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Estudios Políticos

versión impresa ISSN 0121-5167versión On-line ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  n.34 Medellín ene./jun. 2009

 

 

Memoria, ideología y crítica. Una fenomenología del mundo ético-político*

Memory, Ideology and Criticism. A Phenomenology of the Ethical-Political World

 

John Fredy Lenis Castaño**

 

** Magíster en Filosofía. Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Integrante del grupo de investigación Filosofía y Pedagogía de la misma Universidad. E-Mail: johnlenisc@gmail.com

 


RESUMEN

Los conceptos de tradición (ideología) y crítica se han polarizado al extremo de estar representados en dos grandes corrientes contemporáneas: la hermenéutica y la teoría crítica, asociadas, a su vez, a las perspectivas conservadora y liberal. Sin embargo, es posible encontrar un campo de intersección entre ambos que hace de su tensión una dialéctica perenne y productiva para el análisis de problemas éticos y políticos como los de la memoria, la evaluación jurídico-moral y la responsabilidad. Este artículo pretende mostrar dicha intersección siguiendo los planteamientos del filósofo francés Paul Ricoeur en un horizonte principalmente fenomenológico y hermenéutico. Para ello se discurrirá a través de siete apartados: alteridad del pasado y reconstrucción de la memoria; tradición, relato y autojustificación ideológica; crítica de la tradición; sobrevuelo de la crítica y anclaje de la tradición; el horizonte utópico de la crítica; narración, memoria y debate; y conclusión: juicios, responsabilidad y reparación. 

Palabras clave: Memoria histórica; Ideología; Crítica; Responsabilidad (Ética); Dialéctica; Fenomenología; Hermenéutica; Ricoeur, Paul.


ABSTRACT

The concepts of tradition (ideology) and criticism have been polarized to the point of being represented by two main contemporary currents: hermeneutics and critical theory, which are in turn associated with conservative and liberal views respectively. However, it is possible to find a field of intersection between both of these which makes their tension a perennial and productive dialectic for the analysis of ethical and political problems such as memory, legal and moral assessment, and responsibility. This article aims at showing such an intersection by following the ideas of the French philosopher Paul Ricoeur in a mainly phenomenological and hermeneutic horizon. To achieve this, the article will address seven main sections: altering of the past and the reconstruction of memory; tradition, account, and ideological self-justification; criticism of tradition; the fly-over of criticism and the anchoring of tradition; the utopian horizon of criticism; narration, memory, and debate; and, the conclusion: trials, judgments, responsibility, and redress.

Keywords: Historical Memory; Ideology; Criticism; (Ethical) Responsibility; Dialectics; Phenomenology; Hermeneutics; Ricoeur, Paul.


 

 

1.   Alteridad del pasado y reconstrucción de la memoria

El aspecto ontológico de la memoria resumido en la fórmula "se es lo que se recuerda" (Rubio, 2000, p. 299), hace que el proceso mediante el cual el ser humano construye su identidad sea en gran parte un despliegue lingüístico-narrativo del recuerdo y del ser, pues "la ambición veritativa de la memoria tiene propiedades que merecen ser reconocidas antes de considerar cualquier deficiencia patológica y cualquier debilidad no patológica de la memoria" (Ricoeur, 2003, p. 41). De este modo, del funcionamiento general de la memoria importa sobre todo, en el marco de este trabajo, la capacidad de rememorar valorativa y selectiva. En ésta, sin embargo, lo colectivo aparece una y otra vez en la configuración ética del sí mismo ya sea como pre-comprensión: interpretación compartida a través del juego entre comprensión y explicación que se ejecuta en el relato (dialógicamente) compartido de sí; o realización intersubjetiva del proyecto personal. La hipótesis que sostiene esta conjunción permanente es aquella que se refiere a la intersección de la memoria individual y la memoria colectiva: los recuerdos de la infancia o de otra edad pueden ser restablecidos apelando a la memoria propia y a la de los otros.

La constitución simultánea de la memoria individual y la memoria colectiva se funda en el hecho de que la primera se realiza a través de la autocomprensión y la tradición, ya que el testimonio aparece "como recibido por mí de otro en cuanto información sobre el pasado" (Ricoeur, 2003, p. 159), lo cual no quiere decir que el sí mismo no exista como agente social y como sujeto individual de rememoración; su existencia también es personal y en este sentido él puede desplazarse, en el marco social, de un grupo a otro y de una vivencia a otra, ganando experiencias y combinaciones de las mismas que le permiten tener una óptica original y singular de su existencia. Pero el recuerdo, en tanto buscado, puede llegar a abusar tanto de la memoria como del olvido y, en tanto recuerdo que aparece, que llega, puede significar revelación o tormento, pues "la evocación no se siente (pathos) simplemente, sino que se sufre" (Ricoeur, 2003, p. 60); "recuerdos que se 'precipitan' en el umbral de la memoria; se presentan aisladamente, o en racimos, según complejas relaciones que dependen de los temas o de las circunstancias, o en secuencias más o menos favorables para su configuración en relato" (Ricoeur, 2003, p. 42),[1] como sucede en las situaciones trágicas y violentas.

El esfuerzo de rememoración es una de las expresiones más evidentes de la reflexividad y, en este sentido, la autocomprensión no podría funcionar sin este esfuerzo. Es necesario acordarse, buscar todos los elementos que permitan hacer completa y veraz la reconstrucción de la historia vivida, pues sin la memoria personal ejercida como rememoración, la autocomprensión y la narración de sí quedan totalmente en las manos y en las voces de los otros, los cuales pueden manipular al olvidadizo. Los otros entran generalmente en la realización de este esfuerzo mnemónico, aportando con su testimonio la referencia a las fechas, la precisión en la datación de los eventos narrados, la corrección en el transcurrir de los relatos; convirtiéndose el calendario y el reloj en polos objetivos de la memoria ejercida en el relato compartido de sí, sin que ello signifique la posibilidad de una apropiación completa y total del pasado en el presente. Aquél, a pesar del trabajo de narración-rememoración —incluso auxiliado por los otros—, sigue siendo distante.

Existe entonces en la condición de alteridad del propio pasado una frontera infranqueable para el trabajo de la memoria. En el ejercicio autonarrativo, la repetición de la historia de la propia vida funciona como estrategia nemotécnica. De repetir tantas veces la historia de sí, el abuelo rumia el pasado[2] ante la escucha atenta de sus nietos sin tener que hacer esfuerzos mnemónicos notables; la imaginación también ayuda a ello. Contra el olvido, la recapitulación se presenta como antídoto eficaz.

El horizonte temporal de la autocomprensión halla entonces la posibilidad de tomar distancia ante la propia historia en la "alteridad del pasado" (Ricoeur, 2002, p. 320), pues el agente–narrador tiene que configurar el sentido de un pasado "propio" que muchas veces no recuerda así o ni siquiera recuerda: el 'yo' del pasado parece extraño al sujeto actual, y así mismo las condiciones pasadas. De hecho se recuerda el propio pasado muchas veces como imágenes intermitentes que llegan de un reservorio fragmentado. Es la configuración de éste una de las tareas principales —porque está también el juicio y la proyección— de la hermenéutica de sí: articular el sentido de una existencia discontinua y borrosa. Es ese carácter extraño del propio pasado con respecto a sí mismo el que, junto con la capacidad de olvido, obliga siempre al agente-intérprete de sí a completar el recorrido experiencial (temporal) a través, no sólo de la reconstrucción de un pasado lacunario, sino también de una identidad de sí, sentida muchas veces como radicalmente otra. De este modo el comportarse hermenéutico con respecto al pasado deviene en conjunción entre lo propio y lo extraño. En ambos casos, de memoria y de olvido, los extremos de la completud del recuerdo total y de la laguna de la rememoración, son monstruosos:

El olvido es percibido primero y masivamente como un atentado contra la fiabilidad de la memoria […] Pero, al mismo tiempo, y con el mismo impulso espontáneo, desechamos el espectro de una memoria que no olvidase nada. Incluso la consideramos monstruosa. Nos viene a la mente la fábula de Luis Borges sobre el hombre que no olvidaba nada, en la figura de Funes el memorioso. ¿Habría, pues, una medida en el uso de la memoria humana, un 'nada en exceso' según la fórmula de la sabiduría antigua? ¿Y no debería la memoria negociar con el olvido para encontrar a tientas la justa medida de su equilibrio con él? ¿Y esta justa memoria tendría algo en común con la renuncia a la reflexión total? ¿Sería la memoria sin olvido el último fantasma, la última figura de esta reflexión total […]? (Ricoeur, 2003, pp. 540-541).

Entre ambas figuras monstruosas, el ejercicio autonarrativo usa la capacidad falible y selectiva de hacer memoria en un intento por aprehender el significado de la existencia de la mejor manera posible. Ante el propio recuerdo existen algunas imágenes del pasado difíciles de asumir como acontecidas: aquí opera el olvido como refugio de una conciencia atribulada por el pasado oscuro y amenazante, al mostrar una dimensión censurada de la identidad. Los 'otros' ayudan en este trabajo de rememoración como acompañantes que dan valor e impulsan en esta resistencia del sí mismo ante su propio pasado, como delatores y jueces o como testigos y víctimas que reclaman justicia.[3]

Ahora bien, si consideramos la memoria como facultad de representar lo vivido en el orden que ello ocurrió, y en este sentido, como una facultad "atada" al orden de los acontecimientos (hechos) (Warnock, 1981, p. 17), puede decirse que la narración depende fundamentalmente de la memoria. Sin embargo, podemos narrar la vida en un orden diferente cada vez que nos ponemos en ello, lo cual no depende de un cortocircuito entre imaginación y memoria, pues se trata de dos intencionalidades distintas, por una parte, y como lo señala Ricoeur, la imaginación apunta en gran medida a la ficción, mientras que la memoria lo hace a la realidad ya sucedida (Ricoeur, 2003, p. 22); más bien la imaginación puede ser utilizada en el abuso de la memoria para inventar un pasado inexistente o una mentira creíble; por eso el ejercicio de la memoria también se presenta como "una caza" (p. 27). Por otra parte, el recuerdo necesita de la imagen para efectuarse, así como del uso de los tiempos verbales del pasado y la semejanza (p. 30). Es pues el carácter selectivo de la narración y de la memoria el que posibilita la manipulación, pues la selección de los hechos narrados y la trama realizada no está determinada necesariamente por la búsqueda de la verdad, sino, la mayoría de las veces, por el propio bienestar, y como quien da cuenta de sus actos es a la vez imputable y responsable, el individuo evita al máximo sobrecargar su cuenta, sus deudas. El pago de éstas puede convertirse en un imposible mientras más imputaciones morales y jurídicas puedan hacérsele, pues en la dimensión efectivamente social de la existencia se rinden cuentas principalmente ante otro. En última instancia, se recuerda y se cuenta para autocomprenderse, autovalorarse y proyectarse;

[...] se cuenta "para algo". Sahrazad cuenta para no morir y su padre, para intentar convencerla de que no vaya al palacio del sultán; Sindbad el Marino cuenta a Sindbad el Faquín las aventuras que le han proporcionado su riqueza para convencerlo de que su afortunada situación es justa. Lo que narra el acusado en la sala de juicio, el relato que el sacerdote inserta en su sermón, el cuento que se susurra al niño para que duerma (Adam y Lorda, 1999, p. 89)[4].

La autonarración que se hace ante el amigo y la que se hace ante el juez son, la mayoría de las veces, para justificarse.

 

2.   Tradición, relato y autojustificación ideológica

Para mostrar la plausibilidad del obrar, esto es, para justificarse, el sí mismo se funda en lo que ha recibido como herencia en el movimiento incesante de las generaciones; predecesores, contemporáneos y sucesores se convierten en depositarios de un saber obrar que opera como criterio para la acción y su justificación. En este sentido se trata también de un saber argumentar que puede funcionar basándose en razones de autoridad o en demostraciones silogísticas bien sopesadas que constituyen también, en último término, el fruto de un aprendizaje. Esta relación inter e intrageneracional

[...] es, al tiempo, vínculo carnal anclado en la biología gracias a la reproducción sexuada y a la constante sustitución de los muertos por los vivos, y vínculo social muy codificado por el sistema de parentesco propio de la sociedad a la que pertenecemos. Entre lo biológico y lo social se intercala el sentimiento, tanto afectivo como jurídico, de la adopción que eleva el hecho desnudo del engendramiento al plano simbólico de la filiación, en el sentido más fuerte del término (Ricoeur, 2003, p. 517).

Este vínculo de filiación es soportado por la ideología, pues el vínculo entre memoria e ideología es íntimo, antepredicativo y regulador. Así la autoridad venida de los antepasados o de los contemporáneos coloca el vínculo social generacional en una relación vertical; la horizontalidad de la sucesión biológica y social cede su lugar a la imposición del antepasado o contemporáneo como modelo moral, y de este modo el vínculo por identificación determina —consciente e inconscientemente— el actuar, el proyecto y el enjuiciamiento del pasado. La ideología se presenta entonces como poder aglutinador y de representación individual y colectiva validada por la tradición que también puede regular el uso e impotencias de la memoria. Por eso

[...] el peligro principal, […] está en el manejo de la historia autorizada, impuesta, celebrada, conmemorada —de la historia oficial. El recurso al relato se convierte así en trampa cuando poderes superiores toman la dirección de la configuración de esta trama e imponen un relato canónico mediante la intimidación o la seducción, el miedo o el halago. Se utiliza aquí una forma ladina de olvido, que proviene de desposeer a los actores sociales de su poder originario de narrarse a sí mismos (Ricoeur, 2003, p. 582).

A nivel de la microhistoria, de los allegados y del ejercicio autonarrativo, este poder se realiza como imposición de valores sedimentados, no pensados y, en esta medida, ajenos a la reflexión del sí mismo. Éste puede simplemente quedarse repitiendo acríticamente la historia que le cuentan con los valores que en ella se exaltan; no existe la pregunta ni la interrogación, tampoco la reelaboración, ni la refiguración de sentido. Tanto la  combinación de los elementos de la historia, su selección, como el peso que se asigna a cada uno de ellos, pasan al repertorio de la historia personal tal como fue escuchada. La microhistoria entretejida en el ejercicio autonarrativo apela pues tanto al testimonio, bajo la forma del crédito en el relato dado por un testigo, como a los archivos íntimos: fotos, documentos. La fase explicativa también hace parte de esta mezcla entre memoria e historia en los relatos de vida, ya que no basta con interpretaciones y relatos heredados, hacen falta las pruebas para corroborarlos.

Las manipulaciones de la memoria [...] se deben a la intervención de un factor inquietante y multiforme que se intercala entre la reivindicación de identidad y las expresiones públicas de memoria. Se trata del fenómeno de la ideología (Ricoeur, p. 112) [...] La memoria impuesta está equipada por una historia "autorizada", la historia oficial, la historia aprendida y celebrada públicamente. Una memoria ejercitada, en efecto, es, en el plano institucional, una memoria enseñada; la memorización forzada se halla así enrolada en beneficio de la rememoración de las peripecias de la historia común consideradas como los acontecimientos fundadores de la identidad común (Ricoeur, 2003, p. 117).

De estos acontecimientos, considerados como verídicos, se sacan los referentes e ideales morales para la acción de los individuos pertenecientes a la sociedad en cuestión. El relato justificador debe mostrar, aunque el sujeto no esté convencido de ello, el manejo de esos principios en la ejecución de sus acciones. La memoria individual deberá entonces complacer las exigencias de la memoria colectiva sin transgredir los imperativos del buen obrar. Pero, como es visible en los procesos de distorsión del fenómeno ideológico, las regulaciones sociales terminan muchas veces enarbolando antivalores disfrazados de auténticos bienes (por ejemplo la sociedad de consumo y los regímenes políticos totalitarios). Un presupuesto de esta influencia generacional e ideológica es el talante desde siempre intersubjetivo de la vida humana, sin desconocer que existe una tendencia en la filosofía a mantener viva la discusión entre el carácter individualista de la libertad y el carácter comunitario de la existencia.[5] Se plantea, por ejemplo, en una perspectiva analítico–trascendental, un mito que comienza en la situación de un individuo egoísta, inclinado por lo sensible y caracterizado por la irresponsabilidad; individuo que logra arribar a un estado ético y político, donde deviene en sujeto moral en tanto responsable de sí y de los otros. Sin embargo, este individuo, así pensado, aparece como un sujeto escindido del marco de lo intersubjetivo en que precisamente se ha ido configurando; aparece como una libertad soberana que elige desde el vacío, sin tener en cuenta los valores y las normas de su comunidad.

 

Ya Freud, en sus estudios genéticos sobre la conciencia moral (1998 y 2000), ha mostrado cómo este carácter regulado del sujeto se afianza en medio de una normatividad social general (representada en esta teoría por las exigencias de la figura del padre). En la fenomenología también ha sido resaltada la condición pre–constituida de la conciencia constituidora:

Sobre este punto Mme. Souche insiste con mucha fuerza en su trabajo sobre Husserl. Siempre a partir del polo de identidad presuntamente dado se despliega el trabajo de constitución detrás de tal polo. Por consiguiente el trabajo de constitución no parte de la tabla rasa, no es en ningún sentido una creación. Sólo a partir del objeto ya constituido se puede, retroactivamente, retrospectivamente, desplegar los estratos de sentido, los niveles de síntesis, hacer aparecer síntesis pasivas detrás de las síntesis activas. Etcétera. Nos embarcamos entonces en un cuestionamiento retroactivo [á rebours] (para retomar la traducción de Derrida de la Rückfrage), que es un trabajo sin fin, aún cuando opere en un ámbito de visión, pues este medio de visión no detiene nunca el análisis (Ricoeur, 2002, p. 266).

[De esta manera] una conciencia solitaria es una especie de error respecto de lo que desde siempre hemos comprendido como una naturaleza común a todos, pero también con respecto a lo que desde siempre hemos comprendido como lo que es común a todos los hombres: que hay otros sujetos delante de mí, capaces de entrar en una relación recíproca de sujeto a sujeto y no sólo en relación asimétrica de sujeto a objeto, del sujeto único que yo sería a los objetos que serían el resto de las cosas. El solipsismo convirtió en enigmático lo que se da como algo evidente de por sí, a saber, que hay otros, una naturaleza común y una comunidad de hombres. Transforma en tarea lo que es en primer lugar un hecho (Ricoeur, 2002, pp. 266-267).

En esta línea se restituye la tarea de una analítica trascendental de lo político si su estatuto epistemológico se entiende no ya como descubrimiento del ser–con sino como explicitación de esta intersubjetividad fundamental. Es pues ese carácter desde siempre colectivo de la existencia el que funda la precomprensión y el carácter normativo de la vida humana, con lo cual la autocomprensión parte de una configuración previa e intersubjetiva de significados. Gadamer se ha referido a ésta con el nombre de precomprensión.[6] Si el comportamiento es regido por reglas, puede decirse que el primer nivel fundacional de la normalización ética de la acción es este comportarse reglado. Ya MacIntyre (1987) había aludido a este carácter social y normativo básico de la acción humana general para plantear, luego, la posibilidad de su moralización. Por ello, aunque el derecho y la moral sean dos campos relativamente autónomos, la culpabilidad moral y la culpabilidad jurídica tienen un caldo de cultivo común: las normas culturales y sociales. Es la tradición, a la manera de conjunto de saber-hacer social, la que introyecta en el sujeto la noción de culpa y, a su vez, posibilita la elaboración formal de los valores en el corpus jurídico. Aquí se fundan los sistemas éticos, jurídicos y políticos. Por otra parte, y apelando a la noción de acción básica (Danto, 1989), podría mostrarse que la acción va adquiriendo un talante cada vez más normativo en sentido moral, en la medida que aquélla va pasando de ser una acción básica, regulada por la estructura biológica del individuo, a ser un comportamiento estructurado social, cultural, ética, jurídica y políticamente (Alexy, 1993 y Honneth, 1997). Esas normas comunes empiezan desde el plano del "bien hacer" asociado a las profesiones y van hasta el nivel del imperativo moral. En ellas operan patrones de excelencia que permiten calificar a las ejecuciones y ejecutantes de una práctica en tanto son "reglas de comparación aplicadas a resultados diferentes, en función de los ideales de perfección comunes a cierta colectividad de ejecutantes e interiorizados por los maestros y los virtuosos de la práctica considerada" (Ricoeur, 1996, p.181).

En el caso de la existencia como acción y como orientación, el criterio general es el deber ser moral y el conjunto de valores privilegiados. Se constituyen así "bienes inmanentes a las prácticas" (MacIntyre, 1987, pp. 233-234) que sirven como referente de comparación y de crítica de la plausibilidad tanto del ideal de vida buena como de las acciones o, mejor, de los acontecimientos con los que se propende realizarlo "(carrera, amores, tiempo libre, etc.)" (Ricoeur, 1996, p. 185). De este modo el ideal de vida buena se somete a la norma. Así, el imperativo categórico kantiano de la universalización pone a prueba la pretensión de validez universal de un proyecto personal de vida; pero la norma no es exterior a la acción y superpuesta a ésta. La regla depende de la significación que "se articula desde el interior de esas obras [acciones] sedimentadas e instituidas" (Ricoeur, 2002, p. 180); y ello no porque el individuo, en solitud, le da a la norma el significado que él desee.[7] Son significados que se articulan en los procesos de sedimentación e institucionalización social.

Entrando en el asunto de la vida buena, se evita entonces caer en el solipsismo que significa la mera estima de sí que no tiene en cuenta la estructura dialógica y comunitaria de la valoración, ni el reconocimiento y la consideración de instituciones justas que ello implica. Por eso es necesario el despliegue de una autocomprensión de cara a su proyección existencial como conciencia de un vivir bien, con y para otros, en instituciones justas. Empero, la suspensión temporal (desapropiación) de la subjetividad en el acto de la lectura de las normas no significa su dilución permanente; su reconstitución se va realizando en el encuentro tenso con el mundo del texto social normativo. Así la subjetividad se halla siempre en la dialéctica del distanciamiento y la apropiación. Es el sí mismo como sujeto de atribución (e imputabilidad) moral el que deviene polo de las exigencias del otro y los reclamos del ordenamiento jurídico. Si —siguiendo a Habermas— "en la reflexión sobre sí, conocimiento e interés son uno" (Ricoeur, 2002, p. 342), la autocomprensión está teñida de una pretensión de autojustificación y autolegitimación moral. De este modo develarse como ilegítimo, erróneo e inmoral es una carga difícil de llevar para el sí mismo; la búsqueda de reconocimiento positivo lo atestigua (Hegel, 1993; Honneth, 1997). Sin embargo, el interés aunado a la autocomprensión puede ser también emancipatorio y, en esta medida, crítico. Se funden pues en la existencia del sí mismo las dos esferas de lo epistemológico y lo axiológico: el conocimiento de sí se revela como orientado por valores configurados en medio de una comunidad.

Es tarea de la hermenéutica de las tradiciones recordar a la crítica de las ideologías que el hombre puede proyectar su emancipación y anticipar una comunicación sin trabas y sin límites sólo sobre el fondo de la reinterpretación creadora de las herencias culturales [...] Quién no es capaz de reinterpretar su pasado quizá no sea tampoco capaz de proyectar concretamente su interés por la emancipación (Ricoeur, 2002, p. 344).

El problema más complicado para esta ejecución crítica es el de la subsunción de la esfera comunicativa en la esfera instrumental,[8] ello hace que la conciencia moral esté también alienada como falsa conciencia. La autovaloración encuentra entonces en la ideología (en su doble función de integración-dominación) una fuente de justificación. A nivel moral son los lineamientos y principios enarbolados por la ideología en cuestión los que proveen al individuo de unos principios a partir de los cuales ejercer su juicio (Arendt, 1999). Es más, "ningún fenómeno ratifica tan completamente el carácter de inercia de la ideología como el fenómeno de la autoridad y de la dominación" (Ricoeur, 2002, p. 286). Por ello la ideología, con su carácter inercial, opera en la autocomprensión ética o valoración de sí un efecto de amarre en el pasado-tradición. Para el individuo esto deviene, por ejemplo, en conciencia anquilosada de la culpa. Es el pasado, siempre presente, el que ejecuta la autopunición en los casos patológicos de la melancolía y la neurosis obsesiva (Pewzner, 1999).

Ahora bien, ¿por qué es en la autoridad y la tradición como ideología donde este anquilosamiento (que se convierte en distorsión de la conciencia moral como culpabilización patológica) encuentra su topos (caldo de cultivo) privilegiado? Porque es la tradición y su carácter ortodoxo la que dice qué está prohibido y qué está permitido. El sujeto condicionado por esta sintaxis moral deviene en servidor de un poder de dominio moral (interdicción, punición y regulación) que le adecúa al grupo justificado por la ideología de turno. También la significación de premios y méritos se enmarca dentro de este movimiento axiológico de la cultura como tradición. Así pues, y tal como lo había denunciado Karl Marx, la ideología también reviste esta función de distorsión que redunda en la alienación de la autocomprensión como valoración moral de sí (Ricoeur, 2002, p. 287), cuyas figuras emblemáticas podrían ser las ilusiones, las fantasmagorías, las fantasías en torno a lo valedero de la normatividad general que dice qué hacer, cómo comportarse y cuándo hacerlo: ejemplo de ello es lo que "les sucede a la ciencia y a la tecnología, desde el momento en que ocultan detrás de su pretensión de cientificidad su función de justificación del sistema militar e industrial del capitalismo avanzado" (Ricoeur, 2002, p. 288) pero, ¿cómo entender el peso de la ideología si no hay en ésta un papel también fundamental? El nivel de las ideas de acción social y relación social[9] con sus rasgos de significación, orientación (o intencionalidad hacia otro) e integración social es la dimensión donde el fenómeno ideológico aparece como condición que le permite a un grupo social representarse, "darse una imagen de sí mismo" (Ricoeur, 2002, p. 282) con todo lo que esto implica.

La ideología entonces, en uno de sus rostros, tiene este importante papel de aglutinador simbólico social. Es, en parte, la tradición y los pre– juicios que constituyen el imaginario de un grupo, su autoconcepción. Y es allí donde se afianza la autocomprensión del individuo y la comunidad: su carácter de yecto, como bien lo ha tematizado Heidegger (1998), hace que esté desde siempre imbuido en una forma de concebirse que le condiciona. Su autocomprensión está atravesada así por la dimensión ontológica de su constitución, previa a toda toma de conciencia de sí. "Quizá no haya grupo social [ni individuo] sin esta relación indirecta con su propio advenimiento" (Ricoeur, 2002, p. 283).[10] La comunidad toma de ella (la ideología) muchas de sus justificaciones y proyectos similarmente a como se asume un motivo personal para actuar. Es entonces un caldo de cultivo que tiene el poder de impulsar y dinamizar la acción individual y grupal. "Este carácter generativo de la ideología se expresa en el poder fundador de segundo grado que ejerce con respecto a empresas e instituciones, que reciben de ella la creencia en el carácter justo y necesario de la acción instituida" (Ricoeur, 2002, p. 283).

Este carácter codificado de la ideología es inherente a su función justificadora; su capacidad de transformación sólo es preservada a condición de que las ideas que vehiculiza se conviertan en opiniones, de que el pensamiento pierda rigor para acrecentar su eficacia social, como si la ideología sola pudiera mediatizar, no sólo la memoria de los actos fundadores, sino también los propios sistemas de pensamiento (Ricoeur, 2002, p. 283).

La ideología puede resolverse entonces como "mutación de un sistema de pensamiento en sistema de creencia" (Jacques Ellul citado por Ricoeur, 2002, p. 283), como doxa. De este modo, la autocomprensión en tanto mediada ideológicamente tiene la posibilidad siempre inherente de devenir conciencia falsa (alienada) de sí. "Pero, una vez más, no hay que apresurarse a denunciar el fraude o la patología: este esquematismo, esta idealización, esta retórica son el precio que hay que pagar por la eficacia social de las ideas" (Ricoeur, 2002, p. 284), carácter operatorio de la ideología que revela nuevamente la imposibilidad de la reflexión total: "es, quizás imposible, para un individuo y aun más para un grupo, formular todo, tematizar todo y plantear todo como objeto de pensamiento. Esta imposibilidad […] hace que la ideología sea por naturaleza una instancia no crítica. Parece que la falta de transparencia de nuestros códigos culturales es una condición de producción de los mensajes sociales" (Ricoeur, 2002, p. 284), toda vez que las ideas sólo se hacen praxis en tanto se han convertido en impulso y cuerpo que actúa con el automatismo propio de un mecanismo habituado.

 

3.   Critica de la tradición 

La crítica se instaura cuando es posible dudar tanto de los testimonios como de las pruebas (documentos) pudiendo subvertir el carácter modélico de la generación, patrón para instaurar nuevos valores. "Dije alguna vez que no tenemos nada mejor que la memoria para asegurarnos de la realidad de nuestros recuerdos. Ahora decimos: no tenemos nada mejor que el testimonio y la crítica del testimonio para acreditar la representación historiadora del pasado" (Ricoeur, 2003, p. 372). Precisamente la hermenéutica de la propia existencia comparte, con la teoría crítica y la actitud de los hermeneutas de la sospecha, la duda sobre el sentido existencial configurado. De este modo, el significado del sí mismo —y la comunidad a la cual éste pertenece— por el sentido que le asigna a su propia vida entra en el campo de lo sospechoso.

En la medida en que se trata de un diálogo del alma consigo misma y en que el diálogo puede ser sistemáticamente distorsionado por la violencia y mediante todas las intrusiones de las estructuras de la dominación en la comunicación, el conocimiento de sí, como comunicación interiorizada, puede ser tan dudoso como el conocimiento del objeto, aunque sea por razones diferentes y específicas (Ricoeur, 2002, p. 49).

Por ello, verdad y mentira se encuentran tan cerca que a veces se hace difícil distinguirlas; en este sentido, la crítica de las ideologías que correspondería a este momento de la hermenéutica existencial es una tarea inacabable en la que "la memoria está siempre abocada a enfrentarse al poder establecido ideológicamente, el cual puede llegar a prescribir y limitar el espacio posible del recuerdo y del olvido" (Rubio, 2000, p. 303), necesitándose entonces la introducción de la crítica como actitud cuasi-permanente en el proceso de autojustificación. "Los falsos testimonios […] sólo pueden ser desenmascarados por un procedimiento crítico que nada puede hacer mejor que oponer testimonios considerados más fiables a los que están afectados de sospecha" (Ricoeur, 2003, p. 41). La acción humana, así se trate de la propia, no se cierra a otros lectores; su significado —por su carácter social e interactivo— es intersubjetivamente compartido. Esto implica una distancia respecto a la propia acción que hace de ésta un texto siempre posible de interpretar por otros, en otras circunstancias y bajo otros criterios. Piénsese, por ejemplo, en los juicios penales.[11] La acción del imputado pierde su carácter meramente subjetivo para trasladarse a la esfera de la objetividad de la crítica y de la ley. Las pruebas, la labor del fiscal y del abogado, constituyen explicaciones de la acción del individuo que sobrepasan el mero testimonio de éste;

[...] comprender un texto no significa reunirse con el autor. La disyunción entre el significado y la intención crea una situación absolutamente original que engendra la dialéctica de la explicación y la comprensión. Si el significado objetivo es algo distinto de la intención subjetiva del autor, se puede interpretar de múltiples maneras. Ya no se puede resolver el problema de la comprensión correcta mediante un simple regreso a la supuesta intención del autor (Ricoeur, 2003, p. 184).

La dificultad en la interpretación de la acción se debe, primero, a su carácter plurívoco y, segundo, al juicio de importancia que opera para definir el carácter esencial de una de sus partes que ayude a comprender el sentido de su totalidad. Este "juicio de importancia es una conjetura" (Ricoeur, 2003, p. 185), por ello se requiere validar estas conjeturas a través de los procedimientos explicativos. Pero una validación conjetural que no funciona como la verificación empírica de las ciencias naturales, se "aproxima más a una lógica de la probabilidad que a una lógica de la verificación empírica [...] validación no equivale a verificación. La validación es una disciplina argumentativa comparable a los procedimientos jurídicos de la interpretación legal. Es una lógica de la incertidumbre y de la probabilidad cualitativa" (Ricoeur, 2003, p. 186). Así pues,

[...] a los procedimientos de validación también corresponden los procedimientos de invalidación similares al criterio de falsación definido por Karl Popper en La lógica de la investigación científica. El papel de la falsación lo desempeña aquí el conflicto entre interpretaciones rivales. Una interpretación debe ser no sólo probable, sino también más probable que otra (p. 186).

Por su parte, en el campo de la interpretación de las acciones cotidianas y no penalizables, es la toma de distancia con respecto a éstas lo que permite sopesar los propios motivos en la perspectiva objetiva de lo que se puede justificar y presentar como comprensible para los otros. Se asume así la perspectiva de la segunda y tercera persona que ve las cosas como un juez imparcial. Por eso no es sorprendente que haya corrido tanta tinta en torno a la oposición entre hermenéutica y crítica de las ideologías (Grondin, 1999, pp. 185-191; Ricoeur, 2002, pp. 307-333). Ricoeur propone mediar esta oposición resaltando los papeles que en arco hermenéutico desempeñarían la comprensión (ingenua) y la interpretación (crítica). Por ejemplo en el caso de una perspectiva lingüística estructuralista, la estructura del texto (relato) sería un nivel necesario para mediar entre una comprensión de primer grado o inicial y una interpretación de segundo grado. La explicación vendría a ocupar el punto medio entre estas dos comprensiones imponiendo así el grado de objetividad necesario para llevar a cabo el perenne conflicto de interpretaciones. Una crítica y distanciamiento que encuentran un campo privilegiado en la hermenéutica de los textos, la cual implica un

[...] distanciamiento de sí, distanciamiento de uno con respecto a sí mismo. Es así como la crítica de las ideologías puede y debe ser asumida en un trabajo sobre el sí mismo de la comprensión, trabajo que implica orgánicamente una crítica de las ilusiones del sujeto. Tal es pues mi segunda propuesta: el distanciamiento, dialécticamente opuesto a la pertenencia, es la condición de posibilidad de una crítica de las ideologías, no fuera de la hermenéutica o contra la hermenéutica, sino en la hermenéutica (Ricoeur, 2002, pp. 303-304).

 

4. Sobrevuelo de la crítica y anclaje de la tradición

Pero la neutralidad en la autocrítica no es total debido tanto a la condición de precomprensión misma (pertenencia) como también a la compleja red de intereses en la que está tejido este interés crítico. "El saber siempre está a punto de liberarse de la ideología, pero la ideología siempre sigue siendo la clave, el código de interpretación, por el cual no somos un intelectual sin amarras y sin lazos, sino que permanecemos sostenidos por lo que Hegel llamaba la sustancia ética, la Sittlichkeit" (Ricoeur, 2002, pp. 303-304), algo que, en última instancia, funciona como garantía de comunicabilidad y entendimiento sobre la cosa. El pluralismo de puntos de vista no deviene entonces en un multiculturalismo radical y, en consecuencia, condición de inimputabilidad de las acciones. Es la posibilidad de entenderse y comunicarse lo que abre a la experiencia de la crítica y del juicio. Así Ricoeur propone varios temas que constituyen un complemento crítico a la hermenéutica de las tradiciones, entre ellos:

a) El distanciamiento operado por la escritura en particular y el discurso en general: el texto gana una autonomía, tanto respecto a la intencionalidad de su autor y a la situación original de producción, como al destinatario original. Esto es, se descontextualiza para recontextualizarse de otra manera a través del acto de lectura. Así la acción también crea para sí un público–intérprete virtual y anónimo. Las acciones del sí mismo no son propiedad exclusiva suya ni como realización (pues se trata de una libertad como intervención intencional condicionada en el mundo) ni como objeto de interpretación. El sentido de éstas se convierte en asunto público e impredecible. En última instancia estamos ante un rasgo general del discurso,

pues el distanciamiento que la escritura revela ya está presente en el discurso mismo, que tiene en germen el distanciamiento de lo dicho al decir, según un análisis famoso de Hegel en el comienzo de la Fenomenología del espíritu: el decir se desvanece, pero lo dicho subsiste. Con respecto a esto, la escritura no representa ninguna revolución radical en la constitución del discurso, sino que cumple su deseo más profundo (Ricoeur, 2002, p. 338).

b) La referencia a un nuevo modo de ser del mundo abierto por el texto, se articula con la crítica como recurso extraordinario para ésta en la reconfiguración y distanciamiento de la realidad existente. "Este poder del texto de abrir una dimensión de realidad incluye, en su principio mismo, un recurso contra toda realidad dada y, por ello mismo, la posibilidad de una crítica de lo real" (Ricoeur, 2002, p. 340).[12]

La ideología revela así su papel originador con respecto tanto a los prejuicios axiológicos ilegítimos como legítimos (en sentido gadameriano) usados en la valoración moral. El papel de la conciencia moral como conciencia crítica consistirá entonces en develar, hasta donde sea posible, en qué consiste la ilegitimidad de la primera clase de prejuicios en tanto experimentados en la autocomprensión personal o colectiva. Su papel debe ser el de liberar el sí mismo del anquilosamiento en un pasado marcado por valores ilegítimos que no le deja proyectarse de un modo distinto, es decir, vive sus posibilidades de ser de otro modo pero como negadas, obstaculizadas. Sin embargo, la dificultad que se plantea en este punto es la posibilidad de una conciencia moral crítica desarraigada de cualquier componente ideológico. "Si la ideología pierde su papel mediador para no conservar más que su papel mistificador de falsa conciencia es porque se la ha comparado con una ciencia definida por su estatuto no ideológico. Ahora bien, ¿existe tal ciencia?" (Ricoeur, 2002, p. 289).

Las dos dificultades formuladas por Ricoeur para esta realización desideologizada de la crítica son: en primer lugar, el carácter siempre simbólico de la existencia humana, "si el vínculo social es en sí mismo simbólico, es absolutamente vano intentar derivar las imágenes de algo anterior que sería lo real, la actividad real, el proceso de vida real, del cual habría allí secundariamente reflejos y ecos. Un discurso no ideológico sobre la ideología tropieza aquí con la imposibilidad de alcanzar un real social anterior a la simbolización" (Ricoeur, 2002, p. 295). Por lo cual el primer reto, entonces, es asumir esta tarea crítica de la falsa conciencia como una "idea límite" (Ricoeur, 2002, p. 296).

En segundo lugar, la imposibilidad de una reflexión total en tanto que, por una parte, la "neutralidad axiológica" en el análisis de la acción es imposible y, por otra, no hay "un punto de vista de la totalidad" explicitable y descripto discursivamente (Ricoeur, 2002, p. 297). De este modo la autocomprensión moral-crítica es una tarea inacabable y siempre en camino, es una idea límite. El sí mismo necesita, además, siempre de los otros para ir desplegando esta autovaloración. No hay horizonte privilegiado, neutral simbólicamente, ni discurso omnicomprensivo desde el cual el individuo realice esta conciencia crítica de sí, toda vez que el substrato cultural y simbólico permanece como anclaje del discurso, la comunicación y la comprensión.

5. El horizonte utópico de la crítica

¿Se trata de un inmanentismo totalmente insuperable? ¿Una conciencia moral siempre cautiva de su propio encierro en la herencia cultural que la constituye? El fenómeno que, como autónomo, posibilita trascender este anquilosamiento es la utopía. Sin olvidar que la oposición entre ideología y utopía no es total.

Hay que reconocer que la tarea de una síntesis total [de los puntos de vista particulares] es imposible. ¿Quedamos, entonces, reducidos, sin ningún progreso de pensamiento, la crítica de la reflexión total? ¿Salimos simplemente derrotados de esta lucha agotadora con las condiciones ideológicas de todo punto de vista? ¿Debemos renunciar a todo juicio de verdad sobre la  ideología? (Ricoeur, 2002, p. 301).

Si a partir de Habermas "la tarea de una filosofía crítica es precisamente desenmascarar los intereses subyacentes a la empresa de conocimiento" (Ricoeur, 2002, p. 326), en el horizonte de una conciencia moral crítica, la tarea es desenmascarar los intereses subyacentes a una empresa de justificación moral, un conjunto de intereses propiamente práctico, a partir de lo cual resultan dos tipos de acciones: la instrumental y la comunicativa. El interés práctico estaría ligado al interés emancipatorio, "es pues el interés por la emancipación el que regula la aproximación crítica; Habermas llama también a este interés autorreflexión, que es el que proporciona el marco de referencia para las proposiciones críticas: la autorreflexión, dice en el ensayo de 1965, libera al sujeto de la dependencia respecto de poderes hipostasiados" (Ricoeur, 2002, p. 329). Pero no se trataría, en el espíritu de esta propuesta, de una conciencia crítica–emancipatoria soberana y por encima de la tradición que le alimenta. Aquí es donde el simple diálogo se muestra insuficiente y el ejercicio autonarrativo deviene en asunto previo de cara a esta necesidad de crítica:

Si el desconocimiento [de las distorsiones del lenguaje operadas por el poder] es insuperable por la vía dialogal directa, la disolución de las ideologías debe dar el rodeo de procedimientos explicativos y ya no simplemente comprensivos que ponen en juego un aparato teórico que no se puede derivar de ninguna hermenéutica que sólo prolongase en el plano del arte la interpretación espontánea del discurso ordinario en la conversación (Ricoeur, 2002, p. 330).

Así se necesita que hermenéutica (en sentido gadameriano) y crítica ideológica (en sentido habermasiano) se complementen:

Tales son los rasgos principales del concepto de ideología: impacto de la violencia en el discurso, disimulo cuya clave escapa a la conciencia y necesidad del rodeo mediante la explicación de las causas. Por estos tres rasgos, el fenómeno ideológico constituye una experiencia límite para la hermenéutica. Mientras que la hermenéutica no hace más que desarrollar una competencia natural, necesitamos una metahermenéutica para elaborar la teoría de las deformaciones de la competencia comunicativa. La crítica es esa teoría de la competencia comunicativa que involucra el arte de comprender, las técnicas para vencer el malentendido y la ciencia explicativa de las distorsiones (Ricoeur, 2002, p. 332).

Con este tema nos encontramos pues en el corazón de la relación ideología-utopía, entendiendo a la primera como herencia y tradición recibidas (carácter pasivo del sí mismo) y a la segunda como proyecto y orientación de lo dado (momento activo del sí mismo). Ambos fenómenos tienen una cara destructora y otra constructiva: se plantea que la ideología es sinónima de distorsión, disimulo, ocultamiento, engaño social, ilusión, y la utopía es fuga de lo real, ficción política y que, en suma, "no es más que una manera de soñar la acción evitando reflexionar sobre las condiciones de posibilidad de su inserción en la situación actual" (Ricoeur, 2002, p. 350), siendo, sin embargo, determinantes a la hora de definir la forma como nos ubicamos en la historia de nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro y ello curiosamente mediado en gran parte por la imaginación individual y colectiva. Finalmente la importancia de las tres funciones de la ideología se funda en una: construir una interpretación de la vida real. Parte de esta interpretación es la valoración de las acciones y, con ella, la de su agente, bien sea para alabarlo o para censurarlo.

 

6. Narración, memoria y debate

La narración y la memoria se colocan de este modo al servicio de la justificación de sí en la autocomprensión ético-política y allí la forma discursiva predominante es la argumentativa, tal como sucede, por ejemplo, en los juicios jurídicos. Por esto, la narrativa no se puede ejercer como una operación solipsista y autosuficiente. Protagonista, en este orden de ideas, no significa subjetividad omnipotente ni omnisapiente; su relato siempre está imbricado en los procesos de explicación/comprensión propios del debate con y frente a otros. En éste, la fase deliberativa se caracteriza por una ofensiva de argumentos, mientras que la conclusiva apunta a un cierre con respecto a esa deliberación, y define una calificación para el agente en cuestión donde "la función de retribución de la sentencia [en el tribunal] debe considerarse como subordinada a su función restauradora, tanto del orden público como de la dignidad de las víctimas a quienes se hace justicia" (Ricoeur, 2003, p. 425).

El juicio definitivo es una limitación a la dialéctica potencialmente ilimitada de la explicación-comprensión propia del narrarse como historia personal o colectiva. Se trata de un debate en el que el sí mismo se enfrenta a su tradición y a sus interlocutores en una lucha agonística por justificarse moral y jurídicamente. Los otros, como testigos del debate, pueden dar su opinión apoyando el consenso que se funda en las tradiciones culturales o disintiendo de éstas, juzgando de otra manera. Por ello, la autojustificación se convierte en el norte que orienta el discurso, el estilo, sus acentuaciones: "toda memoria es ya distorsión en cuanto selectiva" (Ricoeur, 2003, p. 431). El uso de ésta corresponderá a la postura adoptada en cada enjuiciamiento: abogados en pro y en contra se valdrán de la misma para apoyar sus argumentaciones encontradas. En consecuencia, la plausibilidad de la acción no reside en la precisión descriptiva de la misma, sino en la manera de combinar y explicar sus componentes.

El relato puesto al servicio de la justificación moral y jurídica jugará con los criterios de plausibilidad y coherencia a la hora de seleccionar los recuerdos y la organización de los episodios. Este debate es entonces propiamente un conflicto de interpretaciones, "es la sutil conexión entre motivación personal y argumentación pública la que se ve implicada en la correlación entre la interpretación (subjetiva) y la explicación/comprensión (objetiva)" (Ricoeur, 2003, p. 449). Como alrededor del testimonio se pueden tejer reacciones de confianza y de sospecha, el "yo estaba allí" no es suficiente para confirmar el relato, el carácter discursivo de éste implica —como ya se ha dicho— la posibilidad de la mentira y el engaño; su manipulación obedece a la lógica del encubrimiento o la conveniencia. El espacio jurídico es el espacio público por excelencia de esta confrontación testimonial pero su discusión empieza en el ámbito de los allegados y, por ello, en el espacio familiar y próximo del imputado en el que la duda comienza a zanjar y separar opiniones a favor y en contra;

[…] este espacio abre el campo tanto al dissensus como al consensus. La crítica de los testimonios potencialmente divergentes introducirá el dissensus mismo en el recorrido del testimonio al archivo. En conclusión, el nivel medio de seguridad del lenguaje depende, en último análisis, de la fiabilidad, por tanto, de la atestación biográfica, de cada testigo tomado de uno en uno (Ricoeur, 2003, p. 217).

En un nivel de formalización superior, las pruebas aportadas, por ejemplo, por las ciencias forenses o criminalísticas, son un referente objetivo fundamental para demostrar la culpa o la inocencia del acusado. La biografía adquirirá de este modo elementos científicos determinantes para juzgar la reputación del individuo en el marco de una comunidad; en este mismo nivel superior se encuentra el momento del archivo escrito: "El testimonio es originariamente oral; es escuchado, oído. El archivo es escritura; es leído, consultado" (Ricoeur, 2003, p. 218). Por eso la opinión en la que se fundan los juicios tanto morales como jurídicos atraviesa estos tres niveles: inferior, medio y superior. El inferior, por cierto, contiene la reputación circulada en el ámbito de los allegados, la opinión aquí se funda en la observación directa o la experiencia compartida de varios meses, incluso años; la posibilidad de que ésta ensanche su radio de acción y llegue a convertirse en noticia local, nacional o internacional depende la mayoría de las veces del paso por un proceso público de enjuiciamiento que, castigando, premiando o exonerando, lleva el nombre del sujeto a una esfera mucho más amplia de aquella que le vio nacer y crecer. El rumor, propio de este nivel inferior o estrecho del marco de la intersubjetividad corta, pasa a ser archivo y documento a medida que va del círculo primario de la familia y los vecinos al de la comunidad como institución jurídica. En el nivel medio de lo escrito, el destinatario es cualquiera que sepa leer "a diferencia del testimonio oral dirigido a un interlocutor preciso" (Ricoeur, 2003, p. 222) y en el cual "el testimonio y su recepción son globalmente contemporáneos" (p. 223). Por eso la necesidad de justificación no actúa siempre en el relato de sí; la censura y la crítica son las que la demandan. Por su parte, la legitimación se pone al servicio de la lucha por sentirse reconocido: el sentimiento de injusticia puede ir desde la creencia de que la interpretación de la historia de vida narrada es incorrecta hasta el rechazo de la crítica que el oyente hace al modo de obrar o de justificarse propios del narrador-agente. El nivel superior, por su parte, sería análogo a la comunidad y a las cortes internacionales. En éste se trata sobre todo del derecho internacional y el enjuiciamiento de una comunidad más amplia que la propia del imputado.

Ahora bien, por tratarse de una empresa dialógica ¿de qué manera la precomprensión heredada por la tradición (o "las relaciones intersubjetivas largas") empaña la crítica que la voz y el juicio del interlocutor hace al narrador-protagonista? En un primer momento podría decirse que, en tanto herederos de la misma tradición, la cultura que los envuelve les determina su morada y su perspectiva valorativa, resultando superfluo todo conflicto de interpretaciones. La narración y valoración que el sujeto realiza a propósito de su vida no serían criticadas, el oyente o interlocutor se restringiría a corroborar la interpretación que aquél da de su existencia. Sin embargo, al lado de la sedimentación que condensa las tradiciones se halla la posibilidad de la innovación. Es esta interpretación crítica la que pugna en la tensión propia del círculo hermenéutico propuesto por Ricoeur: la precomprensión se constituye en horizonte de sentido a la vez que, en su proceso de explicitación, se introduce la interrogación siempre dispuesta a resquebrajarla. Es esto lo que en esa interpretación valorativa de sí se coloca como prioritario en tanto que, al lado de la innovación, se reconoce la posibilidad de una distorsión de la comunicación[13] en la formación de la conciencia interpretativa. En esta interrogación, la estructura económica, social e ideológica, "en cuanto fenómeno de larga duración" (Ricoeur, 2002, p. 326), aparece como condición de posibilidad del acontecimiento y de la crítica; en el marco de esta gran estructura acontece la pregunta, la incomodidad, el deseo de cambio, los intentos de transformación y las exigencias de responsabilidad y reparación, siendo una crítica que no tiene un lugar exterior al mismo caldo de cultivo del cual surge su alienación.

Esta condición de pertenencia se constituye por consiguiente en el presupuesto no sólo de la comunicación-fusión-de horizontes, sino también de "la tensión entre lo propio y lo lejano" (Ricoeur, 2002, pp. 93-94). Para Ricoeur "una crítica de las ilusiones del sujeto, a la manera marxista y freudiana, puede entonces, y debe, ser incorporada a la autocomprensión" (Ricoeur, 2002, p. 110). Hay que articular la hermenéutica y la crítica de las ideologías —la dialéctica objetivación/comprensión— en la autocomprensión ética y política, lo cual implica una fuerza del presente (Nietzsche) necesaria para poder tomar distancia del pasado y su tradición en aras de la sana crítica:

Lo que Nietzsche osó concebir es la interrupción que el presente vivo opera con respecto, si no a la influencia de todo pasado, al menos a la fascinación que éste ejerce sobre nosotros a través de la historiografía misma, en tanto cumple y garantiza la abstracción del pasado para el pasado [...] Es necesario saber ser ahistórico, es decir, olvidar, cuando el pasado histórico se convierte en una carga insoportable (Ricoeur, 2002, p. 256).

De este modo la conciencia crítica, aquella que está llamada a tomar distancia del pasado y la tradición heredados a la manera de imperativos y normas, opera apoyándose en una sana dosis de olvido. Es la fuerza del presente la llamada a ejecutar este tope al abuso de la memoria. Ya Nietzsche había analizado este abuso (1994, pp. 63-110) planteando la necesidad de liberarse de ese pasado que atormenta como culpa, de cara a la creación del tiempo futuro. Se trata de abogar por un equilibrio entre el exceso de memoria y el exceso de olvido, pues si bien es cierto que ese abuso mnemotécnico redunda en anquilosamiento del sujeto, el abuso del olvido conlleva por su parte el riesgo de la irresponsabilidad.

 

7. Conclusión: juicios, responsabilidad y reparación

Hasta aquí parece tratarse de una confusión de funciones y de luchas entre la conciencia moral alienada (ilegítima) y la conciencia moral crítica. ¿Acaso llegamos a un círculo vicioso en el que la una lleva a la otra y viceversa? Más bien se trata de reconocer la falibilidad de ambas, su carácter complementario. El sí mismo va, en los avatares de su existencia, de una a la otra con la ayuda (incluso negativa) de sus allegados y amigos; factores comerciales y principios sociales. Su ser no es ni autosuficiente ni infalible y ello implica, también, su conciencia moral: hoy se percibirá moralmente de un modo, mañana quizá se perciba de otro. Es aquí donde reside la posibilidad de la reelaboración, la reinterpretación y, con ello, la recreación de su existencia. El carácter no definitivo ni acabado de ésta mantiene al sí mismo siempre en camino con posibilidad tanto hacia lo peor como hacia lo mejor. Por una parte el pasado y la tradición marcan este ir hacia, partiendo de la ideología y sus tres funciones (distorsión–disimulo, legitimación e integración) y, por otra, el futuro y el proyecto buscan, con la utopía, jalonar este ir hacia como un movimiento teleológico distendido hacia un ideal. En esta dialéctica entre tradición y crítica se trata de lograr una relación productiva entre convicción y argumentación, en suma, entre todos los juegos de lenguaje que conforman la experiencia lingüística de los sujetos y las comunidades (relatos, historias de vida, justificaciones, contraargumentaciones).

¿Y por qué debe admitir la argumentación esta mediación de otros juegos de lenguaje y asumir esta función correctora respecto a su capacidad argumentativa potencial? Precisamente, porque la argumentación no se plantea sólo como antagonista de la tradición y de la convención, sino como instancia crítica que opera en el seno de convicciones que ella no debe eliminar, sino elevar al rango de 'convicciones bien sopesadas' (Ricoeur, 1996, p. 317).

El ejercicio argumentativo permite elevar las convicciones particulares de un individuo o de una comunidad al nivel de la discusión en el horizonte de una confrontación con otras convicciones. Se trata de un "equilibrio reflexivo" (como lo señalaba Rawls) entre la exigencia de universalidad y las limitaciones contextuales. Las convicciones no se pueden eliminar porque, precisamente, constituyen el conjunto de las tomas de posición de las que surgen significaciones, interpretaciones, evaluaciones, valoraciones, en suma, la óptica desde la cual se entra en comunicación con otros marcos de significación. La phrónesis termina siendo phrónesis crítica en tanto la prudencia del sí pasa por la región del deber —que exige no hacer el mal, más específicamente, el daño a un ser humano hecho por otro— y por la región de los conflictos de la acción. El paso por estas regiones le da un sentido colectivo al juicio moral en situación y que se forma al discutirse, en cada caso, unas convicciones compartidas o rivales. De todas maneras, este equilibrio reflexivo no es fácil de lograr, la fuerza de la tradición ejercida como conciencia moral mantiene una alteridad que Ricoeur define, utilizando términos freudianos, como el "superego, que se reduce a las identificaciones (sedimentadas, olvidadas y, en gran parte, rechazadas) con las figuras parentales y ancestrales" (Ricoeur, 1996, p. 394) que implican "un movimiento de regresión sin fin, en el que el Otro pierde progresivamente [...] su presunta familiaridad inicial" (p. 395). Este es el lugar donde aparecen el mito y el culto con todo el peso de la autoridad que les constituye, pues "¿de dónde saca el antepasado la autoridad de su voz, sino de su presunto vínculo privilegiado con la Ley, inmemorial como él?" (p. 395). Por eso dicho equilibrio reflexivo es frágil; su realización se presenta como un acto de juzgar, donde interpretación y argumentación se cruzan y complementan. En el campo de la intersubjetividad corta, se trata de mantenerse en el punto medio de dos extremos igualmente peligrosos: el de la empatía encubridora ("todo está bien", "sigue así") y el del juicio prematuro ("no digas nada, ¡eres culpable!").

Así el juzgar presenta varios niveles, con grado de densidad creciente: opinar, estimar, tener por verdadero, tomar posición. La opinión se queda en el juicio descomprometido y sin fuerza sobre algo; la estimación establece jerarquías y valores; se emite un juicio o proposición a propósito de algo como verdadero, bueno, justo o legal y el individuo se adhiere a él; y, finalmente, hay una correlación entre el entendimiento que juzga y la voluntad que decide: se toma posición como efecto del juicio y el querer (1995, pp. 185 y ss.). Mientras que en el nivel judicial dicho acto corresponde propiamente a un proceso legal con leyes escritas, tribunales y jueces; en el nivel de las relaciones próximas, hay principios morales (tradición, ideología, valores compartidos, normas), marcos públicos restringidos de enjuiciamiento (familia, esquina, barrio) y rostros con nombre que señalan, imputan, conminan, acusan, condenan, defienden o exoneran en un proceso que puede ser interminable. La reputación, la historia personal, queda grabada en la memoria de los próximos, de tal suerte que el juicio puede revivirse una y otra vez aún sin la presencia del implicado; en el orden legal es la sentencia del juez la que pone punto final al proceso, efectuando un cierre oficial del caso.

El juicio opera entonces, según Ricoeur —apelando a la tercera crítica kantiana—, como un juicio determinante en el camino de la deducción o aplicación de la ley al caso, y como un juicio reflexionante en el trayecto de la inducción o de análisis y confrontación del caso con la ley. Es esta versatilidad la que le imprime un grado aún mayor de dificultad a la ejecución justa del juicio. Situarse en la región del gris, sin dejarse llevar ni por la radicalidad del polo legal ni por el extremo de lo particular, implica un esfuerzo de atención y de autocrítica en la ejecución de la relación entre la conciencia, la ley y la vida. En otras palabras, el conflicto se presenta entre la perspectiva que funciona según el principio de la rigidez y el apego a la letra de la ley (por ejemplo en el caso de la conciencia escrupulosa) y la perspectiva que rechaza de plano la pretensión de universalidad. En esta última, la singularidad y novedad son revestidas de una exclusividad que les exonera del contraste con cualquier otro marco referencial. De esta manera la conciencia entra en conflicto con la ley a través del choque entre el deber y el deseo. La prohibición, a pesar de su función estructurante de la subjetividad a través del aprendizaje de la tradición, no deja de presentarse como la piedra en el zapato del querer y la inclinación egoísta. El carácter riguroso, intransigente e imparcial de la ley devenida en voz de la conciencia, choca con las situaciones de la existencia para las cuales es insuficiente el mandato ya establecido. Esta es la dificultad del juicio moral en situación: "aplicar una norma a un caso particular es una operación extraordinariamente compleja, que implica un estilo de interpretación irreductible a la mecánica del silogismo práctico" (Ricoeur, 1995, p. 217).[14] El debate y el conflicto de interpretaciones se hace inevitable; "la argumentación constituye la trama lógica y la interpretación la trama inventiva del proceso conducente a la toma de decisión" (p. 218).[15] La ley no puede entonces agotar los casos; cada día trae sus propias exigencias para lo legislado y/o acostumbrado: los bienes y las esferas en las que éstos son distribuidos se caracterizan más por la heterogeneidad y por la exigencia de reflexión en el proceso de aplicación a la situación singular que por la claridad precisa de un manual o recetario.

Por otra parte, el conflicto entre el respeto a la ley y el respeto a las personas hace más complejo la ejecución del juicio moral: "la sabiduría del juicio consiste en elaborar compromisos frágiles donde se trata de zanjar menos entre el bien y el mal, entre el blanco y el negro, que entre el gris y el gris, o, en el caso extremadamente trágico, entre lo malo y lo peor" (p. 220).[16] Actuar con convicción significa, entonces, poder orientar la existencia con criterios que han pasado la prueba del rigor de la ley y la experiencia de lo trágico de la acción. En el proceso de la discusión, en el que se enfrentan tradición y crítica, los casos demandan una respuesta tradicional o innovadora, argumentativa o interpretativa, pero casi siempre necesitan de ambas: de la argumentativa (explicativa) como correctivo del subjetivismo justificador ilegítimo, de la tradicional (comprensiva) como auxilio ante el peso ciego de la ley y la rigidez jurídica. Además, aunque la discusión se lleve a cabo al interior del discurso legal mismo, ella requiere de la participación de cada uno de sus protagonistas y, con éstos, entra a hacer parte del juego formalista la interpretación o asunción de la ley que cada uno hace. El conflicto, pues, se realiza en el marco del formalismo legal, pero se ancla en el conflicto de interpretaciones que surgen en el debate de los intérpretes. La ley sale entonces de su sistema o código para entrar a hacer parte de la aplicación de la misma, su uso es el que requiere de la inventiva propia de la interpretación; "para decirlo en términos kantianos, la interpretación es el camino que sigue la imaginación productiva en la operación del juicio reflexionante" (p. 179).

El grado de formalismo legal varía en una sociedad dependiendo del ámbito en que se desarrolla la discusión. El de la intersubjetividad corta implica un contraste de interpretaciones que no necesariamente tienen que apelar al corpus jurídico para desarrollarse; más bien se desenvuelve como un discurso práctico-moral que está a la base de la tradición y las valoraciones comunes. También puede llegar al punto de una discusión en el marco del discurso jurídico, a la manera de una demanda, una acusación, pero, en general, el ejercicio autonarrativo como discurso autobiográfico y autojustificador se queda en el nivel de la conversación con los allegados y los consejeros. El juicio civil o penal apela a esta historia de vida para enmarcar el acontecimiento en cuestión dentro de una dimensión que permita explicarlo en relación con el carácter y la historia de su desarrollo. Lo que a Ricoeur le interesa es defender que la dialéctica entre ética y moralidad se resuelve en el juicio moral en situación. Se puede decir que el conflicto ético se debe tanto a la unilateralidad de los caracteres como a la confrontación de los principios morales con la complejidad de la vida; y, por otro lado, que la solución al conflicto de la acción consiste en el recurso al fondo ético (convicción) sobre el que se destaca la moralidad, recurso que suscita la sabiduría del juicio situacional. Se trata entonces de seguir la vía de la aplicación o efectuación concreta de las normas y no el de su justificación formal.

Si, en efecto, admitimos, con el propio Habermas, que 'las instituciones morales cotidianas no tienen necesidad alguna de las luces de los filósofos' y que la empresa fundacional no tiene, en último análisis, más que una función terapéutica, en el sentido de Wittgenstein, respecto a los contraargumentos escépticos erigidos en 'ideología profesional', entonces la ética de la discusión no debe ser sólo la apuesta de un intento de fundación por vía regresiva de la exigencia de universalización, sino también el de un sometimiento a prueba por vía progresiva en el plano de la práctica efectiva (Ricoeur, 1996, p. 311).

¿Cuál es entonces la acción censurable? Aquella que, siendo considerada como negativa en el marco de los valores compartidos del grupo, queda registrada para un examen ulterior (Ricoeur, 2002, p. 179), pero, "cuando no existen registros formales (como los que llevan las oficinas de contratación, las escuelas, los bancos, la policía), existe un análogo informal de estos registros formales, que llamamos la reputación y que constituye una base para censurar" (p. 180). La reputación, contrastada con los testimonios, vendrá a ocupar el lugar de una concepción sobre el carácter de la persona en cuestión, socialmente sedimentada. Sin embargo la reputación conlleva el riesgo de etiquetar y anquilosar al sujeto de acuerdo a un conjunto de acciones pasadas. Las formas patológicas de la culpabilidad (Lacroix, 1980; Pewzner, 1999) son ejemplos típicos de esta repetición estigmatizadora. La censura, acusación, acreditación o castigo de acuerdo a la reputación son "situaciones cuasijurídicas" (p. 180) en las que se ve envuelto el sujeto moral de imputación, y por ello la dialéctica acusación-defensa es tan necesaria como la tensión ideología-crítica.

Ahora bien, en este marco jurídico-moral el fundamento de la reparación es la responsabilidad, y ello no sólo de los victimarios sino también de las víctimas y de los intermediarios. La reparación aparece de este modo atada a una constelación conceptual de la cual no sólo hacen parte la memoria, la narración y los juicios, sino, también, la culpa y la responsabilidad. La culpa, claro está, es de los victimarios, pero la relación entre la reparación como restauración de la justicia, esto es, como cumplimiento de un marco jurídico, y la reparación como responsabilidad moral-práctica, se funda en ese contexto ya descrito del funcionamiento experiencial de los juicios y las tensiones entre el remordimiento de los victimarios, su auténtica responsabilidad con el ánimo de retribución y reivindicación ética, jurídica y social, y las exigencias tanto de los políticos, de la reparación como de las víctimas. Esta distribución de la responsabilidad, de los victimarios, los intermediarios y las víctimas,[17] comienza por el reconocimiento de que el peso agobiante de la responsabilidad por todo y por todos puede degenerar en angustia e impotencia. Por ello, se requiere de una responsabilidad que funcione consciente del carácter interactivo de la acción y de los límites de la propia responsabilidad: la conciencia de que no todo depende de sí. Los otros y las circunstancias son, como ya se ha dicho, factores de mucho peso en el decurso de los sucesos, pero debido a la posibilidad que tiene la responsabilidad de disolverse hasta la dimensión en que no hay agente a quien imputársele la acción; la culpa, equilibrada y prudentemente distribuida y vivida, se constituye en un recurso necesario para la imputación y la experiencia de un sentimiento personal de responsabilidad que puede orientar la acción como deber de respuesta ante otro, por ejemplo, como intención reparadora.

La responsabilidad del agente se despliega, entonces, a través de las tres dimensiones de la temporalidad: con el futuro, bajo la forma de las consecuencias de la propia acción; con el pasado, como algo que le pertenece y como deuda; con el presente, donde finalmente las dos anteriores se encuentran y se superponen, pues decimos "sentirse responsable ahora es, [...] aceptar ser considerado hoy el mismo que el que actuó ayer y actuará mañana" (Ricoeur, 1982, p. 326). Las dificultades, sin embargo, en esta relación entre responsabilidad y temporalidad no son pocas: ¿hasta dónde se extiende la responsabilidad del agente en el futuro? ¿Cómo delimitar las deudas y los males de la cuenta propia con una acción que fue colectiva y desarrollada en el contexto del mundo, de la causalidad natural? ¿Cómo trazar la frontera entre una sana conciencia de la responsabilidad personal y el peso agobiante de una culpabilización anquilosadora sin desmoralizar la acción del agente? Ricoeur, siguiendo a Derrida, propone "separar al culpable de su acto, en otras palabras, perdonar al culpable sin dejar de condenar su acción, sería perdonar a un sujeto totalmente distinto del que cometió el acto […] El mismo, diría yo, pero potencialmente otro, pero no otro distinto" (Ricoeur, 2003, pp. 638, 639 y nota 45).

De este modo, la responsabilidad se apoya en la exigencia que la justicia le hace a la memoria: "es la justicia la que, al extraer de los recuerdos traumatizantes su valor ejemplar, trasforma la memoria en proyecto; y es este mismo proyecto de justicia el que le da al deber de memoria la forma del futuro y del imperativo" (Ricoeur, 1982, p. 120). Este deber, como exigencia de justicia, obliga a proyectar las compensaciones y retribuciones que tengan lugar en un caso dado. La rememoración como deber no se contenta con mostrar, una vez más, el dolor de un pasado trágico; su exigencia va más allá de la unión nostálgica del pasado con el presente y apunta a la demanda de una acción compensatoria. Así la memoria se orienta a un cumplimiento intersubjetivo pues la justicia es la virtud "que, por excelencia y por constitución, se dirige hacia el otro […] El deber de memoria es el deber de hacer justicia, mediante el recuerdo [y la acción], a otro distinto de sí" (p. 121); pero ni la atribución e imputación de la institución jurídica, ni la adscripción y autoacusación, ni el sentimiento de la falta pueden bastar para reorientar la acción del agente, éstos pueden quedarse en el drama de una representación teatral. Con lo cual la institución se restringe a la exterioridad del proceso penal del condenado: imputar la acción, dictar sentencia y aplicarla aun cuando el agente permanece incólume. "En efecto —dice Ricoeur—, nuestra atención no se dirige a nuestra perspectiva afectiva, sino que más bien empiezan a aparecerme las cosas interesantes a partir de ella; y en esas cosas es donde percibimos lo amable, lo atractivo, lo odioso, lo repugnante" (Ricoeur, 1982, p.70). Por eso ningún proyecto moral podrá prescindir de la inclinación y de la fuerza proveniente del afecto, pues

[…] la razón sólo puede ser práctica a base de 'influir' en la facultad de desear. Ya se ve por qué: si la razón fuera sólo 'principio' y no 'móvil', nos permitiría juzgar, apreciar, condenar, pero sin determinarnos a la acción; y entonces no sería práctica, sino solamente crítica, en el sentido moral de la palabra […] El principio sólo será práctico cuando el deber ponga en conmoción al querer (pp. 92-93).

El sentimiento, por su parte, con todo y la fuerza que da la afección, podrá autocastigar al acusado, pero no servirle para tratar de actuar-ser de otro modo, pues aunque "el concepto de remordimiento [por ejemplo] está ligado a maldades pasadas (por ejemplo, haber matado a un amigo), a síntomas como el llanto y a la acción de paliar el daño hecho, como asegurar el porvenir de la familia del muerto" (Kenny, 2000, p. 99), no necesariamente se da una reorientación total del sujeto.

Ricoeur lo plantea de manera radical:

Así como yo puedo cambiar de sitio, no puedo cambiar de carácter: no existe ningún movimiento que me permita cambiar el origen cero de mi campo total de motivación. Ni siquiera se da un movimiento espiritual que posea la virtud de cambiar el origen de mis valoraciones más fundamentales. Ni aun la conversión más radical puede constituir un cambio de carácter, so pena de convertirnos no sólo en 'nueva criatura', sino en individuos distintos (Ricoeur, 1982, p. 81).

Por ello la reparación responsable tiene que ser práctica, no sólo moral o simbólica: el olvido no funciona entonces como borrón de la acción imputada y censurada, sino como redescubrimiento de otra potencialidad de ser, pues acto y potencia son juzgados moralmente en dos dimensiones temporales distintas; el primero como lo ya ocurrido (pasado) y el segundo como un todavía no (futuro). La responsabilidad personal se ve así entreteji se propone hablar, más bien, de sentimiento de responsabilidad. Éste puede otredad, la solicitud y la respuesta. Ahora bien, la mera disposición subjetiva resulta insuficiente en este ejercicio de la responsabilidad, pues "es en este nivel donde las estrategias de exculpación actúan con más fuerza" (Ricoeur, 2003, p. 618), la tentación permanente de minimizar la propia responsabilidad, el afianzamiento en un no-saber como respuesta ante una acusación y la incomodidad que representa la narración de los sufrimientos ocasionados y padecidos se convierten en fuerzas que jalonan la evasión del rostro y la mirada con nombre que reclama justicia. Pero también "el sufrimiento se convierte en el instrumento de la toma de conciencia" (Ricoeur, 1982, p. 240), ver al otro padeciendo como efecto de nuestros actos y sufrir por ello, compadecerse ante el dolor es, en muchos casos, el choque necesario para reconocerse responsable de lo sucedido. La transacción de este modo también tiende a "la exigencia de un castigo justo" (Ricoeur, 1982, p. 205), adecuado a la infracción y con la finalidad no sólo de retribuir al afectado y restituir el orden normativo, sino también darle oportunidad al condenado para re-orientar su acción futura, esto es, darle oportunidad "a la rehabilitación del valor personal del culpable" (Ricoeur, 1982, p. 207). Así, "la facultad de perdón y la de promesa descansan en experiencias que nadie puede realizar en la soledad y que se fundan totalmente en la presencia del otro" (Ricoeur, 2003, p. 633). Incluso, en una economía social de las penas, el castigo tiene la función de prevenir la comisión repetida del delito, su preocupación es con respecto al futuro (Foucault, 2001, p. 98).

En suma, lo que importa es que la culpabilidad lleve a la responsabilidad: si no hay conciencia de la culpa, en el sentido positivo de la misma, esto es, como fuerza transformadora de cara al futuro, no hay reorientación existencial. Cuando el sentimiento de culpabilidad se transforma en sentido de responsabilidad se ha dado el giro de un anquilosamiento en el pasado a una proyección que se abre consciente de sus posibilidades. La alteridad y la perspectiva de futuro se presentan pues como antídoto ante el cierre en la mismidad y el pasado fijo del sentimiento patológico de culpabilidad (Cf. Pewzner, 1999). Responsabilidad de cara a un nuevo día y a un rostro, pero a partir y con la conciencia del sufrimiento que puede implicar la carga de una acción que devenga pasado atormentador, por ello se propone hablar, más bien, de sentimiento de responsabilidad. Éste puede tener varios grados, desde el sentimiento del deber, pasando por la solidaridad, hasta la convicción de la posibilidad de intervenir en el mundo y frente a los otros. Igualmente se encuentra entre la imputación y la retribución, sin olvidar que éstas se fundan en la atribución de la acción al agente. Así el sujeto moral se siente responsable de un acto ante alguien que merece una retribución cuando le ha perjudicado. Por eso la responsabilidad no se queda en el marco de la relación entre la acción y su agente (adscripción-imputación), sino que se extiende hasta el plano de la relación entre el agente y el paciente. En efecto, el acto destructivo es importante porque ha dañado a otro, no por sí mismo; "hacer el mal, es hacer el mal 'a alguien', es infligir a alguien un sufrimiento" (Ricoeur, 1998, p. 13).[18] En este sentido la intersubjetividad aparece en el primer plano de la responsabilidad; en el segundo estaría la extensión temporal, la cadena de efectos hacia el futuro. Pero, como ya se ha dicho, tanto el señalamiento del responsable como la definición de la cadena de consecuencias es difícil de precisar por el carácter interactivo de la acción y su dimensión mundana —pues "la voluntad subjetiva no puede devenir acción más que exteriorizándose, poniéndose también bajo la ley de la necesidad exterior" (Ricoeur, 1995, p. 67).[19] Sólo se puede responder parcialmente a estas dificultades tratando de circunscribir, lo mejor posible, esos señalamientos ya que, por otra parte, "una responsabilidad sin consideración de duración sería también una responsabilidad sin consideración de proximidad y de reciprocidad" (pp. 65-66).[20] Los efectos laterales —aquellos que escapan a lo querido y planeado por el agente— y la buena intención como argumento exculpador, se chocan en un dilema en parte soluble a través del conocimiento cabal de la situación, la crítica y el juicio moral en situación. Se puede decir entonces "que la acción humana no es posible más que bajo la condición de un arbitraje concreto entre la visión corta de una responsabilidad limitada a los efectos previsibles y manejables de una acción y la visión larga de una responsabilidad ilimitada" (p. 68),[21] pues el extremo de una responsabilidad por todo y por todos volvería la acción imposible, como también la indiferencia total ante los efectos laterales convertiría al sujeto en un agente detestable y egoísta. En suma, "¿de qué soy culpable? ¿Frente a quién? ¿Qué puedo hacer? La sabiduría será quizá aceptar que lo insondable no debe devorarme, no debe engullirme. Debo entonces limitar mi culpabilidad a lo que yo habría podido hacer, y no he hecho" (Ricoeur, 1998, p. 18).[22] Obviamente existe la insensibilidad moral, existen muchos que no se sienten culpables. Lacan (1979, 1996, 2004) decía "que había dos formas de estar en la patología, una es no salir de la culpabilidad, y otra es no entrar en ella. ¡No salir, es la neurosis; pero no entrar, es la psicosis!" (Ricoeur, 1998, p.28).[23] La prohibición y la indignación social que produce el acto destructivo son estructurantes del individuo moral, pero su exaltación conlleva a la neurosis así como su  exoneración engendra psicóticos. No puede perderse entonces el sentido de la prohibición, pero siempre frente a un otro que reclama justicia. Finalmente diré —con Ricoeur— "que lo esencial es no considerar la culpabilidad sola, sino siempre en el acoplamiento culpabilidad-responsabilidad: el lado subjetivo de la culpabilidad y el lado de alteridad de la responsabilidad; el uno corrigiendo al otro en sus excesos y en sus defectos" (p. 29).[24]

En este sentido y después de este recorrido fenomenológico, se clausura la posibilidad de hipostasiar la alteridad como único factor necesario para la realización de la responsabilidad y la reparación. El otro podrá exigir, esperar, demandar, conminar, pero si no hay una recepción, una escucha de ese llamado, una disponibilidad atenta por parte del sí mismo, la realización de responsabilidad opera como reacción a una demanda puramente legal. La culpabilidad de este modo aparece como fundamento de la responsabilidad ético-moral no sólo por ser correlato de la misma (ecuación solicitudrespuesta), sino por la implicación emocional que la acción requiere. Sin este compromiso de la esfera ética y subjetiva la respuesta podrá quedarse en el plano del cumplimiento meramente exterior, y el reconocimiento y la reparación permanecerán en el orden del deber legal. La esfera del querer ético-moral seguirá incólume y, de cierta manera, fingida.

 

 

Notas

* Este artículo es parte de la investigación Autocomprensión y orientación existencial. Un estudio a partir de la fenomenología-hermenéutica de Paul Ricoeur, presentado para optar al grado de Magíster en Filosofía en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia.

[1] "Pero las pruebas, las enfermedades, las heridas, los traumatismos del pasado invitan a la memoria corporal a fijarse en incidentes precisos que apelan fundamentalmente a la memoria secundaria, a la rememoración, e invitan a crear su relato" (Ricoeur, 2003, p. 62).

[2] Pues "la memoria es del pasado" (Ricoeur, 2003, p. 34) sin olvidar que "antes de hablar de la tradición como ‘depósito' hay que hablar de la tradicionalidad como forma que expresa el intercambio dialéctico entre el pasado interpretado y el presente interpretante" (Rubio, 2000, p.300); así "el pasado no es sólo lo que ‘ha pasado' (aspecto transitorio), sino también lo que ‘sigue estando preservado en el presente' (aspecto permanente), es decir, se lo está reteniendo mediante una memoria narrada" (p. 303).

[3] Esa memoria impedida u olvidadiza bien podría relacionarse con la memoria sobre la cual trabaja la terapia psicoanalítica; la cual permanece, en tanto testimonio de un pasado experimentado aunque inaccesible la mayoría de los casos, indestructible. El ejercicio autonarrativo selecciona los temas, los recuerdos desprendiéndose de aquellos que no tienen pertinencia actual: "la memorización está sujeta a la variación producida por presiones sociales directas. Los narradores cuentan lo que pide o va a tolerar el público" (Ong, 1999, pp.70-71). Pero también lo que su memoria les permite: la memoria impedida puede hacerse sinónima de "memoria herida, incluso enferma. Lo demuestran expresiones corrientes como traumatismo, herida, cicatrices" (Ricoeur, 2003, p. 97). El trabajo psicoanalítico está orientado en gran medida a propiciar una terapéutica a esta memoria, para que el individuo logre salir del círculo de la compulsión y el anquilosamiento en el pasado innombrado a través de la autocomprensión dialogada, diciendo, en cuanto sea posible, todo lo que el inconsciente tenga para manifestar.

[4] "En el marco de la retórica, la narratio tenía funciones muy claras. Por una parte, su objetivo era orientar-instruir al auditorio y por otra parte persuadirlo de la justeza de la causa que se defendía. Para conducir al oyente a determinadas conclusiones, el orador presenta los hechos desde una perspectiva concreta, de manera que la narratio es una puesta en escena en que algunos elementos se enfatizan, mientras que otros se ignoran deliberadamente" (Adam y Lorda, 1999, p. 90).

[5] Piénsese, por ejemplo, en el inacabable debate entre la dimensión subjetivista e intersubjetivista de la existencia plasmado en el enfrentamiento entre los conceptos de individuo y sociedad. En efecto, gran parte de la filosofía política moderna (Hobbes, Rousseau, Kant) plantearon su filosofía del contrato social y del Estado en torno a éste.

[6] Distinguiendo, a su vez, entre pre-juicios legítimos y pre-juicios ilegítimos (Cf. Gadamer, 1988).

[7] La norma tiene un "carácter objetal que consiste en esa propiedad de proyectarse ante mí, de ofrecérseme desde mi punto de vista y de poder ser comunicada, al mismo tiempo, en un lenguaje comprensible a todo ser racional. En eso consiste, pues, la objetividad del objeto: en que la manifestación de cualquier cosa lleve inherente la capacidad de ser expresada" (Ricoeur, 1982, p. 60).

[8] "El subsistema de la acción instrumental ha dejado de ser un subsistema, y sus categorías han invadido la esfera de la acción comunicativa [...]; Habermas lo describe como olvido y pérdida de la diferencia entre el plano de la acción instrumental, que es también el del trabajo, y el plano de la acción comunicativa, que es también de las normas consentidas, del intercambio simbólico, de las estructuras de la personalidad, de los procedimientos de decisión razonable" (Ricoeur, 2002, p. 345).

[9] Conceptos propiamente weberianos. "La idea de relación social agrega a este doble fenómeno de significación de acción y de orientación mutua la idea de una estabilidad y de una previsibilidad de un sistema de significaciones" (Ricoeur, 2002, p. 282).

[10] "El código interpretativo de una ideología es algo en lo cual los hombres habitan y piensan, más que una concepción que ellos ponen ante sí [...] Una ideología es operatoria y no temática. Actúa a nuestras espaldas y no es un tema que tengamos ante nuestros ojos. Más que pensar sobre ella, pensamos a partir de ella" (p. 284).

[11] "En un famoso artículo, "The Ascription of Responsability and Rights", L.A. Hart muestra de manera muy convincente que el razonamiento jurídico no consiste en absoluto en aplicar leyes generales a casos particulares, sino en elaborar cada vez decisiones con referencia única. Estas decisiones concluyen la refutación cuidadosa de las excusas y de los medios de defensa susceptibles de recusar (defeat) la demanda o la acusación. Al decir que las acciones humanas son fundamentalmente recusables (defeasible) y que el razonamiento jurídico es un proceso argumentativo que se enfrenta con las diferentes maneras de recusar una demanda o una acusación, Hart ha abierto el camino para una teoría general de la validación, en la cual el razonamiento jurídico constituiría el eslabón fundamental entre la validación en la crítica literaria y la validación en las ciencias sociales. La función intermediaria del razonamiento jurídico muestra claramente que los procedimientos de validación tienen un carácter polémico. Ante el tribunal, la plurivocidad común a los textos y a las acciones se exhibe en la forma de un conflicto de interpretaciones, y la interpretación final aparece como un veredicto ante el cual es posible apelar" (Ricoeur, 2002, pp. 188-189).

[12] "Heidegger une al comprender, la noción de proyección de mis posibles más propios; esto significa que el modo de ser del mundo abierto por el texto es el modo de lo posible, o mejor del poder ser; en esto reside la fuerza subversiva de lo imaginario" (Ricoeur, 2002, 340).

 [13] Entendida como "comprensión equivocada" o como prejuicio negativo (Ricoeur, 2002, p. 50).

[14] "Appliquer une norme à un cas particulier est une opération extraordinairement complexe, qui implique un style d'interprétation irréductible à la mécanique du syllogisme pratique» (traducciones del autor).

[15] "l'argumentation constituant la trame logique et l'interprétation la trame inventive du processus aboutissant à la prise de décision».

[16] "La sagesse de jugement consiste à élaborer des compromis fragiles où il s'agit de trancher moins entre le bien et le mal, entre le blanc et le noir, qu'entre le gris et le gris, ou, cas hautement tragique, entre le mal et le pire».

[17] para la cual se requiere dar el paso de una mala conciencia anquilosada a una proyección responsable con el futuro, de un espectáculo histriónico de la confesión pública de las culpas al auténtico compromiso con las víctimas concretas, y de la conciencia del paciente inmóvil e indefenso a la conciencia de la víctima como agente de sus propias exigencias respaldadas por un aparato político y jurídico eficientes.

[18] "Faire du mal, c'est faire du mal «à quelqu'un», c'est infliger à quelqu'un une souffrance".

[19] "La volonté subjective ne peut devenir action qu'en s'extériorisant, se mettant aimsi sous la loi de la nécessité extérieure".

[20]  "Une responsabilité sans considération de durée serait aussi une responsabilité sans considération de proximité et de réciprocité".

[21] "Que l'action humaine n'est possible que sous la condition d'un arbitrage concret entre la vision courte d'une responsabilité limitée aux effets prévisibles et maîtrisables d'une action et la vision longe d'une responsabilité illimitée".

[22] "De quoi suis-je coupable? A l'égard de qui? Que puis-je faire?». La sagesse sera peut-être d'accepter que l'insondable ne doit pas me dévorer, ne doit pas m'engloutir. Je dois donc limiter ma culpabilité à ce que j'aurais pu faire, et que je n'ai pas fait".

[23] "Il disait qu'il y avait deux façons d'être dans la pathologie, l'une est de ne pas sortir de la culpabilité, et l'autre de ne pas y entrer. Ne pas en sortir, c'est la névrose; mais ne pas y entre, c'est la psychose!".

[24]  "En conclusion, je dirais que l'essentiel est de ne pas considérer la culpabilité seule, mais toujours dans le couplage culpabilité-responsabilité : le côté d'altérité de la responsabilité. L'un corrigeant l'autre dans ses excès et dans ses défauts".

 

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Fecha de recepción: septiembre de 2008 / Fecha de aprobación: junio de 2009

 

Cómo citar este artículo

Lenis, John. (2009, enero-junio). Memoria, ideología y crítica. Una fenomenología del mundo ético-político. Estudios Políticos, 34, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, (pp. 11-45).

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