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Innovar

Print version ISSN 0121-5051

Innovar vol.16 no.28 Bogotá July/Dec. 2006

 



Hacia un dis–curso de la gestión del conocimiento en el contexto organizacional

Towards debate regarding managing knowledge within an organizational context

Vers un discours de la gestion de la connaissance dans le contexte organisationnel

Em direção a um discurso da gestão do conhecimento no contexto organizacional



Mauricio Sanabria Rangel*

* Profesor de carrera de la Facultad de Administración de la Universidad del Rosario y miembro del grupo “Perdurabilidad Empresarial” de la misma. Es egresado del programa de Administración de Empresas y de la Maestría en Administración de la Universidad Nacional de Colombia; en la actualidad es estudiante del Doctorat de Sciences de Gestion de las Universidades de Rouen, París XIII y la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: mauricio.sanabria91@urosario.edu.co


Resumen

El artículo procura poner en evidencia algunas falencias y riesgos del “discurso” tradicional de la gestión del conocimiento desde un análisis de las consecuencias prácticas de su aplicación y de algunos de sus postulados y fundamentos teóricos básicos. Al resultado de esta revisión la considera, entonces, como parte de la elaboración de un “dis-curso” que el autor estima necesario y conveniente ir construyendo para avanzar de una manera más amplia en el debate sobre el tema y en el análisis del importante volumen de textos, estudios e información que el mismo ha venido suscitando en muy diversos contextos espaciales, y también disciplinares, particularmente en el administrativo.

Palabras clave:

gestión del conocimiento, instancia cognoscitiva, complejidad, conocimiento, constructivismo, aprendizaje organizacional.


Abstract

This article reviews some flaws and risks involved in the traditional 'debate' regarding managing knowledge by analysing the practical consequences of its application and some of its postulates and basic theoretical foundations. The result of such review has led to forming necessary and advisable 'discourse' aimed at making a broader approach towards debate regarding the topic and analysing the significant amount of texts, studies and information which the author has used to provoke debate in very different disciplinary and spatial contexts, particularly in epistemological, administrative training and organisational management ones.

Key words:

knowledge management, cognitive moment, complexity, kowledge, constructivism, organisational learning.


Résumé

L´article tente de mettre en évidence quelques aspects fallacieux et les risques du « discours » traditionnel sur la gestion de la connaissance à partir d´une analyse des conséquences pratiques de leur application et de quelques uns de ses postulats et de ses fondements théoriques de base, résultat de cette révision qu´il considère comme une partie de l´élaboration d´un «dis-cours» que l´auteur estime important et nécessaire de construire pour avancer d´une façon plus large dans le débat sur ce sujet et dans l´analyse de l´importante masse de textes, d´études et d´information qui ont été suscité dans de très différents contextes de lieus mais également de disciplines, particulièrement dans l´administration.

Mots clés:

Gestion de la connaissance, instance cognitive, complexité, connaissance, constructivisme, apprentissage organisationnel.


Resumo

O artigo procura colocar em evidência algumas falências e riscos do 'discurso' tradicional da gestão do conhecimento desde uma análise das conseqüências práticas de sua aplicação e de alguns de seus postulados e fundamentos teóricos básicos, o resultado desta revisão se considera então como parte da elaboração de um 'dis-curso' que o autor estima necessário e conveniente ir construindo para avançar de uma maneira mais ampla no debate sobre o tema e na análise do importante volume de textos, estudos e informação que o mesmo vem suscitando em diversos contextos espaciais mas também disciplinares, particularmente no administrativo.

Palavras Chave:

Gestão do conhecimento, instância cognoscitiva, complexidade, conhecimento, construtivismo, aprendizagem organizacional.


1. Introducción[*]

El “discurso” (léase, una exposición coherente sobre algún tema particular) de la gestión del conocimiento (conocido frecuentemente como Knowledge Management, KM) es hoy uno de aquellos planteamientos que ha logrado conseguir en el campo administrativo –como muchos otros antes también lo han hecho, sin mayor aprieto– muy diversos adeptos, y se encuentra en la actualidad sin ninguna duda a la orden del día en muy diversos espacios académicos y profesionales.

Además de los diversos libros y artículos publicados sobre la temática, las facultades de Administración, Ingeniería y otras incorporan cada vez más diversos cursos acerca del tema; las firmas de capacitación profesional hacen lo propio; las empresas de consultoría tienen grandes áreas de trabajo y servicio relacionados con él; múltiples empresas comunican que se encuentran desarrollando programas alrededor del mismo; instituciones de reconocido prestigio como Colciencias y el Sena enfocan recursos en programas relativos a éste; estudiantes de muy diversas universidades y contextos elaboran tesis de maestría y de doctorado al respecto, y hay también en la actualidad varios grupos de investigación y redes de investigadores en el mundo trabajando alrededor de la llamada gestión del conocimiento.

Con todo, particularmente en el campo administrativo y en nuestro contexto, como ya es costumbre, el abordaje del “discurso” ha sido recibido de manera casi unidireccional, unívoca, se ha aceptado sin mayor crítica y evaluación, ha carecido de la necesaria compañía de lo que podríamos denominar “discursos alternativos”, de al menos un “dis-curso”, que desde una perspectiva crítica ayude a poner en evidencia ciertas facetas distintas, es decir, que abra vías de comprensión diferentes y complementarias a la tradicionalmente utilizada y aceptada. Al menos, un “dis-curso” que permita poner en evidencia ciertas falencias y peligros de la aproximación ortodoxa que nos llega y es tomada, como en muchos otros casos, de manera acrítica y sin mayor intento de adaptación a nuestra realidad.

En este documento se abordan entonces algunos elementos que hacen parte de la construcción de uno de esos posibles “dis-cursos” acerca de la gestión del conocimiento, uno que está terminando de elaborar el autor en este momento y que espera materializar completamente en un libro que aspira poder culminar pronto. En él, así como en el presente escrito, se recogen elementos del estudio que ha venido realizando sobre el tema desde hace ya más de cinco años cuando, en función del desarrollo de su tesis de maestría, comenzó a aproximarse al mismo.

El presente escrito se compone de cinco apartados: en el primero de ellos, que usted está leyendo en este momento, se hace una breve introducción al artículo; en el segundo, se procura identificar el “discurso” de la gestión del conocimiento; en el tercero, en lo fundamental, se caracterizan las dos problemáticas básicas que lo acompañan; en el cuarto, se desarrollan algunas conclusiones del texto y se plantean algunas perspectivas adicionales, y, finalmente, en el quinto, se relacionan las obras citadas a lo largo del artículo.


2. Un primer paso: la necesaria identificación del “discurso” de la gestión del conocimiento

Para poder dar cuenta de una visión alternativa de la gestión del conocimiento, de un “dis-curso” de la misma, como aquí proponemos, conviene primero dar cuenta del “discurso” al que queremos oponer justamente tal perspectiva diferente. Debemos señalar aquello a lo que nos referimos con la “visión tradicional” u “ortodoxa” de este tema para poder plantear una “no tradicional” o “heterodoxa”, y para ello resulta conveniente identificar al menos dos grandes niveles del “discurso”, muy vinculados en su concepción a la convencional división económica entre aquello que se encarga de la observación de lo amplio o general (macro) y aquello que lo hace de lo pequeño o particular (micro), niveles que, en conjunto, permiten configurarlo casi por completo.

En un primer nivel de aproximación, el amplio o general, podríamos decir que el discurso tiene todo un desarrollo macro, configurado a partir del conjunto de planteamientos que señalan que nuestra sociedad ha entrado a ser “del conocimiento”, que se encuentra en un nuevo momento en el que este “factor”, o motor de producción como hace mucho tiempo lo llamó Marshall (1920), se ha tornado en un elemento central del sistema económico, social y productivo.

Es evidente para los analistas que la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) ha generado todo un desarrollo en términos de la producción de bienes y la prestación de servicios, así como un vertiginoso progreso de sectores tan relevantes para nosotros en la actualidad como el de las telecomunicaciones y la informática, por citar tan sólo dos de los ejemplos más representativos, una suerte de industria de la información que ha generado también impactos notables en el sistema económico y en el intercambio, efectos tanto en la oferta como en la demanda, en el marco de un contexto que una vez configurado suele ser denotado con el nombre de economía del conocimiento. Pero esto a su vez, por las dimensiones que ha alcanzado, ha traído consigo toda una serie de elementos, hechos y cambios a nivel ideológico, cultural, político e institucional; en últimas, ha generado toda una serie de profundos impactos sociales que en conjunto darían cuenta igualmente de la existencia de una sociedad del conocimiento (Véase Vilaseca y Torrent, 2001).

Alrededor de esta serie de configuraciones tecnológicas, económicas y sociales, muy diversas acepciones se han generado, cada una de las cuales ha recibido heterogéneos niveles de aceptación y variado número de adeptos y contradictores. En el marco de estas notaciones es posible encontrar, por ejemplo, denominaciones como las de “nueva economía” (Drucker, 1992), “economía basada en el conocimiento” (Thurow, 2000; OECD, 1996), “economía del aprendizaje” (Archibugi y Lundvall, 2001), “era del acceso” (Rifkin, 2000), “sociedad programada” (Touraine, 1969), “nuevas realidades” y “sociedad del conocimiento” (Drucker, 1992; Sakaiya, 1995), “sociedad de la información” y “sociedad red” (Castells, 2001), entre otras, tales como la de Toffler cuando se refiere al advenimiento de la “tercera ola” (1996; véase también Toffler y Toffler, 1997) o la de Bell cuando habla de la “sociedad posindustrial” (término también utilizado por Touraine y por el propio Drucker).

Con todo, aunque en el medio de todos estos planteamientos existen debates que señalan que no hemos todavía madurado la “sociedad de la información” como para poder señalar la entrada en un estadio que parecería superior como el de la “sociedad del conocimiento”, y que por ello es mejor hablar tan sólo de una economía y sociedad “basadas en el conocimiento”, es claro que las diversas posturas y denominaciones coinciden en el fondo en el hecho de señalar que tanto la una como la otra (y en el medio, claro está, las organizaciones (véase Delapierre, 1995) se encuentran en la actualidad sustentadas más que nunca en la información, y en que el conocimiento, definitivamente, constituye un “factor” sustancial para la producción de bienes y la prestación de servicios.

De hecho, es por ello que Castells ha advertido que el conjunto de teorías posindustrialistas (de la década de 1970 principalmente) resaltan estos factores, junto con la tecnología, como verdaderas fuerzas novedosas en la producción. En efecto, para este autor, así como para Drucker, Rifkin y otros, es evidente que existe una nueva condición socioeconómica reconocida globalmente, que trae consigo toda una revolución administrativa, en la medida en que ahora se considera necesario que el conocimiento sea aplicado al conocimiento y no sólo al trabajo o a las herramientas como en los estadios anteriores, y que es imperioso además que todo este conjunto de fenómenos positivos impacte no sólo a las industrias tecnológicas y a los servicios relativos a las mismas, sino también a todas y todos los demás.

Esta visión macro del discurso es claramente identificable en la posición que a propósito ha formulado el Banco Mundial, a saber:

El conocimiento es imprescindible para el desarrollo, como para todo: sin él nada podemos hacer. Sencillamente para vivir hemos de transformar los recursos de que disponemos en cosas que necesitamos, y para eso se requieren conocimientos (...) debemos utilizar [los recursos] de tal manera que nuestros esfuerzos e inversiones resulten cada vez más productivos. Para ello se requieren también conocimientos, y en proporción cada vez mayor con relación a nuestros recursos (1999, p. 16).

Es esto justamente, lo que desde su perspectiva tradicional, representa a todas luces un verdadero cambio en la noción de gestión y en el estudio mismo del fenómeno organizacional. En efecto, como ya hemos visto, no son pocos ni poco representativos los autores que desde muy diversos puntos de vista han promovido la idea de que nos encontramos frente a una “nueva economía” y a una “nueva sociedad”, ambas sustentadas en la información y en el conocimiento. Sin embargo, toda esta visión encuentra un actor clave en el autor que, tal vez, resulta ser el primero en develar por anticipado las mencionadas características de la dinámica mundial contemporánea, quien daría cuenta de las que él mismo catalogó como “nuevas condiciones” o “nuevas realidades” globales. Nos referimos a Peter Ferdinand Drucker, quien a finales de la década de 1950 (1959) ya había identificado un tipo particular de trabajadores a los que denominó knowledge workers[1] (trabajadores de conocimiento), individuos que reciben remuneración, ya no por el hecho de aplicar su fuerza física o habilidad manual, sino por aplicar en el trabajo lo aprendido en la escuela.

Ahora bien, es manifiesto que frente a toda esta serie de perspectivas, tal y como ha sucedido en los anteriores estadios de la civilización, en la sociedad actual se está procurando igualmente, aunque cada vez a un mayor ritmo y entre otra serie de objetivos[2], incrementar la productividad del trabajo y del capital. Aunque ahora, el diferenciador fundamental respecto a las condiciones pasadas es que, mientras en los anteriores momentos del desarrollo de la humanidad el énfasis se ubicaba en los factores tradicionales –capital, tierra y trabajo–, la nueva postura teórica –y esto es algo que compartirá con el nivel micro del discurso–, propende por desarrollar incrementos de productividad por medio del desarrollo, de la acumulación y explotación del que sería un nuevo factor: el conocimiento.

Este elemento, es conveniente reconocerlo, desde hace mucho (y esto completa el panorama macro que hemos querido identificar aquí), ha sido considerado por diversos economistas como algo esencial, antes y después de los citados planteamientos de Peter Drucker. Entre ellos se destacan por ejemplo los trabajos de List (1904), Marshall (1920), Hayek (1937, 1945), Hicks (1976), Romer (1994), Grossman y Helpman (1994), e incluso los de reconocidos autores hoy en día en nuestro medio, tales como Richard Nelson y Sydney Winter (1982) cuando hacen uso de la noción de conocimiento tácito en su explicación evolutiva del cambio económico.

Ahora bien, en el segundo nivel de aproximación, aquel que hemos identificado como el interesado en la dimensión pequeña o particular, el nivel micro del discurso, hay también todo un desarrollo; de hecho, este es por su propia naturaleza el nivel que más interesa a las ciencias de gestión, y puede ser entendido en lo fundamental como el conjunto de planteamientos que señalan que en las empresas, hoy más que nunca, el conocimiento desempeña un papel vital, y que comparte con el discurso macro la convicción de que el mismo es indudablemente una clara e importante fuente de productividad en el contexto actual.

En este nivel, los planteamientos que sobre el discurso se materializan en diversos libros, ponencias y artículos de revistas se encuentran comúnmente configurados empezando por dos o más apartes o capítulos que hacen revisiones diversas y de muy heterogénea calidad y profundidad de lo que la filosofía occidental –y en algunos casos la oriental–, ha dicho acerca del conocimiento, para luego señalar que, en cualquier caso, el discurso de la gestión del conocimiento es algo reciente (remontando su surgimiento a apenas diez o quince años atrás) y argumentar, entonces, algunos autores recientes que en el campo organizacional han hecho diversos aportes al mismo y, ocasionalmente, mencionar algunas herramientas útiles para su aplicación.

Es en este marco que aparecen destacados por la literatura propia del discurso (reconociendo antecedentes como el uso de las curvas de aprendizaje en las organizaciones entre 1930 y 1950 con el objeto de mejorar las rutinas de trabajo y resaltando el hecho de que hay algunos planteamientos que se remiten a Taylor e incluso a los orígenes mismos de la revolución industrial) trabajos como el de Michael Polanyi, quien en 1966 planteó una serie de diferencias entre lo que consideró como dos tipos de conocimiento: “conocimiento tácito” y “conocimiento explícito”, diferenciación que ha sido esencial para el sustento teórico que en la actualidad existe respecto a la gestión del conocimiento no sólo a este nivel sino también a nivel macro; de hecho, gran parte de la teoría respecto a la creación del conocimiento en las organizaciones de negocios desarrollada por los hoy afamados Ikujiro Nonaka y Hirotaka Takeuchi (así como la de muchos otros autores) se sustenta en esta diferenciación y en la revaloración del conocimiento tácito de Polanyi, así como del proceso mental no lingüístico o conocimiento conductual de Barnard que, a juicio de estos dos autores, había dejado de lado Herbert A. Simon (Nonaka y Takeuchi, 1999, p. 45).

También se destacan en este nivel los trabajos de Chris Argyris y Donald Schön (1978), y los afamados planteamientos que en la década de 1970 se hicieron en torno al estudio del aprendizaje organizacional, al establecer por ejemplo la diferencia entre el aprendizaje de un ciclo y el de dos ciclos. Es más, a partir de ese momento, aunque con mayor fuerza desde la década de 1990, es ya posible encontrar igualmente a muchos otros autores reconocidos que se van volcando al estudio de esta temática y que van desarrollando toda una serie de destacados aportes respecto a la gestión del conocimiento en/de la organización; entre otros vale la pena mencionar a Peter Senge (1990), Peter Drucker (1992), Garvin (1993), Wick (1993), Ikujiro Nonaka y Hirotaka Takeuchi (1999) y Chun Wei Choo (1999).

En efecto, desde la década de 1990 se generó una mayor dinámica en torno a la producción de diversas publicaciones en libros, eventos y revistas respecto al tema, y parece existir algún nivel de consenso en señalar al libro La quinta disciplina de Peter Senge (1990) como el responsable original de todo este boom; sin embargo, para otros grupos de analistas el crédito debe llevárselo el texto La organización creadora de conocimiento de los aquí ya mencionados Ikujiro Nonaka y Hirotaka Takeuchi (1999), mientras que para algunos más, en conclusión, el voto indudablemente debe ser a favor de la obra Wellsprings of knowledge de Doroty Leonard (1995).

Lo cierto es que hay también claros fundamentos para señalar como trabajos inscritos dentro de las preocupaciones del discurso en este nivel los de autores como March y Simon (1958), Cyert y March (1963) y Fiol y Lyles (1985), que sin lugar a dudas y de manera temprana proporcionaron también importantes luces acerca de la noción de aprendizaje en el contexto organizacional y de las implicaciones del propio conocimiento en el mismo.

Pero además, es posible también encontrar que algunas raíces de tales estudios se relacionan directamente con los desarrollados en el marco de disciplinas relativamente nuevas pero de alto impacto, como la inteligencia artificial (Simon, 1969), así como en la utilización de sistemas expertos, mediante los cuales los especialistas de la computación generaron alternativas de trabajo con el fin de obtener “máquinas pensantes” o lograr que cuando menos este fenómeno se hiciera posible en algunas aplicaciones (Ruggles y Holtshouse, 2000, pp. 1–11).

Igualmente, cabe señalar como antecedente cercano del citado boom de afamadas obras alrededor de este tema en los años de 1990 la reestructuración que en la década inmediatamente anterior se dio, tanto a nivel macro (del modo de producción capitalista) (Cfr. Castells, 2001) como a nivel micro (en diversas compañías, por ejemplo, fueron suprimidos los gerentes de nivel medio y se llevaron a cabo diferentes procesos de reingeniería, varios de los cuales no fueron exitosos), la cual condujo a muchas organizaciones a reflexionar con respecto a la manera adecuada de hacer fluir la información y el conocimiento en su interior, y sobre cómo convertir dichos elementos en una ventaja competitiva.

Al final, lo cierto es que los planteamientos respecto a la importancia del conocimiento en la dinámica social y económica contemporánea sin duda alguna han incidido de diversas maneras en un importante número de analistas, prácticos y teóricos de las organizaciones, muchos de los cuales han volcado sus esfuerzos hacia el estudio del conocimiento y del fenómeno del aprendizaje en la organización como fuente esencial de productividad, generación de valor y competitividad, y es justamente este conjunto de obras y postulados los que constituyen la dimensión micro del discurso, valga decir, la directamente implicada en el contexto de las ciencias de la gestión y la que ocupa por tanto, principalmente, nuestra preocupación.


3. Ahora bien, son al menos dos las cuestiones problemáticas que acompañan al discurso

En realidad, y por lo pronto para efectos de este texto, podemos decir que ciertamente son dos las principales cuestiones problemáticas que acompañan al “discurso” de la gestión del conocimiento, tal y como aquí lo hemos caracterizado: una que tiene que ver esencialmente con su dimensión práctica, y otra, en lo fundamental, con su dimensión teórica. La primera, la vinculada a la práctica del discurso, está claramente asociada al interés propio de los dueños de los medios de producción y de quienes agencian sus intereses (léase, los directivos) de mejorar todo lo que puedan la productividad, ¡de ser posible al infinito!; es decir, de sacarle el mayor provecho posible en función de sus objetivos a los diferentes recursos con los que cuenta la organización. Y la segunda, relativa al componente teórico del discurso, tiene que ver con el hecho de que, aunque en él se hace frecuentemente una distinción entre los conceptos de dato, información y conocimiento, se suele confundir particularmente al tercero con los otros dos, un hecho que se hace más que evidente en la deliberada y expresa intención de separar a quien conoce de lo que conoce, al sujeto de su conocimiento, desconociendo que ambos hacen parte de un mismo sistema, que conforman una totalidad cognoscitiva que de suyo es inseparable.


3.1 La primera cuestión problemática: la alocada carrera por la productividad y la nueva vía de explotación por medio del conocimiento

Lograr incrementos en la productividad respecto al uso de los factores de producción ha sido un objetivo que ha acompañado la evolución de la civilización en sus diferentes estadios socioeconómicos, aunque por supuesto con elementos, matices y perspectivas distintos que responden a desiguales grados de evolución y a objetivos, características y entornos disímiles, si bien, en ocasiones, complementarios. Como bien señala Castells: “La productividad es la fuente del progreso económico (...) su debate ha sido 'la piedra angular de la economía política clásica, de los fisiócratas a Marx, vía Ricardo', y permanece en el primer plano de la teoría económica que se ocupa de la economía real” (2001, pp. 94-95).

En efecto, el interés por lograr incrementos de productividad ha sido una preocupación todavía más latente en el marco del capitalismo moderno, y desde sus propios inicios, la tierra, el trabajo y el capital fueron erigiéndose y consolidándose como los principales objetos de atención de esta alocada carrera por alcanzar este objetivo, una competencia guiada tradicionalmente por cuestionamientos que son aún claramente vigentes: ¿Cómo sacarle el mayor provecho a la tierra? ¿Cómo hacerlo también con el capital? Y por supuesto, y éste es el punto que por lo pronto más nos interesa: ¿Cómo aprovechar al máximo el trabajo en el marco del sistema productivo?

Desde hace algunas décadas ha venido cobrando fuerza el argumento de que hemos entrado en un estadio socioeconómico “diferente”, identificado con una transición hacia el posindustrialismo, en el marco del cual adquieren gran importancia la información, la visión de un espacio de vida interconectado en el que los flujos de la misma y los recursos se aceleran a pasos enormes y, por supuesto, en el que el conocimiento es considerado también por muchos como un “nuevo factor”, distinto de los tres tradicionales, uno que resulta fundamental para el desarrollo productivo en general y para la competitividad de empresas y países.

Con todo, a pesar de que el conocimiento haya sido postulado a la fecha ya en varias ocasiones como un “nuevo factor” de producción, lo cierto es que, aunque ello se muestre comúnmente de esta forma, en la práctica, el mismo ha sido visto por parte de las empresas como algo que en realidad posee el trabajador (tal vez desde el precepto traído por la filosofía de la calidad total al señalar que “nadie sabe más de su trabajo que aquel que lo realiza”), algo que obviamente forma parte del factor “trabajo”, un elemento que, sin embargo, antes no había sido visto y que por ello resulta de interés para la gestión, pero no como algo distinto que esté por fuera de dicho factor. En consecuencia, a partir del discurso, los empresarios han entendido que pueden procurar tomar este conocimiento de los trabajadores en beneficio de la productividad de sus compañías, en una acción que constituye tan sólo el uso de una serie de nuevas herramientas que permiten sacarle un mejor provecho al tradicional factor “trabajo” y no in strictu senso de explotar uno “nuevo”.

De este modo, se entiende que si la empresa logra que el trabajador le brinde su “conocimiento” a la compañía y que no se lo lleve consigo al marcharse, estará generando una mayor productividad para sí, aunque proveniente tan sólo de un mejor aprovechamiento del tradicional factor “trabajo”. En últimas, lo que se ha encontrado no es, como suele promulgar el discurso, que el conocimiento sea un “nuevo factor” útil al desarrollo de las organizaciones y su mejoramiento, sino esencialmente que hay algo más, de lo que no nos habíamos percatado antes, que posee el trabajador y que de hecho constituye alguna ventaja para él con relación a la organización (le da mayor poder de negociación) y también frente a sus potenciales competidores en el mercado laboral, algo con lo que se estaba yendo sin dejar “nada” en la organización, en la configuración de un hecho que ahora es entendido con mayor claridad como desafortunado puesto que, sin lugar a dudas, si se toma en consideración que ella es esencialmente un conjunto de seres humanos, es un fenómeno que está representando una clara pérdida real o potencial de ventaja competitiva respecto a otras organizaciones.

Es tal vez esto lo que resulta más vendedor del discurso, pero en la práctica está siendo claramente utilizado por muy diversas organizaciones para mejorar la situación de tan sólo uno de los grupos de interés y no de todos ellos en su conjunto. De manera que, como parece mostrar la práctica del discurso, en el conocimiento hemos encontrado una nueva fuente de productividad del trabajo, de exprimirle a los diferentes recursos, particularmente a los humanos (el conocimiento es claramente un asunto humano), otros “centavos” que antes “dejábamos pasar”, y para incrementar por esta vía la plusvalía de la que se apropian los dueños de los medios de producción.


3.2 La economía del amor y del temor, la teoría organizacional y el discurso de la gestión del conocimiento

Desde la época de Taylor –y esto es algo que está explícito en sus planteamientos–, es evidente que la productividad es un importante camino para lograr “armonizar” los antagónicos intereses de los patronos y los de los trabajadores (bueno, eso si se considera la acotación que le sería hoy más que pertinente: “Si se sigue la propuesta como es debido”). Desde su perspectiva, restringida por la consideración meramente económica pero válida en su intención inicial, es claro que esto puede en efecto, concretarse si se cumple el supuesto que él planteó al señalar que una empresa que vende dos pares de zapatos puede pagar más a sus trabajadores que aquella que sólo vende uno y todavía tendrá dinero para obtener mayores beneficios que su competidor (Taylor, 1990); en últimas, si se tiene en cuenta que de los incrementos de productividad se deben beneficiar tanto los patronos como los trabajadores (a su entender: unos al reducir costos laborales y otros al incrementar su salario).

Con todo, lo que se vio en la práctica del planteamiento es que de los incrementos de productividad mucho se beneficiaron los patronos, pero poco los trabajadores (a este resultado se debió la decepción final de Taylor al ver lo que sucedió con la aplicación de sus postulados y al sentir el rechazo de muy diversos sectores de la clase obrera). De hecho, es justamente este comportamiento oportunista de los dueños de los medios de producción y de los directivos como representantes de sus intereses (en los casos en los que la propiedad está separada de la administración), el que generó en su aplicación todo un desajuste de la propuesta taylorista, que aunque insistimos en reconocer que carecía de una concepción esencialmente económica de la motivación de los actores, hubiese encontrado seguramente muchos menos reparos en la clase obrera si los positivos resultados obtenidos en materia de mejoramiento de los niveles de productividad de las empresas hubiesen venido acompañados también de un mejoramiento al menos en el nivel de salarios para ellos, tal y como desde el comienzo había sugerido el propio Taylor (lo que sí sucedió durante algún tiempo, por ejemplo, en compañías como la Ford con su política de five dollar day; véase Dockès, 1999). En definitiva, si la lógica que hubiese subyacido fuera la del “intercambio” (tú me das algo que yo quiero y yo te doy algo que tú quieres, con un valor equivalente, como era ciertamente la idea taylorista original) y no la de la “donación distorsionada” (tú, en condición desfavorable, me das algo que yo quiero, pero yo, en condición favorable, no te doy nada que tú quieras a cambio o te doy algo de mucho menor valor por lo que tú me das).

Esta divergencia característica entre lo que se propone teóricamente y lo que con certeza termina implementándose en la práctica por parte de las empresas, que por cierto está presente a lo largo y ancho de la teoría organizacional y de la dinámica productiva de nuestros tiempos, también es latente, por citar tan sólo otro ejemplo, en el planteamiento de las relaciones humanas, en el que en la teoría es posible encontrar además otra concepción que aunque más amplia que la taylorista, está también originalmente en función de la lógica del intercambio; es decir, la empresa da mayor participación y otras condiciones laborales favorables, entre ellas, si es posible, mejor salario, y recibe en contraprestación mayor rendimiento por parte de sus trabajadores; o sea, una vez más, “yo le doy algo que usted quiere y usted me da algo que yo quiero a cambio”, pero que en la práctica se vio claramente marcado por una simplificación de la concepción y por una mejora en la productividad laboral que no redundó en la mayoría de los casos en un beneficio equivalente para los trabajadores.

En efecto, si el lector sigue haciendo la revisión, con seguridad podrá encontrar, sin mayor dificultad, un sinnúmero de planteamientos que, aunque sustentados en la lógica del intercambio teóricamente, en la práctica se han desarrollado desde la materialización de una “distorsionada y perversa” lógica de las donaciones, calificada aquí así en tanto quien “dona” es obligado a hacerlo con el criterio de la coerción, del temor, y lo hace además a alguien que está en condiciones de mayor favorabilidad que él.

Hay, entonces, tradicionalmente en la aplicación de los planteamientos y teorías un “supuesto” intercambio, ¡tan sólo una ilusión derivada del hecho de que así se encuentra formulado en el discurso!, pero que aunque no es materializada, sí permite en la práctica la existencia de una desigual relación de dos caminos: 1) empresa-trabajadores, 2) trabajadores-empresa. Por un lado, permite excluir de la consideración administrativa a aquellos actores que aparentemente tienen poco o nada para darle a la empresa; es decir, de una selección de entre los trabajadores que en cualquier caso están todos en condiciones de desfavorabilidad con relación a ésta (de aquellos que no tienen el suficiente conocimiento ya sea por la razón o la experiencia); pero por otro, que sí permite no excluir a aquellas empresas que aparentemente tienen poco o nada que dar a cambio (al menos en términos de equivalencia) a los trabajadores, pero que se encuentran en condiciones de favorabilidad (las empresas que aunque no ofrecen mucho a sus trabajadores son competitivas “a costa” de ellos).

Así pues, dentro de los del grupo de los menos favorecidos en las condiciones de intercambio, quien tiene poco o nada que dar, dada la supuesta lógica del intercambio, sale entonces de la consideración del sistema (por ejemplo, en el principio de la selección científica del trabajador es claro en señalar que se contrata a alguien que tenga para dar lo que la empresa espera recibir, con el supuesto de que científicamente ha definido con claridad qué es eso que espera recibir y por ello está dispuesto a pagar algo que la ciencia ha definido como conveniente), pero después de eso no hay nada más que la tradicional consideración “laissez-fairista” de: “¡Allá el mercado en su sabiduría y autorregulación que se encargará adecuadamente del resto!”; aunque, por el otro lado, no sea también claro, particularmente en nuestro actual sistema socioeconómico, que los trabajadores puedan también hacer una “selección científica” de su trabajo, de la empresa y del cargo al que van a aspirar, al menos no con los mismos grados de libertad, y, de hecho, es esto lo que configura justamente la favorabilidad o desfavorabilidad a la que hemos venido haciendo mención y que en conjunto termina facilitando la realización y el ejercicio del mecanismo del temor y la coacción por parte de aquellos actores que están en condiciones más favorables (dueños de los medios de producción y sus representantes) sobre aquellos que se encuentran en condiciones menos favorables (trabajadores).

Tal vez, y una vez en este punto, nos resultan, entonces, de gran importancia los planteamientos que hace Boulding y los conceptos de los que se sirve en una maravillosa obra escrita hace ya varios años titulada sugestivamente La economía del amor y del temor (1976), con el fin de aproximarnos a estas relaciones (los primeros dos son de él, el tercero es un agregado que hace el autor con base en sus planteamientos). Siguiendo parcialmente a este destacado teórico podríamos señalar la existencia de tres tipos de relaciones:

  1. Relaciones regidas por el intercambio: es evidente que diversos actores interactúan en el marco del sistema socioeconómico a partir del establecimiento de relaciones de intercambio definidas de la siguiente manera: A le da algo a B y B recibe algo de A con valor equivalente, un tipo de relaciones en las que el criterio rector es el tributo; es decir, una acción derivada del temor y la coacción (lógica coactiva), en el sentido de que si no se da la contraprestación correspondiente, cualquiera de los actores tiene mecanismos de presión para defender el intercambio y el valor que espera no perder, sino tan sólo intercambiar. Hay aquí, entonces, un cierto supuesto de igualdad entre los actores, o al menos, de libertad para intercambiar en condiciones de igualdad.
  2. Relaciones regidas por las donaciones: desde una interesante reflexión, Boulding señala, además de la anterior, la existencia de toda una serie de interacciones económicas diferentes a las de intercambio, que caracteriza con el término donaciones. Unas relaciones distintas definidas así: A le da algo B y ¡ya!, fin de la transacción. Un tipo de relaciones en las que el criterio rector ya no es el tributo sino el amor, en la que alguien le da algo a otro a la manera de un regalo (lógica integradora), y lo hace en el ejercicio de su libertad. Aquí, claro está, hay también un supuesto de libertad, pero la igualdad o desigualdad entre los actores es ciertamente algo poco relevante, dado que por su propia naturaleza en este tipo de interacción no se pide contraprestación por aquello que el uno le da al otro.
  3. Relaciones disfrazadas de intercambio o de donación, pero que en realidad son de explotación: aunque Boulding no señalaba en su obra esta categoría, es posible incorporarla aquí con fines comprensivos y explicativos. Ella definiría un tipo de relaciones distintas en las que la dinámica es más o menos la siguiente: A, que está en condiciones de favorabilidad (tiene mayor poder de negociación, más grados de libertad) le “pide” algo a B, que está en condiciones de desfavorabilidad (tiene menor poder de negociación, menos grados de libertad) –de manera análoga al inicio de una donación–, y B se ve “obligado” a dárselo so pena de sanciones o algún perjuicio en sus condiciones presentes o futuras, o porque por simple ignorancia de la situación real cree que se trata de cualquiera de los otros dos tipos de relación; es decir, que lo hace esencialmente con el criterio del temor, de la coacción, de la presión que puede ejercer el otro sobre él dada la desigualdad existente entre ambos o, en algunos otros casos, también por la desfavorabilidad que le caracteriza en términos informativos o cognitivos respecto a la situación. Dados los pagos que recibe por el uso de esta estrategia, una vez concretada la situación, este comportamiento recibe un refuerzo para el actor en condiciones de favorabilidad y hace que él propenda por agrandar la desigualdad, la brecha (gap) existente con relación al otro (mejorar sus condiciones de negociación, sus grados de libertad o desmejorar las –y los– del otro), con miras a obtener aún mayor provecho en transacciones futuras.

Pues bien, como ya hemos señalado, en la teoría, diversos discursos organizacionales, entre ellos el que aquí es objeto de nuestra atención, han sido formulados o bien en la lógica del primer tipo de relaciones o bien en la del segundo, pero en la práctica, dada en buena medida la racionalidad inherente al modo de desarrollo capitalista asalvajado que hoy se nos impone desde muy diversos ámbitos, su aplicación se ha sustentado mucho más en la dinámica que caracteriza al tercer tipo de relaciones, y es justo allí en donde está uno de los grandes problemas del discurso de la gestión del conocimiento: en el hecho de que los actores favorecidos encuentran que hay una fuente de productividad laboral que había permanecido en una especie de mancha ciega (pienso en el concepto utilizado por Heinz von Foerster, 1997), pero que ahora, a partir de los planteamientos formulados en el marco del “discurso” aquí evaluado, sale a la luz, que él propiamente nos ha permitido ver lo que antes no veíamos y es que los trabajadores tienen un conocimiento que la organización puede aprovechar, y dada la lógica de las relaciones, que como ya hemos indicado caracteriza la práctica del mismo, ¡que puede hacerlo por el mismo costo!, lo cual está presente en un precepto central del discurso, cual es el que el trabajador no se vaya de la empresa sin dejar en ella el conocimiento que tiene para que la misma pueda aprovecharlo en su beneficio (véase por ejemplo, Beazley, 2004), pero, y es allí en donde justamente radica el problema: ¿Qué recibe el individuo a cambio?

En efecto, es manifiesto que si se transfiere el conocimiento del individuo a la organización, tal y como promueve la mayoría de las propuestas articuladas al tema de la gestión del conocimiento –es algo que subyace notoriamente, por ejemplo, en el modelo SECI: socialización (tácito a tácito), exteriorización (tácito a explícito), combinación (explícito a tácito) e interiorización (explícito a explícito); Nonaka y Takeuchi, 1999–, y que es completamente claro y explícito en textos como el de Beazley, et al., 2004[3] ), pero éste recibe poco o nada en contraprestación por ello. No se trata, entonces, en la mayoría de los casos, de una economía de intercambio (A le da algo a B y B recibe algo de A con valor equivalente) ni de una economía de donaciones (A le da algo B y ¡ya!, fin de la transacción), sino de una economía de la explotación (B en condiciones de desfavorabilidad y perdiendo con ello aún más poder de negociación o grados de libertad, se ve obligado a darle algo a A esperando poca o nula contraprestación, haciéndole ganar en el proceso a éste, casi por transferencia “B – A” un mayor poder de negociación o más grados de libertad), una relación en la que lamentablemente el criterio rector no es el amor (regalo) –lógica integradora– sino el tributo; es decir, una suerte de “obsequio” derivado del ejercicio del temor (particularmente a perder el trabajo) y de la coacción –lógica coactiva–, que aunque por encima parezca un intercambio, “yo les doy mi conocimiento y ustedes me permiten mantener mi trabajo”, en realidad no lo es, ya que como indica el propio Boulding, en términos económicos, la inexistencia de un bien negativo –esto es, que no me quite el trabajo–, no es en ningún caso equivalente a un bien positivo; “en el álgebra del mundo de los intercambiables, dos elementos negativos no hacen uno positivo” (1976, p. 17).

El postulado problemático es, entonces, ahora ciertamente claro: hemos encontrado que dentro de todas las posibilidades que tenía la empresa para sacar el mayor provecho posible del trabajador en beneficio de su productividad y sus ganancias, no había sido contemplado el conocimiento que él tenía y que se llevaba de la empresa al irse; pero ahora, una vez nos hemos percatado de ello, la idea es que, además de lo que ya le podíamos “extraer” por las vías tradicionales, podamos también tomar de él algo distinto, su conocimiento, de manera que si se va no deje mayor vacío en la organización porque otro podrá venir a retomar lo que él dejó, y por supuesto dicho trabajador se va sin recibir nada adicional a cambio. En efecto, el trabajador termina casi que “donando” (por el temor y la coacción) a la empresa su conocimiento y perdiendo en el proceso claramente poder de negociación o grados de libertad frente a la propia empresa y con relación a posibles competidores en el contexto del mercado laboral.

Éste es, entonces, uno de los grandes elementos característicos del discurso de la gestión del conocimiento, uno de los grandes peligros de su aplicación acrítica, tal y como frecuentemente se está haciendo, puesto que aunque paralelamente se hable en los diferentes lugares de que la empresa se debe a sus diferentes grupos de interés (stakeholders), entre ellos los trabajadores, discursos como el que es aquí objeto de evaluación, en manos de la concepción tradicional, siguen en función tan sólo de favorecer esencialmente a uno solo de ellos, a los accionistas (shareholders).

Lo lamentable es, entonces, que en la teoría se promueva a diversas organizaciones como “de conocimiento”; por ejemplo, a las universidades (tal y como lo hacen Cabrales, et al., 2005), y que se señale a continuación que la implementación del discurso en ellas trae tan sólo ventajas para el conjunto de actores que las conforman, especialmente para sus knowledge workers; pero que en la práctica, muchas de ellas en nuestro país, contractualmente, hagan que algunos de sus principales knowledge workers (sus docentes) empeñen su producción académica a la institución; valga decir, que la propiedad intelectual de la misma quede a nombre de la universidad y no del docente (que se transfieran los derechos de propiedad ex-ante), y que, en “contraprestación”, éste siga recibiendo el mismo salario y tenga las mismas limitadas condiciones laborales, y lo único que le garantice este hecho es que tal vez –y sólo tal vez–, le renueven el contrato para el próximo semestre o año, y que por ello se le “recompense” con el hecho de ¡no despedirlo pronto u otra serie de “grandes dádivas” por el estilo! Infortunadamente, tal como hemos señalado, esto no corresponde para nada al ejercicio de una lógica del intercambio; es tan sólo una transacción sustentada en la explotación, y regida por el temor (de ser despedido o de no ser contratado) al que ya habíamos hecho mención; es decir, no en un resultado de la benevolencia sino de la malevolencia.

Ahora bien, resulta interesante encontrar que estos dos conceptos a los que acabamos de referirnos tengan ya en el propio Boulding una propuesta teórica de medición, que aunque definida exclusivamente en términos económicos, resulta interesante señalar y complementar para llevar a cabo un análisis como al que estamos invitando y que tan sólo queremos, por ahora, dejar planteada para la reflexión del lector, a saber:

  1. La tasa de benevolencia: definida como la cantidad de cosas, medida en dólares, que una persona estaría dispuesta a sacrificar por un incremento de un dólar en otros.
  2. La tasa de malevolencia: entendida como lo que alguien es capaz de perjudicarse, medida en dólares, para perjudicar a los otros en un dólar (Boulding, 1972), y a las que podríamos agregar,
  3. La tasa de explotación: definida como lo que una persona está dispuesta a ganar, medida en dólares, perjudicando directamente a los otros en un dólar o coartando sus posibilidades de beneficiarse también en un dólar.

Qué tan benevolente, malevolente o explotador termina siendo en la práctica el discurso de la gestión del conocimiento, al menos en nuestro contexto, es algo aún por establecerse, pero lo cierto es que el perverso supuesto que aquí hemos señalado, y que se encuentra tanto en las entrañas teóricas como, y esencialmente, en la esfera práctica del discurso, está cobrando cada vez más fuerza y representando un verdadero refuerzo a las ya de por sí problemáticas condiciones de iniquidad de nuestro actual modo de desarrollo y de nuestras organizaciones, al lograr un mejoramiento de las condiciones organizacionales, para el que mucho aportaron los trabajadores, que no es equitativamente distribuido y, en consecuencia, del que no ven mucho como resultado para sí los propios trabajadores.


3.3 La segunda, y por ahora última, cuestión problemática: la confusión de conceptos centrales por la artificial separación (objetivación) del conocimiento de quien conoce

Una segunda gran problemática que acompaña al “discurso” de la gestión del conocimiento, y que de hecho constituye un aliciente para la construcción de al menos un “dis-curso” alrededor del mismo, se encuentra en el nivel teórico, aunque está ligada íntimamente al planteamiento central que de manera deliberada se suele materializar en la esfera de lo práctico, a saber: la intencionada separación del conocimiento del sujeto que conoce, y por ello, a nuestro modo de ver, la ilusión de creer que todo el discurso se sustenta justamente en “el conocimiento” (se llama “gestión del conocimiento”) cuando en realidad lo hace, dada su conceptualización instrumental y su materialización práctica, tan sólo en “datos”, y a lo sumo en identificación y transmisión de “informaciones”, que pretende extraer artificialmente de un sistema cognoscitivo del que el sujeto cognoscente es un componente intrínseco e inseparable.

En efecto, el discurso adolece de una falla fundamental: procurar ansiosamente que el conocimiento sea “objetivizado”; es decir, aislado ascéticamente de quien “conoce”, de separar artificialmente al propio conocimiento de la organización y del individuo (aquí el conocimiento que vamos a gestionar y allá la organización o el individuo), de extraerlo de su hábitat y raíces naturales con fines puramente instrumentales con miras a convertirlo en un “activo” útil de la organización, ya sea que se encuentre el individuo aún en ella o no, con la consideración ya señalada de que ese “conocimiento”, una vez el individuo se vaya de la misma, quedará, entonces, en la organización y será, en consecuencia, en cualquier caso, de utilidad para ella por el tiempo que así lo estime necesario, como tradicionalmente se señala: “¡Los individuos se van, las organizaciones quedan!”. Lo “nuevo” es que ahora lo hacen ¡con el conocimiento que poseía el individuo! (sin que generalmente éste reciba, como ya lo hemos visto, nada o al menos algo proporcional a cambio); un hecho “muy importante” que, como muchos defensores del discurso conciben, de no ser por la alerta que éste ha proveído (y en eso representa una gran bondad para las organizaciones, dada la alocada lucha por productividad), no se concretaría, tal y como sucedía con anterioridad a su configuración, desarrollo y difusión en el contexto administrativo.

Esto nos lleva a considerar que aunque comúnmente la mayoría de los textos acerca del discurso empiezan haciendo una revisión de lo que muy diversos filósofos occidentales y orientales han dicho sobre el conocimiento, en realidad en ellos poco se incorpora el grueso de estos planteamientos en la concepción misma del concepto, y se cae frecuentemente, tal vez sin que ello sea intencional, en confundir al conocimiento (un problema en el que sujeto, objeto y contexto conforman parte integral e inseparable de un sistema) con los datos y la información, todas veces más cercanos al objeto que al sujeto (aunque sin dejarlo totalmente de lado, esencialmente en el caso de la información[4]); en últimas, confundiendo a los significantes o “lo real”, que existe con independencia del sujeto, con el significado o “la realidad”, que emerge de la íntima interrelación, interacción e interafectación entre el sujeto y el objeto en un contexto espaciotemporal particular, y que es claramente una construcción en la que están presentes sin remedio todos los factores y componentes de un sistema cognoscitivo en una misma e inseparable totalidad.

Para aclarar este aspecto conviene recordar que, en efecto, hay hechos que existen independientemente del individuo (en cierto sentido objetivo) y otros que no; es decir, que es posible señalar la existencia de al menos dos tipos de hechos: los institucionales, que requieren la existencia humana, de cierto nivel de acuerdo entre los individuos, y los brutos, que existen independientemente de ella o de él (Searle, 1994 y 1995). Así, pese a toda la serie de discusiones que hay al respecto, es posible reconocer que el Monte Everest seguirá existiendo a pesar de que los seres humanos no lo hagan, pero para llamarlo “Everest”, decir que es un “monte” y señalar que es “más alto que el nevado del Ruiz” se debe recurrir a los individuos que gracias al lenguaje y al desarrollo de múltiples y muy variados procesos comunicativos en un contexto sociocultural dado, han construido esos conceptos, gracias a los cuales también pueden construir esa realidad particular.

Así pues, el enunciado instituciona:l “El Everest es más alto que el nevado del Ruiz” debe distinguirse del hecho enunciado; es decir, del hecho bruto. Watzlawick, para señalar esta problemática, dirá una frase que la sintetiza magistralmente: “El nombre no es la cosa”, o como señalará también Glasersfeld más o menos en el mismo sentido: “El mundo de la experiencia es siempre y exclusivamente un mundo que construimos con conceptos que producimos” (1991, p. 27). Aunque también, desde esta perspectiva y para completar el panorama, habría que reconocer igualmente que, al menos en cierto sentido, hay cosas que sólo existen porque los seres humanos las imaginan, valga decir, las crean en y desde la noosfera (la esfera de lo espiritual, en palabras de Morin, 2000), y a partir de ello les otorgan cierto estatuto ontológico.

De manera que, en conjunto, es claro que así como es posible reconocer que existen hechos brutos, cuya existencia puede admitirse como independiente al hombre, existen otros (que como vimos es posible llamar institucionales) que no pueden ser si no es a partir de la existencia del hombre y, justamente, ¡el conocimiento es uno de estos hechos! De manera que, en función de lo que señala von Foerster (1991) acerca de que “Todo lo dicho es dicho por un observador y todo lo dicho es dicho a un observador”, y de lo que en la misma vía sostiene Maturana cuando afirma que “el observador no puede dar explicaciones ni afirmaciones independientes de las operaciones por medio de las cuales produce dichas explicaciones y afirmaciones (1991, p. 159), no tiene sentido que se considere, al menos inicialmente desde la perspectiva teórica, la posibilidad de separar el conocimiento del sujeto que conoce, tal y como deliberada y expresamente promueve el discurso; y es, en consecuencia, ésta la otra situación problemática que lo acompaña por doquier.

Efectivamente, no es viable, entonces, la separación que se pretende hacer en el “discurso” entre el conocimiento y el individuo que conoce, así como entre el contexto y el objeto mismo de conocimiento, puesto que cuando ello se hace, se está cayendo directamente en confundir el concepto de conocimiento, con el de dato o el de información. Podríamos decir así que lo que se gestiona, entonces, no es el conocimiento sino la posibilidad de tomar de contextos cognoscitivos particulares (sistemas objeto-sujeto-contexto) una serie de datos e informaciones que llega a poseer un individuo para transmitírselos, si eso es lo que se quiere, ahora o luego, a otros individuos con el objeto de mantener el nivel de productividad alcanzado y, haciendo iterativo el proceso con el “nuevo” individuo, tal vez lograr incrementarlo. Pero estos elementos definitivamente no son conocimiento in strictu senso, pues el conocimiento, desde su propia naturaleza, como ya hemos procurado establecer, es inseparable del individuo que conoce, en tanto emerge de su íntima y particular interrelación, interacción e interafectación con el objeto. Recordando la clasificación de Da Vinci entre las artes imitables (que llevan al alumno al nivel del maestro, pero sobre la base de la imitación) y las inimitables (que conllevan una actuación que no es transmitida y a un resultado singular, particular, único), podríamos decir que el conocimiento es ciertamente un asunto inimitable (los datos y la información no, son tal vez imitables), o sea, depende directamente, además de los otros elementos del sistema, de manera muy particular e importante, de quién es el sujeto cognoscente.(véase figura 1)


Una vez aquí, entonces debe ser evidente que el conocimiento es una emergencia propia y particular de un sistema inseparable sujeto–objeto–contexto, y también que en su “estado natural” es ciertamente intangible, aunque, por supuesto, es posible reconocer también, que sin lugar a dudas la intervención en la que se haga uso del mismo por parte del sujeto, pueda devenir a nuestros ojos en prueba de su existencia; pero, en cualquier caso, es por ello que hablar de gestión del conocimiento termina siendo, cuando menos, un asunto problemático.

Podríamos señalar, entonces, tal y como lo hacía Boulding, que el conocimiento no puede ser entendido como la simple acumulación de información, sino como una estructura compleja cuyos componentes se encuentran interconectados de muy diversas formas (1955). El segundo problema del discurso, aquí ya caracterizado, es, entonces, que separa el producto (conocimiento) de quienes lo producen, de la interacción del objeto y del sujeto en un contexto espaciotemporal dado.(véase figura 2)


Tal vez, si observamos bien entonces, no es que se gestione el conocimiento (hay que recordar que en una publicación posterior a su afamada obra La organización creadora de conocimiento (1999), Ikujiro Nonaka y Hirotaka Takeuchi (2001) afirmaron: “Estamos convencidos de que el conocimiento no puede administrarse, sólo propiciarse”), sino a una organización cuyos miembros son seres humanos que de manera natural “conocen”, y que han acumulado por la razón o la experiencia una serie de saberes (datos e informaciones) en el marco de una vivencia, una cultura y de una sociedad determinadas, y que, en el contexto organizacional, pueden ponerlos o no al servicio de la actividad productiva de acuerdo con sus objetivos, intereses, objetos en juego y roles particulares o los juegos de interacción social que desarrollan con los demás miembros de la organización.

Así pues, aunque hoy algunos podamos pensar que, en efecto, tal y como muchos autores lo sostienen en el marco del discurso, el conocimiento en las organizaciones es claramente un problema axial y vigente para las ciencias de la gestión, y entender, entonces, que reconocidos analistas organizacionales se hayan volcado masivamente a su estudio en tanto factor esencial para la creación, desarrollo y supervivencia de las mismas, debemos considerar también que la mayoría de dichas aproximaciones han tendido a ser reduccionistas y simplificantes, puesto que se aproximan al conocimiento en/de la organización como un fenómeno aislado de la organización misma, de quien conoce, de su contexto, sus componentes, características y devenir, y que esto se debe, básicamente, a que dichas aproximaciones suelen encontrarse sustentadas en el paradigma positivista de las ciencias y en modelizaciones apoyadas esencialmente en la racionalidad analítica. Un tipo de racionalidad que separa para entender, que suma componentes para encontrar el todo, pero que con frecuencia se aleja de la comprensión del mismo en tanto él constituye una realidad compleja que demanda más bien una observación de tipo sintético, una aproximación integral, holística.

Por ello, aunque sea posible encontrar algunos planteamientos administrativos advirtiendo que, en la esfera de lo práctico, en últimas, el tema del conocimiento y de su “gestión” en el contexto organizacional se pueden considerar sin tener en cuenta los fundamentos epistemológicos porque se trata tan sólo de “gestionar”, de actuar, aquí cabe resaltar la necesidad de realizar aproximaciones amplias e interdisciplinarias que retomen consideraciones de tipo epistemológico y de construcción colectiva, ojalá sustentadas en paradigmas alternativos tales como el constructivismo y las aproximaciones desde la complejidad organizacional, que el autor concibe como más acordes con las características de la realidad y la estructura socioeconómica actual, y como factores críticos para el éxito de la reflexión, claro está, si de lo que se trata es de contribuir al marco analítico vigente, aguzar la discusión y de avanzar hacia un mejor entendimiento de la que, como el lector habrá podido notar, es aquí denominada “instancia cognoscitiva” de la organización.

Como ya hemos visto, elementos básicos de toda la discusión tienen que ser las consideraciones, desde las cuales el “conocimiento” es entendido como un “nuevo” recurso para lograr productividad y competitividad y, por esa vía, supervivencia y crecimiento, puesto que ellas, como ya se ha establecido, han cobrado gran fuerza en los últimos años y han sido sustento de numerosos estudios, análisis y modelos; así mismo las diversas posturas teóricas que se han generado recientemente, planteando la necesidad de crear, adquirir, conservar, medir/valorar, transferir, descentralizar, compartir o “gestionar” el conocimiento, de tal manera que sea posible lograr su aplicación efectiva y utilitarista en la dinámica organizacional.

Esto es algo fundamental si consideramos también el hecho de que, de todas las puertas existentes para abordar el problema del conocimiento en/de la organización, muchos analistas han preferido ingresar por la que ofrece la ingeniería (tal vez porque, como algunos autores destacan, por ejemplo Ruggles y Holtshouse, 2000, la administración del conocimiento tiene deudas con la inteligencia artificial y con el estudio y desarrollo de los sistemas expertos), en muchos casos, reduciendo con dicha acción (lo que es aún más preocupante) la dimensión cognoscitiva de las organizaciones a adquirir un robusto y adecuado equipo de hardware y software que sea capaz de soportar convenientemente un portentoso sistema de información gerencial; a la construcción de robustas bodegas de datos, o a incursionar en un programa ambicioso de e-business de última generación (una de las afamadas “e” es justamente: e-learning); a entender el conocimiento en/de la organización como la simple acumulación de mano de obra calificada (profesionales de todo tipo que soporten la operación, considerando tal vez que entre más “títulos” existan, casi como a manera de stock o de inventario de la empresa, más conocimiento posee la misma); o, finalmente, a pensar que de lo que se trata todo esto es de lograr que el conocimiento que se encuentra por ahí, en “algún lado”, entre los trabajadores, salga a la luz y pueda empezar a ser utilizado por la empresa en beneficio de su productividad.

En este sentido, desde una aproximación que remite a lo epistemológico, los enfoques constructivistas permiten sin duda apreciar que es conveniente aproximarse a la instancia cognoscitiva en la organización sobre la base de una epistemología de los sistemas observadores (von Foerster, 1991, pp. 89-93). Que no es posible ni conveniente separar el “conocimiento de la organización” de la “organización” misma, el “conocimiento” del “sistema” del cual emerge directamente; es decir, de aquel que conforma el conjunto integrado entre el sujeto, el objeto y el contexto espaciotemporal particular. (véase figura 3)

[5]

De manera que es la inclusión del observador en el proceso cognoscitivo la que devela la complejidad real de la instancia cognoscitiva en la organización: al tratarse de organizaciones diferentes con identidades diferentes (véanse Etkin y Schvarstein, 1995; Schvarstein, 1998), cada organización (así como cada subsistema y actor de la misma) debe hacerse responsable de su propio conocimiento, puesto que no existen reglas generales (aplicables a toda organización) para el abordaje del conocimiento organizacional en tanto el mismo es, en cada caso, una construcción propia, identitaria.


4. Conclusiones y algunas otras perspectivas

Aunque podría parecer paradójico que el conocimiento sea situado en un lugar central del análisis organizacional y socioeconómico en un momento en el que tantos autores discuten acerca de una crisis en los fundamentos del conocimiento mismo (Morin, 1988, pp. 22-25), la verdad es que la ocurrencia de este fenómeno, que ha conducido a diversos analistas a verse seducidos por su estudio en el seno de la organización y la economía, no parecería tener nada de extraño. Ante tal atracción han cedido hombres notables desde hace ya varios siglos: desde mucho antes de Platón, Aristóteles y Sócrates –pasando por Descartes, Malebranche, Leibniz, Locke, Berkeley, Hume, Kant y Nietzsche– hasta Popper y Piaget, más recientemente. Todos ellos, individuos ante los cuales, no sin fundamento[6], podría pensarse inicialmente que poco tienen que ver con las organizaciones de negocios.

Con todo, las nociones de organización, información, acción, proyección (construcción), actor, entorno y, principalmente la del conocimiento mismo en/de la organización, requieren ser abordadas desde una perspectiva mucho más amplia, que privilegie la complejidad de cada noción y la de todas en conjunto, y que reconozca las interacciones y recursividades que el “discurso” actual ha dejado de lado o ha mantenido dispersas.

El conocimiento es un elemento inherente a la organización en tanto ella está compuesta por seres humanos, y el problema de su gestión, tal y como se ha afirmado hasta ahora en muy diversos planteamientos, no es algo que pueda verse de manera tan simple como llevar el conocimiento tácito a explícito o lograr que el individuo transfiera su saber a la organización, y que ella pueda, mediante la utilización del mismo, lograr incrementos de productividad.

El problema entre el “discurso” y los otros posibles “dis-cursos” es mucho más de fondo: consiste, desde la primera problemática que aquí hemos caracterizado, en identificar para qué serán utilizados dichos incrementos de productividad, al servicio de quién estarán los réditos derivados de su aprovechamiento (tanto económicos como de otro tipo), y en vislumbrar la forma por medio de la cual podamos con ello construir organizaciones más equitativas en un sistema social más justo. En últimas, el problema no es reconocer al conocimiento como un nuevo factor de producción, como teóricamente ha procurado hacerse, y esto es algo extensible a los factores tradicionales, sino en tener la sabiduría y la suficiente inteligencia social como para hacer uso de todo lo que esté a nuestro alcance para erigir una sociedad más incluyente, con mayores posibilidades de desarrollo individual y colectivo (entendiendo que existen muy diversas nociones de desarrollo); en últimas, en términos de Sen (1998), que permita una mayor libertad de bienestar.

Aunque parezca que el problema del conocimiento en el seno de la organización es un asunto relativamente reciente, la verdad es que éste es un fenómeno inherente al ser humano, como indica Maturana: “Nosotros como seres humanos vivimos en comunidades cognoscitivas” (1996, p. 63), y si recordamos que las organizaciones son configuraciones sociales conformadas justamente por seres humanos, resulta más que claro que el conocimiento es un elemento inmanente en ellas y también que es inseparable de la cuestión humana; que el conocimiento emerge de un sistema objeto-sujeto-contexto que es inseparable, así por ello se nos muestre como complejo, porque en realidad lo es.

En efecto, aunque suene trivial, podría decirse, haciendo uso del adagio popular, que hemos descubierto “el agua tibia”, en buena medida por cuenta de la forma en la que nos hemos venido aproximando a las organizaciones, al paradigma simplificador y reduccionista que nos ha enseñado a dividir la realidad en partes para poder entenderla; y también, que en el desarrollo de tal ejercicio, además de separar al conocimiento del sujeto cognoscente, hemos separado igualmente la noción biológica y cognoscitiva del mismo, de su noción económica y productiva, y es tal vez por ello que cuestiones tan relevantes como el aprendizaje y el conocimiento permanecieron tanto tiempo “ocultos” en una especie de “mancha ciega” para el analista organizacional.

En efecto, al recordar aquello que en cualquier programa de administración se enseña en el primer semestre: que “las organizaciones están compuestas por seres humanos”, tan sólo al hacer esto, deberíamos poder comprender de inmediato que el conocimiento es un problema inherente al ser humano (pero ello no es así), e insistimos, las organizaciones están compuestas por seres humanos, de manera que el problema del conocimiento es inherente a las organizaciones; lamentablemente, es más frecuente de lo que pensamos el hecho de que no creamos en lo que sabemos, de que pensemos que sabemos cuando no sabemos o de que sepamos algo y, aun sabiéndolo, queramos no saber; es tal vez justo en esta cuestión problemática en donde se encuentran algunas raíces de todo el problema.

Bien advierte Morin al respecto: “Se puede comer sin conocer las leyes de la digestión, respirar sin conocer las leyes de la respiración, se puede pensar sin conocer las leyes de la naturaleza del pensamiento, se puede conocer sin conocer el conocimiento” (1988, p. 17), planteamiento con base en el cual puede afirmarse que lo realmente novedoso para las organizaciones y los individuos no es el descubrimiento de un nuevo factor sino la conciencia de que el conocimiento, por ser un problema inherentemente humano, hace parte de ellas (algo que, en cualquier caso, por sencillo no es menos valioso) y que, simultáneamente, la problemática organizacional hace parte del conocimiento humano. De no ser esencialmente por la existencia de esta relación recursiva, no tendría sentido la realización de trabajos como éste; seguramente, es a partir de esta consideración simple, pero de hondas implicaciones, que pueden empezar a erigirse algunos otros “dis-cursos” sobre el tema aquí abordado.


Pie de página

[*] Este artículo desarrolla una serie de reflexiones y elementos teóricos que el autor ha venido realizando en el transcurso de los últimos años en el marco del ejercicio de construcción de su línea de investigación llamada: “La Epistemología, la formación administrativa y la gestión de organizaciones”.

[1] Al respecto puede anotarse que para Nonaka y Takeuchi, Drucker considera al conocimiento como un “recurso”, y su principal interés se centra en la productividad del trabajo y los knowledge workers, mientras que para ellos el conocimiento no es un recurso sino un “producto” y, por tanto, se concentran en el que denominan “equipo de conocimiento”, el cual es el encargado de la creación del mismo.

[2] Para autores como Manuel Castells, las reformas que se han generado, tanto respecto a las instituciones como a la gestión de empresas, en los últimos años se han encaminado a conseguir cuatro metas principales: 1) profundizar en la lógica capitalista de búsqueda de beneficios en las relaciones capital-trabajo, 2) intensificar la productividad del trabajo y el capital, 3) globalizar la producción, circulación y mercados, y 4) conseguir el apoyo estatal para el aumento de la productividad y competitividad de las economías nacionales (Castells, 2001, pp. 44-45).

[3] Este texto señala lo siguiente: “La pérdida del conocimiento que acompaña el traslado, la renuncia, el despido o el retiro de un empleado es el factor dominante y más costoso de la mala gerencia de la empresa contemporánea. ¿Cómo se contrarrestan las amenazas? La amenaza crónica y aguda a la pérdida del conocimiento que plantean, respectivamente, la rotación en los trabajos y el inminente relevo generacional se pueden contrarrestar con la gerencia de la continuidad, que es, ni más ni menos, la transferencia eficaz y efectiva del conocimiento operativo crítico, tanto tácito como explícito, tanto individual como institucional, de los empleados trasladados o despedidos o de quienes toman la decisión de renunciar o de retirarse, a sus sucesores. Creada a partir de una amplia investigación, la gerencia de la continuidad asegura la continuidad del conocimiento y preserva este activo a pesar de la pérdida de los empleados y antes de que éstos se marchen. Beneficia tanto a los empleados en ejercicio como a sus sucesores”.

[4] Para aquellos que abordan el problema desde la perspectiva de la ingeniería, la información puede ser vista como “cualquier cosa que pueda ser digitalizada –codificada como un conjunto de Bits– [...] los resultados del fútbol, los libros, las bases de datos, las revistas, las películas, la música, los índices bursátiles y las páginas Web son información” (Shpiro y Varian, 2000, p. 2). Drucker, en cambio, la define como “datos dotados de pertinencia y propósito” (1988). Castells la entiende en un sentido amplio como “comunicación del conocimiento” (2001, p. 47). Y por su parte, Morin, desde una perspectiva mucho más profunda y compleja, define la información como “aquello que, para un observador o receptor que se halle en una situación en la que hay dos ocurrencias posibles, pone fin a una incertidumbre o resuelve una alternativa, es decir, sustituye lo desconocido por lo conocido, lo incierto por lo cierto” (1988, p. 48), y Mattelart señala que la propia raíz etimológica de información la describe como un proceso que da forma al conocimiento gracias a la estructuración de fragmentos del conocimiento (2002, pp. 65 y ss.).

[5] La noción de computación es una elaboración realizada con base en la noción de computación desarrollada por Morin (1988, pp. 48-49) y evoca justamente “computación para la acción”. Con base en este autor, podemos entender la computación como “un complejo organizador/ productor de carácter cognitivo que comporta una instancia informacional, una instancia simbólica, una instancia memorial, una instancia logicial”. Lo adicional, en términos organizacionales, es que tal complejo tendría una formación identitaria sustentada en la acción: computa-acción, en tanto que la organización lo es para la acción, y puede ser entendida como la manipulación/tratamiento, en formas y modos diversos, de signos/símbolos, en la cual se presentan operaciones de asociación (conjunción, inclusión, identificación) y de separación (disyunción, oposición, exclusión) con el objeto de desenvolverse/adaptarse/sobrevivir/desarrollarse en el terreno de la acción organizacional (Sanabria, 2002, pp. 51-54).

[6] Al respecto, Le Moigne afirma: “Bien sea que se las considere artes, técnicas o disciplinas de convergencia, las ciencias de la gestión no gustan ni se sienten atraídas por la epistemología; ésta, a su vez, no se interesa por esas disciplinas subalternas” (1997, pp. 163-185).


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