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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.37 Medellín July/Dec. 2010

 

Pragmática de las oposiciones. El problema político de la Multitud*

Pragmatics of Oppositions. The Political Problem of the Multitude

 

Sebastián González Montero**

 

** Profesional en Filosofía y Magíster en Filosofía de la Universidad Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Investigador docente de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de La Salle. Doctorando en Filosofía, Pontificia Universidad Javeriana. E-mail: sebastiangonzale@gmail.com

 

 


RESUMEN

La democracia radicalizada se puede considerar en el terreno de la confrontación agonística y en el espacio de la composición política. La idea importa mucho porque obliga a ver que el concepto de pluralismo, aunque implica la permanencia del conflicto, no debe asumirse como el impedimento empírico de lo que podría serla realización adecuada de la política. Al menos idealmente, la política agonística incluiría la confrontación de las concepciones y prácticas concretas de lo que se piensa es el bien común. La unidad que sería resultado de la articulación hegemónica implica la constitución política una vez se consideran las diferencias de los agentes sociales. El momento del gobierno o de la instauración política de la organización social no puede disociarse de la conflictualidad presente en la vida intersubjetiva. Concebir de ese modo la democracia significa reconocer que es justamente sobre el terreno de los conflictos humanos que debe procurarse la organización en el nosotros fundante de la política. Finalmente, la apuesta es que la democracia funcionaría más eficientemente si el enfrentamiento de los agentes sociales no se percibe como el riesgo latente a cualquier acuerdo sino, al contrario, como la garantía de que cualquier acuerdo propuesto se mantenga abierto a su necesaria reconfiguración. La hipótesis es que en la medida en que cualquier acuerdo supone la estabilización parcial de las diferencias sin la disolución de los antagonismos, se abre la posibilidad de la articulación compleja e incompleta de los agentes en pugna.

Palabras clave: Democracia Radical; Antagonismos; Multitud; Universalidad; Luchas; Demandas.


ABSTRACT

The radicalize democracy can be consider in the agonistic confrontation field and in the political composition space. The matter has great importance because it forces to try to see that the idea of pluralism, though it implies the permanency of the conflict mustn’t be assumed as the empirical impediment of what might be the suitable accomplishment of the politics. The agonistic politics, at least ideally, would include the confrontation of the conceptions and concrete practices of what is thought as the common good. The unity that would be the result of the hegemonic articulation implies the politic constitution once the differences of the social agents are considered. Or the politic instauration of the social organization cannot be dissociated from the conflictivity present in the intersubjective life. In this view, to conceive democracy is to admit that it is exactly on the area of the human conflicts that the organization must be tried, in the “founded us” of politics. Finally, the bet is that democracy would work more efficiently if the clash between the social agents is not view as the latent risk to any agreement, but on the contrary, as the guarantee that any propose agreement is kept open to it’s necessary reconfiguration. The hypothesis is that if any agreement supposes the partial stabilization of the differences without the dissolution of the antagonisms, it opens the possibility of the complex and incomplete articulation of the agents in struggle.

Key words: Radical Democracy; Pluralism; Conflict; Agreement; Struggles; Multitude; Demands.


 

 

Introducción

Hagamos un rápido diagnóstico del problema de las determinaciones políticas. Ya no estamos en los tiempos de entender la vida en los términos de la explotación, la dominación, la sumisión y la servidumbre, entendiendo que se trata, más bien, del modo en que se entrega todo lo que se puede hacer y sentir (potencia) a algo más que la disciplina del trabajo. La vida compete probablemente a nuevos dramas y escenificaciones de lo social. Lo sabemos a través de variadas descripciones relativas a los fenómenos de explosión demográfica, a los cambios en la estructura del trabajo y el currículum del progreso científico frente a lo que sería la celebración de la época dorada de las décadas de posguerra. En esquema: al rápido crecimiento de la población, que pasa por la ampliación de la concentración masiva de seres humanos en las ciudades y despunta en las redes sociales propia de la comunicación de masas, se suma una sucesión de ciclos de transformación de la división tradicional del trabajo, que tiene como principal característica la introducción de la innovación y la investigación en amplios sectores de la producción (sociedades postindustriales).

Al ritmo acelerado de cambio estructural del trabajo se agregan otros fenómenos de invención social cuyas consecuencias técnicas y científicas ahondan en la vida de cada uno de nosotros. La revolución de los transportes va de la mano de la revolución de la información al punto en que no sólo varía la percepción del espacio y el tiempo, sino que se transforma la percepción de realidades mediante simulacros que dejan huellas reduplicadas de las cosas reales en la pantalla. Aceptemos preliminarmente que la explosión demográfica, las transformaciones del trabajo, la revolución de los transportes y la revolución de la información son hechos que parecen estar relacionados con los acontecimientos políticos relativos al desafío del sistema capitalista por parte del modelo socialista (URSS), al desafío para el modelo liberal por parte de los Estados totalitaristas y al desafío de la visión de la democracia mundial en contraste con la visión de la revolución mundial (Cf. Habermas, 2000, pp. 64-65). La concesión es para ver que el resultado de esos múltiples retos se resume en lo que tienen en común. Es la época de los inventos de la cámara de gas y la guerra total, el genocidio estatalmente planificado y los campos de exterminio, el lavado de cerebro, el sistema de seguridad estatal y una vigilancia panóptica de la poblaciones enteras.

 En una fórmula breve, el siglo XX “nos ha traído más soldados caídos, más ciudadanos asesinados, civiles muertos y minorías desplazadas, más torturados, más maltratados, más muertos de hambre y frío, más prisioneros políticos y refugiados; en suma, ha «producido» más víctimas de las que hasta ahora siquiera podríamos haber imaginado” (Habermas, 2000, p. 66), y esto pese a los progresos políticos de postguerra. El fin de la carrera armamentista, los movimientos de liberación nacional y la constitución del Estado social no son motivo suficiente para descartar la revitalización del neoliberalismo sin preocupaciones sociales ni los fenómenos de violencia —que aquí y allá aparecen en directa contradicción con la ampliación formal de los derechos sociales—, ni la aumentada desigualdad económica sin hablar del retorno de las tesis de la seguridad y de brotes de (neo) populismo —acaso neo-fascismo—, sobre todo en Latinoamérica (Cf. Galindo, 2009, pp. 219-250; Chaparro, 2008, pp. 294-319).

Es curioso, pero el diagnóstico es similar aún si se adopta el punto de vista del proyecto comunista, aceptando su importancia para una imaginación revolucionaria llena de esperanzas en lo que respecta a nuevas maneras de asumir el producto social (Cf. Ricoeur, 2006). Las perspectivas elaboradas con referencia a las alternativas del desarrollo económico, a la constitución de nuevos sujetos y nuevas maneras de vivir (liberadas de la tarea básica de producir y consumir) y a modelos de cooperación política (con énfasis en la articulación de las luchas y demandas sociales), se enfrentaron a su vez con acontecimientos insospechados. Al imaginar otros modos de trabajo no había prevenciones sobre la reestructuración del capitalismo, que trajo consigo el proceso de adaptación central de las actividades intelectuales e inmateriales y por la que la producción prosperó hacia sectores ignotos —capitalismo cognitivo— (Cf. Negri y Guattari, 1999, pp. 9-11). Y eso no es todo. Otros terrenos fueron abonados por la transformación del capitalismo, y a la apropiación del trabajo intelectual se suma la apropiación de amplios dominios de la vida. Los medios de comunicación de masas, se sabe bien, reproducen la producción incluso en lo que toca a los sueños, las fantasías, los deseos, etc. (Cf. Žižek, 2001).

En otro caso, las luchas ecológicas no simpatizan necesariamente con la defensa de la naturaleza, contra la destrucción sin freno, sino que esgrimen sus demandas en beneficio de la conservación de las materias primas de la producción. Y no es que sea preferible la lucha por lo ‘verde’ sólo como si se tratara de un imperativo incondicionado; se sospecha sobre la intensidad del proceso de integración al capital —que subsume hasta las luchas más bienintencionadas (Cf. Virilio, 1983). Finalmente, y al margen de una exagerada presunción apocalíptica, es una confirmación de tal intensidad la superación de la restricción estalinista al mercado hacia la institucionalización de la consigna de la apertura económica propia de los modelos neoliberales (Cf. Negri y Guattari, 1999, pp. 11-18). No se trata aquí de lanzar adjetivos para decir que logro más alto del enfoque comunitario de la vida; tampoco se trata de decir simplemente que el modelo neoliberal puede ser ‘humanizado’ en el sentido de reconocer en la economía variables relativas a las necesidades sociales. En el fondo, el problema debe ser planteado de otra manera.

Las crisis del siglo XX no representan ningún cuestionamiento del ordenamiento social y la inclinación sostenida de la producción hacia la acumulación de capital y, por supuesto, tampoco ponen en entredicho el marco de procedimientos de sujeción y de sometimiento de conductas y aptitudes realizados en horizontes de la vida que muy probablemente pudieran aún ser insospechados —el hecho de que la organización social y la producción inmiscuyan desde la nuda vida hasta las fantasías y los sueños, es apenas una pequeña muestra de hasta dónde pueden llegar las determinaciones sociopolíticas. Nuestros tiempos implican otras enunciaciones y otras prácticas acomodadas en el funcionamiento social y, sin embargo, el funcionamiento del Estado y las dinámicas sociales siguen engranadas según un esquema político persistente. Claro está que aún tenemos fábricas, prisiones, instituciones de educación, y aún se reproducen, aquí y allá, las funciones de sometimiento, cuidado, aprovechamiento del tiempo, según modelos de comportamiento que responden a procesos que tocan a la individualidad humana y la fuerza de trabajo —en los estudios culturales proliferan sin cesar descripciones en ese orden: desde el análisis de los estereotipos simbólicos hasta el análisis de subculturas enmarcados en la idea del capitalismo y su función integradora y modulante (Cf. Jameson, 1998). La impresión es que la imposición de conductas y el sometimiento disciplinado se suman a la gestión administrativa y las regulaciones jurídico-morales como gestos políticos de control perseverantes. Habría de promoverse otras valoraciones sobre las determinaciones políticas renovadas o emergentes, pero lo importante sigue siendo la urgencia de percibir que aún se mantienen agentes de integración —desde instituciones sociales hasta prácticas ritualizadas— con funciones reproductivas de los roles sociales y de la producción. Eso significa que la investigación social debe someterse a una abstracción que debería permitir superar la descripción de los efectos de las sujeciones humanas a los roles sociales en beneficio de aproximaciones teóricas que no recaigan ni en el extremo de la explicación reduccionista tradicional, por descuidar otros aspectos implícitos en el problema de la reproducción de las relaciones de producción, ni en el extremo de la explicación normativa, por proponer la acción de la voluntad humana en ámbitos y procesos que exceden cualquier intervención directa.

El postulado del problema político de la Multitud es una reapropiación de esa cuestión, pero con énfasis en el intento de reintroducir la reflexión sobre la capacidad decisional humana sin recaer en la idea del sujeto racional que otorga sentido y dirección a la experiencia. Esta es ya la razón básica de asumir la perspectiva de la hegemonía. Pero hay detalles que no deben dejarse escapar.

El problema de la hegemonía se centra en el imperativo político básico de que las luchas no deben concentrarse únicamente en las demandas reales de las personas (aumento de salarios, acceso a bienes y servicios, entre otras), sino que deben centrarse en el reino de la acción social sobre el mundo entendido como construcción, siempre inacabada y precaria, del sentido de la relaciones sociales. Este reino es simplemente el “lugar de sombras” o dominio de lo simbólico en el que los agentes sociales pugnan por realizar ideales de vida y maneras de ser particulares. Todo el acento de la propuesta política de la hegemonía está en que la realidad se subsume en la presunción de lo real siendo lo opuesto a la experiencia concreta por constituir el espacio  de conjunción antagónica de representaciones colectivas. Podríamos llamar “pragmática del agonismo” al escenario en el que diversos agentes sociales, con prácticas sociolingüísticas heterogéneas, se encuentran para elaborar la articulación política de la comunidad en la que se acogen. La formulación de la dimensión antagónica de lo político es para reconocer, finalmente, que es posible alcanzar el consenso racional universal sin la eliminación del carácter polémico y conflictual de la vida social y, con ello, la posibilidad de conseguir la transformación de las relaciones interindividuales y de las condiciones de vida.

La sugerencia planteada previamente se desprende de la perspectiva pragmática: una vez se asume que el lenguaje presupone la sociedad y manifiesta las conductas y las creencias sociales de individuos y grupos, se propone el reto de consolidar el proyecto político de la convivencia con la precaución de mostrar cómo sería posible el ejercicio efectivo del diálogo. O sea, si se advierte que no es posible suspender en lo que se dice el modo de ser en la vida, se advierte al mismo tiempo el problema de la coordinación política de los muchos con recurso al diálogo, por supuesto, pero sobre todo, con reconocimiento del enfrentamiento agonista como verdadero desafío. El resultado básico es la proposición problemática que sigue: «no existe consenso simple con exclusión de diferendos, sino el entramado de la comunidad política en la frontera entre modos de ser en oposiciones antagónicas». El problema es, en el fondo, ¿cómo enfrentar democráticamente el pluralismo de los muchos? Es claro que la idea tiene muchas aristas y las recogimos en su momento. Reproches y denuncias van y vienen acerca de qué es lo real desde el punto de vista de la tradición y de cómo puede ser adaptada su noción en el problema de lo político y la política (ambos, Laclau y Žižek, citan a Lacan y a veces da la impresión de que todo es un promovido, consciente y seguramente productivo malentendido). Ahora bien, la solución supone cierto retroceso en la abstracción alcanzada en los postulados de lo real y la máquina abstracta porque se renueva la concepción de que existe una ‘recubierta’ simbólica que oculta la reificación en lo social de procesos reales —aunque no necesariamente económicos. Por no llamar a esa ‘recubierta’ estrictamente ‘ideología’ se introduce la idea de lo real como una matriz formal en la que se ubica el antagonismo. Dicho escuetamente: lo real como lugar de los antagonismos no se reduce a los conflictos reales de las personas sino que se formula como espacio de representaciones sociales sometidas a la dialéctica de la doble negación (universal que se niega en lo particular y lo particular que se niega en lo universal) y sin una presuposición de cierre en alguna síntesis superior comprensiva o a priori[1].

El postulado de la hegemonía implica el retorno de una perspectiva pragmática que acepta la inmersión de la vida social en la realidad noexperimentada de procesos más fundamentales y que niega, simultáneamente, la irreductibilidad del compromiso existencial con el ordenamiento colectivo. Eso es como afirmar que somos individuos constituidos en virtud de mecanismos materiales que incluyen procesos sociopolíticos y dinámicas económicas, al tiempo que se dice que la voluntad colectiva yace más allá de esos mecanismos porque es capaz de estructurar nuestra percepción de la realidad y hasta modificarla. Lo real es, en esa dirección, la caracterización de la dimensión del sentido donde se disputan las visiones de la vida que insisten en darse una autogestión legítima. En otro vocabulario: pensamos que lo real, entendido como espacio de los antagonismos, devuelve el análisis al terreno de la disputa de la autonomía relativa de la ideología respecto a la infraestructura a propósito de motivos no-idealistas. De nuevo: el valor de la hegemonía es que deja ver la irreductibilidad entre los procesos materiales sociopolíticos y económicos que tienen lugar en la realidad y el ámbito simbólico en el que se presenta multiplicidad de formas de ser en el mundo. Para decirlo escuetamente: en la hegemonía no se juegan únicamente las concepciones sobre la libertad, la igualdad, la democracia, la ley, sino también las oportunidades de acción en el mundo real (como la educación, la salud, el empleo) determinadas en disputas sobre las condiciones para su realización concreta y sobre el sentido de llevarlas a cabo. En el fondo, no es ni lo uno ni lo otro. No es que la política sea el escenario de la discusión de ideas y concepciones; tampoco es el escenario de la voluntad y de la acción sobre el mundo. Es ambas cosas: lo que puede transformar la realidad social es la acción colectiva políticamente caracterizada en creencias y concepciones que quieren imponer una visión del mundo (mejor, más deseable) con otras creencias y concepciones que quieren hacer lo mismo. Lo que ha sido llamado «hegemonía», en complemento con la perspectiva pragmática del agonismo, es el carácter pluralista de la política y el carácter no-fijado y parcialmente determinado, en tal o cual representación, del sentido de lo social.

El carácter normativo de la teoría de la hegemonía no es explícitamente declarado, pero está presente en el hecho que presenta una teoría de la acción política. La idea central de la hegemonía, enmarcada en el rótulo de la democracia radicalizada, es que la política encarna actos de instauración de horizontes simbólicos creados a partir de decisiones contingentes en virtud de las cuales los individuos intentan articular y realizar maneras diversas de vivir. Uno de los aportes fundamentales de esta afirmación es el de introducir, en el enclave de los muchos en la política, varias consideraciones sobre lo que implica construir colectivamente la sociedad civil (antagonismo, articulación, apertura agonística de los lenguajes). La sugerencia teórica fundamental es que sin presuposiciones ontológicas acerca de lo político, o sea, sin esencialismos de ninguna clase, se puede concebir la organización política de la sociedad con exceso de cualquier particularidad dada. Esa es ya una sentencia interesante porque elimina cualquier suposición epistemológica, moral y ética sobre la igualdad, los derechos humanos, la justicia, la libertad o lo que sea que se plantee como universal y que pretendidamente se hace guía de la vida colectiva. Mejor aún, el carácter normativo de la teoría de la hegemonía nace de la introducción del estatuto político de la acción colectiva por el que se excede tal o cual orden de cosas y por el que se pretende que una sociedad responda a decisiones humanas tomadas en común. La consigna es, pues, que debemos advertir que las decisiones políticas son actos de inauguración de órdenes sociales que no son naturalmente dados y que no necesitan de prescripciones a priori[2]. Asumir la política como hegemonía es asumir que la sociedad está abierta a una pluralidad de sentido: cuál sea el mejor modo de vivir, es motivo de algo que siempre está por pasar, es decir, es motivo siempre contingente.

Se debe formular, entonces, la pregunta de cómo evitar una concepción de la política en los términos de decisionismo arbitrario fundado en la tendencia sumatoria de las luchas hacia tal o cual sentido de lo social. ¿Qué impediría que, siendo la política concebida como actos de poder, la hegemonía termine fundamentando la acumulación instrumentalizada de demandas y exigencias en la que prima la fuerza de los Muchos? ¿Qué frenaría el posible hecho de que la constitución política hegemónica no sea acusada de voluntarismo caprichoso? Y en el otro extremo: si se afirma la política como consecuencia de decisiones contingentes y siempre permeables de nuevas y disímiles demandas/ exigencias, ¿cómo lograr la consistencia de tal o cual proyecto de vida en común? Muy bien, las decisiones democráticas deberían ser más incluyentes, participativas, igualitarias y pluralistas; ¿pero cómo lograr el índice normativo por el que, pese a toda singular demanda, necesidad, opinión, creencia, o lo que sea, es posible consolidar las relaciones sociales según el mismo horizonte de organización política? Esa tensión está claramente expresada en la dialéctica de lo universal y lo particular y lo que se denuncia aquí insistentemente es que la dislocación proviene de la presunción del umbral entre lo real y lo simbólico con clave en la idea de la libertad.

Se sostiene que existe diferencia entre las cosas como son y las cosas como podrían ser y ella es nombrada lo real. Con lo que se reproduce una bien conocida disputa entre lo ético y lo normativo —aún si se tiene en cuenta la reiterada aclaración de que lo normativo extrae su dignidad de la contingencia e inestabilidad de los intentos y fracasos de suturar lo social. Ética de lo real: el sentido es el exceso normativo que simboliza momentos de particulares contenidos en disputa. Eso nos devuelve a la tensión entre lo descriptivo y lo normativo —que tiene sus sinónimas expresiones en lo real y lo simbólico, la experiencia social y la decisión política— indicada por la categorización de lo real. Se pierde en abstracción por leerse lo real como vacío que no puede ser ocupado nunca ni definitivamente —espacio de los antagonismos. Hueco o falta: lo real es definido como ‘eso’ que no está y que no es real o no existe y de lo que no podemos ni decir ni soñar nada con suficiencia. Universal sin contenido u objeto formal (‘algo’ que no existe pero que puede ser caracterizado con suficiencia y coherencia); significante sin significado si se prefiere. El asunto es que lo real es formulado de manera que reintroduce la temática sobre la dimensión de lo simbólico y la dimensión de lo real en una alternancia dialéctica que pretende resolver el dualismo de la interpelación entre lo propio de la experiencia social concreta, que son las condiciones de existencia, y lo propio de la política, que es el sentido de lo social, esto es, otra vez, el dualismo entre la realidad material y la ideología.Así parece que apenas se ha avanzado en la argumentación, pues volvemos al tema de si rima la realidad, en última instancia, o la ideología con relativa autonomía —aunque ya no se formule ninguna instancia con independencia[3].

Con todo, no se critica la teoría de la hegemonía para terminar desechándola o para hacer valer alguna otra teoría ni nada que se le parezca. Tampoco interesa, en el fondo, sus inconsistencias o aproximaciones declaradas a otras compresiones sobre la situación de vivir entre personas bien distintas con las que nos enfrentamos —si es tema de diálogo racional o de disputa agonística es cuestión de otras consideraciones (Mouffe, Habermas)— o sobre los procedimientos para integrar discursos cargados de intereses, de perspectivas, de maneras de leer el mundo en el marco de la convivencia en común (Laclau, Rawls) o sobre si la política debe pretender pacificar nuestros conflictos o de si tiene que mantener los antagonismos como motor de búsqueda del destino de la sociedad o sobre el mejor modelo de la democracia. Se apuesta aquí a una consideración más abstracta de lo real (Žižek), en la medida en que se propone más allá de la distinción entre infraestructura y superestructura, permitiéndonos evitar re-plantear dilemas ya bien conocidos, todo en beneficio del planteamiento del problema de la frontera entre la experiencia y la dimensión de compresión/simbolización con énfasis en el tema de la realidad preontológica de la máquina abstracta (Deleuze y Guattari). El problema, en síntesis, sobreviene al pasar de una concepción de lo real, en la que se propone una aproximación al problema de cómo emerge y se estructura el sentido, a una concepción sobre el acontecimiento social en una aproximación sobre la dimensión en la que las relaciones políticas y sociales se deciden más allá de la voluntad individual o colectiva.

 

1.   Multitud o el problema de los muchos

Llamemos a la pluralidad o a la multiplicidad de los modos de ser, ‘multitud’[4]. ‘Multitud’ se puede abordar —siguiendo a Virno— en la contraposición de dos definiciones. Por una parte, se trata de la multitud propiamente hablando, esto es, de la afirmación de la “pluralidad que persiste como tal en la escena pública, en la acción colectiva, en lo que respecta a los quehaceres comunes, sin converger en un Uno, sin desvanecerse en un movimiento centrípeto” (Virno, 2003, pp. 11-12). Por otra parte, la multitud representa el máximo peligro al no comportar ninguna unidad ni centro de coincidencia o articulación[5]. En la multitud, ¿cómo hemos de apoyar cualquier proyecto de unificación política? La multitud, la existencia de los muchos, constituye el reto de la política en cuanto que es a propósito de los muchos que nace la necesidad de la conformación decisiva del Estado. El Estado liga a la unidad, y la unidad es el pueblo, no la multitud (Virno, 2003, p. 13). Tenemos, pues, multitud y pueblo como los extremos en los que se presenta la pluralidad de los modos de ser y la unidad de la organización política. Más aún, la contraposición entre los dos conceptos de multitud y pueblo puede llevarse al extremo al decir que “si hay pueblo, ninguna multitud; si hay multitud, ningún pueblo” (Virno, 2003, p. 14).

Ahora bien, debemos saber qué es lo que se juega entre la noción de multitud y la de pueblo; o sea, debemos poder decir cuál es el problema permeado en el intersticio de la una y la otra. La multitud se presenta en ausencia de pueblo, es decir, que pertenece al momento en el que no es posible sino la existencia de los muchos o de los individuos dispersos. Los muchos son singularidades diría Virno (2003, p. 76). Por el contrario, con el pueblo adviene la voluntad única. Mejor dicho, es el pueblo el reparo a la multitud en la medida en que se repudia la indeterminación de la multitud. Tradicionalmente eso se traduce en la idea de que el ‘pueblo’ es el término de la extensión a todos los individuos de la voluntad de atribuir a la persona jurídica del soberano la decisión política. Es claro que la contraposición entre ‘multitud’ y ‘pueblo’ se arraiga en el enfrentamiento entre la concepción del acuerdo generalizado, a través del cual, se transfiere los derechos naturales al soberano y la concepción de los individuos desperdigados en cuanto actúan nada más que por los propios designios.

Esto mismo puede notarse en el par público-privado —según el análisis de Virno. ¿Qué significa esto? ‘Privado’ no es sólo el nombre del ámbito personal; tiene relación con la heterogeneidad singular que no tiene voz y que no es visible (Cf. Virno, 2003, p. 68). Lo privado, desde ese punto de vista, es el ámbito de la heterogeneidad o el pluralismo. Así, “la multitud sobrevive como dimensión privada. Los muchos no tienen rostro y están lejos de la esfera de los asuntos comunes” (Virno, 2003, p. 15). Por supuesto, lo público es exactamente lo contrario de lo privado; lo público es lo que corresponde a la constante asignable a la heterogeneidad de los muchos. Lo privado no se opone a lo público por ser la experiencia interior o subjetiva de alguien; se opone por referirse al dominio contrario a lo público. Eso significa que lo público se contrapone a lo privado en cuanto existe oposición entre lo que cobija las cuestiones que nos ocupan a todos y lo que corresponde a la indeterminada experiencia de los muchos. No es complicado ver el asunto: la multitud es visible desde la perspectiva de la dispersión de los muchos siendo su existencia contraria, por imprecisa y nebulosa, a lo público —que comporta su determinación en la unidad.

Permítase otro paso más. Se puede decir que el pueblo hace directa referencia a lo público. En la pluralidad de los muchos recae lo privado; es ‘eso’ que no puede nombrarse más que por la existencia de redes de individuos. En lo público, por otra parte, se instala la síntesis que se realiza más allá de los individuos singulares e indiferenciados —lo que no quiere decir que sean iguales sino que no pueden ser identificados según una síntesis. Por ‘encima’ de cada uno de nosotros, en lo público, se junta lo que somos en la esfera de nuestros asuntos en común. Una vez más: el pueblo tiene que ver con lo público haciendo mención al cuerpo político formado por la unificación de los individuos atomizados. Se establece así la separación definida entre el ámbito de lo privado, donde coexisten los muchos en tanto que pluralidad de existentes, y lo público, que sería el ámbito donde se puede establecer la unidad sintética de la pluralidad traslapada sobre el cuerpo político (Cf. Virno, 2003, p. 35).

Una vez dicho esto, conviene indicar que una de las principales consecuencias del análisis de Laclau y Mouffe se relaciona con la idea de que la pluralidad de las formas de vida ya no puede ser subsumida ni en lo público/privado, ni la multitud en contraposición al pueblo[6]. Ya no sabemos dónde radica la experiencia privada de los muchos ni cuál es la diferencia de esa experiencia aparente con la vida pública. Nosotros lo sabemos por otra vía —la llamada crítica a la noción de sujeto: la vida está determinada por múltiples factores que intervienen en lo que hacemos, pensamos y sentimos hasta el punto en el que se puede sospechar de la naturaleza privada de la vida. Incluso si pensamos en la propia vida (la mía o la de alguien en particular) puede decirse que expone el afuera de lo común. ‘Eso’ que sería el sujeto no tiene contenido anterior a la experiencia siendo que no es ‘otra cosa’ que el resultado de determinaciones complejas[7].

Algo parecido se diría de lo público. No hace falta sino volver al tema de la imposibilidad de fijar la pluralidad en una síntesis operativa —tema en el que Laclau y Mouffe hacen mucho énfasis como hemos visto. Nos parece que lograr mostrar que cualquier síntesis de los muchos se propone con ocasión a algún valor de equivalencia trascendental que proviene de presuposiciones acerca del núcleo de lo político. La estabilización de la pluralidad se asienta en constantes derivadas de prejuicios acerca de quiénes somos, qué debemos pensar/sentir y cómo debemos comportarnos. Dicho en los términos recurrentes de Hegemonía y estrategia socialista, lo público no es un dato; es el resultado de aproximarse a la multitud según procedimientos de síntesis totalizantes.

El problema político de la multitud nace en medio de las consideraciones sobre el sujeto y sobre lo político en el sentido en que ocupa el lugar intermedio entre lo privado y lo público. En el juego de las nociones multitud/privado y pueblo/público se sintetiza la cuestión abordada ampliamente en un principio: los muchos, la existencia de la pluralidad se tiene que enfrentar en el hecho mismo de que no somos iguales. Es de aclarar que es cada vez más importante profundizar el análisis político de la existencia de los muchos promoviendo una constelación de variables éticas irreductibles a algún núcleo común o a algún supuesto antropológico de caracterización unívoca de lo humano. La multitud nace de la compleja división de la experiencia humana y eso nos enfrenta al problema de saber cómo constituir vínculos intersubjetivos (Cf. Virno, 2003, p. 41). Podría decirse que el reconocimiento de la pluralidad no niega la posibilidad de la composición de los muchos. El reclamo constante que debemos rescatar del análisis de Laclau y Mouffe consiste en decir que tal composición, o vínculo articulante si se quiere, puede ser realizada en la formación contingente de la política hegemónica. Las preguntas, en el fondo, son de carácter pragmático: ¿cómo podemos conseguir la articulación política a sabiendas de la heterogeneidad de los muchos? Si cabe plantear la unificación de la pluralidad es porque se hace la pregunta: ¿de qué manera habría de formarse la unificación? ¿De qué modo sería una unidad y bajo qué condiciones habría de ser realizada?

En esa dirección, nuestra intuición es la siguiente: Laclau y Mouffe presentan una alternativa a los modelos de Estado del pensamiento liberal y del tradicional pensamiento socialdemócrata en lo que llaman el proyecto de radicalización de la democracia. Ese proyecto, se ha intentado mostrar, parte del reconocimiento de la pluralidad como aquello en lo que debe fundarse la articulación política. Ahora bien, debemos ver en qué sentido la hegemonía es un problema político que no se reduce simplemente a la aceptación, sin más, de la pluralidad de los modos de ser, pero tampoco se traduce en el asunto de justificar el sometimiento a la autoridad. Eso nos permite problematizar el proyecto de democracia de Laclau y Mouffe; mejor aún, la afirmación según la cual la estrategia de la hegemonía parte del hecho de la pluralidad, no para explicarla, sino para servir de premisa en un análisis que intenta conjurar las diferencias de los agentes sociales sin presunción de unificación o universalismo. Así, la esperanza es que si se logra mostrar bien en qué consiste el problema de la hegemonía, quizá podamos dar cuenta del plano de consistencia en el que el proyecto de la radicalización de la democracia opera.

La tesis más valiosa de Laclau y Mouffe quizá sea que la multitud no es simplemente el reverso de la Unidad sino que redetermina su constitución. Dicho en el vocabulario de Hegemonía y estrategia socialista, la propuesta política de la hegemonía consiste en la caracterización de la posibilidad (al menos teórica) de la construcción de la articulación política en una síntesis contaminada y no-cerrada o parcial y fragmentaria de la multitud. En este sentido, el proyecto de la hegemonía podría ser simplificado si se asume rápidamente la idea de la construcción del vínculo político entre agentes sociales que, sin darle la espalda a sus diferencias, comulgan en prácticas articulatorias. Podemos aceptar que la articulación política hegemónica consiente la existencia de los muchos sin anteponer una concepción de la unidad (pueblo). Podemos aceptar igualmente el esquema de las equivalencias en presencia de antagonismos irreductibles, sabiendo que la tensión de los agentes sociales convendría a una síntesis problematizada constantemente por la heterogeneidad de los modos de ser.

 

2. Democracia y antagonismos

Se debe, pese a esas concesiones, subrayar la importancia de la reflexión sobre la coexistencia de los agentes sociales en tanto que muchos. Se podría resumir el intento de Laclau y Mouffe en la siguiente idea: la democracia se concibe como la alternativa de construir la cohesión social sin negar la pluralidad de los modos de ser. En la democracia se enfrenta el ‘muchos’ de los agentes sociales al ‘Uno’ violento del autoritarismo o se enfrenta a la unificación de la síntesis en lo político (esencialismo de la Nación). Laclau y Mouffe creen que, al contrario, ese enfrentamiento no debe resolverse; mejor, que debe promoverse hacia el radical pluralismo de los muchos, en el que, sin fusión o subsunción, se plantea aún la consistencia de la articulación política. Así, el problema es más bien pragmático por interrogarse acerca de ¿cómo sostener el proyecto político de vivir juntos sabiéndonos tan plurales? ¿Cómo hacer la conexión entre los muchos? ¿Cómo construir la articulación política en las condiciones de la pluralidad?

Partamos de la siguiente definición preliminar. Hegemonía es el campo de prácticas antagónicas por las que los agentes sociales nunca pierden sus diferenciaciones a propósito de la articulación política. Deben, sin embargo, evitarse dos extremos en consideración de la definición presentada: i) no existe hegemonía en el caso de la fijación totalizante de lo político, bien sea fundada en la concepción esencialista por la que los individuos y los grupos son percibidos desde el punto de vista de sus comunes costumbres, lengua, territorio, entre otros, o bien sea originada en la asignación de algún valor trascendente (el Estado). Por otra parte, ii) tampoco existe hegemonía con ausencia de articulación política. La multiplicidad dispersa de los agentes sociales, la compleja pluralidad de los muchos, no garantiza ningún orden político. La hegemonía, dirían Laclau y Mouffe, se constituye en el campo abierto de las diferencias, pero bajo la determinación de prácticas cohesionantes (2006, p. 178).

Esto plantea inmediatamente la pregunta de cómo entender esas prácticas; mejor aún, cómo entender la fuerza articulante de la hegemonía. Hay que distinguir, para responder, entre la asociación racional de acuerdo a fines compartidos y la estrategia política de la articulación hegemónica. Una situación es la de organizarse en beneficio de funciones administrativas y burocráticas suponiendo que ese es el mejor camino para alcanzar de tal o cual objetivo común. Nos congregamos así según intereses que sabemos son más fáciles de obtener si racionalizamos nuestros esfuerzos conjuntamente (Cf. Axelrod, 1968, pp. 7-45). Eso no tiene que ver con la articulación hegemónica, dirían Laclau y Mouffe, y la razón es que hace falta sumar a la articulación cooperante el enfrentamiento de los agentes sociales en los antagonismos. La articulación hegemónica supone la equivalencia relativa de los agentes sociales diferenciados, pero también el efecto de frontera venido de la precariedad de la identificación con los supuestos intereses sobre los cuales se apoya la cooperación.

No hace falta insistir en el rechazo de Laclau y Mouffe a la idea de sostener, sin más, la multiplicidad de la determinación de los agentes sociales. Apenas basta con decir que el dominio de los antagonismos es insuficiente para constituir la articulación hegemónica dado que se obtiene solamente agentes sociales dispersos (simple individualismo de personas competitivas que no se ocupan sino de sí mismas y de alcanzar lo que les interesa). Ni cooperación racional ni multiplicidad disgregada. La hegemonía supone la articulación política de acuerdo con equivalencias incompletas cuya inestabilidad se refleja y reafirma en las luchas. En efecto, dicen Laclau y Mouffe, “sólo la presencia de una vasta región de elementos flotantes y su posible articulación a campos opuestos —lo que implica la constante redefinición de estos últimos— es lo que constituye el terreno que nos permite definir a una práctica como hegemónica. Sin equivalencia y sin fronteras no puede estrictamente hablarse de hegemonía” (2006, p. 179).

¿Qué es, entonces, la hegemonía? Proponemos una aclaración de la definición inicial atendiendo a lo dicho anteriormente. La vinculación política es hegemónica cuando se componen las relaciones de los agentes sociales diferenciados en una tendencia dominante en la que se conserva el cierre parcial de las identidades. La hegemonía es la tendencia dominante bajo la que se componen las relaciones de los agentes sociales sabiendo que no se corresponden plenamente, pero teniendo en cuenta simultáneamente que esa tendencia es fundamental para la construcción del vínculo político (Cf. Laclau y Mouffe, 2006, pp. 180-181).

Teniendo presente lo anterior, se puede afirmar que el concepto de hegemonía debe ser problematizado en torno a dos aspectos que permitirán ver los alcances teóricos —y esperamos prácticos— de esa definición: por un lado, el de cómo evitar que la caracterización de la hegemonía termine por beneficiar la instauración de alguna síntesis obligante por la maximización de la tendencia dominante y, por otro, cómo garantizar que la hegemonía recoja la pluralidad de los muchos sin eliminar los antagonismos.

De entrada, tenemos el asunto de saber si la articulación política hegemónica da lugar, una vez consolidada, a la soldadura de los agentes sociales en un bloque nacido de la composición de prácticas diversas. Laclau y Mouffe se preguntan si en el caso de ser exitosa la hegemonía, ¿no aparece la formación compositiva, pero totalizante de los agentes sociales? Si la hegemonía triunfa, ¿no se establece, entonces, el sistema estructural de las diferencias con ocasión de la consolidación de las prácticas concretas que lo expresarían? De ser así, responden Laclau y Mouffe, obtenemos el dominio expandido de la hegemonía implicando el fin mismo de los antagonismos, sobre los que se supone se garantizaba la no-fijación de alguna constante unificante. Es plausible así pensar en que la hegemonía daría paso a alguna forma de autoritarismo. Es claro para Laclau y Mouffe que el éxito absoluto de la hegemonía trae consigo su desaparición; mejor, en el caso en el que la hegemonía suturara toda diferencia “habría relaciones de subordinación, de poder, pero no de relaciones hegemónicas en estricto sentido” (2006, p. 182). La solución planteada parece insinuada en varias ocasiones: la articulación hegemónica tiene límite en la medida en que se propaga con dependencia a las variadas determinaciones que los antagonismos producen en lo real. La política hegemónica tiene límite, en el fondo, en el carácter abierto de lo social. Laclau y Mouffe tienen la esperanza en que la existencia de los muchos, o sea el hecho de que hay pluralidad, garantiza la imposibilidad de fijación de diferencias. Es de tener presente que los antagonismos no se reducen a la disputa física o el diálogo enfrentado pero racional, sino a la identificación parcial con cualquier síntesis política. En las circunstancias que presuponen los antagonismos no es posible alcanzar la completa interiorización de alguna unidad sintética planteada aún con los motivos de la articulación política hegemónica. Laclau y Mouffe apelan a la idea de que ninguna síntesis que haga las veces de constante de la variación (valor de equivalencia), sea inmune de transformarse en virtud de las diferencias de los agentes sociales. Una formación hegemónica, dicen ellos, “abarca también lo que se lo opone, en la medida en que la fuerza opositora acepta el sistema de articulaciones básicas de dicha formación como aquello que la niega, pero el lugar de la negación es definido por los parámetros de la propia formación” (2006, pp. 182-183).

‘Hegemonía’ es sencillamente la denominación de la forma en que es posible pensar las relaciones políticas de los muchos (es lo que Laclau y Mouffe llamarían «universalismo contaminado»). En cuanto forma o modo de articulación, cabe agregar, la hegemonía no representa algún centro o localización centralizada en algún sector de la realidad social. De nuevo, la razón es que la sobredeterminación de lo social, esto es, las diversas causas que determinan lo social, evitan cualquier condensación cristalizada en lo que sería Una-misma-Unidad. Así, al menos teóricamente, Laclau y Mouffe aseguran en la multiplicidad las condiciones por las cuales no puede haber totalización (Cf. 2006, p. 183), lo que es igual a afirmar que existe tal pluralidad de modos de ser, que no pueden darse las condiciones para algún fundamento unitario, indicando de paso, que la cuestión de la articulación política no se resuelve en la estabilización de las diferencias —traicionando la idea de la imposibilidad de fijar lo múltiple— ni tampoco en la subordinación de tales diferencias a algún principio externo de unificación —como en los autoritarismos. La hegemonía es una práctica en la que toda realización de la formación política opera en medio de las diferencias sustanciales de los agentes sociales. La hegemonía es, pues, una práctica articulatoria en la que se supone la existencia objetiva de los antagonismos. Es más, si cabe hablar de unidad política, piensan Laclau y Mouffe, es porque se trataría de la construcción del espacio político en el que se juegan, sin suspensión, los múltiples modos de ser de los agentes sociales (Cf. 2006, p. 184).

Tenemos ya la oportunidad de recoger todo lo dicho en beneficio de la definición estricta del concepto de hegemonía. En unas páginas esenciales de Hegemonía y estrategia socialista veremos la importancia de postular la construcción del vínculo político en medio de la diferencia y los antagonismos. Laclau y Mouffe consideran que la consistencia de la hegemonía no debe ser confundida con la extensión a todo el cuerpo social de tal o cual fuerza promovida por intereses venidos de sectores sociales, lo que significa que la hegemonía no hace referencia a la supremacía de alguna fuerza social; no es tampoco la determinación en última instancia de la dinámica económica. La hegemonía no viene de la acción colectiva de agentes que se ‘toman’ el poder, ni tampoco viene de la subsunción de los agentes a normatividades —aún si se afirma la autonomía en la obediencia—; es más bien la equivalencia sostenida en medio de la proliferación de la diferencia. Hegemonía es el modo de la relación bajo la que se construye una vinculación antagónica. Esta es una manera de señalar que la hegemonía nace de la composición pragmática de los distintos agentes sociales, sabiendo que con todas sus diferencias apelan, sin embargo, a equivalencias para tramitar sus asuntos —el asunto final está en saber cómo se entiende esa tramitación. 

Ya debe ser claro que la hegemonía no es fundacional; no aspira a plantear unidades. Igualmente, la hegemonía no se contenta con el complejo pluralismo de los modos de ser; al contrario, tiene que ver con la construcción de concentraciones parciales y contingentes de poder. Es allí donde el tema de la equivalencia adquiere todo su valor: el encuentro de los diferentes  agentes sociales implica la constitución de los límites de la pluralidad que ellos representan. La articulación hegemónica es cuestión de edificación, es decir, de levantar los límites en los que conformar ‘algo más’ en la pluralidad que representan los agentes sociales. Ese ‘algo más’ es el exceso político por el cual puede hablarse de la formación social hegemónica. Esta idea obedece a la observación de Laclau y Mouffe de que la mínima condición de la articulación política es conjurar la pluralidad social a través de procesos de construcción de equivalencias cuyo referente no es la misma pluralidad sino cierto exceso de sentido —ya veremos qué significa esto. Exactamente, dirían ellos, la hegemonía remite a configuraciones constituidas a un nivel diferente de la simple identidad referencial de los agentes sociales (2006, pp. 188-189).

La pregunta es ¿cómo caracterizar esas configuraciones? Se entiende la plausibilidad de los procesos de construcción de equivalencias como la formación de unidades contingentes que no disuelven las diferencias de los agentes sociales. ¿Pero cómo podría caracterizarse políticamente una concepción así del vínculo humano intersubjetivo? Aceptemos la plausibilidad de organizar políticamente el conjunto heterogéneo de lo social a partir de la constitución de equivalencias en medio de las tantas tensiones antagónicas nacidas de la heterogeneidad de los agentes sociales; mejor dicho, demos por sentado que es posible la formación de la articulación hegemónica cuyo objetivo es el de producir la estabilización parcial del conflicto —la expresión es de Mouffe (Cf. 2003, p. 22). Y sin embargo, ¿debemos pensar que se trata de la instauración del poder en el sentido de la concepción clásica de la sumisión legítima a la autoridad? Aún con la salvedad de que la hegemonía no proviene más que de la articulación de agentes sociales que no suspenden sus diferencias, ¿se plantea la instauración del poder pensando en la constitución, mediante consenso, de las regulaciones jurídico-políticas que se supone garantizan la existencia en común? (Cf. 2006, p. 187). Quizá la respuesta es que no se trata de la constitución pluralista del vínculo político mediante consenso. Pero eso no dice mucho —o no mucho más de lo que sabemos por las alternativas tradicionales del contrato. Laclau y Mouffe juegan su concepción de la hegemonía en el proyecto político de la radicalización de la democracia. Sin embargo, esa respuesta debe ser altamente matizada, entre otras razones, porque plantea nuevos problemas a la subordinación política a la autoridad.

 

3. Agonística política

Para aclarar la perspectiva del modelo agonístico de la democracia, Mouffe propone la denominación de ‘pluralismo agonístico’. Es de precisar que el término hace referencia a la distinción entre la política y lo político en la siguiente acepción: con ‘lo político’ me refiero, dice Mouffe, “a la dimensión de antagonismo que es inherente a las relaciones humanas, antagonismo que puede adoptar muchas formas y surgir en distintos tipos de relaciones sociales. ‘La política’, por otra parte, designa el conjunto de prácticas, discursos e instituciones que tratan de establecer cierto orden y organizar la coexistencia humana en condiciones que son siempre potencialmente conflictivas porque se ven afectadas por la dimensión de ‘lo político’” (2003, p. 114).

Ya sabemos qué indica el concepto de antagonismo: se trata de la experiencia real de las diferencias y de la conflictualidad propia de los escenarios de coexistencia —irreductible, no hay que olvidar, a las oposiciones reales ni a las contradicciones. Quizá lo más valioso del análisis de Laclau y Mouffe es que promueve el reconocimiento de lo político como trasfondo bélico inherente a la vida intersubjetiva. Dicho sencillamente, donde debe hacerse el mayor acento es en la idea de que lo político es propiamente la dimensión del antagonismo constitutivo. ¿Quiere decir esto que constantemente nos encontramos en pugnas violentas que se perpetuán sin fin en cada una de nuestras acciones? ¿Habría de aceptarse que siempre puede existir discordia entre nosotros? En realidad, Laclau y Mouffe no presentan semejante escepticismo (Cf. Critchley, 2008, pp. 145-156). En el fondo, lo que dirían es que la naturaleza conflictual de lo político tiene que ver con la exterioridad constitutiva a la organización social y que debe ser tenida en cuenta a la hora de plantear modelos de comportamiento común. Es por eso que insistimos tanto en que el proyecto de darnos a nosotros mismos alguna forma de organización depende de plantear el exceso de sentido que sería la articulación hegemónica de los agentes sociales[8].

Son dos aspectos los delimitados en los conceptos de antagonismo y articulación asociados a los términos de ‘lo político’ y ‘la política’: por una parte, en el antagonismo de lo político se ubica la hostilidad presente en las relaciones humanas, entendiendo que la articulación en la política consiste, por otra parte, en el intento de domesticación de esa hostilidad. Diríamos que la cuestión crucial del pluralismo agonístico estriba en la discriminación entre los muchos de la pluralidad y el nosotros de la política, pero sin presuposición de incompatibilidad[9]. Al margen de la terminología: suponemos que la diversidad de los muchos proviene de la diferenciación inherente a la heterogeneidad de los modos de ser. Eso quiere decir que no somos iguales por el hecho de ser muchos y singulares. De allí la belicosidad de las relaciones que podemos establecer; somos muchos y discordantes, perseguimos diversos intereses y lo hacemos según la posibilidad propia de hacerlo. Pensando en el estado de naturaleza como la realidad pre-política de la existencia humana, se diría que es el tiempo en el que cada individuo persiste en alcanzar lo que quiere según su capacidad para hacerlo, y eso es lo que nos enfrenta: nuestra diferencia para alcanzar los propios intereses se convierte en el motivo para luchar hasta donde sea necesario para tratar de alcanzar esos intereses. En un mundo así, sólo hay oportunidad para el conflicto.

En contraste, se debe conceder la importancia a la política ya que sería el resultado de exceder esa condición conflictiva de la coexistencia humana en beneficio de la organización social. La articulación política corresponde al momento de formación de las relaciones intersubjetivas que permitirán perseverar juntos. ¿Cómo podría ocurrir eso? La idea del pluralismo agonístico tiene que ver con la intuición según la cual la política democrática favorece la condición antagónica de nuestras relaciones humanas, al tiempo que asiste la organización que podamos darnos a nosotros mismos. La clave, diría Mouffe, es no pretender eliminar el antagonismo, sino radicalizarlo en la figura del adversario, esto es, en la figura de “alguien cuyas ideas combatimos, pero cuyo derecho a defender dichas ideas no ponemos en duda”[10].

Es de precisar que Mouffe no pretende eliminar el antagonismo mediante la fórmula de la tolerancia, en el sentido de asumir al adversario como competidor con el que es posible diferir en lo correspondiente a las perspectivas sobre la vida, pero con el que, no obstante, se comparte la adhesión a principios éticos y políticos superiores a la visión subjetiva. ‘Adversario’ no es solamente aquel con el que eventualmente discutimos acerca de tal o cual cuestión vital para cada uno de nosotros. El asunto es más bien otro. La dimensión del antagonismo, o sea el espacio de los enfrentamientos, no se puede erradicar si se acepta que no existe una única identidad ético-política ni un mismo valor al que se pudiera acudir para proponer la congruencia generalizada de las personas. Es probable, diría Mouffe, que incluso suponiendo que los agentes sociales pudiesen superar sus desacuerdos, el antagonismo del que parte no quede eliminado. Se pueden encontrar alternativas de resorte mediante las que se sublima o se domestica el antagonismo y, sin embargo, eso no significa sino que éste se manifiesta de otra forma, esto es, el agonismo.

Se propone así la distinción entre el antagonismo y el agonismo, ¿en qué consiste la distinción? De nuevo, con ‘antagonismo’ se entiende el conflicto propio de los agentes sociales; con ‘agonismo’, la lucha entre adversarios (Cf. Mouffe, 2003, pp. 115-116). Se supone que la radicalización de la democracia implica el encauce del antagonismo en el agonismo asumiendo la posibilidad de alimentar el vínculo político a través de la composición compleja de las diferencias encontradas. Una de las primeras obligaciones de la democracia, desde esa perspectiva, está en mantener abierta la articulación política a la heterogeneidad de los agentes sociales en juego. La expectativa es, pues, que podemos eventualmente ponernos de acuerdo sin que eso implique que debemos ser iguales o conducirnos según los mismos criterios de acción. Como dice Mouffe, “lejos de poner en peligro la democracia, la confrontación agonística es de hecho su propia condición de existencia. La especificidad de la moderna democracia reside en el reconocimiento y en la legitimidad del conflicto, y en la negativa a suprimirlo mediante la imposición de un orden autoritario” (2003, p. 116). Mouffe, en efecto, no niega la posibilidad del consenso; matiza su concepción en la idea de la constitución pluralista del vínculo político o en la formación del lazo incompletamente compuesto por las interpretaciones distintas y conflictivas acerca de cómo debemos organizarnos (Cf. 2003, p. 117).

La democracia radicalizada sería, así, el terreno de la confrontación agonística, pero también el de la composición política. La aclaración importa mucho porque obliga a intentar ver que la idea de pluralismo, aunque implica la permanencia del conflicto, no debe asumirse como el impedimento empírico de lo que podría ser la realización adecuada de la política. Al menos idealmente, la política agonística incluiría la confrontación de las concepciones y prácticas concretas de lo que se piensa es el bien común. La unidad que sería resultado de la articulación hegemónica implica la constitución política una vez se consideran las diferencias de los agentes sociales —diferencias que no son sólo empíricas, sino también lo son respecto a la comprensión de la realidad (diferencias éticas). El momento del gobierno o de la instauración política de la organización social no puede disociarse de la conflictualidad presente en la vida intersubjetiva (dimensión de lo político). Concebir de ese modo la democracia es reconocer que es justamente sobre el terreno de los conflictos humanos que debe procurarse la organización en el nosotros fundante de la política[11].

Finalmente, la apuesta es que la democracia funcionaría más eficientemente si el enfrentamiento de los agentes sociales no se percibe como el riesgo latente a cualquier acuerdo sino, al contrario, como la garantía de que cualquier acuerdo propuesto se mantenga abierto a su necesaria reconfiguración. La hipótesis es que en la medida en que cualquier acuerdo supone la estabilización parcial de las diferencias sin la disolución de los antagonismos, se abre la posibilidad de la articulación compleja e incompleta de los agentes en pugna. El consenso se plantea, en consecuencia, sin exclusión. El consenso, si se permite decirlo nuevamente, es el indecidible asunto de mantener abierto el vínculo político a la interpelación de los agentes según sus exigencias, urgencias, perspectivas, intereses. Así se mantendría viva la controversia tanto como la oportunidad de ofrecernos orden —al menos esa es la esperanza de Laclau y Mouffe. El pluralismo agonístico, sabiéndolo receptivo a la heterogeneidad de los muchos, conviene, se espera, a la multitud que alberga las sociedades contemporáneas.

 

4. Universalidades

Sabemos bien que la radicalización de la democracia es una concepción que se antepone —al menos eso dice Mouffe— a la concepción de la democracia deliberativa (Cf. 2005, pp. 15-40). Entre una y otra concepción, es claro que están en franca disputa varias argumentaciones acerca del consenso, de la salida dialógica a las diferencias éticas, y sobre todo acerca de la subjetividad o el carácter racional-pasional de los individuos. Tenemos varias dudas que dejamos en suspenso: ¿es la concepción de Laclau y Mouffe tan divergente a la de Rawls y Habermas? ¿No concuerdan acaso en la idea de que sociedad democráticamente organizada soportaría la diferencia ética de los individuos que la componen? Sin suponer alguna homogeneidad ni en lo que creemos ni en la manera en la que actuamos, ¿no se trata, para Laclau y Mouffe tanto como para Rawls y Habermas, de la posibilidad de razonar acerca de lo que somos y queremos, o de encontrar la equivalencia en medio de nuestras marcadas diferencias para poder acceder al estadio superior de convivencia colectiva que sería la democracia? ¿La discordia o el antagonismo no se superan en lo que Mouffe y Laclau, al igual que Rawls y Habermas, llamarían los procedimientos democráticos que servirían de vehículo para resolver los conflictos acuciantes de la sociedad?[12] Estas son apenas preguntas que intuitivamente consideramos deberían ser respondidas en el análisis simultáneo de las posturas de la hegemonía y de la democracia deliberativa, apuntando a descubrir que el marco normativo del consenso social es el objetivo irrenunciable si se asume seriamente la tarea de saber cómo vivir juntos —bien sea que se plantee como acuerdo racional o bien como equivalencia antagónica—, lo que convertiría la controversia entre la democracia radicalizada y la democracia deliberativa en una discusión sobre la mejor manera de alcanzar ese acuerdo o sobre las cuestiones acerca de i) ¿hasta qué punto es posible la organización política? ii) ¿Qué características asignar al sujeto de la democracia? iii) ¿Cómo habría de considerarse la comunidad en tanto que fundamento de legitimación de la democracia? iv) ¿Cómo determinar la naturaleza del poder y la autoridad en el marco de la democracia? Claramente esas cuestiones no están al alcance de este trabajo y, por otra parte, no son motivo de nuestro interés particular (para el panorama amplio de la discusión[13].

Lo que interesa aquí es más bien la cuestión de caracterizar el problema de la hegemonía acudiendo a los tópicos de lo particular y lo universal, pensando que es más útil aislar lo que sería el núcleo problemático del tema de la gestión de los asuntos comunitarios, esto es, la reformulación de la noción de articulación política en la inversión del estatus de lo universal —esto último respondería a la tarea que Laclau emprende en sus investigaciones posteriores a Hegemonía y estrategia socialista. Es claro que Laclau intentará derivar las mayores conclusiones políticas de la fórmula de la universalidad contaminada en beneficio de la concepción pluralista de la democracia (Cf. 1996). Veamos el esquema argumentativo de la propuesta política —muy similar en algunos momentos a la de Mouffe— y luego el problema teórico de fondo —en donde nos concentraremos más.

Laclau inicia su exploración teórica con la afirmación según la cual “la construcción de identidades diferenciales sobre la base de cerrarse totalmente a lo que está fuera de ellas, no es una alternativa política viable o progresista” (1996, p. 57). Eso quiere decir, básicamente, que no habría incompatibilidad teórica entre identidades como si se tratara de núcleos de creencias, costumbres, actividades, elecciones impermeables. Afirmar las identidades diferenciales no es lo mismo que afirmar la diferencia pura —dice Laclau (1996, p. 58). Junto a las identidades hay que considerar la posibilidad de canje, conciliación, intercambio, o de lo contrario obtenemos únicamente contradicciones solucionadas en la postulación de tal o cual síntesis superior o en el anarquismo de las oposiciones reales. Dicho de otra manera: sin una posible equivalencia entre las diferencias, enfrentamos el problema de optar, por una parte, por el predicado que trasciende las particulares determinaciones de los agentes en pugna o, por otro lado, por las desparramadas existencias singulares.

De antemano debemos decir explícitamente que Laclau no tiene ninguna intención de resolver la cuestión de la democracia en ninguno de los extremos planteados. Laclau teme mucho que, en la resolución de los conflictos a través de la postulación de la síntesis superior de los particularismos, no encontremos más que el autoritarismo —cualquiera que sea el contenido ideológico que le esté asociado. Pero también es cierto que Laclau no cree que en la solidaridad de los agentes sociales se pueda encontrar una vía de gestión de los asuntos comunes. Diríamos más bien que Laclau ubica el problema en la ambigüedad entre la necesidad de la síntesis y el hecho de la pluralidad (Cf. 1996, p. 59). En ese vocabulario se podría decir que el particularismo de las identidades se compromete tanto con la coexistencia organizada como con la construcción del vínculo político que nos une, siempre que se entienda que no hay oportunidad para la subsunción plena de los agentes sociales a tal o cual proyecto de democracia (antagonismo). Es aquí donde Laclau coincide con Mouffe, esto es, en la idea de que la paradoja democrática consiste en la necesaria instauración del vínculo político en medio de las oposiciones implícitas en la reafirmación de las diferencias en las identidades.

Es inherente a la coexistencia de los agentes sociales el antagonismo que impide la sutura de los particularismos que éstos representan en cualquier totalidad planteada como síntesis superior. Sin embargo, es urgente poder pensar la posibilidad de negociar el antagonismo conociendo la importancia de la convivencia. Quizá pueda reservarse el título de ‘pragmática de los antagonismos’ a esta idea: instalarse en esa ambigüedad significa ir más allá de los conflictos, pero también que no se preserve ninguna totalidad pacificadora. Ni eliminación ni síntesis: lo otro lo rechazo en lo que respecta a la identificación plena con él; pero negocio con él en el sentido que pongo en juego mi existencia en reconocimiento de la suya (Cf. Laclau, 1996, p. 60). Este reconocimiento es más que la aceptación del otro en lo que toca a la existencia de alguien más; el reconocimiento de lo otro es más que la inclusión simbólica de los demás en lo que sería el gesto de imaginarlos. ‘Los otros’ no hace referencia ni a los contenidos concretos de las identidades ni a la existencia material de alguien que no yo soy. Es de indicar que para

Laclau la identidad se abre a lo otro en la medida en que se abre a todo lo que es irreductible al propio yo —la realidad social excedente respecto a la personalidad individual. Lo otro no es otro yo que debo incluir en lo que creo, siento, anhelo, defiendo; es la dimensión de la realidad social plegada en lo que por comodidad tendría que llamarse ‘yo’. Es así que lo otro no debe ser asociado a la simple existencia de agentes sociales diferentes que coexisten contemporánea o sucesivamente; lo otro es la realidad de los antagonismos que impiden cualquier identidad plenamente cerrada sobre sí misma. Lo otro es la realidad conflictiva y constituyente del sujeto (Cf. Laclau, 1996, pp. 13 y ss.).

Esta idea es muy valiosa porque da a entender que la identidad es propiamente precaria dado que liga al dominio de la conflictualidad social. O sea que la observación acerca de los antagonismos esclarece una de las condiciones más interesantes de lo que podría ser el proyecto de la democracia: las luchas en defensa de las maneras de ser es irreductible a la afirmación del derecho de ser como, en efecto, se es. Los antagonismos señalan que la gestión de nuestros asuntos en común depende de poder enfrentarnos. Dichosencillamente: la afirmación del derecho a las diferencias identitarias y del fundamental reconocimiento de esas diferencias no agota el problema de los antagonismos ni de la cuestión de construir vínculos políticos[14]. Desde otro punto de vista, la hegemonía es la salida teórica que deja plantear la constitución de lo universal en la dimensión de la existencia real de los agentes sociales enfrentados. La pregunta es ¿cómo podría ser posible la convivencia mutua en los términos del universalismo contaminado por el particularismo de la diferencia? La respuesta sería que los valores universalistas que rigen el comportamiento social no conforman el coto vedado de lo que se considera es la jurisdicción acabada en la que nos apoyamos para vivir juntos. Si puede hablarse de valores universales, diría Laclau, es porque hacen alusión a la construcción contingente y siempre inaceptable o reversible de los acuerdos que permitirían a los agentes sociales coexistir.

Por supuesto, tenemos el problema de saber, en concreto, cómo construir tal universal no-excluyente o lo suficientemente amplio para cobijar los particularismos, y de cómo resolver en la práctica la modificación constante a la que sometería dados los antagonismos de base. Ni Laclau ni Mouffe responden —podríamos decir, tentativamente, que al hacerlo se aproximarían a la tesis de los procedimientos de justicia de la que se han estado separando tan tercamente. Pero sí ofrecen una intuición que, ya se ha dicho, consideramos valiosa: Laclau y Mouffe señalarían que lo universal se construye en el juego antagónico de agentes sociales diferenciados que parcialmente confluyen en tal o cual variable que permitiría la coexistencia[15]. Tratamos de hacer notar que lo importante es la idea según la cual lo universal debe construirse en reconocimiento de los conflictos acentuados por nuestras diferencias y que es por eso que nunca lograría cristalizarse algún principio de convivencia. Este universalismo no tiene, pues, contenido concreto ni se alcanzaría a través de alguna perspectiva pretendidamente privilegiada; es más bien el horizonte lejano que resulta de la equivalencia entre los particularismos cada vez más crecientes. Equivalencia nacida de la conexión entre universalidad y particularismos: ni una ni otro existen separados; mejor aún, existe presuposición recíproca entre universalidad y particularismo en el sentido que la una se constituye sobre el otro y, viceversa, éste último erosiona constantemente la primera. Asimetría: “lo universal es inconmensurable con lo particular, pero no puede, sin embargo, coexistir sin éste último” (Laclau, 1996, p. 67).

 

5. Conflictualidad y convivialidad

Debemos saber, sin embargo, cómo garantizar que cualquier reclamo de universalidad no termine procurándose el valor de representarse como equivalente de todos los particularismos. Lo universal no puede exceder las diferencias de los agentes sociales ni preceder a su constitución antagónica; es más bien la composición compleja de las diferencias articuladas. La solución a la pregunta planteada es que la asimetría paradójica no puede ser resuelta —lo que llamamos antes la ambigüedad inherente a lo universal y lo particular— y que es justamente tal asimetría la condición de posibilidad de la democracia radicalizada. Cerramos explicitando la hipótesis: si la democracia es posible, es porque lo universal no tiene contenido ni es valor trascendente; nace, en contraste, de particularismos que compiten entre sí para ofrecerse como variables de representación de lo que podría ser una buena manera de vivir (Cf. Laclau, 1996, p. 68). En el fracaso de instituirse plenamente como variable constante, por el hecho de los antagonismos, no se elimina lo universal, sino que se acrecienta la necesidad de construirlo. ¿Cómo? En la interacción democrática de agentes sociales que exponen y disputan, en el escenario político, sus heterogéneas maneras de ser.

Aceptemos que todo lo anterior es coherente —al menos teóricamente. Admitamos que las intenciones de Laclau y Mouffe son las de ampliar el registro conceptual en beneficio de una mejor perspectiva a la hora de preguntarnos por las cuestiones comunes. Mejor dicho, admitamos que el esfuerzo teórico de Laclau y Mouffe tiene que ver con la intención de mejorar la concepción de la democracia suponiendo que ese esfuerzo sirve para adelantar en las tareas que implica el hecho de vivir juntos. Cabe conceder, por último, que la perspectiva hegemónica sirve efectivamente para conciliar los aspectos correspondientes a la vida particular de los agentes sociales con los aspectos de la vida colectiva de la organización política, sin acudir a autoritarismos de clase ni fascismos fundados en las concepciones esencialistas de la raza o la nación. Con todo, nos parece que se puede correr el riesgo de asumir rápidamente la tesis de la radicalización de la democracia en una fórmula simple, que señalaría la necesidad de incluir los agentes sociales en el proceso de construir el vínculo político como si se tratara de llegar a la negociación de las diferencias en el universal precario de la equivalencia. Si esto fuera así de sencillo, lo único que Laclau y Mouffe habrían hecho es cambiar el vocabulario de los modelos del contrato, además de haber ampliado el registro de lo social en reconocimiento de las luchas y el pluralismo de la identidad (todo por su herencia marxista), pero sin abandonar el problema de la unidad social como fundamento de la autoridad garante de la convivencia coordinada.

Para evitar tal simplificación, quizá es necesario problematizar la cuestión de la universalidad y los particularismos atendiendo a ciertas sugerencias teóricas que fueron apareciendo una y otra vez en la reflexión de Laclau y Mouffe. Permítase decirlo así. Sospechamos que el problema de la unidad política vuelve a encontrar su lugar en el retorno de lo universal —tomamos la expresión del artículo de Zerilli sobre el universalismo de Laclau (Cf. 2008, p. 117). Este retorno implica la cuestión de asumir el pluralismo de los agentes sociales, en lo que toca a las variables de la raza, el género, la nacionalidad, la etnia, la sexualidad, sin renunciar a algún sentido de pertenencia colectiva. Nos parece que el retorno de lo universal implica que se asume tanto la crítica de la subjetividad como la fundamentación política del Estado en la identidad social. Puestas al tiempo esas dos cuestiones, parece que obligan a repostular lo universal como si no se pudiera abandonar la idea de la unidad —a riesgo de defender nada más que el estado de naturaleza o la virulenta existencia de agentes en batalla[16].

Así, el problema de lo universal, una vez aceptada la crítica a la totalidad y la unidad, es cómo entender el acuerdo intersubjetivo de la democracia sin renunciar a su necesidad fundamental. Nuestra intuición es, pues, que entre los muchos y el pueblo se juega, en el fondo, la concepción teórica de la universalidad en una dirección que apuesta a resolver las exigencias del pluralismo y de la organización política. En la propuesta política de la hegemonía se supone que obtenemos una alternativa según la cual la síntesis ya no es totalizante —al contrario de lo que sería el esencialismo del pueblo, puesto que obtenemos el problema de sustrato único que sería lo Uno del nosotros común—, sino que se concibe como la unidad compositiva e inacabada, por el efecto de los antagonismos, de la pluralidad de los muchos.

Partamos de la siguiente formulación teórica para desarrollar la intuición señalada: i) lo universal es la plenitud ausente de la identidad mientras que lo particular es la heterogeneidad imperante de una identidad diferencial; ii) lo universal surge de lo particular en cuanto límite inherente a lo particular y iii) lo universal es la variable vacía de la política en el sentido de ser imprecisable en lo trascendente o en lo particular. Las tres partes de la formulación corresponden a los tres tópicos relativos a la cuestión de la hegemonía, esto es, por una parte, lo universal como falta en el sentido de precariedad —se trata de la identidad malograda—; por otra parte, lo particular como multiplicidad en lo que toca a la diferencia afirmada. Finalmente, lo universal es la totalidad a la que se subordinan los particularismos siendo la variable de equivalencia abierta por las diferencias, al tiempo que indiferente de cualquier contenido (variable vacía). Los tres tópicos se conectan en la siguiente idea: es preciso entender que la constitución de la totalidad sólo puede lograrse en la diferenciación de los componentes integrantes. Diferenciación que es exterior a la totalidad sin que haya implicación dualista de dos realidades —la de la totalidad y la de los particularismos.

La totalidad es la imposibilidad de agrupar los particularismos en la consistencia de una unidad en las que se amontonan. Totalidad y particularismos son auto-limitantes, es decir que son los límites recíprocamente presupuestos de tal o cual composición. Adicionalmente, lo universal no tiene contenido concreto estipulado en la conjunción de las características de lo particular; es más bien, la variable dependiente del proceso de significación en el que interviene lo particular. Lo universal es, pues, la variable vacía cuya función es la de cobijar las identidades diferenciales a los efectos de representar el equivalente general del espacio comunitario. Lo universal pertenece así al orden de las diferencias, pero siendo ‘algo’ más que ellas: una totalidad ausente.

Lo universal habita en lo particular no porque resulte ser alguna característica presente en cada uno de los elementos componentes, sino porque surge de la imposibilidad de anunciarse en su interior. Lo particular es particular y en el límite se halla lo universal como su antagónico. Esto por la siguiente razón: El límite de algo no es neutral; presupone, al contrario, una exclusión. De haber límite neutral de algo, éste sería el continuo de ese algo. Luego no habría límite. Si algo tiene límite es porque hay otra cosa bien distinta con la que se diferencia. El límite nace de la exclusión. Lo que está de uno de los lados del límite no está en el otro. Eso quiere decir que el límite se plantea con referencia a todo lo que no es algo. Si se dice que el límite de algo es otra cosa distinta se dice igualmente que una cosa no se realiza en la otra. “Los límites auténticos son siempre antagónicos”, afirma Laclau (1996, p. 71).

Exploremos los efectos de asumir esto así. El límite excluyente introduce la ambivalencia propia a lo particular. Esta ambivalencia consiste en que, por una parte, cada componente particular tiene identidad en la medida en que difiere de los demás; por otra parte, las diferencias son equivalentes entre sí dado que pertenecen al lado interno de la exclusión —que es el lado interno de los particularismos. En tal caso, la identidad es constitutivamente divida entre la diferencia expresada en los singulares componentes coexistentes y la equivalencia que cancela cada diferencia. Esto significa que todo lo que es idéntico a sí mismo es diferente respecto a los demás; de allí el particularismo. Pero habría particulares que pertenecen a todo lo que es particular. ‘Todo’ es el límite constituido de lo particular por exclusión, o sea, la ambivalente subsistencia de lo universal en lo particular se plantea como límite antagónico no-externo. Es sólo en la medida en que lo particular pueda presentarse como todo, que se percibe la antagónica presencia de lo universal en su interior (Cf. Laclau, 1996, p. 72).

Esto ya manifiesta la necesidad de asumir lo universal en el vacío de una variable que no puede ser definida en lo particular de tal o cual componente. “Desde luego, la condición para que esta operación sea posible es que lo que está más allá de la frontera de exclusión sea reducido a la pura negación —es decir, a la pura amenaza que ese más allá presenta” (Laclau, 1996, p. 73). Cuando se indica que el límite de algo es la exclusión de otra cosa que no es él, tal exclusión no resalta únicamente la diferencia constitutiva entre una cosa y otra; refleja también la amenaza de que la exclusión termine por borrar el límite en el que una cosa y otra son distintas. La diferencia de lo particular instaura el límite de lo universal implicando el riesgo de que ésto último cancele la diferencia de la que nace. Mejor dicho, al totalizar lo universal se borra toda heterogeneidad de lo particular eliminando la ambivalencia del límite antagónico.

Según Laclau, la equivalencia de los particulares traduce lo universal en cuanto se revela también como límite de la diferencia. La equivalencia podría hacer las veces de lo universal puesto que se plantea con ocasión a ‘otra cosa’ que lo particular. Si la equivalencia es ‘otra cosa’ que lo particular, entonces se desliga de lo que lo caracteriza. De modo que la equivalencia se afirma vacía o libre de contenido particular. Pensamos que debe percibirse el asunto así: la equivalencia no disuelve lo universal sino que sirve para una nueva caracterización. ¿En qué consiste tal caracterización? Lo universal anuncia el ser puro de la totalidad con exclusión de contenido, pero con referencia a los particulares. Si lo universal es vacío es porque no hay vía directa para especificarlo. En este punto es donde Laclau teme que lo universal aplicado a lo particular termine por cancelar la diferencia (Cf. 1996, p. 75). Por eso insistirá en que lo universal debe ser subvertido en la equivalencia sin abandonar el propósito de plantear el límite de lo particular. En la equivalencia, diría Laclau, debe mantenerse la posibilidad de presentar el ser puro de la totalidad. La pregunta es ¿cómo plantear la subversión? Laclau alega que privilegiando la equivalencia se privilegia la existencia de lo particular y al tiempo se atiende la dimensión antagónica de lo universal. Laclau piensa que la equivalencia sirve para dar cuenta de los particulares en conjunto, entendiendo que tal conjunto no se expresa más que como el límite de los particulares —‘eso’ que cada particular no alcanza a ser por su condición misma de particular. Dado que es límite —todo lo que algo no es— no puede tener contenido. O sea que la equivalencia es vacía en tanto que variable asignable a lo particular (Cf. Laclau, 1996, p. 76).

 

Conclusiones

Tres consecuencias se derivan de todo lo anterior. El antagonismo y la exclusión son los extremos constitutivos de la identidad. Como vimos, antagónico es ‘aquello’ que no es algo y por lo cual la identidad se construye. Antagónico es, pues, lo excluido de la identidad. Toda identidad, dirá Laclau, es lo que es sólo a través de sus diferencias con otras identidades (1996, p. 95). De allí la primera consecuencia. En la medida en que la constitución de la identidad implica la diferencia de otras identidades, es que se conserva la inestabilidad que subvierte la constitución de la identidad misma. Desde ese punto de vista, la identidad siempre es malograda. Por otra parte, si el único modo de definir los particularismos es mediante sus límites y el único modo de definir los límites es acudiendo a ‘algo’ más que los particularismos, la posibilidad de dar cuenta de los límites se encuentra en el antagonismo de lo universal. Lo universal es todo lo que no es particular, no tanto porque se reproduzca en el gesto de indiferencia a lo particular, sino porque insiste en presentarse ausente. Lo universal se plantea así como límite.

Lo importante es señalar, como segunda consecuencia, que lo universal se deriva de lo particular en cuanto límite y no como lo exterior trascendente de lo particular. Esta es una manera de derivar lo universal sin acudir a una realidad superior a la de los particularismos, librándonos de la idea de que lo universal subsume lo particular por ser trascendente. Laclau intenta así mostrar que la plenitud ausente, que es lo universal, es inherente a lo particular, pero simultáneamente inalcanzable (Cf. 1996, p. 97). Finalmente, si lo universal es imposible no puede ser representado, pero se necesita. Si decimos que lo universal se caracteriza en una variable vacía es para mostrar la inadecuación De cualquier contenido que le pudiera ser asignado. En el intento de llenar ese vacío, los particulares se presentan como alternativas que, sin embargo, no logran trascender por la subversión propia del antagonismo al que se someten. Esto significa que lo particular intenta elevarse a sus propios límites y en el intento concurrente de lograrlo trastornan y perturban la constitución de lo universal (Cf. Laclau, 1996, p. 98).

La pregunta inmediata es ¿cómo es posible alcanzar la formulación de lo universal? ¿Es la condición de lo universal permanecer indeterminada? Laclau diría que la equivalencia es la alternativa a través de la que se puede mostrar la disolución de los particularismos en el sentido de originarse lo universal más allá de las diferencias. Es clave percibir que no se trata de la fusión de los particularismos. Es que la equivalencia corresponde a la comunidad de lo particular siendo posible su existencia en el espacio de la plenitud ausente, esto es, en la representación de cada identidad diferencial. Laclau asegura que en el hecho de no sugerir ningún contenido de la equivalencia, encontramos la oportunidad de ligar lo particular sin eliminar las identidades diferenciales. ¿Cómo sería esto? En la equivalencia, pensaría Laclau, se tiende a zanjar las diferencias en el ‘movimiento tendencial’, pero siempre resistido, de los antagonismos (Cf. 1996, pp. 79-80).

El movimiento tendencial podría definirse como la confluencia de lo particular hacia su propio límite, o sea, la tendencia a instaurarse como universal. La presencia de lo particular es la que asegura que tal confluencia no logre cristalizarse en alguna medida. En medio de los heterogéneos particulares que tratan de trascender hacía su límite es que se percibe la dominante hegemónica, es decir, la tendencia comunitaria de definir lo universal. ¿Qué garantiza la tendencia hegemónica? El hecho de que no existe contenido de lo universal; por el hecho de que no se le asigna contenido a lo universal. La hegemonía tiene que ver con la imposibilidad de cierre a tal o cual particularismo; imposibilidad que se explica en el dominio de la existencia de identidades diferenciales que buscan realizarse plenamente. Laclau defiende, en ese sentido, que la amplitud de la hegemonía no se refiere tanto a la adición de particularismos como a la composición más fuerte que mantendría los particularismos en su tendencia a perseverar (Cf. 1996, pp. 81-82). No es cuestión, pues, de sumatoria; es de composición. De nuevo, lo que garantiza que lo universal no se imponga por la vía de la realización plena de algún particular es la conflictividad propia de la coexistencia de las identidades diferenciales que insisten en trascender hacia sus propios límites. Esto es lo que explica que la hegemonía resulte inestable y penetrada por la ambigüedad entre lo particular y lo universal.

La hegemonía, en el fondo, liga al dominio de la interacción belicosa de los particulares luchando entre la estructuración de lo universal y en el mantenimiento de lo particular —lo universal, diría Laclau, siempre es parcialmente logrado[17]. En suma, con la formulación de lo universal contaminado ya no se tiene la abstracción en la que se niega la concreción de lo particular, sino que se obtiene la abstracción de lo concreto mediante la exposición de sus límites. Lo universal, en esa clave, deja ver el fracaso del formalismo teórico de la síntesis superior en beneficio de la abstracción del límite sistemáticamente elidido por lo particular[18]. Es así que lo universal contaminado ya no convoca aquello que es autoidentico a todo lo particular, puesto que afirma la incompleta acomodación de lo particular a la esfera que lo cobija parcialmente.

Debemos insistir en que la presunción subversiva de lo particular en lo universal y de la necesaria presencia de lo universal en lo particular sirven como formulaciones que eluden una versión de lo universal en la que se supone emerge del juego simultáneo de las significaciones y, en el otro extremo, de la celebración sin más de la pluralidad de lo particular. Resaltamos, en contraste, que la híbrida interpenetración de lo universal en lo particular es una idea que revela la formación de la equivalencia en la frontera inherente entre lo uno y lo otro (lo universal y lo particular). Al ubicar la equivalencia más allá de toda diferencia específica sin recurrir al externo valor de la universalidad trascedente, encontramos ocasión para una realidad densamente poblada de lo particular, no obstante, se presenta la posibilidad de la integración. Al menos esta sería la esperanza: en lo que compete a lo particular, la dimensión de coexistencia no se limita a la negación de las diferencias que le son propias, sino al antagonismo por el cual cada particular tiene tendencia a elevarse por encima de su singularidad propia —tendencia a la universalización. Si se asume tal tendencia en el conjunto compositivo de los particulares, parece que tenemos en pugna el proyecto de erigir lo universal con referencia a la tensión misma que implica el enfrentamiento de particulares que intentan encarnarlo. Lo universal no puede ser así fijado ni habría ninguna pretensión de cobijar enteramente las demandas de lo particular. ¿Pero, entonces, dónde encontramos la posibilidad de la coexistencia mutua de lo particular y lo universal? Pues allí donde lo universal es imposible por los efectos de lo particular y allí donde lo particular tiende a convertirse en lo universal. Esa oportunidad es la que se nombra como hegemonía. Hegemonía es, en efecto, el proceso contingente y continuamente conflictivo en el que lo particular expone su existencia diferencial a la oportunidad de erigir lo universal. Mejor aún, en lo universal contaminado por lo particular no se pretende su superación o mediación en esencias pretendidamente compartidas; al contrario, reafirma lo particular en lo que tiene diferencial para constituirse justamente como el lugar de las diferencias encontradas. Lo que ofrecería una gran posibilidad: la oportunidad del muchos antagónico en el que pensar la vida común.

El proyecto político de la hegemonía guarda la suposición de que activamente podemos instaurar el orden social a partir de la formación de normatividades constituidas en el juego antagónico de agentes sociales diferenciados. Laclau y Mouffe creen en la oportunidad del cambio y transformación a través de la acción social (mediante las luchas, diríamos en su vocabulario); pero también creen que no debe desconocerse la realidad material de la existencia a la hora de plantear la organización política[19]. En últimas, creen que la hegemonía es la oportunidad de una mejor democracia siempre que se reconozca la intervención de la acción social (las luchas) en el proceso de construir el vínculo común. Esta idea supone una problemática que se hace interesante en la medida en que ofrece una respuesta al dilema de las determinaciones asfixiantes de los aparatos represivos e ideológicos de Estado. Tal respuesta es que al hablar de articulación política debemos poder introducir la oportunidad del orden social con sentido construido por individuos y grupos que presentan y defienden motivaciones diversas (antagonismo). No es menos importante la referencia a la acción social en el sentido de las luchas y reivindicaciones de las creencias y motivos puestas en consideración frente a los demás, que la referencia a las condiciones materiales de existencia y las determinaciones venidas de los procesos implícitos en la realidad económica. La oportunidad de la democracia, se diría así, depende de asumir ese doble punto de vista.

 

Es fundamental entender que así se asigna la posibilidad de constituir antagónicamente el orden social (hegemonía) a la dimensión simbólica —discursiva, diría Laclau— del sentido. Es por eso que se considera que el orden social atiende a algo más que los procesos de la base real o la intervención ideológica sobre la conducta humana; atiende, si se quiere, al sentido fijado parcialmente en el intento de construir lo social. Es de indicar que al ubicar el orden social en el dominio de lo simbólico se procede mediante la asignación de sentido a la actividad colectiva de los sujetos que trabajan y elaboran la realidad más que al individuo racional que libremente propone normatividades legítimas. Esa indicación es para mostrar que la domesticación de los antagonismos, en el acto de institución de la hegemonía, tiene que ver con la presuposición contaminada de los agentes sociales en pugna.

El problema que nos resulta interesante no es tanto la validez teórica mediante la que se pretende solucionar el tema de la coexistencia de agentes sociales caracterizados en sus diferencias éticas (conflicto de las maneras de ser), sino el del abismo en el cual se propone es posible la construcción de lo social. Este abismo es el de la realidad concreta y su diferencia radical con el registro simbólico que pertenece a la construcción colectiva del sentido, es decir, el abismo que separa la realidad de las cosas y la experiencia de las cosas mediada por nuestra compresión de la realidad. Al hablar del abismo entre realidad y comprensión se enfoca más que en la distinción trascendental entre la percepción y la conceptualización de la realidad; en el fondo, se habla de la decisión contingente mediante la cual lo social es conjurado en el gesto de procurarnos, en el registro de la realidad, la posibilidad de trabajar con ella. La decisión de trabajar simbólicamente con la realidad no es simplemente racional. El terreno de las prácticas concretas y de las significaciones puestas en conflicto incluye el momento del trabajo colectivo por el que se funda lo social.

Una y otra vez Laclau dirá que lo social y que lo político no coinciden en la realidad real; coinciden en el sentido en que lo social es la construcción, mediada por los antagonismos, de lo político. Sin esencialismos (una misma nación, una misma raza, unas mismas costumbres) o presuposiciones antropológicas (acerca de la racionalidad o irracionalidad de las personas) que apoyen la jurisdicción que obliga a la coordinación de los individuos y sin la pretensión de conceder alguna normatividad trascendental, lo político señala la ausencia de la universalidad fundante tanto en la objetividad de las cosas vividas como en el registro subjetivo mediante el que elaboramos el entorno común.

Encontramos así la definición del trabajo de elaboración simbólica o de la deformación en el concepto de antagonismo. Recordemos que antagonismo es el campo de diferencias encontradas, pero parcialmente reconciliadas por las cadenas de equivalencias que no son positivas —como si hubiere en realidad ‘algo’ común a todos nosotros— sino que están orientadas hacia lo que no es. ¿Qué quiere decir esto? La equivalencia es el límite de las diferencias en el mismo sentido en que lo universal es el límite de lo particular. La equivalencia y lo universal representan el fracaso de simbolización completa de lo diferente y de lo particular, siendo tal fracaso la imposibilidad de dar cuenta absolutamente de lo que es diferente y de lo que es particular —no se puede olvidar en la reflexión de Laclau el tema de lo universal como significante vacío (Cf. 1996, pp. 36-46). Se trata del límite en el que ya no se puede caracterizar lo que es propiamente particular y diferente sin traicionar su naturaleza misma. No podemos decir nada de todo lo que es particular y diferente sin suponer lo universal y la equivalencia entre lo que es precisamente particular y diferente —no podemos decir que todos somos distintos sin traicionar la idea misma de que cada humano es particular o suponer la traducción de las diferencias en alguna constante humana de las variaciones individuales.

Lo importante para nosotros es el modo en que el determinismo de losaparatos de Estado tiene respuesta en la propuesta de la hegemonía, sobre todo, en lo que corresponde a la afirmación de la brecha entre las demandas particulares de los agentes sociales y la necesaria dimensión de lo universal-político entendido como límite manifiesto en la construcción simbólica de la realidad. Somos conscientes de que aceptar la coerción e intervención de los aparatos de Estado es admitir que las determinaciones reales de la base económica son complementadas por la sobredeterminación nacida en a dimensión en la que se registra nuestra compresión de las cosas. ¡Y esto implica admitir simultáneamente que vivimos para sostener la dinámica de la producción y que no podemos hacer nada para evitarlo! Esa es la conclusión a la que la teoría de la hegemonía contesta. Y no es que se anteponga una visión (Althusser) teórica a otra (Laclau y Mouffe). Es que descubrimos en el tema de la hegemonía la problematización del determinismo por la vía de la afirmación de la dimensión concreta de la existencia sin renunciar a la afirmación de la dimensión política en la que las cosas pueden presentarse de otra manera. Así, lejos de decir que Laclau y Mouffe tienen la razón y que todos los demás son ciegos marxistas ortodoxos, lo que nos importa es esto: el problema de la instauración antagónica de la hegemonía, o en otras palabras, la cuestión de la organización social y de la pregunta acerca de cómo darnos a nosotros mismos la oportunidad política de vincularnos en el proyecto de vivir juntos —sin ninguna presuposición de homogeneidad o identidad única.

Aquí decimos que ese problema está basado en la concepción según la cual la política tiene que ver con la producción colectiva de sentido. Y nos preguntamos ¿cómo es posible la política, o sea, la significación opuesta al orden positivo de las condiciones de existencia, en lo que se denomina la «organización social»? La respuesta es: la democracia radicalizada. Y esto por la siguiente razón. Hemos señalado previamente la importancia de las equivalencias en lo particular con énfasis en su origen inherente a las diferencias reales de las personas. Hemos de alegar además que ese postulado garantiza cierta sistematicidad, cierta unidad mínima, pero no excluyente ni fundante del orden social. Nuevamente: Laclau y Mouffe no creen en la abundancia de las diferencias ni en el relativismo de lo particular. Laclau y Mouffe creen más bien en la necesidad del orden —la primacía de lo político sobre lo social, diría específicamente Laclau (Cf. 1993, p. 33). Sólo que tal orden se traduce, más allá de la anulación de las diferencias y de su traslado a la unificación política (contrato), en el antagonismo fundante del sistema. Eso explica la constante referencia a la imposibilidad de encontrar una unívoca caracterización de lo universal. El punto es que los efectos de esa idea se ven inmediatamente plasmados en la irrenunciable petición de formar lo universal —que es la petición de encontrar el orden— no obstante, antepuesta a la exigencia de evitar alcanzarla por completo —exigencia que se supone es propia de la dicotomía entre lo universal y lo particular.

No tenemos así sistematicidad pura u orden cristalizado. Pero tampoco simple dispersión —lo que siempre da temor por recordar el estado de naturaleza. Tenemos, al contrario, lo particular como precondición de lo universal y lo universal constituido por lo particular en tal antagonismo que no puede hablarse nunca de la fijación plena de lo uno o de lo otro —a no ser que se imponga violentamente. Laclau y Mouffe politizan la idea al ponerlo en estos términos: los agentes sociales responden a las condiciones de existencia reales que los diferencian, pero pueden estabilizar transitoriamente esas diferencias —muchas veces en pugna— en la construcción del vínculo político. Ese vínculo da sentido al orden contingente de la política mediante el que se soslaya la dispersión de las diferencias. ¿Qué garantiza la contingencia? Sabemos que la respuesta es el antagonismo primario que impide cualquier cierre de sentido absoluto.

Hagamos abstracción de los postulados en escena: i) la organización social depende de la instauración de lo político como vínculo que sirve de equivalencia a las diferencias particulares de los agentes concretos; ii) ese vínculo nace del antagonismo de agentes competitivos que buscan, a partir de las condiciones reales en las que viven, hacer prosperar sus motivos, intereses y luchas; iii) el antagonismo es primario y constituyente de lo político abriendo la organización social a todo lo que es posible incluir con referencia a los particularismos de los agentes (lo universal contaminado es la equivalente abierta a las diferencias constitutivas); iv) la diferencia entre la mera existencia de cosas y el ámbito simbólico de las significaciones colectivas da lugar a la brecha en la que se juegan unas determinaciones efectivas de la realidad y unas determinaciones de sentido ligadas a las luchas de los individuos y los grupos.

Quizá lo más interesante de la propuesta de Laclau y Mouffe es que al borrar parcialmente los marcadores reales que son los patrones sociopolíticos y económicos que se supone corresponden a la vida individual y colectiva, se abren las posibilidades de la libertad y la emancipación. ‘Contingencia’, ‘construcción de sentido’, ‘hegemonía’, ‘acto de instauración’, ‘política’ son los términos de esas posibilidades. Y es que al negar cualquier esencia fundacional —se trate del supuesto del trabajo como actividad característica de la condición humana, o se trate del supuesto de la determinación en última instancia de la infraestructura— se amplía el espacio del ejercicio político. Más aún, si se concede relativa efectividad en lo que somos y en cómo actuamos a la realidad material de las condiciones de existencia, también se concede a los seres humanos el destino de considerar cuál es el mejor modo de organización posible. La emancipación respecto a la realidad imperante se garantiza en la dimensión política. En esa dimensión no se niega el hecho de que hablamos, sentimos, pensamos, actuamos de cierta manera; no se niega que las razones por las que actuamos, sentimos, pensamos, tengan relación con el modo en que, en efecto, vivimos. Pero al tiempo que no se niega el hecho concreto de vivir, se afirma la esperanza de que la gente participe en la construcción de nuevos horizontes políticos. Laclau y Mouffe no olvidan que la realidad tocante al modo en que se vive concretamente es tan relevante como nuestras luchas por alcanzar una vida construida sobre la base de las propias esperanzas, anhelos, deseos, perspectivas. Por eso es tan necesario, diría Laclau, construir el marco político de la coexistencia social; mejor aún, la postulación de la instauración hegemónica es la estrategia teórica que sirve para resolver el problema de las diversas demandas, las peticiones y las exigencias que presentamos en virtud de las condiciones objetivas en las que vivimos.

 

 

Notas

* El artículo hace parte de la investigación doctoral titulada Lenguaje, política y poder. Perspectivas de la pragmática. Financiada por la Beca Apoyo a la Comunidad Científica Nacional – Doctorados Nacionales (Colciencias - Banco Mundial).

[1] Se insiste en la discusión de Laclau con Žižek sobre si lo Real nombra la dialéctica de la doble negación o de si nombra el hiato entre lo particular y lo universal, entre lo real y lo simbólico.

[2] Digamos que la democracia es el logro de una tradición y unas costumbres loables y seguramente deseables y bien intencionadas, pero que no se nos diga que es el resultado natural de alguna evidencia dada de antemano (racionalidad) ni que es el único horizonte de vida.

[3] Bien entrada su obra, probablemente después de Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Laclau termina por inclinarse hacia el problema de lo normativo (Cf. Critchley y Marchart, 2008, pp. 145-227).

[4] Virno sigue con cierto detalle las reflexiones contrapuestas de Spinoza y Hobbes, pensando en que son los representantes correspondientes de las nociones de multitud y pueblo. Nos tomamos, sin embargo,  la libertad de asumir que es el propio Virno el que habla con referencia a Spinoza y Hobbes, de manera que parece importante aislar su hipótesis sobre el problema de la multitud al margen de si es o no justa su aproximación a esos tradicionales pensadores. Para cualquier ajuste de cuentas entre Spinoza, Hobbes y Virno, remitirse a Gramáticas de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas (2003, pp. 11-105).

[5] Virno considera que la arremetida teórica con el concepto de multitud se encuentra presente en la tesis del monopolio de la decisión política que Hobbes defendería en el Leviathan y en De Cive (Cf. 2003, pp. 13 y ss.).

[6] La expresión ‘formas de vida’ debe ser entendida en el sentido amplio de los modos de ser heterogéneos tanto en lo que respecta a la interacción lingüística como en lo que toca a las prácticas individuales y de grupos y las identidades asociadas a esas prácticas, etc.

[7] Cf. el tema del sujeto como pliegue, Deleuze, 1987.

[8] Mouffe es quien particularmente se pregunta cómo observar el conflicto pensando en que pudiera adoptar una forma tal que no destruya la asociación política (Cf. 2005, p. 26).

[9] Esta discriminación remite al argumento de Mouffe según el cual la constitución del nosotros debería ser considerado como el momento de organización de los muchos en el pueblo o en la voluntad  democrática de las personas. En realidad, se trata de la particular aproximación de Mouffe al problema de la participación democrática y de la constitución de la unidad política a partir de la reformulación de la noción de demos en el análisis de Schmitt. Esto podría ser interesante en la discusión que Mouffe plantea con la concepción liberal de la democracia —lo que implicaría otro tipo de esfuerzo teórico a la hora de reconstruir la argumentación que ella presenta (Cf. 2003, pp. 53-72). Por nuestra parte, hemos intentado aproximarnos a esa cuestión desde el punto de vista de la oposición de las nociones de multitud y de pueblo con recurso a la investigación de Virno. En cualquier caso, intuimos que ambas aproximaciones tienen en común el plantear la cuestión de la unidad política haciendo referencia al conflicto entre la petición de la homogeneidad sustancial común en tanto fundamento del Estado y el reconocimiento de la heterogeneidad proveniente de la desigualdad empírica de los individuos. Es claro, como veremos, que la concepción de la radicalización de la democracia yace en medio de esas dos cuestiones.

[10] Más adelante Mouffe agrega: “Éste es el verdadero significado de la tolerancia liberal democrática, que no implica condonar las ideas a las que nos oponemos o ser indiferentes a los puntos de vista con los que no estamos de acuerdo, sino tratar a quienes las defienden como a legítimos oponentes” (2003, p. 115).

[11] Según Mouffe, la democracia requiere del pluralismo: “sin una pluralidad de fuerzas que compitan en el esfuerzo de definir el bien común, que se proponga fijar la identidad de la comunidad, la articulación política del demos no podría producirse” (2003, p. 71).

[12] Como dice Butler, “lo que yo entiendo como hegemonía es que su momento normativo y optimista consiste, precisamente, en las posibilidades de expandir las posibilidades democráticas para los términos claves del liberalismo, tornándolos más inclusivos, más dinámicos y más concretos” (Butler, 2000, p. 19).

[13] Cf. Tormey, 2006; Scott, 2007; Howarth, 2000 y 2008; Norval, 2008; Marchart, 2009.

[14] Laclau afirma explícitamente que el multiculturalismo despunta en el agregacionismo o la mera oposición real de agentes que se reconocen y nada más se toleran o se eliminan (Cf. 1996, p. 63). Por otra parte, Laclau diría que el problema de la democracia no es exclusivamente tema del enriquecimiento propio en reconocimiento de los demás y del tema del reconocimiento mutuo como agentes capaces. Sería interesante contrastar esa postura con la de Ricoeur en Caminos de reconocimiento (1996).

[15] Como dice Laclau, “el proceso democrático puede ser considerablemente profundizado y expandido en las sociedad actuales si se tiene en cuenta las reivindicaciones de vastos actores de la población —minorías, grupos étnicos, entre otros— que habían sido tradicionalmente excluidos de ese proceso” (1996, p. 66).

[16] Es claro que ni Laclau ni Mouffe descartan el acuerdo intersubjetivo que sería el proyecto de la democracia; simplemente se pregunta cómo sería posible tal acuerdo en el contexto del pluralismo y con énfasis en el acto de su construcción radical —o sea más allá de su seguimiento y aplicación (para esto último, Cf. Zerilli, 2008, p. 122).

[17] Es famosa la afirmación de Laclau de que la sociedad es necesaria al tiempo que imposible. Creemos que la idea tiene que ver con la caracterización de la hegemonía como orden ausente que se plantea con ocasión del exceso de los particulares. La imposibilidad misma de la sociedad se muestra en el hecho de que no podemos representarla adecuadamente. Hegemonía es el término de ese vacío, dice Laclau, en el sentido en el que intenta explicar el orden de la sociedad relegándolo siempre a la inestabilidad y constitutiva ambigüedad de la equivalencia (Cf. 1996, pp. 84-85).

[18] Para una crítica detallada al formalismo teórico, Cf. Butler, 2000, pp. 17-30.

[19] En lo que respecta a la reflexión de Laclau y Mouffe no nos interesó tanto la descripción de los conceptos y los posibles fracasos del argumento, ni tampoco las discusiones y acercamientos con otros modelos, como la problemática general de la hegemonía. Para esa cuestión puede consultarse varios comentaristas mejor informados (Atilio y Cuellar, 1983; Atilio, 1996; Marcos Engelken, 2008; Ipola, 1979). En lo que sigue, reforzamos la idea de presentar el problema de la hegemonía haciendo hincapié en que presenta una solución al dilema del determinismo de los aparatos de Estado.

 

 

Referencias bibliográficas

 

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Cómo citar este artículo

González, Sebastián. (2010, julio-diciembre). Pragmática de las oposiciones. El problema político de la Multitud. Estudios Políticos, 37, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, (pp. 33-72).

 

Fecha de recepción: 14 de abril de 2010 / Fecha de aprobación: 02 de agosto de 2010

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