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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.35 Medellín July/Dec. 2009

 

ARTÍCULOS ORIGINALES DERIVADOS DE INVESTIGACIÓN

 

Instituciones de democracia directa: ampliando la receptividad estatal y el control ciudadano sobre los gobiernos*

 

Direct Democracy Institutions: Extending the Governmental Receptivity and Social Accountability on the Governments

 

 

José Guillermo García Chourio**

 

** Sociólogo. Candidato a Doctor en Gobierno y Administración Pública, Universidad Complutense de Madrid. Profesor de postgrado de la Universidad del Zulia en las áreas de gestión pública y métodos de investigación. E-mail: chourio@orange.es

 

 


RESUMEN

La reforma política de la tercera ola de la democracia dejó muestra en los marcos legales de muchos países del retorno de mecanismos de decisión basados en la consulta directa a la ciudadanía. En este sentido, el objetivo central de este trabajo es reflexionar, desde un nivel estrictamente teórico el potencial que tienen la iniciativa legislativa popular, el referéndum y la revocatoria del mandato como mecanismos para aumentar la receptividad administrativa del Estado y el control ciudadano sobre las autoridades. Partiendo de una aproximación al objeto desde perspectivas teóricas que abogan respectivamente por la deliberación y el accountability, se ha podido, vía razonamiento deductivo, situar las clásicas figuras de la democracia directa como instituciones que adquieren sentido dentro de la contemporaneidad política en cuanto procedimientos sustantivos de acceso e injerencia ciudadana en la agenda de gobierno, los cuales podrían suponer un emponderamiento del ciudadano conforme sea la recurrencia de uso y su efectividad real para insertar propuestas de políticas y controlar la gestión de las autoridades electas.    

Palabras clave: Democracia Directa; Receptividad Administrativa; Control Político; Participación Ciudadana.


ABSTRACT

With the last political reform of the Third Democratic Wave many legal frames and new Political Constitutions in the world are indicative a return of making decisión mechanisms supported on direct consultation to citizenship. In this respect, the central purpose of the article has been consider over from a strictly theoretical level the potential those haves direct democracy institutions to increase the governmental receptivity and social accountability. The analysis consisted of the use of a deductive strategy which considered the theoretical approaches of accountability and deliberative as theories base to describe the renewed force of the referendum, citizen's initiative, and the recall at present. Since result of the analysis is possible to hope that direct democracy institutions generate an empowerment of the people, however it goes to depend on the frequency of use that the citizenship does of the above mentioned institutions and of the real efficiency of your mechanisms for the control of the politicians.

Key words: Direct Democracy Institutions; Governmental Receptivity; Social Accountability; Citizen Participation.


 

 

Introducción

Como parte de la reforma política que siguieron muchos países occidentales durante la última oleada democrática de finales del siglo XX, fueron incorporados, dentro de sus respectivos marcos constitucionales y legales, un conjunto de procedimientos de ejercicio directo de la democracia que vendrían a complementar el conjunto de reglas de juego con la que en unos casos se reinauguraba y en otros se buscaba perfeccionar el ya tradicional modelo representativo. La introducción de figuras como el referéndum, la revocatoria del mandato y la iniciativa legislativa no trataba de alterar las bases esenciales de funcionamiento del esquema clásico de representación, sino de dar una imagen de cierta apertura de los sistemas políticos, acuciosos de construir legitimidad en medio de la profunda crisis del Estado benefactor y de la ejecución de una agenda de reformas neoconservadoras que se mostraban insoslayables.

La poca utilización que han tenido dichos mecanismos a escala nacional y en muchos casos su inadvertida presencia a nivel constitucional y poco tratamiento legislativo han hecho escasos los estudios sobre los mismos en ese ámbito, siendo aún más reducida la producción de conocimiento sistemático en torno a ellos a nivel provincial y municipal, donde las dinámicas que han operado para la institucionalización de tales figuras de democracia directa advierten múltiples y variadas causas. En términos generales, los pocos análisis hechos hasta ahora sólo dan cuenta del número de países que en sus

Constituciones han incorporado alguno de estos mecanismos, así como de los tipos que han sido introducidos y, en forma residual, han señalado de manera descriptiva su puesta en práctica y los efectos que su uso ha generado sobre el sistema político.

Sin dejar de reconocer que las posibilidades de desarrollo de la democracia directa en la actualidad están en las ventajas que algunos de sus procedimientos puedan ofrecer para el mejoramiento del sistema representativo, este trabajo tiene como objetivo central reflexionar, a un nivel estrictamente teórico, sobre el potencial que tienen la iniciativa legislativa popular, el referéndum y la revocatoria del mandato como mecanismos para ampliar, por un lado, la receptividad del Estado más allá de esa mera dimensión administrativa que entiende al ciudadano como cliente, y por el otro, aumentar el control ciudadano sobre las autoridades electas durante el ejercicio del cargo. Se trata de una aproximación teórica que pretende interrogarse en torno al para qué podrían servir dentro de la contemporaneidad política unas instituciones de origen tan antiguo que han vuelto a ser resucitadas con la tercera ola de la democracia, pero que no parecen transcender significativamente la mera expresión formal y jurídica que se les ha otorgado en la actualidad a partir de su institucionalización en muchos viejos y nuevos regímenes democráticos.

El punto de partida de este trabajo es que la iniciativa popular, el referéndum y la revocatoria del mandato, en cuanto instituciones de democracia directa (IDD), pueden ser considerados como mecanismos de receptividad estatal y control ciudadano presentes dentro de la estructura de oportunidad política que vino a ofrecer la democratización para una mayor injerencia de la ciudadanía en los asuntos públicos. Sin embargo, esta aseveración no pretende obviar en ningún momento que las posibilidades de reconocimiento social de estas instituciones, bajo los propósitos descritos, va a depender de la existencia de ciertos marcos interpretativos culturales que le otorguen ese sentido, y que las perspectivas de activación de dichas instituciones para hacer real su cometido están vinculadas a las estructuras de movilización y a los recursos organizativos con que se cuenten en determinadas coyunturas.

El estudio implicó desde el plano conceptual dos grandes tareas. La primera consistió en situar a la democracia directa bajo aquellas perspectivas teóricas que permitieran reconocer a sus instituciones como procedimientos complementarios que perfectamente pueden operar dentro del sistema representativo, mientras que la segunda supuso teorizar sobre dichas instituciones como mecanismos de receptividad y control que pueden contribuir a aumentar la calidad democrática. Siguiendo esta orientación, el trabajo está estructurado en dos grandes secciones, donde sus respectivos apartados dan cuenta, en primer lugar, de un análisis en torno a los enfoques que puede ostentar la democracia directa en la actualidad y, en segundo lugar, de una interpretación sobre los nuevos objetivos y prácticas que pueden asumir tales instituciones pensadas en otrora para dimensiones democráticas finitas.

 

1. La democracia directa: ¿sustituto o complemento del modelo representativo?

Pese a que no le faltan defensores que hasta hayan sentenciado su triunfo, el modelo representativo ha estado sujeto en estos últimos tiempos a fuertes críticas que han transcendido la habitual dimensión ideológica, para centrarse en denunciar desde la realidad las limitaciones que éste presenta en cuanto a su funcionamiento como fórmula de ejercicio democrático[1]. Si bien este no es lugar para detenerse y hacer una revisión detallada de las críticas surgidas al respecto, basta con señalar cómo la alta discrecionalidad que han ido adquiriendo los representantes electos, al considerarse investidos de una legitimidad soberana para gobernar, ha ido en detrimento de las posibilidades reales del ciudadano de poder incluir en la agenda sus verdaderas necesidades, y de hacer que estas sean realmente atendidas.

Más que en el pasado, las críticas y observaciones suelen diferenciarse de forma nítida entre: a) aquellas que arremeten radicalmente contra la democracia representativa, sugiriendo readecuaciones sustantivas de la misma hacia un formato participativo considerado como de democracia directa (Pateman, 1975; Macpherson, 1997), en el cual se incorpore la deliberación (Habermas, 1998; Elster, 2001; Fishkin, 1995) como práctica esencial dentro de un contexto de autonomía de las personas (Held, 1996), de manera que el control y empoderamiento ciudadano (Avritzer y Santos, 2002; Fung y Wright,

2003) permitan avanzar hacia una democracia fuerte (Baber, 1994); b) otras que, pese a mostrar grandes objeciones sobre el funcionamiento del esquema representativo, plantean sólo su reforma mediante el desarrollo o mejora de los procedimientos electorales y la institucionalización de reglas que faciliten y hagan transparente y responsable el juego democrático y el ejercicio de gobierno (Beetham, 1994; Dahl, 1997), donde esté garantizado el control de los representantes mediante equilibrados mecanismos de accountability (O´Donnell, 2002; Pzerworski et al., 1999; Maravall, 2003).

Pese a sus notables diferencias, ambas orientaciones tienen en común que asumen a la democracia directa no como sustituto de la democracia representativa sino como su complemento, siendo esta especie de síntesis producto de llegar a reconocer, cada cual por su lado, las limitaciones del modelo representativo y la imposibilidad de hacer realidad en nuestra contemporaneidad social y política la democracia de los antiguos. En todo caso, para estas dos grandes perspectivas, lo que puede aportar el modelo de democracia directa —en cuanto a sus prácticas e instituciones— a la democracia representativa, más que residir en una alternativa transformadora de sus rasgos esenciales, estaría en otorgar un mayor grado de apertura política al modelo representativo, de manera que éste logre mejorar su funcionamiento e incrementar su legitimidad.

Sin dejar de reconocer que gran parte de lo sustantivo de una democracia reside en sus procedimientos y que, a su vez, cualquier innovación política desde abajo busca siempre institucionalizarse a través de mecanismos formales, veamos aquellos planteamientos teóricos que entienden ciertos aspectos de la democracia directa como elementos que pueden ser recuperados de forma complementaria dentro de la democracia representativa, bien sea bajo un enfoque sustantivo o responsivo.

1.1 La democracia directa bajo el enfoque del empoderamiento ciudadano 

Respaldados por las experiencias de los nuevos movimientos sociales, en los años setenta del siglo XX se abrió una línea de pensamiento con base marxista, la cual radicalizó el tema al plantear la democracia participativa como proyecto alternativo a la democracia liberal (Pateman, 1975; Macpherson, 1997). Sin embargo, los planteamientos básicos en torno a dicha alternativa no lograban desprenderse por completo de ciertos aspectos muy propios del modelo representativo, como por ejemplo, la función de los partidos políticos como intermediarios; resultando por ello que tal opción no pasara de proponer de forma muy general una estructura de régimen político más inclusivo de la ciudadanía en las esferas de poder, sin mayor consideración sobre los elementos que debería guardar la transición de un modelo al otro[2].

Con base en un revisionismo teórico que obligó a situar las posibilidades reales del autogobierno en esferas más cercanas a la vida cotidiana de las personas (Pateman, 1975), el acento fue puesto sobre la democratización de aquellos espacios de poder reproductores de la dominación, tales como la vida familiar y el lugar de trabajo. Sin perder radicalidad en sus tesis, la visión extrema sobre la abolición del Estado como paso previo al autogobierno de la ciudadanía, propia del marxismo clásico, quedaba descartada dentro de los escritos de estos pensadores de la Nueva Izquierda, donde el reconocimiento de ciertas instituciones, entre ellas al Estado, hacía que la cuestión estuviera más en la transformación de sus estructuras de manera que estas fueran efectivamente democráticas conforme a principios igualitarios.

Dicha democratización del Estado, entendida en términos de una mayor participación de los ciudadanos en la formulación de las decisiones de gobierno, estaba inextricablemente vinculada con las condiciones materiales de existencia, en tanto que factor determinante de las posibilidades reales de participación. En este sentido, la participación se erguía a la vez como instrumento y como indicador de la democratización, siendo la disminución de la desigualdad uno de los requisitos previos para alcanzar la democracia participativa (Macpherson, 1997), la cual suponía el desarrollo de estructuras partidistas abiertas y democráticas que hicieran de mediadores entre los intereses opuestos de las clases sociales, partiendo de la consideración de las necesidades y demandas de sus bases en una especie de sistema piramidal donde la dirección de los partidos fuera controlada desde abajo.

Dentro del plano de lo posible, esta propuesta de Macpherson (1997, p. 135) implicaba la combinación de mecanismos democráticos directos e indirectos en el marco de la propia democracia liberal, donde para él "hace falta una medida importante de democracia directa para llegar a algo que se pueda calificar de democracia participativa"; de resto, cualquier otra cosa que se pretendiera con la democracia directa a nivel de los gobiernos nacionales no pasaría de ser sólo algo deseable, dadas sus enormes imposibilidades prácticas. De esta manera, el desarrollo de una acción democrática fuerte basada en la participación no invalidaría a la representación como mecanismo esencial de la democracia, el cual seguiría estando presente aunque no de forma exclusiva.

Además de la redefinición que dio la Nueva Izquierda a la democracia directa en cuanto que participativa, desde el Neomarxismo y la Teoría Crítica se desarrolló un interés por el fenómeno de la ciudadanía como sujeto participante más allá de las urnas, poniendo énfasis en las condiciones socioculturales y especialmente lingüísticas que hacen de la participación un acto consensuado y posterior a un proceso de construcción de sentido, fundado en valores legitimados intersubjetivamente en la esfera pública (Habermas, 1998; Cohen y Arato, 2000; Elster, 2001). Desde esta perspectiva, surge una nueva variante de democracia que haciendo eco del diálogo y la deliberación, cuestiona los principios de la racionalidad instrumental como referentes movilizadores de la sociedad, los cuales impiden las posibilidades de emancipación del individuo.

En tanto que democracia directa, la democracia deliberativa emula la figura de la asamblea en la esfera pública, convertida ésta en una especie de auditorio donde los ciudadanos argumentan sus posiciones con pretensiones de validez mediante una acción comunicativa, que bajo reglas de argumentación morales y éticas favorecen la isegoría e isonomía, tal como era característico en la libertad de los antiguos. De acuerdo a esto, el espacio público como ámbito para la deliberación permite la puesta en escena de diversas visiones del mundo desde la cotidianidad de los sujetos, las cuales compiten entre sí a través un proceso democrático basado en redes discursivas institucionalizadas que posibilitan la compresión de tales visiones y las opiniones expuestas al respecto.

Pero más allá del plano de las ideas, gran cantidad de autores han llamado la atención sobre la progresiva irrupción de la ciudadanía en ciertas estructuras gubernamentales a nivel local, para asumir ella misma no sólo la gestión sino también las decisiones sobre determinados asuntos de interés público (Font, 2001; Blanco y Gomà, 2002; Alguacil et al, 2003; Rodríguez, 2005; Wainwright, 2005). Bien fuera con base en una ancestral tradición organizativa, que como rasgo dentro del tejido social la convierte en una especie de activo (Putnam, 1993) o mediante innovaciones políticas, producto de continuos e insistentes ejercicios de presión para involucrase y abrirse paso en los ámbitos donde se confecciona y se decide la agenda (Fung y Wright, 2003), las experiencias recogidas por estos estudios muestran una imagen del ciudadano muy contraria a la de aquellas tesis que lo han definido como un sujeto cada vez más apático y ajeno a la política.

Pero más que por su valor empírico al mostrar una actitud distinta de la ciudadanía, estos análisis sobre las múltiples experiencias de movilización y autoorganización popular, exponen de manera clara una dimensión normativa de la democracia más bien basada en un esquema de interacciones horizontales y de proximidad entre autoridades y ciudadanos, en donde el poder como elector que tradicionalmente se le ha otorgado al ciudadano dentro de la democracia representativa, comparece como un procedimiento insuficiente para alcanzar mayores niveles de legitimidad y gobernabilidad.

Bajo un matiz de enorme radicalidad y que sin pretenderlo a veces parece suponer un modelo alternativo a la democracia representativa, el empoderamiento ciudadano ha sido concebido como un proceso resolutivo de injerencia de la ciudadanía en las esferas gubernativas, ante la indiferencia y desatención a sus demandas e intereses de aquellos que se hacen llamar sus representantes políticos; empoderamiento que activado desde abajo vendría a redefinir las relaciones ciudadano-gobernante no sólo en cuanto a las formas sobre quién manda y quién obedece, sino también sobre cuáles asuntos se tiene potestad de mandato y sobre cuáles obligaciones en lo que respecta a ambas partes.

Tal redefinición de la política al implicar una transformación de las tradicionales estructuras jerárquicas sobre las que ha sido sustentado el sistema representativo, supondría el desarrollo de mayores ámbitos de actuación del ciudadano dentro del Estado en función a unas bases de poder compartido con sus propios gobernantes, pasando a considerarse esta forma de gobernar una especie de democracia directa en el sentido de que es la misma ciudadanía quien sin intermediarios se ocupa de decidir y ejecutar sobre asuntos de interés colectivo que antes delegaba en unos políticos y funcionarios a quienes elegía y reconocía por sus cualidades y saber experto.

Con base en experiencias de formas organizativas e innovaciones políticas que han permitido en algunos casos involucrar de manera cercana y constante al ciudadano en los asuntos de gobierno, la perspectiva del empoderamiento ciudadano, ha buscado enaltecer la participación popular como elemento forjador de responsabilidades tanto de políticos como de ciudadanos en una especie de esfuerzo por revivir el zóon politikón de la antigüedad en una época en donde los incentivos para embarcarse en acciones colectivas no se limitan a la otrora reafirmación de identidad como ciudadano de la polis.

Sin embargo, ante el nivel de institucionalización que ha adquirido la política bajo el formato de la democracia representativa —lo cual ha resultado cada vez más excluyente en la atención de las demandas sociales—, la participación ciudadana se destaca como una reacción que encuentra sus incentivos tanto materiales como simbólicos en las diversas interpretaciones intersubjetivas concebidas por la gente sobre su realidad particular. En una suerte de redención cívica, se concibe a todo ciudadano como un sujeto con capacidad para razonar de manera coherente sobre sus estados de necesidad y de involucrarse de modo activo en las labores que contribuyan a transformar ese orden de insatisfacción (Sen, 2000).

A partir de ese despertar ciudadano, la democracia directa del pasado se encarna en la democracia participativa del presente mediante las más diversas formas de expresión popular (foros ciudadanos, mesas técnicas, proyectos comunitarios, veedurías públicas), que pujan por romper el carácter elitista del modelo representativo en cuanto a la toma de decisiones, convirtiendo al voto en una simple condición mínima desde la cual trascender hacia otros mecanismos de construcción de consensos basados en la inclusión de la mayoría, entendiéndose ello como la única fórmula para alcanzar una verdadera legitimidad en el ejercicio de gobierno.

1.2 La democracia directa bajo el enfoque responsivo

A partir de la autocrítica y del revisionismo obligado por los limitados rendimientos de las democracias occidentales pasada la novedad de la Tercera Ola (Huntington, 1994), aquellos entusiastas de los procesos de transición y consolidación han alcanzado en estos últimos años el acuerdo —tanto desde un punto de vista normativo como empírico— en que la democracia no es sólo elecciones periódicas. Además de dicha condición básica y de las otras que conforman el célebre decálogo de Dahl (1997), se ha planteado como nueva regla que la democracia debe ser responsiva, entendiéndose esta cualidad como la disposición permanente de los representantes electos y de los cuerpos administrativos bajo su cargo a justificar y responder ante los ciudadanos sobre las decisiones y acciones tomadas en razón de atender los asuntos de naturaleza pública, lo cual supone contar con un sistema de incentivos y restricciones que promuevan esa disposición hacia la transparencia y la rendición de cuentas.

Como nuevo criterio, el carácter responsivo que ahora debe asumir la democracia, sin embargo, sólo tendría de novedad aquellos diseños institucionales que lo hicieran posible hoy en día, ya que salvando las distancias que impone la contemporaneidad política de grandes Estados y de organizaciones de masas, la lógica informativa, argumentativa y punitiva del accountability (Schedler, 1999) recrea en cierta medida las finalidades que tenían los Comitia Calata de la antigua Roma, lugar a donde acudía la gente para ser informada y dar consentimiento a las decisiones tomadas por las autoridades. En contraste con ello, ha sido simplemente la complejidad de los tiempos actuales la que ha impuesto, para revitalizar este criterio de vieja data, la necesidad de nuevas instituciones que permitan su viabilidad, siendo oportuna su aparición como recurso para atender los problemas de legitimidad derivados del hermético manejo hecho por una gran cantidad de políticos y funcionarios de muchas de las principales cuestiones de interés colectivo[3].

Dado que se enmarca dentro de la realidad presente, muy distinta a la Roma de los patricios, el enfoque del accountability refleja un implícito matiz tecno-económico, orientado a fortalecer el sistema de pesos y contrapesos de las instituciones centrales de la democracia representativa, mediante una serie de medidas basada en el control integrado de la gestión política y administrativa del Estado a raíz de articular mecanismos de accountability vertical, horizontal y societal (O´Donnell, 2002), en donde el ciudadano asume un papel significativo en el seguimiento y evaluación de la labor de sus representantes en conjunto con otros agentes controladores tradicionales, que han sido identificados como insuficientes para llevar a cabo por sí solos dicha tarea en vista a múltiples razones, que van desde las dificultades de responder imparcialmente a su cometido, dado que en algunos casos forman parte de aquellos anillos burocráticos del Estado, cómplices de muchas actuaciones irregulares, hasta la complejidad que hoy en día representa el acto de gobernar, envuelto en un entorno de redes de actores con intereses y ámbitos de territorialidad diversos, lo cual ha llevado a plantear la necesidad de una nueva governance (Kooiman, 2005).

En el caso de la relación Estado-ciudadano, se redefine a este último en su condición de votante como un sujeto principal que prescribe un mandato al político electo, quien pasa a figurar como agente responsable de dicha orden[4], estando obligado de forma permanente a dar cuenta de las decisiones y acciones tomadas en conformidad con dicho mandato (Przerworski et al., 1999; Maravall, 2003). Se parte de que la democracia es una relación de compromiso en donde el contrato fijado entre las partes implica, por el lado de los ciudadanos, la comisión de una tarea y la delegación de autoridad para realizarla a unos representantes electos mediante sufragio, y por el lado de estos representantes, el cumplimiento de manera responsable de dicha labor encomendada; siendo en todo ello el ciudadano quien tiene la facultad para rescindir o renovar dicho contrato.

Bajo esta perspectiva, el voto deja de ser sólo ese mecanismo de elección utilizado tradicionalmente en la escogencia de "los más capaces" para convertirse en el principal instrumento de control del desempeño de aquellos que gobiernan, debido a que su latente potencialidad punitiva sobre cualquier gobernante, en un entorno de ofertas políticas variadas, lo convierte en una institución que puede forzar a este a ser más responsable al saberse sometido a la evaluación permanente de la ciudadanía. No se trata de la básica evaluación retrospectiva que caracteriza al votante a la hora de juzgar los resultados de una gestión en el marco de elecciones periódicas, sino de conjugar ese habitual ejercicio de accountability vertical con otros dispositivos de rendiciones de cuentas externos, con nuevos enfoques participativos, que provean mecanismos de voz y retroalimentación a las partes interesadas fuera del ejecutivo (Kaufmann, 2003).

Mediante diversos mecanismos de información y consulta, en donde viene a jugar un papel significativo la telemática, se plantea que la gente puede ejercer un control sobre los encargados del Estado con base en el seguimiento y la vigilancia de sus actuaciones, así como de emitir una opinión a favor o en contra de las mismas, valiéndose en estos casos de ciertos mecanismos de democracia semidirecta, como se verá más adelante. De esta manera, se apuesta por un estiramiento de las potestades de la ciudadanía frente a sus representantes al incluirse la posibilidad durante la gestión gubernamental de respaldar o vetar la actuación de las autoridades, que en su momento fueron legitimadas mediante el voto para ejercer el gobierno. Con ello, la delegación otorgada en un principio al gobernante quedaría condicionada al desempeño y a los rendimientos de su labor durante el ejercicio de su cargo, pudiendo esta ser objetada por el ciudadano.

Más asociado al tema de la gobernabilidad, dentro del enfoque responsivo de la democracia, ha estado el asunto de transparentar la gestión, donde se ha venido planteando como nuevo derecho del ciudadano el que este sea informado de forma clara sobre las actuaciones del gobierno. Mediante el uso de nuevas tecnologías, el desarrollo del llamado E-government, movido en principio por razones de eficiencia y simplificación de la gestión administrativa, cobra otro sentido como herramienta que puede ser orientada hacia la promoción de espacios públicos virtuales, dirigidos no sólo a informar de modo permanente a la gente sobre la labor gubernamental, sino también como ámbitos para la discusión de políticas y proyectos de ley entre la ciudadanía y sus gobernantes, potenciándose así los mismos como lugares de encuentro para la expresión libre de ideas.

También enmarcado dentro de la democracia responsiva, y contrario a la tesis que vinculaba crecimiento económico con gobiernos autoritarios, se ha venido haciendo énfasis con base en estudios econométricos provistos de una contundente evidencia empírica, que en la medida en que un sistema político está abierto a la participación desde abajo ello afecta positivamente la gestión macroeconómica (Rodrik, 2001). Se esgrimen como razones explicativas de esta situación que la participación ciudadana bajo adecuados canales institucionales es una herramienta óptima para enfrentar de forma eficiente, rápida y sin mayor nivel de conflictividad social y política los recurrentes problemas característicos de las democracias de gran parte de Asia, áfrica y América Latina[5], donde una asignatura pendiente después de los procesos de transición democrática ha estado en el desarrollo de mecanismos institucionales de expresión y voz de la ciudadanía.

 

2. La receptividad del Estado y el control ciudadano bajo la democracia directa

En la democracia hoy en día todo apunta a que la legitimidad de origen de las autoridades para actuar en función de sus representados se supone suficientemente sustentada en el voto practicado cada cierto período fijo y ya estipulado, mientras que la legitimidad por rendimiento de esos representantes en el ejercicio de gobierno pareciera ser sólo una cuestión basada en la efectividad que logra alcanzar o aparentar la Administración ante el ciudadano. Sin embargo, tales lógicas en ambas dimensiones de la legitimidad implican considerar algunos elementos importantes. En primer lugar, está lo referente al carácter estático de una en comparación con la otra, la cual reviste un carácter dinámico, producto de que en aquella el tiempo establecido determina su vigencia de forma rotunda, muy al contrario de esta última en donde el tiempo se presenta como un factor indeterminado para el desarrollo de niveles óptimos de rendimiento, verosímiles y aceptables para la gran mayoría de los representados.

En segundo lugar, se encuentra que la legitimidad de origen de un mandato representativo sólo puede expresar valores dicotómicos: se tiene o no se tiene legitimidad y además únicamente puede ser vetada por otros representantes, quienes también deben su legitimidad de origen al sufragio periódico de los electores, siendo esa misma legitimidad la que considera dicho veto como el sentir de la mayoría. Mientras que en el caso de la legitimidad por el rendimiento la misma acepta valores intermedios: un gobierno puede tener una legitimidad alta, media o baja en su desempeño, estando la tendencia predominante relacionada con la discrecionalidad que en su proceder tienen las autoridades electas a lo largo de la gestión.

Con la incorporación de mecanismos de democracia directa dentro de un sistema representativo los elementos que caracterizan a ambas legitimidades se ven trastocados de forma significativa, ya que el tiempo, por ejemplo, de la legitimidad de origen se convierte en relativo al estar presente en el sistema la institución de la revocatoria del mandato o quedando, por ejemplo, comprometida la discrecionalidad de las autoridades ante el uso recurrente de la iniciativa popular y del referéndum en el caso de la legitimidad por rendimiento. De esta manera, es evidente que a pesar de no pretenderse sustituir el modelo representativo, la real incorporación de mecanismos de democracia directa tiene un gran impacto sobre dicho modelo, debido a que estos mecanismos representan nuevos canales que fuerzan a otras formas de receptividad del Estado, así como a otras modalidades de control ciudadano, distintos a aquellos con los que estaba acostumbrada a funcionar la democracia moderna.

2.1 La iniciativa legislativa: ampliando la receptividad de los gobiernos

El grado de institucionalización de la iniciativa popular dentro de cualquier nivel de gobierno es un indicador que puede dar muestras del margen de receptividad y apertura del sistema político a las demandas ciudadanas que son canalizadas a través de estos mecanismos más directos de participación, los cuales, más allá de los propios partidos políticos, pueden ser activados por organizaciones de la sociedad civil. Se trata de entender la función de receptividad del Estado más como un proceso político que como una mera función administrativa, la cual hasta ahora al ser vista de esta última forma sólo ha contribuido a identificar el problema de la baja receptividad como un problema técnico y ha trasladado al ámbito de la gerencia la búsqueda de las soluciones, donde la máxima aportación se ha limitado a una simplista redefinición del ciudadano como cliente con base en las tesis empresariales de la reinvención del gobierno.

Ahora bien, el potencial democratizador de la iniciativa legislativa popular va a depender en todo caso de los rasgos institucionales que adopte su diseño en un determinado sistema político, cuestión en la que hay que tomar en cuenta el poco consenso que ha prevalecido en la literatura a la hora de definir este tipo de mecanismo, el cual, al igual que el referéndum y la revocatoria del mandato, se caracteriza por una enorme diversidad terminológica y taxonómica, producto del largo debate jurídico y político que habido en torno al concepto de la iniciativa (Coucolo, 1971; Bezzi, 1990).

Ante esta situación, algunos autores han optado por hacer caso omiso de la polémica (Miró, 1990; Ramírez, 2002) mientras otros como Lissidini (2006) se han atrevido a proponer, por lo menos, una escueta clasificación de este instrumento a partir de recoger las significaciones que hay sobre el mismo en un indeterminado número de Constituciones de países latinoamericanos. Esta autora ordena dicha clasificación en tres tipos de iniciativas: la primera, la iniciativa legislativa, consiste en el derecho de los ciudadanos a presentar leyes ante el Congreso; la segunda, la iniciativa popular, caracterizada por la posibilidad de los votantes de proponer leyes y reformas constitucionales de manera directa, mediante referéndum y, la tercera, el veto popular, que le permite a los ciudadanos proponer la derogación parcial o total de una ley. Tal clasificación, pese a que en un primer momento da la impresión de contribuir a una mayor confusión sobre el tema, abre el camino hacia una definición de lo que verdaderamente es la formación de leyes por parte de la propia ciudadanía como expresión de democracia directa.

Esta clasificación aportada por Lissidini (2006), permite identificar que una de las principales diferencias entre los tipos de iniciativas ciudadanas reside en el procedimiento que sustenta la acción. En el caso de la primera categoría, la de iniciativa legislativa, sólo bastaría con reunir un determinado número de firmas de los ciudadanos para que el poder legislativo se vea obligado a recibir para su estudio y consideración una propuesta de ley elaborada por la propia sociedad civil, lo cual, sin embargo, no garantizaría su aprobación en el Congreso[6]. Las otras dos en cambio —la iniciativa popular y el veto popular— dependerían para su consecución de una consulta previa vía referendo, correspondiendo su aprobación o no con los resultados que deriven de ese proceso comicial, en donde el Estado limitaría su participación a la estricta organización de dicha consulta.

Como se desprende de las diferencias entre los respectivos procedimientos que involucran a estos tres tipos de iniciativas ciudadanas, la presencia de intermediarios facultativos en la iniciativa legislativa —cosa evidente en el caso colombiano por la facultad del órgano legislativo de aprobar o no la realización de la consulta— se convierte en un elemento que vendría a distorsionar la esencia misma de la democracia directa[7]. No sería válido admitir que hay una facultad directa de los ciudadanos para la creación o modificación de leyes si su derecho está limitado al mero procedimiento de presentación de proyectos ante el Congreso, ya que al final, sería este ente quien tendría la última palabra sobre el destino de cualquier propuesta de ley.

En cuanto al segundo tipo de iniciativa de la que nos habla Lissidini (2006) en su clasificación, la iniciativa popular, parece ser la que más se ajusta a lo realmente es una IDD a decir de algunos autores, que subrayan la necesidad de diferenciar entre iniciativa popular directa e iniciativa popular indirecta para lograr identificar un verdadero ejercicio del poder por parte del pueblo (Baldassarre, 1992; Fernández, 2001). La presencia de intermediarios como el Congreso, no tiene ningún sentido si el procedimiento es de democracia directa, ya que precisamente "la iniciativa es un instrumento pensado para reparar los pecados de omisión de la asamblea legislativa" (Bogdanor, 1991, p. 619), correspondiéndole en este caso al ciudadano un papel como protagonista en la creación y reforma de las leyes.

Según Fernández, (2001, p. 26), sólo la iniciativa popular directa puede considerarse como un estricto mecanismo de democracia directa, ya que además de la facultad de una fracción del cuerpo de electores de iniciar el procedimiento de revisión constitucional o de formación de una ley, en esta modalidad no participa el poder legislativo y en algún caso incluso puede darse la posibilidad de disolver dicho órgano de representación popular, siendo, por ende, únicamente necesario que la proposición que reúna las firmas requeridas sea sometida al veredicto de los electores[8].

Mientras que la iniciativa popular indirecta quedaría circunscrita como un mecanismo de democracia semidirecta, dado que es la propia ciudadanía quien pide al legislativo la adopción de una proposición de ley, siendo la forma en que el cuerpo de electores hace la solicitud el criterio para distinguir entre dos tipos de iniciativa indirecta: la simple o la formulada. La primera consiste en una solicitud a la autoridad legislativa ordinaria a legislar sobre una determina cuestión[9]; la segunda reside en que la solicitud se expresa en forma de proyecto, la cual como propuesta de ley es introducida al órgano legislativo por la sociedad civil a través de alguna de sus organizaciones para que este la estudie, haga los correctivos necesarios y apruebe[10].

Dicha diversidad en cuanto a subtipos de iniciativas legislativas populares, además de mostrar el desacuerdo entre los autores sobre las modalidades de este instrumento, responden a un amplio debate en torno a los límites y las posibilidades facultativas que son otorgadas a la ciudadanía dentro de un determinado sistema político para participar en la desarrollo de Leyes (Coucolo, 1971; Bezzi, 1990; Mahrenholz, 1992; Caciagli y Uleri,

1994). Si bien, ya desde hace tiempo, la misma Ciencia del Derecho se había encargado de fijar las potestades de los distintos órganos del Estado democrático en lo concerniente a la formulación de leyes, el predominio del carácter representativo del mismo, como base sobre la cual se especificaron las respectivas facultades de los poderes públicos, contribuyó lógicamente a que el papel de la ciudadanía en este asunto fuera excluido, quedando, en todo caso, cualquier intento del pueblo supeditado al parecer de las instituciones legislativas.

2.2 El referéndum: controlando los outps del sistema

Como recurso político de la ciudadanía un referéndum puede tener fines muy específicos frente al ejercicio del gobierno. En este sentido, tenemos que sus efectos pueden ser de distinto tipo: legitimadores, bloqueadores o consultivos. En cuanto al primero, los referéndum son establecidos con la finalidad de apelar a la ciudadanía para certificar ciertas medidas que necesitan contar con el respaldo de la mayoría. En torno al segundo, tiene que ver con su utilización como recurso para limitar los alcances de alguna política establecida o con miras a ser puesta en práctica. Mientras que el tercero está orientado por el propósito de acudir a la ciudadanía en busca de conocer su opinión sobre un tema en específico.

Pero más allá de estos fines, no hay que olvidar, sin embargo, que dentro de la gran pluralidad conceptual y terminológica característica de las IDD, hay paradójicamente una especie de economía del lenguaje, signada casi siempre por la actitud de reunir en torno a las palabras referéndum y plebiscito a las distintas IDD en su conjunto, siendo muy común hasta encontrarse con expresiones donde más bien dichos términos son adjetivados, lo cual ha acrecentado aún más la enorme vaguedad sobre el significado específico de dos conceptos, ya de por sí históricamente enfrentados en una discusión sobre lo que representa ser cado uno[11]. Esta producción indiscriminada de términos de IDD, asociada a razones de cultura política y tradiciones jurídicas en cada país en particular donde han sido establecidos[12], al final lo que ha terminando haciendo es dificultar el desarrollo de una teoría consistente sobre los distintos tipos de IDD[13].

Las dificultades de establecer una definición exhaustiva y de aceptación general sobre lo que significa un referéndum reside en que el mismo más que ser un concepto de naturaleza abstracta y normativa es netamente empírico (Hofnung, 1987; Luciani, 1992). Los empeños durante siglos de toda la Ciencia del Derecho por formalizarlo pasan a ser inútiles cuando llega el momento de tratar de identificarlo en la realidad. Se podría más bien afirmar desde una perspectiva constructivista, que se trata de una categoría jurídica que se estructura de forma particular en cada circunstancia o realidad política donde se hace presente, estando, por ende, su elasticidad como concepto relacionada con el contexto político concreto.

Es frecuente encontrar en estudios sobre procesos referendarios una clara actitud preventiva de los autores caracterizada, en algunos casos, por enunciar la dificultad terminológica que encierran las IDD, principalmente el concepto de referéndum, asumiendo ante ello una actitud parsimoniosa (Thibaut, 1998; Zovatto, 2004; Altman, 2005). Mientras que otros casos, sin olvidar la enorme tipología de IDD y la múltiple terminología al respecto, se inclinan por delimitar el referéndum a un tipo específico de consulta, como puede ser el de la aprobación de leyes propuestas por la ciudadanía (Mahrenholz, 1992), o, como suele ser más común, al estudio histórico de este mecanismo dentro del marco constitucional del Estado moderno (Aguiar de Luque, 1977; Miró, 1990).

Una salida al caos conceptual del término referéndum podría ser la de adoptar una definición de carácter general sobre este mecanismo, a partir de la cual se pueda ir incorporando otros elementos característicos concretos, que permitan progresivamente moldear un significado unívoco y exhaustivo del mismo. Entre las tantas definiciones que brinda la literatura sobre el tema, una que parece cumplir con dicho requisito es la ofrecida por Bogdanor (1991, p. 617), para quien el referéndum "es un instrumento de democracia directa mediante el cual el electorado puede pronunciarse sobre alguna medida sometida a consulta por el gobierno".

Como estructura básica conceptual, dicha definición reúne los cuatro elementos fundamentales sobre los cuales construir un significado preciso del término referéndum: 1) Lo identifica como un recurso propio de la democracia directa, con lo cual dicho instrumento queda investido de los rasgos propios de este tipo de democracia en cuanto al carácter no representativo de la toma de decisiones. 2) Que el ciudadano en su condición de elector se vale del voto para pronunciarse. 3) El objeto de consulta es una medida, sin estar especificada su naturaleza. 4) Que es el Estado a través del gobierno quien puede organizar la consulta y someterla a pronunciamiento del electorado, independientemente de consideraciones sobre quién y en qué espacio territorial se activa el procedimiento.

Dejando de lado la discusión sobre si el plebiscito y el referéndum son mecanismos iguales o diferentes, se ha preferido, con base en la definición de Bogdanor (1991), optar por una aproximación conceptual más acabada del referéndum, entendiéndolo como el procedimiento electoral extraordinario que puede organizar el Estado en cualquiera de sus niveles territoriales, donde el ciudadano tiene la posibilidad de escogencia de una opción entre alternativas dicotómicas propuestas, definiéndose por mayoría en este evento la decisión popular sobre una materia, independientemente de si su naturaleza responde a un acto normativo, político o gubernamental.

Teniendo en cuenta lo arbitrario que puede resultar tomar partido por la palabra referéndum así como por la definición establecida, dicha medida se justifica en un intento de aclarar el panorama sobre su significado conceptual y establecer un poco de rigurosidad teórica sobre unas instituciones a las que no en pocas oportunidades se ha tratado de minusvalorar y hasta de estigmatizar como expresión del autoritarismo, siendo emblemático el tratamiento peyorativo que registra el propio vocablo plebiscito bajo la derivación terminológica de plebiscitario, como si tales desviaciones o perjuicios resultantes de la utilización inescrupulosa de las IDD fueran rasgos innatos de las mismas.

Pese a que también esta inclinación por el referéndum como metaconcepto (García, 2008) frente a los términos plebiscito y consulta popular, pueda seguir dejando sin resolver otras cuestiones relativas a la clasificación de este mecanismo, que incluso pueden ser un riesgo a la propia tipología básica sobre las IDD establecida en este trabajo, se considera que es tiempo de ir sentando las bases para un verdadero consenso en lo que respecta a la teoría sobre mecanismos referendarios más allá de las tradiciones políticas de cada país, en donde es fácil perderse cuando se habla indistintamente o de forma diferente entre referéndum, plebiscito o consulta popular[14].

2.3 La revocatoria del mandato: un mecanismo de rendición de cuentas 

Por más que la finalidad de invalidar un acto oficial pueda estar entre las opciones resultantes de un referéndum, ello no significa que ese sea el propósito primario para el cual ha sido institucionalizado dentro de un sistema político. De alguna manera, la figura del referéndum es un mecanismo vacío de contenido respecto a su finalidad concreta en un determinado contexto político, ya que la misma como institución de la expresión directa de los electores va a depender de la materia de consulta y más importante aún, de lo que se pretende preguntar en torno a ella, donde el propósito de anulación o negativa sólo aparece como una de las opciones a considerar.

En cuanto recurso político, el referéndum necesita siempre de un adjetivo (no obligatoriamente explícito) que especifique el propósito de la consulta al cuerpo electoral: legitimador, abrogatorio, consultivo, finalidad que de manera tácita o no reside en la interrogante que se somete a juicio del ciudadano. Cosa distinta sucede con el caso del mecanismo de revocatoria del mandato, el cual sí posee, independientemente de cómo esté redactada la pregunta, la clara y exclusiva función de canalizar la emisión de un veredicto popular en torno a si separar o no del ejercicio de sus funciones públicas a aquellas personas que fueron elegidas en un principio para el desempeño de las mismas. Se trata de un mecanismo que no da lugar a adjetivos calificativos, dada la intrínseca naturaleza de su función.

Ese papel exclusivo es lo que lo convierte en la única IDD exenta de ambigüedad conceptual, muy a pesar de que en la realidad pueda comparecer de múltiples formas nominativas. El acuerdo generalizado entre los autores en lo concerniente a la naturaleza y función de este mecanismo (McClain, 1988; Miró, 1990; Zimmerman, 1992; García, 2005; Zovatto, 2004; Altman, 2005), hace que sea indiferente la definición por la cual se opte, dado que es muy común encontrar casi el mismo significado entre un autor y otro. Más bien, a partir de este consenso, los esfuerzos han estado orientados a diferenciarlo de otros procedimientos de democracia indirecta, que presentes en los actuales sistemas representativos, tienen también una función de abrogación del mandato[15].

Dentro de ese gran desorden terminológico sobre las IDD, sin embargo, se debe tener especial cuidado con la frecuente alusión que muchas veces se hace al término plebiscito como procedimiento usado en realidad para la revalidación o destitución de autoridades, ya que entendido como mecanismo con un potente componente de abrogación, puede dar lugar a confusiones con respecto a la función que cumple la institución de la revocatoria de mandato. Si bien los dos —en términos de mínimos conceptuales— tienen un carácter consultivo de apelación a la voluntad popular, la gran diferencia entre el plebiscito y la revocatoria ha estado en la enorme naturaleza empírica que ha caracterizado al primero frente a la reservada existencia doctrinaria del segundo. Mientras el plebiscito ha gozado de utilidad a lo largo de la historia, principalmente, para la ratificación en el cargo de gobernantes, siendo por lo general activado desde arriba con fines de legitimación, el instrumento de revocatoria, en cambio, tanto en lo formal como en la práctica, tiene como objetivo exclusivo la anulación del mandato[16], ejerciendo un papel sancionador y punitivo ante la forma como ha sido realizada la gestión por parte de la autoridad sujeta a consulta.

Pese a que ambos funcionan bajo una lógica dicotómica y de suma cero, la revocatoria del mandato plantea un diseño institucional que tiene un criterio "negativo" como función correctora de la gestión, dado que una revocatoria se gana cuando el funcionario objeto del proceso en cuestión no logra permanecer en el cargo que ejerce, y viceversa, se pierde el fin último de este mecanismo —el cual es la anulación del "contrato de mandato"[17]— cuando la persona logra permanecer en el cargo. Hay que tener en cuenta que la revocatoria del mandato a diferencia del referéndum no es una IDD, con pretensiones de neutralidad en cuanto institución, por el contrario, tiene una intencionalidad explícita dentro de su propia naturaleza que es la de invalidar el mandato.

Más allá de las intencionalidades implícitas —muchas veces inescrupulosas— que dentro de determinado contexto político adquiera una revocatoria de mandato (manipulación de la opinión pública, canibalismo político entre aliados o del oponente), la facultad de activación se da siempre desde fuera de quien detenta el cargo. Para no decir ingenuamente que dicha facultad opera desde abajo de manera exclusiva, la activación de este mecanismo es producto de dinámicas sociales y correlaciones de fuerza de los actores, las cuales establecen en determinado momento un cuestionamiento sobre la capacidad política o técnica de quienes se encuentran en el ejercicio de gobierno, por lo que se busca su remoción a partir de la puesta en tela de juicio de su rendimiento como autoridades idóneas.

En rigor, mediante este tipo de consulta popular se pretende la búsqueda de un acuerdo, en función de la mayoría electoral, para desalojar del cargo a quien en un principio fuera considerada la persona indicada para llevar a cabo las responsabilidades inherentes a dicho puesto. Esto ha hecho que, muchas veces, lejos de considerarse dicho mecanismo como una válvula de escape para solventar problemas de legitimidad en torno a ciertas autoridades electas, por el contrario sea visto como un factor que puede acrecentar la ingobernabilidad del sistema cuando los resultados alcanzados tras la consulta de la revocatoria no reflejan el sentir generalizado de la sociedad, producto, entre otros factores, de un elevado abstencionismo en los comicios realizados.

Otra de las características de la revocatoria del mandato es que no supone una acción judicial (García, 2005), ya que las razones por la cuales se activa el procedimiento no responden a una imputación de cargos por supuestos comportamientos ilícitos de los funcionarios contra la cosa pública. Como IDD, la revocatoria descansa sobre razones de índole política asociadas principalmente a la valoración que hace la ciudadanía en torno al desempeño en el cargo de las autoridades electas, lo cual, pese a la reservas que siempre despierta una posible manipulación inescrupulosa de este instrumento por algunos actores sociales y políticos, hace irrebatible la idea de que corresponde a los electores definir la legalidad, racionalidad y suficiencia de los motivos, no pudiendo estar ello sometido a revisión ni objeción por ningún órgano del Estado.

 

Conclusiones

Las limitaciones de funcionamiento del modelo representativo en cuanto a la identificación, procesamiento y resolución de las demandas de los ciudadanos han dado pie al desarrollo y rescate de visiones alternativas de democracia en los últimos treinta años. Unas más radicales, otras más moderadas cuestionan en común el alejamiento progresivo de los representantes ante sus representados, planteando frente a ello, en el caso de las primeras, la creación de condiciones sociales y políticas para que la ciudadanía tenga la posibilidad de deliberar y decidir sobre los asuntos que le conciernen sin la necesidad de intermediarios, mientras que las segundas se circunscriben a la introducción dentro del propio sistema representativo de procedimientos, principalmente de tipo electoral, que permitan un mayor acercamiento entre ciudadanos y gobernantes en términos de receptividad y control como fórmula para alcanzar una mayor calidad democrática.

Entre ambas visiones es posible encontrar un punto intermedio en donde lo sustantivo de la primera pueda ser incorporado dentro de la lógica procedimental de la segunda, llevando así mismo a que la institucionalización de los mecanismos acuñen conforme a su uso y efectividad niveles más sustantivos de democracia. A nivel político, velar por la mera existencia y utilización de procedimientos de democracia directa no es garantía de una mayor calidad del régimen como tal; ello sólo será posible si tales instituciones se muestran como fórmulas genuinas que permitan desprivatizar la agenda de gobierno y descorporativizar el núcleo de muchas de las decisiones de gran transcendencia social.

Llenar de contenido político la receptividad de los gobiernos más allá de lo mero administrativo que trajo consigo la Nueva Gerencia Pública, requiere transcender ese limitado principio del ciudadano como un cliente que demanda un trato afable de los organismos del Estado y otorgarle a la ciudadanía un papel como gestor de propuestas que podrían ser formalizadas y convertidas en políticas públicas a través de las IDD. En esta dirección, la iniciativa legislativa popular comparece como instrumento para insertar dentro del sistema político inventivas y soluciones de la ciudadanía, las cuales podrían ser posteriormente refinadas por el expertise tecnoburocrático con el que cuenta el Estado, acercando y haciendo coincidir de esta forma la lógica política y la técnica.

También una ampliación de la injerencia ciudadana en las agendas de los gobiernos implica que los ciudadanos tengan la posibilidad vía referendo de ser consultados de manera vinculante sobre determinadas políticas a ser implementadas, así como hacer uso de la revocatoria del mandato para respaldar o anular la permanencia en el cargo de sus representantes electos, mucho antes del vencimiento del término de su gestión. Si bien estos mecanismos no dejan de ser un control que se traduce en un voto retrospectivo, basado en la evaluación que pudiese hacer el elector sobre la manera como fue gestada la política motivo de consulta o del desempeño que hasta el momento ha tenido el funcionario sujeto de la revocatoria, no se puede negar su potencial como instrumentos de observancia ciudadana en cuanto que permiten la continuidad, reorientación o freno de los cursos de acción de las autoridades electas al ser activados en cualquier momento durante el ejercicio de gobierno.

Así mismo las IDD podrían ser una fórmula para contener las desviaciones que en muchos casos presenta el funcionamiento de la democracia, principalmente en lo relativo a los desbalances entre poderes. En entornos donde la personalización de la política se acentúa cada vez y el gobernar por decreto se va convirtiendo en un instrumento al que las autoridades electas recurren con mayor frecuencia, el contrapeso ciudadano mediante la activación y uso de las IDD puede ser una alternativa para hacer frente al exceso de poder adquirido por el Ejecutivo a raíz de la subrogación que éste hace de los otros poderes del Estado, ya que sería la propia ciudadanía la que vendría a actuar de forma complementaria como agente contralor de la gestión gubernamental en cualquier de los tres niveles político-administrativos.

No obstante, siempre existe el riesgo de atomizar el potencial de las instituciones de democracia directa a partir de la explotación de su uso como meros instrumentos de consulta para plebiscitar decisiones ya tomadas por las autoridades, o como simples mecanismos receptores de opiniones públicas, los cuales buscan dar una aparente imagen de sensibilidad gubernativa ante los intereses de la población, pero sin que ello conlleve un auténtico compromiso por parte del Estado para tomar en cuenta dichas opiniones como demandas de la ciudadanía. En este sentido, calibrar las posibilidades que puedan tener en el plano de lo real las IDD formalizadas en los diversos marcos legales obliga a realizar un examen en torno a las formas de activación de dichas instituciones. Si bien en otro lugar ya hemos iniciado el desarrollo de esta tarea (García, 2008b; García, 2009), todavía queda pendiente mucho por hacer para determinar su alcance efectivo como mecanismos de participación ciudadana en la actualidad.

Notas

* El autor agradece el apoyo de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) por la concesión del financiamiento que posibilitó el desarrollo de este trabajo de investigación en el marco del Programa de Doctorado en Gobierno y Administración Pública en el Instituto Universitario Ortega y Gasset, adscrito a la Universidad Complutense de Madrid.

[1] Antes que la propia democracia liberal tomara cuerpo como un régimen moderno, basado en elecciones generales y grandes partidos de masas, ya Rousseau en el siglo XVIII había cuestionado las limitaciones de la democracia en su versión representativa, abogando más bien por la democracia directa.

[2] Más que idear estrictamente un modelo de democracia como tal con sus respectivos procedimientos, los planteamientos de la Nueva Izquierda giraban en torno a exponer las condiciones necesarias para el desarrollo de esquemas participativos que hicieran a la democracia liberal y a la sociedad capitalista menos elitista y desigual

[3] Sin embargo, la propuesta de apertura del accountability no supone mayores cambios en cuanto a carácter elitista de la toma de decisiones, ya que este enfoque centra su atención en que tanto políticos como técnicos actúen de forma correcta y transparente, conforme a unos procedimientos legalmente establecidos, de manera que ello permita reducir las oportunidades para el manejo irregular de la cosa pública; comportamiento este cada vez más disfuncional frente a modelos de gestión basados en la competitividad y la productividad, debido a que con la revolución neoliberal, al haber pasado a ser la eficiencia el máximo principio rector de cualquier gestión administrativa, la corrupción se convirtió más en una cuestión de costos que en un asunto moral.

[4] Dicha interpretación procede de la teoría principal-agente, la cual define esa relación entre los actores como una relación de agencia, que se caracteriza por ser "un contrato conforme al cual una o varias personas (el principal (es) contratan a otra persona (el agente) para realizar algún servicio en su nombre que implica la delegación de alguna autoridad de toma de decisiones al agente. No obstante, si ambas partes en la relación buscan maximizar su utilidad, hay buenas razones para pensar que el agente no siempre actuará en los mejores intereses del principal" (Jesen y Meckling, 1976, p. 5).

[5] Según Rodrik (2001, p. 28), la participación es útil por varios motivos. Primero, permite transferir el poder sin contratiempos desde políticos (y políticas) fracasados a un nuevo grupo de líderes de gobierno. Segundo, posibilita el establecimiento de mecanismos de consulta y negociación, lo que permite que las autoridades creen el consenso necesario para emprender con decisión los ajustes de política indispensables. Tercero, los mecanismos de expresión (voz) obvian la necesidad de los grupos afectados de recurrir a disturbios, protestas y otras acciones perturbadoras, y reducen también el apoyo que otros grupos de la sociedad dan a esa conducta.

[6] En esta categoría podríamos ubicar a Colombia, donde cualquier proyecto de reforma constitucional por iniciativa del Ejecutivo, pero también de los propios ciudadanos, corresponde al Congreso de la República tomar la decisión de convocar el referendo mediante promulgación de una Ley (Art. 378, Constitución Nacional). En caso contrario, y pese a la solicitud ciudadana no habría referendo, ya que sin Ley de convocatoria —cuya aprobación entraña una decisión política— no habría posibilidad de sacar adelante ninguna reforma legal vía referendo.

[7] Esta forma de iniciativa es objetada por Thibaut (1998) al afirmar que, "en estos casos no es posible hablar de una genuina actividad legislativa del pueblo, ya que los proyectos en cuestión pueden ser descartados por el parlamento. En sentido estricto, por lo tanto estos procedimientos no constituyen instrumentos de democracia directa. Son poco más que concesiones simbólicas a la idea de participación directa de los ciudadanos en los procesos de decisión política".

[8] Muy lejos de esta modalidad se encuentran las IDD en Colombia, donde además de ser obligatoria la tramitación ante el Congreso de la iniciativa ciudadana para su consulta vía referéndum, la Constitución en ningún caso establece la disolución del órgano legislativo, ni siquiera en el caso de aprobarse a través de referendo una Asamblea Constituyente.

[9] Altman (2005, p. 215) argumenta que dicho subtipo de iniciativa popular al ser una actividad "donde los ciudadanos obligan a los legisladores a considerar una acción propuesta, aunque el poder legislativo no necesariamente la acepte… se asemeja más a un poder de transformación de la agenda que a una herramienta de cambio político".

[10] Aquí una muestra del lío conceptual al que se ha hecho referencia reiteradamente: este último subtipo de iniciativa de la que nos habla Fernández (2001, p. 26) y a la que denomina "iniciativa popular indirecta formulada", es la misma que considera Lissidini (2006, p. 15), pero bajo el término "iniciativa legislativa", mientras que esta autora reserva el concepto "iniciativa popular" para definir lo que a su vez considera Fernández como "iniciativa popular directa".

[11] Mientras Biscaretti Di Ruffia (1982) se inclina por establecer una tajante distinción entre referendo y plebiscito, situando al primero como un mecanismo a través del cual puede pronunciarse el cuerpo electoral hacia un acto normativo y al segundo como una manifestación del cuerpo electoral hacia un simple hecho o suceso del Estado o su gobierno, Gemma (1983) por su parte, en la definición que hace de plebiscito recoge en poco espacio la discusión que ha caracterizado a ambos conceptos en cuanto a su real significado, zanjando la polémica bajo la parsimonia de considerar al referéndum y al plebiscito como sinónimos.

[12] Baldassarre (1992, p. 33) señala dos aspectos generales que han contribuido de forma importante en el desarrollo de esta diferencia de concepciones: a) las diversas tradiciones que están en la base del nacimiento del moderno Estado representativo y, especialmente, la diversa historia de la intervención directa del pueblo en las decisiones generales de la polis; b) el diferente desarrollo de la cultura jurídica sobretodo en referencia a aquel sector especializado llamado "derecho constitucional", demasiado especializado en las categorías jurídicas generales, notoriamente derivadas del derecho privado.

[13] Pese a la complejidad y embrollo conceptual presente en la teoría sobre los MDD en el relativo a los criterios para tipificar estos mecanismos, en el caso del criterio territorial, la tipología parece reflejar claridad al dar cuenta de MDD nacionales, regionales y locales, los cuales no sólo responde al radio  territorial sobre el que se despliegan estos mecanismos, sino también a las competencias que tienen asignadas a esos niveles del Estado los gobiernos y a los derechos específicos consagrados para los ciudadanos en tales espacios territoriales.

[14] Por encima de cualquiera de estas nomenclaturas, es objetivo que se trata básicamente de un instrumento de consulta directa al cuerpo electoral mediante el uso de una interrogante formulada con dos alternativas de respuestas cerradas, siendo a partir de allí cualquier nominación sobre dicho instrumento una cuestión determinada por preferencias culturales y políticas, pero donde las diferenciaciones que se establecen con la designación al instrumento de uno u otro nombre, muchas veces responde al final a un mera cuestión de semántica.

[15] En las democracias contemporáneas también se registran como instrumentos con fines revocatorios las figuras del juicio político y el impeachment. Sin embargo, las diferencias de estos mecanismos respecto a la revocatoria del mandato estriba en que el primero, su puesta en práctica, responde a una cuestión judicial desarrollada por los órganos políticos en donde la razón es la existencia de cargos imputados por hechos delictivos (García, 2005); mientras que en el segundo, se trata de un procedimiento contemplado por los propias instituciones del Estado para la remoción de una autoridad pública con base en la censura a su conducta política (Zimmerman, 1992). En todo caso, ambos mecanismos son parte del sistema de pesos y contrapesos para el ejercicio de poder dentro del modelo representativo, siendo por tanto instrumentos de democracia indirecta.

[16] En el caso colombiano la Ley que regula las IDD restringe las posibilidades de que el plebiscito sea utilizado con fines de consultar al pueblo sobre "el ejercicio de los poderes correspondientes" (Art. 76), mientras limita el uso de la revocatoria de mandato sólo para el caso de gobernadores y alcaldes (Art. 6), (Congreso de Colombia, 1994).

[17] Siguiendo la teoría principal-agente de Jesen y Meckling (1976), la relación entre el ciudadano como principal y el político electo como agente caracteriza un contrato, donde el político se compromete a actuar en función de los intereses y demandas del ciudadano, quien a su vez le cede los derechos de representación.

 

 

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Fecha de recepción: 7 de noviembre de 2008 / Fecha de aprobación: 2 de septiembre de 2009

 

Cómo citar este artículo

García, José. (2009, junio-diciembre). Instituciones de democracia directa: ampliando la receptividad estatal y el control ciudadano sobre los gobiernos. Estudios Políticos, 35, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, (pp. 181-208).

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