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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.36 Medellín Jan./June 2010

 

 

La exclusión-inclusiva de la nuda vida en el modelo biopolítico de Giorgio Agamben: algunas reflexiones acerca de los puntos de encuentro entre democracia y totalitarismo*

 

The Inclusive-exclusion of the Bare Life in the Biopolitical Model of Giorgio Agamben: Some Reflections on the Intersection between Democracy and Totalitarianism

 

Ayder Berrío Puerta**

 

** Licenciado en Filosofía. Magíster en Ciencia Política, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia. Miembro del grupo de investigación Cultura, Violencia y Territorio del Iner. E-mail:ayderberrio@quimbaya.udea.edu.co

 

 


RESUMEN

Al tomar distancia con el biopoder y la biopolítica, propuestos a mediados de la década del setenta por Michel Foucault, el filósofo italiano Giorgio Agamben llega a una concepción biopolítica propia, de vertiente jurídico-filosófica antes que histórica, apoyada en la exclusión-inclusiva de la vida biológica (nuda vida) del ser humano, como sustrato primigenio de la política en Occidente. Lo relevante de la tesis de Agamben radica en la capacidad que tiene la exclusión-inclusiva de la nuda vida, para evidenciar un cierto umbral de indistinción o contigüidad entre la democracia y el totalitarismo, en cuanto a sus prácticas de gestión sobre la vida de individuos y poblaciones, sin que por ello, se desconozcan o afecten sus presupuestos filosóficos antagónicos. Este artículo pretende ofrecer una aproximación crítica a las implicaciones que reviste para la teoría y filosofía política la tesis propuesta por el filósofo italiano Giorgio Agamben, como base de su modelo biopolítico. Por último, este artículo propende por una lectura crítica, no coyuntural, frente a autores y teorías políticas “novedosas” para nuestro medio académico.

Palabras clave: Agamben, Giorgio; Biopoder; Biopolítica; Democracia Liberal; Totalitarismo.


ABSTRACT

By taking distance from biopower and biopolitics proposed in the mid-seventies by Michel Foucault, the Italian philosopher Giorgio Agamben comes to a personal biopolitical conception of legal and philosophical slope rather than historical, based on inclusive-exclusion of biological life (bare life) of the human being, as a primal substrate of western politics. The relevant aspect of Agamben’s thesis lies in the ability of the inclusive-exclusion of bare life, to show a certain level of indistinctness or contiguity between democracy and totalitarianism, in terms of their practices of management over the lives of individuals and populations, without for it, be unknown or disturb their antagonistic philosophical assumptions. This article aims to offer a critical approach to the implications that bears, for both, theory and political philosophy, the thesis proposed by the Italian philosopher Giorgio Agamben, as the support of its biopolitical model. Finally, this article aims to a critical reading, not cyclical, compared to the “new” authors and political theories for our academia.

Keywords: Agamben, Giorgio; Biopower, Biopolitics, Liberal Democracy, Totalitarianism.


 

 

“Uno de los resultados más letales (posiblemente el más letal de todos)

del triunfo global de la modernidad es la acuciante crisis de la industria

de tratamiento del desecho (humano), ya que el volumen de población

humana residual crece a un ritmo superior al de la capacidad de gestión

existente, por lo que resulta perfectamente posible que la modernidad

(que hoy es planetaria) se ahogue en sus propios productos de desecho,

que ya no puede reasimilar ni expulsar”.

Zygmunt Bauman

 

 

A manera de introducción: Foucault y Agamben un contrapunto necesario[1]

El concepto de biopoder/biopolítica[2], propuesto por Foucault a mediados de la década del setenta, se encuentra ligado de suyo a la experiencia del holocausto en un sentido que nos lleva a pensar el drama del exterminio genocida como efecto de las lógicas constitutivas de la modernidad y no como suspensión accidental del universo de valores racionales y humanistas que ésta contendría. Tal y como lo planteó Michel Foucault, y como veremos más adelante en Giorgio Agamben, nuestra condición de animal político aparece, cada vez más, puesta en entredicho por esta nueva concepción de las relaciones de poder bajo los códigos biológicos. La cuestión no reside en presentar un panorama lúgubre o claustrofóbico sobre los mecanismos de poder en nuestras sociedades. Por el contrario, el trabajo de Foucault y Agamben, así como el de otros importantes teóricos de la biopolítica en la actualidad (Negri-Hardt, Lazzarato, Esposito, Virno, Lemcke) trata, antes que nada, de alertarnos acerca de los peligros que contiene esta nueva forma de ejercicio del poder que ha puesto en práctica la civilización occidental. Por tanto, la descripción del entramado de estrategias que implica este poder regulador sobre la vida (biopoder), así como sus herramientas de intervención sobre ésta (biopolítica), puede entenderse, por sí misma, como una toma de posición muy concreta y decisiva por parte de Foucault[3]. Cabe resaltar que en los análisis del filósofo francés, aquello que une libertad y seguridad, en detrimento de la libertad como ideal de tipo espiritual, resulta ser la creciente centralidad que asume el cuerpo y los procesos biológicos de la población para el Estado. Así, de acuerdo con Foucault, la democracia liberal tendría en la vida su valor supremo, expresado en la búsqueda del bienestar económico, la salud, la protección y la seguridad, entre otros. Este protagonismo del cuerpo en la teoría liberal resulta, bajo esta óptica, ambivalente puesto que se acude al cuerpo y a sus procesos biológicos para afirmar la intervención positiva sobre la vida en las democracias liberales, aunque, al mismo tiempo, se recurre a la amenaza hacia el propio cuerpo biológico para justificar el ataque y la exposición de otros hacia la muerte, por lo que el racismo y el genocidio podrían tener un sustrato común bajo esta lógica.

A fines del siglo XIX tenemos entonces un racismo de guerra que resulta nuevo y se hace necesario, creo, porque un biopoder, cuando quiere hacer la guerra, no puede articular la voluntad de destruir al adversario con el riesgo que asume en el matar mismo justamente aquello que debe, por definición, proteger, organizar, multiplicar la vida […] El racismo asegura entonces la función de la muerte en la economía del biopoder, sobre el principio de que la muerte del otro equivale al reforzamiento biológico de sí mismo como miembro de una raza o una población, como elemento en una pluralidad coherente y viviente. Como ven estamos muy lejos de un racismo como simple o tradicional desprecio u odio de las razas una por otra. Pero también estamos muy lejos del racismo entendido como una especie de operación ideológica con la cual el Estado o una clase tratarían de volver contra un adversario mítico las hostilidades que otros habrían vuelto contra ellos, o que podrían trabajar el cuerpo social (Cf. Foucault, 2001, p. 233).

Giorgio Agamben, como veremos a continuación, propone que la tesis foucaultiana sobre la centralidad de la vida en los cálculos del poder soberano debe ser completada, en el sentido que: lo importante no es sólo que la vida se ubique en los cálculos del poder convertido en Biopoder, sino que el espacio de la vida biológica, separada de todo contenido político (nuda vida), que antes se situaba al margen del ordenamiento jurídico, se halla en coincidencia gradual con el espacio político (Cf. Agamben, 2003). Para Foucault, las prácticas generadas por el poder disciplinario nos conducen a un gobierno sobre la vida; mientras que Agamben parte de la estructura jurídico política de la excepción para entender las prácticas que dividen las vidas, entre aquellas dotadas de existencia política y aquellas que no (nudas vidas). Cada uno, a su manera, se ubica en lugares distintos del espectro biopolítico: Foucault dentro de la regularidad del biopoder; Agamben desde la excepción que posibilita el surgimiento de la exclusión-inclusiva de la nuda vida[4], dentro del ordenamiento político en los orígenes de Occidente. Pese a lo anterior, ambos autores coinciden en que racismo y nazismo resultan ser el paroxismo del poder sobre la vida y la muerte de los individuos.

Llegados a este punto cabría preguntarnos, ¿qué desarrollos sugerentes encontramos en el modelo biopolítico del poder propuesto por Agamben, en relación con el modelo del biopoder/biopolítica propuesto por Foucault? Como anotamos antes, Michael Foucault fue el primer pensador que intentó dar cuenta de la inclusión de la vida dentro de los cálculos del poder. Al respecto, Agamben expresa claramente a lo largo de su obra, sus diferencias con el modelo biopolítico foucaultiano que podríamos resumir en tres puntos básicos:

1. A juicio de Agamben, Foucault no llevó su investigación al lugar por excelencia de la biopolítica moderna: “el campo de concentración y la estructura de los grandes Estados totalitarios del siglo XX” (Agamben, 2003, p. 13). Afirmación a nuestro entender discutible, toda vez que Foucault si bien no se ocupa de la estructura jurídico política que opera en estos escenarios, sí toma el fenómeno del nazismo como una suerte de paroxismo del derecho de muerte (directa e indirecta), aplicado desde el siglo XVIII por intermedio de los mecanismos propios del poder disciplinario. Con todo, pese a la validez (más de forma que de fondo) de las críticas planteadas por Agamben, podemos señalar dos momentos del pensamiento foucaultiano donde se aborda el fenómeno del Estado nazi; nos referimos al curso de 1976: Defender la sociedad (genealogía del racismo) y al primer volumen de la Historia de la sexualidad en el apartado denominado derecho de muerte y poder sobre la vida:

[…] Lo extraordinario es que la sociedad nazi generalizó de modo absoluto el biopoder y también el derecho soberano de matar. Los dos mecanismos, el clásico, más arcaico, que daba al Estado derecho de vida y muerte sobre los ciudadanos, y el nuevo mecanismo del biopoder, organizado en torno de la disciplina, a la regulación, coinciden exactamente. Por tanto, se puede decir que el Estado nazi hizo absolutamente coextensivos el campo de una vida que él organiza, protege, garantiza, cultiva biológicamente, y el derecho soberano de matar a cualquiera. Cualquiera quiere decir: no sólo los otros, sino también los propios ciudadanos (Cf. Foucault, 2001, pp. 234-235).

En la cita anterior se aprecia que el objetivo de Foucault no es, precisamente, el de pensar la relación de los Estados totalitarios del siglo XX con el modelo biopolítico del poder, sino el de efectuar un acercamiento al nazismo como una de las formas “paradigmáticas” del “racismo de Estado” que Foucault identifica como el punto culminante en la aplicación de los mecanismos de poder introducidos desde el siglo XVIII. De tal suerte que, el nazismo y su pretensión de convertirse en una tecnología que elimina las razas inferiores (judíos, gitanos, entre otras) a fin de purificar la propia, implica, en Foucault, una suerte de confusión o umbral de indistinción (en términos de Agamben) entre manejo y administración de la vida y de la muerte[5].

2. Foucault al pasar por alto las explicaciones jurídicas no puede encontrar “en el cuerpo del poder, la zona de indiferencia (o, por lo menos, el punto de intersección), en que se tocan las técnicas de individualización y los procedimientos totalizantes” (Agamben, 2003, p. 15). Agamben sostendrá que lo decisivo aquí es que, al tiempo que la excepción se convierte en la regla, “[…] el espacio de la nuda vida que estaba situada originariamente al margen del orden jurídico, va coincidiendo de manera progresiva con el espacio político, de forma que exclusión e inclusión, externo e interno, bíos y zôe, derecho y hecho, entran en una zona de irreductible indiferenciación. El estado de excepción, en el que la nuda vida era, a la vez, excluida del orden jurídico y apresada en él, constituía en verdad, en su separación misma, el fundamento oculto sobre el que reposaba todo el sistema político” (Agamben, 2003, p. 19). Pese a lo anterior, Foucault no descarta de plano la mirada sobre la soberanía. La explicación, tal y como lo expresa en el curso de 1977, Seguridad, territorio y población[6], enlaza “la mirada de lo legal a lo disciplinario y [de éste] a la seguridad […]; es decir, para Foucault, a diferencia de Agamben, la existencia de marras ya no es aquella, jurídica, de la soberanía, sino la puramente biológica de la población (Cf. Foucault,1998); con lo cual, el disenso entre ambos autores parece estar en el proceso por el cual se explica el lugar de la vida en la política, o en otros términos, la forma en que la vida ingresa en la política” (Heffes, 2007, p. 9) antes que en el alcance o profundidad que no pudo desarrollar el biopoder/biopolítica en Foucault a causa de su muerte en junio de 1984 (Cf. Agamben, 2003).

3. Agamben afirma que la tesis foucaultiana de la inclusión de la vida en los cálculos del poder como un fenómeno ligado a la modernidad, debe ser revisada y complementada. Esta crítica, enlazada de suyo con la anterior, apunta a la relación entre bíos (vida política) y zôe (vida desnuda o existencia biológica sin más), que resulta central para comprender el modelo biopolítico propuesto por Agamben. Bíos y zôe se relacionan de manera directa y total en la modernidad como lo describe Foucault, pero al parecer esta relación existió desde siempre, según Agamben, sin posibilidad alguna de ser escindida. En cualquier caso, la manera en que esta unión tiene lugar (antes que el rastreo de sus orígenes) con el nuevo paradigma jurídico marcado por las medidas de excepción adoptadas por los Estados totalitarios del siglo XX, es lo que parece unir a ambos autores, pero justamente la forma en que lo jurídico se transforma en lo creador es la clave para poder entender todo el pensamiento político de Giorgio Agamben (Cf. Heffes, 2007, p. 7).

 

1. La dicotomía entre la “nuda vida” y la vida política o vida cualificada (zôe - bíos)

Iniciemos por explicitar la dicotomía básica que Agamben retoma al presentar el entramado conceptual de su modelo biopolítico del poder; se trata de la oposición entre zôe y bíos[7], es decir, entre la existencia como dato biológico (común a todos los seres vivos) y la vida cualificada política o cualificada (propia de un individuo, grupo o comunidad). Esta dicotomía remite a la idea que prevalece desde los griegos, según la cual la vida natural o “nuda vida” (zôe) debe ser excluida del ámbito público y relegada al espacio invisible de lo privado, al terreno del oîkos (casa - intimidad del hogar). De lo anterior se desprende que hay una vida natural separable y distinta de la vida cualificada, propia de la existencia política. De ahí que sea imprescindible, según Agamben, reconsiderar el sentido de la definición aristotélica de “la polis como oposición entre el vivir (zên) y el vivir bien (eû zên). Tal oposición es, en efecto, una implicación de lo primero en lo segundo, de la nuda vida en la vida políticamente cualificada” (Agamben, 2003, p. 16). Lo que deberá ser objeto de investigación acerca de la polis aristotélica, según Agamben, no ha de ser, sólo el sentido, los modos y las posibles articulaciones del “vivir bien” como finalidad o télos de lo político[8]; sería más acertado preguntarse actualmente el por qué la política occidental se constituye, antes que nada, por medio de una exclusión (que es, en la misma medida, una implicación) de la nuda vida. De ahí que para Agamben, la afirmación aristotélica del hombre como “animal viviente y, además, capaz de existencia política” (Agamben, 2003, p. 16. Cursiva agregada) deba ser completada en cuanto a las dificultades que conlleva el significado de ese “además”. Según Agamben, debido a esta concepción de la política como lugar en que “el vivir debe transformarse en vivir bien” (Cf. Aristóteles, 1994) es que puede entenderse en qué sentido la zôe, es decir, la idea de una mera vida natural, se incluye por exclusión en la vida de la polis. Lo anterior da a entender que lo político “no se concibe como exclusión absoluta del mero vivir, sino como el lugar del hombre definido como animal viviente y, además, capaz de existencia política, que debe suprimir aquello que lo caracteriza como mero viviente para realizar aquello que lo distingue como hombre” (Quintana, 2006, p. 46).

La relación de exclusión por inclusión, o excepción, indica que la vida (zôe) se anuncia (o en este sentido se incluye) como aquello a suprimir (por medio de la exclusión) para asegurar la pertenencia a la vida política cualificada (polis). Se trata, pues, de una relación de exclusión-inclusiva que se actualiza cuando pensamos al hombre como “viviente que posee el lenguaje” (Aristóteles, 1994, p. 51) y que concibe el lugar de la vida política (polis) como espacio privilegiado donde opera el paso de la voz (phoné; que comparte con los demás animales) al lenguaje (lógos: característica distintiva de su condición de animal político), por medio del cual se manifiesta lo conveniente y lo inconveniente, lo justo y lo injusto, en aras de constituir la comunidad política. De esta forma, la política se concibe como el lugar en el que el hombre podría conseguir la articulación entre el viviente y el lógos, al apartarse de aquello que lo caracteriza como simple viviente o portador de la nuda vida. De allí se infiere la existencia del espacio político, puesto que el hombre es el único ser vivo que en el lenguaje separa la propia nuda vida y la opone a sí mismo, al tiempo que se mantiene en relación con ella en una exclusión inclusiva (Cf. Agamben, 2003).

En este sentido, Agamben señala que esta “politización de la nuda vida es la tarea metafísica por excelencia, en la cual se decide acerca de la humanidad del ser vivo hombre (y con ello la pertenencia, el afuera y el adentro de la comunidad humana) y, al asumir esta tarea, la modernidad no hace otra cosa que declarar su propia fidelidad a la estructura esencial de la tradición metafísica [venida de los griegos]” (Agamben, 2003, p.18). A la luz de esta tarea metafísica, la política se presenta ligada con una “idea de humanidad” (Quintana, 2006, p. 47) que, al definir la pertenencia a la comunidad, presupone la exclusión de aquello que no puede ser representado bajo tal idea y se concibe en términos de nuda vida: una vida que se ubica en el umbral entre lo humano y lo no humano, incluida sólo por exclusión, es decir, exceptuada de existencia política. La nuda vida (zôe), es aquello que al no poder ser incluido acaba por incluirse bajo la forma de la excepción que, necesariamente, ha de apresar y excluir a la zôe, en aras de conformar la comunidad política. Cabe resaltar que esta exclusión de la vida natural (zôe) no se agota en la teoría política clásica. En la concepción hobbesiana de la soberanía, la vida se define sólo por el hecho de estar incondicionalmente expuesta a la amenaza de muerte o al derecho ilimitado de todos los individuos sobre la naturaleza. La vida política que se desarrolla sólo bajo la protección del Leviatán no sería otra cosa que esa misma vida (zôe) expuesta a una amenaza que ahora se halla, únicamente, en manos del soberano. En palabras de Agamben: “la puissance absolue et perpétuelle, que define el poder estatal no se funda, en último término, sobre una voluntad política, sino sobre la nuda vida que es conservada y protegida sólo en la medida que se somete al derecho de vida y muerte del soberano o de la ley (…) el sujeto último al que se trata de exceptuar de la ciudad y, a la vez, de incluir en ella es siempre la nuda vida” (Agamben, 2001, p. 15). Sin ir más allá, la mención anterior a Hobbes[9], es suficiente para evidenciar que también en las modernas teorías contractualistas se establece una separación entre lo que se encuentra dentro del orden legal (Estado o sociedad civil), y lo que permanece fuera de él (estado de naturaleza).

Lo relevante aquí es señalar el hecho de que la política occidental siempre ha sido pensada por medio de opuestos: “la división aristotélica entre zôe y bíos, encuentra después su paralelo en la separación de las teorías contractualistas entre un ámbito pre-político y uno político” (Paredes, 2007, p.10). Lo que Agamben logra captar es, justamente, que la existencia de la política está determinada por la exclusión de la vida natural (zôe) que, a su vez, está asociada, desde Aristóteles, a la idea misma de humanidad. En este sentido, si lo propiamente humano habita en el ámbito de la esfera pública, la salida de la animalidad del estado pre-político permitirá el ingreso de la vida cualificada (bíos).

Ahora bien, el atisbo fundamental de la argumentación de Agamben, consiste en señalar que aquello que se presenta como mecanismo de exclusión característico de la política occidental es, realmente, una implicación de la vida natural (Cf. Paredes, 2007). Por tanto, la aparente relación de exclusión es, ciertamente, como insinuamos antes, una relación de exclusión-inclusiva, es decir, una excepción. Por tal motivo, para corroborar que la exclusión de la vida (zôe) siempre ha estado incluida en la política, Agamben emprende un análisis conceptual de lo que él denomina la estructura de la excepción. Para tal fin, nuestro autor parte del concepto de soberanía propuesto por Carl Schmitt, según el cual el soberano se ubica en una zona de indistinción que lo mantiene, a un mismo tiempo, dentro y fuera de la ley (Cf. Schmitt, 1963). Esta definición de la soberanía implica que por medio del estado de excepción, el soberano: “crea y garantiza la situación de la que el derecho tiene necesidad para su propia vigencia” (Agamben, 2003, p. 29). Esto supone, además, que la vigencia del orden legal está supeditada a una demarcación entre un adentro y un afuera de la ley, es decir, entre lo que encierra el orden legal (nomos), y aquello que se ubica fuera del orden jurídico (physis), puesto que la ley se justifica por ese afuera, por ese estado natural, prepolítico y violento que ésta pretende reprimir, eliminar y excluir, de tal manera que toda ley implicaría un afuera que está incluido por exclusión en ésta, así como sólo puede hablarse de un afuera de la ley por referencia a la misma (Cf. Quintana, 2006).

En este orden de ideas, la excepción en Agamben se configura como una suerte de exclusión. Se trata de un caso individual excluido de la norma general. Empero, lo que caracteriza propiamente a la excepción, según Agamben, es que lo excluido no queda en absoluto privado de conexión con la norma; por el contrario, se mantiene en relación con ella en la forma de suspensión: “La norma se aplica a la excepción desaplicándose, retirándose de ella. El estado de excepción no es, pues, el caos que precede al orden, sino la situación que resulta de la suspensión de éste. En este sentido la excepción es, verdaderamente, según su etimología, sacada afuera (ex capere) y no simplemente excluida” (Agamben, 2003, p. 30). Sin embargo, la excepción que define la estructura de la soberanía es aún más compleja. Lo que está fuera queda aquí incluido no simplemente mediante la prohibición, sino por la suspensión de la validez del ordenamiento jurídico, dejando que éste se retire de la excepción, es decir, que la abandone. Siguiendo la lectura de Agamben, no es la excepción la que se sustrae de la regla, sino que es la regla la que, suspendiéndose, da lugar a la excepción y sólo de este modo se constituye como regla, manteniéndose en relación con aquélla bajo la forma de su desaplicación (Cf. Agamben, 2003). De tal suerte que, el estado de cosas generado por la excepción tiene la particularidad de que no puede ser definido “ni como una situación de hecho ni como una situación de derecho, sino que introduce entre ambas un paradójico umbral de indiferencia” (Agamben, 2003, p. 31). En otras palabras, no se trata de un hecho que se crea como consecuencia de la suspensión de la norma, aunque por la misma razón, no se trata de una figura jurídica particular así abra la posibilidad de vigencia de la ley. Tal y como lo enuncia Schmitt: “el soberano al decidir demuestra que no tiene necesidad del derecho para crear derecho” (Schmitt; citado por Agamben, 2003, p. 32).

En este sentido, si se da por sentado el rol fundamental de la excepción en la política, se advierte que la relación de la ley con la vida no se da bajo la forma de la aplicación, sino del abandono (Cf. Paredes, 2007); lo decisivo no es tanto el hecho de que la ley se aplique sobre la vida, sino que la primera abandona a la segunda y la deja expuesta en el umbral en que vida y derecho son prácticamente indistinguibles. Agamben llama a esta “exposición de la vida al estado de excepción, una situación de bando. Aquel que se encuentra en esta situación está por fuera de la ley, pero, simultáneamente, dado que su situación sólo es pensable bajo el poder soberano, se remite a ella” (Paredes, 2007, pp. 11-12). Por lo tanto, en el bando ley y vida tienden a identificarse plenamente.

Sirviéndonos de una indicación de Jean Luc Nancy, llamamos bando (del antiguo término germánico que designa tanto a la exclusión de la comunidad como el mandato y la enseña del soberano) a esa potencia (potencia de no pasar al acto, en el sentido aristotélico) de la ley de mantenerse en la propia privación, de aplicarse desaplicándose. La relación de excepción es una relación de bando. El que ha sido puesto en bando no queda sencillamente fuera de la ley ni es indiferente a ésta, sino que es abandonado por ella, es decir, queda expuesto y en peligro en el umbral en que vida y derecho, exterior e interior se confunden. De él no puede decirse literalmente si está dentro o fuera del orden jurídico [es decir, a voluntad propia, a la merced de, libre, excluido como en el caso de la acepción “bandido”] […] En este sentido la paradoja de la soberanía puede revestir la forma: “no hay un afuera de la ley”. La relación originaria de la ley con la vida no es la aplicación, sino el abandono. La potencia insuperable del nomos, su originaria “fuerza de ley”, es que mantiene a la vida en su bando abandonándola (Agamben, 2003, pp. 43-44).

Según Agamben, en su lectura de Nancy, la privación del ser abandonado se mide por el rigor sin límites de la ley, frente a la cual se encuentra expuesto. El abandono no constituye una citación de comparecencia bajo una u otra imputación legal[10]. Se trata de la obligación de “comparecer absolutamente ante la ley, ante la ley como tal en su totalidad. Del mismo modo, el ser puesto en bando no significa quedar sometido a una determinada disposición de la ley, sino quedar expuesto a la ley en su totalidad” (Agamben, 2003, p. 80). Lo anterior implica que si apelamos a la categoría de “ciudadano” para indicar que un individuo forma parte de un cuerpo político y, a su vez, de un ordenamiento legal, estaríamos refiriéndonos a aquel que ya no se encuentra en estado de vida natural (zôe) ni puede considerarse, por demás, como mero viviente. Así, “el ordenamiento legal supone que su vida natural (zôe) está bandita, en el sentido de incluida por “exclusión” en el ordenamiento jurídico” (Quintana, 2006, p. 48). Esto implica que al permanecer en esta relación de exclusión-inclusiva, como nuda vida, la zôe del ciudadano queda a disposición de la decisión soberana (nomos basileús), es decir, está in bando —prohibida, alejada, expulsada, sentenciada a muerte por un edicto o mandato de orden superior (Cf. D.R.A.E, 2007)— a merced o voluntad del soberano. De ahí que para Agamben la nuda vida (zôe) pueda considerarse como el lugar donde el soberano puede ejercer su poder de decisión y, en tanto tal, este funja como presupuesto fundamental del principio de la soberanía (Cf. Agamben, 2003).

 

2. El carácter sagrado de la nuda vida puesta en “bando”

Llegados a este punto cabe interrogar al modelo biopolítico propuesto por Agamben acerca de aquello que caracteriza la vida del ser que se halla en bando, y sobre el cual la ley se aplica bajo la forma de su des-aplicación. Según Agamben, la vida que es puesta en bando, da origen a la exposición de la nuda vida (zôe) ante el poder soberano que la conduce hacia la esfera de indiferencia, entre el sacrificio y el homicidio, en la cual se puede dar muerte sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio; sagrada, es decir, expuesta a que se le de muerte, pero insacrificable es la vida de aquel que ha sido puesto en el bando del soberano. Citando a Agamben:

Festo, en su tratado Sobre la significación de las palabras, nos ha transmitido bajo el lema sacer mons, la memoria de una figura del derecho romano arcaico en que el carácter de la sacralidad se vincula por primera vez a una vida humana como tal. Inmediatamente después de haber descrito el Monte Sacro (sacer mons), que la plebe, en el momento de su secesión había consagrado a Júpiter, añade: hombre sagrado (homo sacer) es, empero, aquél a quien el pueblo ha juzgado por un delito; no es lícito sacrificarle, pero quien le mate, no será condenado por homicidio. En efecto, en la primera ley tribunicia se advierte que “si alguien mata a aquel que es sagrado por plebiscito, no será condenado homicida”. De ahí viene que se suela llamar sagrado a un hombre malo e impuro” […] Mucho se ha debatido sobre el sentido de esta enigmática figura, en la que algunos han querido ver la más antigua pena del derecho criminal romano [Toda vez que] a quien cualquiera podía matar impunemente, no debía, sin embargo, recibir la muerte en las formas sancionadas por el rito […] ¿Qué es, pues, esa vida del homo sacer; en la que convergen la posibilidad de que cualquiera se la arrebate y la insacrificabilidad, que se sitúa, así, fuera tanto del derecho humano como del divino? (Agamben, 2003, pp. 94-96).

Esta vida situada en el umbral entre lo jurídico y lo ritual es la nuda vida (zôe) del homo sacer. De esta manera, al recuperar esta oscura figura del derecho romano, despojándola de su imbricación entre lo religioso y lo jurídico, Agamben considera apropiado presentarla como “la cifra secreta para comprender la biopolítica contemporánea” (Agamben, 2004, p. 13). Así, Agamben llama la atención sobre la otra cara de la soberanía, la cual se manifiesta en la producción del homo sacer por medio de la instauración del estado de excepción, donde la exclusión de la nuda vida aparece, por tanto, como producto de la decisión emanada del poder soberano. Como anota con acierto Quintana (Cf. Quintana, 2006) la idea de una nuda vida, de una vida separada de todo contexto, de una zôe, eliminable pero no sacrificable también servirá, como anotamos antes, de presupuesto básico para la teoría hobbesiana de la soberanía. Según Agamben, “el estado de naturaleza hobbesiano no es una condición prejurídica completamente indiferente al derecho de la ciudad, sino la excepción y el umbral que constituyen ese derecho y habitan en él; no es tanto una guerra de todos contra todos, cuanto, más exactamente, una condición en que cada uno es para el otro nuda vida y homo sacer. Sólo este umbral, que no es ni la simple vida natural ni la vida social, sino la nuda vida o la vida sagrada, es el presupuesto siempre presente y operante de la soberanía” (Agamben, 2003, p. 137).

Esta concepción, si se quiere un tanto “radical”, que deja entrever el modelo biopolítico de Agamben sobre la persistencia de la nuda vida (zôe), y no de la forma-de-vida[11], como fundamento de la política en Occidente, se evidencia, aún más, cuando nuestro autor incursiona en terrenos más familiares para lectores y estudiosos de la teoría política; cuando se refiere a la instauración del writ del habeas corpus (1679), como principio clave en la fundación de la democracia moderna.

Cualquiera que sea el origen de la fórmula, que se encuentra ya en el siglo XIII, para asegurar la presencia física de una persona ante un tribunal de justicia, es singular que en su centro no estén ni el antiguo sujeto de las relaciones y de las libertades feudales ni el futuro citoyen [ciudadano], sino el puro y simple corpus [cuerpo] […] Nada mejor que esta fórmula [la del habeas corpus] permite medir la diferencia entre la libertad antigua y la medieval, y la que está en la base de la democracia moderna: el nuevo sujeto de la política no es ya el hombre libre, con sus prerrogativas y estatutos, y ni siquiera simplemente homo, sino corpus; la democracia moderna nace propiamente como reivindicación y exposición de este “cuerpo”: habeas corpus ad subjiciendum, has de tener un cuerpo [y no una forma-de-vida] que mostrar […] Tal es la fuerza y, al mismo tiempo, la íntima contradicción de la democracia moderna: ésta no suprime la vida sagrada, sino que la fragmenta y disemina en cada cuerpo individual, haciendo de ella un objeto central del conflicto político […] La gran metáfora del Leviatán, cuyo cuerpo está formado por todos los cuerpos de los individuos, ha de ser leída a esta luz. Son los cuerpos, absolutamente expuestos a recibir muerte, de los súbditos, los que forman el nuevo cuerpo político de Occidente (Agamben, 2003, pp. 157-158).

La centralidad que adquiere la fórmula del habeas corpus evidencia, en efecto, que en el centro de la disputa por la naciente democracia europea en contra de la política absolutista, “se ponía al cuerpo individual, una vida no cualificada, la nuda vida, en su anonimato. De modo que, desde esta perspectiva, la democracia no suprime el presupuesto de una vida sagrada, sino que deja de concebirla como sujeto, como portadora de la soberanía” (Quintana, 2006, p. 50). Sin embargo, para Agamben, esto deviene en una contradicción, pues, al tiempo que se pretende liberar al individuo de la sujeción al poder soberano, reconociendo sus libertades individuales, se lo somete nuevamente a la lógica de la soberanía, aislando en él su nuda vida. Otra constatación, un tanto más contemporánea acerca de la exclusión de la nuda vida, puede encontrarse en la lectura que Agamben efectúa, y que comparte con Hannah Arendt[12], acerca de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Según nuestro autor, esta es una de las piezas fundamentales de la biopolítica moderna, dado que en ella se encuentra la figura original de la inscripción de la vida desnuda (zôe), en el ordenamiento jurídico político del Estado/Nación:

Las declaraciones de derechos han de ser, pues, consideradas como el lugar en que se realiza el tránsito desde la soberanía real de origen divino a la soberanía nacional. Aseguran la exceptio de la vida en el nuevo orden estatal que sucede al derrumbe del Ancien Régime, el que, merced a esas declaraciones, el “súbdito” se transforme en ciudadano, como no ha dejado de señalarse, significa que el nacimiento —es decir, la vida natural como tal— se convierte por primera vez (mediante una transformación cuyas consecuencias biopolíticas podemos empezar a calibrar hoy) en el portador inmediato de la soberanía. El principio del nacimiento y el principio de soberanía, que estaban separados en el Antiguo Régimen (en el que el nacimiento sólo daba lugar al sujet, al súbdito), se unen ahora de forma irrevocable en el cuerpo del “sujeto soberano” para constituir el fundamento del nuevo Estado-nación (Agamben, 2003, pp. 162-163).

No es posible, continúa Agamben, comprender el desarrollo ni la vocación “nacional” y biopolítica del Estado moderno en los siglos XIX y XX, si nos olvidamos de que, en su base se encuentra, no el hombre como sujeto libre y consciente, sino, sobre todo, su nuda vida. La ficción implícita en este punto, enfatiza Agamben, es que el nacimiento deviene inmediatamente nación, de un modo que impide que pueda existir separación alguna entre ambos momentos. Así, pues, los derechos terminan por atribuirse al hombre sólo en la medida en que éste es el presupuesto que se disipa inmediatamente (y que por tanto, no debe nunca surgir a la luz como tal) del ciudadano (Cf. Agamben, 2003). Por tal motivo, sólo en la medida que comprendamos la función histórica de las declaraciones de derechos, será posible que lleguemos a entender también su desarrollo y sus metamorfosis en el siglo XX y lo corrido del XXI. Así, el nazismo y el fascismo, luego de la convulsión geopolítica de la Europa de la Primera Guerra, al convertir la vida natural en el lugar por excelencia de la decisión soberana, no hacen otra cosa que evidenciar, según Agamben, la diferencia hasta entonces oculta entre el nacimiento y la nación que presenta como telón de fondo la crisis en que empezaba a sumirse la figura del Estado-nación. En esta medida, la consabida fórmula “Estado-nación” significaría, justamente, Estado que hace del nacimiento el fundamento de su propia soberanía. Como anunciábamos antes, Agamben destaca, acertadamente, que al asumir esto, se suponía la ficción de que el nacimiento traía consigo la soberanía, es decir, el sujeto se convertía en ciudadano por el sólo hecho de tener forma humana, en otras palabras, que el nacimiento devenía inmediatamente nación. Esta “ficción originaria de la soberanía” (Quintana, 2006, p. 51), a la que alude Agamben, pone en evidencia la figura del refugiado, aquel que al no estar en capacidad de adscribirse a ninguna nacionalidad, y al no poder identificarse como ciudadano, acaba perdiendo todos los derechos que le proporcionaba su identidad nacional[13]. Desde la perspectiva que propone este argumento, puede justificarse que la figura del refugiado, en apariencia marginal pero que con su presencia anuncia la caída de la vieja trinidad Estado-nación-territorio, merezca ser considerada, según Agamben, como una figura central en la historia política del Siglo XX[14]. Al respecto agrega: “conviene no olvidar que los primeros campos fueron construidos en Europa como espacios de control para los refugiados, y que la sucesión de campos de internamiento (campos de concentración) a campos de exterminio, representa una filiación perfectamente real. Una de las pocas reglas a las que los nazis se atuvieron constantemente en el curso de la solución final, era que los judíos y los gitanos, sólo podían ser enviados a los campos de exterminio después de haber sido completamente desnacionalizados” (Agamben, 2003, p. 125). En otras palabras, es cuando pierden su condición de ciudadanos con derechos, que los refugiados se convierten, en términos de Agamben, en “hombres sagrados” (homo sacer), en el sentido que tenía este término en el derecho romano arcaico: consagrado a la muerte.

Los fenómenos antes mencionados evidencian, según Agamben, que el nexo nacimiento-nación sobre el que la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, había fundado la nueva soberanía nacional, ha perdido ya su poder de autorregulación. En primer lugar, porque en los Estados-nación se llevaba a cabo “una reinserción masiva de la vida natural, estableciendo en su seno la discriminación entre una vida auténtica y una nuda vida, despojada de todo valor político” (Agamben, 2003, p. 168), lo cual explica el racismo y la eugenesia de la “solución final”; en segundo lugar, porque los derechos del hombre, que sólo tenían sentido en virtud de ser el presupuesto de los derechos del ciudadano, se separan progresivamente de aquéllos para ser utilizados fuera del contexto de la ciudadanía, con la presunta finalidad de representar y proteger una nuda vida[15], expulsada en medida creciente de los márgenes del Estado-nación y recodificada, más tarde, en una nueva identidad nacional (Cf. Agamben, 2003).

 

3. La gestión y manejo de las vidas “indignas” como un proceso connatural a todos los regímenes políticos de Occidente

Llegados a este punto conviene recordar las tres conclusiones a las que llega el modelo biopolítico del poder en Agamben. Primera, se establece la figura del bando (destierro de la comunidad como atributo fundamental del poder soberano), como la relación jurídico-política originaria, más antigua y original que la clásica distinción amigo-enemigo (Schmitt). Esta figura del bando la retoma, posteriormente, la lógica del estado de excepción, a manera de zona de indistinción entre exterior e interior, exclusión e inclusión que en sentido amplio, según Agamben, incluirá entre otros, al exiliado, al refugiado, al apátrida, incluso al comatoso, al sujeto experimental o al neonato muerto (neomort), es decir, a los individuos frente a los cuales la ley se mantiene en relación bajo la forma de su suspensión: la norma que se aplica a la excepción des-aplicándose, se retira de ella. La segunda conclusión a la que llega Agamben apunta a la producción de la nuda vida como la aportación fundamental del poder soberano. Lo cual implica que la nuda vida se erige como el elemento político original, al tiempo que establece el umbral de articulación entre naturaleza y cultura, es decir, entre zôe y bíos. De lo anterior se deduce que la política occidental es, desde el inicio, una biopolítica y, de esta forma, “hace vano cualquier intento de fundar las libertades políticas en los derechos del ciudadano” (Agamben, 2003, p. 31). La tercera conclusión parte del llamado del autor a interrogarnos por el lugar que ocupa la nuda vida en nuestro mundo actual, pues, el filósofo italiano presenta al campo de concentración, y a la estructura jurídico política que posibilita hoy su reproducción, como el paradigma biopolítico de occidente, en reemplazo de la ciudad o de la polis. Esta tercera conclusión, advierte Agamben, arroja un manto de duda sobre los modelos mediante los cuales las ciencias humanas, la sociología, la urbanística y la arquitectura, tratan hoy de pensar y organizar el espacio público de las ciudades del mundo, sin tener una clara idea de que en su centro, “aunque transformada y más humana en apariencia está todavía aquella nuda vida que definía la política de los grandes estados totalitarios del siglo veinte”[16] (Agamben, 2003, p. 231).

Estas conclusiones de Agamben nos sirven de asidero para pensar las sociedades en las cuales vivimos hoy, toda vez que, más que nunca, somos testigos de excepción de la emergencia del concepto de población como uno de los pilares de la política actual, dejando de lado, con mayor frecuencia, la preocupación por el territorio y los recursos, propia de la lógica del Estado-nación. Así, si pensamos en la creación de un orden u órdenes sociales que rindan frutos en todos los ámbitos —en especial el económico—, la gestión de la vida biológica de la población, pasa a convertirse en la prioridad del gobierno. Recordemos en este punto a Foucault cuando asociaba el nacimiento del capitalismo con el inicio de una nueva política centrada en el “hacer vivir y dejar morir” (biopoder) (Cf. Foucault, 1998). No está por demás agregar que es conforme a esta lógica de la gestión de la vida biológica de la población, por medio de procedimientos como la inmunización y la higiene pública, que continúan actuando la mayor parte de las democracias actuales[17]. Desde luego, aquellos que no se adaptan al diseño previo, es decir, las nudas vidas, han de convertirse en desechos connaturales al orden, los cuales no es preciso eliminar de inmediato; de ahí la necesidad de incluirlos por medio de su exclusión al calificarlos como no-útiles al orden social o, en la fórmula de Foucault, de ubicarlos bajo el poder del: “hacer vivir o rechazar hacia la muerte” (Foucault, 1998, p. 167).

En este punto surge un cuestionamiento necesario: ¿Cómo interpretar el totalitarismo en este contexto? Sin duda, “como la conjugación más mortífera del verbo “hacer” (…) se trataría [acaso] del hacer vivir y hacer morir” (Ugarte, 2005, p. 49. Cursivas agregadas). Lo anterior debido a que los regímenes totalitarios, no escatimaron esfuerzos en hacer uso de las técnicas más “modernas” para producir un tipo de vida en lugar de otros y animar a su reproducción con los medios antiguos de poder, basados en la condena a muerte y que, en el presente, alcanzan la magnitud de genocidio (Cf. Ugarte, 2005). Esto explicaría, en gran medida, su efectividad política, al igual que la admiración y terror que estos regímenes llegaron a despertar. Lo anterior, evidencia que, tanto el régimen nazi como el estalinista —por citar los más sobresalientes— lograron fabricar, en sus campos y gulags, la realidad que necesitaban para fundamentar sus proyectos políticos y así justificar las medidas y proyectos excepcionales que en esos lugares se llevaban a cabo: “esa seguridad era lo que permitía que las autoridades nazis fuesen tan sinceras en sus declaraciones […] no mentían, no eran incoherentes; decían exactamente lo que iban a hacer y los motivos que aducían” (Ugarte, 2005, p. 49). Tenían la seguridad y, sobre todo, la conciencia limpia puesto que era la ciencia, quien con su autoridad “superior”, validaba y justificaba sus determinaciones políticas.

En concordancia con lo anterior cabría la posibilidad de pensar el Holocausto como un hecho que no tuvo nada de aislado ni excepcional para la Europa de la primera mitad del siglo XX. Según el sociólogo Zygmunt Bauman, el Holocausto fue ejecutado bajo los auspicios de un Estado que había adquirido una visión o modelo ideal de la sociedad. Una vez proyectada sobre la sociedad existente, esta “nueva visión de sociedad” tenía ya identificados a quienes no resultaban compatibles con ella[18]. Se trataba de grupos poblacionales compuestos por individuos fuera de lugar, totalmente inútiles o superfluos: “la falta de valor de sus vidas no tenía nada que ver con su conducta o su forma de vivir; dependía sólo de su falta de adecuación con el mundo venidero” (Bauman, 1996, p. 117). La pregunta correcta en relación con lo acaecido en los campos de concentración no será, entonces, aquella que interrogue por las motivaciones que permitieron cometer tales actos de inhumanidad; ni tampoco será aquella que interrogue por la posibilidad de que tenga o no lugar otro Holocausto. Según Agamben, sería mucho más fecundo y honesto indagar atentamente por los procedimientos y dispositivos jurídicos que permitieron privar por completo de sus derechos y prerrogativas a seres humanos, hasta el punto de que realizar cualquier acción posible sobre ellos no se considerara ya como un delito (Agamben 2001, p. 40).

Si bien la producción de sujetos-límite experimentó su mayor “esplendor” durante el Holocausto, esto no implica que la exclusión-inclusiva de estas nudas vidas, sea ajena a los sistemas políticos democráticos. De ahí, que para Agamben la “contigüidad o íntima solidaridad” (Cf. Agamben, 2004) entre Estados democráticos y Estados totalitarios, en cuanto a sus prácticas y principios, se base en el hecho de que ambos sistemas de organización política, pese a sus diferencias y motivaciones ideológicas (cosa que no entraremos a juzgar en este trabajo), comparten la preocupación por gobernar la vida de seres humanos; tópico sobre el cual ambos sistemas políticos aspiran a obtener sus mayores potencialidades[19]. Si bien es cierto que los sistemas democráticos no se basan en el genocidio y el exterminio para lograr su cometido, totalitarismo y democracia suelen justificarse, de manera indiscriminada, en el avance tecnológico y el saber científico con el objetivo de justificar sus intervenciones, negativas y positivas, sobre la población.

La tesis de una íntima solidaridad entre democracia y totalitarismo no es obviamente (como tampoco lo es la de Strauss sobre la convergencia secreta entre liberalismo y comunismo en relación con la meta final), una tesis historiográfica que autorice la liquidación o la nivelación de las enormes diferencias que caracterizan su historia y sus antagonismos. Pero, a pesar de todo, en el plano histórico-filosófico que le es propio, debe ser mantenida con firmeza porque sólo ella puede permitir que nos orientemos frente a las nuevas realidades y las imprevistas convergencias de este final de milenio, y desbrozar el terreno que conduce a esa nueva política que, en gran parte, está por inventar […] ¿Cómo es posible “politizar” la “dulzura natural” de la zôe? Y, sobre todo, ¿tiene ésta verdaderamente necesidad de ser politizada o bien lo político está ya contenido en ella como su núcleo más precioso? La biopolítica del totalitarismo moderno, por una parte, y la sociedad de consumo y del hedonismo de masas, por otra, constituyen ciertamente, cada una a su manera, una respuesta a esas preguntas. No obstante, hasta que no se haga presente una política completamente nueva, es decir, que ya no esté fundada en la exceptio de la nuda vida, toda teoría y toda praxis seguirán aprisionadas en ausencia de camino alguno (Agamben, 2005, pp. 20-21).

Esta contigüidad entre democracia y totalitarismo no tiene, en modo alguno, la forma de una transformación imprevista: “antes de emerger impetuosamente a la luz de nuestro siglo, el río de la biopolítica, que arrastra consigo la vida del homo sacer, discurre de forma subterránea pero continúa” (Agamben, 2003, p. 154). Esto implica suponer que, a partir de un cierto punto, cualquier acontecimiento político decisivo comporta siempre una doble faz: los espacios, las libertades y los derechos que los individuos conquistan, en su conflicto con los poderes centrales, preparan en cada ocasión, simultáneamente, una tácita pero creciente inscripción de su vida en el ordenamiento jurídico estatal, ofreciendo así un nuevo, e inclusive, más temible asiento al poder soberano del que querían liberarse. El hecho decisivo es que una misma reivindicación de la nuda vida conduce en las democracias burguesas, al primado de lo privado sobre lo público y de las libertades individuales sobre las obligaciones colectivas y, en los Estados totalitarios, se convierte, por el contrario, en el criterio político decisivo, es decir, en el lugar por excelencia de las decisiones soberanas; sólo porque “la vida biológica con sus necesidades se había convertido en todas partes en el hecho políticamente decisivo, es posible comprender la rapidez que, de otra forma, sería inexplicable, con que, en nuestro siglo, las democracias parlamentarias han podido transformarse en Estados totalitarios, y los Estados totalitarios convertirse, casi sin solución de continuidad, en democracias parlamentarías” (Agamben, 2003, p. 155).

Cabe anotar que en ambos sistemas políticos, estas transposiciones se han producido en un contexto en el que la política se había transformado ya desde hacía tiempo en una administración de la vida de la población centrada en el biopoder (cuidado de la vida) y la tanatopolítica (gestión e intervención sobre la nuda vida), y en el que lo que estaba en juego consistía, exclusivamente, en determinar qué forma de organización resultaría más eficaz para asegurar el cuidado, el control y la exclusión de la nuda vida.

Suponiendo, entonces, la veracidad de la tesis de Agamben, constataríamos que, en todo Estado moderno, hay una línea que marca el punto en el que la decisión sobre la vida se hace decisión sobre la muerte y en el que la biopolítica puede, así, transformarse en tanatopolítica; esta línea ya no se presenta hoy como una frontera fija que divide dos zonas claramente separadas. Se trataría, ciertamente, de una línea movediza que abarca zonas cada vez más amplias de la vida social, en las que “el poder soberano entra en una simbiosis cada vez más íntima, no sólo con el jurista, sino también con el médico, con el científico, con el experto o con el sacerdote” (Agamben, 2003, p. 155). De ahí que para Agamben, algunos acontecimientos fundamentales de la historia política de la modernidad (como las declaraciones de derechos o la figura del habeas corpus) y otros que, por el contrario, parecen representar una intrusión incomprensible de principios biológico-científicos en el orden político (como la eugenesia nacional-socialista con su eliminación de las vidas sin valor)[20] o, incluso, el actual debate bioético sobre la determinación normativa del criterio médico sobre la muerte, sólo adquieren su verdadero significado cuando se restituye el contexto biopolítico (o tanatopolítico) al cual pertenecen (Cf. Agamben, 2003). Es, en esta perspectiva, que el campo de concentración, como puro, absoluto e insuperado espacio biopolítico, fundado en la lógica del estado de excepción, aparece como el paradigma oculto del espacio político de la modernidad, del que tendremos, según Agamben, que aprender a reconocer todas sus metamorfosis y disfraces.

En este orden de ideas, y al tenor de la tesis de Agamben, podemos reconocer en la democracia, a diferencia de los sistemas totalitarios y sus políticas de supervivencia de la raza, una tendencia de corte biopolítico (sobre todo en los Estados industriales Europeos y en Estados Unidos), en cuanto al fomento y aplicación de medidas de salud e higiene social, con miras a la mejora en las condiciones de vida de sus ciudadanos. No hay que desconocer que, con frecuencia, el gasto público suele concentrarse en quienes pueden aprovecharlo, es decir, en aquellos ciudadanos que “cumplen cánones morales e higiénicos establecidos con anterioridad y que son el aval de su productividad y vienen avalados por ella [mientras que] estas decisiones dejan a los “indeseables” a su suerte y, de esta forma, ahorran los recursos que supondría intentar recuperarlos” (Ugarte, 2005, p. 51).

Conforme con la tesis de Agamben tendríamos, en un extremo del espectro político contemporáneo, al Estado democrático, adscrito a la lógica neoliberal, y en el otro, al Estado totalitario. De un lado, tendríamos al Estado totalitario que teniendo en cuenta a los individuos que cumplen con sus cánones de pureza o moralidad les potencia en su forma de vida (bíos), y por tanto, les otorga beneficios como vivienda, salud y educación, obteniendo así la adhesión y el apoyo tácito o activo que terminará por justificar la lucha contra sus enemigos, raciales, exteriores o interiores, e inclusive frente al gran capital. Del otro lado, estarían los regímenes democráticos que, con su progresiva adhesión a la lógica neoliberal, se presentan como una alternativa frente a las dificultades y restricciones que suscita la intervención del Estado. Sin embargo, si el Estado se abstiene de intervenir se deja de lado la idea de que la sociedad es un “espacio de acuerdos y solidaridad mutua, un barco en el que todos navegan compartiendo la suerte común del viaje, como fue la imagen del mundo antiguo y medieval, o como armonía de intereses que guía una mano invisible, en vocabulario ilustrado” (Ugarte, 2005, p. 324). Además, el progresivo alejamiento de estos, si se quiere, ideales democráticos no hace más que dispersar la multitud de singularidades, esencial a todo proyecto democrático, con lo cual no tardarán en aparecer las nudas vidas encarnadas en la estirpe de quienes han perdido la batalla en la lucha por el éxito en el mercado de capitales, con todas las implicaciones perversas que éste término tiene si se le equipara, erradamente, con la libertad y la autonomía del individuo. En cualquier caso parece innegable que la fusión, entre democracia y totalitarismo, tiene en su centro la gestión de la población y su gobierno como vivientes (bíos), con la consecuente aparición de los mecanismos que favorezcan la exclusión-inclusiva de la nuda vida. Frente a un escenario de  tales proporciones “encontrar una alternativa, un paso intermedio entre estos Escila y Caribdis, o lanzarse a ellos con todas las consecuencias, será una de las claves del futuro de las sociedades occidentales” (Ugarte, 2005, p. 71).

 

A manera de conclusión

Tras este recorrido por el pensamiento de Agamben, parecería claro que repensar la política, más allá de las fronteras del biopoder supondría, siendo fieles a su lectura, dejar de concebir la vida en términos biológicos (zôe), esto es, como vida aislada de su forma original, en términos aristotélicos, de su “potencia pura” condición sine qua non para pensar el lugar del ser humano como viviente en aras de esa obra inacabada, siempre por reconstruirse y repensarse: la comunidad política. Esto implica transformar nuestra nuda vida original en “forma-de-vida” (bíos), esto es, en una vida en verdad política, orientada según la idea de felicidad y que se dispone al éxodo, a la posibilidad constante del devenir que le impide ser aislada como nuda vida, en definitiva, a la escisión irrevocable con cualquier soberanía. De ahí que para Agamben la pregunta sobre la posibilidad de una política no estatal deba plantearse bajo este interrogante: ¿Es posible que hoy pueda darse algo como una forma-de-vida, es decir, como una vida, que en su vivir reúna la conjunción de la potencia creadora y el gozo por vivir capaz de “inventar” una nueva política? ¿Será posible pensar una comunidad política que se oriente, exclusivamente, al goce pleno de la vida de este mundo? (Agamben, 2001, pp. 16-17).

La búsqueda por la vida feliz (eudaimonía) dentro de una perfecta unidad común entre iguales (Cf. Aristóteles, 1994), fundamento primigenio de la filosofía política, no puede recaer ni en la exclusión de la nuda vida (que la soberanía presupone para hacer de ella el propio sujeto), ni en el extrañamiento impenetrable de la ciencia y de la biopolítica modernas (a las que hoy se trata en vano de sacralizar), sino que se asemejará a una “vida suficiente” que haya alcanzado la perfección de la propia potencia y de la propia comunicabilidad, y sobre la cual la soberanía y el derecho no tengan ya control alguno (Agamben, 2001, p. 96). La forma-de-vida es el lugar sobre el que deberíamos fijar nuestro norte en busca de explicaciones que no se agoten en la simple denuncia o crítica frente a la institucionalidad política establecida. Esta es la razón por la cual tanto Agamben como Foucault no escatiman esfuerzos en instarnos a un proyecto más amplio, en el que el objetivo sea el cuestionamiento (y por qué no el ataque) a los pilares de la racionalidad política en Occidente. La idea no es otra que marchar hacia el encuentro con otra política, otro cuerpo y otra palabra (Cf. Agamben, 2001), sin desconocer que el punto de partida no es otro que nuestra política actual, esa zona de opaca indistinción plena de tensiones no resueltas entre público y privado, animalidad y humanidad, naturaleza y cultura, cuerpo biológico y cuerpo político, que nos permitirá, quizá sobre la marcha, deshacernos del lastre que ha significado a lo largo de la historia de Occidente la producción en “serie” de “vidas sagradas”, plenas de inhumanidad e indignidad.

 

 

Notas

* Este artículo es resultado del trabajo de grado para optar al título de Magíster en Ciencia Política (Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, IEP) titulado: “La fusión entre democracia y estado de excepción en el modelo biopolítico de Giorgio Agamben: una reflexión en torno a los efectos de la exclusión-inclusiva de la nuda vida en el ejercicio de la política occidental” (2008). Se inscribe como subproducto del proyecto de investigación, coordinado por la investigadora Elsa Blair,denominado: “Los órdenes del cuerpo en las guerras contemporáneas o un análisis de la relación vida/muerte/poder” (2007-2009), financiado por el Comité para el Desarrollo de la Investigación (Codi) y el Instituto de Estudios Regionales de la Universidad de Antioquia (Iner).

[1] A manera de ilustración para el lector, en cuanto al biopoder/biopolítica en Foucault, remitimos al apartado “derecho de muerte y poder sobre la vida” parte del primer volumen de la Historia de la sexualidaddenominado La voluntad de saber (1998), así como a los cursos dictados por Foucault en el Collège de France de 1976 a 1979 y publicados en español por el Fondo de Cultura Económica: Defender de la sociedad (2001), Seguridad, territorio y población (2006) y el nacimiento de la biopolítica (2007). En cuanto a textos de otros autores sobre el particular sugerimos ampliamente el artículo de Eduardo Mendieta: “Hacer vivir y dejar morir”: Foucault y la genealogía del Racismo (Tabula Rasa, 6, 2007, Colegio Mayor de Cundinamarca, Bogotá, 138-152) y el quinto capítulo (el control de las poblaciones y el gobierno de uno mismo pp.153-172) del texto “para leer a Foucault” (2001) del filósofo español Julián Sauquillo y publicado por Alianza Editorial. Finalmente, y como una elaborada presentación del método genealógico en Foucault, sugerimos leer el estudio previo a la compilación de textos de Foucault intitulada Tecnologías del yo (Ediciones Paidós Ibérica, 1990, pp.9-44) realizada por el español Miguel Morey.

[2] Con los términos “biopoder” y “biopolítica”, Foucault alude a un momento histórico específico en el cual la vida pasa a ser considerada por el poder. El autor francés sostiene que a partir del siglo XVII se suscita un desplazamiento en la forma como el poder es ejercido. Según la teoría clásica de la soberanía, el poder se caracteriza fundamentalmente por el derecho de vida y muerte, esto es, el derecho de “hacer morir o de dejar vivir” (Foucault, 1998, p. 164). Tal derecho, que según Foucault es simbolizado por la espada, es disimétrico, ya que se da sólo desde el lado de la muerte, pues es el soberano quien ejerce su poder sobre la vida del súbdito únicamente en la medida en que, en última instancia, tiene en sus manos la decisión sobre la vida o la muerte de este(os). Ahora bien, para el siglo XVIII, este derecho de la ciencia de la policía o ciencia de la administración, las cuales se convirtieron en una manera de observar y controlar la potencia del Estado, al dotar a la razón de Estado de un método para analizar la población en términos de seres vivos, activos y productivos dentro del territorio del Estado. es complementado, atravesado e incluso modificado, por lo que Foucault denomina el poder de “hacer vivir y dejar morir” (Foucault, 1992, p. 9). En este nuevo derecho, la vida pasa a ocupar el lugar central y la muerte, escapando al poder soberano, se resguarda en el ámbito más privado del individuo. No obstante, esta transformación de un poder a otro no ocurre abruptamente ni se manifiesta como una simple sucesión. De hecho Foucault es muy preciso en señalar que, desde el siglo XVII, se presentan ciertos hechos concretos que arrojan indicios incontrovertibles sobre el progresivo desplazamiento del primer derecho al segundo (Cf. Foucault, 1998). Por tal razón, Foucault vislumbra el singular paso de las disciplinas sobre el cuerpo (anatomopolítica), al control de la población a mediados del siglo XVIII (biopolítica), por medio de acontecimientos como la tecnología disciplinaria del trabajo asociada a los inicios del capitalismo, la revolución industrial, las políticas de natalidad y morbilidad, y el nacimiento

[3] En este punto cabe resaltar que entre los estudiosos de la obra de Foucault relacionados en nuestro trabajo no hay consenso acerca del “estatuto” del concepto de biopolítica, pues algunos no lo diferencian del concepto de biopoder (Cf. Campillo, 1998; Ugarte, 2005 y Castro Gómez, 2007), mientras que otros ven en el concepto de biopolítica una suerte de herramienta de intervención o tecnología política asociada mas no independiente del biopoder (Cf. Agamben, 2003; Castro Orellana, 2004 y Mendieta, 2007). Personalmente tomo partido en la discusión, como se aprecia en este escrito, por la biopolítica como tecnología política asociada al biopoder.

[4] “Nuda”, en el sintagma “nuda vida”, corresponde aquí al término griego haplos, con el que la filosofía primera define el ser puro. El haber llegado a aislar la esfera del ser puro, que constituye la contribución fundamental de la metafísica de Occidente, no carece, en efecto, de analogías con el aislamiento de una nuda vida en el ámbito de su política. Lo que constituye, por una parte, al hombre como animal pensante, tiene su correspondencia precisa, por otra, en lo que le constituye como animal político. En el primer caso, se trata de aislar entre los múltiples significados del término “ser”, el ser puro (óu haplôs); en el segundo, la cuestión es separar la nuda vida de la multiplicidad de formas de vida concretas (Agamben, 2003, p. 232). Al tenor de esta segunda acepción, Agamben observa como desde la Antigüedad se produjo lo inhumano incluyendo en lo humano algo exterior, si se quiere, “humanizando” al animal (el esclavo, la mujer, el bárbaro, el extranjero como figuras de un animal con forma de hombre) mientras que en la Modernidad se excluye, se aísla lo no humano en el hombre, animalizando o quizá cosificando lo humano (el judío, el comatoso, el neonato muerto ‘neomort’, el indigente, el drogadicto, como figuras de lo animal en el hombre). Dado lo anterior, enfatiza Agamben, la tensión no resuelta entre humanidad y animalidad será el conflicto político decisivo de nuestra cultura, y por ello, la política occidental seguirá remitiéndose desde sus orígenes a la biopolítica como herramienta capaz (en un sentido negativo) de distinguir entre aquellos visibles e invisibles (nudas vidas) frente a la lógica del poder (Cf. Agamben, 2004).

[5] Al no ser así, según Agamben, Foucault habría desatendido el hecho medular de que la biopolítica es una condición fundamental para que se constituya una política autoritaria. Este aspecto resulta particularmente importante, puesto que permite establecer la existencia de una continuidad entre los Estados democráticos y los Estados totalitarios en cuanto al control y al cuidado de la vida. Aunque diferentes en su organización, ambos sistemas evidenciarían una peligrosa matriz común que hace de las líneas divisorias, supuestamente firmes y fijas entre ellos, una frontera movediza y problemática (Castro Orellana, 2004, p. 82).

[6] Para un mayor acercamiento a dicha problemática recomendamos leer la clase del 11 de enero de 1978 (Cf. Foucault, 2006, pp. 22-23).

[7] “La pareja categorial fundamental de la política occidental [Según Agamben] no es la de amigo-enemigo [Schmitt], sino la de nuda vida-existencia política, zôe y bíos,exclusión-inclusión” (Agamben, 2003, p. 18).

[8] Esta vida política cualificada se encuentra descrita como el télos o finalidad de la comunidad perfecta que presenta Aristóteles en su Política (1252b): “La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad que tiene ya, por así decirlo, el nivel más alto de autosuficiencia, que nació a causa de las necesidades de la vida, pero subsiste para el vivir bien. De aquí que toda ciudad es por naturaleza, si también lo son las comunidades primeras. La ciudad es el fin de aquellas, y la naturaleza es fin […] De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social (Aristóteles, 1994, pp. 49-50).

[9] “Es importante aclarar que cuando se hacen referencias a la política de los griegos y a aquélla de los modernos, no se busca establecer igualdades borrando las particularidades de cada época. Es obvio que existe una marcada diferencia entre la manera como Aristóteles concibe la política y la ruptura que Hobbes realiza en los inicios de la modernidad. Pero, para efectos de la argumentación, lo importante es tener en cuenta que Agamben sostiene que ambas formas de concebir la política terminan por tener una base en común, en la medida en que se fundan sobre la exclusión de la vida natural” (Paredes, 2007, p. 9).

[10] Meuli (Gesammelte Schriften, escritos selectos, 1975; citado por Agamben, 2004, p. 132) ha mostrado cómo los desórdenes y las violencias minuciosamente enumeradas en las descripciones medievales del charivari o de otros fenómenos anómicos (como las Saturnales del mundo clásico o el carnaval en el mundo medieval y moderno) reproducen puntualmente las diversas fases en las que se articulaba el cruel ritual a través del cual el Freídlos (el que violaba la paz de la comunidad o cometía blasfemia) y el banido (bandido) eran expulsados de la comunidad, sus casas destechadas y destruidas, los pozos envenenados o abandonados en estado salobre […]. Un análisis más atento revela que las que parecían a primera vista groserías y ruidosas molestias son, en realidad, costumbres tradicionales y formas jurídicas bien definidas a través de las cuales eran ejecutados el bando y la proscripción desde tiempos inmemoriales. Si la hipótesis de Meuli es correcta, la “anarquía legal” de las fiestas anómicas no se remonta a antiguos ritos agrarios que en sí no explican nada, sino que pone de manifiesto en forma paródica la anomia intrínseca al derecho, el estado de emergencia como pulsión anómica contenida en el corazón mismo del nomos (en otras palabras, el estado de excepción efectivo y transformado en umbral de indiferencia entre anomia y derecho; la vida que merece incluirse en la comunidad política y la vida indigna) (Agamben, 2004, pp. 133-135).

[11] “Con el término forma-de-vida entendemos una vida que no puede separarse nunca de su forma, una vida en la que no es posible aislar algo como una nuda vida […] ¿Qué significa está expresión? Define una vida [la vida humana] en que los modos, actos y procesos singulares del vivir no son nunca simplemente hechos, sino siempre y sobre todo potencia” (Agamben, 2001, pp. 13-14).

[12] André Duarte señala que para Arendt, (y posteriormente para Agamben) no hay política democrática sin la decisión política colectiva de incluir a todos en el seno de la comunidad de derechos —incluso los no nacionales—, garantizando así que pueden encontrar su lugar propio en el mundo (forma-de-vida): “la calamidad que ha sobrevenido a un creciente número de personas no ha consistido entonces en la pérdida de derechos específicos, sino en la pérdida de una comunidad que quiera y pueda garantizar los derechos” (Cf. Arendt, 1987). La igualdad y los derechos no son un don natural de los hombres, no nos fueron concedidos por la naturaleza en nuestro nacimiento —pues al nacer no somos más que nuda vida (zôe)—, son una construcción política orientada por el principio de justicia, resultado de acuerdos por medio de los cuales los hombres se otorgan cualidades artificiales (Duarte, 2004, p. 104).

[13] Luego de la Primera Guerra Mundial, en efecto, el nexo nacimiento-nación ya no está en condiciones de cumplir su función legitimadora al interior del Estado-nación, pues, la disociación entre ambos términos se torna irremediable. En opinión de Agamben: junto a la irrupción en el escenario europeo de refugiados y apátridas “el fenómeno más significativo en esta perspectiva es la contemporánea introducción en el orden jurídico de muchos Estados europeos de normas que permiten la desnaturalización y la desnacionalización en masa de los propios ciudadanos. La primera fue en 1915 en Francia, en relación con ciudadanos desnaturalizados de procedencia “enemiga”; en 1922 el ejemplo fue seguido por Bélgica, que revocó la naturalización de ciudadanos que hubieran cometido actos “antinacionales” durante la guerra; en 1926 el régimen fascista promulgó una ley análoga en relación con los ciudadanos que se hubieran mostrado “indignos de la ciudadanía italiana” [...] hasta que las leyes de Núremberg sobre la “ciudadanía del Reich” y sobre “la protección de la sangre y el honor alemanes” llevaron hasta el extremo este proceso y dividieron a los ciudadanos alemanes en ciudadanos de pleno derecho y ciudadanos de segunda categoría, introduciendo asimismo el principio de que la ciudadanía es algo de lo que hay que mostrarse digno y que puede, en consecuencia, ser siempre puesta en tela de juicio” (Agamben, 2003, pp. 167-168).

[14] Desde luego, la figura del refugiado no ha perdido vigencia en el siglo XXI; todo lo contrario, hoy en día ésta entra, en términos de Agamben, en un umbral de indistinción que en últimas sólo beneficia a los gobiernos de las grandes potencias que, a toda máquina, buscan la manera de evitar a los miles de “extraños” que se agolpan ante sus fronteras y embajadas. Al respecto, dice el sociólogo Zygmunt Bauman: Asociar a los terroristas con los solicitantes de asilo, y los “inmigrantes económicos” puede ser una generalización excesiva, injustificada o, incluso, descabellada, pero efectiva: la figura del “solicitante de asilo”, que antaño despertaba la compasión humana y el impulso a prestar ayuda, ha quedado mancillada y envilecida de modo perdurable, y la idea misma de “asilo”, que alguna vez fuera una cuestión de orgullo cívico y civilizado, ha sido reclasificada como una invención atroz de vergonzosa ingenuidad e irresponsabilidad criminal […] [frente a] la acusación generalizada de conspiración terrorista que pesa sobre las “personas como ellos”: los extraños que han venido a quedarse (Bauman, 2008, pp. 76-77).

[15] Según Agamben, la fase extrema de la escisión entre los derechos del hombre y los derechos del ciudadano, la encontramos en la separación actual que se da entre el ámbito de lo humanitario y lo político, en fenómenos como, las ONG, que hoy flanquean, de manera creciente, a las organizaciones supranacionales y que no pueden empero, comprender en última instancia la vida humana más que en la figura de la nuda vida o de la vida sagrada y por eso mismo mantienen, a pesar suyo, una secreta solidaridad con las fuerzas a las que tendrían que combatir (Cf. Agamben, 2003). Basta con una mirada a las campañas publicitarias de las ONG, que propenden por los refugiados y víctimas de la guerra, para darse cuenta que la vida humana es considerada aquí, exclusivamente, en su condición de vida sagrada, es decir, expuesta a la muerte e insacrificable, y que sólo como tal se convierte en objeto de ayuda y protección: “Los ojos implorantes del niño ruandés (o colombiano víctima de las minas antipersona), cuya fotografía se quiere exhibir para obtener dinero, pero al que ya es difícil encontrar todavía con vida, constituyen quizás el emblema más pregnante de la nuda vida en nuestro tiempo, esa nuda vida que las organizaciones humanitarias necesitan de manera exactamente simétrica a la del poder estatal” (Agamben, 2003, p. 170).

[16] En palabras de Hannah Arendt, la producción en serie de vidas sin valor, o nudas vidas en el lenguaje de Agamben, se muestra como el rasgo característico de las sociedades totalitarias: “El totalitarismo busca no la dominación despótica sobre los hombres sino un sistema en que los hombres sean superfluos” (Arendt, 1987, p. 677). La importancia de la obra de Agamben radica en llevar, más allá, las reflexiones de Arendt sobre el totalitarismo al demostrar que la producción de personas superfluas o nudas vidas no se limitó a los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX, sino que se ha fusionado, progresivamente, con la democracia a través de la figura del estado de excepción apoyada en la inclusión exclusiva de la nuda vida.

[17] Enunciemos dos casos puntuales, entre muchos: Suecia entre 1934 y 1976, esterilizó aproximadamente a unas 60.000 personas, en su mayoría mujeres, por hechos tan “peligrosos” para la sociedad como haber sido madres sin estar casadas (es decir, ser promiscuas), realizar pequeños hurtos, presentar trastornos en su conducta, tener numerosos hijos pese a ser pobres (aunque estuviesen casadas). Normalmente, las autoridades médicas aprovechaban que estas mujeres solicitaban abortar para obligarlas a aceptar la esterilización: una cosa a cambio de otra (Cecilia Mora, 1997; citado por Ugarte, 2005, p. 59). Estados

Unidos, por su parte, llegó a esterilizar a más de 70.000 personas por considerarlas “débiles mentales”, pero cuyo único problema, en realidad, consistía en que eran pobres. Según Soutullo, “sólo en el Estado de Virginia fueron esterilizadas más de 8.000 personas hasta que la ley fue abolida; hecho que tuvo lugar en 1972” (Daniel Soutullo, 1997; citado por Ugarte, 2005, p. 59). En estos hechos puntuales nos referimos a personas que formalmente eran considerados como ciudadanos(as), aunque nadie parecía tener en cuenta sus derechos constitucionales a la salud y a una vida digna (Ugarte, 2005, p. 59).

[18] En nuestro medio, esta preocupación por la construcción de un proyecto de sociedad, y de un ethos de la nación colombiana, implico el blanqueamiento y la “civilización” de quienes por su “limitantes” físicas o religiosas no parecían cumplir con las condiciones para semejante empresa. Al respecto, podemos ubicar los trabajos de Cristina Rojas y Julio Arias quienes van, situados desde los estudios poscoloniales, “tras la huella” de los esfuerzos, de políticos e intelectuales colombianos del siglo XIX, en torno al deseo “civilizador”. Dice Rojas: “En este punto precisamos recordar como el proceso civilizador en Colombia fue visto por los criollos del Siglo XIX como un proceso de blanqueamiento y mejoramiento de una “raza degenerada”. Según ellos, el proceso de mestizaje tuvo un carácter de progreso y de regresión a la vez. El progreso se sigue de la mezcla del blanco con un color inferior, y la regresión se da si una persona ya algo mezclada se une de nuevo con un color oscuro (…) el mestizaje incorporaba la fantasía de una sociedad blanca que no estuviera dividida racialmente. El sueño de una civilización mestiza llevaba consigo la asimilación de las razas inferiores por la raza blanca, siendo la última predominante (…) Mejorar la condición de la mujer educándola fue visto como uno de los requisitos de la civilización y específicamente como una mejor forma para alejarlas de la prostitución, como lo defiende Manuel Ancízar: la población de la ciudad está decreciendo como resultado de la negligencia en relación con la condición de los pobres, pero especialmente de las mujeres. La mayoría de ellas no encuentran en la ciudad cómo ganar un salario que les permita satisfacer sus necesidades, principalmente porque no tienen el conocimiento ni las habilidades que han adquirido las mujeres ricas en escuelas especiales. Abandonadas a su destino, sin un modelo de buen comportamiento a seguir, terminan viviendo vidas desordenas hasta morir tempranamente. Se han hecho varios intentos para someterlas al acoso de la policía en grupos de diez o más; han sido enviadas a las selvas de Chucurí [la estructura del campo] a morir de la miseria y las fiebres altas, pero esto no ha mejorado las cosas. Matar no es forma de mejorar la moral” (Rojas, 2001, pp. 92-93). Arias, por su parte, dice que “a finales del siglo XIX, la barbarie era ubicada aún más en las poblaciones realmente marginales en el orden nacional: los negros libertos y los indios errantes. A estos últimos como reales poblaciones, en el sentido de Foucault (1976, 1978), dentro del discurso racista, fueron dirigidas las principales biopolíticas del siglo XIX. Los indios errantes no sólo fueron directamente exterminados, sino que desde la perspectiva nacionalista, fueron transformados e incorporados por medio de las misiones religiosas y determinadas políticas lingüísticas. Particularmente, tal y como se puede observar en toda la obra de la Comisión Corográfica (Codazzi, 1851, 1855, 1857), el mestizaje progresivo de los indios, como biopolítica privilegiada, fue un ideal recurrente para la nación. En términos generales, las otras poblaciones, tipos humanos, mestizos y regionales, aunque podían ser pensados desde la civilización y la barbarie, eran tipos civilizados, domesticados e incorporados” (Arias, 2006, p. 133).

[19] La modernidad es una condición de diseño compulsivo y adictivo. Allí donde hay diseño, hay residuos. Una casa no está realmente acabada hasta que se han barrido por completo los restos no deseados de la obra. Cuando se trata de diseñar las formas de convivencia humana, los residuos son seres humanos. Ciertos seres humanos que ni encajan ni se les puede encajar en la forma diseñada (…) Borrones en el paisaje por lo demás elegante y sereno. Seres fallidos, de cuya ausencia o destrucción la forma diseñada sólo podría resultar beneficiada, tornándose más uniforme, más armoniosa, más segura y, en suma, más en paz consigo misma (Bauman, 2004, p. 46).

[20] Para el caso de Gran Bretaña que poseía una Sociedad de Educación Eugenésica que contaba desde 1883 con un medio de difusión, el periódico Eugenics: “El prospecto de administrar científicamente un acervo humano repentinamente defectuoso se debatió con seriedad en los círculos más ilustrados y distinguidos. Por supuesto, biólogos y médicos estaban en la primera línea del debate; pero se les unió gente famosa desde otras áreas, como los psicólogos Cyril Buró y William McDougall, los políticos Arthur Balfour y Neville Chamberlain, la totalidad de la aún infante sociología inglesa, y en varias ocasiones J.B.S Haldane, John M. Keynes y Harold Laski. Conceptos como “cepa contaminada y decadente”, “casta degenerada”, “subhombres”, “tipos de baja calidad” e “inadaptados biológicos” se convirtieron en las figuras básicas del debate inteligente, en tanto la tremenda influencia de Karl Pearson sonó como una alarma que conmocionó la opinión del público lector: “la sobrevivencia de los inadaptados es una característica notable de la vida urbana moderna” (Bauman, 2005, p. 59).

 

 

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Fecha de recepción: 19 de Mayo de 2009

Fecha de aprobación: 27 de julio de 2009

 

Cómo citar este artículo

Berrío, Ayder. (2010, enero-junio). La exclusión-inclusiva de la nuda vida en el modelo biopolítico de Giorgio Agamben: algunas reflexiones acerca de los puntos de encuentro entre democracia y totalitarismo. Estudios Políticos, 36, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, (pp. 11-38).

 

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