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Innovar

versão impressa ISSN 0121-5051

Innovar v.19  supl.1 Bogotá dez. 2009

 

 

 

Políticas del cambio en educación y gestión de la innovación

The politics of change in education and innovation management

Politiques du changement en éducation et gestion de l'innovation

Políticas da mudança em educação e gestão da inovação

 

Luis Aguilar Hernández*

* Profesor del Departamento de Didáctica y Organización Escolar de la Universitat de València, España. Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación. Correo electrónico: Luis.Aguilar@uv.es

 

Recibido: marzo 2008 Aprobrado: julio 2009


Resumen

El objeto de este artículo es reflexionar sobre el sentido, carácter y oportunidad de las políticas del cambio en educación, abordándolas desde varias de sus dimensiones. Nos interesa, en concreto, el agotamiento de los formatos, ora de las políticas, ora de la propia institución escolar, que están en la raíz, seguramente, de la inoperancia de tales enfoques. En un momento en que las políticas y estrategias del cambio giran a lo local, reducen sus formatos y renuevan su discurso -de las grandes reformas a la innovación-, no parece que, en lo sustancial, se hayan abordado las cuestiones de sentido y lógica de los sistemas educativos, como su incardinación con el contexto social e institucional más amplio. Un acercamiento a los contextos y la forma en que se presentan los problemas en éstos reclama una concepción distinta del cambio en los sistemas educativos, que hace a un replanteamiento, también localizado, el sentido de la institución escolar.

Palabras clave:

políticas educativas, cambio, reforma, innovación, gestión escolar.

 

Abstract

This article reflects on the meaning, nature and opportunity of the politics of change in education, approaching the matter from several policy dimensions. Specific attention is paid to the exhaustion of formats, policies and scholastic institutions themselves which are surely at the root of such approaches' ineffectiveness. At a time when policies and strategies regarding change revolve around local matters, reduce their formats and renew debate on such matters (sweeping reforms involving innovation), it does not seem that questions regarding educational systems' meaning and logic, such as them becoming incorporated within with the broader social and institutional context, have been substantially approached. Rapprochement with the contexts and form in which problems are presented in them demand a distinct concept of change in educational systems, implied by a localised rethinking of the meaning of the scholastic institution.

Key words:

educational policy, change, reform, innovation, school management.

 

Résumé

L'objectif de cet article est de réfléchir sur le sens, le caractère et l'opportunité des politiques de changement en éducation, abordées à partir de différentes dimensions. Un intérêt plus concret est porté sur l'épuisement des formats, tantôt des politiques, tantôt de l'institution scolaire elle-même, ceux-ci se trouvant incontestablement à la source de l'inefficacité de telles approches. Au moment où les politiques et stratégies de changement s'orientent vers le local, réduisent leurs formats et renouvellent leur discours - des grandes réformes à l'innovation -, il ne semble pas que, substantiellement, les questions de sens et de logique des systèmes éducatifs aient été abordées, ainsi que leur incorporation dans un contexte social et institutionnel plus ample. Une approche des contextes et de la façon dont s'y présentent les problèmes exige une conception différente du changement dans les systèmes éducatifs et ce changement, détecté de façon locale, donne son sens à l'institution scolaire.

Mots-clefs:

politiques éducatives, changement, réforme, innovation, gestion scolaire.

 

Resumo

O objeto deste artigo é refletir sobre o sentido, caráter e oportunidade das políticas da mudança em educação, abordando-as desde várias de suas dimensões. Interessa-nos, em concreto, o esgotamento dos formatos, ora das políticas, ora da própria instituição escolar, que estão na raiz, certamente, na inoperância de tais enfoques. Em um momento em que as políticas e estratégias da mudança giram em torno de si mesmas, reduzem seus formatos e renovam seu discurso -das grandes reformas à inovação-, não parece que, no substancial, tenham-se abordado as questões de sentido e lógica dos sistemas educativos, como sua vinculação com o contexto social e institucional mais amplo. Uma aproximação aos contextos e a forma em que se apresentam os problemas nestes, reclama uma concepção distinta da mudança nos sistemas educativos, que leva a uma reconsideração, também localizada, o sentido da instituição escolar.

Palavras chave:

políticas educativas, mudança, reforma, inovação, gestão escolar.

 

Un nuevo escenario para las políticas educativas

Tras el llamado "optimismo pedagógico" de los años noventa del siglo pasado, un paquete de reformas ungidas por la creencia en las virtudes de la planificación, educativa pero también social y económica, o una en relación con las otras, y demostrada la inoperancia de las estrategias arriba-abajo, los sistemas educativos han de lidiar tanto con la falta de articulación que generan las políticas desreguladoras, como con la rigidez y esclerosis de la burocratización. La universalidad del acceso que trajera la escolarización de masas, con ser un logro, terminaría por revelarse insuficiente, hasta el punto de devenir en muchos casos un mecanismo de reproducción de las desigualdades -y algo semejante puede decirse incluso de las políticas compensatorias, como explicara Bernstein (1999, p. 459), al "distraer la atención de la organización interna y del contexto educativo de la escuela para dirigirla hacia las familias y hacia los niños"-. En este sentido, las políticas educativas han de atender a la organización de los sistemas, pero sin perder de vista su conexión con otras políticas sociales (López, 2005). Cuestionadas unas y otras, sujetas ambas a mecanismos de privatización, la contribución de los sistemas educativos al progreso social deviene en mecanismo legitimador de funciones pretéritas, de selección social y económica.

Sobre la primera de las cuestiones pesa el a todas luces agotado proyecto de la institución escolar, incapaz de leer condiciones económicas, sociales y culturales distintas a aquellas que la alumbraron como escuela de masas, por más que algunas de ellas sigan teniendo vigencia, sólo que, insistimos, en otro contexto. Una institución, pues, que ha de reformular sus formas de organización y sus prácticas, revisar su sentido en un contexto (y para unos contextos) radicalmente distinto(s). Cuando las agencias y pautas de socialización han cambiado, y mutado los procesos de subjetivación a que se ven sometidos desde bien chicos sus destinatarios, la institución escolar sigue abonada a un programa que en nada hace a la comprensión de esos cambios, que arrastra, sería más exacto decir, una visión de su labor detenida en el tiempo, idealizada. No es objeto de este trabajo el análisis de esos cambios, ni de los retos que están planteando a los sistemas educativos. Nos interesa en cambio apuntar la obsolescencia, ora del proyecto, ora de los formatos, de la institución escolar; hacia dentro, una institución simple en origen que, a medida que se torna organizativamente más compleja, se resiste a la regulación centralizada y uniforme de los sistemas (Dubet, 2008, p. 50) que diera forma a éstos desde la racionalidad burocrática; hacia fuera, un programa institucional fundacional cuestionado por las mutaciones del contexto social más amplio, una suspensión de la credulidad que no da más de sí.

Parece necesario, pues, con relación a ambos vectores, un enfoque en las políticas educativas que conjugue los beneficios de la igualación -que no la uniformidad: las garantías, en términos de recursos, y de proyecto cultural compartido- con las ponderaciones que exijan las situaciones de desigualdad, y que permita adecuar las respuestas a las particularidades de los contextos locales y a la especificidad de los problemas y las poblaciones, como modo de atender tanto los aspectos globales como las cuestiones contextuales: alterar la estrategia sin retirar el respaldo institucional; abrir la definición del proyecto a los agentes en los contextos locales pero manteniendo las garantías que sólo el Estado puede proporcionar. Como apunta Fullan (2003), la combinación de una mayor capacidad organizativa y el respaldo externo es decisiva para promover el cambio, donde haya una devolución de autonomía a los agentes de la práctica en las escuelas y sus comunidades, bien que con soporte institucional, si no el único factor (Escudero, 1999a; Gimeno, 1992), sí uno de los más determinantes: "Las innovaciones pedagógicas más efectivas y con posibilidades de sustentación en el interior del sistema educativo son aquellas que están insertas en tradiciones pedagógicas fuertes y que tienen un apoyo institucional también fuerte" (Neirotti y Poggi, 2004, p. 143).

Se trataría, por tanto, de ajustar las respuestas a los problemas, sin perder de vista el modo en que los agentes definen éstos; de distribuir los recursos, los contenidos curriculares comunes o las propuestas de innovación dando margen a su recreación según la especificidad y necesidades de los contextos. Una concepción del cambio que pasa, entonces, por las concepciones del cambio de los agentes y su participación en el diseño, antes que de procesos de diseminación diseñados externamente, ajustados a modelo. Entre otras cosas porque, a efectos de producir un cambio, la literatura ha ponderado la necesidad de alentar y disponer las condiciones en la práctica para que emerjan nuevas relaciones culturales que propicien precisamente la redefinición del proyecto institucional en las organizaciones, de ahí que el foco de las políticas y prácticas de innovación se ponga tanto en la "reestructuración" (Elmore, 1996) como en la "reculturación" (Bolívar, 1999a; Escudero, 1999b; Fullan, 1993 y 1998; Hargreaves, 2003; Miller, 1998). Y ambas en relación, cabría añadir -"parte de la variable cultural es realmente un fenómeno estructural" (Dalin, 1998, p. 1071)-, dualidad de los procesos de reforma que hace a aquella otra entre el cambio y la estabilidad, con Popkewitz (1982 y 1983).

Porque la recreación del sentido institucional de la escuela, en relación con esas nuevas realidades que apuntábamos, ha de darse a varios niveles. Si hay elementos de refundación que competen a los órganos de representación política, no es menos cierto que debe concretarse en cada escuela, en cada proyecto institucional. Si, como señala Tenti (2005, p. 113), más allá de los fines explícitos contenidos en las formulaciones legales, "se podría llegar a afirmar que en cada establecimiento y en función de sus circunstancias específicas se 'decide' concentrar la acción de la escuela alrededor de ciertas finalidades básicas", la revisión de los modos de organización y las prácticas ritualizadas, y de las representaciones de los agentes cristalizadas en tradiciones y formas culturales de entendimiento que sostienen unos y otras, únicamente puede producirse en los contextos concretos, con los apoyos institucionales que fueren necesarios, pero en relación con las realidades, situaciones y problemas que los caracterizan. La racionalidad implica flexibilidad para "adecuarse a las exigencias de la práctica y, además, a los cambios que se producen en la sociedad" (Santos Guerra, 1997, p. 104); rige en un caso el principio de contextualización, en el otro el de adaptabilidad. No otra cosa justifica la autonomía de los centros, que, no obstante, encuentra obstáculos al cambio en las presiones externas favorables a la prudencia, el tamaño en ocasiones desmesurado de los centros y el anquilosamiento de los mecanismos de la innovación (ibid., p. 106). Estas estrategias locales no impiden -y más bien han de generar- estrategias en red (Fernández Enguita, 2008a y 2008b; Lieberman y Wood, 2002).

Hay que girar, pues, el sentido de las instituciones (en plural) al entorno en el que operan; sólo desde ahí pueden articularse las respuestas a realidades cambiantes, escenarios complejos poco sensibles a propuestas homogéneas, estereotipadas. El entorno de los centros, que viene siendo destacado en la literatura organizativa y del cambio en educación, remitiría tanto a los elementos específicos (individuos, grupos y organizaciones) en la zona geográficamente localizada donde se ubica o entorno relevante del centro, como a las condiciones generales (económicas, políticas, sociales y culturales), de influjo inmediato y mediato, respectivamente (González, 2003; Hoy y Miskel, 2001; Merz y Furman, 1997).

Es necesario, simultáneamente, refundar el sentido institucional de la escuela, de modo que pueda inspirar esos proyectos y preservar (renovado) el valor que dicha institución puede tener para el común de las poblaciones en términos culturales y de construcción de ciudadanía, especialmente para aquellas para las que todavía constituye la única oportunidad de acceder a los bienes y saberes culturales de su sociedad. Mantener el valor de la institución en un contexto distinto al de su emergencia resulta inviable sin revisar su programa y sus formas de organización. Así, ante la evidencia de que las escuelas "se han convertido en instituciones permeables" que no pueden eludir la realidad que los alumnos llevan a las aulas; frente al hecho de estar perdiendo el monopolio sobre el aprendizaje frente al poder de penetración de las nuevas tecnologías, que "comienzan a redefinir la geografía social de la escolaridad" y la pertinencia de los currícula escolares, progresivamente vencidos a la agenda de los empleadores; frente a la "crisis de comunidad" que experimentan muchas personas, y que hacen de la escuela "el sitio más apto para concentrar estos esfuerzos de construcción de ciudadanía"; cuando asistimos a la introducción de la lógica del mercado en la gestión de los sistemas educativos y las escuelas, "no podemos atrasar el reloj para volver a una escolaridad más sencilla, adecuada a tiempos más simples, y actuar como si esas realidades no existieran" (Hargreaves, 2003, p. 35).

La realidad en Latinoamérica, con ser diversa (SITEAL, 2006), es, por el alcance de las desigualdades, distinta a la europea, pero comparte algunos rasgos, a saber: el desgaste de las políticas planificadas, de las grandes reformas que, con todo, dejaron su poso en forma de burocratización y dependencia de los organismos oficiales, contribuyendo a generar una sensación de obsolescencia en los docentes (Tenti, op. cit., p. 22); (y a pesar de ello) la tendencia a la desregulación como vector que introduce desigualdades entre contextos y poblaciones distintas; el agotamiento del proyecto institucional, perdido en el contexto y las lógicas de los sistemas masivos de enseñanza, que institucionalizó a los agentes en formas de organización y prácticas cosificadas y paraliza las respuestas a los problemas nucleares, etc. Como en el caso de Latinoamérica, los cambios sociales, económicos y culturales se suceden, y entran en las aulas con los alumnos, sin que haya un replanteamiento de sus implicaciones. Ante problemas nuevos, se diría, las viejas recetas: disciplina, contenidos básicos, más evaluación de resultados. Una lectura simplista de una realidad compleja, que exigiría, en cambio, "profundizar en la lectura institucional, pensar desde categorías institucionales el modo en que afecta al centro educativo en su conjunto y qué tipo de dinámicas se ponen en marcha para facilitar u obstaculizar los cambios" (Coronel Llamas, 1998, p. 60).

Para el caso español, décadas de dependencia de la Administración en los más diversos aspectos (desarrollo del currículum, formación, innovación) han incapacitado en gran medida al profesorado, principal agente del cambio cabría pensar, para articular respuestas que surjan del análisis de esas realidades. Como en el caso latinoamericano, una visión estancada de la misión de la institución y de sus formas de operar impide ajustar las respuestas a las nuevas situaciones, y hablan de una institución poco dúctil, esclerotizada. En un sistema donde pesan más los profesores que los centros, donde no se propician dinámicas horizontales -hacia adentro, en forma de equipos; hacia afuera, en red- las soluciones, o las aporta la Administración o serán parciales, de grupos aislados o aun profesores individualmente, con escasas probabilidades de acabar institucionalizándose. Hablar de innovación, en general, es suponer que el cambio forma parte de las representaciones de los profesores, y tal vez, podría pensarse, habría que comenzar por ahí.

Como monumentos de tiempos pretéritos anclados en un entorno que los asedia, las escuelas se habrían vuelto reconocibles, entrañables a la mirada, cuando las condiciones que explican su emergencia y conformación tiempo ha mudaron, como han mudado con ellas los sujetos que la institución escolar ha de contribuir a subjetivar. La desvinculación del Estado, la supeditación a los criterios de mercado, la heterogeneidad entre la población escolar y la disolución del canon temático, junto a los reclamos extraescolares, son "ámbitos cuyos cambios están repercutiendo de modo decisivo en la configuración de la escuela actual" (San Martín y Beltrán, 2002a, pp. 52 y ss.). Existen márgenes de indeterminación en el proceso organizante de los centros educativos. Agentes situados en organizaciones concretas tienen autonomía -en su determinación, valgan los dos sentidos del término- para contribuir a la construcción de la organización, algo sólo posible con carácter colectivo.

En las páginas que siguen se desgranarán algunas tendencias generales en el signo de las políticas educativas, que se ilustrarán sucintamente con el caso del sistema educativo español en su etapa más reciente.

 

El agotamiento de las políticas de gran formato

    Es fácil ser pesimista sobre la reforma educativa. Hay muchas razones legítimas para sentirse desalentado. Desde un punto de vista técnico y racional, la conclusión de que la reforma en gran escala es un caso perdido parece justificada (Fullan, 2003, p. 296).

La crisis que sacudió la economía mundial en la década de los setenta, y las lecturas efectuadas desde observatorios con capacidad para influir en las políticas de los estados nacionales quebraron el consenso sobre la intervención del Estado en las políticas sociales, las educativas en particular (de hecho, algo más profundo se quiebra cuando éstas se entienden como algo distinto de o ajeno a aquéllas). Los sistemas educativos de masas, que hasta entonces se habían considerado una inversión en capital humano, en un escenario de competitividad científica y, por ende, de desarrollo económico, y un elemento -por qué no- de integración social y cultural, fueron sometidos a análisis costo-beneficio, que pusieron en cuestión la relación entre sus resultados y la contribución al progreso económico de los estados-nación. Empezaba a edificarse un ataque en regla al Estado proveedor y regulador. Hoy sabemos que aquellos cálculos partían de un supuesto erróneo pero central a sus tesis: buenos resultados educativos habían de reflejarse en una mayor competitividad económica, en la medida en que proporcionaran, sobre todo en los cuadros que exigían alta cualificación, una fuerza de trabajo altamente capacitada. Al énfasis en esta ecuación subyacía el olvido del conjunto de variables, y aun la compleja relación entre ellas, que explicaría por qué una economía, en un momento determinado, se torna competitiva, o más competitiva que antes, o más competitiva que otras. En breve, la ecuación hacía descansar en los hombros de los sistemas educativos masivos una función, y por tanto una responsabilidad, que en absoluto podían asumir, ignorando de paso otras relativas al sentido institucional, que hacen a su capacidad de promover la integración social y articular procesos de construcción de ciudadanía. Las transformaciones sociales y económicas en las postrimerías del siglo pasado agravarían esta demanda, en la medida en que tuvieron "un impacto que trasciende a los sujetos, quienes se ven despojados de su base de integración, y que atentan contra las bases de conformación de actores colectivos" (López, 2005, p. 34).

El peso de esta ecuación, por más que se alterara el juego de las variables, acabó por institucionalizarse como mecanismo de legitimación política que venía a sustentar las orientaciones económicas del momento, sometiendo a los sistemas educativas al escrutinio de dispositivos de auditoría, tan en boga en nuestros días. Arranca entonces un ámbito de investigación, con una ingente producción literaria, centrado en la determinación de los criterios e indicadores que mejor contribuyan a la visibilidad de los sistemas educativos, primero en el terreno de los resultados, pero progresivamente en el de los procesos, hasta incorporar datos contextuales (OCDE, 1993 y 1994). El "monitoreo" de los sistemas educativos se resolvió en una pléyade de dispositivos de obtención y análisis de datos que arrojaban una determinada -conviene recalcar este punto- visión de la realidad. Con todo, lo decisivo de este proceso era que esa imagen tenía implicaciones en términos de determinación de las políticas educativas, algo que se complicaría irremediablemente cuando entraron en juego los mecanismos mediáticos para su difusión (Iaes, 2003).

Mucho antes de que los organismos internacionales tuvieran el poder que hoy detentan para determinar el signo de las políticas educativas de los estados nacionales, sus orientaciones en la configuración de estos mecanismos de visibilidad introduciría un elemento novedoso en los procesos de elaboración de las reformas. Desde la década de los sesenta y hasta bien entrados en los noventa del siglo pasado, el sesgo de las políticas educativas cambió en función del color de las Administraciones de turno, pero sobre todo de los imperativos económicos y políticos (traducidos en prioridades educativas) del momento. La confianza en los sistemas educativos de masas, bien que socavada, era suficiente como para emprender desde ellos reformas de corte social y económico, o sencillamente no se disponía de otros aparatos de tal alcance para semejante menester. En los estertores del Estado de bienestar, que se alargarían hasta casi finales de siglo, según los países, cuando comenzó a armarse el discurso neoliberal de aligeramiento del sector público en beneficio del sector privado -en realidad el juego alcanzaría a la definición de estos conceptos, lo público y lo privado, y cabe pensar que el argumento que alejaba lo publico de lo estatal fue utilizado de manera interesada para acercarlo a lo privado, "más eficaz", se diría, y "no menos legítimo"-, las políticas educativas conjugaron paradójicamente reformas de gran formato y procesos de desregulación, de reducción y, en algún caso, de vaciamiento del Estado (Dubiel, 1993). Progresivamente, los segundos ganarían peso respecto de las primeras, pero que éstas fueran perdiendo efectividad, en un contexto de cambio social y cultural acelerado, no significó que se extinguieran. Como en otros subsistemas sociales, en el ámbito de la educación se sucedieron reformas para el conjunto de los sistemas, tentativas de signo variado que trataban de recuperar el valor de su contribución a las economías nacionales sin quebrar en exceso los mecanismos de integración social.

En Europa asistimos, en momentos históricos diversos según los países, al intento de reflotar el sentido de los sistemas educativos masivos a través de las llamadas reformas comprehensivas, que abarcaron -insistimos, según los contextos- desde la década de los cincuenta hasta bien entrada la de los noventa, con diseño y elementos distintos pero con parecidos anhelos (Fernández Enguita y Levin, 1989; Levin, 1999). El problema con estas reformas de gran formato, una vez instalados los dispositivos de visibilidad de los sistemas y los mecanismos de legitimación política -o su reverso, el accountability-, es que, o funcionaban o resultaban un fracaso, sin margen para los matices. La confianza en las virtudes de la planificación, que en cierta manera define la segunda mitad del siglo pasado -para pesar de sus detractores, aparentemente, pues nunca renegaron totalmente de ella-, tuvo no obstante sus efectos negativos. El más determinante, una consideración de las realidades sociales como objetos, que dio en producir lógicas de "ajuste al modelo". Esto es, los esfuerzos fueron dirigidos antes al análisis, de corte eficientista, de por qué las reformas no funcionaban, de qué elementos de las mismas y de (la imagen de) la realidad podían explicarlo, que a un intento de analizar y comprender esas realidades que permitiera poner en relación el contenido y los formatos de las políticas con los problemas y urgencias de aquéllas. El problema de mayor rango que enfrentaba este modelo de intervención en la realidad social, por deseables que fueran sus fines, era de conceptualización de la misma. La creencia en las virtudes de la planificación, reforzada por los dispositivos de "monitoreo", y la centralidad que, bien que desgastados, seguían teniendo los sistemas educativos en la (re) producción de la sociedad, hacían difícil abandonar la tentación reformista, más aún en un momento (el capitalismo tardío) en que se afinan los instrumentos para traducir intereses económicos en políticas que los hagan pasar por elecciones de los individuos (Rose, 1997).

Con el tiempo estas políticas de gran formato se revelaron ineficaces (aquí eficacia hace al sentido de las políticas, no a su rentabilidad en términos costo-beneficio). El contexto cambió radicalmente en los últimos decenios del siglo XX. Las nuevas formas de producción y el cambio tecnológico tendrían un efecto decisivo en la configuración de las relaciones sociales; la retirada del Estado y la disolución de lo público, hasta entonces elementos de cohesión social y construcción de ciudadanía, tenían necesariamente que pesar en las atribuciones a los sistemas educativos; los cambios en los modos de producción cultural y las formas de comunicación daban en producir una trama social distinta, de la que aún hoy no alcanzamos a entender sus efectos. Elementos, todos ellos, que dibujan un nuevo mapa de los procesos de conformación de las subjetividades, que los sistemas educativos de masas, y quienes los diseñan, no han sido capaces -cabe pensar- de detectar hasta el momento. La heterogeneidad de las poblaciones, la diversidad cultural, las desigualdades sociales, y los procesos, más homogéneos -pero con efectos diferenciadores igualmente-, de socialización (nuevas agencias, pérdida de relevancia de otras, un equilibrio distintos entre todas ellas), reclaman una mayor atención a la especificidad de las situaciones, al modo particular en que la pluralidad y complejidad de las realidades sociales se concretan en contextos determinados (en el doble sentido de la expresión: concretos, únicos en cierta manera, pero al tiempo atravesados por tendencias y elementos más generales que devienen en configuraciones particulares). En este sentido, las políticas de gran formato resultan pesadas, romas, poco dúctiles, en parte porque responden a lógicas que desconocen los contextos, en parte porque, como los propios sistemas educativos, pertenecen a una realidad social distinta, y un contexto moral normativo que aceptaba y en cierto modo requería propuestas homogéneas, uniformes. Lo que en ese escenario fue una conquista social, hoy puede ser, por su propio carácter uniformador y su indiferencia a las peculiaridades, un elemento de reproducción de desigualdades: "Nuestras sociedades no resisten un sistema educativo que centra los criterios de igualdad en los procesos. Tratar del mismo modo a personas que provienen de escenarios sociales sumamente desiguales es reproducir esas desigualdades, y en este caso legitimarlas" (López, op. cit., pp. 72-73).

Hay que recordar que los sistemas educativos masivos se sustentan en "una correspondencia entre la macropolítica educativa y la práctica educativa", donde la acción estatal permite disciplinar dichas prácticas, homogeneizarlas, en el marco de un sistema fuertemente centralizado (Nadorowsky y Báez, 2006, pp. 34-36). Los sistemas educativos de masas garantizaron la escolarización de todos, la universalidad en el acceso y aun en el tratamiento, una ganancia que hoy se antoja insuficiente. Fueron un mecanismo de integración y cohesión social -por la universalización del acceso- que hacían más digeribles los procesos de selección y legitimación de las diferencias, donde opera la norma, el tratamiento homogéneo, productor de diferencias: "Se comprende que el poder de la norma funcione fácilmente en el interior de un sistema de la igualdad formal, ya que en el interior de una homogeneidad que es la regla, introduce, como un imperativo útil y el resultado de una medida, todo el desvanecido de las diferencias individuales" (Foucault, 1996, p. 189).

Pero si esto último sigue siendo cierto, lo primero no parece ya tan claro. De ahí, tal vez, la insistencia en unos formatos y prácticas agotados, pero todavía funcionales. Sucesivas oleadas de reformas de gran formato, diversas en su contenido y los aspectos del sistema que acometían (políticas curriculares, de formación, de gestión, de evaluación, de innovación, etc.), han venido operando en un marco institucional en cierta manera cristalizado por décadas de gestión burocrática, del sistema como de los centros, que ha acabado por socializar a los agentes, en cualquiera de los niveles, en marcos de entendimiento y patrones de actuación estereotipados. No se atisban respuestas diferentes, porque no entra dentro de la lógica de unas políticas homogéneas -"iguales", en el peor sentido-, un repertorio al cabo limitado a administrar según los momentos y las opciones políticas. En ello nos detendremos más adelante.

Se diría, en cualquier caso, que la lógica de los sistemas educativos, y las políticas que los ajustan, es circular. Como en el asedio a una fortaleza, el muestrario de estrategias es conocido, incluso por los defensores de la plaza, y no es de extrañar que algunos opten por introducir su propio caballo de Troya, el dispositivo que, desde adentro, permita revisar la lógica de los sistemas educativos. Eso, sí, sin derrumbar las murallas, sin alterar la arquitectura de la fortaleza, que pareciera resultar útil todavía a los invasores. De ella se hablará a continuación.

 

¿Una institución obsoleta?

El interrogante es oportuno porque entre las posiciones de aquellos que hablan del declinar de la institución escolar y los que no están dispuestos a considerar siquiera esa posibilidad, habría mucho campo para la discusión. En realidad, si entendemos los interrogantes como problemas, no apuntamos tanto a un debate que haya que cerrar de manera determinante como a la búsqueda de los elementos que nos permitan "dar curso" al problema y, por tanto, comenzar a pensar en las soluciones. Porque parece cuanto menos sospechoso el empeño de muchos en mirar para otro lado y eludir la tarea de repensar determinadas instituciones que se diría perviven como imágenes idealizadas más allá de su inoperancia, pese a ser objeto de críticas enconadas, a menudo desde las mismas atalayas.

Resulta primordial abordar este interrogante, no vaya a ser que estemos cuestionando las políticas educativas en el vacío, es decir, incurriendo en el mismo defecto que les achacamos: desconsiderar los contextos sobre los que se proyectan, más exactamente, el contexto institucional, elemento fundamental, ora de las políticas, ora de los centros educativos. Cualquier política diseñada para afectar, rediseñar u optimizar los sistemas educativos se sustenta en una imagen institucional que comporta fines, contenidos, formas de organización, culturas, etc. Sin ese referente, las políticas educativas resultarían virtuales (de hecho, aún y con él, y seguramente por no contemplarlo en sus elementos esenciales, acaban pareciéndolo en muchas ocasiones). Tal vez el problema haya consistido en pensar, con demasiada frecuencia, que la institución escolar existía sólo en una determinada forma, aquella sobre la que legisladores y administradores podían actuar (en breve, la tentación reformista, presente en tantas leyes, que confunde disposiciones con realidades), en olvidar que, como las propias políticas, y antes que ellas, la institución opera en varios niveles y son diversos los agentes, contextos y prácticas que la materializan y le otorgan sentido. Este olvido ha tratado de subsanarse trayendo a colación términos como autonomía, un pleonasmo cuando de realidades o instituciones sociales se trata.

Pero que la institución escolar muestra signos de agotamiento, cuando no de obsolescencia, parece evidente. Dubet (2004) apunta al declinar del programa de la institución, formulado en un contexto histórico muy distinto al actual, con un poder normativo del que ahora, en condiciones sociales, económicas y culturales muy distintas, carece. Ha perdido, parece decirnos el autor, el carácter prescriptivo que tuviera, ya no sujeta a los actores como antaño lo hiciera, y casi podría afirmarse que no les concierne. Achacar a las políticas neoliberales el declinar de la institución, viene a concluir, es ignorar que antes que causa, el neoliberalismo aparece como una solución al mismo. Esto es, la quiebra de la institución escolar exige de una refundación que, de no llegar, dejará espacio a otras alternativas, como la que sustancian las políticas neoliberales (el caballo de Troya en el interior de la fortaleza, si se nos permite estirar la metáfora).

Nadorowsky y Brailovsky (2006, pp. 15 y ss.) apuntan al ocaso de "una escuela eficaz y sólida, aunque algo déspota", que habría dado paso a otra más democrática, sensible a la naturaleza infantil, abierta a la comunidad, portadora de una autoridad más difusa. Planteamientos críticos en el seno de movimientos teóricos no habrían alumbrado, sin embargo, un modelo alternativo de escuela, pues se habrían basado en "un escenario escolar lamentablemente invariante". Desprovista la institución del discurso utópico que la fundó, y agotados los formatos, la pregunta que se plantean los autores es sugerente: "¿Qué aspectos del 'formato escolar', qué geografías, qué certezas históricas es aceptable (y razonablemente practicable) comenzar a sacrificar, para poder conservar aquello que define no ya a la escuela sino a la educación?" (ibid., p. 25).

La institución escolar dio en construir un modelo de alumno -el alumno mismo, una invención (Gimeno, 2003)-, asociado a unas determinadas condiciones en las que ha de discurrir la acción educativa, presidida por la regularidad (Elkind, 2003). El debate sobre la distancia entre los habitus de procedencia de los alumnos y el que propone la escuela, convino en rescatar la importancia de los factores externos a la escuela (Giddens, 1998; Solmon, 1989), que distintas teorías vestirían con ropajes diversos (Young, 1971; Bowles y Gintis, 1981; Baudelot y Establet, 1976; Bourdieu y Passeron, 1977; Willis, 1977; Bernstein, 1988; Bourdieu, 1988). En un contexto de heterogeneidad exacerbada por las transformaciones sociales, tales factores cobran -si cabe- mayor relevancia, cuando las nociones modernas de universalidad y regularidad dejan paso en el discurso posmoderno a la particularidad y la diferencia (Elkind, op. cit.). El enfoque, entonces, no puede ser el mismo:

    Señalar situaciones de no educabilidad implica una alerta a las escuelas y los sistemas educativos por no poder desarrollar estrategias adecuadas a las necesidades específicas de estos niños o adolescentes para garantizarles una educación de calidad, poniéndoles condiciones que les son imposibles de cumplir.

    (...) La pregunta que surge a partir de esta noción de educabilidad es cuál es el grado de ajuste que existe entre la propuesta educativa en la que se enmarcan las prácticas de una escuela determinada -manifiestas en la persona del docente en el aula- y el contexto social en que operan -y del cual los niños son portadores (López, 2005, pp. 94-96).

La obsolescencia de la institución ha de juzgarse en relación con el sentido: de no revisarse, gangrenará el resto. Las formas de organización, las prácticas escolares y las representaciones de los agentes pueden, en mayor o menor medida, verse afectadas por la pérdida de misión institucional. Empleamos aquí el término misión a la manera en que una larga tradición en la literatura sobre las organizaciones lo entiende. Y es importante poner el acento en las organizaciones, porque es en ellas donde se concreta y desarrolla dicha misión. Como advertíamos anteriormente, la institución no existe en el vacío, cobra cuerpo a distintos niveles, en nuestro caso, fundamentalmente en las escuelas, en plural. La refundación del sentido ha de darse, pues, en esos varios niveles, ya se dijo, y debe impregnar las prácticas educativas, en connivencia con los formatos organizativos, allá donde se recrean, en los contextos, en los centros educativos. Aquello que la institución no ofrece, los agentes deben inventarlo: "Ante la ausencia de una respuesta institucional frente al nuevo escenario social, improvisan soluciones informales (...). En entramados institucionales débiles la actitud de los actores involucrados hace diferencia" (ibid., pp. 153-161).

Metáforas como las de "organización débilmente estructurada" u "holgadamente acopladas" (Weick, 1976 y 1979) o "anarquía organizada" (Cohen, March y Olson, 1972; Meyer y Rowan, 1978) proyectadas sobre las organizaciones escolares no tendrían, pues, un cariz peyorativo; apuntarían más bien a las virtualidades y los márgenes del cambio en los contextos escolares, lo que no tardaría en evidenciar, como ya se apuntó, el peso de los elementos culturales (Ball, 1989; Bates, 1987; Geertz, 1989; Smircich, 1985).

El olvido de lo institucional -y de lo organizativo especialmente- como vindicación del nivel de centro, ha pesado en la burocratización de las prácticas escolares y en la solidificación de las representaciones de los agentes, los profesores especialmente, algo a lo que no han sido ajenas las políticas diseñadas externamente para ser aplicadas y diseminadas en el conjunto de un sistema o región. Las tramas administrativas creadas para gestionar los sistemas educativos masivos, con ser necesarias en su momento, han tenido un efecto desvinculante para los agentes, generando dependencia de instancias externas y cauterizando la iniciativa y la peculiaridad de las respuestas. Como una profecía que crea su propia realidad, las políticas planificadas para la institución escolar han terminado por laminarla, despojarla de algunos de sus perfiles esenciales, perfilándola, vaya, de una determinada manera. Los intentos de reforma, a menudo ambiciosos, proyectan sobre los sistemas educativos un manto que quisiera cambiar sus dinámicas, limpiar sus formas de proceder, ajustar sus mecanismos, pero tan grueso que impide percibir los relieves. En algún momento se confundió el sistema (una forma de organizar y homogeneizar un conjunto de organizaciones y agentes, un aparato) con la institución. Se confundió la organización escolar con la administración, prestando más atención a la segunda que no a la primera, más costosa económicamente, y condición de posibilidad del cambio institucional:

    Con seguridad, un verdadero cambio no puede encararse si no se llevan a cabo acciones políticas que unifiquen las transformaciones en la organización escolar y la organización del trabajo institucional, y eso no surge sólo al cambiar un modelo de gestión por otro, sino cuando se modifica la matriz del pensamiento político que sustenta la propuesta del modelo de organización escolar (Farber, 2006, p. 169).

El llamado a descentralizar la gestión, devolver autonomía a los centros, fortalecer las instituciones, etc. -el "apoderamiento", con Bauman (2006)- es, en ese sentido, la constatación de una lógica que se reproduce: allá donde las políticas de gran formato resultan ineficaces, la restitución del sentido institucional cobra valor; el reconocimiento de la esclerosis de los sistemas apunta a la ponderación de los contextos y los agentes.

 

Un giro a lo local (o como el cambio deviene innovación)

    Lo local es el espacio de articulación de la diversidad y de búsqueda consensuada de soluciones específicas a problemas disímiles (Neirotti y Poggi, 2004, p. 39).

El discurso sobre el cambio en educación ha girado progresivamente -pero con especial intensidad mediada la década de los noventa- de las reformas y las políticas de gran formato a la innovación. El de innovación es otro término resbaladizo. En primer lugar por su exigencia, pues se diría que innova aquel que crea algo nuevo, distinto, en relación con lo que se venía haciendo y se conocía en un determinado campo. En ese nivel, el concepto resulta paralizante. Pero su uso, en realidad, desmiente esa exigencia. En segundo lugar, dice poco o nada, ya no de quién innova, sino del contenido, diseño y propósito de la innovación. Digámoslo ya, el término innovación es el epítome de una manera de entender las políticas educativas en un momento donde comienzan a juzgarse inoperantes las grandes reformas y resulta más rentable y menos comprometido abordarlas en pequeño formato. Más rentable porque cuestan menos y pueden servir igualmente a los propósitos de los reformadores; menos comprometidas porque "devuelven el compromiso" a los agentes en los contextos, en los centros: ellos serán, suele decirse, los protagonistas del cambio; cuando el lenguaje de la innovación cobre peso respecto de las macrorreformas, el cambio se torna remoto, localizado o particular, según los casos, y los centros ganan un protagonismo que otrora se les negara. Lo primero se hace evidente con sólo analizar programas de innovación -la propia expresión parece un contrasentido- diseñados externamente a los contextos donde se aplicarán, no necesariamente relacionados con los problemas, intereses y modos de entendimiento de los agentes.

Los términos que mejor explican esta reformulación de las políticas educativas son los de difusión y diseminación, más digeribles que el de implementación. Que un determinado cambio o innovación sea "diseminable" nada dice, por ejemplo, sobre el contenido, diseño o propósitos del mismo. De la temprana utilización en el campo de la terminología diseminación/difusión dan cuenta Barrow (1984, p. 221) y Marsh (1992, pp. 187-189). La diferencia entre ambos conceptos es sutil: mientras la diseminación alude a un proceso racionalmente planificado, la difusión se refiere a la impredecibilidad del mismo (Humble y Simons, 1978, p. 152) -para Bolívar (1999b, pp. 171-172) serían fases distintas, la primera una inicial de la segunda, que se concibe como "la interacción entre la cultura escolar vigente y las nuevas propuestas del proyecto innovador"-. Aunque con distintas implicaciones (MacDonald y Walker, 1976), ambos modelos ponen de relieve el papel a desempeñar por los expertos no sólo en el diseño, sino también en la implementación de los curricula. En cualquier caso, las estrategias de difusión y diseminación estaban alimentadas por la racionalidad técnica (Miles, 1998, p. 43), todas ellas versiones incipientes de la posterior generalización de expresiones hoy habituales en el campo, como "gestión del cambio" o "cambio planificado". La cuestión del compromiso es el aspecto ideológico de la propuesta, en tanto incorpora a los agentes al proceso de desarrollo de las innovaciones; su protagonismo pudiera no ser otra cosa que la asunción de un rol ejecutor, enajenándolos de las tareas de definición del problema y diseño de las soluciones. En breve, el término innovación ha venido a ocupar en el discurso del cambio el espacio que deja aquel otro de reforma, una manera de reducir el tamaño y los costes sin abandonar la tentación planificadora.

Lo dicho hasta ahora, ¿pone en cuestión la necesidad de volver la mirada a los contextos y las organizaciones?, ¿significa negar el protagonismo de los agentes en ellos? En absoluto, pero conviene no perder de vista la elaboración discursiva que suele acompañar a las políticas educativas, como resulta primordial prestar atención al modo en que el discurso deviene en dispositivos concretos. Si en apartados precedentes nos referíamos a los dispositivos de auditoría que introducían visibilidad en las instituciones, hay que añadir ahora que esos dispositivos ni son inocuos ni actúan aisladamente de otros. De hecho podría hablarse de un conjunto de dispositivos y tecnologías que actúan en connivencia, generando una trama de visibilidad y formatos prácticos con capacidad para conformar los modos de actuación de los agentes en las organizaciones (Aguilar, 2006). En torno al término innovación se han dispuesto lógicas y tecnologías del cambio sustentadas en supuestos de diversa procedencia, pero que tienen en común la voluntad de transformar las organizaciones desde dentro. Por más que tales lógicas se pretendían fundamentadas en la investigación científica, Fullan (1986) se sorprendía de la brevedad y de la carencia de una tradición seria en este ámbito. En términos más amplios, según el autor, puede hablarse de tres fases en la concepción del cambio: la primera, a finales de los años setenta, se caracterizó por aprender qué no hacer; la segunda se centraría en encontrar descripciones del éxito, inaugurando una veta en la literatura del campo, apreciable por ejemplo en las investigaciones empíricas sobre las "escuelas eficaces", de impronta empresarial (Le Moüel, 1992), y las más objetivistas del cambio escolar -una lógica que prefiguraba el más reciente benchmarking-; y una tercera, en las postrimerías de los años ochenta, orientada a enfrentar "el problema más difícil de todos" (Fullan, op. cit.): cómo gestionar, manejar o conducir el cambio. Entre el movimiento de la efectividad, el de mejora de la escuela y la anteriormente citada reestructuración hay sinergias (Reynolds et al., 1997) que apuntan al encaje (y optimización) de los modelos de innovación en determinadas condiciones estructurales.

Visibles externamente, por mor de los dispositivos de evaluación y auditoría, y reestructurables desde el interior, con base en modelos de mejora y "buena gestión", las organizaciones educativas asisten a una recuperación de lo local que con frecuencia traslada el foco pero no los recursos, que les devuelve responsabilidad pero no necesariamente capacidad de decisión -al vestir la colaboración de colegialidad artificial inducida por la Administración (Hargreaves, 1996; Smyth, 1999)-, que las apresta a un cambio cuya dirección y sentido se determina en otra parte -y si variables éstos, los dispositivos y sus efectos permanecen (Hatcher, 1994)-. El desplazamiento del foco a los contextos, entonces, no presupone que el sentido del cambio se determine en ellos, establecidos los mecanismos para, como diría Rose (1997), presentar como elecciones de los profesores lo que son opciones predeterminadas.

Recuperemos ahora una cláusula que establecimos al principio: los problemas adquieren perfiles específicos en los contextos, en las organizaciones y para grupos de agentes. Esos perfiles contienen, con todo, rasgos de tendencias o problemáticas más generales, como, por ejemplo, los cambios en las agencias de socialización u otros de rango "macro". Pero unos u otros, los aspectos "micro" y los "macro", y aun aquellos que median, en distintos niveles, entre ambos, interaccionan de forma compleja, hasta concretarse de manera peculiar para contextos específicos. Una política de innovación, sin embargo, parte de algún tipo de consenso sobre esos perfiles; no puede contemplar toda esa "especificidad diversa", lo que hace igualmente a las representaciones de los agentes y sus prácticas. Claro que éstas, como los problemas, contienen elementos comunes -aquellos relacionados, por ejemplo, con las tradiciones o culturas docentes de los profesores en un determinado sistema-, pero las relaciones entre los marcos de entendimiento de la práctica, las tradiciones de trabajo, la cultura de un centro, las problemáticas del entorno, las características de la población, los recursos disponibles, la formación o el asesoramiento recibidos, etc., componen una matriz difícil de predecir. De ahí que pueda afirmarse que las evaluaciones del desempeño de las escuelas y la producción de juicios al respecto remite a la necesidad de "contextualizar la fijación de objetivos" (Myers y Goldstein, 2003), o a las teorías sobre el "valor añadido" (Marchesi y Martín, 1998) que ponderan la distancia entre las posibilidades (desiguales) de los centros -en orden a su población, recursos, etc.- y sus resultados.

Ante la constatación de la ineficacia de las políticas de gran formato y las dudas que genera la diseminación de programas de innovación diseñados externamente, pero también la necesidad de garantizar unas condiciones comunes y unos aprendizajes culturales mínimos a todos -otra cosa es cómo se alcancen, y esto hace tanto a la distribución de los recursos como al trabajo de los profesores en los centros (aquí sí, responsables)-, se antoja necesario un nuevo rumbo en las políticas educativas, de sentido y de formato, que permita conciliar una cosa con la otra: la equidad a la hora de abordar los problemas -esto es, la desigual ponderación de recursos según los contextos y sus necesidades-, con la diversidad y especificidad de las respuestas en las organizaciones. Esto es, se trataría de escapar al sesgo uniformador de los sistemas masivos de enseñanza, en unos casos para discriminar positivamente situaciones de desigualdad, en otros para superar la inoperancia de las respuestas estereotipadas; en cualquiera de ellos, para "desarrollar estrategias adecuadas para lograr resultados positivos en cada uno de estos múltiples escenarios (...) diversas aproximaciones pedagógicas para el logro de resultados equivalentes" (López, 2005, p. 60). Así pues, el fortalecimiento del sistema llegaría antes poniendo en valor lo institucional que no lo administrativo, dando énfasis al sentido tanto del proyecto educativo en una determinada sociedad como de sus particulares recreaciones en las organizaciones:

    Así, no hay sistema educativo, o propuesta pedagógica, e incluso escuela, que pueda ser analizada y valorizada en sí misma, sino en función de las características del escenario social en que se inscriben, y de su capacidad de garantizar una buena educación en ese contexto. Del mismo modo, desde el punto de vista educativo no hay situación social que sea problemática en sí misma, sino en función de las capacidades del sistema educativo para hacer frente a sus especificidades y poder desarrollar una estrategia pedagógica acorde a las mismas (ibid., p. 63).

 

Los límites de lo local (o cómo las innovaciones pueden generar cambio)

Cómo navegar entre lo local y lo global, lo específico y lo común, los aspectos particulares de los problemas y sus rasgos más generales, esa es la cuestión, en lo que hace al análisis, pero también a las respuestas, a las políticas por tanto. ¿Puede apostarse por una política que mezcle planificación con apertura, más allá de la retórica que suele acompañarlas? Los problemas tienen rasgos comunes, relacionados con tendencias y procesos sociales más amplios, ya se habló de ellos, pero se presentan de manera peculiar en contextos, con poblaciones y situaciones específicos; las respuestas han de enmarcarse de un proyecto común articulador, como requieren dotaciones que atiendan a necesidades desiguales. Lo institucional, entonces, debe redefinirse en el nivel macro, para el conjunto de organizaciones de un sistema, marco de actuación de éstas, en las que ha de recrearse para atender a aquello que las hace peculiares. Si lo primero necesariamente ha de sujetarlas, lo segundo las caracteriza. Partimos del supuesto que los sistemas masivos de enseñanza resultan, aunque necesarios, toscos, y dan en producir respuestas estereotipadas, pero también que la acción aislada de un conjunto disperso de organizaciones puede no satisfacer un proyecto institucional, social y cultural más amplio, legítimo y aun necesario en las sociedades democráticas. Entre la uniformidad del proyecto, que bajo el pretexto de ofrecer lo mismo a todos, garantiza más a unos que a otros -porque establecer una norma es propiciar las diferencias-, y la fragmentación de proyectos que, haciendo bandera de la peculiaridad, puede hurtar a los sujetos el acceso a una cultura común compartida y democráticamente determinada, un nuevo enfoque de las políticas educativas apunta a la articulación de lo común y lo diverso, y no precisamente por desagregación, donde en el nivel local se desarrolla o concreta lo establecido en niveles superiores -como tampoco puede esperarse, a la inversa, que la acción inconexa de un sinnúmero de organizaciones produzca por agregación sentido institucional.

Una de las cuestiones por resolver es qué hacer con el aparato que creció para articular un sistema de organizaciones, y que ha tenido en parte efectos tan nocivos; la articulación de agencias, dispositivos y procedimientos de gestión de los sistemas educativos ha respondido por lo general a una racionalidad tecnoburocrática que con el tiempo ha devenido tecnomercantilista (Beltrán, 2005), cuando el contexto viró hacia relaciones de mercado en detrimento del (o para engullir al) Estado. En un contexto muy distinto al que vio nacer los sistemas masivos de enseñanza, donde las formas de producción cultural y de circulación del conocimiento han mutado y la lógica que gobierna las relaciones económicas, sociales y políticas se está transformando de forma intensiva; cuando parece que las formas de regulación a cargo del Estado, con ser necesarias, devienen improductivas en muchos casos, y limitado su alcance; en contextos de heterogeneidad extrema, y huérfanos de un proyecto cultural y político nítido -con los universales en retirada-; es urgente hallar nuevas formas de organización de los sistemas de enseñanza, que si bien continúan siendo masivos por la población que atienden, no pueden seguir siéndolo en las respuestas que ofrecen:

    Al culto de la organización fuerte y sencilla ha sucedido el elogio de la organización débil, flexible, compleja. Esa concepción es a un tiempo más rica que el modernismo funcionalista al que sustituye, y más modesta, puesto que acepta renunciar al principio central de la sociología clásica, la correspondencia de las reglas institucionales y las conductas (Touraine, 1993, p. 233).

La construcción de ciudadanía -que ha de ser el elemento vinculante de los sistemas educativos, en un momento en que las transformaciones sociales están alumbrando nuevas formas de producción de subjetividades (Beltrán, 2003; Terrén, 1999)-, no puede resolverse, en términos pedagógicos, desde la uniformidad, que al cabo termina siendo el más eficaz mecanismo de diferenciación, como no puede articularse desde la fragmentación. Entre lo común y lo diverso, hemos de hallar el modo de proporcionar al común de la población un proyecto cultural, de ciudadanía que, en sus formatos, prácticas y soluciones no tiene por qué ser uniforme, homogéneo. Y ello implica el rescate de los procesos de (re)creación de sentido en los contextos institucionales. La organización no es un ente natural; contiene espacios para su propia (re)construcción, y hemos de atender a los agentes que participan en la misma, creadores entonces y posibles transformadores de aquélla. La lectura institucional hace a dos niveles, sólo distinguibles en el ámbito del análisis, pues son uno el reverso del otro: el de los procesos institucionalizadores -lo ya instituido y sus efectos- y el de los márgenes para su propia transformación -lo por instituir-. El ciclo, en fin, de la reflexividad en la producción del orden institucional, que hace de la organización un -permítaseme el barbarismo en la traducción- organizando (organizado y organizante).

Y ese es justamente el ámbito donde la innovación cobra significado, en la revisión de los formatos organizativos y de las prácticas docentes -y las representaciones que las sustentan-, de los modos, en parte comunes por formar parte de tradiciones o elementos culturalmente reproducidos, en parte diversos por localmente institucionalizados, de resolver el proyecto social y cultural que compone el programa de la institución. El de innovación es, ya se dijo, un concepto exigente. Cuando ha sido objeto de políticas diseñadas para el conjunto de un sistema, de programas susceptibles de implementación o diseminación, no parece haber producido cambios consistentes, ora en los formatos organizativos, ora en las prácticas de los docentes:

    El discurso organizativo referido a lo escolar ha reflejado, al menos parcialmente, las transformaciones teóricas del campo por efecto de su crisis. Sin embargo, las prácticas organizativas no han sufrido, aparentemente, demasiadas modificaciones. Una mirada a los centros escolares nos mostraría organizaciones muy semejantes a las de hace cuarenta años; de igual modo se parecen las tareas docentes (Sanmartín y Beltrán, 2002b, p. 45).

No es de esperar que innovaciones locales generen, en sentido contrario -de abajo a arriba- cambios sustanciales en los sistemas educativos, a menos que atribuyamos a tales innovaciones iguales propósitos que alentaron las lógicas arriba-abajo, en cuyo caso sólo habríamos dado la vuelta al reloj de arena, y podríamos seguir haciéndolo indefinidamente con idéntico resultado. Se trataría, entonces, de depositar en las organizaciones, en los centros, la facultad para adaptar sus proyectos institucionales - en el marco del proyecto institucional más amplio- a las necesidades, características y peculiaridades de sus poblaciones, para definir y atacar los problemas en parte específicos que se les presentan, y armar respuestas, en lo organizativo y lo pedagógico, propias. También aquí pesan los aspecto culturales, pues, como señalan Neirotti y Poggi (2004, p. 208), "Las escuelas o los docentes que pueden promover prácticas innovadoras son aquellos que han construido ciertas condiciones que permiten instalar una cultura sensible a los cambios (...) y que han adquirido los saberes y las capacidades para sostenerlos".

Otra cosa es que dicha cultura deba ser entendida como otro aspecto más de las políticas de innovación, algo por "diseminar" también, y que puede devenir en colegialidad artificial (Hargreaves, 1996). Al cabo, "toda tradición debe necesariamente recrearse en el nuevo contexto educativo para ser considerada efectivamente una innovación" (Neirotti y Poggi, op. cit., p. 174), para devenir en "configuración novedosa de recurso, prácticas y representaciones en las propuestas educativas de un sistema, subsistema y/o institución educativa, orientados a producir mejoras" (ibid., p. 175). Es la distancia entre la mera implementación y la institucionalización de la innovación, la fase ulterior de un proceso que lleva desde una turbulencia del contexto externo y el diseño de una propuesta hasta su reconstrucción por el centro; una de las razones por las que las reformas mejor intencionadas habrían fracasado sería haber ignorado el contexto de recepción de los conocimientos, las diversas condiciones organizativas y laborales, creencias y actitudes, o la cultura profesional de los docentes (Bolívar, 1999a y 1999b).

Lo que habría que cambiar, vaya, son las lógicas de actuación en el sistema, la atribución de responsabilidades, con la condición de que, a) hay que respetar un proyecto cultural y de construcción de ciudadanía compartido, y b) encontrar la manera de resolverlo en las prácticas de la manera que mejor responda a las situaciones que en cada contexto y para cada centro se presenten. Lo primero es una exigencia en una sociedad democrática; lo segundo, la aceptación del complejo escenario al que se enfrentan las políticas educativas, que exige una revisión de los enfoques. Hacer de la organización de los centros "un lugar para la educación" pasa, para San Martín y Beltrán (2002a, pp. 60 y ss.), por la apuesta por la autonomía de los centros, la elaboración de un proyecto educativo propio, la participación democrática y el consenso sobre los aprendizajes comunes -como afirma Fernández Enguita (2008a, p. 36), los proyectos de centro, "para el público y con el público"- y un sistema de orden menos disciplinar.

Las situaciones y las problemáticas que han de abordar los centros se presentan, ya lo apuntamos, con perfiles generales y otros específicos, o unos en los otros, de manera que las respuestas en unos contextos pueden contener elementos de interés para otros, si no para transferirlas, sí al menos para engrasar los mecanismos del cambio. En este sentido, la comunicación de experiencias y el establecimiento de redes de organizaciones puede aportar pistas y esquemas de actuación a centros que enfrentan problemas que otros abordaron antes, no idénticos pero sí con aspectos similares. Se trataría de propiciar tramas de innovación en el seno de las cuales se construyera e intercambiara conocimiento sobre los formatos organizativos y las prácticas en los centros, sobre cómo operar cambios en unos y otras para dar cauce a los problemas que los ponen en cuestión. Es, al cabo, otra forma de entender el sistema, donde redes de centros constituyen nódulos y las estrategias tienen un carácter más horizontal. Esto no excluye, más bien exige, el apoyo y la promoción institucionales, pero preservando la capacidad de los agentes en los contextos para definir, desde sus propósitos (en parte comunes, en parte específicos), el sentido, el contenido y las estrategias del cambio.

 

El caso español

El caso de las políticas educativas en España es un buen ejemplo de las tendencias que venimos señalando. De un lado, la persistencia de las políticas macro, bajo el signo de las reformas -con instrumentos legislativos casi siempre, aunque no en todos los casos normativos en la práctica-, fundamentalmente de corte curricular, ungidas por ese optimismo que antes apuntáramos, y que consiste en pensar que las prácticas cambiarán porque cambie el documento curricular; del otro, la escasa atención a los aspectos organizativos -otra cosa es los administrativos, pero tiempo ha que la teoría organizativa mostró la distancia entre unos y otros: los centros se contemplan ahora como entidades fundamentalmente sociales, en las que los elementos materiales, personales y funcionales "quedan sujetos a una trama de relaciones y procesos dinámicos, complejos, ocultos, que dan significado a la vida organizativa" (Coronel Llamas, 1998, p. 29)- y los culturales y aun emocionales del cambio (Fullan, 2003; Hargreaves, 1996). En un sistema donde se instalara la dependencia de los profesores de la Administración, presidido por la lógica tecnoburocrática (Beltrán, 1991), las sucesivas reformas se apoyaron en cambios en la normativa y en el documento curricular -versión idealista del cambio (Beltrán, 2005)- acompañados de ajustes en la oferta de formación del profesorado -en una concepción "carencial" del perfeccionamiento que servía a los intereses coyunturales de la Administración de turno (Gimeno, 1997)-. Tales cambios afectaban básicamente a la estructura de etapas, ciclos y niveles, y los requisitos de tránsito por ellos, y a los contenidos comunes del currículum.

Y en eso consistía la reforma a la que daba cuerpo la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo, una reestructuración del sistema, por la ampliación de la escolaridad obligatoria dos años, que instauraba una nueva etapa, la educación secundaria obligatoria (ESO en adelante), de cuatro cursos de duración, distinta de la educación primaria y previa a la secundaria postobligatoria, con una concepción pedagógica distinta -que inevitablemente se proyectaba también sobre la primaria- apreciable en el documento curricular y en los materiales que sirvieron para ejemplificar el que se suponía nuevo modo de trabajar los contenidos. Si cambió la ordenación de las etapas y se esperaba propiciar otras prácticas, no se pensó, empero, que ello demandaba cambios en la organización y en la formación de los profesores -desde otra óptica distinta a la carencial- que crearan las condiciones de emergencia de aquéllas. El nuevo sistema apuntaba, en particular, a un tratamiento distinto de la diversidad y a una flexibilización de los procesos de graduación y las promociones dentro de los ciclos, la apuesta por otros materiales -si bien nunca se cuestionó el papel hegemónico de los libros de texto- que tocaban con la lógica predominante de los sistemas masivos de enseñanza - su tenor "industrial", se diría-. Era, por tanto, un cambio de alcance que resultó mal diseñado, por desatender aquellas y otras cuestiones.

Así, por ejemplo, no se previó un centro específico para la nueva etapa, de modo que la ESO quedó enclavada en los antiguos centros de Bachillerato, algunos de ellos de un tamaño desmesurado y con un profesorado formado y socializado en una racionalidad academicista; en algunos casos, la etapa simplemente se fragmentó, acabando cada uno de los dos ciclos en centros de Primaria y Secundaria, respectivamente, laminando seriamente la continuidad y el sentido de etapa. En muchos casos, el profesorado que asumió cada uno de ellos procedía de sendas culturas docentes: la de los antiguos profesores de la Educación General Básica y los ya aludidos del Bachillerato, y aún una tercera, que concurría en los institutos de Secundaria, la de los profesores de formación profesional que éstos acogían. La etapa quedaba así fragmentada en lo pedagógico, en centros y con tradiciones de trabajo distintas. En un sistema, como se ha señalado, donde la dependencia del profesorado de la Administración para la innovación o la introducción de cambios en las prácticas tiene largo aliento -así interesó a sucesivas Administraciones, poco confiadas en los profesores: nada lo atestigua mejor que la predominancia del libro de texto-, la reordenación de la etapa y la prescripción de un nuevo currículum no bastaban para cambiar los modos de trabajo de los profesores en los centros. Al profesorado se le ha conferido en nuestro sistema tradicionalmente un papel de mero aplicador de las directrices de la Administración, sea en lo organizativo como en lo pedagógico, y la reforma de 1990, que pretendiera al menos en su fase experimental cambiar tal dinámica, no sólo no la alteró, sino que vino a reproducirla.

No se pensó, en fin, en un profesorado y en unos centros de ESO, en aprovechar las tradiciones de trabajo del profesorado de primaria, más cercanas y seguramente propicias a la nueva propuesta. El profesorado de Secundaria, procedente de una tradición, insistimos, academicista, no estaba preparado para trabajar desde los principios de la comprehensividad, que pronto se diluirían en favor de fórmulas de urgencia para abordar el que al cabo resultaría el problema mayor, y que hace a uno de los aspectos destacados en este trabajo: el cambio en las características de la población de estudiantes. Unos estudiantes distintos no porque, como desde determinadas instancias mediáticas se predicara, el nuevo sistema los hiciera así -los "niños de la ESO" llegó a llamárseles-, sino porque provenían de un contexto social y cultural radicalmente distinto al del sistema anterior, como ya apuntáramos, socializado en otros códigos de aprendizaje, distintos a los que todavía procura la escuela, otras formas de comprender el mundo, y de estar y relacionarse en él. Un alumnado al que se le seguía ofreciendo lo mismo. De hecho, la LOGSE (Ley de Ordenación General del Sistema Educativo) constituía en el papel una apertura en la manera de entender el modo de trabajar con los estudiantes, pero, al materializarse la propuesta, no se dieron las condiciones que podían hacer efectiva la misma. El olvido, reiteramos, de los aspectos organizativos, de orden estructural pero también culturales, que podrían haber favorecido la apropiación de la propuesta por los profesores, en concreto, una autonomía real que se diera virtualmente, pero desprovista de los factores que podrían haberle dado cobertura: una autonomía socavada por la burocratización, ora de lo organizativo, ora de lo pedagógico, donde los proyectos educativos y curriculares acabaron siendo la mera concreción o desarrollo del documento curricular, instrumentos descontextualizados, tanto del más amplio contexto social, que explicaba las características del alumnado, como del más inmediato a los centros, que las matizaba.

Ausentes las condiciones y la tradición para construir proyectos educativos en los centros, como los mecanismos y las agencias para facilitar la comunicación de experiencias entre ellos, hipertrofiados los aspectos burocráticos de la gestión de las organizaciones y del currículum, los márgenes reales de autonomía de que disponían los centros se vieron limitados; tampoco ayudó la voluntad, apuntalada por la tradición academicista y las culturas de trabajo que la sustentan -el individualismo, pero también el aislamiento (Hargreaves, 1996)-, de gran parte del profesorado de secundaria, poco proclive a revisar sus marcos de entendimiento en relación con los cambios en las características del alumnado y las alteraciones que podían demandar a sus modos de enfrentar las prácticas -en lo que tampoco ayudara la política de perfeccionamiento-. Así pues, se disponía de márgenes que los profesores no siempre exploraron y que la Administración no parecía especialmente interesada en instigar, preocupada antes por la implementación de la reforma en sus aspectos estructurales que por propiciar un cambio de dinámica en el sistema. En tales coordenadas, el diseño de proyectos educativos coherentes (Beltrán y San Martín, 2000), que prestaran sentido a la propuesta educativa de los centros, fijaran planes de actuación y dieran cobertura a la autonomía de los centros, resultaba ciertamente improbable.

Un elemento especialmente destacable, por tanto refería a un aspecto en principio sustancial de la reforma, fue el de la gestión de la diversidad, las prácticas de diversificación y, en general, la interpretación que desde los centros se hizo del principio de la comprehensividad. Un estudio más detallado, para el caso de la ciudad de Valencia, puede encontrarse en La gestión escolar de los cambios del currículum en la enseñanza secundaria (Beltrán, 2006). En este ámbito se demostró que equipos de profesores en determinados centros eran capaces de gestionar las fórmulas de atención a la diversidad de formas peculiares, en condiciones no siempre favorables y con los handicap de formación que venimos señalando; en particular, se reveló que los profesores se mostraban dispuestos a abordar tales prácticas, exigidos por las necesidades de cierto alumnado, cuando se daban las condiciones, o en ausencia de las restricciones, para introducir alteraciones organizativas y curriculares, si no desmesuradas, sí al menos relevantes. Allí donde los profesores percibieron que con determinados alumnos, para los que se habían previsto formas estereotipadas de actuación desde la Administración -que en algunos centros, insistimos, fueron objeto de recreación-, era necesario ensayar otros modos de abordar los objetivos, los contenidos y, al cabo, la metodología del aula -así como las formas de agrupamiento-, se obtuvieron buenos resultados. Con todo, un logro mayor del proceso fue la constatación de que dinámicas distintas, en las que los equipos de profesores tenían mayor protagonismo en el diseño -esto es, allí donde hubo apropiación por parte de éstos de la propuesta de la Administración-, eran factibles, y que, dentro de ciertos márgenes, los profesores en los centros podían interpretar en las prácticas las fórmulas curriculares prescritas. Está por ver, porque las tradiciones docentes enquistadas y la dependencia de la Administración son difíciles de revertir, que esa constatación opere una apertura en la forma de trabajar en los centros y, como el caso de la atención a la diversidad, se proyecte sobre otras prácticas y aspectos del currículum.

La experiencia demostró que las reformas de gran formato, que generaran estrategias de implementación en el nivel local, limitan adaptaciones creativas en los centros, suspendida la creencia en tal posibilidad, y el hábito de gestionarlas desde la autonomía organizativa y pedagógica, institucional al cabo. El giro hacia lo local de las políticas, prédica recurrente en la literatura del cambio, sólo puede ser efectiva si se disponen las condiciones estructurales que propicien un cambio en las formas culturalmente cristalizadas de abordar las prácticas. El gran formato hace a las condiciones, los recursos y las compensaciones que en este ámbito fueran necesarias, a la promoción de redes intercentros y de agencias que faciliten el asesoramiento a los centros y la comunicación de experiencias. Pero es desde la dimensión institucional que pueden generarse respuestas a situaciones organizativas y pedagógicas con perfiles concretos, bien que con rasgos compartidos. Una autonomía, entonces, que las instancias en los niveles superiores han de ceder, y que en el nivel local, en los centros, los profesores y otros agentes de la práctica han de tomar y explorar, con el apoyo de las primeras.

 

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