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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.36 Medellín Jan./June 2010

 

 

La política punitiva del cuerpo: “economía del castigo” o mecánica del sufrimiento en Colombia*

 

Punitive Policies of Body: “Economics of Punishment” or Mechanics of Suffering in Colombia

 

Elsa Blair**

 

** Socióloga. Doctora en Sociología, Université Católica de Lovaina, UCL, Bélgica, 1996. Coordinadora del grupo de investigación Cultura, Violencia y Territorio del Iner. Investigadora principal del proyecto. E-Mail: eblair@iner.udea.edu.co

El equipo estuvo conformado además por Ayder Berrío, Leidy Arroyave y Paula Sanín a quienes quiero expresar mis agradecimientos por sus valiosos aportes en todo el proceso de investigación.

 

 


RESUMEN

El artículo propone explorar la relación cuerpo/violencia desde la perspectiva de la biopolítica, y mostrar la importancia que ella reviste en trminos del poder, esto es, su dimensión política o el carácter político de la corporalidad. En el marco de las explicaciones que, tradicionalmente, nos han sido dadas sobre las guerras en el ámbito macropolítico del poder, es difícil establecer una relación entre el cuerpo y la guerra; en efecto, ellas aducen razones como las relaciones que se establecen entre los actores armados y el Estado, por ejemplo, o las de control y dominio de los territorios o las de las disputas por el control de recursos y poblaciones, entre otras, pero en ellas los cuerpos parecerían inexistentes o, en todo caso, supeditados a “lógicas” y presencias bélicas de otra naturaleza. Pero también —y es lo que se pretende mostrar— existen otros ámbitos micropolíticos o unas tecnologías corporales específicas que, adicionalmente, resultan muy fecundas para explicar el “cómo” del poder. La violencia sobre los cuerpos, en el ámbito de la guerra es, pues, un dispositivo de poder que se ejerce a través de una serie de tecnologías corporales utilizadas con la finalidad de dominar, a través del terror, a individuos y poblaciones. Desde esta perspectiva, esa violencia sobre los cuerpos en el caso de la guerra en Colombia —similar a lo que ocurre en otras guerras contemporáneas—, sería la expresión de una “economía del castigo” o más concretamente de lo que Foucault llamó una política punitiva del cuerpo, máxima expresión de esa micropolítica corporal y una forma extrema de ejercicio del poder.

Palabras clave: Cuerpo; Guerra; Poder; Política Punitiva; Violencia Extrema.


 ABSTRACT

The article intends to explore the relationship body/violence from the perspective of biopolitics, and show the importance that it assumes in terms of power, that is, its political dimension or the political nature of corporeality. As the frame of the explanations that traditionally we have been given about the wars in the macro-level of power is difficult to establish a relationship between the body and the war; in fact, they claim reasons such as the relations stablished between armed groups and State, for example, whether the command and control of any territory or the disputes over the control of resources and populations, among others. But in those wars the bodies would seem inexistent or, in any case, subject to a “logics” and belic presences of other kinds. But also —and this is what is intended to show— there are other micropolitical areas or some specific body technologies that, additionally, result most benefit to explain the “how” of Power. Violence on the bodies within the ambit of war is, therefore, a power device that is exercised through a series of corporal technologies used in order to dominate, through terror, individuals and populations. From this perspective, the violence on the bodies in the case of the war in Colombia —similar to what occurs in other contemporary war— would be the expression of an “Economy of Punishment” or more specifically what Foucault called a Punitive Policy of Body, the highest expression of this corporal micropolitics and an extreme form of governance.

Keywords: Body; War; Power; Punitive Policy; Extreme Violence.


 

 

“¿Qué es lo que puede un cuerpo?[…]

¿En qué consiste el poder o la potencia de un cuerpo

Qué ha conducido a la invención de innumerables

técnicas y saberes destinados a su sometimiento?”

Raúl García

 

 

A modo de introducción

Dos años atrás, sorprendidos por los niveles y la proliferación de la violencia extrema (Nahoum-Grappe, 2002) sobre los cuerpos, en las formas del ejercicio del poder en el ámbito de las guerras contemporáneas que, en el decir de uno de sus analistas, había sustituido la batalla por la matanza (Münkler, 2005, p. 49), nos dimos a la tarea de abrir una nueva veta de exploración de esta conflictividad, que nos permitiera indagar el asunto desde perspectivas capaces de dar cuenta de lo que venía ocurriendo con los cuerpos: desplazamientos, desapariciones, torturas, mutilaciones corporales, violencias sexuales y masacres; esto es, formas de expresión de la violencia sobre los cuerpos que parecen acompañar todas estas formas de la conflictividad actual.

Las explicaciones más extendidas sobre la guerra empiezan a revelarse insuficientes para entenderla, porque ninguna de ellas hace de esa violencia sobre los cuerpos un “objeto” de reflexión. En efecto, la mayoría de ellas sólo constatan su presencia. La exploración clásica que se ha hecho por parte de la ciencia y la sociología política, deja por fuera muchas de sus manifestaciones más evidentes, fácticas o más visibles y, en consecuencia, no deja aprehender el asunto[1]. La problemática del cuerpo, por su parte, ha sido abordada por la historia y la antropología de manera más consistente; por ejemplo, los trabajos ya clásicos de David Le Breton (1995, 1999) y en Colombia la extensa obra que, en este terreno, ha desarrollado Zandra Pedraza de la Universidad de los Andes (1999, 2003, 2004); no obstante, esta última reflexión se agota, en la mayoría de los casos, en una mirada exclusivamente simbólica de los cuerpos, importante y útil a la indagación; pero insuficiente para lo que ahora se pretende mirar, su dimensión política[2]. Si la realidad de la guerra muestra, cotidianamente, esta relación entre cuerpo y violencia, es preciso construir un discurso capaz de dar cuenta de ella. Pero ¿cómo unir en el análisis el cuerpo y la violencia producida en las guerras? Sin duda, son dos problemáticas que han marchado separadamente en el pensamiento social[3], y unirlas en el análisis resultaba una apuesta un tanto abrupta o riesgosa o, en todo caso, eso creíamos cuando iniciamos la búsqueda de caminos posibles.

Esta última nos fue llevando, por obvias razones, a Foucault y a sus maneras diferentes de pensar el poder. Es por esta vía donde se pude suponer que, efectivamente, es posible y fecundo explorar esta relación entre el cuerpo y la violencia producida en las guerras. El lugar epistemológico donde se sitúa Foucault para pensar el poder es, sensiblemente, distinto al de la teoría política clásica. Mientras el pensamiento griego parece ser la fuente de donde bebe la teoría política clásica, la fuente de la que bebe Foucault es el pensamiento judeo-cristiano expresado, fundamentalmente, en el poder pastoral. Ello explica no sólo las divergencias entre ambas corrientes de pensamiento, sino también sus aproximaciones distintas al tema del poder y la soberanía. Para Foucault, en efecto, no se trataría de una soberanía ejercida sobre los territorios, sino sobre las poblaciones[4]. Esta última perspectiva obliga a hacer muchos replanteamientos (quizá de-construcciones y des-aprendizajes) sobre lo que, comúnmente, hemos conocido sobre la teoría del poder y la soberanía, a la hora de pensar la guerra, pero nos permite también, y esto es más importante, la inclusión del cuerpo como un espacio específico donde se vive y se trasmite el poder. En efecto, como claramente lo señala Foucault, las relaciones de poder penetran en los cuerpos (Foucault, 1977, p. 6. Cursivas agregadas). Para Foucault el poder no está centrado, sino que es difuso, no es propiedad exclusiva de nadie, sino anónimo, no se ejerce sino que se trasmite y se vive (Mendieta, 2007, p. 141)[5]. Esta concepción del poder nos permite, pues, asumir la problemática del cuerpo en su dimensión política; en este caso, el poder expresado a través de la violencia ejercida —a veces con mucha brutalidad— sobre los cuerpos. Por esta vía, es posible, pues, hacer el análisis de la relación cuerpo/violencia que, por motivos teóricos y analíticos, pensamos que es la expresión de la relación entre la vida, la muerte y el poder.

Ahora bien, este camino no fue fácil de ninguna manera; no sólo por la ruptura que esta perspectiva establece con algunos de los supuestos más clásicos, provenientes de la teoría política para explicar el poder, sino también por la complejidad de una obra como la de Foucault, expresada, sin duda, en las múltiples lecturas —no todas coincidentes— que su obra ha suscitado y que remiten a diversas direcciones. Con todo, y en una forma muy foucaultiana por cierto, de una suerte de circularidad que siempre vuelve sobre lo mismo pero a otro nivel de profundidad, logramos hacer una lectura interpretativa donde vamos a sostener, fundamentalmente, que el ejercicio de la violencia sobre los cuerpos en el marco de las guerras contemporáneas (en particular en el caso colombiano), es la expresión de una economía del poder[6] (Foucault, 1999, pp. 98-103) que necesita unos cuerpos ajustados a ciertas concepciones del orden social y político o, en nuestras palabras, unos determinados órdenes del cuerpo. Sobre esta base, se desarrollan e implementan diversos dispositivos o tecnologías corporales para controlar y dominar los cuerpos en distintos ámbitos de la vida social, pero, en el ámbito de la guerra, los cuerpos no ajustados a dichos órdenes son “castigados”: mutilados, violados, desaparecidos, asesinados, torturados como expresión de lo que Foucault llamó una política punitiva del cuerpo (Foucault, 1999, pp. 98-99). Ahora bien, para desarrollar esta hipótesis y documentarla fue preciso hacer una reflexión muy amplia y muy exigente de la concepción del poder en Foucault y de procesos históricos de largo aliento, buscando esclarecer la relación entre cuerpo y violencia para llegar a la época contemporánea y pensar la violencia actual[7].

Esta perspectiva de análisis no sólo nos confirma su pertinencia y su fecundidad explicativa de las violencias extremas en el marco de las guerras contemporáneas (sus órdenes del cuerpo), sino también el carácter político del cuerpo y, en consecuencia, el carácter reticular y micropolítico del poder, que modifica, sustancialmente, el problema de la soberanía (y con ella), el problema del poder, al hacer visibles los “lugares” no territoriales y, sobre todo, no estatales, donde éste se asienta y reproduce las lógicas del entramado político. Este análisis trata pues, del paso de lo macro a lo micro, “de las macropoliticas a las micropolíticas” (García, 2000, p. 12), en este caso sobre (y a través de) los cuerpos para entender el problema del poder.

 

 

1. Las violencias extremas contra la población [civil] en las guerras contemporáneas

Muchas de las explicaciones recientes sobre las guerras contemporáneas se asientan en el debate entre “nuevas” y “viejas” guerras. No es la perspectiva que se desarrollará aquí por dos razones. En primer lugar, porque es una discusión que ya hemos planteado en otra parte (Blair, 2006, pp. 135-153); en segundo lugar (y quizá más importante), porque después de mucho trabajo en esta dirección, hemos llegado a la conclusión de que ese es un debate planteado en el marco de concepciones del poder y de la política que le deben todo a la teoría política clásica. Es bajo esta concepción —demasiado estatal e institucional del poder—, que estos estudios emprenden el análisis de las guerras; de hecho, una de las características más importantes de diferenciación que se les atribuye es que en ellas el Estado no cumple ningún papel (Waldmann, 1999 y Münkler, 2005). Más allá de estos debates hay, no obstante, dos características que les son propias y en las cuales concilian la mayoría de los investigadores: la centralidad de la población civil y el carácter de violencias extremas que ellas comportan (Waldmann, 1999; kaldor, 2001; Münkler, 2005; Bauman, 2003; Pécaut, 2003; Nahoum-Grappe, 2002).

1.1  La centralidad de la población [civil]

Pese a las divergencias entre los autores en relación con los tipos de guerra, todos ellos coinciden en un aspecto: el lugar tan prominente que viene jugando en ellas la población civil. La de hoy no es una guerra entre iguales, como lo eran las guerras interestatales de la edad moderna, es decir, no se trata de un enfrentamiento que se decide entre ejércitos en un campo de batalla, sino de un uso de la violencia que se prolonga, indefinidamente, contra la población civil, hasta el punto de que poco a poco se puede llegar a una desmilitarización y privatización de la guerra. Los objetivos militares han sido sustituidos por objetivos civiles; más que ejércitos, en el sentido clásico, la población civil no combatiente está en el centro mismo de la guerra (Münkler, 2004, pp.179-180. Cursivas agregadas). Pareceríamos estar asistiendo a un escenario de despliegue exacerbado del poder con el fin de fomentar el terror y el miedo sobre la población civil. Kaldor (2001) señala cómo en las nuevas guerras, las víctimas civiles se multiplican como parte de una estrategia deliberada e intencional, puesta en marcha por las partes en conflicto; Pécaut (2003), por su parte, dice que los combates propiamente dichos, los que oponen a unidades militares o paramilitares, sólo constituyen una pequeña parte de las estrategias de guerra, ya que el despliegue del terror contra los civiles juega un papel mucho más considerable. Es también el llamado que hacía Kalyvas (2001), al señalar que la violencia contra la población civil en las guerras contemporáneas no había recibido la atención debida.

 

En medio de estos cambios fundamentales, o justo como efecto de ellos, las maneras como las guerras se desarrollan hoy, muestran —desde la ex-Yugoslavia, pasando por diferentes países africanos, hasta Afganistán y Colombia— esta centralidad de la población civil que parece haberse convertido en el nuevo “objetivo militar”; ella se ha convertido en lo que Eric Lair llamó “el centro de gravedad de la confrontación” (Lair, 2003, p. 100. Cursivas agregadas). Casi podríamos decir, y no precisamente como metáfora, que el centro de la guerra hoy no son los “campos de batalla” sino los “campos de refugiados”. ¿Qué hace y qué puede explicar el papel tan relevante de la población civil como el “objetivo militar” por excelencia de estas guerras? ¿Cómo explicar el hecho de que “los objetivos militares se estén desplazando hacia objetivos civiles?” (Münkler, 2004). ¿Cuál es la razón de que las guerras actuales se parezcan más a las de comienzos de la edad moderna que a las guerras entre estados de los últimos tres siglos? ¿Precisamente, por las formas de utilización de la violencia contra la población civil que son típicas de las primeras? ¿Qué decir del hecho de que se haya “sustituido la batalla por la matanza?” (Münkler, 2005, p. 49). Los desplazamientos operados hacia la población como nuevo “objetivo militar” y las maneras como el ejercicio de la violencia sobre ella es “puesto en escena”, parece ser la expresión de una estrecha relación no suficientemente explorada en el análisis de las guerras: la que se establece entre la vida, la muerte y el poder.

1.2 Su carácter de violencias extremas

Las formas del ejercicio de la violencia practicada sobre las poblaciones, muestran signos de una enorme crueldad que, la mayoría de las veces, se ejerce sobre los cuerpos. Es esta crueldad la que ha permitido apelar al término de Violence Extrême para caracterizar las violencias propias de las guerras contemporáneas. El concepto ha sido acuñado por la etnóloga francesa Véronique Nahoum-Grappe[8], en el marco de la guerra en ex-Yugoslavia, y designa aquello que no puede ser comprendido en términos de violencia política de guerra, a saber, todas las prácticas de crueldad “exagerada” ejercidas sobre civiles y no sobre el ejército enemigo, que parecen sobrepasar el simple propósito de querer apropiarse de un territorio y de un poder (Nahoum-Grappe, 2002, p. 601). Desde 1996, esta autora introduce una diferenciación importante entre violencia y crueldad, tratando de entender lo que sucedió en ex-Yugoslavia entre 1991 y 1995. Algunas de sus consideraciones se dirigen a establecer la diferencia entre la violencia política, propia de la guerra y el crimen, que sería lo característico de estas formas extremas de crueldad. La violencia, dice, puede ser justa, incluso desde el punto de vista de la víctima; la crueldad, en cambio, no lo es jamás, puesto que se percibe como excesiva y gratuita (Nahoum-Grappe, 1996, pp. 293-294).

Mientras la violencia escoge su objeto en función de una racionalidad mínima y, en general, se dirige al adulto armado y dispuesto a batirse, la crueldad escoge no sólo al enemigo adulto, sino a toda su familia, sus animales, sus casas; ella quiere no sólo su muerte sino su envilecimiento, su dolor, la destrucción a sus propios ojos. Al igual que otros autores, Nahoum- Grappe cuestiona la “psicologización” de los actos de crueldad como fruto de patologías individuales que lo único que hacen es cerrar el debate, a partir de estereotipos y banalizaciones, sobre la maldad en el hombre. La autora deja ver tanto en Bosnia como en Ruanda, que las interpretaciones se han tejido a través de una supuesta “naturaleza étnica” que haría de estos países ajenos a toda presencia del Estado/nación y de la modernidad, es decir, una jungla no europea desprovista de toda dimensión histórica donde las etnias se hacen frente, lanza en mano, dispuestas a desgarrarse[9]. Ese supuesto es falso en ambos casos, pero alimenta los intentos exteriores de naturalizar el conflicto gracias a los llamados “odios étnicos ancestrales” y legitiman desde el discurso “nopolítico” lo que se sucede (Nahoum-Grappe, 1996, p. 315). Finalmente, y en una anotación importante a esta reflexión, introduce el papel de la “desfiguración del otro” como sucio, envilecido e inhumano; desfiguración que opera sobre el cuerpo (sólo la crueldad puede efectuar ese trabajo sobre el cuerpo del otro); desfiguración del otro que se estigmatiza en una total “naturalización” de su inferioridad, legitimada por el poder. Ellos “ne sont rien” y, en consecuencia, matarlos, violarlos, no es gran cosa. La inferioridad política de la víctima, es una condición de la crueldad (Nahoum-Grappe, 1996, p. 323).

Unos años después, en 2002, la misma autora intenta una definición más apropiada del término y lo define como una categoría de crímenes no exclusivamente graves sino también diferentes en cuanto a su sentido sobre otras prácticas de violencia. En ellas la crueldad parece hacer parte del programa que se conocerá desde entonces como purificación (o “limpieza”[10]) étnica (Nahoum-Grappe, 2002, p. 601. Cursivas agregadas). Si bien, la violencia está siempre ligada a la destrucción y es productora de sufrimiento, la crueldad agrega una intención de hacer sufrir todavía más, y ese “más” agrega un coeficiente de envilecimiento al dolor. De manera general, la violencia política pierde en precisión a medida que gana en extensión y crueldad, sobre todo en los casos en que los cuerpos martirizados lo son en razón de la “contaminación” que sufren por sus lazos de parentesco o proximidad con los verdaderos enemigos políticos (Nahoum-Grappe, 2002, pp. 605-606). En estos casos, la crueldad en el campo político está ligada a la construcción cultural del cuerpo del enemigo que es, entonces, más o menos colectivo. El corazón de esos relatos de crueldad que, según la autora, hace imposible la banalización, es el cuerpo humano; ese espacio sagrado que es “tocado” por el crimen de crueldad, que no es, solamente destructible y mortal, sino también el objeto privilegiado del crimen de profanación (Nahoum-Grappe, 2002, p. 605. Cursivas agregadas). Al enfatizar el lugar central del cuerpo en la violencia, Nahoum-Grappe señala la violación como el crimen de “limpieza” por excelencia. La profanación es la violación de lo sagrado y lo sagrado es el cuerpo, el que le da identidad a la víctima y que va a caracterizar el uso político de la crueldad (Nahoum-Grappe, 2002, p. 608).

 

2. Micropolíticas corporales o el carácter político de la corporalidad

Lo que se propuso con la presente investigación, constatando estas características de las violencias propias de las guerras contemporáneas, fue explorar la relación cuerpo/violencia desde la perspectiva de la biopolítica, y mostrar la importancia que ella reviste en términos del poder, esto es, su dimensión política o el carácter político de la corporalidad (García, 2000, p. 149) y su fecundidad para explicarlas. En el marco de las explicaciones que, tradicionalmente, nos han sido dadas sobre las guerras en el ámbito macropolítico del poder, es difícil establecer una relación entre el cuerpo y la guerra; en efecto, ellas aducen razones como las relaciones que se establecen entre los actores armados y el Estado, por ejemplo, o las de control y dominio de los territorios o de las disputas por el control de recursos y poblaciones, entre otras, pero en ellas los cuerpos parecerían inexistentes o, en todo caso, supeditados a “lógicas” y presencias bélicas de otra naturaleza. Pero también sobre los cuerpos —y es lo que se pretende mostrar— existen otros ámbitos micropolíticos o unas tecnologías corporales específicas que, adicionalmente, resultan muy fecundas para explicar el “cómo” del poder.

La perspectiva biopolítica hace una apuesta en términos de individuos y poblaciones como objetivo del poder (y de la soberanía), más que de los territorios (como en la teoría política clásica); ella permite mostrar cómo esta estrategia de poder se expresa en las formas del ejercicio de la violencia extrema sobre los cuerpos en una serie de dispositivos y tecnologías corporales utilizadas con la finalidad de dominar a individuos y poblaciones[11]; tecnologías corporales que constituyen, claramente, micropolíticas del cuerpo (García, 2000, p. 12). Desde esta perspectiva, la violencia extrema sobre los cuerpos sería la máxima expresión de esa micropolítica en las guerras contemporáneas. Por estas razones, más que las explicaciones macro de la guerra se explora, entonces, las micropolíticas del cuerpo —lo que no es más que un análisis microfisico del poder— en el contexto de las violencias propias de la guerra en Colombia, que tiene características similares a otras guerras contemporáneas.

Por micropolíticas corporales se pueden entender las estrategias de poder que se ponen en funcionamiento más allá —o más acᗠde las políticas estatales; son pequeños espacios reticulados que se tejen en los intersticios de las grandes estrategias políticas —espacio macropolítico—, en conjunción o disyunción con ellas (García, 2000, p. 12. Cursivas agregadas). Estas micropolíticas corporales tendrían en su accionar violento dos formas: una parcial (torturar, infligir dolor físico y psíquico; fragilizar la potencialidad defensiva del otro, provocando todo tipo de sufrimiento), y una total (provocar la muerte) (Berezin, 1998, p. 30. Cursivas agregadas). Con el despliegue de estas micropolíticas corporales parece construirse, literalmente, una cierta economía del poder que regula las relaciones de dominación en la sociedad[12]. Ella se despliega, para unos grupos o en ámbitos sociales, en mecanismos o dispositivos de “ajuste”, a través del disciplinamiento y el control de los cuerpos para su sometimiento; es lo que

Foucault concibe como la forma disciplinaria del poder, una forma de vigilancia que ejerce la fuerza normalizando y creando las condiciones para imponer la docilidad de los sujetos. Esta forma o concepción del poder se puede visualizar en ámbitos como el de las relaciones de género, entre saberes expertos y otros saberes no expertos, entre adultos y niños; pero en otros ámbitos como el de la violencia y la guerra, el despliegue de esa economía del poder se da, literalmente, a través de toda una economía del castigo (Foucault, 2002, p. 15) puesta en escena en las diversas formas del ejercicio de la violencia buscando el sometimiento o la muerte de ciertos sectores de la población, de esos “otros imperfectos” (Rojas, 2001, p. 22), dado que la muerte se convierte, igualmente, en un medio de control de la población. Podríamos decir, retomando a García, que éstas son las “guerras menores” (García, 2000, p. 12)[13], las cuales, si invertimos el problema del poder como lo hace Foucault, son las “guerras reales”, las que padecen los seres de “carne y hueso”, sin agotar las explicaciones en las causas macrosociales que las explicarían.

2.1 “Economía del castigo” y mecánica del sufrimiento en Colombia

Es posible analizar la violencia sobre los cuerpos como un dispositivo de poder particular que tiene asiento en ámbitos micropolíticos. En este apartado nos detenemos, de manera particular, en la economía del castigo (Foucault, 1999, p. 102) —la hipótesis más importante presentada aquí— como sustento de la estrategia del ejercicio de la violencia sobre los cuerpos y como forma extrema de ejercicio del poder en el ámbito de la guerra. Probablemente existan —en la concepción gubernamental o disciplinaria del poder que para algunos autores es más tardía en la obra de Foucault— otras formas más sutiles y menos mortíferas para su ejercicio; es posible, incluso, que ni siquiera se necesite de violencia para percibir el poder, pero en el caso que nos interesa, el de la guerra, el ejercicio de violencia extrema —física— sobre los cuerpos, resulta particularmente importante.

Una mirada, inclusive panorámica, de las violencias recientes en el país, no deja dudas sobre la centralidad que juega en ellas el cuerpo; lo que ha producido la violencia por toda la geografía nacional (cuerpos mutilados, fragmentados, cuerpos violados o desaparecidos), evidencia la utilización sistemática del cuerpo como arma de guerra o, más concretamente, el carácter del cuerpo como “blanco” del poder (García, 2000, p. 11. Cursivas agregadas). La legislación colombiana, su Derecho y la falta de control jurídico y político sobre los gobiernos en esta materia[14], han contribuido enormemente al clima de violencia en el país, y han permitido a los diferentes poderes apelar a formas “extremas” de su ejercicio. ¿Por qué sobre los cuerpos? Porque el cuerpo goza de una enorme potencia y una posibilidad inusitada de resistencia que es, finalmente, la que lo hace objetivo del poder. Vamos a intentar explicar esa “lógica perversa” que mueve al poder, al despliegue de toda una mecánica del sufrimiento y el sentido que subyace a cada una de estas formas de violencia, a esas diversas tecnologías corporales para reconstruir —en términos de Foucault— esa economía del castigo o, de manera más general, esa política punitiva del cuerpo (Foucault, 1999, p. 98-99).

2.1.1 Las “tecnologías corporales” del castigo y del terror

Las “tecnologías corporales” que han sido utilizadas por distintos poderes en el marco del conflicto político armado, hacen visible que la relación cuerpo/ violencia no es igual entre unas y otras modalidades. Sin duda, las formas de ejercicio del poder sobre los cuerpos se diferencian en cada una de ellas. Por eso, y a riesgo de caer en simplificaciones o, peor aún, de valoraciones entre una u otra modalidad de violencia, establecimos una lectura interpretativa de las violencias sobre el cuerpo que va en una secuencia de las menos a las más directas.

2.1.1.1 El desplazamiento

El fenómeno del desplazamiento forzado ha crecido, de una manera sostenida desde 1985, en función de la expansión y el control territorial de las actividades de los grupos armados ilegales en el país. Su crecimiento ha estado asociado a otras formas de ataques a la población civil tales como las masacres, los asesinatos de líderes y las desapariciones forzadas (Forero, 2000, p. 9). Este fenómeno supone una violencia sobre los cuerpos desde el momento en que las personas son, literalmente, desalojadas de sus lugares de origen o de vivienda. Si bien es cierto que éste puede producirse sin violencia directa sobre ellos, también es cierto que la primera víctima es el “cuerpo” que debe “desplazarse” forzadamente. Con todo, es la forma de violencia sobre los cuerpos que, en términos de la fuerza o afección ejercida sobre ellos, se agota en su “movilidad”, pero ya sabemos las implicaciones subjetivas, sociales y políticas del cuerpo para minimizar el desplazamiento forzado en términos de lo que éste le hace al cuerpo en su dimensión física y simbólica, además de sus implicaciones políticas. En el caso de las comunidades desplazadas, el cuerpo como territorio se convierte en la afirmación de la vida individual, punto de partida para ser y existir; es lo que permanece del pasado reciente y es, quizá, la única certeza de la sobrevivencia. En él se hacen visibles las marcas y señales de la tragedia: los recuerdos, los afectos, los sueños, las creencias, los temores adquieren una nueva significación; el individuo desplazado se hace visible a través del único espacio que aún le es propio y en el que puede recobrar de algún modo, su unidad, su centro: el cuerpo por el cual puede volver a ser. De este modo se trasciende el sentido orgánico de aquél para elevarlo a una instancia significativa superior: el cuerpo es el monólogo de una tragedia (Piedrahíta, 2007, p. 41).

2.1.1.2 Las desapariciones

La desaparición forzada en Colombia comienza a aplicarse a finales de la década de los años setenta, y se incrementa en la década de los años ochenta del siglo XX como modalidad represiva y sistemática para eliminar opositores políticos, y como mecanismo de represión cuando se institucionaliza la violación de derechos humanos en nuestro país. Dado que el propósito de las desapariciones es justamente el de “no dejar rastro”, el número de desaparecidos en Colombia, como fruto de esta violencia más reciente, es un dato muy difícil de obtener; quizá sólo las familias, en su ámbito más privado, puedan decir de cuántos desaparecidos estamos hablando. Sin duda, también el silencio como efecto del terror ha impedido dimensionar la realidad de la tragedia de la desaparición forzada en Colombia (Gómez, 2008). Con todo, sabemos que ha sido una práctica sistemática utilizada por todos los actores del conflicto y por las fuerzas regulares del Estado. A finales de la década de los años ochenta y principios de los noventa, la desaparición forzada pasó a ser no sólo selectiva, sino que se convirtió en una práctica masiva de terror ejecutada por grupos paramilitares que actuaban en complicidad con el Estado (Gómez, 2008. Cursivas agregadas) que se extendió a todos los sectores sociales, líderes populares urbanos y rurales y a la población de zonas de grandes riquezas naturales, fuertes procesos sociales y agudo conflicto armado.

Hoy, en relación con las dos décadas anteriores, la situación de estos desaparecidos no ha cambiado mucho: a pesar del establecimiento de las herramientas jurídicas para buscar a los desaparecidos y sancionar a los responsables, no existe la voluntad política para aplicarlas, superar la impunidad y garantizar la no repetición. El encuentro de innumerables fosas comunes en el territorio nacional como efecto de las “confesiones” de algunos de los jefes de los grupos desmovilizados, ha puesto en evidencia la existencia de esta modalidad de terror[15]. No sólo la tierra, sino también los ríos se han convertido en “cementerios”[16]. A la par con estas prácticas, se suman otras ejecutadas por militares en el marco del conflicto armado[17]. Entre avances y obstáculos, la desaparición forzada sigue siendo uno de los delitos más graves que se cometen en el país. Esta modalidad de violencia y la mutilación de los cuerpos, ha sido, pues, la tecnología corporal utilizada como forma de desaparecer a personas y grupos sociales, considerados peligrosos o, desde la perspectiva del poder, “imperfectos” (Rojas, 2001).

2.1.1.3 Las minas antipersona

Las minas “antipersona”, conocidas popularmente como “quiebrapatas”, se han vuelto otra forma recurrente de mutilación de los cuerpos. Incluso, los miembros de grupos armados han sido víctimas del accionar de una mina en los “campos de batalla”; pero esos son los “costos” de la guerra para quien la hace, no para los civiles inermes, desarmados, y que no participan en ella. Colombia ha suscrito tratados internacionales para evitar su uso, pero como gran parte de la legislación en este país queda en “letra muerta” y, por ello, no ha evitado que siga siendo una de las formas más recurrentes de mutilación de los cuerpos. Esta tecnología corporal la consideramos como la expresión paroxística del poder, toda vez que constituye la destrucción extrema del sujeto, no sólo de sus cuerpos. Es la violencia física en su forma extrema, pero es también, una violencia simbólica contra su humanidad, su subjetividad y su corporalidad; ella ayuda a ilustrar ese carácter político de la corporalidad (García, 2000, p. 149. Cursivas agregadas).

2.1.1.4 Las torturas

Una de las formas más reconocidas, y quizá históricamente más remota de violencia ejercida sobre los cuerpos, ha sido la tortura. Explorada por regímenes políticos de distinto corte y desde tiempos inmemoriales, no es posible reconstruir en este trabajo su “historia” en el país[18], pero sí podría señalarse lo que ella deja explorar en términos de esa economía del castigo como tecnología corporal de sometimiento y control. Ella permite la extracción de información y hace posible la constitución de un saber sobre las fuerzas del enemigo. A la vez, produce un saber sobre el cuerpo en el que actúa: determina sus zonas débiles, sensibles, placenteras, dolorosas. Es en la producción y elaboración de ese saber corporal, de ese despliegue de la relación entre el cuerpo, el saber y el poder, donde emerge ese personaje siniestro: el torturador como el ejecutor de esa política corporal (García, 2000, p.138. Cursivas agregadas). La “lógica” que sostiene esta práctica muestra esa economía del castigo en la medida que la muerte física no es el propósito de la acción; más bien es una tecnología corporal que potencia la mecánica del sufrimiento: el “hacer sufrir” y, con el sufrimiento, el despliegue del terror que ella puede producir en el sujeto torturado. Es quizá por esto que la tortura refleja de manera más clara esos procesos de “ajuste”, esa economía política del castigo en la que se pretende dominar y someter por la fuerza pero no matar, inclusive si la destrucción psíquica de las personas sometidas a ella está siempre presente. Sus efectos no se agotan en el torturado mismo, sino que repercuten socialmente por una especie de “resonancia” que es otra condición del terror. Muchas de las torturas son planificadas a través de “terceras” personas (intimidando a familias, amigos, conocidos); ella es, pues, orientada hacia el exterior, a sembrar el miedo entre las personas que se hallan en el entorno del intimidado. Ellos son los destinatarios del dolor de la víctima, sobre todo, en el interrogatorio (Houseman, 1999, p. 92).

La tortura tiene características similares en los lugares donde se practica, y si bien, muchas de ellas vienen con amenazas e insultos, la mayoría de las violencias que la acompañan son corporales: privación de comida, de vestido, exposición al frío o al calor excesivo, exigencia de posiciones corporales inconfortables (e insoportables) (Houseman, 1999, p. 89). La tortura es la forma más directa, más inmediata de la dominación del hombre sobre el hombre, la cual es la “esencia misma de lo político” (Vidal Naquel, citado en Le Breton, 1999, p. 121). Es, pues, una “técnica” de destrucción de la persona, por la dislocación minuciosa del sentimiento de identidad a través de la mezcla de violencias físicas y psíquicas; es el extremo de la práctica de la crueldad (Le Breton, 1999, p. 121). Indiferente a la “culpabilidad” de la víctima, ella apunta con frecuencia a su pertenencia social, cultural o política, o como elemento simbólico de la licencia del poder sobre sus oponentes. La tortura confronta a algo peor que la muerte, instalando en el cuerpo la brecha permanente del horror; ella provoca la implosión del sentimiento de identidad, la fractura de la personalidad, aspectos que llevan al torturador o al verdugo al “éxito” de sus maniobras: denuncias, renuncia, traición, locura o escogencia deliberada de la muerte y, si el torturado sobrevive, sus sufrimientos se prolongan largo tiempo porque lo más importante es el “sufrimiento mental agudo” que ella comporta y que le hará muy difícil volver a su vida corriente en tanto permanece, en él o en ella, el sentimiento de haber sido destruido y no poder reencontrase consigo mismo (Le Breton, 1999, pp. 122-123).

2.1.1.5 Las violaciones o la violencia sexual en el contexto de la guerra

Como lo han venido reportando diversas organizaciones de víctimas —particularmente organizaciones de mujeres—, la práctica de las violaciones en medio del conflicto ha crecido sensiblemente en los últimos años, no sólo en Colombia sino también en múltiples situaciones de conflicto en otras latitudes (Nahoum-Grappe, 1996). Violar, degradar y humillar a las mujeres con la violación física de sus cuerpos y la violación simbólica de su intimidad, su corporalidad y su subjetividad, se ha vuelto una práctica recurrente por parte de los actores armados. Ésta es, de todas las tecnologías corporales implementadas en el marco del conflicto, un crimen silenciado. Adicionalmente, y por producirse muchas veces como un acto “previo al asesinato”, el dato que generalmente se reporta es la muerte y no se sabe que las víctimas fueron violadas previamente, contribuyendo así al subregistro de estos crímenes.

Los testimonios y la reflexión teórica sobre el tema permiten identificar no sólo la existencia de estas aberraciones sexuales contra los cuerpos de las mujeres, sino de algunas de las “lógicas” que le subyacen: vejación y subordinación. Varias son las “razones” que se aducen para hacer de las mujeres un “botín” de guerra y de sus cuerpos un “territorio” en disputa para ser tomado, asediado, sitiado, destruido (Sánchez, 2008; Wills, 2008). Sin duda, esta violencia contra las mujeres en el ámbito de la guerra tiene su origen o sus antecedentes en un modelo cultural y político patriarcal que las ha marginado y “objetivado” de múltiples maneras. Dentro de estas representaciones sociales y políticas del “otro” [en este caso de la “otra”], las mujeres han hecho parte de esos seres “dependientes o desviados” quienes eran, por la naturaleza que se les imputaba, excluidas de los lugares de decisión y representación política, y así convertidas en objeto de las decisiones de los “racionales” (Wills, 2008). Son estas representaciones sociales las que se trasfieren al terreno de la guerra y preceden las formas físicas de la violencia sobre los cuerpos. Estas tecnologías corporales de terror son expresión de “ajustes” en la economía del poder a través de diversas modalidades de castigo: de las trasgresoras, a quienes “encarnan” [o en términos más precisos, que se in-corpo-ran,] al enemigo, pasando por las que desafían las redes del poder desde su papel en las comunidades; esto es, desde posibilidades de resistencia, hasta las que desafían el “equilibrio” del poder. De ahí que se vuelvan un “botín” de guerra.

Lo que aquí nos interesa resaltar del trabajo de Wills, es la constatación de esas formas de violencia en el conflicto reciente en Colombia, pero también, y fundamentalmente, las “lógicas” del ejercicio del poder y de la economía del castigo que las sostienen. Es, en esta forma particular de violencia contra las mujeres, donde el carácter punitivo del poder, esa “política punitiva del cuerpo” (Foucault, 1999, pp. 98-99) es más evidente. Ellas son, literalmente, castigadas, al ser mujeres que, como hemos visto, desafían —y resisten— a diversos poderes en el marco del conflicto político.

2.1.1.6 Las mutilaciones corporales 

Otra forma, quizá la más extrema de violencia sobre los cuerpos, es la que se presenta con la práctica de su mutilación. Operada algunas veces en el contexto de las masacres, o como una finalidad en sí misma, ella se ha explicado generalmente como una manera de “esconder” no sólo los cuerpos, sino también el hecho[19]. Otras formas de mutilación tienen que ver con las producidas sobre los cuerpos que son degollados o vaciados sus vientres para que no floten cuando sean lanzados al río (Uribe, 1998, p. 8) y que parecerían tener como propósito, el de deshumanizar y animalizar a la víctima como condición previa a su ejecución: es preciso degradarla para después matarla[20].

Probablemente, el afán de “invisibilizar” o de des-identificar a las víctimas explique, parcialmente, la ejecución de las mutilaciones sobre los cuerpos: su desaparecimiento o su imposibilidad de reconocimiento son una garantía de impunidad. Esto podría explicar, en parte, la mutilación de los cuerpos, pero quizá esta no sea la única explicación; como lo ha mostrado el psicoanálisis, lo más próximo a la significación de esta práctica mutiladora de los cuerpos es el horror (Berezin, 1998). Es por esto que la fragmentación del cuerpo es su condición y la razón última de la producción de terror como estrategia de sometimiento. Las masacres y las mutilaciones que las acompañan son todo un cambio de la morfología humana que objetiva el cuerpo con el fin de arrasar al sujeto (Uribe, 1998, p. 216). Descomponer el cuerpo, despedazarlo, desfigurarlo y desparecerlo son, desde esta perspectiva, operaciones tendientes a quitarle a la víctima el rostro de humanidad del que es portadora (Sánchez et al., 2008, p. 19).

2.1.1.7 Las masacres 

La masacre puede ser definida como una violencia colectiva contra gentes sin defensa que no pueden ni huir ni oponer resistencia; o como una acción excesiva donde la violencia disfruta de una libertad absoluta (Sofsky, 1998, p. 158). Suárez, la define como el homicidio intencional de cuatro o más personas en estado de indefensión y en iguales circunstancias de modo, tiempo y lugar (Suárez, 2008, p. 61). Para Uribe, la masacre es el asesinato colectivo de personas desarmadas e indefensas a manos de grupos armados (Uribe, 2004, p. 13). Esta ha sido una de las formas más extendidas de violencia sobre los cuerpos en el caso colombiano en estos últimos años[21]. Como lo señala Sánchez, “Colombia ha vivido no sólo una guerra de combates, sino también una guerra de masacres” (Sánchez et al., 2008, p. 13); esta es una de las formas en las que se expresa la degradación de la guerra y el desprecio de los guerreros por la población civil (Sánchez et al., 2008, pp. 13-14); en ella la relación cuerpo/violencia, aunque no es la única, es la más evidente y una de las modalidades más exploradas en el análisis de la violencia (Uribe, 1990, 1998, 1999, 2004; Vásquez, 1999; Blair, 2004, 2005; Suárez, 2008; Sánchez et al., 2008). Además de Uribe, autores como Vásquez (1999) o Suárez (2008) han abordado el fenómeno de la masacre reivindicando en él una dimensión política (actores, espacios, tiempos y lógicas —bélicas— de la confrontación), no obstante, su análisis tiene asiento en una concepción “clásica” del poder y en las “macropolíticas” de la guerra. Esta perspectiva riñe con la perspectiva foucaultiana que estamos tratando de explorar aquí; fundamentalmente, porque es esta última la que permite explorar la relación entre lo biológico y lo político en la cual el lugar de los cuerpos y las formas del ejercicio de la violencia sobre ellos, se revelan importantísimas. Lo que esta concepción del poder en Foucault permite ver son sus micropolíticas y esas “lógicas”, estrategias, tecnologías y dispositivos de poder, que subyacen a cada una de esas formas de violencia, y los juegos de la economía del poder y la economía del castigo que le son propias[22].

Quizá con esta perspectiva biopolítica, asumida en su sentido más simple como “el ingreso de la vida en los cálculos del poder”, podamos responder la pregunta que se hacía hace algún tiempo la etnóloga francesa Nahoum-Grappe, cuando afirmaba que debíamos preguntarnos no sobre el por qué de la guerra, sino acerca del por qué y el cómo de las atrocidades (Nahoum-Grappe, 1996), mostrando con ello que la vida es más esencial para el ejercicio del poder de lo que lo ha querido aceptar la teoría política clásica. Es lo que sostienen otros autores al asumir como biopolíticos los “asesinatos en masa” de las violencias contemporáneas (Grelet y Potte-Bonneville, 1999). Como lo ha dejado ver el informe de Trujillo, la masacre se alimenta de una retórica de la purificación y la asepsia social que le sirve de legitimación frente a algunos sectores del entorno social (Sánchez et al., 2008, p. 17). Ella tiene una triple función: es preventiva (garantiza el control de poblaciones, rutas y territorios); es punitiva (castiga ejemplarmente a quien desafíe la hegemonía o el equilibrio; y es simbólica (muestra que se pueden romper todas las barreras éticas y normativas, incluidas las religiosas (Sánchez, et al., 2008, p. 18). Nos interesa, sin embargo, destacar esta función punitiva porque ella se corresponde, claramente, con esa economía de castigo de la que estamos hablando e ilustra acerca del sentido de la acción de castigar ejemplarmente a quien desafíe la hegemonía o el equilibrio del poder.

2.2 Cuerpo, poder y resistencia

En este último apartado, se pretende visibilizar cómo es esta potencia y la capacidad de resistencia que le está ligada, la que hace al cuerpo el objetivo del poder. El cuerpo está directamente inmerso en un campo político; las relaciones de poder operan sobre él con precisión inmediata: “lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos” (Foucault, citado en García, 2000, p. 180).

Será el filósofo holandés, Baruch Spinoza (1632-1677) quien, casi un siglo antes de la entrada en vigor de la medidas biopolíticas y del surgimiento del concepto de “población”, se preguntó por la puesta en práctica del ejercicio del poder sobre los cuerpos. En el pensamiento de Spinoza, un individuo, un cuerpo, se define por las afecciones que mantiene con los demás cuerpos, es decir, un individuo se define por su poder de ser “afectado”. Según él, poco o nada, se habla del poder que reside en el cuerpo. Dice: “Nadie ha determinado hasta el presente lo que puede un cuerpo” (Spinoza, Ética III, P2, Escolio citado por Deleuze, 2001, p. 29). Spinoza llegará a la idea de que un cuerpo, no es otra cosa que afección, nadie es otra cosa sino aquello que lo afecta. Pero lo que aquí se pretende enfatizar es la tesis original de Spinoza (retomada por Deleuze), según la cual, un cuerpo tiene límites —máximos y mínimos—, de lo cual se concluye que un cuerpo puede incrementar o disminuir su potencia conforme a las diferentes afecciones que recibe en los diferentes instantes del tiempo. En resumen, para Spinoza se produce lo bueno (o nos afecta) cuando un cuerpo se corresponde con otro aumentando por demás su potencia; lo malo acontecerá, en cambio, cuando un cuerpo descompone a otro, disminuyendo o anulando esa potencia. Se puede sostener entonces, siguiendo a Spinoza, que esta capacidad de resistencia ligada al cuerpo es aquello que lo hace el “objetivo del poder”; la violencia sobre él (esto es, el aumento de su grado de afección) apunta a disminuir o a anular esa potencia.

Es en esta “potencia” del cuerpo donde se argumenta que radica su enorme fuerza política que “amenaza” el equilibrio del poder. Por eso la agresión o la violencia directa sobre los cuerpos, las “estéticas” que acompañan el acto violento y el terror como estrategia final de estas prácticas, no tienen nada de aleatorias, ni son fruto de razones patológicas de quienes la ejercen, sino que se convierten en la consecuencia necesaria de ese “atentado” al “equilibrio” del poder que genera esa “potencia” del cuerpo y de los procesos de resistencia que él puede generar. Esta necesidad implícita en el poder de coartar la vida y el cuerpo de los individuos, no hace otra cosa que recordarnos que el control hacia los individuos nunca se consuma completamente, por lo que el derecho o potencia para obrar de los individuos en contra de las medidas biopolíticas o elementos coercitivos de los que dispone el poder, seguirá intacto como posibilidad de resistencia.

• Los “gritos del cuerpo” o su capacidad de resistencia

Si bien el cuerpo ha sido esa “superficie de inscripción” de la violencia (García, 2000, p. 11), es en el cuerpo mismo donde reside su capacidad de resistir al poder, y en efecto lo hace; resurge mostrando toda su capacidad de resistencia. Según García los años de la dictadura se caracterizaron por un uso intensivo de la corporalidad en la política, donde las frecuentes movilizaciones (obreras, estudiantiles, partidarias) consiguieron imponer una presencia constante del cuerpo en el espacio urbano (García, 2000, p. 169). Las formas de resistencia pasaron por las imágenes, la escritura, los documentales a modo de género testimonial, la música —que a través del rock, particularmente, implementó estrategias reconstructivas de los sentidos impuestos por la dictadura (García, 2000, p. 190)— y, finalmente, estaba la memoria que dejaba oír su voz en el recuerdo, desde esas marcas inscritas en el cuerpo (García, 2000, pp. 165 y ss.).

Como rehén, como blanco o instrumento de choque en los atentados, en la cárcel, en las luchas callejeras, en los secuestros, el cuerpo fue adquiriendo una sobredimensión simbólica que lo constituyó en el eje de la actividad política. Es por esto que, quizá en Colombia, se esté llegando a un uso similar con las manifestaciones masivas donde el cuerpo tiene un lugar destacado; no sería la primera vez que la movilización como arma política imprescindible, pusiera el cuerpo en primera fila (García, 2000, p. 169).

Los eventos que desde años atrás vienen congregando a distintas organizaciones sociales y de víctimas, dedicadas a poner en lo público esas historias de dolor en marchas, manifestaciones, actos, rituales, a través de diferentes expresiones corporales son, tal vez, formas de resistencia al poder. Podríamos pensar que la labor que vienen desarrollando personas e instituciones en el campo de la antropología y el análisis forense, alrededor de los múltiples hallazgos de fosas comunes, sea esa especie de “reaparecimiento” del cuerpo como superficie de inscripción de la violencia[23]. Si bien, sería preciso explorar más esta apreciación, podría decirse que lo que ha estado sucediendo en el contexto sociopolítico del país con el lugar concedido (finalmente) a las víctimas, y que ha generado tantos procesos en lo local y en lo nacional, sea esta especie de reaparecimiento del cuerpo que hablaría, justamente, de la memoria viva a través de la memoria corporal (García, 2000, p. 183). Es como si, literalmente, el cuerpo se “desenterrara” para hablar y mostrara su capacidad de resistencia; como si lo que no hemos sabido o querido escuchar y decir desde la palabra, nos lo estuvieran diciendo los cuerpos: los restos, las fosas, las huellas de la violencia inscritas sobre los cuerpos.

Con todo y lo que quedaría por explorar en el caso colombiano que ha reconstruido la historia de la guerra y del conflicto, pero no la “historia de las resistencias”[24] es, justamente, saber que donde el cuerpo funcionó como superficie de inscripción de esa violencia, también puede retornar como memoria viva, como fuego encendido (García, 2000, p. 11). El cuerpo objeto de la violencia es un cuerpo que está llamado a desaparecer pero que siempre deja rastros de su presencia detrás de las superficies que intentan borrarlo (García, 2000, p. 192). Dejemos entonces hablar al cuerpo; él puede haber sido esa superficie de inscripción de la violencia más reciente, pero puede constituirse —si se le permite— en esa potencia política que exprese toda su capacidad de resistencia.

 

Palabras finales

A modo de conclusión se puede decir que el poder no se sostiene sólo, ni principalmente, desde la institucionalidad (o la estatalidad) como nos lo ha enseñado la teoría política clásica, sino que existen otros ámbitos y otras espacialidades del poder que, de manera más micro, sostienen el entramado de las relaciones de dominación en la sociedad. Uno de estos ámbitos en donde circula el poder es el cuerpo, espacio específico donde se vive y se trasmite el poder. Sobre él se desarrollan e implementan diversos dispositivos o tecnologías corporales para controlarlo y dominarlo, dado que el poder necesita unos cuerpos ajustados a ciertas concepciones del orden social y político en distintos ámbitos de la vida social. Con el despliegue de estas micropolíticas corporales parece construirse, literalmente, una cierta economía del poder que regula las relaciones de dominación. Ahora bien, en el marco específico de las guerras contemporáneas, la violencia ejercida sobre ellos, es una forma extrema de ejercicio del poder; en ellas los cuerpos no ajustados a dichos órdenes son “castigados”: mutilados, violados, desaparecidos, asesinados, torturados como expresión de lo que Foucault llamó una economía del castigo o, de manera más general, una política punitiva del cuerpo (Foucault, 1999, pp. 98-99). En el caso colombiano —como lo muestra el análisis de esas formasextremas de violencia en el oriente antioqueño—, han estado presentes todas esas tecnologías corporales utilizadas para “castigar” los cuerpos, y muestran la “lógica perversa” que mueve al poder, al despliegue de toda esa mecánica del sufrimiento. Pero ¿por qué sobre los cuerpos? Porque como lo deja ver la biopolítica, la vida (y la muerte) es más esencial para el ejercicio del poder de lo que lo ha querido aceptar la teoría política clásica; y los cuerpos, como portadores de la vida y la muerte, si bien han sido superficie de inscripción de la violencia (García, 2000, p. 11) también son el “lugar” donde reside su capacidad de resistir al poder. En efecto, el cuerpo goza de una enorme potencia y una posibilidad inusitada de resistencia que es, finalmente, la que lo hace objetivo del poder; de ahí su dimensión política o el carácter político de la corporalidad (García, 2000, p. 149). Es en esta “potencia” del cuerpo donde creemos radica su enorme fuerza política, la misma que “amenaza” el equilibrio del poder. Por eso la agresión o la violencia directa sobre los cuerpos, las “estéticas” que acompañan el acto violento y el terror como estrategia final de estas prácticas, son la consecuencia necesaria de ese “atentado” al “equilibrio” del poder que genera esa “potencia” del cuerpo y los procesos de resistencia que él puede generar.

Quizá valga la pena, para terminar —y en homenaje a todos y todas las víctimas de esta forma extrema del ejercicio del poder—, mostrar la capacidad de resistencia de los cuerpos frente a la violencia, expresada en las palabras pronunciadas por el hermano del padre Tiberio Fernández (asesinado en Trujillo, Valle), durante las honras fúnebres celebradas en el mes de abril de 1990 (Sánchez et al., 2008, p. 74):

Intentaron los violentos, desaparecer un cuerpo,

hacerle correr la suerte nefasta de otros cuerpos.

Quisieron que su piel hecha para la caricia y

para ser acariciado, no volviera a sentir.

!No pudieron! Hoy sigue acariciando a través

del viento impetuoso, y de la suave brisa, miles de metros

de piel de aquellos que amó y por quienes se entregó.

Quisieron quitar sus brazos hechos para el abrazo acogedor,

en la alegría de los logros, en la solidaridad frente al dolor;

hechos para la ofrenda eucarística¡

Pero se equivocaron!

Hoy sigue abrazando en todos aquellos brazos que celebran un logro,

en las comunidades, en aquellos brazos que se abrazan en

la tristeza del desplazamiento, en esos brazos que se abrazan

para seguir resistiendo […]

 

Notas

* Este artículo surge de la investigación titulada “Los órdenes del cuerpo en las guerras contemporáneas o un análisis de la relación vida/muerte/poder”, desarrollada entre 2007 y 2009 por miembros del grupo de investigación Cultura, Violencia y Territorio del Instituto de Estudios Regionales (Iner) de la Universidad de Antioquia en Medellín, Colombia.

[1] Son muchos los trabajos sobre el tema de la violencia en el país que constatan esta relación, básicamente, a través de la descripción e ilustración de las formas de violencia. Uno de los ejemplos más recientes se puede encontrar en los dos últimos trabajos de la Comisión de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR) sobre las masacres. En ambos casos tanto en la de Trujillo, Valle, como en la masacre de El Salado, Sucre, ella es puesta en evidencia.

[2] Es solamente en sus últimos trabajos, donde Pedraza hace su análisis desde la perspectiva biopolítica, que privilegia esta dimensión política del cuerpo, por encima de su dimensión simbólica. La mayoría de análisis antropológicos se agotan en esta última dimensión.

[3] Como lo señalara alguna vez Nahoum- Grappe (2002), la crueldad no es una categoría de la ciencia política.

[4] Foucault muestra que el poder como potencia para transformar la vida de una colectividad, hace dos siglos que ha experimentado una metamorfosis. Ha dejado de ser el derecho de matar en la forma de ejecución pública para convertirse en la capacidad de hacer vivir. Esto desplaza el problema de la soberanía porque el gobierno de un territorio se ha convertido en la gestión de una población. Es decir, la población pasa a ser el centro de las preocupaciones gubernamentales; frente a ella el territorio es secundario (Ugarte, 2005, pp. 76-82. Cursivas agregadas).

[5] En ocasiones, se nos ha cuestionado el uso de otros referentes distintos a la obra directa de Foucault. Creemos, en efecto, que el uso de las fuentes originales es importante; de hecho, muchas de las lecturas de Foucault las hicimos directamente del francés, sin usar la traducción española. No obstante, sabemos que su obra es lo suficientemente amplia y densa. Esto significa dos cosas: que aún no la conocemos totalmente y que pensamos que, otros autores, en sus respectivas lecturas —no todas coincidentes sobre la obra de Foucault— nos proporcionan aproximaciones que nos son útiles a la reflexión y no creemos que deban demeritarse. Esta demanda es una suerte de “endiosamiento” de Foucault que, por supuesto, él no hubiera querido.

[6] El concepto de “economía del poder” es introducido por Foucault en su obra Vigilar y castigar; con él alude al proceso que hizo visible el “exceso” que se estaba produciendo en la forma de castigar o de generar sufrimiento y la necesidad —en razón de su “rentabilidad” y eficacia para el sistema— de vigilar más que castigar. Dice: “[…] es el momento en el que se percibió que para la economía del poder, era más eficaz y más rentable vigilar que castigar. Este momento corresponde a la formación, a vez rápida y lenta, de un nuevo tipo de ejercicio del poder que tuvo lugar a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX” (Foucault, 1994, pp. 298-299).

[7] Sabemos que el autor desarrolla su obra en una perspectiva histórica, sin la cual es poco probable entenderla; de ahí que el informe de investigación completo haya hecho un recorrido histórico muy amplio en este sentido. Con todo, si algo resulta fecundo en la perspectiva de Foucault es que ella no se cierra sobre sí misma y, justamente, por eso es muy potente analíticamente hablando. Es obvio que Foucault no conoció las guerras más contemporáneas, pero desde nuestra interpretación, su perspectiva del poder permite esa especie de “lectura del presente desde el pasado”.

[8] Por razones de espacio no podemos incluir aquí todas las referencias empíricas que ilustran estas formas extremas de violencia. Sólo haremos referencia a las propuestas por Nahoum-Grappe, en la guerra de la antigua Yugoslavia, en tanto es ella quien introduce el concepto.

[9] Como lo señala también Münkler, la guerra en Bosnia demostró que el desmembramiento de los cuerpos en las guerras contemporáneas no es un fenómeno restringido o exclusivo de las regiones miserables del llamado tercer mundo (Münkler, 2005, p. 104).

[10] Palabra tomada literalmente del término yugoslavo ciscenje que significa “limpieza” (Nahoum-Grappe, 2003, p. 601).

[11] Uno de los comentarios críticos del informe de investigación tiene que ver con este problema. En efecto, para algunos autores se trata del paso de una concepción estratégica o genealógica del poder (que Foucault habría “heredado” de Nietszche) a una concepción gubernamental o disciplinaria que emplea mecanismos menos mortíferos, más sutiles, pero no menos severos de ejercicio del poder. En efecto, en esta última concepción se trataría del funcionamiento abstracto (dispositivo) por el cual es administrada y tramitada la vida. Ese funcionamiento ciertamente excede la violencia manifiesta; mejor aún, la violencia expresa el funcionamiento profundo de mecanismos de poder —que tienen, por lo demás, técnicas aún más sutiles: encerrar en grupos, mover poblaciones, regir comportamientos de masas, etc. Es posible que sea por esta vía donde reformulemos algunas de nuestras reflexiones en el futuro inmediato, pero ella no invalidaría sino que, más bien, complementaría la propuesta interpretativa que hemos elaborado hasta el momento.

[12] Ver nota al pie número 6, sobre el concepto de “economía del poder”.

[13] Con todo, y si nuestra hipótesis es correcta, no se trataría de “guerras menores” sino de un despliegue de la “potencia” del cuerpo que se hace visible con un desplazamiento sensible del tema del poder, donde la relación cuerpo/violencia, producida en un contexto de relaciones de poder, ganaría mucha fuerza.

[14] Es preciso señalar que en la investigación y de manera más amplia, hacemos una reflexión sobre la relación existente en Colombia entre derecho, política y violencia, y mostramos el “uso desmedido, simbólico y estratégico del derecho” (Pérez, 2005) que se ha hecho, así como el “abuso de la excepcionalidad a la norma” (García V., 2008) y desarrollamos otra reflexión sobre las “soberanías en vilo” y los “órdenes de hecho” (Uribe, 1998) que caracterizan a Colombia. Se muestra, también, cómo estas características han marcado el ejercicio del poder y las dinámicas de la guerra en Colombia.

[15] La desaparición de personas que han sido “tiradas” a los ríos, hace de este un hecho incalculable. En la reciente “confesión” del paramilitar apodado HH, admite que sus bloques provocaron la desaparición de buena cantidad de cuerpos tirándolos a los ríos. Dice: “mis dos bloques asesinaron a 3000 personas o más. Muchos se tiraron al Cauca. Cantidades” (El Espectador, 5 de agosto de 2008, p. 5).

[16] Por años, estos grupos armados utilizaron sus aguas como una estrategia militar para desparecer a sus víctimas. Ramón Isaza, el comandante del Magdalena Medio antioqueño, confesó a comienzos de año que todos sus muertos fueron a parar al Magdalena. Y Salvatore Mancuso dijo que el cadáver del líder indígena Kimy Pernía, secuestrado en el 2001 en Tierralta fue desenterrado de una fosa y arrojado al Sinú. Por siete ríos corrió la sangre derramada (El Tiempo, 23 de abril de 2007).

[17] Quizá el acto de desaparecimiento de los jóvenes en Soacha que aparecieron como “muertos en combate” después de un año de su desaparición en el departamento de Santander, no sea sino el último episodio de una práctica que estaría respondiendo, según el delegado de la ONU, a “ejecuciones extrajudiciales” practicadas por miembros de las Fuerzas Armadas colombianas (Caracol, octubre 6 de 2008). El fenómeno ha vuelto a repetirse en el curso del año 2009.

[18] En Colombia si bien ha existido en todo este último período de la violencia, sin duda fue durante 1978- 1982, bajo el gobierno de Turbay, que esta práctica se institucionalizó. Fue, pues, el momento donde el torturador, “ese personaje perverso pasa a ser un engranaje indispensable del proceso de reorganización del poder político” (García, 2000, p. 141).

[19] El poder opera sobre el espacio del cuerpo; las huellas del abuso desde el poder hacia el cuerpo tienden a borrase. Sin cuerpo, no hay delito; de ahí la consigna por desmembrar (Monsalve, 2008).

[20] De alguna manera, estas víctimas son equiparables a las “nudas vidas” (vidas biológicas no cualificadas) propuestas por Agamben (2002) o a las vidas desperdiciadas de Bauman (2005), que estarían en la base de esa “taxonomía social” que han producido las sociedades contemporáneas.

[21] La Comisión de Memoria Histórica de la CNRR, en su primer informe reporta, como un dato transitorio, pero documentado la existencia de 2.505 masacres, con 14.660 víctimas, entre 1982 y 2008 (Sánchez et al., 2008, p. 13).

[22] Si nos quedamos buscando en la violencia y la guerra, solamente, sus “orígenes”, sus causas macrosociales o mejor macropolíticas; es decir, explicaciones del orden de la guerra “con mayúsculas”: poderes estatales, actores armados, intereses contrapuestos, modelos de sociedad, “órdenes” políticos enfrentados, perdemos de vista otros ámbitos micropolíticos de ejercicio del poder como los que operan sobre los cuerpos.

[23] Vale la pena resaltar el primer encuentro sobre NN realizado en Medellín en marzo de 2008, que congregó a académicos nacionales e internacionales, antropólogos forenses y funcionarios públicos (EQUITAS y Universidad de Antioquia).

[24] Esperemos que la Comisión de Memoria Histórica de la CNRR no detenga su labor en documentar los hechos de violencia, sino también en reconstruir esta “historia de las resistencias”.

 

Referencias bibliográficas 

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Fecha de recepción: 20 de noviembre de 2009

Fecha de aprobación: 1 de marzo de 2010 

 

Cómo citar este artículo

Blair, Elsa. (2010, enero-junio). La política punitiva del cuerpo: “economía del castigo” o mecánica del sufrimiento en Colombia. Estudios Políticos, 36, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, (pp. 39-66).

 

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