, en el colectivo con discapacidades la tasa de empleo femenina (16%) es inferior a la masculina (32%).

¿Cómo han dado respuesta las políticas públicas a la problemática de este colectivo? Podríamos señalar que la primera etapa corresponde a un modelo de integración asistencial, en el cual el cuidado y la necesidad de ajuste personal y social son las preocupaciones que subyacen en las políticas públicas. Es un modelo que intenta mejorar la situación de las personas discapacitadas, pero sin que ello suponga una apuesta firme por su integración, pues se apoya en la configuración de espacios segregados sin que el empleo esté en la agenda de actuación.

Una segunda etapa se podría ubicar a principios de la década de los ochenta, que se institucionaliza con la Ley de Integración Social de los Minusválidos (LISMI), la cual crea un marco jurídico de actuación que concibe la integración laboral como uno de los ejes fundamentales para una verdadera integración social de las personas con discapacidad. El sistema educativo plantea la necesidad de apostar por una educación integrada (alumnos discapacitados y no discapacitados se mezclan en la misma aula); a nivel laboral, aunque se plantea igual propósito, las políticas no logran ir más allá de la construcción de espacios de trabajo segregados, sin que la vinculación de este colectivo al mercado ordinario tenga mayor éxito. Esto suele llamarse la puesta en marcha de un modelo de “pseudo inclusión” o de inclusión limitada.

El marco genérico en el que hay que situar el ámbito de actuación de los poderes públicos con relación a la atención de personas con discapacidad, está definido, en primer lugar, por la Constitución Española; en segundo lugar, por la Ley de Integración Social de los Minusválidos (LISMI) y, en tercer lugar, por el Plan de Acción para las Personas con Discapacidad.


Para ejemplificar el nivel de protección del colectivo, nos detendremos en el sistema de prestaciones sociales y económicas, señalando las siguientes: 1) Asistencia sanitaria y prestación farmacéutica totalmente gratuita. 2) Subsidio de garantía de ingresos mínimos, cuya finalidad es permitir al minusválido la percepción de unas cantidades mínimas con las que hacer frente a sus necesidades básicas si, por causa de su minusvalía, carece o tiene muy mermadas sus posibilidades laborales. 3) Subsidio de ayuda a tercera persona, establecido independientemente de la capacidad laboral del minusválido y para aquellas personas que requieren la ayuda de otra para subvenir sus necesidades de la vida diaria, como vestirse, desplazarse, comer u otras. 4) Subsidio de movilidad y compensación para gastos de transporte, cuya finalidad es ayudar a aquellos minusválidos que presentan graves dificultades de movilidad en el costo adicional que les supone utilizar medios de transporte especiales.

Las áreas de atención básicas para el colectivo son las siguientes:

A) Centros o empresas de carácter asistencial

    - Centros de día de atención temprana

    - Centros ambulatorios de atención temprana

    - Residencias y viviendas tuteladas

    - Centros y talleres ocupacionales o de terapia ocupacional

    - Centros de día o de estancia diurna

    - Centros y servicios de respiro familiar

    - Centros y servicios de ocio y tiempo libre

    - Instituciones y asociaciones de atención a las personas con discapacidad

    - Centros de rehabilitación e integración social de enfermos mentales

    - Centros de rehabilitación psicosocial

B) Centros educativos

    - Centros de educación especial

C) Centros de trabajo

    - Centros especiales de empleo (CEE)

El cuadro 1 arroja información sobre el número de centros existentes en 1995, fecha en que dichos programas estaban aún centralizados; en la actualidad, cada Comunidad Autónoma desarrolla sus propios programas de integración, razón por la cual no existe información del total de centros más actualizada que ésta. Pero vale la pena destacar que si en 1995 había 137 centros especiales de empleo, en 2002 esta cifra ascendía a 1.095.


En los últimos años, tres áreas de servicios presentan el mayor crecimiento en el sector: a) la vivienda y residencia, b) la ayuda a domicilio, y c) la formación para el empleo y la creación y construcción de empleo. Hay dos razones importantes para ello. Primero, el sector se ve desbordado por una población usuaria cada vez más envejecida: en 1999, aproximadamente el 60% de la población afectada por algún tipo de discapacidad tenía más de 65 años (sin descontar que el deterioro físico de este colectivo es mayor) (Jiménez y Huete, 2002, p. 19). Segundo, el empleo se considera como la mejor forma de conseguir la normalización de las personas con alguna discapacidad.

Por último, es de destacar que la educación especial tiende a perder importancia en la medida en que se apuesta por una educación integrada, de ahí que gran parte del colectivo se encuentra vinculado al sistema educativo ordinario. En el período 2001-2002 había 35.282 alumnos con algún tipo de discapacidad en los centros privados, de los cuales el 29% se encontraba en educación especial específica, y el resto (71%) estaba integrado a los centros ordinarios.

En resumen, se pasa de un modelo asistencial a uno de “inclusión limitada”, que plantea el empleo como uno de los espacios determinantes para una verdadera integración social de las personas discapacitadas, pero que aún no logra cristalizarse tanto en el ámbito político como en el social y empresarial, como veremos a continuación.


2.2. Atrapados en el “empleo protegido”

En las sociedades modernas, el trabajo se ha configurado como el factor de construcción de la identidad social. Existimos socialmente en tanto trabajadores y consumidores. Estar integrado al mercado laboral facilita y posibilita nuestra existencia en la sociedad: una integración social, afectiva y real.

    Para mí, la satisfacción personal, primero, y una remuneración, porque tienes que vivir y tienes una vida. Satisfacción autoestima. Yo es que soy otra persona. Luego entras en el trabajo y tienes esa vidilla, esa cosa tan diferente a tu casa. Cuando estás en el trabajo como que es un mundo diferente (trabajadora de un CEE con discapacidad física). (Del Río y Rubio, 2003, p. 59)

Al trabajo se le adjudican funciones de desarrollo personal y social, actuando como factor de realización personal y de inserción social: la edad laboral es en la que el individuo diseña y pone en funcionamiento sus estrategias orientadas a conseguir independencia y reconocimiento social como sujeto activo y capaz de desarrollar un proyecto de vida propio. Veamos cómo lo sintetiza un representante del ámbito de las organizaciones:

    Filosóficamente todos aceptan que el empleo es un factor esencial para la normalización social, te da autonomía, te da la posibilidad de relacionarte socialmente, esto es importante porque hay muchas personas con discapacidad que han estado muy aisladas, en núcleos muy, muy reducidos, como la familia y poco más. Hay gente que no sale de la casa. El trabajo te obliga a salir de casa, tienes que moverte, planteas la cuestión de cómo me muevo. Adquieres habilidades sociales que son muy importantes. Te da autonomía económica y comienzas a tomar decisiones sobre tu propia vida, si quieres tener una casa, tener pareja o no, conocer a otras personas. Desencadena una espiral de cambios en la vida existencial de la persona con discapacidad muy grande. (Del Río y Rubio, 2003, p. 56)

En España, la estructura de inserción laboral se encuadra en tres estrategias que responden a necesidades distintas y que siguen la orientación dada desde la Unión Europea.

- Los programas de protección social, de garantía de ingresos mínimos: Intentan cubrir las necesidades más básicas de las personas, asegurar su acceso a unas cuotas dignas de riqueza socialmente generadas.

- Las estructuras de empleo protegido, de inserción laboral, responden a necesidades de participación en tareas socialmente útiles y de incorporación al trabajo.

- Los planes de desarrollo local, de desarrollo endógeno: Constituyen el esfuerzo por localizar las necesidades territoriales de la comunidad, las nuevas actividades y los nichos que el mercado no ha cubierto. Responden a la necesidad de generar comunidades más integradas y autosuficientes, con mejor calidad de vida.

Nos detendremos en las dos primeras estrategias de empleo. Respecto a la primera, en la década de los noventa, las políticas contra la exclusión social se plantearon con una orientación hacia el empleo como elemento clave hacia la inserción (véase figura), entendiendo el derecho al trabajo como garantía vital y como derecho a la integración social según los programas de rentas mínimas de inserción (RMI).


Hasta finales de los ochenta, el sistema de protección español carecía de un esquema de renta o ingreso mínimo, entendido éste como el conjunto de programas que constituyen una última red de seguridad para que ningún ciudadano viva sin un mínimo de recursos económicos. Su orientación es doble y está en la misma línea que el RMI francés. Por un lado, busca garantizar un ingreso mínimo a las personas que acrediten su situación de necesidad y, por otro lado, favorecer la inserción social de sus preceptores.

Desde el marco de políticas activas de empleo, el preceptor del subsidio económico debe comprometerse a participar de forma activa en su inserción sociolaboral, bien sea a través de los programas paralelos establecidos (formación, orientación laboral, etc.) o generando estrategias de búsqueda de empleo, con miras a participar en el abandono de su situación de necesidad (Aguilar, Laparra y Gaviria, 1994).

Respecto a la segunda estrategia, o estructura de empleo protegido, la LESMI señala que la finalidad primordial de la política de empleo de trabajadores minusválidos es su integración al sistema ordinario de trabajo o, en su defecto, su incorporación al sistema productivo mediante la fórmula especial de trabajo protegido. En el cuadro 2 se exponen sucintamente las principales medidas que propugna esta Ley.

Acogiéndonos a lo planteado por Del Río y Rubio (2003), en España las políticas de inserción laboral de las personas discapacitadas atraviesan por tres momentos históricos: en un primer momento, el énfasis se puso en medidas administrativas de tipo asistencial, facilitando prestaciones y ayudas económicas (hasta los años ochenta). Apoyado en políticas pasivas, las personas con discapacidad obtenían unos recursos económicos sin pasar por el mercado laboral. La discapacidad era percibida como una fatalidad, una desgracia. La inserción laboral de las personas con discapacidad no sólo era difícil sino hasta imposible de concebir, por lo que la administración pública intentó paliar este hecho (ausencia de ingresos a través del trabajo), proporcionándoles ayudas y prestaciones económicas.

En un segundo momento se hace hincapié en los modelos de empleo protegido, con la creación de los Centros Especiales de Empleo (CEE), que aunque fuera del mercado normalizado u ordinario es asistido y protegido. Dentro de estos centros, los trabajadores realizan un trabajo productivo, remunerado, con un contrato y alta en la seguridad social. Reciben a cambio una prestación de servicios de ajuste personal y social, sobre todo cuando la persona así lo requiere.

La tercera etapa puede ser ubicada a principios del presente siglo. Las administraciones (estatal y regionales) despliegan políticas de discriminación positiva: enfatizan en la inserción laboral en el mercado ordinario como la forma más eficiente y eficaz de normalización, ofreciendo a las empresas ordinarias incentivos, ayudas y subvenciones a la contratación de trabajadores con discapacidad en el mercado abierto u ordinario, además de obligar a cumplir con una “cuota de reserva” (las empresas públicas y privadas con un número de trabajadores fijos que exceda de 50 están obligadas a emplear un número de trabajadores minusválidos no inferior al 2% de la plantilla) (ver cuadro 2).

Recientemente se están poniendo en marcha otros modelos de inserción laboral dentro del mercado ordinario. En primer lugar los “enclaves laborales”, cuyo objetivo es implantar, en un tejido productivo normal y plenamente competitivo, unidades de producción dependientes directamente de un centro especial de empleo. En dichas unidades prestan servicio trabajadores con discapacidad pertenecientes a dichos centros, quienes gozan de un salario y de unas protecciones sociales y laborales. Aunque existe una segregación dentro de la empresa, ésta es relativa, pues el enclave está articulado a las demás unidades de producción.

En segundo lugar está el “empleo con apoyo” que promueve el “empleo competitivo” en entornos integrados, para aquellos individuos que tradicionalmente no han tenido esa oportunidad. Es una práctica de aplicación reciente en España y no está desarrollada en todo el territorio nacional. Básicamente consiste en ofrecer a las personas con discapacidad que buscan trabajo remunerado un sistema estructurado de apoyo para que encuentren, aprendan y mantengan un empleo real en una empresa del mercado abierto. Este modelo de integración laboral se basa en la integración total, con salarios y beneficios desde el primer momento, ubicando a la persona en un empleo antes de proporcionarle el entrenamiento, con rechazo cero, apoyo flexible a lo largo de la vida laboral y posibilidad de elección por parte de la persona.

Este último ejemplo (que está cerca del empleo ordinario) puede ofrecer una vía de acceso al empleo en condiciones normalizadas para un gran número de personas con discapacidad. Ahora bien, para muchos es un modelo de inserción que requiere un mayor esfuerzo económico por parte de la administración para llegar a ser eficiente y efectivo (Del Río y Rubio, 2003, p. 35).

Estas propuestas de inserción laboral están acompañadas de dos tipos de formación. Una articulada a las ocupaciones como tales y otra al ámbito social y disciplinario del trabajo. En el primer caso, la formación es generadora de “capacidad para saber hacer” (competencias técnicas). Capacidad que se deriva de poseer conocimientos, de conocer técnicas para ponerlas en práctica (competencias metodológicas), de haber desarrollado las habilidades necesarias para utilizar dichas técnicas con eficacia y tener la actitud necesaria para utilizar dichas habilidades (competencias participativas).

En el segundo eje se encuentran las habilidades (tanto sociales como laborales). Es decir, aquellas habilidades desarrolladas por los individuos para el desempeño de cualquier empleo y en cualquier contexto (puntualidad, disciplina, orden, habilidades para el trabajo en grupo, etc.).

Pero ¿qué concepción de la política de inserción sociolaboral y de los mismos discapacitados subyace en las anteriores propuestas de integración al mundo del empleo?

Podemos señalar que lentamente se pasa de una política pasiva de empleo a una activa, acompañada a su vez de estrategias de discriminación positiva hacia este colectivo, expresadas estas últimas en incentivos a las empresas para dar prioridad a la vinculación de personas discapacitadas al mercado ordinario.

Si bien este tipo de políticas han sido bien recibidas por las diferentes asociaciones y personas discapacitadas, para un grupo importante éstas son insuficientes y han tenido efectos no deseados, como veremos a continuación.

La discriminación positiva se apoya en una serie de medidas sociales y políticas encaminadas a contrarrestar la discriminación negativa ampliamente extendida y sufrida por las personas discapacitadas, dada su condición de “raras”, de considerar lo normal -bueno- y lo diferente -no bueno.

La discriminación positiva lleva a un conflicto estratégico entre el principio general de no discriminación y el objetivo político de lucha activa a favor de la desaparición de la discriminación. En términos generales, las asociaciones están de acuerdo con este tipo de políticas, pues consideran que solamente con políticas específicas que contrarresten la inercia social podrían introducirse o acelerarse los cambios sociales necesarios. El problema es que, hasta el momento, los empresarios españoles se han mostrado reticentes a cumplir por ejemplo con las cuotas de reserva (2% de discapacitados en su plantilla) o a hacer uso de las subvenciones recibidas por parte de las administraciones por contratar a este colectivo.

En cuanto a las políticas activas de empleo, las asociaciones lamentan que éstas no se apliquen hasta sus últimas consecuencias. Es decir, que se pase de un empleo protegido (CEE) a un empleo ordinario, o que se fortalezca la estrategia de “empleo con apoyo”. Un representante del ámbito de la administración pública señalaba:

    ... Europa en todos los múltiples documentos que saca con relativa frecuencia siempre marca este objetivo: empleo ordinario; hay que tener en cuenta que Europa no ha subvencionado nunca el empleo protegido. En España el empleo protegido corre a cargo del Gobierno mientras que el empleo ordinario se apoya en subvenciones para empresarios o no sé qué negocios... (Del Río y Rubio, 2003, p. 53)

Como lo confirma el anterior relato y diversos estudios (Del Río y Rubio, 2003; Fernández, 1999; Jordán y Verdugo, 2003; Fundación ANDE, 1999; García, 1995), el esfuerzo de la administración pública se ha centrado en la consolidación de los centros especiales de empleo, pero sin que éstos cumplan con el objetivo inicialmente planteado: ser un paso para la integración de los discapacitados al mercado de trabajo. Estos centros se han convertido en un trabajo finalista para las personas discapacitadas que, por un lado, no encuentran formas de articularse al mercado ordinario o, por otro, temen perder las protecciones, especialmente en materia de estabilidad laboral, que supone el pertenecer a dichos centros.

Más aún, otra de las críticas a este proyecto es que los trabajadores que quedan atrapados en estos centros especiales de empleo son aquellos que presentan leves discapacidades psíquicas, que fácilmente podrían ser integrados al mercado ordinario si contaran con los apoyos necesarios. Es así como se plantea que las administraciones públicas no se han preocupado de articular nuevas fórmulas de inserción laboral para aquellas personas con discapacidad provenientes de sistemas educacionales normalizados. Si la única salida laboral que encuentran está dentro del empleo protegido, todo ese esfuerzo que se ha hecho durante muchos años, tanto personal (por el propio individuo) como institucional (las escuelas, el trabajo de los profesionales de la educación, las inversiones económicas para la eliminación de las barreras, etc.), se pierde si la inserción laboral no es efectiva dentro de entornos normalizados, es decir, del mercado ordinario abierto.

Por último, otro de los cuidados que habría que tener es que con la explosión de CEE e, incluso, de enclaves de trabajo, algunos empresarios se aprovechan de dichos trabajadores, sometiéndolos a peores salarios y condiciones de trabajo. En fin, estas propuestas en el mundo real pueden derivar, si no se tiene cuidado, en la precarización del colectivo.

El énfasis colocado en los centros especiales de empleo se registra en el gráfico 1. Entre 1998 y 2001, en España, dichos centros tuvieron un crecimiento del 58%, al pasar de 693 a 1.095, mientras la plantilla lo hizo en 45%, al pasar de 21.284 empleados a 30.833, inferior al crecimiento de los centros.


Es un sector atomizado. Según una muestra realizada en 2002 por el Imserso[4], de 93 CEE, el 31% poseía menos de 10 trabajadores; el 47% entre 11 y 50; el 17% entre 51 y 200; y sólo el 4% de los establecimientos ocupaban a más de 200 trabajadores (Servicios Sociales, Comunidades Autónomas, 2002). Es de destacar que en los últimos años han surgido CEE desde el ámbito privado no concertados con la administración pública.

En los centros especiales de empleo suele concentrarse la mayor tasa de trabajadores con alguna discapacidad. En 2001, de un total de 32.747 trabajadores existentes en dichos centros, el 94% (30.833) presentaban algún tipo de discapacidad: 15.568 tenían una discapacidad psíquica, 12.027 física y 3.238 sensorial.

Jordán y Verdugo (2003), en su estudio El empleo con apoyo en España, realizan una muestra de CEE y los datos demográficos indican que el grupo de trabajadores en estos centros está mayoritariamente conformado por varones (86,1%); el grupo de edad principal se sitúa entre 31 y 40 años (47%), si bien hay un grupo amplio entre 22 y 30 años de edad (30,6%); una mayoría vive en el hogar familiar (77,8%) y su nivel de estudios es principalmente de formación ocupacional (58,3%) (p. 124).

No obstante el continuo crecimiento de los CEE, éstos presentan cierta inestabilidad pues se observan bajas importantes de entidades, opacadas por el mayor ritmo de crecimiento de las recientemente dadas de alta. Esta última característica puede obedecer a la elevada dependencia del sector de los recursos externos, bien sea vía conciertos, subvenciones o ayudas. Aunque existen CEE bastante consolidados, también hay otros muy pequeños que corren el riesgo de darse de baja al terminar la financiación. Según Jordán y Verdugo (2003), “el 28% de los programas existentes cuentan con una financiación estable mientras el 72% restante carece de ella. Esto supone una clara precariedad en la mayoría de las iniciativas existentes que, sin duda, puede influenciar negativamente la eficiencia de las acciones promovidas” (p. 55)[5].

En resumen, primero, el empleo protegido no logra ser un espacio de tránsito hacia el mercado ordinario; segundo, el “empleo con apoyo” y “los enclaves de trabajo” todavía no jalonan de manera suficiente, para convertirse en propuestas integradoras; y tercero, los empresarios muestran poca disposición a comprometerse con un verdadero proyecto integrador. No obstante, cabe preguntarse: ¿por qué a pesar de los avances importantes en materia de empleo, este propósito es aún muy frágil?


2.3. Dificultades para una plena integración sociolaboral

Las personas con alguna discapacidad, en especial psíquica, no están incluidas socialmente, entendiendo por “inclusión” el acceso normalizado a las actividades, funciones y relaciones más definitorias de la vida social. Aún se reservan territorios diferenciados y apartados para el trabajo y sólo una parte minoritaria logra vincularse al mercado del trabajo ordinario.

En el presente contexto social, especialmente el problema de la discapacidad psíquica es resuelto de forma doméstica o asistencial, habilitando espacios segregados. Los representantes de estos colectivos buscan su inclusión social a través del trabajo en la empresa ordinaria, pues se parte de la consideración de que ello permitiría instalarse en los espacios y los tiempos de lo social-normalizado. Se supone que la empresa, al no estar sustentada en la lógica del cuidado y la protección sino en la de la competencia y la rentabilidad, sirve para enfrentar al discapacitado con la “realidad” y “resocializarlo”. Se trata de impulsar que el discapacitado sea un sujeto con capacidad de decisión y responsabilidades (ciudadano) y no un objeto de cuidado y protección.

El proyecto de una plena integración social y laboral de este colectivo encuentra múltiples bemoles, que van desde las características mismas del mercado laboral español hasta los estereotipos de los empresarios frente a este colectivo y las trabas que en el ámbito familiar y personal encuentran las personas discapacitadas.

Como se observa, no es fácil lograr su plena integración porque, como dicen, un importante número de los “normales” también bordean ese peligroso abismo de la exclusión social que supone el hecho de no estar vinculado al mercado de trabajo, o de estarlo precariamente. Es innegable la crisis del empleo existente en España, caracterizada por altas tasas de paro o desempleo, la segmentación de los mercados de trabajo y la flexibilidad laboral existente. Todo ello en una economía que sufre mayores exigencias en materia de competitividad y que se ve desbordada porque su modelo de desarrollo no logra incorporar a un contingente cada vez mayor de mano de obra joven y cualificada.

Según un estudio realizado por la Fundación ANDE (1999), las cualidades demandadas por los empleadores se centran en:

  • Dedicación a la empresa
  • Capacidad de resolución de problemas
  • Bajo absentismo laboral
  • Motivación hacia el trabajo
  • Dedicación a las tareas

Lo problemático es que la imagen social que suele tener el empresariado español respecto a las personas discapacitadas, especialmente psíquicas, se distancia mucho de las anteriores demandas. Si bien, en términos generales, las personas con discapacidad exhiben una baja escolaridad, las experiencias en el trabajo con este colectivo apuntan a señalar de forma unánime que son personas que presentan bajo absentismo laboral, bastante motivación para trabajar, alta dedicación a las tareas encomendadas, entrega a la empresa y poca conflictividad, que como se ha dicho son cualidades y actitudes muy valoradas por los empresarios. El déficit de las personas con alguna discapacidad psíquica se presenta básicamente en la poca capacidad de resolución de problemas (Fundación ANDE, 1999, p. 43). Dado que en general el colectivo posee las cualidades demandadas en el ámbito empresarial, sus representantes plantean la necesidad de potenciar a través de las campañas y de los contactos con el mundo empresarial dichas capacidades y aptitudes.

La construcción social de la discapacidad está en la base de la exclusión laboral. Es un proceso de conocimiento, una práctica cognitiva y simbólica cristalizada en actitudes, valores y prejuicios, que se traduce en el monopolio de ciertas oportunidades económicas, sociales y políticas por parte de los “normales”.

Las representaciones ideológico-culturales de los empresarios españoles e, incluso, de algunos representantes de la administración pública son próximas a lo que Fernández señala como una concepción “esencialista” de la discapacidad, que explica la exclusión social como consecuencia de las limitaciones orgánicas de este colectivo. En esta postura, el discapacitado, especialmente el psíquico, por su esencia, por lo que es, no puede nunca llegar a ser una persona incluida en el sistema social (Fernández et al., 1999, p. 60).

A nivel de las estructuras políticas y sociales aún no logra imponerse una postura que, partiendo de reconocer lo orgánico como desencadenante de limitaciones, considere que en últimas lo que impide el acceso normalizado a las actividades, funciones y relaciones de la vida social es la construcción social de la discapacidad. Los discapacitados pueden, como cualquier otra persona, estar sujetos a procesos de aprendizaje a lo largo de toda su vida que les permitan mejorar su situación. Más aún, es posible incidir para reducir el número de discapacidades. Incluso, poseen potencialidades que los “normales” no tienen y, por otro lado, se reconoce que son conscientes del modelo o imagen social que circula sobre ellos, y que pueden utilizar estratégicamente ese modelo a su favor.

El individuo modélico de nuestra sociedad está revestido de valores como eficacia, conocimiento y habilidades sociales opuestos a lo que significa la figura del tonto, por ejemplo. Lo más problemático, hoy en día, es que el sistema social español todavía no tiene previsto un lugar integrado para las personas con alguna discapacidad, especialmente de orden psíquico.

    El tema de los físicos, la gente todavía se sigue sorprendiendo de las minusvalías de las personas discapacitadas, de verles por la calle, etcétera, y todavía no hemos llegado a una conciencia de que las barreras arquitectónicas están ahí, de que existen, de que no puedes aparcar el coche en una esquina. Pero sí hay una mayor visibilidad. El tema de los psíquicos sigue siendo un tema olvidado. La sociedad no ha reconocido que estas personas tienen su capacidad de autonomía y que es misión nuestra y responsabilidad nuestra el potenciarla. Se sigue considerando al psíquico como tonto. Como una persona que está por debajo, que no va a llegar. (Fundación ANDE, 1999, p. 46)

En el caso de la discapacidad psíquica, lo mental está marcado porque supone una merma de las capacidades intelectuales y una puesta en entredicho de una racionalidad normal. Lo mental en nuestra cultura es un término que remite a la esencia diferenciadora del ser humano, es donde se realizan los procesos del pensamiento. Al mismo tiempo, lo mental también remite a lo desconocido, al aspecto menos acotable de lo orgánico, lo que es más difícil de explicar y de clasificar y lo que está, por tanto, más sujeto a la ambivalencia y a la incertidumbre. Cuestionar la esencia del ser humano, su componente racional, su inteligencia. La persona con discapacidad psíquica se presenta como alguien que no puede manejar estructuras de pensamiento complejas y abstractas. En este sentido, quienes tienen una visión esencialista toman como único referente una visión reducida de la inteligencia que se basa en el orden matemático.

Comparado con la discapacidad física, la discapacidad psíquica es mucho más difícil de entender, de comprender. Lo físico remite a lo que es visible, a lo tangible. Un problema físico es evidente y esa visión tranquiliza, no hay ninguna duda sobre la discapacidad y se adecúa la relación a este hecho. Sobre la psíquica siempre hay una indefinición constante (Fernández et al., 1999).

Esto se manifiesta igualmente en las oportunidades diferenciales en el mercado laboral que tienen los diversos grupos: físicos, psíquicos y sensoriales. Mientras los físicos poseen niveles de escolaridad altos, acceden en mejores condiciones al mundo de la enseñanza (normalizada) y tienen mayores oportunidades en el mercado de trabajo ordinario que sus otros compañeros discapacitados; los sensoriales, como los sordos, cuya discapacidad no es visible socialmente, suelen tener problemas de comunicación y siguen siendo considerados por la sociedad como “invisibles”; por último, los minusválidos psíquicos son quienes encuentran mayores barreras sociolaborales, poseen más baja escolaridad y han estado preferiblemente segregados, tanto en el ámbito escolar como en el trabajo, cuando logran acceder a este último (Fundación ANDE, 1999, p. 56).

Bajo esa estructura de mercado de trabajo, sumada al débil poder social de negociación del colectivo en materia de empleo, y a la construcción social del discapacitado como una persona con múltiples déficit, integrar socialmente a este colectivo supone no sólo un trabajo en el ámbito empresarial y educativo, sino en el ámbito privado de las familias y de los mismos discapacitados.


A manera de conclusiones

Es innegable que en España, durante los últimos años, “discapacidad y trabajo” se ha constituido en un problema social, es decir, ha logrado un marco de reconocimiento y legitimidad, expresado en la fortaleza del movimiento asociativo de los discapacitados y en la mayor visibilidad social del colectivo.

Podemos señalar que lentamente se pasa de una política pasiva de empleo, caracterizada por un modelo asistencialista que se apoya en la segregación de las personas discapacitadas en espacios diferenciados (circunscritos al ámbito de la escuela y la familia), a una política activa que procura dar tímidos pasos hacia la integración sociolaboral, pero en espacios igualmente segregados; de ahí que se hable de una “inclusión limitada”. Acompañada a su vez de estrategias de discriminación positiva hacia este colectivo, expresadas en incentivos a las empresas para dar prioridad a la vinculación de personas discapacitadas al mercado ordinario.

Inclusión limitada, en el sentido que, en primer lugar, el empleo protegido no logra ser un espacio de tránsito hacia el mercado ordinario; en segundo lugar, el “empleo con apoyo” y “los enclaves de trabajo” todavía no acaban de cristalizar como alternativas; y, por último, los empresarios muestran poca disposición a comprometerse con un verdadero proyecto integrador.

No obstante la situación, si damos una mirada hacia atrás, los cambios en la última década son vertiginosos, las calles son ocupadas por los discapacitados, las barreras arquitectónicas lentamente van desapareciendo, las miradas se posan cada vez menos morbosamente sobre ellos, la culpa ya no recae en ellos ni en sus familias; y, lentamente, se habla del trabajo y se reservan y comparten espacios con ellos, y en algunos rincones los trabajadores han olvidado que su compañero sufre una tal discapacidad física o psíquica, ya no temen reconocerse en ellos, como trabajadores y como personas que son. Es necesario seguir avanzando para que los principios de la solidaridad, la cooperación y el compromiso cívico sean los que rijan la sociedad para darles visibilidad social y política.


Pie de página

[1] “son pobres los individuos, las familias y los grupos de personas que disponen de medios materiales, culturales, sociales,… tan escasos que están excluidos de las formas de vida aceptables como nivel mínimo en los Estados en los que viven” (Bourdieu, 1993, citado en García, 2003).

[2] Hablamos de empleo cuando nos referimos al trabajo regulado, es decir, regulado en sus condiciones de trabajo, de entrada y salida del mismo, y a la existencia de actores (Estado, organizaciones sindicales) que velan para que ello se cumpla.

[3] Aunque en España el subsector de discapacidad se encuentra recogido en el sector de servicios sociales, las características del sector pueden ser extrapoladas a éste: pertenecen a un ámbito en el que la fuerza del tercer sector es mayoritaria, reflejada en amplia presencia de las asociaciones, entidades religiosas y cooperativas (57%), y abundan las empresas pequeñas, con menos de 50 trabajadores (86%). Además de esta atomización, entre 2000 y 2004 se observó un crecimiento continuo al aumentar el número de empresas en un 49%. Disminuyeron aquellas sin asalariados (23%), mientras las que cuentan con menos de 20 trabajadores continúan jalonando el sector, duplicándose de forma acelerada, a la vez que se consolidan y surgen unas pocas de gran tamaño.

El sector empresarial con ánimo de lucro comienza a introducirse cada vez más en este ámbito a través de los conciertos de algunos de los servicios (plazas residenciales, centros de día, servicio a domicilio) y la creación de centros especiales de empleo, acogiéndose a las ventajas fiscales y tributarias existentes.

Por último, otra característica es la importancia que tienen en el mismo los voluntarios. Según la “Memoria de Actividades de FEAPS, 2003”, las entidades de la Confederación Española de Organizaciones a favor de las Personas con Discapacidad Intelectual (FEAPS) contaban en diciembre de dicho año con aproximadamente 8.000 voluntarios.

[4] Instituto de Migraciones y Servicios Sociales (Imserso), dependiente del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales de España.

[5] La alta fragilidad presupuestaria de una parte importante del sector es una de las debilidades señaladas por sus representantes. En 1999, el gasto en protección social como porcentaje del PIB en España estaba por debajo de la media de los 15 de la UE (27,6%), al ubicarse en un 20%. En la distribución del gasto en protección social por grupos de funciones (vejez y supervivencia; salud, enfermedad y discapacidad; familia e infancia; desempleo; alojamiento y exclusión social), el grupo salud, enfermedad y discapacidad ocupa el segundo lugar (37%), seguido por el de vejez y supervivencia (46,2%), y se encuentra por encima de la media de los 15 países de la UE, la cual se ubica en 34,9% para las áreas del colectivo que nos ocupa (Jiménez y Huete, 2002, p. 185). No obstante esta situación, el sector recibe fondos no sólo del ámbito estatal sino del Fondo Social Europeo y de instituciones como Fundación ONCE (Organización Nacional de Ciegos Españoles), Secipi, Fundación Telefónica, Vodafone, ayuntamientos, Instituto de la Mujer, entre otras. Por ejemplo, la Fundación ONCE destina anualmente el 3% de la facturación bruta por la comercialización de su cupón de lotería, lo que representa que uno de cada cuatro euros se dirigen a programas sociales para personas con otra discapacidad distinta a la ceguera. En 2003, cerca de 83 millones de euros fueron destinados al sector (físicos: 12 millones, psíquicos: 12, sensoriales: 4, y mixtos: 56).


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