Adentrarse en el ámbito administrativo implica, necesariamente, contextualizar la administración como una actividad profesional y, por lo mismo, como una disciplina que puede enseñarse, aprenderse y ejercerse en la sociedad. En este contexto, es común, dentro de los planes curriculares de formación de los programas de administración, considerar que la acción de administrar es una práctica social basada, sobre todo, en un sentido común que lleva al individuo a intervenir la realidad que lo circunda, distribuyendo y priorizando los recursos con que cuenta en su deseo y necesidad por adaptarse al entorno. Así, se puede administrar el tiempo, los activos o bienes personales, la relación marital o familiar o, incluso, la vida afectiva e íntima del individuo. Se agrega, además, la innecesaria obligación de estudiar formalmente la administración para poder administrar. Sea por su carácter netamente práctico, por no contar con bases teóricas sólidas (Muñoz, 2011) o porque la experiencia en el hacer termina por subsanar la ausencia de conocimiento teórico, la administración ha sido catalogada como una profesión inmersa dentro de la ciencias sociales, carente de cuerpo epistemológico y metodológico riguroso, reduciendo así sus contribuciones a un conjunto de recetas, fórmulas de éxito, modelos de gestión importados y no apropiados a nuestra realidad local y, asimismo, a un reconocimiento pobre y limitado dentro de las ciencias sociales y humanas.
El proceso de constitución de la administración como una disciplina capaz de brindar conocimientos aplicables y competentes para transformar las organizaciones, y con ello a la sociedad, no ha sido fácil. A lo ya mencionado, se le puede agregar la ausencia de investigaciones rigurosas (Malaver & López, 2016); la falta de difusión de estas; el enfoque casi exclusivo en la eficiencia y la productividad, que direcciona su preocupación hacia la gran empresa y reduce su accionar a la gran organización; y la misma historia de su configuración como disciplina. Todo esto despierta una serie de interrogantes en cuanto a su capacidad de otorgar conocimientos fungibles y reales para la formación de estudiantes universitarios, ya que más pareciera estar enfocada en los niveles técnicos y tecnológicos.
En efecto, el consenso general considera que el cuerpo teórico de la administración se ha conformado gracias a la integración de diferentes escuelas o enfoques de pensamiento, los cuales se anclan en la evolución cronológica de sus antecedentes, y por la contribución de unos pensadores insignes a quienes se les llama equívocamente teóricos de la administración. Así, en la llamada teoría clásica de la administración, se suelen incluir los pensamientos y aportes de Taylor y Fayol, y en la llamada teoría moderna o contemporánea se considera que está conformada por escuelas, más que por autores propiamente, que abarcan una gran cantidad de aportes desde ciencias sociales como la psicología, la sociología y la antropología, entre otras. Algunos ejemplos de esto son los siguientes1: administración científica (Taylor, 1997); la escuela de relaciones humanas (Mayo, 1972; Roethlisberger & Dickson, 1976); teoría de la burocracia (Weber, 1949; Blau, 1956; Crozier, 1974); escuela del comportamiento (Cyert & March, 1964; Simon, 1984) y el movimiento de la contingencia (Burns & Stalker, 1961; Woodward, 1965; Lawrence & Lorch, 1973; Pugh, 1983).
En sus inicios, la gran preocupación de la administración se sintetiza en la inquietud por mejorar la productividad del trabajo obrero en la fábrica; es decir, para Taylor, hay una razón que instrumentaliza el accionar humano y que está al servicio del interés económico (Saavedra-Mayorga, 2010). Así, el carácter científico de la administración, desde el punto de vista taylorista, consiste en dejar de lado el sentido común y utilizar un "método científico" que permita una adecuada y eficiente intervención. No es menester en esta ocasión hacer todo el recorrido teórico e histórico del proceder de la administración como disciplina, que ha tenido -y sigue teniendo- problemas para posicionarse como un campo válido que otorga conocimientos novedosos que impacten en el bienestar de los ciudadanos -y que va más allá de la mítica diada de eficiencia y productividad-. Esta vez la inquietud tiene un matiz, responder a la siguiente interrogante: ¿qué le permite a la administración, como campo de saber, ser considerada como una disciplina capaz de ser enseñable y aplicable a una realidad concreta?
Muchas respuestas se podrían proponer. Buscaremos encarar la interrogante desde la propuesta que hace el profesor Juan Carlos Jurado Jurado, en el texto Historia de la administración. Escribir sus prácticas (2017), publicado por el Fondo Editorial del Instituto Tecnológico Metropolitano (ITM). En el libro, el autor analiza el papel de los escritos de los empresarios y directivos durante la Revolución Industrial, acerca de sus prácticas de organización del trabajo en las industrias, en la conformación de la administración como un saber. Es decir, el texto tiene un carácter histórico y hace un recorrido por las prácticas discursivas de la administración que terminan siendo objetivadas gracias a la escritura. Así, no solo se pone énfasis en un aspecto novedoso: la escritura de estas prácticas como expresión discursiva de una experiencia que se constituye en un conocimiento susceptible de ser aprendido, sino que encaja de manera precisa en el proceso de maduración de la disciplina administrativa en cuanto al surgimiento y reconocimiento de sus precursores o pensadores. Discutiremos, entonces, algunos aspectos del libro en mención que buscan resolver la interrogante planteada, así como los asuntos propuestos al inicio de este texto.
Es comprensible cierta zozobra en la consideración del carácter científico de la administración. Su multiplicidad discursiva y su pretensión universalista, en donde pareciera que se tienen las soluciones exitosas y eficientes para todos los problemas presentes en el mundo organizacional, termina por configurar más "un terreno cubierto de maleza, que un jardín bien cuidado" (Pfeffer, 1982, p. 13). Es en este contexto que la obra del profesor Jurado otorga un sustento histórico y, con ello, teórico a la administración, al contextualizarla como una actividad profesional y una disciplina capaz de ser enseñada en espacios académicos permitiendo la reflexión sobre su alcance e impacto en la sociedad.
Los pensadores o precursores de la disciplina administrativa lograron poner por escrito sus experiencias de gestión en el marco de la Revolución Industrial. Tal ejercicio implica un esfuerzo por sistematizar, ordenar y, a fin de cuentas, racionalizar los conocimientos empíricos que se venían desarrollando en la complejidad del momento. Así lo expresa el mismo autor:
La transformación de estas prácticas (a secas) en prácticas productoras de su propio saber teórico (prácticas discursivas), implicó un proceso que fue posible gracias al esfuerzo por expresarlas con el rigor, la exactitud y la coherencia características del texto escrito, durante el siglo XIX, cuando los saberes expertos pretendieron ser ciencias que superaban las imprecisiones de los saberes empíricos, fundamentalmente orales. (Jurado, 2017, p. 12)
Así, la escritura y su exigencia cognitiva (pensamiento lógico, conocimientos previos, coherencia al presentarlos y conectarlos, etc.) logró una comunicación del saber empírico mucho más sistematizada. En ese sentido, la escritura es una actividad intelectual en donde escasamente intervienen la inspiración o el espontaneísmo (Marín, 2004). Y es que escribir, indudablemente, requiere, por no decir exige, una habilidad para elaborar los contenidos y organizarlos, es decir, articular el qué con el cómo, constituyéndose en un proceso intelectual que contribuye a activar y reorganizar conocimientos previos y moviliza operaciones cognitivas de comprensión, síntesis y reflexión que propician nuevos aprendizajes, en cuanto permite una mayor profundidad en los ya existentes.
Este aspecto es relevante toda vez que pone sobre la palestra una serie de empresarios y directivos que contribuyeron a la consolidación de la disciplina administrativa, pero que son estudiados marginalmente dada la casi exclusividad de los aportes de Taylor y Fayol como los precursores de la llamada administración científica. Este es otro de los aportes del texto reseñado: resaltar y reavivar en el mundo académico la importancia de otros empresarios que con sus ideas y reflexiones aportan a la configuración del corpus de conocimiento que posteriormente se convertiría en la disciplina administrativa porque, como en todo campo de saber, hay un proceso, un continuum que se gesta en la historia y posibilita la maduración de ideas y propuestas; no se trata de generación espontánea. Esto, a su vez, se logra justamente por la escritura, ya que, sin ella, dicha historia sería olvidada. Así, el libro indirectamente está rescatando la trayectoria y el proceso de construcción de conocimiento de la disciplina administrativa, al mostrar cómo se constituyó un cuerpo teórico a partir de la experiencia empírica de dichos empresarios. Hay un voto y una apuesta por rescatar la historia para comprender el presente y por reconocer los actores y procesos que se dieron en el ínterin.
Esto pone en cuestión la forma como se viene enseñando la administración, abocada no solo a replicar modelos y enseñar las "fórmulas" eficientes de gestión, sino también a reducir el acervo de conocimientos a unos pocos autores que, sin negar su importancia, desdice el proceso de conformación de un cuerpo de conocimientos al que aludimos antes. Esto es relevante en el contexto actual de Latinoamérica, en general, y de Colombia, en particular, toda vez que la gran proliferación de doctorados en administración requiere necesariamente conocer a profundidad el proceso de constitución de las ideas y posturas epistemológicas iniciales del campo, para que los proyectos de investigación aporten propuestas novedosas, situadas y teniendo como contexto las problemáticas de la región. Esto es posible si se conoce la historia y a los actores/ personajes que la escribieron.
Otro aporte del trabajo del profesor Jurado es la posición epistemológica del campo. La epistemología puede considerarse como la relación que tiene el sujeto cognoscente con el objeto que se desea conocer. En un sentido estricto, forma parte de la filosofía y aborda el estudio del conocimiento científico básicamente en cuatro aspectos: i) qué es el conocimiento, ii) sus límites, iii) su objeto y iv) las capacidades que tiene el individuo para aprehenderlo. En el caso del ámbito administrativo, se ha llegado a plantear que "la administración enfrenta un problema de carácter epistemológico debido a los intentos taxonómicos en el campo de las ciencias, que no le han permitido una cierta consistencia interna y una identidad en el conocimiento" (Marín-Idárraga, 2012, p. 40). En ese tenor, el problema que se observa en la administración, al igual que en las ciencias sociales, es tratar de encasillarla dentro del paradigma de las ciencias naturales. Así, la discusión se centra en el carácter científico de la administración. Si bien este asunto pareciera estar resuelto o ser una discusión relativamente efímera, vale la pena poner atención al respecto.
Taylor pretendía sustituir lo empírico por lo científico. Buscaba revertir el cálculo basado en el sentido común por un método sistemático ya que, desde su visión, todo trabajo podía ser evaluado científicamente para determinar la mejor manera de hacer las cosas. Así, hay una clara intención de utilizar las ciencias para establecer leyes universales para cada tipo de trabajo y, para cada uno de estos, definir una ciencia. El alcance de tal pretensión sobrepasa el impacto de la fábrica, para adentrarse en otros aspectos de la sociedad y de la ciencia. Así, lo científico y la aproximación epistémica, que revela una racionalidad objetiva para comprender intelectivamente un fin y determinarlo por medio del uso de unas leyes universales que expliquen los fenómenos que acontecen en el mundo organizacional, se caracterizan por un análisis causal de acción-resultado en donde hay una separación entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido (Weizsácher, 1991). Esto se ve reflejado en la práctica ejercida por Taylor, en donde se atisba una pretensión de universalidad, una previsibilidad en la toma de decisiones, un enfoque por la medición, exactitud, matematización, observación, experimentación, certidumbre, replicación de resultados y por el uso de ciertos instrumentos científicos como el cronómetro (Coriat, 1985). En ese sentido, y si bien se está lejos de considerarla portadora de dicho carácter, el rótulo de "científica" para la administración liderada por Taylor es parcial pero no es falso, ya que se buscaba eliminar los movimientos innecesarios y proponer otros más útiles y eficientes; reformular el trabajo estableciendo en qué forma, en qué cantidad y en qué tiempos se debía realizar; y modificar los instrumentos de trabajo para que fueran más útiles.
Es así como la discusión sobre la posición epistémica de la administración cobra relevancia al analizar el libro del profesor Jurado, toda vez que permite, desde los mismos orígenes, dilucidar ciertas pretensiones universalistas y predictivas de la gestión administrativa que, si bien no logra alcanzar un status de ciencia,
se halla en un estado de incubación hacia su cientificidad, y que [...] su estatus epistemológico se asume en los términos de una disciplina de índole científica y de naturaleza fáctica, que se ocupa del análisis de la acción colectiva, en una consideración simbiótica de las interacciones entre el individuo y los procesos organizacionales. (Marín-Idárraga, 2012, pp. 50-51)
Por otro lado, el libro retoma la idea de que todo no inicia con Taylor; es más, para algunos "Taylor no inventó nada que fuese totalmente nuevo, pero efectuó la síntesis de las ideas que germinarían y serían reforzadas en Gran Bretaña y los Estados Unidos durante el siglo xix, y las presentó de un modo coherente y razonado" (Urwick & Brech, citados por Aktouf, 2001, p. 47). Por lo tanto, volver a analizar y beber de las fuentes es visualizar un panorama mucho más amplio, lo que permite comprender el desarrollo, la construcción y la maduración de las ideas que dieron origen a la administración como disciplina hoy en día.
Un asunto final que aporta el libro, de los muchos que se podrían seguir enumerando, es la discusión sobre el empresario, el directivo y su formación. Si bien estos temas se desarrollan en capítulos específicos, a lo largo del texto se explica la estructuración de una élite de empresarios y directivos dentro de una clase social en ascenso, que se posiciona en el siglo XX y que refleja el triunfo o la conquista de la burguesía industrial y de la dominación del trabajo. Esta situación se convierte en una fuente de reflexión para ahondar en el papel del directivo a partir de la comprensión de su origen y, gracias a ello, proponer formas diferentes de gestionar y direccionar las organizaciones actuales. En efecto, reconocer la trayectoria de constitución del empresariado y los retos y desafíos que enfrentaba en el contexto particular de entonces permite rastrear el perfil del empresario de antaño y analizar su evolución hasta el actual. De este modo, los procesos formativos y pedagógicos de los estudiantes de administración en pregrado y posgrado no se verían abocados casi exclusivamente a otorgar herramientas para gestionar y dirigir las organizaciones con un carácter irreflexivo y acrítico, sustentado en muchas ocasiones por modas administrativas que no valoran el contexto y con ello la historia.
Así, el libro recupera dos categorías importantes para la formación de todo administrador: por un lado, rescata la escritura como mecanismo de comunicación que implica una estructuración sistemática del pensamiento y el desarrollo cognitivo de la organización de ideas, asunto impostergable en todo proceso formativo del individuo; por otro, la revalorización de la historia como disciplina que otorga un conocimiento del proceso de construcción de un campo que aún se encuentra en desarrollo, constituyéndose en eje articulador que permite comprender su alcance e impacto en la sociedad. De ahí la extrema importancia de leer los textos de los autores seminales que conforman y contribuyen al cuerpo de conocimiento de una determinada disciplina.
Para terminar, hay que afirmar que las contribuciones del profesor Jurado, en su larga y fructífera carrera como historiador, profesor e investigador, todas ellas arropadas por sus cualidades humanas como colega y ciudadano responsable de la sociedad que le toca transitar, otorgan elementos sólidos y de rigor para constituir y consolidar la enseñanza de la educación en administración. El epicentro de la reflexión y el aporte de su texto residen en la consideración de la administración como una práctica discursiva que organiza y a su vez legitima sus mismas prácticas, por lo que la acción escritural se convierte en un mecanismo que autoriza su ejercicio y aplicación (Jurado, 2017). Dicho mecanismo no solo tiene una repercusión en su misma identidad y configuración inicial, sino que implica criticar el alcance que tiene en formalizar la educación en administración, puesto que se le concede la posibilidad de adoctrinar a los estudiantes mediante propuestas prescriptivas de pensamiento. Por lo tanto, es imperativo conocer la trayectoria de la disciplina administrativa en cuanto proceso que se tejió por medio de la escritura.
Cabe entonces la invitación a la lectura crítica y activa de este libro, así como los agradecimientos al profesor Jurado por compartirnos los resultados de sus investigaciones desde el marco de la historia, donde rescata la importancia de la escritura de las prácticas discursivas. Estos aspectos son poco valorados a pesar de que tienen una relevancia invaluable en la conformación del campo administrativo y de los futuros administradores.