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Estudios Políticos

versión impresa ISSN 0121-5167versión On-line ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  n.34 Medellín ene./jun. 2009

 

 

Hamlet, en el principio de la modernidad: el juicio al rey*

 

Hamlet, at the beginning of Modernity: The Trial of the King

 

Mario Yepes Londoño**

 

** Profesor titular en la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia hasta el año 2003, donde fundó la Escuela de Teatro en 1975. Maestro en Arte Dramático Honoris Causa y Magíster en Ciencia Política de la misma Universidad. Actualmente docente de cátedra en las Universidades de Antioquia y Nacional de Colombia, Sede Medellín. E-Mail: mayepes@epm.net.co

 

 

 

Entre los muchos momentos y aspectos que pueden interesar en Hamlet hay algunos puntos que vuelven a salir desordenadamente a la superficie por diversos estímulos. Una vez son éstos, otra vez son aquellos, pero siempre renuevan el interés por la totalidad de esta obra literaria de Shakespeare. Digo literaria porque entre nosotros es casi imposible acudir a puestas en escena de clásicos, a menos que se recurra a las mismas versiones cinematográficas, vistas y oídas una y otra vez.

Quiero tratar aquí uno de esos puntos que considero particularmente inquietante: las razones del aplazamiento, que no de la indecisión, del protagonista para ejercer la venganza. De aquí se desprenderá lo que se anuncia en el título de este artículo: en el curso de la obra, Hamlet adelanta un verdadero proceso para juzgar al Rey de Dinamarca, su tío, acusado de asesinar al viejo monarca y padre del príncipe.

Este de la indecisión y la duda es un tema que ha desvelado a lectores, espectadores, actores y directores, para no hablar de las terminantes palabras de los críticos, durante siglos. Se habla de Hamlet como el paradigma de la duda y de la "indecisión" y de que éstas serían las marcas esenciales de su carácter. Concluído el asunto. De aquí se desprendería que todo lo que le pase a Hamlet a partir de su primer regreso a Dinamarca se debe a que es un ser irresoluto; y, encima, en la común creencia, melancólico según el significado terrible de su tiempo, decididamente loco nada fingido para lectores superficiales de hoy, y que esas dos características lo van a volver presa fácil de espíritus más vivos y resueltos como el Rey y Laertes. Resuelto el problema para actores simples y para lectores de frases célebres: Hamlet es un carácter irresoluto, apocado, perpetuamente con la mano en el considere, incapaz de decidirse a la venganza o en cambio a disponer de su propia vida, de hablar arrastrado y movimientos torpes, cuando no se halla detenido contemplando una calavera. Tal visión es heredada de otros lectores del pasado: un autor anónimo del siglo XVIII citado en la edición Norton, postula que, dado el error de Shakespeare al ceñirse tanto a su plan de poner a Hamlet a fingir la locura (con lo cual pondría en tan grave peligro su vida y su proyecto de venganza), cometió un grave absurdo: el de que un joven y noble príncipe como el danés, valiente y resuelto como debía serlo, no mata de inmediato a su tío como correspondía; tal absurdo sólo tiene una explicación, dice el autor, y es que seguramente Shakespeare tuvo que considerar el hecho de que una inmediata decisión de venganza hubiese puesto fin prematuro a la obra teatral; que al caer en cuenta de tal cosa, Shakespeare hizo bien, pero que entonces tendría que haber encontrado una buena razón para haber aplazado la venganza de Hamlet (Cf. Anonymous, 1963).[1]

Pero no es lo mismo la duda que la indecisión. La duda es la virtud de la razón, de aquella que no se satisface con la fe ni se deja enredar a perpetuidad en las trampas de la propia ideología. El que duda no es necesariamente indeciso: puede perfectamente arribar a conclusiones para la acción justa, incluso cuando ésta parece para otros impulsiva cuando el personaje alcanza la convicción. Que Hamlet duda, creo que es evidente en ciertos momentos cuando el texto es explícito. Que se halla perpetuamente "indeciso", lo dudo. Duda, incluso hasta el punto de permitirse poner trampas de duda a sus interlocutores, por ejemplo cuando sus amigos fieles le cuentan por primera vez que apareció el espectro de su padre y les somete a minucioso interrogatorio. Duda cuando se plantea, en el más famoso soliloquio (Ser o no ser) la conducta frente a la conservación de la vida, y el riesgo del castigo eterno, una consideración que ya había iniciado desordenadamente en el primer monólogo de la obra. Duda de la oportunidad y validez de matar al Rey cuando lo encuentra orando, y entonces tiene excelentes razones para no decidirse por el asesinato en ese momento.

Prefiero decir que, incluso en estos casos extremos, Hamlet duda porque razona. Y razona a velocidades y con una precisión inalcanzables para quienes lo rodean, cuando se permite dejar salir los pensamientos enigmáticos que son su coraza y su afilado estilete verbal, enfrentado con aquellos a quienes eventualmente señalará decididamente como objeto de su venganza mientras busca su oportunidad para dar los últimos golpes: el Rey, Rosencrantz y Guildestern, a cada quien por sus ganados méritos. A estos y a Polonio, a Osric, incluso a Laertes pese al afecto profundo que le tiene, a todos los pastorea burlonamente mientras observa y calcula cómo se va jugando la partida. Con el viejo consejero del Rey, padre de su amada Ofelia y de Laertes, el Príncipe cae en una de esas trampas a la manera de aquellas puestas por el destino de la tragedia clásica y que lo van a arrastrar a la agonía de una venganza a la que se resiste por las potísimas razones que veremos: Hamlet no sabe en el primer momento (pero ¿lo intuye?) que la estocada sobre el tapiz de Arras ha traspasado a Polonio, pero sí es consciente de que está matando a un testigo entremetido, a un informante del Rey, quizás al Rey mismo que (digo yo) podría haberse deslizado allí por algún pasaje secreto, después de la escena de la capilla; en seguida, comprobada la identidad del viejo, se da cuenta de que con esta nueva peripecia acaba de iniciar el camino, de consecuencias trágicas, de la certeza recientemente conseguida frente al escenario de los comediantes. Polonio muerto es privar al Rey de su informante más acucioso, y hora Rey y Hamlet saben que toda la información del inevitable juego mortal vendrá de la confrontación; mejor dicho, dado lo desigual de la lucha (para ambos: por un lado el poder, por el otro la inteligencia), de la capacidad de cada uno para afrontar las trampas del otro. La Reina es otra cosa; el lenguaje de Hamlet frente a ella está controlado por el mandato perentorio y la vigilancia del padre espectral. Ofelia es aquella a quien quizá no deseara tratar del modo como lo hace, pero Ofelia es peor tratada que todos porque para Hamlet ella es tal vez el único obstáculo serio, el único atractivo símbolo de vida que podría alejarlo de su senda de muerte, y por eso tiene que ser decididamente removido, sin vacilación posible, pero con un dolor que ningún circunstante de Elsinor puede apreciar, dolor que sólo veremos nosotros, los que leemos, y Horacio (su alter ego siempre), sobre todo en la escena inicial del cementerio. Porque la escena siguiente junto a la tumba de Ofelia, con todo y su dolor auténtico, es vista por los otros como una profanación, que corresponde a la locura diagnosticada por su antagonista, y entonces Hamlet no se niega a la representación a que se debe: actúa como un loco furioso. Así nos lo muestra la desmesura de sus lenguajes. Nueva coherencia de su actuación que llega a la confrontación personal y violenta con Laertes, que empuja un grado más arriba la certeza de éste y del Rey: hay que quitarlo de en medio.

Estamos hablando, incidentalmente, de una cuestión de lenguajes diversos, verbales y no verbales, del personaje, que Shakespeare le plantea al actor que represente al protagonista. El lenguaje de cada una de las relaciones de Hamlet es una clave excelente para juzgar sus afectos, o mejor dicho la elección que hace de afectos supervivientes y de afectos enterrados. Esto, que parece tan obvio para cualquier personaje literario o teatral, en ningún caso llega a ser tan extremo como en Hamlet. Porque es tan distinto el trato verbal y más aún el de sus acciones con aquellos a quienes quiere, que el que usa con los enemigos identificados, que llega a establecer dos códigos de imposible intercambio. Entre los primeros, que además no representan cuestionamiento a su proyecto: Horacio, los guardias viejos del tiempo de su padre que lo llevan ante el espectro, los comediantes y los sepultureros, con ellos Hamlet es directo, sin sombras, sin burlas aunque franco para señalar. Así, en el caso de los actores, cuyo respetuoso y discreto afecto por el Príncipe es correspondido por éste con camaradería en el reconocimiento personal a cada uno, con demostración de aprecio por el oficio cuando cita textos y situaciones dramáticas, y con sincero interés didáctico cuando ataca los que ve como defectos del desempeño profesional; aquí el que habla es, por supuesto, Shakespeare, continuador, con las escenas aludidas, de un diálogo crítico del oficio, con mordacidades que se extendían por todo Londres, de una obra a la otra, de un escenario al otro, de una taberna a la otra. Y está, finalmente, el lenguaje de los monólogos; en Hamlet o en cualquiera de sus obras, el lenguaje destinado por Shakespeare para hablar el personaje consigo mismo y con la historia, con todos nosotros. El monólogo es el foro máximo de la retórica y de la hondura deliberante en el teatro del Renacimiento, en Inglaterra, en España, en Francia. Aquí están al mismo tiempo dos instancias: el juicio del personaje sobre la propia acción, y el juicio sobre los demás; en Hamlet, por fuerza, porque él ha de decidir por sí y ante sí, el monólogo es el ámbito y el discurso del proceso a los inculpados. Hamlet duda porque razona, digo, pero igual se podría decir que razona porque duda. Lo contrario sería un discurso fluído, pero sin la sustancia del permanente cuestionamiento. Que esta es la clave de la Ilustración humanista, característica de la Edad Moderna que surgió del Renacimiento para alcanzar su culminación en el siglo XVIII, pero hunde sus raíces más hondas en el gran pensamiento disidente de la Edad Media, es decir, en el que recogió la tradición ortodoxa y se permitió dudar de ella, particularmente desde el siglo XII.[2] Riqueza de la heterodoxia que pertenece a los dos tiempos, y que jamás tendrá la ortodoxia recalcitrante anclada en el puerto seguro de sus certezas y de la Verdad que cree pertenecerle desde siempre y para siempre; la que, poseyéndola, hace buenos per se a quienes la profesan y por ello creen que todo les está permitido.

Podemos suponer con alguna intuición surgida de la lectura, que hay en Shakespeare un barrunto de esta riqueza cuando toma la leyenda (o la historia) del pasado —lo hizo en otras varias obras—, leyenda perteneciente a otro mundo, el de la temprana Edad Media, y la re-presenta en ese mundo pretérito, pero los personajes evocados y resucitados sobre la escena son puestos a discurrir (a confrontar su pensamiento y sus acciones) frente al público de los siglos XVI y XVII. No parece interesarle a Shakespeare el anacronismo, sino ese diálogo de la cultura; desde su momento, rodeado de personajes de la nobleza, la burguesía y el pueblo de Londres que juntos y mezclados presenciaban el teatro de la era Isabelina como nos lo testimonia Ben Jonson, Shakespeare nos pone a pensar, como a su público, en la supervivencia o en la decadencia de las instituciones y de los valores en el transcurso de la historia. No le estoy atribuyendo a Shakespeare gratuitamente ese propósito. Es que basta leerlo para comprobar que a cada paso sus personajes, los ilustrados pero también los que alcanzan la relevancia por la elevación de sus acciones, no se limitan a vivir sus vivencias y sus hazañas sino que las escudriñan, las propias y las ajenas, y las analizan con minucioso detenimiento, a partir de los cuestionamientos de una época que, como la suya del Renacimiento, lo estaba interrogando todo y comprobando la breve vida de ciertas verdades eternas. Pero no es un examen arbitrario o general de una época asomada sobre otra. En la elección de los temas de Shakespeare hay una constancia que se puede rastrear de una pieza en otra: la historia, las luchas por el poder (incluso las de índole popular) en Inglaterra o dondequiera que le sirva la parábola; las fábulas que se ocupan del amor, de la lealtad entre los hombres y las familias, la evolución de los derechos, la admiración por el saber, por el valor, por la moderación y el ejercicio discreto del poder. Shakespeare es un hombre del Renacimiento y consciente de confrontar con éste la herencia del pasado, del inmediato y del remoto, que el poeta, como otros espíritus agudos, reconoce vigente en las mentalidades que lo rodean, en la mayoría que, como es notorio, suele hallarse más en el pasado que en el presente.

Podemos hacer el ejercicio mental de reconstruir el que hizo Shakespeare a su vez, frente a las fuentes legendarias de Hamlet. Detengámonos por un momento en cuáles son. En primer lugar, acude a la crónica recientemente publicada en inglés (en 1570, seis años después del nacimiento de Shakespeare), cuyo título original era Histoires prodigieuses  extraites de plusieurs fameux auteurs, escrita por el francés Francois de Belleforest (1530 1583). La obra, como había ocurrido con la de Rafael Hollinshed sobre los hechos históricos de los reyes de las islas británicas, tuvo un éxito inmediato, particularmente entre los dramaturgos ingleses: como es bien sabido, éste fue el momento de la tremenda competencia de los teatros de Londres, estimulada por empresarios audaces del tipo de Philip Henslowe, quienes formaban verdaderas fábricas de libretos en una suerte de talleres de escritura dramatúrgica, en un momento en el cual florecieron tantos talentos. Un público insaciable se beneficiaba de esa dura competencia, en la cual los varios teatros regentados por Shakespeare y sus amigos llevaban la mejor parte. Dramaturgos y públicos exigían nuevas y truculentas historias, y ese era el vacío que llenaban crónicas como las que comentamos.

Uno de los "fameux auteurs" de los que habla el título de Belleforest era el autor verdadero de la fuente primaria de Hamlet: éste era un historiador danés del siglo XII (1150-1206) llamado Hvad, más conocido por el seudónimo con el cual firmó las Crónicas: Saxo Grammaticus. La obra se llamó Gesta danorum, o Historia danica, que en nueve libros recogía la historia y tradiciones danesas.

En realidad, Belleforest sólo retomó, con variantes y algunos cortes, la crónica de Saxo Grammaticus. Esta es una clásica crónica medieval de los primeros siglos, de lucha por el poder entre los "bárbaros" de una misma familia política, una historia épica salpicada de detalles escabrosos, algunos de ellos humorísticos. Veamos una síntesis: Rorik es el anciano y respetado rey de Dinamarca. Entre sus capitanes tiene a dos campeones, dos hermanos llamados Horwendil y Feng; el primero, maestro en el arte que, como dice el mismo texto, corresponde a todo guerrero nórdico ambicioso y emprendedor: la piratería. Por petición de Rorik, Horwendil gobierna la lejana provincia de Jutlandia durante tres años, pero no abandona la práctica de bucanero, que le da fama de valeroso, lo cual despierta la ambiciosa competencia de Koll, rey de Noruega, quien desea emular sus hazañas. Este Koll es, por supuesto, el referente para el Fortinbrás de Shakespeare. Finalmente llegan, por mutuo acuerdo, a concertar un combate singular, en el cual, pese al valor de Koll, se concluye con la muerte de éste y, tal como convinieran los duelistas, con la retirada de ambos ejércitos y el entierro del caído en una hermosa tumba por cuenta del vencedor. Horwendil toma la decisión de cubrirse las espaldas mediante la muerte de Sela, valiente guerrera y pirata, hermana del derrotado noruego Koll. El producto del enorme botín resultante de ambas expediciones fue compartido por Horwendil con su rey Rorik, quien, agradecido, lo mantiene en el gobierno de Jutlandia y le da por mujer a su hija Geruth (de donde Gertrudis). Con ella tuvo un hijo: Amleth (Hamblet en la versión de Belleforest).

Tanta dicha despertó los celos en Feng, el cual, por lo tanto, resolvió acechar a su hermano a traición, mostrando así que la bondad no se encuentra a salvo ni entre los de su mismo hogar. Y, prestad atención, cuando se le presentó la oportunidad de asesinarle, su sangrienta mano sació la desenfrenada pasión de su alma. Enseguida tomó a la esposa del hermano al que había dado cruel muerte, y agregó así el incesto al desnaturalizado asesinato. Porque quien cede a una iniquidad pronto cae víctima de la siguiente, pues su primera es un incentivo para la segunda. Así mismo veló la monstruosidad de su acción con tal resoluta astucia, que creó una simulada buena voluntad para excusar su crimen y disculpó el fratricidio con muestras de justicia por su parte. Gerutha, decía él, aunque tan apacible que no le haría a nadie el más leve de los daños, era odiada con el peor de los odios por su marido, y que había sido para salvarla que había matado a su hermano, ya que consideraba vergonzoso que una dama tan dócil y pacífica tuviese que sufrir el pesado desdén de su esposo. Ni fallaron en su intención las mansas palabras; porque en las cortes, donde a veces son favorecidos los tontos y preferidos aquellos que poseen una lengua ponzoñosa, a las mentiras no les hace falta respaldo. Ni tampoco retuvo de ignominiosos abrazos las manos que habían dado muerte al hermano, y prosiguió con igual maldad sus perversas e impiadosas acciones.[3]

(Cuánta sabiduría en el texto sobre los procederes para alcanzar la meritocracia en las cortes, piensa uno a la luz de su propio tiempo sombrío).

Amleth empezó desde muy joven a planear su venganza y a preparar las armas que emplearía contra su tío Feng, y de toda acechanza se precavió fingiéndose tonto. Algunos cortesanos no le creían, pero él desarmaba la desconfianza de todos contestando siempre la verdad de manera ingenua. Sin embargo, un cortesano muy amigo de Feng, convence a éste de que es necesario espiar a Amleth para sorprenderlo cuando no se comporte como tonto y cuando pueda revelar algún plan de venganza contra Feng, como cree el cortesano que debe ocurrir en la cabeza de Amleth. Para este amigo de Feng, sólo la madre de Amleth es garantía de que el hijo abandone toda desconfianza y fingimiento de tontería, ya que éste le contaría todo. Así se hizo: Feng fingió que salía a hacer un largo viaje y desapareció por un tiempo, mientras el cortesano cumplía con la Reina y Amleth una escena pintiparada a la de Shakespeare de la muerte de Polonio en el cuarto de Gertrudis. Lo que sigue es casi idéntico, también: Feng, finge que ha regresado; averigua inútilmente por su cortesano y amigo, pero no cree la explicación sincera de Amleth de lo que hizo, verdaderamente, con el cadáver de aquel, en un procedimiento  horrendo. Pero firme en su desconfianza, Feng decide enviar a Amleth, custodiado por dos hombres, donde el rey de Bretaña con la orden de que lo mate; aquí Shakespeare se apoyó íntegramente en la leyenda de Saxo, para reproducir analógicamente en su obra lo que sigue, es decir el episodio del intento de asesinato de Hamlet, al enviarlo el Rey danés a Inglaterra custodiado por Rosencrantz y Guildestern, y el final inesperado que le da Hamlet. En la Crónica, no sólo Amleth cambia la orden de su muerte por la de sus custodios, sino que cuando el rey bretón la cumple, Amleth finge estar muy disgustado por la que llama injusta muerte de sus acompañantes, y obtiene una indemnización del rey de Bretaña. Además, agrega una solicitud, supuestamente de Feng, para que el rey de Bretaña dé su hija en matrimonio a Amleth. Allí se queda éste un año, pero vuelve a Jutlandia para consumar su venganza, como lo hace de manera terrible y envolviendo en ella a todos los cortesanos menos a su madre que, antes bien, le ayuda en la estratagema desarrollada.

Como vemos, una historia simple que sólo se acompleja cuando aparecen en la leyenda los cuidadosos enredos que forja Amleth para preparar durante largo tiempo el escenario y la utilería de la venganza sangrienta. No hay en la leyenda ninguna consideración de derecho ni de moral respecto de la acción de Amleth, y sólo se hace la alabanza de su astucia y su valor. Amleth no necesita averiguar nada porque todo lo sabe desde el principio: el asesinato de su padre por el tío, la seducción de su madre por éste mismo, y la prosecución "con igual maldad (de) sus perversas e ignominiosas acciones". Paradójicamente, en esta Crónica que sí es directamente un relato medieval de un hecho sucedido siglos atrás, no hay intervenciones sobrenaturales para bien ni para mal, ni espectros que regresen a reclamar venganza, ni juicios supeditados a la intervención y la sanción divinas, como sería más lógico esperar de un episodio, de un mundo y de un cronista (monje, con seguridad, no lo sé pero me atrevo a jurarlo) que se hallaban inmersos en todos los condicionamientos de la acción de la iglesia cristiana medieval, y que, encima, cargaban aún más próximamente la herencia de supersticiones y creencias de las antiguas culturas nórdicas. En cambio, Shakespeare sí las pone y de manera bien condicionante de la acción dramática, hasta el punto de que la indagación de Hamlet sobre la verdad de lo dicho por el espectro de su padre ocupará buena parte de sus pensamientos y sus esfuerzos.

¿Qué busca Shakespeare? Este tema se une con el planteado, el de la famosa duda e "indecisión" de Hamlet.

Planteo redondamente que Shakespeare, quien hubiera podido acogerse totalmente a la leyenda y no encartarse con espectros y cosas de ultratumba, pone de manera deliberada en su obra Hamlet —como en otras— este conflicto precisamente para desarrollar un discurso sobre un debate que se hallaba al orden del día, no sólo en Inglaterra sino en toda la Cristiandad, como uno de los cruciales para el humanismo de la época, en el contexto complejo, imposible de ignorar, de la lucha de Reforma y Contrarreforma. Como en Macbeth, como en varias obras de la Crónica Histórica, Shakespeare pone los espectros y las brujas para cuestionarlos y desmontarlos. Pone en debate no sólo la supuesta existencia de tales apariciones, ya de santos, ya de malignos personajes, que gobernarían las vidas de los hombres y, por extensión en algunos casos, las de las naciones (creencias que algunos reformados atribuían a supervivencias del pensamiento "papista"),[4] sino que esto le sirve para situar el conflicto de la averiguación de la verdad del crimen de su padre, en el terreno jurídico humanístico: es decir, en el de las decisiones (incluída la decisión de la venganza social) tomadas tras la plena convicción del acusado por razones demostrables. ¿Demostrables ante quién? Ante él mismo, ante Hamlet, quien razonablemente se vería a sí mismo como el titular de la legitimidad y, en consecuencia, del correcto ejercicio de la legalidad y de la justicia. El hecho es que se hallaba en solfa y en suspenso la justicia por la carencia no sólo de legalidad sino de legitimidad de Claudio, el rey en funciones pero usurpador, asesino y, por si faltara un impedimento legal originado en el orden moral religioso, además adúltero e incestuoso. De haberse exigido la indagación por la muerte del Hamlet padre, Claudio se hubiese visto en parecido predicamento al de Edipo: revelado ante Corte y pueblo como el asesino obligado a indagar. Si bien Edipo, a diferencia de Claudio, estaba ciego sobre su origen y las causas de su tragedia. A Claudio era necesario juzgarlo, declararlo incompetente, impedido e indigno de ejercer la autoridad y en consecuencia, derrocarlo. ¿Matarlo? ¿Cabía todo esto? ¡Si el Rey mismo era la Nación, la soberanía, la justicia, la ley, el poder por si faltara algo eficaz! Sí, por todo lo dicho, pero sin obviar el proceso. De no ser así, no hubiese aparecido la historia del crimen.

Ustedes se preguntarán de dónde puedo sacar tal conclusión. Me dirán: la orden del espectro es matar a Claudio. Pero no. La orden del espectro es venganza. Siempre hemos entendido —todos— que esa orden, y el juramento reiterado de Hamlet, significa ajusticiar a Claudio con la muerte. La inveterada Ley del Talión. Pero en el texto, el espectro nunca dice esto explícitamente, y esto no puede ser una casualidad en el texto de Shakespeare. Creo que cabe hacerse la pregunta de si Shakespeare deja deliberadamente esta ambigüedad para poder justamente dar el juego a Hamlet de discurrir acerca de la justicia, de la oportunidad y de la validez de una u otra forma de ejercer la venganza social, y además de, como le ordena el espectro, no dejar "[...] que el tálamo real de Dinamarca sea un lecho de lujuria y criminal incesto".[5]

Cabe hacerse esta pregunta porque el hecho incontrovertible es que Hamlet hace a lo largo de la obra toda clase de esfuerzos para encontrar el momento oportuno de juzgar a su tío; desdeña varias oportunidades (por lo demás, ¿cuántas, en las elipsis de la obra, aparte de las que el texto nos presenta?) para cumplir la venganza en los términos primitivos y con la justicia arcaica; y no lo hace. Pero nunca vuelve a hablar del juramento (únicamente vuelve a referirse a la orden del espectro no cumplida, cuando éste lo acosa en la escena de la alcoba de Gertrudis), y sólo se plantea la utilidad de matar al Rey cuando se le ofrece la oportunidad única de encontrarlo solo y abatido en la capilla donde Claudio reza abrumado por el remordimiento. Espera para juzgar a Claudio. A él le corresponde por lo que acabo de decir, porque él es ahora la legalidad y la legitimidad. Veamos por qué Shakespeare hace que Hamlet se empeñe en el proceso.

Este Hamlet, que ya no es el Amleth de la crónica danesa de Saxo Grammaticus, el Amleth arrastrado y pestilente joven príncipe que se presenta así, como de verdad eran los locos, los leprosos y otros vagos y desposeídos (medievales y de siempre cuando están dejados a su suerte), en fin los candidatos a la "narrenschiff", sino que ahora es el Hamlet de Shakespeare, situado ante su público en la vaguedad temporal legendaria de un pasado indefinido, pero es un hombre que razona en el presente de la era isabelina (actúa, cierto, pero no se limita a actuar, lenta o desenfrenadamente, sino que razona antes y después de la acción), este Hamlet que en su propio ámbito vive y razona como un estudiante de filosofía educado en Wittenberg, un scholar y un reformado, acaba de escuchar al espectro de su padre decirle que debe vengar su infame muerte a manos del hermano y que debe preservar la vida y la integridad de la esposa. Shakespeare, en plan de escribir su analogía dramatúrgica, se plantearía qué hacer: ¿Seguir la leyenda?  ¿Poner a Hamlet, con o sin espectro, a simplemente matar a su tío, como lo reclama el citado anónimo del siglo XVIII? Es decir, ¿a comportarse como el "bárbaro" medieval de la leyenda?

Shakespeare tiene aquí un dilema mayúsculo: porque su Hamlet pertenece por igual al tiempo de la Crónica de Saxo Grammaticus y a la del propio Shakespeare, como pasa con cualquier personaje del arte. Resulta que Shakespeare, aún acosado por la voraz demanda de su público, no escribe nunca simplemente piezas como divertimentos sino piezas de reflexión filosófica. Él, que se había convertido en la síntesis de las más opuestas tendencias del teatro inglés y era el más eficaz (al lado de Marlowe y John Ford) en mantener ese equilibrio, competía por igual con los teatros populares o con los aristócratas que sólo se movían en la ligera cuerda de la farsa y el drama truculento al uso, y competía con el sesudo y retórico teatro de los "university witts" que era, cómo no, un teatro didáctico, un teatro que hizo del buen decir, del hondo razonar y aún de la pirotecnia del eufuismo, su gala y su razón de perdurar.

Shakespeare, como es notorio, se resuelve por su propia visión de la leyenda, por su tendencia a poner en discusión con los alcances ilustrados de una minoría de su época, los capitales problemas propuestos. Como en el teatro todo debe ser planteado, no sólo como proposiciones filosóficas sino como conflictos materiales entre fuerzas en pugna, que propongan personajes y acción sobre la escena, el Amleth medieval estará representado por el conflicto de la venganza y los procedimientos para alcanzarla. El Hamlet del siglo XVII, casi una analogía del anterior, que ha de resolver el conflicto de cuál identidad sobreviva, si la de Amleth o la de Hamlet, estará representado con el conflicto de la creencia o no en las explicaciones de ultratumba, y sobre todo por el conflicto del derecho, resuelto ya no a la manera bárbara y primaria del pirata danés sino del príncipe ilustrado. Y por allí alrededor tenía Shakespeare toda clase de modelos para observar, desde monarcas ilustrados que escuchaban a Erasmo y a Leonardo Da Vinci (también a Maquiavelo), y más o menos empezaban a apartarse de las prácticas feudales de señores de horca y cuchillo; hasta, al pie de él, al monarca también ilustrado que decapitaba a troche y moche a esposas insumisas o paridoras de hembras, pero previas todas las formalidades de una justicia en la cual, otra vez, se reunían la legislación secular y la religiosa pero ahora en la misma testa coronada. Todos estos modelos, pese a todo lo que se halle en juego, como en el caso de Enrique VIII, o como en el de Isabel I respecto de María Estuardo, y pese al despotismo monárquico, no abandonan el juego del derecho. Ellos son la justicia de otro orden, repito, después de la superación, al menos formal, del modelo feudal y aunque todos se encuentren siempre en la tentación de comportarse como bárbaros para mantenerse en el poder absoluto. En Hamlet se encuentra ya un principio de crítica a esa tradición vacilante. La venganza primaria, arcaica, el llamado de la sangre a la cual lo convoca el espectro del padre, se funde aquí, como una imagen maravillosa de la transición entre dos culturas, con la venganza social de la edad moderna, que empieza con la justicia del monarca y que será la forma garantista más avanzada hasta que llegue la idea de la separación de los poderes, cosa que sólo se empezará a lograr a partir del momento en el cual el pueblo soberano decapite al soberano detentador de la justicia insuficiente y arbitraria.

En lo relativo a las relaciones entre derecho y poder vale el siguiente principio general: en las sociedades occidentales, desde el medioevo, la elaboración del pensamiento jurídico se hizo esencialmente en torno al poder real. El edificio jurídico de nuestra sociedad fue elaborado bajo la presión del poder real, para su provecho y para servirle de instrumento o de justificación. El derecho en Occidente es un derecho comisionado del rey. Por cierto todos saben, porque se habló insistentemente de ello, que los juristas han ejercido un gran papel en la organización del poder real. No hay que olvidar que la reactivación del derecho romano en el siglo XII fue el gran fenómeno en torno al cual y a partir del cual se reconstituyó el edificio jurídico que se había desorganizado después de la caída del imperio romano. La resurrección del derecho romano fue efectivamente uno de los instrumentos técnicos que constituyeron el poder monárquico autoritario, el administrativo y absoluto [...] Así pues la formación del edificio jurídico se hizo en torno al personaje del rey, a petición y en provecho del poder real. Y cuando en los siglos siguientes este edificio jurídico haya escapado al control del soberano, cuando se le haya puesto en contra, entonces los límites de este poder y sus prerrogativas serán puestos en discusión. En otras palabras, creo que el personaje central en todo el sistema jurídico occidental es el rey (Foucault, 1991, pp. 35-36).

El Hamlet moderno tiene razones de conveniencia política para aplazar la ejecución de su tío, mientras lo juzga en un tribunal que, por seguridad, previamente sólo conocen él mismo y Horacio, obrando como un estadista que ha asumido la administración de justicia que, por entonces, nadie más que él podría tomar en sus manos con toda legitimidad. Entre esas razones no es la menor la posibilidad de la invasión noruega, retaliatoria, alegada por su tío para armarse, desestimada luego tras los tratos diplomáticos y extrañamente desestimada por el propio Hamlet cuando ve a Fortinbrás cruzar el país. Pero existe porque todos han de saber que se trata del retorno aún no producido del péndulo, más inevitable ahora cuando el vencedor danés, Hamlet padre, fue vencido por su propia sangre y cuando el matador no parece tener las trazas de rival digno. Como existe frente a Hamlet la opción de poder que es Laertes, favorito en ciernes de Claudio, aunque a la popularidad de Laertes le teme tanto el Rey como a la de Hamlet. Pero la mayor consideración política debe de ser el derecho para quien, como Hamlet, tantos razonamientos éticos pronuncia sobre lo privado y sobre lo público a lo largo de su proceso mental.

Se funden, pues, las dos justicias, la arcaica y la moderna precoz, en una sola mano: la de Hamlet. Razonando, entonces (y secretamente porque no hay de otra), secretamente en lo hondo de su conciencia, y cuando hay lugar frente a Horacio, recobrando su derecho a ejercer justicia formal, superando primero el atentado personal del Rey contra él y el exilio forzado, superando incluso su propia repugnancia, en sus espléndidos soliloquios-alegatos, él procesa a su madre y a su tío. ¿Por qué? Insistamos: Hamlet, cuyo desdén por el poder es apenas consecuente con su renuncia de una vida plena, sabe que es la única opción que le queda a Dinamarca, antes de que se produzca la invasión noruega, para recuperar el orden y sanear la monarquía. Hamlet desdeña el poder; incluso reflexiona sobre la inutilidad de la guerra que anima a noruegos y polacos, lo cual es otro indicativo del abandono del pensamiento bárbaro; pero en cambio para él la justicia es un imperativo. Pero él mismo ha de comprobar, en el colmo de la salvaje acumulación confusa de encontradas peripecias y anagnórisis que es la catástrofe aristotélica de esta tragedia, que él, Hamlet, juez "natural" y forzado verdugo de los conspiradores, a quienes pretende ajusticiar en el terrible momento de la última anagnórisis (cuando toda la conspiración final se le revela), se ha convertido en el juzgado y perseguido por obra de su propio afán de justicia, de los errores de su procedimiento (aceptar la trampa del duelo); convertido en una nueva víctima del mismo viejo orden de su padre y de su tío, de la vieja "barbarie" que sigue intacta en los otros, y en el ajusticiado por la más vieja justicia inclemente: la del poder que sólo ha visto el desafío a su permanencia. Un segundo después de que muera, entrará Fortinbrás de Noruega a recoger, sin esfuerzo, la tardía justicia de la recuperación de la soberanía perdida en el pasado por su padre, a manos del padre de Hamlet.

En el comienzo del proceso, Hamlet duda del espectro y del mandato:

Es importante la actitud del Hamlet inicial, del que se enfrenta a Horacio, Marcelo y Bernardo cuando éstos vienen a contarle la aparición del espectro, en la escena II del acto I. La impresión es fuerte, pero todo su interés se dirige a constatar la coherencia del informe de los tres. Luego vendrá la escena IV del mismo acto, cuando al fin se enfrenta con el fantasma de su padre.

Le creyó (¡cómo no!) en un comienzo, en un contexto preciso de la noche y la compañía de dos temerosos escuderos y de un inescrutable Horacio, scholar como él mismo pero también como él un hombre de dos tiempos y de dos culturas en conflicto. Pero luego inicia su pesquisa con todos los apercibimientos posibles: locura protectora, observación cínica de los demás, provocación a todos y, last but not least, el teatro, la trampa que arma para que el acusado se descubra. Es claro al fin de cuentas, que Hamlet tiene más fe en el discernimiento resultante de la observación del sospechoso cuando contempla la representación de su acción, que en la voz de ultratumba, así sea ésta supuestamente la de su padre. Ahora bien, resulta que no una sino dos veces se le aparece el espectro, y que la segunda ocurre cuando se halla Hamlet acusando a su madre, y que en ambos casos demuestra creer en la aparición. No veo contradicción fundamental en sus dos reacciones, la repetida de creencia en el espectro y la de escepticismo, la que he llamado racional de dudar (o al menos de no adelantar la acción de venganza contra su tío) mientras el sospechoso no se delate a sí mismo, con su reacción frente a la imagen animada de su crimen contemplada en la escena. No veo contradicción sino, por el contrario, incluso una relación de necesidad entre ambas reacciones. Hamlet necesita comprobar, precisamente porque antes ha creído con su vieja mentalidad, con el antiguo régimen de su conciencia, aquella conciencia alimentada por la cultura pre-universitaria y pre-reformada, la formación de su infancia, seguramente supersticiosa, que le sigue acompañando y que subyace a su razón posteriormente alimentada por los aires de la filosofía alemana. En su ánimo obra esa formación del pasado, la mentalidad medieval que incluso sabemos nosotros hoy, en el siglo XXI, cómo sigue viva, y de manera tan estremecedora como creencia impresa en la conciencia, que a Hamlet le hace reaccionar con jaculatorias e increpaciones; pero en su ánimo también obran la recién adquirida ciencia y la religión reformada que ve como herencia del papismo aquellas supersticiones. Hamlet vive ese conflicto, el de las pesadillas confirmadas y el de la razón que quiere pensar con otros referentes.

Es aquí donde se presenta el conflicto mayor. Porque aún si uno cree en los espectros, razonan Hamlet y sus compañeros, también puede ser que el aparecido no sea la Sombra del padre sino otro espectro usurpador, uno de los que también se dan en el reino de las sombras, dicen, que engañan a los hombres vivos para llevárselos al abismo del mar o a las tinieblas. (Me atrevo a especular: o que sea una voz nada escatológica sino bien del más acá, un mensajero testigo del crimen que quiere desvelarlo, actor o tramoyista, que se presenta como fantasma; casos se han visto). Es perfectamente posible que haya algo de cierto en lo dicho por el espectro, quizá ese entremetido informador encubierto, porque el propio Hamlet ya ha observado con sus propios ojos la precipitud con la cual la Corte ha pasado de las pompas fúnebres a los jolgorios del nuevo matrimonio e instauración delpoder de Claudio. Y esos, que un momento antes Hamlet acaba de ver solamente como signos de un mal gusto "bárbaro" y prueba de un amor muy frágil por su padre, ahora empiezan a cobrar otro sentido. Hamlet no sólo resiente lo dicho por el espectro, sino que su espíritu refinado, que sólo encuentra par y confidente en su condiscípulo Horacio, desprecia los excesos imperiales y las demostraciones guerreras y los cañonazos y trompetería fuera de lugar, los banquetes y orgías "que nos hacen censurar por otras naciones", dice el Príncipe.[6]

Ese temor de portarse como un bárbaro, como el bárbaro de su tío, como el bárbaro que él mismo era antes de Wittenberg, si procediera de inmediato contra el usurpador y asesino, es lo que lo demora aún cuando ya ha tomado su decisión de la venganza, porque es verdad que la toma desde el primer momento, como un compromiso con su padre a quien no puede desconocer en el deber ni en el amor; porque en ese momento de la jura, el momento del terror metafísico, Hamlet pertenecía más al reino y a la cultura de su padre.

Aquí hay un conflicto interior del cual da cuenta el propio espectro cuando, en la escena en el dormitorio de Gertrudis, le reclama a Hamlet que ha vuelto "para aguzar tu casi embotada resolución". Hamlet, pese a su primera decisión y a esta reconvención, sólo ahora está seguro de que debe acelerar los acontecimientos. Pero no todo está resuelto en su mente. El Amleth o el Hamblet de las crónicas medievales, el hijo del pirata osado, no duda ni razona con discursos porque pertenece a otro contexto histórico en el cual los caballeros y príncipes no se distinguen por la acción verbal e intelectual sino por la capacidad de conservar el poder con base en la acción intrépida, y simplemente obra con una inmediatez justificada por la claridad sobre la ocurrencia de los hechos; puede ser cauto y previsivo en sus estrategias pero va derecho a la acción, no porque podamos decir que para el bárbaro o pirata no existan frenos morales de ninguna especie, o porque sean irracionales, sino porque Amleth está seguro de la evidencia de que su tío mató a su padre y no duda de que debe obrar según la justicia del ojo por ojo y porque no tiene ante quien, ni legislación, ante los cuales responder por sus actos.

Ahora bien, cuando Hamlet confía en saber la verdad tras lo que ocurrirá en la representación, no está esperando ciertamente que la propia representación (inducida por él mismo), le ofrezca una versión más atendible que la del espectro de su padre. No nos lo muestra Shakespeare de este modo. Hamlet toma tres precauciones como acusador y juez: Primera, no se fijará tanto en la escena de los actores (en la reconstrucción), puesto que él mismo ha escrito el inserto que ha metido entre una obra conocida (la de Gonzago), como en la reacción del espectador principal, de aquel de quien sospecha: el Rey. Segunda, para garantizar la objetividad, pide a Horacio que él también observe a  Claudio. Tercera, para no perderse detalle, habrá dos representaciones: una muda, tan sólo de acciones, muy breve, tanto que motiva el comentario de Ofelia ("'tis brief, my lord") y la respuesta de Hamlet: ("as woman's love"), y otra representación mayor, con texto en verso. Quizá -especulemos- Hamlet- Shakespeare esperaba que no fuese necesaria la segunda versión y que el Rey, a su vista, se agitara y descompusiera hasta el punto de abandonar el lugar  para delatarse definitivamente, como ocurre en la segunda.

Lo concreto es que la escena toda de la representación de los comediantes constituye no sólo la reconstrucción del crimen, sino la audiencia final del proceso que adelanta Hamlet como titular de la justicia legítima.

¿Hay en la duda y el aplazamiento de la justicia de Hamlet, razones morales relacionadas con el inevitable castigo en la otra vida que le dicta la ideología? O, por el contrario, la venganza de Hamlet, ¿será la aceptación de un mandato del cielo enviado por medio del espectro, como dice un autor del siglo XVIII?[7] La conducta de los últimos momentos, cuando importa más a Hamlet el perdón, nunca conseguido finalmente, de Laertes, es una clave: no aparece un solo momento de arrepentimiento o de invocación a Dios. Quizá sea éste también uno de sus rasgos de reformado, de creyente en la predestinación a la salvación.

Por otra parte, también vale la pena considerar un Hamlet que sabe desde el primer momento de la decisión tomada ante sus amigos, creyese o no en el espectro, que esa acción equivale a un suicidio o por lo menos a una aventura de enorme peligro, y se demora mientras rompe ciertas ataduras, en primer lugar Ofelia, quizá Horacio, quizá su madre, y mientras escoge el momento propicio, cosa nada despreciable dado el poder de su enemigo.

 

 

Notas

* Una primera versión de este texto fue presentado en la Nueva Escuela Lacaniana de Medellín, en diálogo con los psicoanalistas Juan Fernando Pérez y María Cristina Giraldo en octubre de 2001.

[1] El autor anónimo de 1736, dice el editor Hoy, ha sido presentado a veces como Sir Thomas Hanmer, opinión controvertida por C.D. Thorpe, agrega el mismo Hoy.

[2] Sobre esto, incluso la idea de un Renacimiento temprano en el siglo XII, véanse los notables ensayos de Jacques Le Goff (1995 y 1986). Y en cuanto a los aspectos políticos relacionados con el surgimiento de nuevas instituciones sociales precursoras del Estado moderno entre los siglos XI y XII, véase Dossier, 1984; también véase: Strayer, 1981.

[3] Saxo Grammaticus: AMLETH. Crónica original, incluída en la Gesta Danorum o Historia danica, que sirvió de base a Francois de Belleforest (Crónica HAMBLET) y luego a Shakespeare para la creación de Hamlet. Traducida al inglés por Oliver Elton. De: "Las Fuentes de Hamlet", editado por Israel Gollancz, Oxford University Press, Londres, 1926; reeditado por Cyrus Hoy, en Norton Critical Edition. Traducción de Nicolás Naranjo Boza, impreso en el programa de mano de la temporada de Hamlet, puesta en escena del Teatro El Tablado, dirigida por Mario Yepes Londoño. Medellín, 1993.

[4] "The papists in former times have publicly both taught and written that those spirits which men sometime (sic) see and hear be either good or bad angels, or else the souls of those which either live in everlasting bliss or in purgatory, or in the place of damned persons; and that divers of them are those souls that crave aid and deliverance of men [...]" (Cf. Lavater, citado en: Hoy, 1963, pp. 111-112).

[5] Hamlet, I:v.

[6] Hamlet, I: iv.

[7] Cf. Dennis, citado en: Hoy, 1963, p. 145. Dennis trae una curiosa anotación: "But indeed Shakespeare has been wanting in the exact distribution of poetical justice not only in his Coriolanus, but in most of his best tragedies, in which the guilty and the innocent perish promiscuously; as Duncan and Banquo in Macbeth, as likewise Lady Macduff and her children; Desdemona in Othello; Cordelia, Kent, and King Lear in the tragedy that bears his name; Brutus and Portia in Julius Caesar, and young Hamlet in the Tragedy of Hamlet [...]".

 

 

Referencias bibliográficas

1. Anonymous. (1963). Some remarks on the Tragedy of Hamlet Prince of Denmark (London, 1736). En: Cyrus Hoy (Ed.). Hamlet: An authoritative text, intellectual backgrounds, extracts from the sources, essays in criticism. New York-London: W.W. Norton and Company, Inc.        [ Links ]

2. Dennis, John. (1963). An Essay on the Genius and Writings of Shakespeare (London, 1712). En: Cyrus Hoy (Ed.). Hamlet: An authoritative text, intellectual backgrounds, extracts from the sources, essays in criticism. New York-London: W.W. Norton and Company, Inc.        [ Links ]

3. Dossier, Robert. (1984). La infancia de Europa. Barcelona: Labor. Traducción de Monserrat Rubió i Lois.        [ Links ]

4. Foucault, Michel. (1992). Genealogía del racismo. Madrid: La Piqueta. Traducción del francés por Alfredo Tzveibely.        [ Links ]

5. Lavater, Lewes. (1963). Of Ghosts and Spirits Walking by Night. (Traducido al ingles por "R.H." en 1572). En: Cyrus Hoy (Ed.). Hamlet: An authoritative text, intellectual backgrounds, extracts from the sources, essays in criticism. New York-London: W.W. Norton and Company, Inc.        [ Links ]

6. Le Goff, Jacques. (1995). La vieja Europa y el mundo moderno. Madrid: Alianza Editorial. Traducción de Mauro Armiño.        [ Links ]

7. Le Goff, Jacques. (1986). Los intelectuales en la Edad Media. Barcelona: Editorial Gedisa. Traducción de Alberto L. Bixio.        [ Links ]

8. Shakespeare. (1963). Hamlet. En: Cyrus Hoy (Ed.). New York-London: W.W. Norton and Company, Inc. (Norton Critical Edition).        [ Links ]

9. Strayer, Joseph. (1981). Sobre los orígenes medievales del Estado moderno. Barcelona: Ariel. Traducción de Horacio Vásquez Rial.        [ Links ]

 

 

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