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Innovar

Print version ISSN 0121-5051

Innovar vol.17 no.30 Bogotá July/Dec. 2007

 

 

 

La teoría subjetiva del valor en contabilidad: comentarios sobre la valoración con base en las emociones

The subjective theory of value in accounting: comments about emotion-based evaluation

 

Nelson Javier Dueñas Gil*

* Estudiante Contaduría Pública, octavo semestre. Miembro del Observatorio Latinoamericano en Contabilidad. Correo electrónico: njdueñasg@unal.edu.co


 

Resumen

Este documento hace una pequeña revisión –valiéndose de algunos elementos de racionalidad y de teorías evaluativas y emocionales– sobre la forma en que los individuos eligen y valoran los objetos y sucesos de acuerdo con sus emociones. Luego, a grandes rasgos, muestra la evolución del concepto de valor en economía para desembocar en la teoría subjetiva del valor. Allí se analiza la incidencia de esta última sobre la disciplina contable, la cual se ve abocada a rechazar el enfoque marginalista de valuación neoclásico, siendo ésta una de las principales diferencias que separan a estas dos disciplinas.

Palabras clave:

evaluación, valuación, autoaprobación, utilidad, satisfacción, racionalidad.

 

Abstract

This document provides a small review (borrowing some elements from rationality and evaluative and emotional theories) of the way in which individuals choose and value objects and events according to their emotions. It then outlines the evolution of the concept of value in economics, followed by the so-called subjective theory of value. The subjective theory’s effect on accounting is then analysed, leading to rejecting the marginalist approach to neoclassical evaluation, this being one of the main differences separating it from economics.

Key words:

evaluation, valuation, self approval, utility, satisfaction, rationality.

 

1. Introducción[**]

En los últimos decenios, la contabilidad ha visto cómo ciertas ideas –que van más allá del tradicional enfoque de medición del beneficio– han venido cobrando auge e importancia, lo cual ha cambiado ciertamente la concepción que se tenía de ella y ha brindado nuevos elementos al debate que propugna darle el estatus de disciplina social. Me refiero expresamente al paradigma utilitarista de la contabilidad.

Esta última concepción está mucho más relacionada con las actuaciones de los agentes en un entorno complejo llamado mercado, y que por su naturaleza exige la toma adecuada de decisiones en hechos particularmente económicos. Y como sabemos, la toma de una decisión –que básicamente implica una elección entre opciones– depende principalmente de una evaluación que sobre determinado hecho o cosa realice un individuo.

Así lo expuso Smith (1941, p. 137) en 1759 al hacer referencia a los sentimientos morales y su relación con la elección, cuando sintetiza que el principio aprobatorio –aquella facultad mental que nos hace preferir una manera de comportamiento sobre otra, o que hace que ciertos caracteres nos resulten agradables o desagradables– se origina en el amor a sí mismo, la razón y la emoción.

De forma más general, las acciones y elecciones humanas están ligadas de manera íntima con evaluaciones y juicios provenientes de la racionalidad emocional (de hecho, es una racionalidad normativa que permite un discernimiento entre lo bueno y lo malo).

Dado lo anterior, encontramos teorías evaluativas en las que las emociones dependen lógicamente de las evaluaciones –y aún más, teorías que sostienen profundamente que las emociones son evaluaciones (Calhoun y Solomon, 1989, p. 23).

Por ejemplo, Brentano (citado en Calhoun y Solomon, 1989, p. 25), en su libro The Origin of Our Knowledge of Right and Wrong, considera que “todas las emociones contienen una actitud que evalúa el pro y el contra”. En consecuencia, establece una analogía entre la emoción y el juicio, es decir, así como pueden encontrarse juicios “ciegos” (carentes de sustento racional) y juicios perspicaces, también hay emociones que poseen “evidencia” o carecen de ella.

No obstante, Calhoun y Solomon (1989) afirman que:

    independientemente de las diferencias entre las teorías evaluativas, todas pintan una imagen singularmente racional de la emoción. Lejos de ser reacciones ciegas, irracionales que nos impiden ver el mundo objetivamente, las emociones son fenómenos mentales importantes en lo epistemológico que complementan la percepción de la razón llevándonos al mundo de los valores morales, estéticos y religiosos. A veces, como es natural, nuestras emociones nos llevan por el camino equivocado (p. 24).

Una postura semejante toma Nussbaum (1997), quien afirma: “En síntesis, no hay motivos para creer que las emociones son inadecuadas para la deliberación sólo porque son erróneas, así como no hay motivos para desechar todas las creencias de la deliberación sólo porque pueden ser erróneas” (p. 97).

Sin embargo, esta posición no es compartida por Elster (1993), quien afirma en relación con las emociones: “También interfieren con nuestros procesos de pensamiento, haciéndolos menos racionales de cuanto pueden serlo de otra manera… las emociones proporcionan un significado y un sentido de dirección a la vida pero también nos impiden ir firmemente en esa dirección” (p. 75).

Las anteriores líneas a simple vista pueden ser algo confusas. No obstante, su intención es hacer una pequeña reflexión en torno al concepto de valor para algunos esbozos filosóficos –teorías evaluativas y emocionales– y el papel que desempeña en las acciones humanas.

Nosotros al hacer una evaluación sobre una cosa –proceso en el que intervienen ampliamente nuestras emociones– la estamos valorando o asignándole un valor de acuerdo con el resultado de dicha evaluación. Y como posteriormente veremos, este proceso fundamenta la teoría marginalista del valor presente en la teoría económica.

Ahora observaremos la incidencia de esta teoría en la disciplina contable. En esta, al analizar el enfoque neoclásico de valuación, veremos que este enfoque no es aceptado por la práctica contable, y la obliga a buscar métodos y reglas más apropiados que proporcionen lineamientos adecuados para los procesos de valuación presentes en la contabilidad.

 

2. Valor en economía

A través del tiempo, el concepto de valor ha sido objeto de profundas discusiones que no sólo tienen cabida en la ciencia económica, sino que a la postre han generado una concepción distinta de él. Sin embargo, al ser la teoría económica la más preocupada en este campo, dado que este concepto constituye la savia misma de esta disciplina[1], encontramos un gran desarrollo sobre el valor y sobre las teorías del valor.

Quisiera referirme inicialmente al análisis de los dos ejes de la expresión de valor, dado que, aunque no es el propósito de este escrito, es necesario esbozar algunos planteamientos generales que nos brindarán algunos elementos válidos para el debate siguiente.

Inicialmente, el valor cobra forma a través del flujo de relaciones que el mercado asocia. Y es el intercambio el que precisamente cristaliza dichas relaciones.

En efecto, “el intercambio se halla regulado por el valor relativo”. Dicha expresión tiene para Adam Smith dos significados: unas veces expresa la utilidad de un determinado objeto o “valor de uso”, y otras la capacidad que para la compra de otros proporciona la posesión de ese objeto, o sea su valor de cambio (López, 1997, p. 51).

Así, tenemos como precedente que “las mercancías vienen al mundo bajo una doble forma: como valores de uso y como valores. Revisten por tanto la forma natural y la forma de valor” (López, 1997, p. 57).

Luego

    los dos polos de la expresión de valor se expresan en lo que Marx llama la forma relativa y la forma equivalencial del valor. En esta forma simple de valor (X mercancía = Y mercancía) reside el secreto de todas las formas de valor… (X) y (Y) representan en nuestro ejemplo dos papeles manifiestamente distintos. (X) expresa su valor en la mercancía (Y) y, a su vez, (Y) sirve de material para la expresión de valor de (X). El valor de la mercancía (X) aparece bajo la forma de valor relativo, es decir, reviste la forma relativa del valor. La mercancía (Y) funciona en la ecuación como equivalente, es decir, como forma equivalencial del valor (Ibíd.).

En otras palabras, a una mercancía dada no le queda otro camino que recurrir a otra mercancía para poder expresar su forma de valor, y esto sólo lo puede hacer en términos relativos, de equivalencia.

Luego, López reafirma (1997):

    La forma equivalencial de una mercancía es la posibilidad de cambiarse directamente por otra mercancía… No obstante, tan pronto como la mercancía (Y) ocupa el lugar de equivalente general en la expresión de valor, su magnitud de valor no cobra expresión como tal sino que figura en la igualdad como una determinada cantidad de objeto. La mercancía (X) expresa su valor en el valor de uso de la mercancía (Y) pero jamás podrá expresar su propio valor refiriéndose a ella misma (p. 59).

De igual forma, Cuevas (1986) nos ilustra ampliamente sobre este aspecto. Como muestra su texto, Bailey, al hacer algunas críticas a la concepción de valor de Ricardo, argumenta: “Consecuentemente nada positivo o intrínseco es denotado por el valor, sino únicamente la relación en que dos objetos se sitúan recíprocamente como mercancías intercambiables (p. 52).

Sin embargo, Marx posteriormente refutaría esta afirmación con su tesis de que, en palabras del profesor Cuevas, “las mercancías sólo pueden equiparse en el cambio porque tienen algo en común que es el trabajo social de que son producto” (Ibíd.).

Así, Marx (citado en Cuevas, 1986) en sus propios términos argumenta:

    Si hablamos de valor de cambio de una cosa, significamos en primera instancia, por supuesto, las cantidades relativas de todas las otras mercancías por las que puede intercambiarse la primera. Pero, bajo consideración adicional, encontraremos que para que la proporción en que una cosa se cambia por una masa infinita de otras cosas que nada tienen en común con ella (…) sea una proporción fija, todas estas cosas heterogéneas deben ser consideradas como representaciones proporcionales, expresiones de la misma unidad común, un elemento completamente diferente de su existencia natural (p. 53).

Y luego concluye el profesor Cuevas:

    Ese elemento es el trabajo social o trabajo humano… así, contra la tesis de Bailey, Marx enfrenta el argumento puramente lógico de que el acto mismo por el cual dos cosas entran en relación, situándose recíprocamente como mercancías intercambiables, presupone que son iguales a una tercera, diferente de ellas mismas, que es el trabajo. La relación no es posible, pues, sin un elemento positivo o intrínseco contenido en cada una de las mercancías, diferente de aquellas con las cuales se compara externamente (Ibíd.).

Es decir, “desde sus más remotos orígenes el cambio estuvo regulado por la cantidad de trabajo contenida en los productos intercambiados, o como diría Adam Smith, por la fatiga y la molestia que cuesta producirlos. El trabajo representó desde entonces el precio primitivo de los bienes” (López, 1997, p. 48).

Pareciera que las mercancías equivalen a una tercera, pero realmente el valor de cambio está expresado en una “sustancia”, la cual es el trabajo social o trabajo humano, un elemento propio de las mercancías que es común a todas ellas y que permite mediar la relación entre las mismas.

 

2.1 La teoría subjetiva del valor

Como vimos anteriormente, el valor goza de dos expresiones: el valor de cambio y el valor de uso. Sobre este aspecto, Echavarría (2003) expresa:

    Este valor de uso de la mercancía, bautizado por Aristóteles, reutilizado por Smith y mencionado por Marx, no interesa para nada en lo concerniente al valor, en la óptica de la teoría clásica del valor incorporado. En cambio, para los utilitaristas neoclásicos y modernos, el valor de uso, con su utilidad, abre el sendero para establecer una relación “orgásmica” con el sujeto-individuo aislado, con el ente Homo economicus (p. 95).

El valor de uso es lo que precisamente fundamenta uno de los grandes aportes de la economía neoclásica: la teoría subjetiva del valor, la cual sienta sus bases en el axioma de la racionalidad maximizadora. Dicha premisa se fundamenta en el hecho de que todo individuo busca satisfacer sus necesidades y deseos mediante la maximización de su beneficio, o función de utilidad. Sin embargo, en lo anterior hallamos un concepto bastante vago como lo es la satisfacción.

Inicialmente, la satisfacción no es definida como una emoción, sino que constituye una sensación o realización de una emoción a la cual está sometida. Dicha emoción fácilmente puede ser el orgullo, ya que éste brinda una sensación de autoaprobación o autoestima[2] al sujeto que lo siente.

Efectivamente, “el orgullo pertenece a un conjunto de emociones que tienen un interés especial para nuestra comprensión de los seres humanos como agentes autoconscientes, capaces de hacer juicios de valor acerca de sí mismos” (Hansberg, 1996, p. 107). De hecho, Hume (citado en Hansberg, 1996, p. 122)[3] menciona el placer como uno de los componentes del orgullo.

Adicionalmente, Hume (citado en Santiago, 2003) describe tres tipos de bienes: “la satisfacción interna de nuestra mente, la buena disposición de nuestro cuerpo y el disfrute de nuestras posesiones adquiridas por nuestra laboriosidad y fortuna”. Igualmente, encuentra que “no existe otro impulso fundamental en la mente humana que el placer o la evitación del dolor” (p. 9).

Pero en el trasfondo de todo esto podemos ver que los agentes económicos tienen como propósito hacer lo que más les convenga con miras a maximizar su beneficio, lo cual –como ya se expuso según las teorías de Brentano– se hace a través de una “emoción (el orgullo) que evalúa el pro y el contra de toda cosa o acción, y en sí no le asignan valor al objeto obtenido, sino a la satisfacción y utilidad que les proporciona dicho bien (valor de uso).

De lo anterior podemos inferir que los bienes trascienden la realidad económica, ya que las mercancías obtenidas mediante el uso de algún ingreso limitado (restricción presupuestaria) son “útiles” y brindan placer al sujeto, pero dicho placer o satisfacción no es intrínseca a estos bienes. En otras palabras, un individuo guiado por una racionalidad normativa puede consumir un “bien” –que no es la mercancía misma– que le brinda una utilidad que está más allá de la dimensión económica de su acepción.

Luego la valoración que un sujeto le dé a un bien dependerá del orgullo que éste genere en él, lo que nos lleva, siguiendo las ideas de Hansberg (1996, p. 113), a un estado de autoaprobación o autoestima. O por expresarlo así, “la bondad” de un “bien” no depende de sus características físicas, sino de las propiedades que percibe el sujeto que cree que le acercan a un estado de autoaprobación. Pero, además, dicho estado se genera no sólo por las cualidades especiales del bien, sino también porque el sujeto sabe que dicho bien le pertenece; es decir, si no hay certeza de que el sujeto posee el objeto, no hay orgullo, y por ende no se llega al estado de autoaprobación. Hay que dejar en claro que debe existir una convicción sobre la posesión del objeto.

En relación con lo anterior, Calhoun y Solomon (1989) afirman: “Por lo general, lo que sentimos sobre la gente, los sucesos y las cosas de nuestras vidas indican qué valor les damos… muchos filósofos contemporáneos argumentan que hay una conexión lógica entre las emociones y las creencias evaluativas” (p. 22) (cursivas del autor).

En este sentido, se podría decir que “el valor expresado por un número asignado a un objeto o hecho se supone que indica una preferencia rigurosa por este objeto por parte de un individuo o agregado social en un contexto bien definido” (Mattessich, 2002, p. 148).

Con lo anterior llegamos a que los agentes, en la búsqueda de su máximo placer, bienestar y comodidad consumen o adquieren (dependiendo de si el agente es productor o consumidor según un esquema microeconómico) algún bien (o factor de producción) que le brinde la máxima utilidad o beneficio posible, pero que a medida que consume más cantidades de dicho bien cada vez menor será la utilidad que éste le proporcione. Hermann Gossen (citado en Mattessich, 2002) en el planteamiento de su primera ley afirma: “La cantidad del mismo goce disminuye continuamente, hasta la saciedad, si proseguimos con el mismo” (p. 150).

Y luego el mismo Gossen expresaría su segunda ley, que a la postre se convertiría en el principio de maximización de la utilidad. Al respecto Mattessich (2002) afirma:

    La segunda ley se hace plausible, considerando que en caso de que el consumidor gastara su ingreso de otra forma, su utilidad total se incrementaría al reacomodar su patrón de consumo (consumiendo así unidades adicionales de aquellos bienes que produzcan una utilidad marginal superior al promedio actual) para lograr finalmente el equilibrio. Esto lleva a identificar el valor de una mercancía con su utilidad marginal. En realidad, es la satisfacción que se deriva del último incremento de una mercancía la que determina nuestra decisión de comprar o no (p. 151).

Con lo anterior llegamos al punto álgido de la teoría subjetiva del valor: la utilidad marginal como determinante del valor de un bien (esto desde la perspectiva del consumidor).

Por el lado del productor tenemos que un bien es valorado a su costo más el mark-up o beneficio que éste cobra por la producción de dicho bien. No obstante –en el caso de competencia perfecta–, el productor no puede fijar el precio ya que este es dado, lo que cambia la forma de maximizar sus beneficios y, por ende, de minimizar sus costes. Es decir, por definición, “una empresa de este tipo no tiene en cuenta su influencia en el precio de mercado. Por tanto, el problema a que se enfrenta la empresa competitiva es a la maximización de su ingreso al descontar los costes de producción” (Varian, 1999, p. 388).

Luego, en este mismo orden de ideas el autor prosigue: “¿Qué cantidad decidirá producir? Aquella en la que el ingreso marginal sea igual al coste marginal, en la que el ingreso adicional generado por una unidad más de producción sea exactamente igual al coste adicional de esa unidad. Si no se cumple esta condición, la empresa podrá aumentar sus beneficios alterando su nivel de producción” (Ibíd.).

Y, dado que en competencia perfecta el ingreso marginal es igual al precio, Varian (1999) nos muestra la forma en que la economía neoclásica valoraba los bienes desde la perspectiva del empresario: “Así pues, la empresa competitiva elige el nivel de producción y cuyo coste marginal es exactamente igual al precio de mercado” (p. 389).

Es decir, con esto llegamos al corazón de la teoría neoclásica del productor: el valor de un bien está determinado cuando su precio iguala el costo marginal.

“El cuerpo teórico neoclásico parte de la aceptación explícita de que en el proceso de producción y cambio los individuos y las empresas actúan de manera ‘lógica’ y ‘racional’, respectivamente, queriendo decir con ello que siempre buscan la maximización de algo: en el primer caso de su satisfacción personal (beneficios, goce o placer) y en el segundo, de la utilidad” (Garcés, 1992, p. 19).

Sin embargo, las que son consideradas como reglas de valuación para el enfoque marginalista (tanto para el productor como para el consumidor) han recibido innumerables críticas, no sólo de parte de los contables –quienes por sus enfoques valuativos difieren ampliamente de los economistas–, sino también por académicos inmersos en esta ciencia.

Al principio lo que más se le criticó a esta visión tuvo que ver con cómo lograr la medición de la utilidad. Pero, tal como lo expresa Mattessich (2002, p. 151), algunos economistas resolvieron dicha cuestión afirmando que lo que interesa es la ordinalidad de la utilidad y no su cardinalidad; el mecanismo actúa igualmente, siempre y cuando el consumidor ordene de manera consistente sus preferencias.

Aunque Mattessich nos dice que este cambio “no satisfizo las expectativas” (Ibíd.), a mi modo de ver los economistas lograron desprenderse así de las limitaciones impuestas por la compleja medición de la magnitud cardinal de la utilidad.

El mismo autor expone otros problemas de esta forma de valuación al afirmar: “El axioma más crítico de la economía es el caso supuesto de que la maximización del beneficio es la correcta y exclusiva forma de maximizar la función de utilidad, y por tanto constituye el último y único objetivo empresarial” (Mattessich, 2002, p. 154). Adicionalmente expresa: “La maximización de un valor monetario no necesariamente implica la maximización de la utilidad” (Ibíd.).

Todas estas dificultades reflejan el débil sustento real que tienen las premisas de la teoría subjetiva del valor (por ejemplo, quién garantiza que los agentes actúan racionalmente) y las escasas precisiones que se han hecho sobre estos axiomas. Por ejemplo, cuál concepto de beneficio será maximizado, o el mismo concepto de maximización del beneficio que ciertamente es algo ambiguo.

También algunos economistas critican la teoría subjetiva del valor, específicamente Myrdal (citado en Mattessich, 2002), quien plantea que una teoría del valor necesariamente debe contar con ciertas fundamentaciones psicológicas y de la conducta: “La racionalización no es una explicación sino que constituye en sí misma un fenómeno que debe ser explicado”. Y prosigue con sus afirmaciones al plantear: “La economía requiere como fundamento una explicación psicológica de las causas de la oferta, la demanda y el precio… se puede aprender mucho de las investigaciones estadísticas, aunque las mismas deben, en primer término, interpretarse empíricamente en términos de ‘estímulo’ y ‘respuesta’, en lugar de ‘deseo’ y ‘sacrificio’” (p. 156).

Básicamente lo que Myrdal nos dice es que los preceptos marginalistas de la teoría subjetiva del valor requieren una sustentación psicológica fundamentada en la conducta del agente económico. Por ello no se debe utilizar la racionalidad maximizadora como un concepto apenas explicativo, sino que ésta es una noción que necesita también de un profundo análisis, necesita ser explicada. Si esto no se concibe así, no se pueden arrojar conclusiones en términos formados por sustentos acerca de la racionalidad de la conducta humana, la cual es la falencia presente en este enfoque y que pareciera que los economistas encargados de su estudio hubiesen pasado por alto.

Es decir, “abordar una crítica a cualquier postulado básico de la teoría neoclásica conlleva la necesidad de replantear no sólo el método de análisis, sino el fondo filosófico mismo en el que se sumergió la teoría económica (y todas las ‘ciencias’ sociales en general) ante el avance del pensamiento ‘racional’ liberal, y su intento por moldear una estructura que supuestamente se pretendía ‘más científica’ ”. (Garcés, 1992, p. 10).

Sin embargo, cualquier teórico que desee rebatir a Myrdal dirá que dicho supuesto de racionalidad se hace para simplificar el análisis. Además, en la microeconomía avanzada racionalidad equivale a transitividad, es decir, lo que interesa es que el sujeto ordene adecuadamente sus preferencias. Y en concordancia con lo que pretendo afirmar, los sujetos adoptan mecanismos de decisión orientados por las emociones ligadas a la racionalidad normativa, lo cual constituye una concepción más amplia de racionalidad, puesto que los individuos no requieren necesariamente una concepción económica de los bienes. Así que, sobre los argumentos de Myrdal puede decirse que son mal comprensión de la teoría, pero ello es algo que no nos incumbe debatir aquí.

 

3. Marginalismo y contabilidad

Ahora, prosigo a analizar por qué la disciplina contable se resistió a aceptar el enfoque marginalista para la determinación del valor de un bien, brindado por la teoría subjetiva del valor. La disciplina contable no adoptó esta teoría de valuación simplemente porque no le sirve. Es decir, si algo caracteriza a la contabilidad es su función de reflejar la situación y las relaciones económicas de un ente[4] expresadas en unos estados o informes financieros, los que a la postre permitirá encaminar acciones para mejorarlas. Y, si se adoptara el enfoque marginalista, se requeriría la medición precisa de la utilidad que, como ya se discutió, es algo complicado de lograr[5].

Lo anterior lo sustento en el hecho de que la contabilidad debe asignar un valor numérico a cada una de las partidas que está describiendo, por lo cual la solución de la utilidad ordinal no es muy viable para nuestra disciplina.

Por otro lado, y como sucede en la vida real, la contabilidad valora los bienes en las organizaciones a través de diversos mecanismos de asignación de costos, los cuales son muy distintos a la valoración por medio del costo marginal, ya que estos incluyen otras erogaciones adicionales a los costos de producción[6]. Las empresas en la práctica nunca valoran a través del costo marginal puesto que llegar a él es algo complicado, dado que se requiere encontrar la función de producción propia de la empresa. Por ende, a mi modo de ver, estos aportes de la economía neoclásica son más que todo resultados de un modelo teórico concebido bajo ciertos postulados, y constituyen artificios retóricos para mostrar las bondades del mercado como el mejor mecanismo para asignar recursos en la sociedad.

Sin embargo, con lo anterior no estoy afirmando que la teoría subjetiva del valor sea inservible; por el contrario, su utilidad en la enseñanza y en la teoría económica es muy alta. Pero para propósitos contables esta visión no es muy apropiada, por lo que la contabilidad debe centrarse en la búsqueda de nuevos enfoques para la valuación. Esta disciplina no debe quedarse únicamente con el criterio ampliamente utilizado del costo histórico, sino que, por el contrario, debe indagar por más juicios que le permitan actuar en un campo multifacético; es decir, responder a varias y múltiples necesidades de valuación correspondientes cada una a distintas realidades y perspectivas económicas propias de las firmas.

Como bien lo afirma Mattessich (2002): “Si la maximización del beneficio (o de otro concepto similar) es un objetivo no realista que ni siquiera puede ser definido con claridad, ¿por qué han de esforzarse por alcanzarlo los gerentes y por qué ha de proporcionar la contabilidad las herramientas para medirlo?” (p. 187).

En otras palabras, las decisiones de las organizaciones y de los entes no se pueden entender como decisiones para maximizar el beneficio; luego la maximización del beneficio no es el problema de la firma (¿el beneficio de quién?) dado que los objetivos, preferencias y utilidad no son iguales para accionistas, empleados, gerentes, acreedores, entre otros.

Esto en parte se debe a que la visión neoclásica de la firma no tiene en cuenta aspectos que suceden en las relaciones que se establecen dentro de las organizaciones, tales como problemas de agencia, separación entre la propiedad y el control, problemas de remuneración a los individuos, entre otros. Ello dificulta que los intereses de los diversos stakeholders se encuentren alineados. Tal vez por esa razón es que el enfoque neoclásico no aborda estos temas, ya que obstruiría su análisis de la maximización del beneficio.

En relación con lo anterior, Garcés (1992), al referirse al modo de producción capitalista, afirma: “En la teoría neoclásica éste es un simple acoplamiento de ‘relaciones técnicas’ entre ‘factores de producción’ sin un nexo causal con las relaciones entre personas” (p. 41).

Sin embargo, y ya enfocándonos en la contabilidad, si ésta aspira a mejorar sus procesos de valuación, debe enfrentar un reto muy grande: medir partidas sólo presentes en un universo conceptual, conceptos tales como la confianza, la fidelidad, e incluso mejorar los métodos para la valoración de activos intangibles (Good Will, Know How, entre otros).

No obstante, ello traería amplias complicaciones ya que personalmente creo que, circunscribir lo que son prácticamente valores morales a rígidos esquemas de variables y reducir la conducta humana a modelos numéricos es algo demasiado fatuo y pretencioso (a pesar de esto, el hombre con toda su creatividad y potencialidad es capaz de lograrlo –por ejemplo, hace tres o cuatro siglos nadie creía en la medición de la utilidad, y ahora vemos que es algo posible).

Lo que arguyo se hace más evidente si tenemos en cuenta que dichos conceptos y conductas descansan en algo tan complejo como lo son las pasiones y las emociones, que necesitan todo un análisis que nos permita saber qué tan adecuadas son como mecanismos de decisión. No digo que ello no sea necesario; por el contrario, sería espectacular para las ciencias económicas en general, pero es algo demasiado difícil que sólo se puede lograr luego de años de investigación que amplíen el horizonte de las disciplinas sociales (economía- administración-contaduría, incluidas en estas). Por ende, lo que le espera a la contabilidad son años y años de arduo escudriñamiento académico y profesional.

La misma postura es compartida por Jon Elster (1989), que en uno de sus trabajos –que me permito citar ampliamente– señala: “Los dos pilares de la moderna teoría de la decisión son la utilidad cardinal y la probabilidad subjetiva. Ciertamente, es un triunfo formal de la filosofía y de la economía el haber relacionado estas nociones subjetivas con normas operativas y observables” (p. 214).

Más adelante expresa:

    La pregunta es, desde luego, si esta operación en realidad mide lo que se propone medir; si hay distorsiones inherentes al procedimiento que impiden ser válidas a estas técnicas. No analizaré aquí el problema de la utilidad cardinal, salvo para mencionar la objeción común de que es inapropiado que la actitud del individuo que se arriesga deba ser pertinente a la medición de la utilidad que atribuye a ciertos resultados. En cambio, afirmaré que la noción de probabilidad subjetiva es menos útil para una teoría de la toma racional de decisiones de lo que suele argüirse de la filosofía bayesiana, y que a menudo es más racional reconocer ignorancia que esforzarse por alcanzar una cuasiprecisión numérica en la medición de creencias. Si se fijan demasiado altas las normas de racionalidad, de ello puede derivar la irracionalidad (Ibíd.). (Cursivas del autor).

 

Conclusiones

En este escrito sólo pretendí hacer una reflexión sobre la valuación en contabilidad y su relación con la teoría económica neoclásica. Para ello, vi la necesidad de hacer un somero repaso (como se puede apreciar, este tema es demasiado amplio) a las diversas concepciones disciplinares a través de varias posturas del concepto de valor, mostrando algunas evoluciones dialécticas que se han presentado en torno a él. Con ello, quise ilustrar una posible hipótesis de por qué la disciplina contable no adoptó el enfoque neoclásico de valuación, lo que ha hecho que estas dos áreas del conocimiento no converjan en aspectos tan esenciales como éste.

Subyace a esto la intención de reafirmar a la contabilidad como una disciplina social, con evolución y esencia propias, donde el hombre es el principal protagonista como agente tomador de decisiones. Y para ello me valí de ciertas concepciones sobre racionalidad y de teoría de las emociones para dilucidar el trasfondo de sus elecciones, pues considero ciertamente que la valoración y las decisiones de los individuos dependen de las emociones, lo cual es algo compatible con el paradigma utilitarista contable.

El concepto de valor fue, es, y seguirá siendo, objeto de grandes debates y discusiones en las disciplinas económicas, filosóficas y psicológicas; y dentro de ello grandes alcances se han logrado mediante la búsqueda de nuevos preceptos comportamentales que rijan las actuaciones de los hombres, ya que, en últimas, lo que tratan estas ciencias es de encontrar guías y soluciones válidas para los problemas de los hombres en su diario acontecer. Y la contabilidad, que por su naturaleza social no es ajena a ello, debe propender por satisfacer los intereses de sus usuarios, en pro de su mismo desarrollo. Y en tanto la contabilidad genere más y mejores métodos de valuación, los informes y sistemas de información financiera y contable serán en mayor medida un fiel reflejo de la realidad económica presente en casi todos los aspectos de nuestras vidas.

 

Pie de página

[**] Agradecimientos: El autor desea agradecer a Aníbal Granada y a la profesora Nohora García por los lineamientos brindados en la realización de este trabajo; al profesor Mauricio Gómez por su interés y asesoramiento en la presentación de este, y a Jhonathan González, Diana Salamanca y July Rojas por su apoyo en todo el proceso de creación del mismo.

[1] En palabras de Echevarria: “El valor es imprescindible al corpus de la teoría; sin él no habría explicación y comprensión de la oferta, de la demanda y de todas las categorías fundamentales de la ciencia económica. Por último, el valor viene a ser como el fundamento del Ser de lo económico, su principium más noble, su razón suficiente de ser” (2003, p. 93).

[2] “El orgullo proposicional es un estado de autoaprobación o autoestima” (Hansberg, 1996, p.113).

[3] Vale resaltar que la concepción de orgullo de Hume para Hansberg es incorrecta, ya que no es adecuado asociar sensaciones de placer o dolor con las emociones, pero la cito aquí para mostrar algunos elementos de la evolutiva dialéctica inmersos en la teoría de las emociones.

[4] “La contabilidad, a más de ser fruto de la acción humana y de los hechos sociales, es uno de los elementos esenciales para motivar, impulsar y determinar nuevas acciones y nuevos hechos particularmente los de producción y distribución de riqueza, sin ser estos los únicos” (Gómez, 2003, p.109)

[5] Sin embargo, dicha medición no es imposible, como demostraría Neumann Morgenstern. Ver Mattessich (2002).

[6] Recuérdese que en la teoría neoclásica los únicos costos que se asocian al proceso de maximización del beneficio son los costos de producción. Sin embargo, en la práctica existen más costos en los que incurren las empresas para lograr atraer la atención del mercado, tal como lo expresa el enfoque neoinstitucional de la firma. Entre estos otros están los de investigación y desarrollo, mercadeo, y en general, los costos de transacción así como los costos de coordinación dentro del ente.

 

Referencias bibliográficas

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Cuevas, H. (1986). Valor y sistema de precios. Bogotá: Facultad de Ciencias Económicas, Universidad Nacional de Colombia.        [ Links ]

Echavarría, J. (2003). El ser de lo económico: una nueva teoría del valor. Medellín: Editorial Lealon.        [ Links ]

Elster, J. (1993). Tuercas y tornillos. Barcelona: Editorial Gedisa.        [ Links ]

Elster, J. (1989). Ulises y las Sirenas. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.        [ Links ]

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