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Innovar

versão impressa ISSN 0121-5051

Innovar v.19 n.34 Bogotá jul./dez. 2009

 

 

 

La política fiscal y la contabilidad municipal en España: instrumentos de control de los recursos locales: 1745-1899

Fiscal policy and municipal accounting in Spain: instruments for controlling local resources: 1745-1899

La politique fiscale et la comptabilite municipale en Espagne: instruments de controle des ressources locales: 1745-1899.

A política fiscale a contabilidade municipal na espanha: instrumentos de controle dos recursos locais: 1745-1899.

 

María Soledad Campos Lucena*

* Doctora en Contabilidad y Economía Financiera y Profesora colaboradora del Departamento de Contabilidad y Economía Financiera, Universidad de Sevilla, España. Correo electrónico: mscampos@us.es


Resumen

La política fiscal española sufrió una transformación fundamental del Antiguo al Nuevo Régimen. Esta transformación tenía motivaciones tanto internas -debidas al déficit crónico que venía sufriendo la Hacienda Pública y que se vieron agravadas a final del siglo XIX- como externas -por la influencia de una ideología liberal que se extendía por Europa en aquella época-. Todo ello dio lugar a una pérdida de autonomía fiscal por parte de los ayuntamientos, en cuyas finanzas el Estado vio la solución a sus problemas financieros. La reforma definitiva se produjo en 1845, reforma que sentó las bases de un moderno sistema de tributación que pondría la fiscalidad de España a la altura del resto de Europa.

Palabras clave:

política fiscal, contabilidad local, Antiguo Régimen, Nuevo Régimen.

 

Abstract

Spanish fiscal policy underwent a fundamental transformation when the new regime from took over from the old one. Such transformation had both internal motivations (due to the Treasury's chronic deficit and which became aggravated towards the end of the 19th century) and external ones (due to the influence of liberal ideology which became widespread throughout Europe at this time). All this led to the loss of town/city councils' fiscal autonomy as the state saw that appropriating their finances could become the solution to its financial problems. Definitive reform took place in 1845; such reform established the basis for a modern taxation system putting Spanish tax supervision on a level with that of the rest of Europe.

Key words:

fiscal policy, local accounting, old regime, new regime.

 

Résumé

La politique fiscale espagnole a subi une transformation fondamentale lors du passage de l'Ancien Régime au Nouveau Régime. Cette transformation avait des motivations internes, étant donné le déficit chronique des finances publiques qui s'était aggravé à la fin du XIX siècle, et externes, vu l'influence de l'idéologie libérale qui s'étendait dans toute l'Europe à cette époque. Tout ceci a provoqué une perte de l'autonomie fiscale des municipalités dont les finances étaient considérées par l'État comme solutions pour ses problèmes financiers. La reforme définitive s'est produite en 1845, fondant les bases d'un système fiscal moderne, qui attribuerait à l'Espagne une place, face au reste de l'Europe, pour sa fiscalité.

Mots-clefs:

politique fiscale, comptabilité fiscale, comptabilité locale, ancien régime, nouveau régime.

 

Resumo

A política fiscal espanhola sofreu uma transformação fundamental do Antigo ao Novo Regime. Esta transformação tinha motivações tanto internas devido ao déficit crônico que vinha sofrendo a Fazenda Pública e que se agravaram ao final do século XIX, como externas devido à influência de uma ideologia liberal que se estendia pela Europa naquela época. Tudo isso deu lugar a uma perda de autonomia fiscal por parte das prefeituras em cujas finanças o Estado viu a solução para seus problemas financeiros. A reforma definitiva ocorreu em 1845, reforma que estabeleceu as bases de um moderno sistema de tributação que posicionaria a fiscalidade da Espanha à altura do resto da Europa .

Palavras chave:

Política fiscal, Contabilidade Local, Antigo Regime, Novo Regime.

 

1. Introducción

La transformación que sufrieron los ayuntamientos del Antiguo al Nuevo Régimen y el papel desempeñado por la contabilidad deben entenderse dentro de un entorno tanto inmediato -donde el Estado y su precaria situación, debido fundamentalmente a la pérdida de las colonias, y por tanto de su principal fuente de ingresos, así como los conflictos bélicos sostenidos contra Francia e Inglaterra que aumentaron los gastos representaron un papel fundamental- como en uno más amplio en el ámbito internacional.

La importancia de la influencia de este último radica en la ideología liberal que se extendía por Europa en aquella época, y que se fue introduciendo en España. El cambio dinástico fue responsable en parte de la adaptación española, ya que el establecimiento de una monarquía centroeuropea trajo consigo la idea de administración que se estaba implantando en el resto del continente.

Los conflictos entre la burguesía liberal y la oligarquía dominante existían en toda Europa, y daban lugar a retrocesos en el sistema liberalizador que al final acabaría imponiéndose (Témine, Broder y Chastagneret, 1982, pp. 51-52). La difícil situación de la Hacienda Pública, unida a otra serie de problemas internos, dio lugar a que los retrocesos en la modernización del sistema contable y fiscal español se acentuaran, retardando su evolución con respecto al resto de Europa.

La política fiscal en España sufrió una transformación fundamental del Antiguo al Nuevo Régimen que se acentuó a partir de 1845. Como se tendrá ocasión de comprobar a lo largo del trabajo, la diversidad tributaria española fue en un comienzo muy amplia, con un sistema fiscal formado por impuestos de una elevada heterogeneidad, con orígenes diversos e incluso con beneficiarios muy dispares, al no existir sino a partir de la mitad del siglo XIX monopolio fiscal por parte de los entes públicos, y con la presencia de otros grupos de perceptores tributarios tales como el clero o los señores. También existía diversidad impositiva desde el punto de vista territorial, solapándose los tributos sobre los mismos contribuyentes.

En 1707, Felipe V, ante el fracaso de la introducción de las rentas provinciales castellanas en Valencia, las sustituyó por una contribución única, el equivalente, que recibió diversos nombres según las provincias[1]. La versión catalana de esta renta provincial, el catastro, se convirtió en el primer intento serio de implantación de un tributo directo y único, que gravaba de forma proporcional la riqueza. No obstante, su implantación práctica fue difícil, lenta y sometida a modificaciones, quedando establecida en 1735. El catastro, que en un primer momento fue considerado como una lacra, con el tiempo se asoció a la prosperidad económica catalana.

Unido a la imposición, se planteaba el problema de la recaudación. Durante la primera mitad del siglo XVIII, la incapacidad del gobierno de cobrar sus tributos lo obligó a recurrir a métodos alternativos de recaudación, tales como los arrendamientos de los mismos a particulares que pagaban una parte fija a la Corona y se encargaban de la recaudación, o bien a los encabezamientos con la Corona, que comprometían a los ayuntamientos a pagar una suma determinada que sería repartida entre los vecinos[2]. Los abusos de los arrendamientos dieron lugar al cambio del sistema por el de gestión directa, realizándose un primer intento en 1742 en Sevilla, Toledo, Córdoba y La Mancha con un resultado satisfactorio, lo que provocó su implantación definitiva en todas las provincias, excepto Madrid, a partir de 1750 (Fontana, 2001a, pp. 22-26).

El método recaudatorio sufrió numerosos cambios a lo largo del periodo de análisis; no obstante, se utilizaba el mismo sistema en la recaudación de los tributos estatales y en la de los tributos locales, debido sobre todo a la falta de medios para implantar dos sistemas de recaudación paralelos. Las finanzas estatales y las municipales estaban abocadas a navegar juntas por un océano de penurias provocado por la falta de recursos, por la mala gestión o por la conjunción de ambos factores.

Los intentos de centralización tanto de la recaudación como de la gestión de los recursos requerían un sistema de información que permitiese el control de los mismos. A lo largo de la historia, el sistema de información contable ha sido utilizado con tal fin, y su evolución dio lugar a cambios en la organización de las instituciones así como en su forma de trabajo, adaptándose esta a los requerimientos que los cambios en el sistema les exigían. La evolución de las cuentas locales que debían ser rendidas, al igual que el control que sobre ellas ejercían los distintos entes territoriales superiores, supeditaba la autonomía de los ayuntamientos sobre los recursos de sus municipios.

Estos cambios estuvieron provocados por multitud de causas, desde la escasez de recursos hasta los cambios políticos, pasando por el cambio de dinastía, pero todos ellos tuvieron influencias sobre las instituciones relacionadas con la administración de recursos públicos en cualquiera de sus vertientes, ya fuese la recaudación, la gestión o el control.

A pesar de que los intentos de unificación tributaria comenzaron a principios del siglo XVIII, los logros sólo fueron parciales, produciéndose avances y retrocesos en el proceso, hecho que se vio fuertemente influido por los cambios políticos que se produjeron a lo largo del siglo XVIII y sobre todo durante la primera mitad del siglo XIX[3].

En la época de los Austrias, la falta de unidad y coherencia en las cuentas públicas constituía una de las deficiencias más graves en la administración de las finanzas públicas castellanas, impidiendo el control de las operaciones que podían ser asentadas de forma errónea (Hernández Esteve, 1983, p. 140). El control de la gestión financiera llevado a cabo por el Consejo de Hacienda sometiendo a control a las Contadurías permitió conocer la gestión directa de las finanzas y su contabilidad. En la época de los Austrias esta información se duplicaba, pero Felipe V suspendió esta práctica con motivo del traslado del archivo a Simancas (Artola, 1982, p. xxix).

Los cambios del sistema fiscal se produjeron no sólo del lado de los ingresos sino también de los gastos. La evolución de estos se debió a motivos sociales, económicos y políticos, que transformaron a España de un país medieval que había atrasado su evolución con respecto a Europa, en un país moderno y con una ideología liberal en consonancia con los aires que corrían por el resto del continente.

La Hacienda Real de las postrimerías del Antiguo Régimen financiaba esencialmente las obligaciones de la Casa Real, una incipiente burocracia, las atenciones bélicas a través de las Secretarías de Guerra y Marina, y las cargas financieras de los empréstitos[4] que habían cubierto la insuficiencia recaudatoria de las rentas ordinarias durante las guerras, tan frecuentes desde finales del siglo XVIII hasta 1840. A mediados de siglo, el Estado asume nuevas tareas que modificaron el gasto público entre 1840 y 1860. El Estado comenzó a ofrecer servicios que hasta entonces no habían sido suministrados únicamente por él, tales como la administración general, la defensa permanente, la justicia y la policía, cuyos oficios en muchos lugares se encontraban cedidos o enajenados durante el Antiguo Régimen. También se realizó una fuerte inversión en infraestructuras a través del recién creado Ministerio de Fomento. Los gobiernos moderados y progresistas se vieron obligados a sufragar una serie de gastos y compromisos políticos que procedían de épocas anteriores y afectaban de forma importante al presupuesto, fundamentalmente en los capítulos de cargas de la deuda y de atenciones al clero[5] (Comín, 1996, pp. 37-39).

Los continuos cambios políticos que se produjeron en España a lo largo del siglo XIX afectaron todos los ámbitos de la sociedad española, y la fiscalidad no podía ser una excepción. Los cambios de gobierno motivaban cambios normativos destinados a cambiar el sistema fiscal, así como la imposibilidad de su implantación efectiva por falta de tiempo.

A mediados del siglo XIX el estudio de las variables presupuestarias se encuentra con el inconveniente de una discontinuidad originada por dos causas fundamentalmente: por un lado, la diferencia entre los registros contables de la primera y segunda mitad del siglo, y por otro, la menor fiabilidad de los primeros como consecuencia de la intermitencia temporal y la dispersión administrativa[6]. La segunda de las razones es la transformación cualitativa de las variables públicas con los cambios políticos[7] (Comín y Vallejo, 2002, pp. 105-106).

El sistema fiscal de un país no es fácil de definir, y se podría hacer referencia a multitud de variables para intentarlo, teniendo cada una de ellas sustantividad suficiente para sostener la definición, pero no es la intención de este trabajo. Por ello, teniendo ya una visión somera de la fiscalidad del Estado y sus cambios a lo largo del periodo de análisis, se analizarán los cambios acaecidos sobre la fiscalidad de los ayuntamientos, partiendo del estado de la misma durante el Antiguo Régimen, y estudiando su evolución hasta finales del siglo XIX, destacando en particular la influencia que dichos cambios tuvieron sobre los ayuntamientos y el papel desempeñado por la contabilidad en el control de las variables fiscales. Se ha de tener en cuenta que tras la pérdida de las colonias, la principal fuente de ingresos públicos se encontraba en los ayuntamientos, por lo que el control de los recursos locales se convirtió en pauta recurrente de los diferentes gobiernos a lo largo del periodo de análisis.

Atendiendo a la estrecha relación entre el sistema contable y la política fiscal llevada a cabo en España a lo largo del periodo de análisis, el objetivo que se planteó con este trabajo es el de demostrar cómo el Sistema de Información Contable se convirtió en instrumento de control de los recursos públicos, para lo que precisó de numerosas reformas fiscales que afectaron a la imposición, la recaudación y la propia gestión de los recursos.

Con respecto a la metodología utilizada y siguiendo la clasificación de Stewart (1992) sobre los distintos enfoques que permiten abordar la investigación en historia de la contabilidad, este trabajo se podría catalogar dentro del enfoque positivista, según el cual la investigación histórica consiste en el descubrimiento de hechos del pasado y en su comprobación y verificación. No obstante, dentro de esta aproximación a la investigación, el trabajo se podría limitar a la mera narración y descripción de los hechos históricos, o incluir además una interpretación de los mismos, acorde con las circunstancias contextuales. En este trabajo se decidió por la segunda opción, y para ello se analizó el contexto en el que se desarrolló el caso objeto de estudio haciendo uso de la normativa vigente en la época y de documentos consultados en el Archivo Histórico Municipal de Carmona.

El tema escogido en este trabajo está relacionado con otros ya publicados pero que lo abordan desde perspectivas totalmente diferentes. La investigación de Campos y Sierra (2006) estudia la liberalización que supuso en la gestión de los recursos públicos la reforma del sistema contable desarrollada desde el Antiguo hasta el Nuevo Régimen. El trabajo de Del Moral (1996) trata fundamentalmente de los recursos contenidos en los presupuestos: tipología, evolución, etc., así como de su ubicación dentro del modelo contable, sin centrarse en el control que el sistema contable ejerció sobre los recursos y su evolución, realizando su estudio en un ámbito temporal más corto. En Fernández (1993) se aborda la evolución de los recursos públicos de los bienes territoriales a los financieros, pero no la evolución de la fiscalidad ni su relación con el sistema contable. En definitiva, ningún trabajo aborda el tema desde este punto de vista y ninguno estudia un periodo temporal tan amplio.

Para conseguir el objetivo se desarrolla el presente trabajo en una serie de epígrafes en los que se trata, en primer lugar, la situación de los sistemas fiscal y contable del Antiguo Régimen, sus características y los motivos que generaron su necesidad de reforma. A continuación se exponen las medidas emprendidas a partir de las Cortes de Cádiz para mejorar la situación de la Hacienda pública, medidas que pasaban por la reforma del sistema fiscal y contable pretendiendo controlar los recursos locales. Se sigue con la exposición de las principales características de la reforma de Mon, que logró sentar las bases de la Hacienda liberal en España. Por último, se extrae una serie de conclusiones.

 

2. La fiscalidad del Antiguo Régimen y los primeros intentos de control contable

Entre las variables explicativas de un sistema fiscal se pueden destacar los tipos de recursos, los órganos encargados de su recaudación, administración y gestión, el sistema de control que recae sobre ellos, etc. La conjunción de todas esas variables aporta una idea global del sistema así como de su evolución.

Hasta el siglo XVII, los municipios se autofinanciaban con sus propios recursos; eran ellos los que gestionaban su patrimonio con autonomía suficiente como para controlar los recursos de los que disponían y hacer frente a sus obligaciones, obligaciones que no iban mucho más allá de los tributos que debían rendirse a la Corona u otros estamentos privilegiados tales como el clero o los señores.

Sin embargo, el déficit crónico que venía sufriendo el erario público hacía necesaria una reforma sustancial de la Hacienda del Estado. El control de los concejos y el expolio de la propiedad concejil ha constituido una pauta recurrente en la España moderna. El Real Decreto de julio de 1760, que aprobaba la Instrucción para la Administración de Propios y Arbitrios del Reino, produjo un cambio radical en la administración de los propios. Tras una exposición de las carencias a las que las ciudades, villas y lugares estaban sometidos, debido a la escasez de recursos y a su penosa gestión, relegó el control de los propios y arbitrios de los pueblos al Consejo de Castilla, a quien dice la norma textualmente:

    …hago el más particular encargo de que tome conocimiento de los mismos Propios y Arbitrios, sus valores y cargas, para que reglado a la Instrucción que acompaña... los dirija, gobierne y administre, y tome las cuentas de ello anualmente, para que constando su legítimo producto, se vea que igualmente la inversión ha sido en los fines de su destino, sin extraviarlos a otros que no les son correspondientes.

Como antecedente a esta norma, en 1745 había sido aprobada la Instrucción para el gobierno y administración de los arbitrios. Esta instrucción suponía un primer intento de control sobre los recursos locales. Daba un mayor protagonismo a las superintendencias que debían controlar a los encargados de la cuenta y razón de los arbitrios en los ayuntamientos para estimular su ejecución, así como "para que forme los libros correspondientes a la cuenta y razón del cobro de los Arbitrios, y estado continuo de acreedores y destinos de ellos, para poderla dar siempre que se le pida, y pedir al Superintendente proceda a la cobranza".

En dicha instrucción, el sistema contable se reducía a unos libros que recogían los movimientos de los recursos y que debían permanecer junto a los propios recursos en un arca de cuatro llaves[8] que se abría mensualmente para depositar lo cobrado y pagar lo librado. El control ejercido por el Estado a través del sistema contable venía recogido en la citada instrucción y se basaba en el esbozo de una serie de pautas de actuación de los cargos del ayuntamiento.

Es preciso aclarar que durante todo el Antiguo Régimen, la contabilidad pública se prefería fundamentalmente al control sobre la gestión de los recursos y a una rendición de cuentas a posteriori de los mismos. La implantación del sistema contable que tenemos hoy día, basado en un modelo presupuestario que permitiese a los usuarios de la información la mejor gestión de sus recursos, así como un control de los mismos basado en la comparación a posteriori sobre la previsión de su gestión, no aparece sino a partir de 1812, recogido en la Constitución emanada de las Cortes de Cádiz.

A partir de 1760, los ayuntamientos se vieron obligados a rendir sus cuentas de propios y arbitrios a un organismo estatal creado con tal fin: la Contaduría General de Propios y Arbitrios. El título IV de la citada instrucción establecía la obligación de los pueblos de formar anualmente su cuenta de propios de forma detallada con arreglo a la dotación de gastos que haga el Consejo, al mismo tiempo que estipulaba la intervención de determinados recursos por parte del contador del ayuntamiento si lo hubiese o por el escribano o fiel de fechos[9] de cada pueblo para cubrir los gastos de la administración.

Durante este periodo las cuentas eran rendidas en el propio ayuntamiento, y sus recursos gestionados por distintos cargos del mismo, aunque siempre bajo el control ejercido por el Estado a través de la normativa aprobada. Más adelante, en el capítulo XV de la instrucción se dispone que las "cuentas de Arbitrios se han de formar, remitir y tomar por el Contador en la misma forma que se previene por lo que toca a las de Propios".

Tras la formalización de las cuentas, estas debían ser remitidas al respectivo Intendente provincial, quien las pasaría a la Contaduría para que las "examine, tome y reconozca", y sería la Contaduría la encargada de cerrarlas definitivamente; si estaban regladas[10], "las glosará y despachará el correspondiente finiquito"; en caso contrario así lo hará saber al ayuntamiento debiendo ser reparadas las partidas correspondientes, sin que ello supusiese un mayor coste para el pueblo (Instrucción de 1760, VII).

La citada Instrucción de 1760 también recoge lo que se podría denominar las líneas generales de un plan de autofinanciación. En el capítulo XVIII se insta a los ayuntamientos que no alcancen con sus propios a cubrir todas sus obligaciones, a que reinviertan el excedente de los arbitrios en la compra de bienes de propios. Los recursos de los municipios eran controlados por el gobierno, pero con un margen de autonomía muy amplio. Los municipios gozaban de una libertad financiera, que se vería mermada sustancialmente con la llegada del Nuevo Régimen, y durante todo el siglo XIX.

Hasta esa fecha, los municipios se financiaban generalmente con recursos procedentes de su patrimonio o bienes de propios[11] (rústicos y urbanos), y sólo en casos excepcionales recurrían a la tributación indirecta y a los repartimientos vecinales, prácticas que debían cesar en cuanto desapareciera la necesidad que las había motivado.

A partir de entonces la Hacienda patrimonial entró en crisis debido a la inflación, las exigencias de la Corona, la desacertada y corrupta gestión económica y la disminución de los bienes de propios. Desde entonces la Hacienda patrimonial empezó a ser sustituida por la fiscal. Las desigualdades que generaban las contribuciones del Estado se veían agravadas por la gran diversidad de impuestos locales que variaban entre regiones, municipios, e incluso entre los individuos de una misma población. (Comín, 1996, p. 194).

Durante el siglo XVIII, bajo la denominación de bienes de propios se englobaba un gran número de impuestos indirectos, destinados a cubrir la insuficiencia de las rentas generadas por el arrendamiento[12] de los citados bienes, para hacer frente a los gastos de los servicios municipales que paulatinamente habían asumido los ayuntamientos. Estos impuestos indirectos aparecían concedidos por el poder central con carácter extraordinario y temporal, pero normalmente se perpetuaban. En última instancia se realizaban repartimientos vecinales o derramas, consistentes en cantidades que regular o esporádicamente, según el ayuntamiento, se repartían en forma de contribuciones directas entre los vecinos, con el fin de conseguir un presupuesto equilibrado. En el siglo XIX, especialmente desde la reforma de Garay, se tenderá a asociar los arbitrios con los impuestos indirectos[13], y los propios con los bienes patrimoniales de los ayuntamientos (García, 1996, pp. 33-34; De Castro, 1979, p. 31).

Existía otro tipo de bienes patrimoniales denominados comunes, comunales o de caudal común de los vecinos. Se trataba de fincas rústicas que eran explotadas colectivamente por los vecinos, en principio de forma indiscriminada y gratuita como complementos de sus rentas particulares; entre estas se incluían ciertos baldíos (De Castro, 1979, p. 31). De forma más sucinta los define el profesor Fernández Carrión (1993, p. 13) como "los que pertenecen al pueblo para el aprovechamiento común de todos los vecinos".

La distinción entre comunales y propios es más teórica que real. De hecho, había muchos bienes que eran utilizados de una u otra forma en distintos periodos del año. La confusión entre unos y otros procede de la época y la forma en que los concejos adquirieron su patrimonio[14]. La mayoría pertenecen a los cabildos desde la época de la Reconquista, cuando los monarcas concedieron a los municipios un patrimonio territorial en el que no se hacía referencia a tal distinción, probablemente porque todos los bienes estaban destinados al uso común (García, 1996, pp. 35-36).

A pesar de la autonomía de la que gozaban los ayuntamientos, la relación que había de mantenerse con la Hacienda central era manifiesta, sobre todo en el tema de la recaudación. Como se dijo anteriormente, el sistema recaudatorio evolucionó a lo largo del tiempo, pero pese a ello la recaudación de los tributos estatales y municipales se llevó a cabo con los mismos medios. Durante mucho tiempo, una parte sustancial de los ingresos, tanto estatales como municipales, fueron recaudados a través de la enajenación de los cargos públicos, sistema en que el comprador pagaba una cantidad estipulada a cambio de la recaudación tributaria que él mismo recaudaba con sus propios medios.

Durante los siglos XVI y XVII la venta de cargos públicos supuso una de las principales fuentes de ingresos de la Hacienda del Estado. A pesar de la intención reformadora de Felipe III a su llegada al trono a final del siglo XVI, que impidió la venta de cargos municipales, la venta de los cargos públicos de ámbito estatal prosiguió durante su reinado. Su sucesor, Felipe IV, intentó una nueva reforma que pretendía reducir parte de los oficios públicos, hecho que no sólo no se consiguió sino que además siguieron las ventas de cargos, necesarias para hacer frente a las necesidades de la política exterior. El resto de representantes de la Casa de Habsburgo siguió reconociendo los perjuicios de la venta de cargos, pero fue incapaz de recuperarlos al carecer de medios para ello, lo que hizo que la existencia de oficios enajenados se prolongase hasta la etapa final del Antiguo Régimen (Domínguez Ortiz, 1984, pp. 173-183).

La enajenación de cargos públicos por parte del Estado constituía una práctica con escasa aceptación social. No obstante, las necesidades financieras del Estado provocaron la venta en masa de los mismos. A nivel local, los cargos enajenados asfixiaban a los contribuyentes que se veían obligados a mantener a sus titulares, a la vez que sostenían el incremento progresivo de los gastos municipales[15]. Este incremento de los gastos no se vio acompañado de un plan de financiación; simplemente, la escasez de recursos motivaba el aumento de las contribuciones por parte de los vecinos obligados a tributar.

La venta de cargos públicos tuvo una gran trascendencia política a nivel municipal durante el Antiguo Régimen. Los cargos electos fueron desplazados por su venalidad, convirtiéndose en patrimonio de un pequeño número de familias ricas. Las repercusiones económicas fueron profundas al aumentar el gasto público, debiendo mantenerse a decenas de millares de titulares de oficio (muchos de ellos superfluos) y que aun en el caso de recibir un sueldo del Estado redondeaban sus ingresos con arbitrios legales o ilegales. Debido a ello, los municipios intentaron reducir los cargos vendidos por la Corona con el fin de reducir sus gastos, aunque para ello tuviesen que crear nuevas cargas de larga duración para los contribuyentes[16] (Domínguez Ortiz, 1985, pp. 180-182)[17].

La Hacienda del Antiguo Régimen tenía unas características muy peculiares. Por un lado, la diversidad fiscal en función de la territorialidad, y por otro la variedad de instituciones con capacidad fiscal; es decir, no había monopolio en el cobro de los impuestos por parte de la Hacienda Real, sino que existían otras instituciones con capacidad para recaudar impuestos[18]. Otro rasgo de la Hacienda en esta época era la desigualdad tanto social -al existir estamentos exentos del pago de impuestos- como sectorial, ya que recaían básica mente sobre el comercio, el consumo y las manufacturas (Comín y Vallejo, 2002, pp. 122-123). La masa de contribuyentes sobre los que recaía la presión fiscal no abarcaba a la totalidad de la población, dejando fuera a las capas sociales más favorecidas, que en muchos casos estaban exentas del pago de impuestos. La gran variedad de productos fiscales existentes en función del territorio, unida a la diversidad de instituciones con capacidad impositiva y recaudatoria, sumía a la población más humilde en una situación de asfixia financiera que se hacía insostenible[19].

A principios del siglo XVIII el cambio de dinastía provocó también cambios en la estructura de ingresos de la Hacienda central. El grueso principal de los ingresos ordinarios lo constituían principalmente dos tipos de rentas o tributos: las "rentas generales" que consistían en impuestos al comercio de importación y exportación de productos (renta de aduanas), y las rentas provinciales, que agrupaban una compleja y heterogénea multitud de tributos (alcabalas[20], cientos, millones, etc.) (Del Moral, 1984, pp. 79-80).

Durante los últimos años del absolutismo, la administración económica de los municipios sólo se preocupaba de engrosar el valor de los "sobrantes" que percibía la Real Hacienda, por lo que en 1808 se sucedieron las leyes sobre imposición de arbitrios, administración de propios, subastas y remanentes de los mismos, o elaboración y presentación de las cuentas municipales que el Consejo de Castilla había de controlar. Los grupos dominantes seguían disfrutando las fincas del concejo a precios irrisorios[21], mientras que los terrenos comunales destinados al beneficio de todos los habitantes del municipio ofrecían un complemento escaso o incluso nulo a las rentas más humildes. Además, la explotación de los mismos pudo realizarse ya de forma similar a la de los propios, mediante contratos de arrendamiento; cuando no era así, las ordenanzas municipales regulaban su aprovechamiento (De Castro, 1979, p. 50).

La actitud de dominio de las oligarquías locales siguió patente hasta finales del Antiguo Régimen. A pesar de los intentos de control de los recursos por parte de la Hacienda Central, a nivel local seguían dominando determinados grupos o personas que aprovechaban los recursos públicos en beneficio propio, bien a través del uso y disfrute de los bienes patrimoniales locales, bien a través de la imposición de arbitrios en ostentación de los cargos públicos de los que eran propietarios o beneficiarios.

Este nivel de fraude demandaba una reforma tributaria capaz de controlar no sólo la imposición pública y su recaudación, sino también la gestión de los recursos recaudados. Esta necesidad de reforma fue una constante hasta su real implantación a mediados del siglo XIX. Todos los intentos de reforma partían de la idea de que la excesiva diversidad tributaria provocaba la mala distribución de los ingresos entre los contribuyentes e imposibilitaba su control efectivo a la hora de la recaudación. Es por ello que la idea de una contribución única implantada por el Estado, a la que se hacía alusión al principio, perduró durante las primeras décadas del siglo XIX, quedando la imposición local relegada a un segundo plano, que variaría en función de las distintas reformas llevadas a cabo.

Con respecto a la recaudación de esta contribución única, a partir de 1785 fue realizada a través de la gestión directa del Estado en las poblaciones grandes, y a través de encabezamientos en aquellos núcleos de menor importancia, donde la recaudación directa no fuese rentable[22]. En la Instrucción de 21 de septiembre de 1785 se permitía a los pueblos imponer una carga sobre los precios públicos, de los seis artículos tradicionales (vino, vinagre, carne, aceite, velas de cebo y jabón) y que cobrasen un tanto por ciento sobre las ventas y enajenaciones. No obstante, la idea de la necesidad de una reforma tributaria estaba tan arraigada, que en agosto de 1808 se aprobó por decreto en Sevilla la citada reforma, que abolía las rentas provinciales, aunque la supresión quedaba suspendida hasta la aprobación del sistema tributario que habría de remplazarlos[23]. Es preciso destacar en esa época la figura del Intendente, prácticamente ministro de Hacienda en su provincia, que conseguía los recursos que se gastaban en la propia provincia para hacer frente a los gastos militares y los completaba con los que se recibían de la Hacienda central[24] (Fontana, 2001a, pp. 33-41).

En la práctica, la recaudación de los bienes de propios y de los impuestos durante los siglos XVI y XVII se llevaba a cabo a través de arrendamientos, y en el siglo XVIII estos fueron sustituidos por la gestión directa realizada por empleados municipales. La sustitución de los arrendamientos alivió a los contribuyentes, que siempre se habían quejado del cobro de tasas y rentas ilegales, pero a la vez aumentó la burocracia y los gastos municipales. En la segunda mitad del siglo XVIII, fundamentalmente eran dos los recursos financieros de las Haciendas locales: en las grandes ciudades predominaban los impuestos indirectos, mientras que en las pequeñas los ingresos patrimoniales rústicos, distinción esta que desapareció en el siglo XIX, cuando la revolución burguesa supeditó los recursos de los bienes patrimoniales de las Haciendas locales a las necesidades de la Hacienda central[25] (Comín, 1996, pp. 194-195). El cúmulo de todas estas circunstancias provocaba malestar e insatisfacción en los contribuyentes.

El hecho de encargar la recaudación de los impuestos a empleados municipales no solucionó el problema de los abusos en esta materia; la diferencia radicaba en quien los cometía, siendo sustituidos los arrendadores por los propios ayuntamientos. Muestra de ello se encuentra en la exposición de Toreno para la presentación del presupuesto en la sesión de 11 de octubre de 1834[26]. El ministro en su exposición señalaba entre los principales problemas de la Hacienda la falta de cuentas adecuadas y los abusos que implicaba el cobro de los impuestos por los ayuntamientos.

 

3. Las Cortes de Cádiz: el punto de partida hacia el liberalismo

Los intentos de reforma de la Hacienda durante la primera mitad del siglo XIX se sucedieron. La Hacienda pública estaba prácticamente en quiebra, y los continuos cambios políticos, las guerras internas y externas, el fraude por parte de los recaudadores (entre los que se encontraban los ayuntamientos) y el descontrol fiscal y financiero no iban a ayudar a mejorar esta situación. Los problemas económicos de la Hacienda eran demasiado graves para ser resueltos a corto plazo, y las reformas planteadas a partir de las Cortes de Cádiz no contaron con tiempo ni apoyo suficiente para sacar a las arcas del Estado de sus penurias. Es preciso destacar que desde 1812 todas las reformas utilizaron el presupuesto como instrumento de medición y control de los ingresos y los gastos.

La centralización y la pérdida de autonomía financiera a nivel local fueron las tendencias que de forma más o menos enérgica se siguieron en España a lo largo del siglo, a pesar de la disparidad de los gobiernos del país. Durante los siglos XVIII y XIX el control de los fondos municipales se hizo prácticamente imprescindible para el Estado, no sólo por sus repetidos intentos de acabar con el fraude, sino, y sobre todo, por las penurias financieras por las que atravesaba debido a la disminución de los ingresos y al aumento de los gastos.

Como muestra del control que intentó ejercer la Hacienda central sobre los ingresos locales está la Instrucción de 13 de octubre de 1828, que en su artículo 6º dispone que los ayuntamientos "en ningún tiempo y bajo ningún pretexto podrán establecer por si arbitrios, ni exigir adehalas que graven al vecindario de los pueblos, arrendadores y personas transeuntes, pues los que necesiten para cubrir sus atenciones municipales han de solicitarlo por conducto del subdelegado (gobernador) con justificación de la necesidad". En el mismo sentido regula la Ley de 1841 (art. 3º): "Todos los arbitrios e impuestos sean provinciales, municipales o particulares, se aplicarán exclusivamente a los objetos a que fueron destinados".

La distinción entre Hacienda central y local era prácticamente imposible en la práctica desde que el Estado encargó a los municipios la recaudación de sus recursos, proceso que se inició en el siglo XVI por las penurias de la Hacienda y se consolidó en el XVIII con los proyectos de los Ilustrados. Desde 1785 hasta los años treinta del siglo XIX, los impuestos municipales de las grandes ciudades fueron recaudados por funcionarios de la Hacienda real. Por otro lado, la Hacienda central recuperó algunas rentas reales que habían sido recaudadas hasta entonces por los municipios[27] y suprimió algunos arbitrios municipales que recaían sobre las mismas bases que otros tributos estatales, y además, la desamortización privó a los ayuntamientos de unos ingresos imprescindibles para sus arcas. La unión de todas estas medidas redujo al mínimo los recursos locales. No obstante, los liberales mantuvieron la idea de centralismo fiscal, tanto por la precaria situación de las arcas de la Hacienda central durante las cuatro primeras décadas del siglo XIX, como por su desconfianza frente a las autoridades municipales, a pesar de que los cargos de los municipios comenzaron a ser representativos (Comín, 1996, pp. 199-200).

Sirva como ejemplo de centralización y control el artículo 1º de la ley de 1841 de recaudación y administración de los arbitrios provinciales y municipales: "Los arbitrios e impuestos establecidos, ó que se establecieren en los pueblos para utilidad provincial o local, se recaudarán por las Diputaciones provinciales o Ayuntamientos bajo la inspección del ministerio de la Gobernación, sin que las Intendencias o las oficinas de renta tengan intervención en ellos".

A medida que el Estado controlaba los recursos municipales, las penurias de los ayuntamientos iban en aumento. Con presupuestos cada vez más reducidos, a los municipios se les encomendaban un mayor número de competencias, para las que no contaban con recursos ni con capacidad para conseguirlos. El control estatal no se centraba únicamente sobre la recaudación e inversión de los fondos; también controlaba la capacidad de los ayuntamientos para articular nuevas contribuciones o ampliar las existentes. El Estado, en su cruzada por acabar con el fraude y las irregularidades de las oligarquías locales, asfixiaba las finanzas municipales. Si a todas estas medidas se añade la desamortización civil, que mermó el patrimonio de los ayuntamientos de forma considerable, la situación en la que se encontraban las arcas municipales podía considerarse nefasta.

La Constitución de 1812, primera Carta Magna de un estado liberal en España, fue muy centralista en la organización del Estado, dejando muy poca autonomía a las diputaciones y municipios con respecto a la decisión y gestión de los fondos públicos. Eran las Cortes las que fijarían anualmente los gastos públicos y los ingresos necesarios para, repartiendo los cupos de las contribuciones entre las provincias y controlando a posteriori la liquidación de sus cuentas, cubrirlos (Constitución 1812, art. 131). El reparto de los cupos entre los pueblos correspondía a las diputaciones provinciales, así como la supervisión de la gestión de los fondos de los ayuntamientos (Constitución 1812, art. 335). A estos últimos les correspondía el repartimiento y la recaudación de las contribuciones, así como la provisión de bienes públicos como la educación, salud, policía de salubridad, obras públicas y fomento de la agricultura, industria y comercio (Constitución 1812, art. 321). Para el examen de todas las cuentas de caudales públicos habría una Contaduría Mayor de Cuentas que se organizaría por una ley especial (Constitución 1812, art. 350). Se garantizaba la publicidad de la cuenta de la tesorería general y su rendición. No obstante quedaban excluidas de la jurisdicción de la Contaduría Mayor de Cuentas la gestión económica de las corporaciones locales, cuyo conocimiento correspondía a la Contaduría de Propios y Arbitrios, suprimida posteriormente (Constitución 1812, art. 351-352).

A pesar de la intención de la Constitución de 1812, su puesta en práctica no llevó a los resultados esperados por diversos motivos, entre los que se encuentra el escaso tiempo que estuvo en vigor. Esta fue la tónica general durante la primera mitad del siglo XIX; los continuos cambios de gobiernos, los intentos de vuelta al Antiguo Régimen que perduraron hasta la muerte de Fernando VII en 1833, impedían el desarrollo efectivo de las leyes aprobadas por los distintos gobiernos en todos los ámbitos, incluidos el fiscal y el contable.

En 1814 la obra constitucional y legal de las Cortes de Cádiz queda sin efecto. Esta reacción afecta también a la administración financiera y a la jurisdicción contable. En 1820 retorna al poder el gobierno liberal proclamando de nuevo la Constitución de 1812. En 1823 se aprobó la ley para el gobierno económico-político de las provincias de 1823, que en su artículo 30 establece la obligación de los ayuntamientos de formar el mes de octubre de cada año y enviar a la diputación provincial el presupuesto de gastos ordinarios que deban hacerse en todo el año siguiente a costa de los fondos de propios y arbitrios. Del mismo modo establece un presupuesto de estos fondos, y en caso de no ser suficientes, deberá hacerse una propuesta a la diputación para la creación de los arbitrios suficientes para cubrirlos. Los artículos siguientes establecen los requisitos de forma y trámite que han de seguir los presupuestos, tanto para su aprobación como para su ejecución, así como el plazo, la forma y justificación en que los ayuntamientos deben rendir las cuentas. Por otro lado, la ley establece en su artículo 99 que las diputaciones provinciales examinen los citados presupuestos, y los manden a ejecutar o los modifiquen si lo estiman oportuno.

El 1 de octubre de 1823, Fernando VII declara nulos todos los actos de gobierno desde el 7 de marzo de 1820. Se vuelven a suprimir las instituciones de origen e inspiración liberal y se restablecen las del Antiguo Régimen. La Ley de 1823 fue restablecida el 15 de octubre de 1836, y se mantuvo en vigor hasta el 8 de enero de 1845, cuando se aprueban las leyes de organización y atribuciones de los ayuntamientos y de las provincias. El Título VII "Del Presupuesto Municipal" de esta ley referente a la organización y a las atribuciones de los ayuntamientos establece que sea el alcalde quien forme cada año los presupuestos y los vote el ayuntamiento (Ley 1845, art. 91). La clasificación de los gastos e ingresos, así como la estructura del presupuesto y los requisitos para su aprobación, quedan recogidos en los artículos 92 y siguientes de la citada ley. Con respecto a la rendición de cuentas, la ley establece unos requisitos cuantitativos para que estas sean ultimadas en el consejo provincial o sea necesario remitirlas al gobierno. Las leyes de 1823 y 1845 se fueron alternando en función de los cambios políticos que se iban produciendo.

El presupuesto se convirtió desde la primera época liberal en instrumento clave del control de los recursos públicos, tanto a nivel estatal como municipal, aunque en la práctica a nivel municipal el presupuesto se retrasaría hasta después de 1845; antes de esa fecha el presupuesto, entendido como previsión de los gastos e ingresos para un determinado periodo, no se llevó a cabo a nivel municipal, y a nivel estatal no se siguió de forma continuada en el tiempo. El control del cumplimiento presupuestario era una fase clave del sistema, al permitir por un lado comparar las previsiones con la realidad y por otro detectar las debilidades del sistema tributario, tanto en lo relativo a los gastos como a los ingresos.

En la legislatura de 1859 el ministro de la gobernación, D. José Posada Herrera, presentó diversos proyectos, entre los que cabe destacar el proyecto de ley sobre presupuestos y contabilidad municipal, en el que se dice que las crecientes necesidades de la Administración pública han obligado a aumentar los ingresos del Estado, lo que ha repercutido en el ámbito local, exigiéndose en el proyecto la articulación de un método "eficaz y seguro á cubrir el déficit en que ordinariamente se encuentran los presupuestos de los Ayuntamientos y de las Provincias" (Posada, 1982, p. 242).

La gran variedad de presupuestos hacía imposible que todos los años el poder legislativo examinase y fijase los gastos e ingresos de las provincias y ayuntamientos, y no fijándose los gastos, el fijar los ingresos de manera arbitraria no conduciría más que a la irregularidad y al desconcierto. Se hacía indispensable que el poder legislativo fijara de una vez la naturaleza de los gastos que debían incluirse en ellos, y el orden de los recargos sobre las contribuciones públicas, necesarios para constituir los ingresos, y que estos se mantuvieran hasta que nuevas necesidades y condiciones económicas exigiesen su modificación.

Tras la revolución de 1868, la normativa revolucionaria referente a las instituciones locales se encuentra recogida en el Título VIII de la Constitución de 1869 y en las leyes municipal y provincial de 1870. El Título IV de la ley municipal de 1870, referido a la Hacienda Municipal, dedica su capítulo primero a los presupuestos municipales, y además de la obligación de formar presupuestos todos los años, recoge el contenido de los mismos. Con respecto a la rendición de cuentas, el artículo 158 de la ley dice que habrá de remitirse a las comisiones provinciales una copia íntegra y certificada por el secretario, con el visto bueno del alcalde, de los presupuestos y cuentas definitivamente aprobadas, con las actas literales de la Junta municipal.

El preámbulo del proyecto de ley de presupuestos para 1869 del ministro de Hacienda, Sr. Figuerola, decía que la revolución había anulado los procedimientos y métodos derivados de una centralización excesiva, con la que se cubrían los gastos locales a través de una serie de ingresos que les daban a los pueblos lo justo para vivir. Al mismo tiempo, se les imponían una serie de obligaciones que no les permitían desarrollarse, al no haberse creado otros procedimientos que facilitasen el cumplimiento de las obligaciones y cubriesen las necesidades creadas por la civilización y el progreso. Era necesario crear un sistema completo de tributación municipal y provincial, capaz de cubrir sus necesidades. De este modo, las leyes económicas apoyarán el principio de la descentralización administrativa, sostenida constantemente por la escuela liberal. A pesar de la descentralización perseguida en los gastos, no ocurre lo mismo con los ingresos, ya que es necesario impedir que la tributación local se halle en contradicción con la estatal, por lo que se propone un sistema general de impuestos locales, en armonía con el del Estado, dentro del cual será fácil hallar recursos permanentes para satisfacer las necesidades desatendidas hasta el momento.

Este sistema hacía aflorar el déficit público provocado por la superación de los gastos sobre los ingresos. De este modo, el déficit se convirtió en uno de los principales problemas para la Hacienda, que requería solución desde dos vertientes: su control y su financiación.

Se puede observar la evolución de déficit presupuestario a través del Anexo I. Este anexo muestra la evolución de los gastos, ingresos y déficit presupuestario en el ayuntamiento de Carmona desde 1846, fecha a partir de la cual se implantó de forma definitiva el sistema presupuestario. Al hacer la conversión de todas las monedas a reales (moneda de mayor vigencia temporal en el cuadro anexo), se puede observar cómo, exceptuando el periodo en que estuvieron vigentes las leyes municipal y provincial de 1870 que conferían un marcado carácter descentralizador en el tema fiscal a los ayuntamientos[28], el déficit presupuestario se multiplicó por 6 desde 1846 hasta finales de siglo.

La reforma de López Ballesteros, gestada tras la restauración absolutista de 1824, intentó una reforma tributaria basada en reformas administrativas[29] que pretendían reducir los gastos de forma severa para ajustarlos a los ingresos. Para ello utilizó el presupuesto como instrumento de control, aunque su reforma sólo fue viable durante un corto periodo de tiempo, tiempo de paz[30]. Tras ese intento de reforma se hizo necesario recurrir nuevamente a la deuda pública, cuyas cargas rompieron el equilibrio financiero entre ingresos y gastos. Años más tarde, Toreno intentó introducir un espejismo de reforma que no era más que el sistema de López Ballesteros con ciertas matizaciones, consistentes fundamentalmente en el incremento de los ingresos, incrementos en muchos casos no demasiados razonables (Fontana, 2001b, pp. 34-36). Para que el presupuesto pudiese cumplir su función previsora, era necesaria una Hacienda centralizada, así como romper con algunas de las pautas de actuación del Antiguo Régimen, tales como atender los gastos locales con ingresos locales, sin que existiese un control por parte de la administración central (Fontana, 2001a, p. 102).

Los acontecimientos bélicos ocurridos en España en la primera mitad del siglo XIX generaron un nivel de gastos insostenible por la Hacienda. La imposibilidad de solicitar y hacer frente a nuevos empréstitos debido al elevado grado de endeudamiento puso en marcha el plan de obtención de recursos por el ministro Mendizábal, la desamortización eclesiástica en 1836.

Los partidos políticos del siglo XIX no establecieron un paralelismo entre las competencias cedidas a los entes locales y los recursos imprescindibles para financiarlas. No sólo se les negó a los ayuntamientos autonomía fiscal, sino que ni tan siquiera se les dotó de recargos suficientes sobre los tributos estatales. Las Constituciones moderadas limitaron la capacidad fiscal de los municipios a la gestión de los propios y arbitrios municipales bajo el control de la diputación provincial, dejando en evidencia el centralismo político gestado en la España decimonónica[31].

 

4. Un punto de inflexión: la reforma de Mon-Santillán

Las principales características de las Haciendas locales del Antiguo Régimen se mantuvieron hasta la reforma de 1845, y pueden resumirse en tres puntos: una notable diversidad financiera, un fuerte endeudamiento y una tutela interesada del Estado (Comín, 1996, p. 194). La fiscalidad ejercida por la Corona durante el Antiguo Régimen creó una maraña de impuestos que se solapaban sobre una misma base fiscal; la creación de nuevas contribuciones cuando la Hacienda necesitaba recursos se convirtió en práctica habitual como forma de aumentar los ingresos[32].

Previamente a 1845 el desorden tributario era manifiesto tanto en la normativa como en la gestión de las rentas públicas que se encontraban sujetas a distintas tesorerías, compartidas por distintas instituciones y arrendadores, y en definitiva difíciles de controlar. Los ingresos fiscales habían sido suficientes en la época moderna en periodos de ausencia de guerras. La proliferación de estas, junto con la pérdida de las colonias, hizo que aumentasen los gastos y que disminuyesen los ingresos. Esto, unido a la alternancia en el poder de los distintos regímenes políticos, incapaces de exigir los impuestos, y a la decadencia de las rentas tradicionales debido al colapso de las bases económicas del Antiguo Régimen, sumió a la Hacienda en un profundo déficit presupuestario que la llevó prácticamente a la quiebra. Esta situación había venido provocando diversos intentos de reforma desde principios del siglo XVIII; no obstante, ninguna de ellas consiguió el objetivo de control de los recursos que constituía el fondo de la cuestión.

Los antecedentes de la reforma de 1845 podrían situarse en los intentos de reforma acaecidos durante los reinados de Fernando VI y Carlos III. Junto a estos, existieron otros antecedentes y condicionantes de la situación más próximos, como fueron las repercusiones inmediatas de la obra legislativa de la Revolución Francesa, los intentos de las Cortes de Cádiz, la reforma de Martín de Garay y la primera guerra carlista, pero la reforma definitiva no se materializó sino con la ley de 23 de mayo de 1845. Es preciso reseñar que esta ley no llevó a cabo una reforma completa ya que dejó sin reformar tres aspectos importantes del sistema tributario: la deuda pública, los aranceles de aduanas y la ordenación de la administración y la contabilidad del Estado, reformas que se llevaron a cabo en años posteriores (Estapé y Rodríguez, 2001, pp. 137-141).

Lo verdaderamente importante, tal como puntualiza el profesor Fontana, es entender que "esos intentos de reforma parten de un movimiento global cuyo resultado final fue la reforma tributaria de 1845" (Fontana, 1980, p. 31).

A pesar de que el presupuesto fue utilizado desde los comienzos del liberalismo como instrumento de gestión y control de las finanzas públicas, este fue admitido con reservas. Las dimensiones que había tomado el Estado a través de su papel como promotor de obras públicas y administrador de bienes nacionales requería recursos con los que no contaba, por lo que el control de los existentes era algo fundamental. No obstante, teniendo en cuenta que tras las pérdidas de las colonias la principal fuente de ingresos públicos estaba en los ayuntamientos, se producía un conflicto de intereses que no sería resuelto con éxito sino en 1845: por un lado, la reiterada necesidad de control por parte del gobierno, y por otro, la resistencia al cambio que se genera en cualquier institución, máxime cuando el cambio supone la pérdida de autonomía fiscal y financiera que se pretendía con estas reformas.

Es preciso puntualizar que los cambios fiscales no se producen de forma aislada, sino en un contexto socioeconómico que no se puede obviar. La primera mitad del siglo XIX estuvo marcada por los avances y retrocesos en la liberalización del país, y la reforma fiscal se convirtió en pieza clave de los cambios que pretendían llevar a cabo todos los gobiernos[33], a pesar de que todos, sin excepción, pretendían conseguir el control de los recursos financieros del país.

Las Cortes de Cádiz ratificaron un modelo presupuestario que sometía la aprobación y el control de los ingresos y los gastos[34] a las citadas Cortes. Esta medida perseguía dos objetivos: la ordenación del sistema financiero y el control de los recursos en manos de la Corona y de sus ministros[35]. La otra parte del presupuesto, los ingresos, planteó el problema fundamental de definir una doctrina fiscal enfrentando a los partidarios de la contribución directa establecida en las Cortes de Cádiz y posteriormente restablecida por Martín de Garay, y los partidarios de las rentas tradicionales de la Corona restablecidas en la época absolutista y que sobrevivieron hasta la reforma de Mon en 1845 (Artola, 1983, pp. 286-287).

 

4.1 Principales reformas

Fueron muchas las reformas fiscales llevadas a cabo durante el siglo XIX, pero pocas merecen la calificación de sensatas y realistas[36]; entre ellas se destacan las planteadas por Canga Argüelles, Ramón Santillán y Figuerola[37]. Las reformas del siglo XIX que establecieron la tributación de producto necesitaron una conmoción política que la demandase[38]. No obstante, en la historia reciente de España sólo ha habido dos reformas que han cambiado radicalmente el sistema de tributación: la reforma de Mon-Santillán, planteada por Ramón Santillán, de 1845, y la iniciada por Francisco Fernández Ordóñez en 1977, planteada por Enrique Fuentes Quintana. La reforma de Mon estableció los principios de la Hacienda liberal en España, basada en la imposición de productos y en la fiscalización de los consumos[39]. Estos criterios fueron completados y ampliados por Fernández Villaverde en 1899-1900, refundiendo tarifas y contribuciones dispersas en nuevos impuestos sistemáticos de productos, y modificados durante el franquismo, pero sus fundamentos persistieron hasta la segunda de las grandes reformas citadas (Comín, 1996, pp. 64-66).

Independientemente de estas reformas que cambiaron radicalmente la Hacienda, se produjeron otros muchos intentos, que con mayor o menor éxito introdujeron cambios en la fiscalidad y en la forma de actuar del Estado y de los ayuntamientos en la parte que les correspondía.

En 1817 se puso en marcha una reforma tributaria que trataba de establecer una serie de cupos con que los pueblos debían contribuir a las arcas del Estado. El reparto de estos cupos requería una estadística similar al catastro de Ensenada, de forma que se estableciese la riqueza de los pueblos. La falta de esos datos estadísticos, unido a la precipitación en la implantación del sistema, se convirtieron en los motivos fundamentales que hicieron fracasar esta reforma. A partir de julio de 1823 se restableció el sistema de rentas provinciales y equivalentes vigentes con anterioridad a mayo de 1817. Esta reforma no produjo cambios sustanciales en las instituciones al considerar que con ello se retrasarían los ingresos motivados por la paralización de las instituciones durante la innovación[40]. En 1823, López Ballesteros retomó la idea de Pinilla de 1816 e intentó sustituir las rentas provinciales por una contribución provincial[41] que los pueblos pagarían en parte con un recargo del 5% de los ingresos obtenidos de los puestos públicos de carne, tocino, vino, vinagre y aceite, y el resto repartiéndolo entre los vecinos, excluyendo a los pobres y jornaleros[42] (Fontana, 2001a, pp. 50-60).

El sistema tributario tradicional tuvo la facultad de adaptarse y mantenerse a lo largo del tiempo hasta la reforma de 1845. Este sistema que arrastró hasta su desaparición una serie de figuras tributarias procedentes de la edad media, conllevaba una recaudación tributaria complicada y difícil, y se alejaba del ideal de unidad tributaria de la nación que se pretendía lograr en el siglo XIX. La contabilización de estos tributos, el arrendamiento de los más productivos y la insuficiencia global de los ingresos provocaba una situación de caos en la Hacienda (Estapé y Rodríguez, 2001, pp. 11-15). Todo ello constituía un caldo de cultivo más que suficiente para acentuar la necesidad de reforma tributaria que existía en el país desde mitad del siglo XVIII y que a pesar de diversos intentos no se había consolidado.

 

4.2 La reforma de Mon

Cuando en 1844 se planteó la necesidad de reforma de la Hacienda por parte del ministro Alejandro Mon, la situación del Estado era prácticamente de quiebra, quiebra que fundamentalmente estaba motivada por la hipoteca de las rentas públicas. El ministerio no podía disponer de las principales rentas del Estado que se encontraban en manos de los contratistas[43], quienes tenían derecho a cobrar sus rentas antes que el Estado. El margen de rentas que le quedaba al Estado no era suficiente para cubrir los gastos presupuestados en el año corriente, lo que provocaba el incremento del déficit año tras año (Comín y Vallejo, 2002, p. 224).

La reforma de 1845 se basó en un proyecto de reforma elaborado por una comisión creada en 1843 (R.D. de 18 de diciembre de 1843) y de la que formaba parte Ramón Santillán. Parte esencial de esta reforma consistía en la introducción de una contribución territorial que sustituyese a diversas contribuciones provinciales (Estapé y Rodríguez, 2001, p. 22). La desamortización de los bienes de la Iglesia produjo una disminución importante en los ingresos de la Hacienda pública al desaparecer el diezmo, así como un incremento de los gastos al verse obligado a financiar las necesidades del clero. Esto motivó que previamente a la puesta en marcha de la reforma tributaria se produjese la suspensión de la venta de los bienes desamortizados, así como un atisbo de reparación de los mismos a sus dueños originales[44]. Junto con esta medida se pusieron en marcha otras, todas ellas destinadas a centralizar la administración de las rentas públicas[45], aunque aquí únicamente se analizarán los cambios tributarios y cómo afectaron a los ayuntamientos.

La reforma fiscal precisó de una serie de reformas administrativas entre las que se destacan el establecimiento de los mecanismos de contabilidad y la mejor definición de las fases tributarias gestionadas en las provincias y los municipios[46]. Estas reformas fueron llevadas a cabo en años posteriores a 1845, y supusieron un mayor control de las finanzas locales a través de la contabilidad que requería la inspección y aprobación de los presupuestos y de las cuentas liquidadas por parte de organismos territoriales superiores que variarían a lo largo del tiempo en función de la variación de los gobernantes, así como la pérdida de autonomía en la imposición que quedaría cada vez más supeditada a la imposición estatal, dejando la imposición local relegada a un margen residual que no se correspondía con sus necesidades.

Los puntos fundamentales que el profesor Fuentes Quintana extrae de la obra de Estapé (Estapé y Rodríguez, 2001, p. xiv) como característicos de la reforma tributaria de 1845 son:

  1. Ser obra de un equipo y no de un hombre aislado.
  2. Ser producto de un conjunto de medidas preparatorias, sin las que hubiese carecido de oportunidad y viabilidad prácticas.
  3. Precisar de la adopción de una serie de medidas complementarias para alcanzar su consolidación definitiva.

En los años anteriores a la reforma de Mon se realizaron diversos repartimientos de contribuciones. A partir de 1845, se hizo en forma de cupos que se asignaban igualmente por provincias (Artola, 1983, p. 292). Inicialmente la Hacienda liberal contó con activos para privatizar procedentes de las desamortizaciones, considerando los ingresos procedentes de su enajenación como normales en la contabilidad pública. No obstante, los ingresos procedentes de estos activos fueron decayendo a medida que se enajenaban los bienes.

La contribución territorial, transformada en contribución sobre bienes inmuebles, cultivo y ganadería, gozó de tal nivel de impopularidad que provocó que el cupo asignado a la misma fuese modificado en distintas ocasiones. Pese a ello, fueron muchos los que la consideraron como único medio capaz de salvar la Hacienda española. Para su recaudación, que quedó establecida por el sistema de cupo[47], se hacía impres-cindible -tal como señala Wagner[48]- la cooperación de los organismos locales, municipios y provincias[49]. Este hecho topaba con la idea centralista de los políticos reformadores de 1845 (Estapé y Rodríguez, 2001, pp. 103-106).

Las finanzas públicas españolas rara vez han desempeñado un papel dinámico; sin embargo desde la segunda mitad del siglo XIX el Estado se organizó de una forma moderna. El presupuesto del Estado comenzó a publicarse a partir de 1850-1851, y el déficit crónico se mantuvo agravado por los periodos de conflictos. Con la reforma de Villaverde se introdujo en España el principio de legalidad moderna, que conlleva una política de restricción de los gastos que, aunque produzca excedentes al menos temporalmente, es nefasta para la infraestructura y la educación (Témine et ál., 1982, p. 116).

En 1845 se implantó una fiscalidad basada en los principios liberales para la financiación del Estado que recogían las constituciones españolas del siglo XIX[50]. Desde el siglo XVIII el desajuste entre los impuestos y la realidad económica era manifiesto. La reforma de Mon-Santillán conjugaba la tributación directa con la fiscalidad indirecta, conservaba algunas figuras antiguas como las aduanas y algunos monopolios fiscales menos incompatibles con la ideología liberal y se mantuvieron algunas antiguas prácticas recaudatorias para asegurar los ingresos del nuevo sistema fiscal (Comín, 1996, pp. 74-76).

La intención de Mon era la de quitar a los ayuntamientos que fuese posible la recaudación de los impuestos públicos. Para ello dejaba abierta la posibilidad de que el gobierno articulase las medidas que estimase pertinentes en el artículo 12 del dictamen de la comisión de presupuestos sobre el proyecto de presupuesto de ingresos remitido por el gobierno para el año 1845: "Artículo 12: Las demás contribuciones, impuestos y derechos comprendidos en el adjunto presupuesto de ingresos, continuarán cobrándose por las reglas establecidas en las leyes e instrucciones que en ellos se rigen, sin perjuicio de las que el Gobierno estime conveniente adoptar en uso de sus facultades".

Esta reforma consiguió lo que se había estado persiguiendo desde principios del siglo XVIII: por un lado, controlar la imposición, y por otro, controlar la recaudación. Como se ha podido observar, la ruptura con el sistema tradicional no fue completa en ninguna de las vertientes, pero sí dejó abierta la posibilidad de cambiar de forma radical las finanzas públicas a medida que transcurre el tiempo.

Con respecto a la imposición, son dos los puntos que ataca esta reforma, comenzando por la variedad de impuestos, que consiguió eliminar el escabroso conjunto impositivo que provenía de épocas pasadas, aun cuando se mantuviesen algunos de esos impuestos, y seguir con la capacidad impositiva de los entes territoriales, centralizando la potestad de crear tributos y condicionando la financiación local al control de la Hacienda central. Acerca de la recaudación, esta se siguió realizando a nivel local, pero únicamente hasta que el Estado contase con los medios necesarios para llevarla a cabo.

 

5. Conclusiones

El sistema fiscal articulado en el Antiguo Régimen estaba dotado de una variedad impositiva tal, que le confería un carácter sumamente complicado y confuso, difícil de gestionar y controlar. Este nivel de complejidad se había alcanzado, entre otros motivos, por la adición tributaria que se fue produciendo a medida que las necesidades financieras de la Corona requerían mayor financiación.

Al final del Antiguo Régimen, el nivel de fraude existente, así como la falta de financiación para cubrir las necesidades de la Hacienda pública, hacían imprescindible una reforma del sistema, reforma que fuese capaz de controlar, además de la imposición y la recaudación, la propia gestión de los recursos recaudados.

La precaria situación del erario público tuvo una repercusión directa e importante sobre los ayuntamientos, que cada vez veían más mermada su autonomía fiscal y financiera. El Estado vio en los recursos de los ayuntamientos la solución a sus problemas, por lo que el control de los mismos se convirtió en pauta recurrente de los diferentes gobiernos de España, que incrementaron las competencias de los ayuntamientos sin habilitar un adecuado plan de financiación que les permitiese hacerles frente.

Los intentos de reforma fueron muchos; todos ellos abordaban la variedad impositiva por considerarla motivo de fraude y descontrol, a la vez que asfixiaban a los contribuyentes que se veían obligados a soportarla, por lo que intentaron establecer una contribución estatal única, dejando al margen la imposición local, lo que motivó el incremento de las carencias de las corporaciones locales.

Como se anotó, fueron muchos los intentos de reforma hasta su real implantación en 1845. Los proyectos de reforma afectaban tanto a la vertiente de los ingresos como a la de los gastos. La reforma de Mon-Santillán de 1845 tuvo lugar en un momento en que la situación del Estado era prácticamente de quiebra, quiebra motivada por la hipoteca de las rentas públicas que se encontraban en manos de particulares con derecho a cobrarlas antes que el propio Estado. Esta reforma produjo un cambio radical en el sistema de tributación, que a pesar de sufrir modificaciones de mayor o menor importancia, mantendría las bases del sistema de tributación en España hasta la reforma de Francisco Fernández en 1977.

Esta reforma introdujo una contribución territorial especial que unificó la variedad tributaria que hasta esta fecha había perdurado en el tiempo a pesar de la llegada del Nuevo Régimen, aunque no eliminó la tributación proveniente de épocas pasadas en su totalidad. Centralizó la potestad de crear tributos y condicionó la financiación local a la estatal. Además se utilizó de forma efectiva el presupuesto como medio de gestión y control de las finanzas públicas.

En definitiva, cabe afirmar que la reforma de 1845 introdujo las bases de un moderno sistema de tributación que pondría la fiscalidad de España a la altura del resto de Europa, modelo que, enlazado con el sistema de información contable, permitiría controlar y gestionar los recursos públicos de una forma centralizada, tanto desde la propia capacidad impositiva como desde la administración y la inversión de los recursos, pasando por la recaudación de los mismos, y provocando la disminución de autonomía fiscal y financiera de los ayuntamientos.

 

Pie de página

[1] Única contribución o contribución real en Aragón, talla en Mallorca y catastro en Cataluña.

[2] Caso de Sevilla a finales del siglo XVII y principios del XVIII (Álvarez Pantoja, 1978, p. 28).

[3] En 1783, el conde de Cabarrús escribió una memoria al rey Carlos III para la extinción de la deuda nacional y el arreglo de las contribuciones. En ella, se avocaba por el abandono del sistema de rentas provinciales e impuestos sobre el consumo, se hacía referencia a la desigual distribución y desproporción de las contribuciones sobre los contribuyentes y se incitaba a la implantación de una contribución según la propiedad de cada cual y a la eliminación de exenciones fiscales en función del estamento social al que se perteneciese. Para su implantación se requería un mayor control de la gestión pública, comenzando por la disminución del personal encargado de dichas tareas (Conde de Cabarrús, 1808, Imprenta Real. En Lasarte, J., Castellano, J. L. y Arias de Saavedra, I., 1988, pp. 93-94).

[4] Las dificultades financieras de la Corona habían llevado a Carlos III a la emisión de vales reales. La reiteración de las emisiones y la imposibilidad que encontró el Estado para invertir los recursos generados por actividades rentables pronto devaluó los vales que en los años de la guerra de la Independencia cotizaron por debajo del 50%. La situación financiera de la Hacienda se hacía cada vez más insostenible, llegando a suponer los réditos de la deuda, en el supuesto de ser pagados, alrededor de la mitad del presupuesto nacional. El cobro por parte de los acreedores de la deuda pública se convirtió en un verdadero problema, que se acentuó con el retorno al absolutismo en 1823 cuando Fernando VII se negó a reconocer las deudas del Trienio. Con la vuelta al liberalismo las esperanzas de los acreedores renacieron. Se buscaron nuevas fuentes de financiación, en el interior se acudió a la desamortización y con respecto a la deuda externa el Estado se vio obligado al reconocimiento de la generalidad de las deudas si quería recuperar el crédito exterior (Artola, 1983, pp. 296-299).

[5] Durante el Antiguo Régimen la Iglesia se autofinanciaba e incluso el Estado se beneficiaba de ello a través de los diezmos. Pero a partir de la desamortización eclesiástica de 1836 llevada a cabo por Mendizábal, la Iglesia pierde sus propiedades y por tanto sus ingresos, haciéndose cargo el Estado del mantenimiento de la misma. Además, a pesar de que la ideología del estado liberal no sintonizaba con el clero, aquel necesitaba del componente ideológico religioso para legitimar el nuevo Estado entre las capas más amplias y pobres de la población.

[6] Todo ello surge de la ausencia de normas contables que dieran homogeneidad y certidumbre a las cifras.

[7] Las reformas tributarias modificaron la legalidad y naturaleza de los impuestos del Estado, y llevó a este a asumir nuevas funciones que modificaron la estructura y nivel de su gasto.

[8] Una la tenía el superintendente, otra el diputado más antiguo de la Junta, la tercera el contador y la cuarta el depositario.

[9] Se trataba de un funcionario público que daba fe de la veracidad de los actos que se estaban ejecutando.

[10] Esto es, justificados los cargos, y reducidas las datas al reglamento hecho por el Consejo, al quince al millar del Tesorero y gastos de administración.

[11] Estos bienes son definidos por el profesor Fernández Carrión (1993, p. 13) como "los que pertenecen al Municipio como persona jurídica en concepto de patrimonio, para la realización de servicios municipales".

[12] Las normas que regulaban el arrendamiento de los bienes de propios datan del siglo XV y, entre otras cosas, no permite arrendar propios a quien desempeñe cargo concejil en alguna población, pero la misma legislación que inútilmente trataba de erradicar los abusos, da testimonio directo y continuo de la apropiación de las rentas municipales por el grupo dominante (De Castro, 1979, pp. 48-49).

[13] Febrero nos define los arbitrios diciendo que son "aquellos derechos que por carecer de propios y con facultad Real han impuesto sobre el aceite, vino, vinagre, carne y otras cosas o frutos vendibles, como asimismo los impuestos en puertas, mesones y ventas". Citado por Rodrigo Fernández Carrión (1993, pp. 13-14).

[14] Las fincas concejiles proceden de la apropiación en el tiempo de los asentamientos, de donaciones del monarca o "cartas pueblas", de donaciones de particulares o de su compra. En el siglo XIX los ayuntamientos atribuyen generalmente sus derechos de propiedad sobre estas fincas a la "posesión inmemorial", aduciendo la dificultad de localizar los títulos o contratos correspondientes. También existen fincas pertenecientes a dos o más municipios y explotadas mancomunadamente. Otras veces el suelo y el arbolado pertenecen a distintos dueños, pudiendo el municipio compartir la propiedad con algún particular. Las prácticas de repartos comunales (aunque en pequeña medida) se extendieron al siglo XIX. No obstante, en la práctica, la distinción entre propios y comunes no está tan clara. Las fincas concejiles no se encuentran uniformemente repartidas de una a otra región (De Castro, 1979, p. 32). De hecho son muchos los autores que van definiendo unos y otros bienes en función del aprovechamiento que se hace de ellos.

[15] A lo largo del periodo de análisis, la evolución de los ingresos y los gastos no va al unísono. Por lo general la tendencia de los gastos a los que los municipios van a tener que hacer frente van al alza, y la de los ingresos no siempre sigue la misma tónica e incluso cuando lo hace no sigue el mismo ritmo. Este hecho provocó por una parte la aparición de déficit en las cuentas locales, déficit que había de ser cubierto con algún mecanismo en principio excepcional, y por otra parte que el control que se debía ejercer sobre los recursos, tanto en la vertiente de los ingresos como en la de los gastos, se convirtiese a lo largo de la historia en una constante, a pesar de los cambios políticos e incluso dinásticos acaecidos.

[16] Sin embargo, no todos los cargos eran rentables, y su decadencia fue en aumento a lo largo del siglo XVIII; pero además de los términos monetarios, había también otras razones sociales, utilitarias o de prestigio que motivaban la compra de los cargos.

[17] Esta fuente se corresponde con una recopilación de trabajos del profesor Domínguez Ortiz. En concreto el trabajo original fue publicado en Anuario de Historia Económica y Social, t. III, pp.105-137, y su título es "La venta de cargos y oficios públicos en Castilla y sus consecuencias económicas y sociales".

[18] Tal es el caso de la fiscalidad eclesiástica y señorial.

[19] En muchas ocasiones la situación de determinadas capas de contribuyentes se veía agravada al acudir los pueblos a los encabezamientos, que consistía en la suscripción del mismo al pago de una cantidad global fija por los impuestos indirectos que le correspondían, encargándose los ayuntamientos de la distribución entre los vecinos y de la recaudación. Al tratarse de un cupo preestablecido, la exención o rebaja de cualquier vecino recargaba proporcionalmente a los demás, aumentando de este modo el peso social de las autoridades locales encargadas del repartimiento, y aunque algunas disposiciones de los Reyes Católicos trataban de proteger a los más humildes, se excluían de los repartimientos a algunos grupos y estamentos como Iglesia y funcionarios (De Castro, 1979, pp. 53-54).

[20] "Consiste en el diez por ciento de toda cosa que se vende, trueca o cambia, y tantas cuantas veces se muda de mano en esta forma, otras tantas está obligado el vasallo a pagar lo mismo" (Instrucción para la subrogación de las Rentas Provinciales que dio Martín de Loynaz al Excmo. Sr. Marqués de la Ensenada; tomado de Zafra, 1991, p. 63).

[21] La verdad es que los señores obtenían rentas de propios y comunes que no les pertenecían, y se adueñaban de fincas que no eran suyas; los pleitos que se les ponían duraban decenas de años y además eran inútiles pues la influencia de los señores era mucha.

[22] En este segundo caso se tomaba el presupuesto como base para el cálculo de los encabezamientos (Instrucción de 21 de septiembre de 1785; tomada de Fontana, 2001a, p. 34).

[23] Esto no se haría por el momento (la necesidad de recursos para sostener la guerra de Independencia era prioritaria).

[24] Fundamentalmente procedentes de América y de préstamos británicos.

[25] Es preciso destacar que mientras que los bienes patrimoniales de las Haciendas locales sufrieron grandes transformaciones (fundamentalmente su pérdida provocada por la desamortización), la fiscalidad local indirecta apenas sufrió modificaciones cuantitativas a lo largo del siglo XIX, aunque sí cualitativas, ya que se reforzó la subordinación de las Haciendas locales a la del Estado que asumía el monopolio de la fiscalidad. Las reformas locales quedaron sujetas a las reformas tributarias estatales, tanto en los periodos liberales como en los absolutistas.

[26] Véase Fontana, 2001b, p. 36.

[27] "Los arrendamientos de la recaudación de los impuestos y la utilización de los bienes inmuebles beneficiaban a los particulares, con graves quebrantos para las Haciendas locales. Los Ilustrados pensaban que los problemas de las mismas se desvanecerían en cuanto esa corrupción fuese acotada, controlando la gestión municipal desde la Secretaría de Hacienda. Mejorando la recaudación con esas reformas administrativas podrían amortizarse los censos municipales y suprimirse los arbitrios indirectos locales, creados para pagar los intereses".

[28] En este sentido, consúltese el trabajo de Sierra y Campos (2009).

[29] Sobre la reforma administrativa de López Ballesteros, tenemos más información en la obra de Fontana Hacienda y Estado, 1823-1833 (2001a, pp. 76-80). En estas páginas se hace un repaso de la reforma del sistema contable del Estado.

[30] Ni siquiera fue precisa una guerra; bastaron las agitaciones que se produjeron desde 1830 para demostrar la incapacidad del sistema en la resolución de los problemas financieros del país.

[31] Se puede encontrar información más detallada de la centralización fiscal y contable, así como de los problemas financieros que ello acarreó a los ayuntamientos, en Comín, 1996, pp. 207 y ss.

[32] "En la Hacienda decadente del absolutismo no había generalidad legal en los tributos, porque ni los nobles ni los eclesiásticos eran sujetos pasivos de los impuestos directos; tampoco existía homogeneidad territorial, ya que la fiscalidad difería según los reinos y territorios. En la Hacienda preliberal, ni siquiera la Corona tenía el monopolio fiscal, puesto que la Iglesia cobraba el diezmo, los señores jurisdiccionales percibían rentas, tasas y multas cedidas o enajenadas por la Hacienda real, siendo las más importantes las tercias y las alcabalas, y los municipios y los distintos reinos tenían autonomía fiscal y sus propias fuentes de ingresos" (Comín, 1996, p. 72).

[33] Unos, los liberales, perseguían la modernización y un cambio radical en la imposición implantando la imposición directa y en los sistemas de control, utilizando el presupuesto como base del sistema de información, mientras otros, los conservadores, pretendían mantener el sistema tributario procedente del Antiguo Régimen, basado en la imposición indirecta.

[34] Se puede encontrar más información de la aprobación del modelo presupuestario en Artola, 1983, pp. 286 y ss.

[35] "En noviembre de 1828 se crea el Tribunal Mayor de Cuentas encargado del examen y aprobación de las cuentas de la administración" (Artola, 1983, p. 287).

[36] El éxito de una reforma fiscal requiere dos condicionantes: por un lado, que la sociedad demande nuevos tributos, motivada porque el viejo sistema haya quedado obsoleto, bien porque no recaude los ingresos necesarios, bien porque no sintonice con las ideas de equidad del momento, bien porque no sirva para solucionar los problemas de la economía, y por otro, que exista un plan reformador acorde con las nuevas necesidades ideológicas, económicas y sociales del momento, apadrinada por un poder político con voluntad de llevarlo a cabo.

[37] Se puede encontrar más información de estas reformas parciales en Comín, 1996, p. 66.

[38] La reforma de 1845 fue implantada tras la revolución liberal; la de Figuerola siguió a la revolución de 1868, y la de Fernández Villaverde al desastre colonial de 1898.

[39] En los años anteriores a la reforma de Mon en 1845 se produjeron otros intentos de establecer una tributación liberal, cuyos principios se recogieron en las Constituciones sancionadas durante la primera mitad del siglo, de entre las cuales se destaca la planteada por Canga Argüelles en la época de la guerra de la Independencia (1808-1813), fracasada en ese momento y aprobada en la época del Trienio Liberal (1820-1823). Por otro lado, algunos ministros de Hacienda de Fernando VII intentaron racionalizar la maraña de rentas procedentes del Antiguo Régimen e introducir nuevos tributos. Pero pese a sus fracasos, la experiencia fue provechosa para los reformadores de 1845, quienes aprendieron de los errores del pasado y utilizaron algunos de sus fundamentos para plantear su reforma.

[40] Por ello, ante la insuficiencia de los ingresos para hacer frente a los gastos del Estado, la única medida que se toma en un primer momento es la de duplicar las cuotas que debían pagar los pueblos encabezados, mientras que los pueblos administrados debían pagar un 3% del valor de los arrendamientos de casas y edificios urbanos. En la práctica la recaudación fue complicada y lenta.

[41] En 1816 se pretendía que la contribución fuese de 300 millones de reales; en 1823, de 270 millones.

[42] El nuevo sistema tributario se fijó en la Gaceta de 16 de febrero de 1824.

[43] Se puede encontrar más información sobre la gestión de la deuda pública y la forma de hacerle frente, en Comín y Vallejo, 2002, pp. 224-263.

[44] Sobre este tema, véase información detallada en Estapé, 2001, pp. 46 y ss.

[45] Sobre este particular, véase ibíd., pp. 62-63.

[46] Además de la reforma financiera, la reforma de la Hacienda se completó con las leyes de Contabilidad, Organización y Atribuciones del Tribunal de Cuentas. Esto, unido a otros factores como el crecimiento moderado del gasto y el incremento de los ingresos, contribuyó al control del desequilibrio financiero. No obstante, a partir de 1855 el déficit del Estado se disparó y a los treinta años había vuelto a los niveles anteriores a la reforma (Comín y Vallejo, 2002, pp. 474-475).

[47] El proyecto de reforma reconocía que la contribución general de consumos se recaudaría por encabezamientos en su mayor parte, por arrendamiento de la administración en otra y en una pequeña proporción por administración directa. Este gravamen junto con los adicionales de puertas se veían altamente incrementados por los arbitrios municipales destinados a la financiación de la Hacienda local (Estapé, 2001, p. 25). No obstante, en la práctica los pueblos que se encabezaban aplicaban diversos métodos para repartir las cargas entre los vecinos, aunque todos basados en la combinación entre imposición directa e indirecta. Los métodos eran establecidos por los vecinos propietarios de mayores riquezas, por lo que se decantaban por la contribución indirecta, perjudicando de este modo a los vecinos más pobres. A pesar de ello, la falta de una administración estatal fuerte, capaz de fiscalizar la actuación de los ayuntamientos, dejaba en manos de las oligarquías locales el reparto y la recaudación de las rentas provinciales con el peligro que ello suponía (Fontana, 2001a, pp. 83-84).

[48] Véase Estapé y Rodríguez, 2001, p. 106.

[49] Los municipios opusieron una fuerte resistencia ante la cuantía del impuesto de consumos que debían pagar, así como por los métodos establecidos de recaudación por parte de la administración tributaria. Ante la incapacidad del Ministerio de Hacienda de controlar la recaudación en los pueblos con los medios a su disposición, en 1846 se utilizó el número de habitantes para fijar los cupos de los pueblos (Comín y Vallejo, 2002, p. 331).

[50] Estos principios eran:

  • Capacidad de pago: todo ciudadano había de contribuir a financiar el Estado en la proporción de sus haberes.

  • Legalidad: el presupuesto había de ser aprobado anualmente por las Cortes.

  • Generalidad: nadie quedaría exento de tributación y los impuestos serían los mismos para las personas y los territorios.

  • Suficiencia: el presupuesto había de ser equilibrado.

  • Coherencia y simplificación de los impuestos: tenían que ser pocos y evitar las dobles imposiciones.

 

Referencias archivísticas, normativas y bibliográficas

Archivo Histórico Municipal de Carmona:

Sección Intervención, serie Presupuesto ordinario:

Legajos: 1862, 1863, 1865, 1866, 1867, 1868.

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