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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.36 Medellín Jan./June 2010

 

 

La criminalización de la crítica*

 

Criticism Criminalization

 

Julio González Zapata**

 

** Abogado. Profesor de la Facultad de Derecho y Ciencia Política de la Universidad de Antioquia en el área de derecho penal. E-Mail: juliogzapata@yahoo.com

 

 


RESUMEN

Este artículo pretende ofrecer un panorama de la situación actual de la cuestión penal, con el propósito de mostrar algunos elementos que puedan explicar por qué vuelve surgir la posibilidad de la criminalización de la crítica. Asumiendo que el problema de la punibilidad no es sólo un asunto institucional, se formulan algunas preguntas acerca del papel de la sociedad en este ambiente de optimismo punitivo y de expansión del derecho penal.

Palabras clave: Criminalización; Derecho Penal; Eficientismo; Persecución Política; Poder Punitivo.


ABSTRACT

This article offers an overview of the current status of the criminal matter in order to show some elements that may explain why raises again the possibility of criminalizing criticism. Assuming that the problem of “punitability” is not only an institutional matter, the article emits some questions about the role of society in this atmosphere of punitive optimism and expansion of Criminal Law.

Key words: Criminalization; Criminal Law; Efficienticism; Political Persecution; Punitive Power.


 

 

Tal vez el castigo sea una institución legal administrada

por funcionarios del Estado, pero necesariamente está

cimentada en patrones más amplios de conocimiento,

sensibilidad y manera de actuar; y su legitimación y

operación constantes dependen de estas bases y apoyos

sociales.

David Garland

 

 

Introducción

Cuando organizaciones sociales, estudiantiles, sindicales, culturales, profesores e inclusive magistrados de las más importantes corporaciones judiciales, soportan una persecución penal con ribetes claramente ilegales y asfixiantes para el libre ejercicio de la opinión y de otras actividades lícitas, se hace necesario que la universidad entienda que se está manifestando un problema social, legal y político serio, que compromete el futuro de la institución concebida como una entidad que debe dedicarse al examen libre y crítico de los problemas nacionales. Esa persecución amenaza particularmente la libertad de cátedra y de investigación, y llena de nubarrones el futuro de la universidad y del país como tal.

Esta situación nos invita a reflexionar sobre sus alcances: ¿Es apenas una situación coyuntural debido al ánimo persecutorio e intolerante de ciertos funcionarios o, al contrario, es un efecto estructural del sistema penal que tenemos? ¿Hasta dónde el sistema penal que tenemos es compatible con algunas garantías democráticas como la libertad de opinión y el debido proceso?[1]

David Garland ha señalado que la penalidad es un artefacto cultural complejo: “Debemos recordar, una y otra vez, que el fenómeno al que llamamos ‘castigo’ es de hecho un conjunto complejo de procesos e instituciones interrelacionadas, más que un objeto o un hecho uniforme” (Garland, 1999, p. 32). En esta perspectiva, ocuparse en el análisis del sistema penal no implica referirse sólo a las normas legales o constitucionales que regulan la actividad punitiva del Estado ni a las prácticas que ellas sustentan y justifican; también es necesario remitirse al contexto cultural en que éstas se realizan, a los conflictos políticos que se instrumentalizan con ella y, por supuesto, a la respuesta estatal y social frente a todos estos fenómenos. Por lo tanto, aislar dos o tres instituciones como el debido proceso, la presunción de inocencia, las irregularidades en la persecución penal, podría ser insuficiente para explicar el ambiente de intolerancia y de persecución que se percibe actualmente en Colombia. Parece necesario, para evitar miradas muy parcializadas, indagar sobre las razones políticas, las raíces culturales y los apoyos sociales que legitiman esta forma de ver el “otro”, que permiten calificarlo o tratarlo como delincuente.

A las necesarias denuncias contra el abuso del poder hay que agregarle, hoy como universitarios, un auto-examen político, social y cultural, que permita diagnosticar el estado de nuestra sociedad y examinar hasta dónde, nosotros mismos, estamos comprometidos, con nuestras omisiones o tolerancias, con una concepción punitiva de la sociedad que nos hace pensar que todos los problemas pueden resolverse con el sistema penal.

Se comenzará ubicando en la discusión algunos elementos que permitan diagnosticar la situación de la cuestión penal en general, a través de algunas observaciones sobre la situación colombiana en particular, y a partir de ello se espera extraer algunos elementos para hacer un debate más amplio, que nos permita comprender qué está pasando, y eventualmente, pensar hasta dónde sería posible modificar este estado de cosas, de tal manera que pensar, opinar y enseñar no sean actividades perseguidas.

 

1.    El optimismo punitivo

Un fenómeno que parece común a casi todas las sociedades contemporáneas podría perfectamente denominarse optimismo punitivo. Después de que la teoría de la reacción social en los años sesenta, la criminología crítica en los setenta y el abolicionismo en los ochenta, hicieran una crítica demoledora al derecho penal (hasta el punto de considerarlo un problema social en sí mismo), hoy éste reaparece con una fuerza inusitada; ahora se le atribuyen nuevas funciones, no cesan de descubrirse nuevos campos sociales donde el derecho penal tendría que hacer su entrada triunfal, se le re-conceptúa como un mecanismo de guerra y se le dota de instrumentos de persecución alérgicos, desde su concepción, a los más elementales derechos fundamentales; se desvirtúa completamente la función del proceso penal, y con ello, la relación entre el delito y la pena, hasta el punto de que ésta no dependa del delito sino de la conducta procesal observada por el investigado y el proceso mismo, a la mejor manera kafkiana, se convierte en un castigo. Tal vez una de las más inquietantes preocupaciones frente a este panorama, es que recibe una gran aceptación social.

Se intentará mostrar algunos de los elementos de este engranaje teórico cultural en el cual, la criminalización de la crítica encaja perfectamente y está muy lejos de ser algo coyuntural, episódico o paradójico.

El “descubrimiento” de nuevos campos sociales, a los que se pretende enfrentar con los instrumentos del derecho penal, como la revolución informática, la difusión de sustancias estupefacientes, las manipulaciones genéticas, el trasplante de órganos, la irrupción del SIDA, la necesidad de protección del medio ambiente, la criminalidad económica, el crimen organizado y el terrorismo, permiten que el derecho penal deje de ser un instrumento para reaccionar ante daños y se convierta en factor para la prevención de riesgos. En el centro de este fenómeno está, a su vez, la asunción del concepto de sociedad de riesgo, lo que ha traído como consecuencia inmediata para el derecho penal la posibilidad de adelantar la barrera de protección. Por este camino el delito ha dejado de ser una conducta que produce resultados dañinos a los bienes jurídicos, para, en su lugar, diseñarse como un artefacto para prevenir peligros abstractos, que se suponen afectan las condiciones de supervivencia de la sociedad. Ese peligro, como normalmente no se conoce en toda su extensión, se presume y en algunos casos, se deduce estadísticamente.

Se le atribuyen nuevas funciones al derecho penal. La tensión entre modernidad y postmodernidad se ha reflejado en el derecho penal, modificando profundamente sus funciones declaradas; “El derecho penal ya no debe (o ya no debe únicamente) castigar, sino infundir confianza en la colectividad e incluso educarla; siendo así, estas funciones de tranquilización y de pedagogía no pueden más que provocar una extensión del ámbito que debe ser cubierto por el derecho penal” (Stortoni, 2003, p. 16).

Estas nuevas funciones que se le atribuyen al derecho penal, lo sitúan, paradójicamente, en un estadio premoderno; como lo señala Luigi Stortini, se vuelven a confundir el derecho y la moral y, entonces, el derecho penal se ve necesariamente avocado al autoritarismo: “[…] porque (se) confía en el derecho penal y a un instrumento coercitivo una misión pedagógica que contradice la naturaleza de ese instrumento, situándolo más en una lógica autoritaria que en una tolerante y democrática” (2003, p. 14). Se ha llegado a ver en el castigo, inclusive, un componente importante de un nuevo orden democrático[2].

De esta manera, el derecho penal deja de ser un medio de protección de la libertad, para convertirse en un medio de uso técnico y tecnológico en función de cualquier interés político o político-partidista (Aponte, 2006, p. 146).

 

2.    El derecho penal de enemigo

Uno de los instrumentos más eficaces para la realización de ese optimismo punitivo, es la reaparición del concepto de derecho penal de enemigo. Como lo han demostrado L. I. Lacasta-Zabalda y Luís Gracia Martín (2005), Eugenio Raúl Zaffaroni (2006) y Francisco Muñoz (2003), de la mano de Gunther Jakobs, el derecho penal de enemigo adquiere un nuevo aliento para enfrentar los nuevos peligros (el terrorismo, la delincuencia organizada, el delincuente sexual, el tráfico de personas, la pornografía infantil, el multireincidente). Un trabajo como el de Jakobs y sus seguidores, no es sólo funcional para construir un enemigo considerado no-persona, además con una normativización absoluta del derecho penal, como la que se propone, se facilita que a éste se le asignen tareas pedagógicas, se eliminen distinciones como delito consumado o tentado, autor y cómplice, se asimilen los delitos culposos a los dolosos (porque en ambos casos lo relevante es la defraudación de las expectativas normativas) y en general, se expanda el derecho penal, sin ningún límite. Uno de los puntales del derecho penal de enemigo, consiste en definir el “enemigo” en términos vagos. Como ha ejemplificado Endika Zuleta, a pesar de afirmarse que “el terrorismo es uno de los mayores problemas del siglo XXI, y de no hacer diferencia entre terrorismo internacional y local, […] no (se) define lo que es terrorismo” (Zuleta, 2002, p. 32).

Luis Flavio Gomes y Alice Bianchini, caracterizan el derecho penal de enemigo de la siguiente manera: (a) La flexibilización del principio de legalidad (descripción vaga de los delitos y las penas); (b) la inobservancia de principios básicos como el de ofensividad y la de exteriorización del hecho, de la imputación objetiva; (c) aumento desproporcionado de las penas; (d) creación artificial de nuevos delitos (delitos sin bienes jurídicos definidos); (e) endurecimiento sin causa de la ejecución penal; (f) anticipación exagerada de la tutela penal; (g) limitación de los derechos y las garantías procedimentales y fundamentales; (h) concesión de premios al enemigo que se muestra fiel al Derecho (se premia ser delator, un colaborador); (i) flexibilización de la prisión provisional (acción controlada); (j) infiltración descontrolada de agentes policiales; (k) uso y abuso de medidas preventivas y cautelares (escuchas telefónicas sin justa causa, quiebra de sigilos no fundamentados en contra de la ley); (l) medidas penales dirigidas contra quien ejerce una actividad lícita (bancos, abogados, joyeros) (Gomes y Bianchini, 2006).

Quisiera detenerme un poco en una de estas características. Como dicen los autores, las medidas penales tomadas para combatir al enemigo se dirigen a ciertas actividades lícitas como la bancaria, el ejercicio de profesiones como el derecho, la administración, la contaduría, los joyeros. Es decir, cada vez más actividades lícitas se entienden en un contexto criminal. Pero es indudable que la actividad intelectual y académica es de aquellas que casi siempre han despertado sospechas. De acuerdo con una vieja definición usada desde los tiempos de la Seguridad Nacional, el concepto de subversivo de aquella época parece que pervive casi sin ninguna modificación:

[…] (La subversión) no es necesariamente armada, ya que se manifiesta en forma de movilizaciones, huelgas, aplicación de ciencias sociales comprometidas, infiltración en escuelas y universidades. Todos estos mecanismos se tornan cada vez más sutiles, y el peligro se cierne sobre nosotros y nuestros seres más queridos. Tenemos una grave responsabilidad sobre nuestros hombros, la de combatir contra un enemigo que no se puede reconocer ni saber cuándo dará su golpe. Por eso hay que estar prevenidos para contrastar sus acciones o tomar la ofensiva en caso necesario (Sandoval, 1985, p. 91).

 

3.    El populismo punitivo[3]

 

Existe un relativo consenso entre los autores Larrauri (2006), Prats (2007), Díez Ripollés (2008), Garland (2009), en que el concepto de populismo punitivo remite por lo menos a dos aspectos: por un lado, a una utilización electoral del derecho penal por parte de los políticos, o como diría Elena Larrauri siguiendo a Bottoms, “[…] cuando el uso del derecho penal por los gobernantes aparece guiado por tres asunciones: que mayores penas pueden reducir el delito; que las penas ayudan a reforzar el consenso moral existente en la sociedad; y que hay unas ganancias electorales producto de este uso” (Larrauri, 2006, p. 15).

Por otro lado, bajo la égida en la que el “problema es de todos” y donde el sentido común puede proveer lo necesario para resolver los problemas de la gente ordinaria (Pratt, 2007, p. 17); se rehúsa al acompañamiento de expertos y en su lugar se apela al “pueblo” para que defina los problemas que le conciernen, así como la manera en que deben ser afrontados. En otras palabras, y ya refiriéndose a la cuestión carcelaria, diría Massimo Pavarini,

[…] no demuestra ningún embarazo frente a la cárcel. Está seguro de la utilidad de la pena detentiva, aun cuando invoque nuevas modalidades de su aplicación. Esta nueva idea de penalidad aparece frecuentemente burda en sus simplificaciones extremas y generalmente no le agrada engalanarse en disertaciones académicas […]. Ella se expresa en los discursos de la gente […]. Y le habla directamente a la gente en las palabras de los políticos […] y fundamentalmente a través de los medios masivos de comunicación; pero se difunde y termina por articularse en tópicos que encuentran —o tratan de encontrar— también una legitimación científica. Y obviamente no falta quien se aventure científicamente en esta empresa. Actualmente se está difundiendo una cultura populista de la pena, que plantea, quizás por primera vez, la cuestión de una penalidad socialmente compartida desde abajo (Pavarini, 2006, p. 124).

En el mismo sentido, para Díez Ripollés (2008) un manejo populista de la cuestión penal puede encontrarse en la revalorización del componente aflictivo de la pena o en el hecho de que se dé plena validez a sentimientos que, como la venganza de las víctimas, antes no contaban con tal respaldo. Y no sólo eso, en consonancia con lo planteado por Pavarini,

[…] el manejo excluyente por la plebe y los políticos del debate políticocriminal, ha conducido a un marcado empobrecimiento de sus contenidos. Frente a la mayor pluralidad de puntos de vista que hubiera cabido esperar de la directa implicación de esos nuevos agentes sociales en la discusión sobre las causas y remedios de la delincuencia, lo que ha sobrevenido es un debate uniforme y sin matices, en el que se descalifica cualquier postura que conlleve una cierta complejidad argumental o distanciamiento hacia la actualidad más inmediata. El afán por satisfacer antes y más que el otro las más superficiales demandas populares, ha metido a los partidos mayoritarios y sus acólitos en una atolondrada carrera por demostrar que son lo más duros ante el crimen (Díez, 2007, p. 82).

 

4. Técnicas invasivas para controlar el delito 

La proliferación de técnicas de intervención y control social sumamente invasivas, como la prevención situacional[4], la tolerancia cero (Cf. Giorgi, 2005)[5], las ventanas rotas[6], la policía comunitaria, las redes de informantes (Garland, 1999, pp. 209 y ss.) hacen de los sociedades contemporáneas verdaderos panópticos, donde todo el mundo está vigilado en sus actividades más íntimas y todos son potencialmente sospechosos. Como diría Stanley Cohen, se han extendido las redes de tal manera que el menor desliz, puede dar lugar a una intervención punitiva.

 

5. Nuevos instrumentos de persecución penal

Se han introducido nuevos elementos en las leyes penales que implican, con su mera consagración, graves riesgos para los derechos fundamentales de las personas, como el seguimiento pasivo[7], el agente encubierto, las entregas vigiladas. Del fruto de éstas actividades da cuenta el reciente informe de la agencia de noticias del Instituto de Capacitación Popular, que originó, entre otros, el pronunciamiento público del Claustro de Profesores de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia, del día 18 de mayo del presente año[8]. El agente encubierto es precisamente uno de esos instrumentos, con los cuales las garantías frente a derechos fundamentales como la intimidad y la no autoincriminación desaparecen completamente y lo más paradójico de todo, es que no están, normativamente, dirigidas contra la supuesta delincuencia organizada, sino contra todos los ciudadanos. Es la triste paradoja de cómo los derechos son negados desde el momento mismo de su reconocimiento (Ramírez, 2010).

 

6. Situación colombiana

Se ha hecho este diagnóstico de la cuestión penal partiendo de autores que en su gran mayoría son extranjeros, por lo cual se expone un panorama general para nuestro entorno cultural; pero eso no quiere decir que las técnicas de persecución penal que se están utilizando, las concepciones políticas y culturales que las alimentan y las normas con las que se instrumentalizan, sean ajenas a nosotros. Todo lo contrario; el derecho penal del enemigo, con sus instrumentos y su concepción sobre el individuo y la sociedad (que en Europa se entiende como un concepto relativamente reciente)[9], entre nosotros ha sido una práctica inveterada como he pretendido demostrarlo en otra parte (González, 2009) y lo ha documentado el profesor Alejandro Aponte Cardona en su monumental obra Guerra y derecho penal de enemigo.

Algunos autores nacionales, como el mismo profesor Aponte Cardona, William Fredy Pérez, Alba Lucía Vanegas y Carlos Mario Álvarez (1997) han mostrado que ese derecho penal de enemigo ha sido introducido entre nosotros a través de dos dispositivos reconocidos como el eficientismo y la emergencia.

6.1 El eficientismo

El eficientismo es una forma de encarar el derecho penal y la administración de justicia en términos de “managerismo”. Lo que importa son los resultados inmediatos, las estadísticas, los indicadores de gestión: a los operadores jurídicos se les exigen resultados inmediatos, visibles, reflejados en capturas, detenciones y condenas. Obviamente un enfoque de este tipo supone que los derechos y las garantías de los procesados, se entiendan como un gran obstáculo para la buena marcha de la administración de justicia; sobre el abogado, por ejemplo, se cierne una gran desconfianza, pues se le considera un obstáculo para una administración rápida y para la obtención de resultados contundentes.

En la búsqueda de la eficiencia o, mejor, de una forma particular de la misma, inherente al eficientismo penal de emergencia, se debe condenar, se debe restringir la libertad, el “peligro”, potencial o real de la libertad de una persona, debe ser inhibido, es posible promover las más diferentes intervenciones en los derechos en la etapa de investigación, es siempre deseable la detención preventiva, ella es convertida en una pena, todo ello aunque no se sepa muy bien con base en qué presupuestos se debe argumentar [...]; en el eficientismo penal, hoy reforzado con la seguridad, todo se hace válido (Aponte, 2006, p.141).

Cuando se acostumbra a evaluar las actividades estatales en términos de cifras, se tiende a esperar que el número de sindicados, detenidos, condenados, neutralizados y, en última instancia, dados de baja, aumente sin cesar. Y en consecuencia cuando se logra incrementar significativamente estas cifras, se afirma que todo marcha bien y que se está derrotando el “mal”. Así, de preso en preso, se obtiene un país sin “malos”.

6.2 La emergencia

Se suele hablar de emergencia para aludir a aquellas situaciones especiales, coyunturales, que requieren una respuesta inmediata y que permiten a los Estados utilizar instrumentos inusuales y extraordinarios para conjurar una situación de crisis. Pero como lo han demostrado William Fredy Pérez y otros, la emergencia en Colombia lejos de ser una respuesta coyuntural, se ha convertido en una respuesta normal, cotidiana, universalizada:

Cuando hablamos de esa respuesta de emergencia —modelo decimos, aunque no gratuita ocasionalmente— no aludimos tampoco, exclusivamente, al mecanismo de los estados de excepción, sino que nos referimos a un fenómeno mayor que contiene ese mecanismo pero que involucra también, y sobre todo, cierto estado de normalidad (Pérez y otros, 1997, p. 57).

La peculiaridad de la emergencia, en el caso colombiano, es que ella no se presenta como una respuesta a una situación crítica y coyuntural, sino que lo crítico es la respuesta, que frente a un conflicto de larga duración, es que la emergencia es la repuesta permanente ante una situación de anormalidad perenne. Por eso en Colombia se han presenciado desfiles de todas las clases de estatutos especiales (estatuto para la defensa de la democracia, estatuto para la defensa de la justicia, estatuto para la seguridad ciudadana) que son en sí mismos códigos penales, es decir, respuestas con vocación permanente, que terminan decantándose como legislación ordinaria y finalmente se establecen como normas ordinarias. Por eso cada vez se hace menos imperiosa la necesidad de acudir a estados de excepción, porque los recursos que puede ofrecer, ya están perfectamente normalizados.

 

7. El problema del proceso penal

Se solía pensar que un proceso penal es un espacio en el cual se investiga un delito y debe terminar con una sentencia, que en caso de encontrar culpable al sindicado, supone la imposición de una sanción. Hoy en día es una imagen poco realista acerca de lo que realmente sucede.

Hoy el proceso penal cumple unas funciones distintas. Ya éste no es el lugar privilegiado para investigar; la investigación normalmente se desarrolla antes del proceso y éste se ha convertido en un espacio de negociación por excelencia. Lo que realmente haya ocurrido pasa a un segundo plano y lo importante es lo que el sindicado esté dispuesto a reconocer y la información que pueda suministrar al aparato penal. ¿Qué va a reconocer? ¿Qué información puede entregar? ¿Qué colaboración puede ofrecer para intervenir organizaciones criminales? Son preguntas más importantes que aquella tradicional de ¿qué ha hecho? De la respuesta a esas preguntas depende la sanción o inclusive, la no imposición de ninguna pena. Por eso se ha dicho con razón, que hoy en día la pena no depende tanto del delito como de la conducta observada por el sindicado en el proceso penal. Su resistencia, puede llevarlo a una pena muy drástica pero su colaboración efectiva puede abrirle las puertas de la cárcel en pocos días. Como lo dice el profesor Aponte Cardona “[...] el proceso crea la prueba, el proceso crea el criminal, el proceso es ya la pena” (2006, p. 511).

Usualmente se había entendido que el juicio público y la promulgación de la sentencia operaban como una ceremonia de degradación, por medio de la cual la sociedad, a través del aparato judicial, separaba a un individuo de su seno, y lo colocaba en un lugar extraño, en el de los “otros”, en el de los criminales. Una “ceremonia de degradación de estatus” es “cualquier acción comunicativa entre personas en que la identidad pública de un actor es transformada en algo visto como inferior en el esquema local de tipos sociales” (Santoro, 2008, p. 69).

Hoy esta ceremonia de degradación tiene lugar en otros espacios y la practican otros actores. Ya no tiene ocurrencia en una audiencia pública como punto final del proceso penal, ni el juez se presenta como actor principal, que, como sugiere Durkheim, con la sentencia condenatoria denotaría la superioridad de la mayoría; sino que ocurre inclusive antes de que empiece el proceso y no lo realizan los jueces y ni siquiera autoridades judiciales. Los comandantes de policías y, en el caso colombiano, hasta el Presidente de la República, se encargan de señalar al sospechoso como condenado, y los medios de comunicación en unos casos como voceros de esas autoridades o en otros, a iniciativa propia, se encargan de degradar a la persona y presentarla como un delincuente desde el momento de la captura, o inclusive, antes. Desde ese momento la persona cargará un estigma que difícilmente logrará disipar y que, en todo caso, ya fungirá como una sanción desde el punto social y político.

 

Conclusión

El panorama que se ha descrito a grandes rasgos le da toda la razón al profesor Luigi Ferrajoli cuando sostiene que el garantismo penal es una auténtica utopía. En un campo dominado por un gran optimismo punitivo, el populismo penal, la idea de que el derecho penal tiene unas funciones pedagógicas y que en lugar de garantizar la seguridad de los derechos, pretende garantizar la seguridad como el derecho máximo con instrumentos como el eficiencistismo, la emergencia y con invasoras técnicas de intromisión en la vida de las personas, estamos muy lejos de tener espacios de libertad. Como lo dice el profesor Aponte Cardona: “Por eso se ha dicho aquí que el terrorismo y el crimen organizado obran en la práctica, más que como conductas delictivas autónomas, como ámbitos generales de la criminalización (Aponte, 2006, p. 312).

En este ambiente, principios básicos en un estado de derecho, como la presunción de inocencia, el debido proceso, el derecho a la intimidad, a la libertad de opinión, a la libertad de correspondencia y las demás garantías procesales reconocidas constitucionalmente, están amenazados de muerte y no sólo porque eventualmente un funcionario sea negligente con sus deberes, sino porque están inscritos en un artefacto cultural y político que los desprecia en nombre de otros fines, más pragmáticos, más evidentes, y que producen réditos en la opinión pública y para otros efectos, de una manera eficaz e inmediata.

No parece suficiente denunciar los casos puntuales en que esos principios se vean vulnerados —una tarea, de todas maneras, de gran importancia—, sino repensar las condiciones que nos han llevado a este punto. Es necesario que repensemos nuestra lejanía o cercanía con el sistema penal, o en términos más concretos, con este sistema penal, al cual muchas veces aplaudimos porque están “cogiendo a los otros”, pero que perfectamente nos puede atrapar a nosotros mismos dentro de esta lógica de ciegos abrazos. La tarea es ingente y difícil puesto que frente a muchos problemas hemos ido aceptando que hacer justicia se confunde con castigar, con encontrar la verdad y otras cosas que lucen, en principio como positivas. Pero tal vez en esto nos estemos jugando gran parte de nuestra propia libertad, porque como diría el recientemente fallecido Louk Hulsman, frente al derecho penal tenemos que tener muchas preocupaciones porque es una máquina que nadie maneja. En un ambiente cultural y político como el descrito, la criminalización de la crítica es apenas un efecto de esta lucha entre el bien y el mal donde se esperan resultados inmediatos, a cualquier precio.

 

 

Notas

* Este artículo es derivado de los trabajos en la investigación: “El código penal de 1980: sus antecedentes y contextos mirados desde la política criminal colombiana”, cuya investigadora principal es la profesora Lina Adarve Calle y Julio González Zapata es el co-investigador, adscritos a la Facultad de Derecho y Ciencia Política de la Universidad de Antioquia.

[1] Este artículo fue escrito como parte de las actividades de solidaridad con el profesor de la Universidad Nacional de Colombia, Miguel Ángel Beltrán Villegas, actualmente procesado por la justicia penal en lo que puede considerarse como un caso paradigmático de la criminalización de la crítica.

[2] “Por eso, dentro de un proceso transicional como aquél por el que podría pasar Colombia, con algunas excepciones, el castigo se hace exigible, no sólo porque produciría la condena pública de tales comportamientos, sino porque el nuevo orden social y democrático que se construiría a través de la transición, implicaría la total exclusión de los mismos y encontraría en el respeto de los derechos humanos su fundamento básico” (Uprimny y Saffon, 2006, p. 132).

[3] Este aparte ha sido tomado del artículo de Julián Andrés Muñoz Tejada, todavía sin publicar y que me fue facilitado por el autor, denominado “Populismo Punitivo y una ‘verdad’ construida”.

[4] “Dicho de otro modo: la denominada ‘prevención situacional’ no se interesa por las ‘causas’ del delito (prevención primaria), sino por sus manifestaciones o formas de aparición, instrumentando programas que se limitan a neutralizar las oportunidades (variables temporales, espaciales, situacionales) pero dejan intactas las raíces profundas del problema criminal” (García-Pablos de Molina, 1999, p. 892).

[5] Zero tolerance es, en realidad, algo que resulta difícil de definir: es más una nueva retórica política, casi una tendencia subcultural o una filosofía popular, que una estrategia específica de política criminal. Zero tolerance sólo es en parte una estrategia de seguridad urbana. La historia misma de la expresión lo demuestra: a partir de 1990, en lo tocante al contexto norteamericano (pero rápidamente también en Europa), se comenzó a hablar de zero tolerance como si se tratase de una fórmula capaz de materializar, por el sólo hecho de ser pronunciada, soluciones inmediatas para problemas muy diversos entre sí. De la droga a la microcriminalidad, a la pedofilia, al abandono y fracaso escolar: zero tolerance va bien para todo (De Giorgi, 2005, p. 156).

[6] “Según Kelling y Wilson, cuanto más degradado aparezca un ambiente urbano, abandonado a sí mismo, reducido a territorio de comportamientos ‘desviados’ e incluso propiamente criminales, tanto más probable resultará que en aquel contexto determinado se manifiesten, antes o después, formas más graves de transgresiones. La tesis, elemental, viene así ejemplificada por los dos autores: si una ventana de un edificio en desuso es rota por alguien y no se repara de forma urgente, rápidamente todas las demás ventanas serán destrozadas; en algún momento, alguien entrará con malas intenciones en el interior del edificio y, poco tiempo después, todo el edificio se convertirá en escenario de comportamientos vandálicos” (De Giorgi, 2005, p. 157).

[7] Se puede confrontar la regulación que se ha hecho en el código procesal penal colombiano, que consagró el nuevo sistema procesal (ley 906 de 2004: Art. 239).

[8] El texto completo puede verse en la revista Alma Mater No. 577 (p. 3).

[9] Se dice que Jakobs habló de él en 1985.

 

 

Referencias bibliográficas

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Fecha de recepción: 18 de junio de 2009

Fecha de aprobación: 12 de julio de 2009 

 

Cómo citar este artículo

González, Julio. (2010, enero-junio). La criminalización de la crítica. Estudios Políticos, 36, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, (pp. 95-109).

 

 

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