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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.39 Medellín July/Dec. 2011

 

SECCIÓN GENERAL

 

La guerra asimétrica. Una lectura crítica de la transformación de las doctrinas militares occidentales*

 

Asymmetric War. A Critical Reading of the Transformation of Western Military Doctrines

 

 

Raúl Zelik1

 

1 Dr. Phil. de la Universidad Libre de Berlín, profesor asociado de la Universidad Nacional, Sede Medellín en Ciencias Políticas. Integrante de los grupos: ''Alternativas al Desarrollo'' de Quito, y ''Trabajo, desarrollo, mundialización'', Colombia. Línea: ''Emancipaciones // Contrainsurgencias''. Correo electrónico: raul.zelik@emdash.org

 

Fecha de recepción: noviembre de 2010
Fecha de aprobación: abril de 2011

 

Cómo citar este artículo: Zelik, Raúl. (2011). La Guerra Asimétrica. Una lectura crítica de la transformación de las doctrinas militares occidentales. Estudios Políticos, 39, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, (pp. 168-195).

 


Resumen

A pesar de que contradicen la concepción de ''conflictos de baja intensidad'', las ocupaciones de Irak y Afganistán están fuertemente influidas por los conceptos más antiguos de las ''guerras pequeñas'' —small wars— y de las ''intervenciones de bajo perfil'' —low footprint interventions—. El autor describe la evolución del concepto de 'guerra asimétrica' y se argumenta que la conducción asimétrica de la guerra ha sido un elemento de las estrategias bélicas de Occidente durante el siglo XX, mucho antes de que concluyera la confrontación de los bloques o aparecieran las llamadas ''nuevas guerras'' —new wars—. El autor identifica tres tendencias en la evolución de la guerra en conexión con los conflictos asimétricos: 1) una reorientación que conduce de los asuntos militares al problema del control social de la población; 2) una irregularización de la violencia, que implica una ruptura con las leyes y los acuerdos internacionales, y 3) la subcontratación —outsourcing— del ejercicio de la guerra a fuerzas irregulares aliadas, tales como corporaciones militares privadas, milicias, grupos paramilitares, señores de la guerra e incluso, crimen organizado.

Palabras clave: Guerra Asimétrica; Contrainsurgencia; Estrategias de Seguridad; Nuevas Guerras.


Abstract

In spite of contradicting the concept of ''low intensity conflicts'', the military occupations of Iraq and Afghanistan are strongly influenced by older concepts of ''small wars'' and ''low footprint'' interventions. The author outlines the development of the notion of ''asymmetric war'' and argues that asymmetric warfare has been an element of Western military strategies throughout the 20th century—long before the end of the block confrontation and the emergence of so called ''new wars.'' The author identifies three tendencies of state warfare in the context of asymmetric conflicts: 1) a reorientation that leads from military issues to the problem of social control of the population, 2) an irregularization of state violence implying the breaking of laws and international conventions, and 3) the outsourcing of warfare to allied irregular forces such as private military companies, militias, paramilitary groups, warlords and even organized crime.

Keywords: Asymmetric Warfare; Counterinsurgency; Security Strategies; New Wars.


 

 

Presentación

En los últimos años, las doctrinas militares occidentales han sido sometidas a un proceso de transformación profunda. La Organización del Atlántico Norte (OTAN) habla hoy, a la luz de los atentados islamistas y los ataques de piratas en la zona del Cuerno de África, de ''nuevos desafíos asimétricos''. En medios universitarios y foros políticos, el concepto de las ''nuevas guerras'' del hemisferio sur se ha convertido en una figura discursiva fija. Y todo discurso se basa en la suposición de que la ''civilización occidental'' está amenazada por el caos y, por consiguiente, se enfrenta a formas completamente nuevas de confrontación militar.

Este artículo analiza críticamente estos discursos sobre políticas de seguridad; comienza bosquejando los antecedentes del concepto de 'guerra asimétrica' que ronda los actuales debates públicos. A partir de ahí desarrolla la tesis de que en la conducción de la guerra asimétrica durante el siglo XX por parte de los Estados occidentales se pueden observar, incluso mucho antes del fin de la confrontación entre los bloques en 1989, tres tendencias evolutivas: 1) una reorientación que se aparta de las cuestiones puramente militares y se desplaza hacia un control social de la población, una tendencia que podríamos llamar la ''biopolitización'' (Cf. Foucault, 2004b) de las doctrinas militares; 2) una desregulación de la violencia estatal, que permite el desquiciamiento de acuerdos y convenciones, y 3) una tercerización (outsourcing) de la actividad bélica hacia tropas irregulares aliadas (milicias, señores de la guerra, empresas militares privadas), lo que hace que la guerra se haga más informal y se desborde aún más hacia otros ámbitos. La tesis anterior se basa en una investigación sobre la guerra en Colombia (Cf. Zelik, 2009), pero se explica en este artículo a la luz de varios conflictos asimétricos de las últimas décadas.

 

1. ¿''Nuevas guerras''?

El fundamento discursivo de los debates contemporáneos sobre políticas de seguridad es el concepto de las ''nuevas guerras'', acuñado sobre todo por Van Creveld (1998, primero en 1991) y Münkler (2002a y b).1 El final del enfrentamiento de los bloques aparece en este contexto como una ruptura histórica, que hace que las constelaciones bélicas entre Estados —simétricas— sean sustituidas por las asimétricas. Como rasgo peculiar de este fenómeno se suele señalar, sobre todo por parte de Münkler, que el ''acotamiento'' —hegung— de la violencia bélica está desmoronándose. La guerra interestatal característica del Orden de Westfalia habría limitado la violencia —según la tesis de Carl Schmitt (1963)— mediante la adopción de acuerdos internacionales. Los bandos estatales beligerantes se habrían comprometido a cuidar de los prisioneros capturados o distinguir entre civiles y combatientes. Los ''nuevos'' actores bélicos, en cambio, ya no se sentirían vinculados por dichas reglas. De esa manera habría retornado, solo que en el ámbito global, la situación de violencia que había sido erradicada de Europa por medio de la Paz de Westfalia. Ni Creveld (2003) ni Münkler (2005) dejan dudas sobre las consecuencias políticas de este hecho: exigen que los Estados occidentales se comprometan con una misión de ordenamiento global e intervengan allí donde sus intereses particulares lo demanden.

Es digno señalar lo poco que ha sido criticado, o incluso analizado, el cariz neoimperialista y neocolonialista de las tesis anteriores.2 La escalada de guerras civiles y el desarrollo de formas específicas de campañas de pillaje son presentadas en ellas como problemas exclusivos del hemisferio sur, el cual —habiendo fracasado por incompetencia propia— amenazaría ahora con arrastrar consigo hacia el abismo al Occidente civilizado (para una crítica a Münkler Cf. Zelik, 2005, 2007).

Las tesis de Münkler y Van Creveld, aunque rebosan de prejuicios y perogrulladas o, precisamente por ello, han influido persistentemente los discursos de seguridad de la OTAN: hoy en día los piratas, los señores de la guerra y las mafias son calificados como potenciales amenazas militares. Y se trataría, según el discurso en boga, de enemigos que si bien deben ser enfrentados militarmente, serían inmunes a los remedios tradicionales. Por ello sería necesaria una transformación profunda de las concepciones militares: los ejércitos occidentales equipados para guerras interestatales tendrían que ser reestructurados de forma tal que pudieran acometer operaciones policiales internacionales y de duración ilimitada (para una crítica al concepto de guerra policial Cf. Diefenbach, 2008).

En este contexto se silencia completamente, sin embargo, que las experiencias de Estados occidentales en la conducción de guerras asimétricas son mucho más antiguas. Desde hace siglos, tanto Europa como los Estados Unidos han llevado a cabo conflictos asimétricos en los que de manera sistemática se violó la promesa del control estatal de la violencia:3 así, por ejemplo, en el aplastamiento del levantamiento filipino por parte de los Estados Unidos a partir de 1899 (Cf. Schumacher, 2007), o en 1904 en la actual Namibia, donde el comandante colonial alemán Lothar von Trotha declaró, con motivo de la revuelta de los herero, que a partir de ese momento no se discriminaría entre mujeres, niños y rebeldes, iniciando así lo que algunos historiadores han calificado como el primer genocidio del siglo XX4 (Cf. Schaller, 2008; Zimmerer y Zeller, 2003). Aparentemente, los países occidentales están bastante familiarizados no solo con las guerras asimétricas, sino también con la aplicación premeditada del terror contra la población civil; o sea, con medios que en el sentido literal de la palabra pueden ser calificados de ''terroristas''.

También se suele perder de vista que ya en la década de 1960 las guerras asimétricas habían sido tema de discusión acalorada. En ese entonces se caracterizó a la guerra de partisanos —que había desempeñado durante la Segunda Guerra Mundial en el sur de Europa y en el Lejano Oriente un papel decisivo en el desenlace de la contienda y que después de 1945 fue asimilada en todo el mundo por los movimientos antiimperialistas— como un ''nuevo tipo de lucha''. En su ''Teoría del partisano'' (Theorie des Partisanen, 1963), Carl Schmitt describió, con una mezcla de repugnancia y fascinación, este fenómeno, cuya virulencia ya había quedado de manifiesto en las derrotas francesas de Indochina y Algeria. Sin embargo, mientras que Schmitt veía un peligro en el prototipo del partisano revolucionario, dado que este habría introducido una nueva dimensión política de hostilidad en el conflicto bélico, Sebastian Haffner (1966, p. 22) caracterizaba por ese entonces la guerra llevada a cabo por los partisanos, aun admitiendo todas ''sus calamidades específicas'', como ''la forma verdaderamente democrática de la guerra, un sangriento plebiscite de tous les jours [plebiscito cotidiano]''. Pues, a diferencia de los cuadros del ejército, que podían poner en marcha su maquinaria bélica cuasi aristocráticamente, los líderes guerrilleros se verían obligados a reconquistar cada día sus recursos y el apoyo de la población.

A pesar de que las guerrillas anticoloniales y revolucionarias del pasado ya no existen, la manera asimétrica como Occidente conduce la guerra sigue estando dominada por las experiencias de las luchas antisubversivas del siglo XX. Cuando los estrategas militares estadounidenses hablan hoy de la ocupación de Irak o de Afganistán, discuten principalmente acerca de las particularidades de la guerra de partisanos. Thomas Hammes (1994 y 2005), por ejemplo, creador de la categoría de Guerra de Cuarta Generación o 4GW —Fourth Generation War—,5 que se ha impuesto en los círculos militares estadounidenses, describe la ''guerra popular prolongada'' de Mao como un patrón todavía válido para los conflictos asimétricos: en la 4GW, signada por redes flexibles y por la ausencia de frentes claramente definidos, no se trata únicamente de combatir ''hordas'', ''mafias'' o ''tribus'', como el concepto de las nuevas guerras podría sugerir. En ella —al igual que en la guerra partisana tradicional— triunfa, por el contrario, aquel bando que logre ganarse la simpatía de la población. Pero es justamente el reconocimiento de este hecho lo que implicó hace ya medio siglo una transformación radical de las ideas militares. Lo central no era ya, en efecto, la victoria militar sobre el enemigo, sino el control político y social sobre la población.

 

2. El concepto de la guerra integral: incidir sobre la población

La lección más importante que los militares tuvieron que aprender en los años cincuenta durante su enfrentamiento contra grupos guerrilleros fue la necesidad de concebir la guerra de una manera más amplia. Es decir, se trataba de apartarse de problemas estratégicos clásicos como ''terreno'', ''recursos'' o ''ejército enemigo'', y enfocarse en la población a la que había que atraerse o al menos controlar.

Los primeros en incorporar estratégicamente tales consideraciones en el discurso militar fueron las potencias coloniales. Fue así como los militares franceses, basados en sus experiencias en Indochina y Algeria, llegaron a formular la llamada doctrina francesa. El oficial Roger Trinquier, nacido en 1908, quien estuvo destacado tanto en Indochina como en la ''Batalla por Argel'', es uno de los ''padres'' de esta doctrina. En su ensayo sobre estrategia La guerre moderne (1963, primero en 1961), que sería recibido en todo el mundo como guía contrainsurgente y se convertiría en uno de los primeros manuales contraguerrilla del ejército colombiano, defendía la tesis de que la doctrina militar de los Estados occidentales debería irregularizarse radicalmente. Trinquier insistía en la importancia de la población en la guerra asimétrica: ''El habitante [...] está en el centro del conflicto y es su elemento más estable. Ambos bandos se ven forzados, quiéranlo o no, a involucrarlo en la contienda. Hasta cierto punto éste pasa a ser un combatiente'' [Trinquier, 1963]. Esto implicaba entender la guerra de partisanos como un ''sistema interconectado de acciones (políticas, económicas, psicológicas y militares)'', en el que también los militares debían proceder de forma integral, es decir, combinando estrategias civiles, políticas, sicológicas y económicas. A casi idénticas conclusiones arribaban simultáneamente los británicos con motivo del sometimiento de la insurrección de Malaya (1948-60). R. W. Komer (1972: p. v), en un estudio elaborado para la corporación Rand sobre el trasfondo de la Guerra de Vietnam, extrae las siguientes conclusiones:

Es evidente que la contrainsurgencia [en siglas: C-I] malaya no era eminentemente de naturaleza militar. En efecto, Gran Bretaña y el gobierno malayo prefirieron adoptar una estrategia mixta, combinando programas de guerra civiles, policiales, militares y psicológicos. Todos estos programas se movían en un marco jurídico-legal y propugnaban una transición gradual hacia la autonomía y la independencia, privando a la insurgencia de su atractivo. En todas las etapas del conflicto, las unidades policiales y paramilitares superaron ampliamente al ejército en número de efectivos y sufrieron mayores bajas. (Komer, 1972, p. v).

Esta estrategia, desarrollada según Komer por los británicos bajo el método de ensayo y error, no debe ser entendida, sin embargo, como un signo de moderación bienintencionada. En su empeño por interrumpir los contactos entre la guerrilla y quienes la apoyaban, los británicos procedieron con una extraordinaria brutalidad contra la población civil. Sin embargo, supieron combinar sus medidas de fuerza con acciones políticas:
Resultaron ser decisivos el traslado forzoso de medio millón de colonos campesinos de origen chino, el estricto control de los alimentos y las operaciones de bloqueo de los mismos —food-denial operations—, así como el férreo dominio sobre la población. En el marco de su estrategia de ''zanahoria y látigo'', Gran Bretaña y el gobierno malayo aplicaron como compensación una serie de medidas de orden político, económico y social seguidas de campañas de propaganda que tenían como objetivo conquistar ''las mentes y los corazones'' de la población (Komer, 1972, p. vi).

Tras la Revolución cubana y la intensificación del conflicto de Indochina también los militares estadounidenses discutirían más intensamente a comienzos de la década de 1960 diversas estrategias de contrainsurgencia. Los Estados Unidos, que partiendo de la doctrina Truman veían en el comunismo el principal enemigo y que con su Edicto de Seguridad Nacional —National Security Act— de 1947 habían declarado una especie de estado de conmoción interno (Cf. Greiner, 2007, p. 60 ss.), comenzaron a exportar intensamente a países aliados sus conceptos de contrainsurgencia preventiva. Fue así como durante la década de 1960 la asesoría militar estadounidense produjo en casi todos los países latinoamericanos doctrinas de seguridad nacional parecidas. Esa tendencia se puede constatar de manera paradigmática en el caso de Colombia, donde militares y miembros del servicio secreto de Estados Unidos han participado desde hace casi cincuenta años como asesores en la lucha contraguerrillera.6

Si se analizan los manuales antisubversivos empleados por los militares colombianos entre 1962 y 1987 (Cf. Noche y Niebla, 2004, pp. 18-22; Zelik, 2009, pp. 84-88), se puede apreciar rápidamente cuán profundo era el cambio de mentalidad que se quería provocar en los soldados. Estos eran entrenados para actuar simultáneamente en los ámbitos policial, político, económico, sicológico, militar y de inteligencia. En tal sentido se puede leer en el manual del ejército colombiano de 1987: La conquista de la mente del hombre, el control de sus actividades, el mejoramiento de su nivel de vida y su organización para defenderse contra amenazas, son respectivamente los objetivos de las operaciones sicológicas, de control, de acción cívica y de organización que se desarrollan a través de todas las fases de contraguerrilla.7

Lo que se busca con ello es sobre todo penetrar las estructuras sociales población, lo cual supone que el ejército asuma tareas policiales y de represión. Así, en el manual escrito por el oficial francés Roger Trinquier, empleado también en Colombia a partir de 1963 en labores de adiestramiento, se puede leer:

Para extirpar la organización terrorista del seno de la población, ésta será duramente atropellada, reunida, interrogada y requisada. Tanto en el día como en la noche, soldados armados harán repentinas incursiones en las casas de habitantes pacíficos para proceder a efectuar arrestos necesarios; se podrán producir hasta combates que tendrán que sufrir todos los ciudadanos [...] Pero bajo ningún pretexto, un gobierno puede en este aspecto dejar que surja una polémica contra las fuerzas del orden que solo favorecerá a nuestro adversario [...] La operación policiva será por tanto una verdadera operación de guerra (Trinquier 1963, primero en 1961).
En segundo lugar, se pretende que los militares actúen como cuerpos de inteligencia y establezcan un gobierno de vigilancia permanente. Los soldados reciben instrucciones de recopilar información ''sobre la idiosincracia [sic] de los pobladores, su organización social y política, sus necesidades, sus inquietudes, sus jefes naturales y demás personas destacadas'',8 y de realizar estadísticas sobre los habitantes de regiones concretas. Se recomienda explícitamente a los soldados vestirse de civil y realizar labores de espionaje, e incluso ''someter a prueba'' a los habitantes haciéndose pasar por guerrilleros para comprobar la lealtad de la población hacia el gobierno.

En tercer lugar, se espera que el ejército transforme las condiciones de vida más elementales: que concentre a la población en asentamientos, limite su movilidad, controle las entradas y salidas a ciertas zonas e incluso realice desplazamientos masivos (que en el manual figuran como ''evacuaciones transitorias''). El ejército censa a la población y registra sus datos, realiza campañas de vacunación y bloquea los servicios de salud de carácter no militar.9

Finalmente y en cuarto lugar, el ejército tiene que seguir las pautas de la ''guerra sicológica'' y llegar hasta el fuero interno del ser humano, es decir, su mente y su alma. El objetivo consiste en ''influir en las opiniones, emociones, actitudes y comportamientos de grupos hostiles, de tal manera que apoyen la realización de los objetivos nacionales''.10 La guerra sicológica es entendida en este contexto como método para la inducción de matrices de opinión. El manual de 1979 del ejército colombiano distingue al respecto tres tipos de propaganda: la ''propaganda blanca'', que consta de declaraciones oficiales del poder estatal; la ''propaganda gris'', en que la fuente permanece oculta, es decir, se aprovechan o intensifican ciertos rumores; y finalmente la ''propaganda negra'', en la que se desinforma sobre el enemigo o se ponen en circulación documentos falsificados. De este modo se busca desconcertar, intimidar o desplazar a las bases insurgentes e imponerse a la población civil indecisa.

La ''guerra integral'' contrainsurgente no es por lo tanto una mera guerra policial, en la que el ejército actúe internamente y asuma tareas de la justicia. Para la contrainsurgencia, que se ha ido consolidando como discurso y práctica estratégicos a partir de 1945, la vida y la actitud de la población pasan al centro de la estrategia de guerra. Y aquí las llamadas operaciones sicológicas (PsyOp) desempeñan un papel particular. Como PsyOp se conocen, de forma muy amplia, todas aquellas medidas capaces de influir deliberadamente en los sentimientos y convicciones sociales de un grupo poblacional. Son reconocidas como un ingrediente esencial de la doctrina militar y de seguridad de los Estados Unidos. Los comandantes del ejército estadounidense tienen las siguientes directrices:

Operaciones Psicológicas (PsyOp) son operaciones planificadas para transmitir informaciones y evidencias seleccionadas a audiencias extranjeras, con el fin de influir en las emociones, los motivos, el razonamiento objetivo y, en últimas, el comportamiento de gobiernos, organizaciones, agrupaciones e individuos de otros países. Las PsyOp son un elemento vital en el amplio espectro de las actividades norteamericanas diplomáticas, públicas, militares y económicas.11 (Joint Chiefs of Staff, 2003, p. ix).

Se pretende que esta política comunicacional influya en el público, de forma relativamente transparente, por medio de una propaganda moderada y motivadora. Las mentiras, se indica en el citado documento de la Comandancia General estadounidense, no suelen dar buenos resultados. Pero es indudable que en la práctica, las PsyOp abarcan también misiones encubiertas que recurren a formas extremas de la violencia con el fin de confundir, amedrentar o manipular al público. Junto a la ''propaganda blanca'' mencionada en el Manual de 1979 del ejército colombiano de la Contraguerrilla (véase arriba), se abre aquí una zona gris de actividades de inteligencia que está oculta a los ojos del público.

 

3. Estructuras irregulares, desregulación de los medios empleados

Una segunda tendencia fundamental en la estrategia de guerra asimétrica es el desarrollo de estructuras irregulares por parte de los ejércitos nacionales y la eliminación de reglas que limitan el uso de la fuerza. Se sabe desde hace siglos que las tropas convencionales se enfrentan mejor a grupos rebeldes cuando ellas mismas adopten métodos irregulares. Del Estado Mayor napoleónico por ejemplo se conoce la frase de que a los partisanos hay que combatirlos con métodos partisanos.

Michael Klare (1988) atribuye en buena medida este nuevo fenómeno a esfuerzos realizados bajo la administración del presidente demócrata John F. Kennedy. La Revolución Cubana y la escalada en Indochina habrían movido a los Estados Unidos a modificar su estrategia: se buscaban nuevos métodos para operar en las llamadas ''guerras pequeñas'' —small wars—. En este sentido, el gobierno de Kennedy promovió planes políticos y de desarrollo cuyo propósito era privar a las fuerzas guerrilleras de su principal consigna movilizadora, combinándolos con una transformación del aparato militar. Para Latinoamérica esto se tradujo en la Alianza para el Progreso, que asumió como bandera la lucha contra la pobreza y el fortalecimiento de las instituciones. De otro lado, las estructuras militares fueron modificadas de tal modo que pudieran operar de manera más flexible, irregular y —lo que es no menos importante— encubierta. Se crearon masivamente unidades especiales que fueron entrenadas en la lucha antiguerrillera, como por ejemplo las ''Boinas Verdes'' (Green Berets, oficialmente denominados United States Army Special Operation Forces), que habrían de adquirir una reputación siniestra. Así surgieron bandas pequeñas que actuaban in situ de forma predominantemente autónoma, y eran responsables de la lucha no convencional (la llamada ''defensa interna en el extranjero'') y de realizar operaciones de inteligencia y de acción directa. Como asesores de campo, las Fuerzas Especiales se aseguraban de que los militares nativos no solo conociesen la doctrina de la conducción integral de la guerra, en la que se fundían planes para el desarrollo, políticas comunicacionales y una sicología del terror, sino que también la practicasen.

El desarrollo de las Fuerzas Especiales seguía la lógica interna de los conflictos sin frentes definidos. Bernd Greiner (2007) ha reconstruido la conexión entre la guerra de partisanos y las transformaciones del ejército estadounidense en un célebre estudio sobre la Guerra de Vietnam. Según ese estudio, las tropas norteamericanas se irregularizaron como consecuencia de una cierta impotencia operacional, resentimientos racistas, consideraciones pragmáticas y el intento de imitar al enemigo (o lo que era considerado como tal). En este marco surgieron estructuras semiclandestinas en el seno del mismo ejército estadounidense, como los Tiger Forces, unidades especiales de la División Airborne 101, cuya misión era golpear a la guerrilla empleando las armas de esta: ''Equipadas con pertrechos para treinta días, operativamente dependientes de sí mismas e instruidas para recurrir lo menos posible a las comunicaciones por radio, esas fuerzas tenían libertad para improvisar y, con ello, permiso para moverse en una zona de ilegalidad situada entre la autonomía y la arbitrariedad. En caso de que tuvieran que matar, podían hacerlo sin necesidad de comunicárselo a nadie'' (Greiner, 2007, p. 231 ss.). Eso significa que tenían autorización para asesinar en el interior del país a supuestas bases del Vietcong, y que operaban de hecho como escuadrones de la muerte.

Pero el empleo de estos métodos no se produjo únicamente porque se independizaran ciertas unidades militares durante la lucha antiguerrillera. Los asesinatos y las torturas también fueron justificados como estrategia. Ya años antes Trinquier (1963) había caracterizado el empleo de la tortura como determinante para el resultado de una contienda. Justificaba la tortura apelando al carácter irregular del movimiento partisano. Quien no se comporta como un soldado —decía apelando al concepto schmittiano del Derecho Penal del Enemigo— no puede aspirar a obtener la protección de las leyes y de las convenciones de guerra. Como el poder estatal solo puede combatir a un enemigo si logra desentrañar sus estructuras internas, la contraguerrilla no tendría más remedio que arrebatarle al enemigo irregular su anonimato por medio de la tortura. Trinquier consideraba, sin embargo, que esta solo debía ser ejercida por expertos que supieran qué cosas había que preguntar a los sospechosos y cómo había que hacerlo.

La tortura, que estuvo sobre el tapete con el gobierno de George W. Bush, siempre ha desempeñado una función central en la lucha contrainsurgente. Esta vinculación es mucho más estrecha de lo que pudiera hacer suponer la indignación del público en tiempos recientes. Ya en la década de 1950 los servicios secretos estadounidenses financiaron, en el marco del denominado Programa MKUltra, una serie de investigaciones sobre técnicas de manipulación, de interrogación y de tortura (McCoy, 2005, pp. 32-52). El historiador Alfred McCoy y los periodistas Naomi Klein (2007) y Egmont Koch (2007) han mostrado con mucha plausibilidad que los resultados de estos estudios fueron selectivamente puestos en práctica en los años subsiguientes. Algunos de los métodos investigados —como la privación sensorial, la permanencia forzada en posiciones dolorosas, la deliberada provocación de estados de angustia, así como otras prácticas difícilmente detectables con posterioridad a su ocurrencia— serían incorporados a los manuales de interrogación estadounidenses (CIA, 1963, 1983). Por si fuera poco, los conocimientos sobre la tortura fueron transmitidos a Estados aliados en el marco de la asesoría militar y policial. De ahí que en 1975, cuando se supo que instructores norteamericanos habían formado a funcionarios uruguayos en la aplicación de electrochoques, el Congreso estadounidense se viera obligado a suspender los recursos destinados al adiestramiento de las fuerzas policiales extranjeras (McCoy, 2005, pp. 63-65).12 Unos años después se sabría que miembros del servicio secreto estadounidense habían vuelto a impartir clases sobre técnicas de tortura y habían entrenado a militares hondureños con ayuda del manual de interrogatorios Resources Exploitation Manual (CIA, 1983).13

 

4. La tercerización (outsourcing) de la guerra

Una tercera tendencia de la conducción asimétrica de la guerra consiste, por último, en que las intervenciones se vuelven más indirectas y mediadas. Tras el visible fortalecimiento de las corporaciones privadas militares en la Guerra de Irak,14 muchos observadores han podido constatar un proceso de ''subcontratación'' (outsourcing) de la guerra. El florecimiento de esta nueva industria es generalmente explicado en este contexto apelando a una dinámica neoliberal universal, es decir, a una generalizada valorización —Inwertsetzung— de las funciones públicas, así como a un proceso de desintegración del bloque socialista que habría incrementado exponencialmente la oferta de soldados profesionales. Estas explicaciones no son totalmente erradas, pero encubren un aspecto fundamental: las grandes corporaciones privadas militares no están formadas por aventureros sin patria que pongan sus conocimientos sobre la guerra al servicio del mejor postor. Las compañías más importantes, como la DynCorp, la MPRI, el ArmourGroup o la XE (anteriormente Blackwater), están totalmente acopladas a la arquitectura de seguridad de las potencias occidentales (Cf. Azzellini / Kanzleitner, 2003; Uesseler, 2006). Por ello hay que considerar precisamente a las empresas más sobresalientes del mercado como instancias de un Estado integral, para utilizar el término de Gramsci fuera de su contexto de significado usual.

Jeremy Scahill (2008) ha reconstruido este fenómeno en relación con la compañía Blackwater, que gracias a sus conexiones con el gobierno estadounidense desempeñó un papel crucial en la invasión a Irak. No menos claro es el caso de la compañía MPRI, compuesta casi exclusivamente por jubilados generales estadounidenses de alto rango, la cual ha venido fungiendo reiteradamente durante los últimos años como Estado Mayor privado del Pentágono (por ejemplo, en labores de apoyo al ejército croata durante la Guerra de Yugoslavia, o en los preparativos del Plan Colombia).

Asentado lo anterior, hay otros factores que explican el boom de la industria militar privada. Una causa importante del mismo parece ser el hecho de que la subcontratación —outsourcing— de ciertas misiones militares permite flexibilizar la conducción de la guerra, algo que ha demostrado ser muy eficiente en el caso de las small wars. Ya en la lucha antisubversiva del siglo XX se había recurrido una y otra vez a este expediente. Komer (1972) cree por ejemplo que el éxito de los británicos en Malaya se debió en parte al empleo que estos hicieron de grupos paramilitares que aliviaban la presión ejercida sobre las tropas regulares. Algo similar vale para la ''doctrina francesa'': pues aunque Francia fracasó en Indochina y el norte de África, también allí se lograron importantes victorias gracias a los grupos paramilitares.

El historiador estadounidense McCoy (Cf. 2003, primero en 1972) ha descrito esta transformación en la táctica de los franceses del siguiente modo: mientras que los militares adiestrados convencionalmente se imaginaban Indochina como ''un campo despoblado para la aplicación de frentes firmes, ataques masivos y maniobras de flancos'' (McCoy 2003, p. 207), los oficiales más jóvenes, como el varias veces mencionado Roger Trinquier, habrían entendido la región como ''un gigantesco tablero de ajedrez sobre el que se podían desplegar tribus montañesas, bandidos y minorías religiosas como peones para asegurar territorios estratégicos e impedir infiltraciones del Vietminh'' (McCoy 2003, p. 207). Como los grupos paramilitares no podían ser financiados oficialmente debido a la constelación de fuerzas políticas reinante en Francia, los oficiales franceses decidieron proteger los cultivos de opio, proporcionando de este modo a la milicia paramilitar una secreta fuente de financiamiento (McCoy 2003, p. 207 ss.). Los Estados Unidos, que en la década de 1960 remplazaron a Francia en Indochina, asumieron y continuaron estas prácticas en muchos sentidos. En Laos, donde Washington no pudo intervenir oficialmente como consecuencia de un acuerdo firmado con la Unión Soviética, nuevamente apostaron por grupos paramilitares para delegarles las tareas de contrainsurgencia (Cf. Warner 1996).

lucha antisubversiva. En países tan dispares como Filipinas, Guatemala, Turquía y Colombia, los ''grupos de autodefensa'' han desempeñado prácticamente idéntica función. En el país sudamericano, donde el paramilitarismo ha dejado tras de sí una secuela sangrienta de decenas de miles de asesinatos y un millar de masacres, el surgimiento de grupos paramilitares ha sido consecuencia inequívoca de la asesoría estadounidense. Ya en 1962 una misión liderada por el general William Yarborough había recomendado al gobierno colombiano la creación de grupos de naturaleza cívico-militar que se usarán ''para presionar las reformas que sabemos van a ser necesarios, para poner en acción funciones de contra-actor [sic] y contrapropaganda [sic] y, en la medida en que se necesite, ejecutar actividades paramilitares de sabotaje y/o [sic] terroristas. Los EEUU [sic] deben apoyar eso'' (Human Rights Watch, 1996).15

Ahora bien, la razón principal de que los grupos paramilitares sean tan funcionales es que en las guerras asimétricas es difícil distinguir entre la población y los rebeldes. Por lo tanto, cada golpe contra los insurgentes afecta también a la población civil, minando así la reputación del Estado. Con la organización paramilitar de civiles se restaura una situación ''simétrica''. Vuelve a haber dos bandos en conflicto que están arraigados en la población civil. Las estructuras paramilitares garantizan el control social de la población. Además, el Estado puede delegar e informalizar el ejercicio de la violencia. A diferencia de lo que ocurre con las operaciones del ejército, el Estado no tiene que responder por las acciones de los paramilitares, que operan supuestamente de forma independiente o incluso ilegal. Todo ello permite radicalizar la lucha contrainsurgente. Se crea una maquinaria de guerra que se sustrae parcialmente al control político y cuyo uso de la violencia está ''desreglamentado''. Un reciente informe de la ONG estadounidense de derechos humanos Human Rights Watch (2011) con el título ''No lo llames una milicia''. Impunidad, milicias y la ''policía local afgana'', evidencia los resultados terroríficos que esta informalización de la estrategia contrainsurgente ha dejado en los últimos años en Afganistán.

Otra razón de la proliferación de grupos paramilitares reside además en los cambios surgidos de las formas de concebir la intervención. Como se mencionó al comienzo de este trabajo, tras la Guerra de Vietnam se impuso en las filas del ejército estadounidense la idea de que las intervenciones directas implican altos costos políticos. Sam C. Sarkesian, un general perteneciente al entorno del Presidente Ronald Reagan, realizó en 1981 el siguiente análisis:

Las intervenciones 'visibles' de fuerzas extranjeras conducen probablemente a la propagación de un sentimiento nacionalista y crean así las condiciones para el desarrollo de una 'guerra popular'. Un campo de batalla 'fluido';, dinámico, que se sustraiga a consideraciones convencionales y esté interconectado con estructuras sociopolíticas [...], le causará problemas a la potencia interventora e impedirá posiblemente un éxito en términos de 'conquista'; o 'victoria' (Sarkesian y Scully, 1981, p. 4).

En vista de lo anterior, un sector conservador de militares y políticos del gobierno de los Estados Unidos desarrolló durante la década de 1980 la doctrina intervencionista de la ''guerra de baja intensidad'' —low-intensity-warfare—.16 La descripción ''baja intensidad'' no se refiere, por cierto, a la guerra en cuanto tal, sino a la participación misma de los Estados Unidos. La administración Reagan impulsó una vez más la creación de unidades especiales que pudieran ser empleadas en asesoría militar, entrenamiento o participación directa en operaciones puntuales. La finalidad de todo ello era que la intervención de los Estados Unidos en conflictos regionales dejara el menor número posible de huellas —low footprint—.

La primera aplicación a gran escala de esta doctrina se dio en Centroamérica durante la década de 1980, cuando los estadounidenses, a pesar de guiar operacionalmente y financiar el conflicto contra la guerrilla centroamericana y la Nicaragua sandinista, se abstuvieron de pelear ellos mismos. Pero la táctica se empleó también para apoyar a los mudjahidin afganos en su lucha contra los soviéticos, solo que en condiciones más complejas, debido a que en este caso los actores locales perseguían sus intereses particulares con más asiduidad.

El apoyo brindado a la contra nicaragüense por el Consejo de Seguridad de los Estados Unidos presenta curiosos paralelismos con los métodos empleados en Indochina.17 También en este caso fueron aprovechadas y profundizadas las tensiones étnicas: la contra nicaragüense que operaba desde Honduras reclutaba a sus integrantes sobre todo entre las filas de los indígenas misquito de habla inglesa. Y tanto en la guerra francesa en Indochina como en la intervención estadounidense en Nicaragua, las fronteras entre la política intervencionista, el crimen organizado y el tráfico de drogas eran borrosas. La investigación presentada por el Inspector General de la CIA (Hitz-Report, 1998, Punto 19) confirma que el servicio secreto estadounidense sabía desde muy temprano acerca de la implicación en el narcotráfico por parte de empresas y pilotos participantes en el programa de apoyo a la contra. En este sentido no cabe duda de que el crimen organizado fue selectivamente utilizado por el gobierno estadounidense para garantizar el suministro de la contra con armas y recursos. De este modo, Washington pagó por ejemplo casi un millón de dólares a empresas conocidas como fachadas para el lavado de dinero proveniente del narcotráfico (Subcommittee, 1988, pp. 42-49; Hitz-Report, 1998, Pt. 480-490, 800-904). Al mismo tiempo, el gobierno estadounidense protegía a varios narcotraficantes de ser perseguidos legalmente (Subcommittee, 1988, p. 61). Un miembro de la Agencia Antidrogas DEA incluso testificó que la base aérea estadounidense Ilopango en El Salvador fue usada en gran escala y con conocimiento del gobierno norteamericano para el contrabando de cocaína hacia los Estados Unidos durante la guerra en Nicaragua (US State Department of Justice, 1997, capítulo X).

Se puede sintetizar: la transferencia de la conducción de la guerra a grupos paramilitares y la cooperación informal con señores de la guerra, estructuras del crimen organizado o grupos fundamentalistas (o de extrema derecha), son una matriz que se puede observar en los más diferentes conflictos. Estas prácticas evidentemente se contradicen radicalmente con los discursos oficiales de seguridad.18

 

5. La lucha antisubversiva en las guerras de ocupación

A pesar de que los talibanes o Al Qaeda tienen poco que ver con las guerrillas del siglo XX, los militares de Occidente vuelven a discutir hoy de manera intensa las doctrinas contrainsurgentes tradicionales. Al igual que los manuales militares latinoamericanos de las décadas de 1960 y 1970, los actuales conceptos de ocupación proponen una comprensión integral de la guerra que debe ser llevada a cabo por unidades pequeñas, autónomas y flexibles. Los soldados desplegados in situ, dice el oficial australiano David Kilcullen (2006), considerado como el estratega de la ocupación de Irak, deben realizar trabajos de inteligencia, establecer pactos políticos con actores locales y ganarse a la población con proyectos concretos. Asimismo, tienen que entablar relaciones personales, cooperar estrechamente con la población e involucrarse en la vida cotidiana; de uno a dos tercios de cada unidad deben estar siempre presentes en la calle realizando tareas de patrullaje.

mismos las funciones de políticos, espías, cooperantes y policías. También a ellos se les inculca que las guerras de ocupación han de ser ganadas en el terreno de la psicología, que hoy por cierto viene adornada con algunos elementos de antropología y de humanidades. En la lucha por granjearse mentes y corazones, se busca poner en práctica selectivamente los conocimientos sobre las tradiciones de la población, como afirma Kilcullen. Es más, se sugiere elaborar —y aquí el discurso militar adquiere ribetes de crítica literaria— ''una narración única'' —a single narrative—:

Por ejemplo, puedes utilizar una narración nacionalista para aislar a los combatientes extranjeros en tu territorio, o la narración de la salvación nacional que te permita desacreditar a un antiguo régimen que haya aterrorizado a la población. A nivel de compañía, tendrás que proceder paso a paso, conociendo a los líderes locales más respetados y ganándote su confianza, aprendiendo qué los motiva y elaborando sobre esa base una narración que enfatice la inevitabilidad y legitimidad de tu victoria. Se trata de un arte, no de una ciencia (Kilcullen, 2006, p. 33).

Los discursos militares en una guerra de ocupación apuntan, por lo tanto, en una sola dirección: desde los conceptos de batalla y movilidad, hacia amplios lineamientos de orden político-sicológico-científico-social de la lucha contrainsurgente; desde el concepto de victoria militar, hacia las prácticas multifacéticas de control e inducción de la población y de sus estados de ánimo.

Que no se está aquí ante una mera abstracción, es algo que se puede comprobar observando los esfuerzos de los militares estadounidenses por integrar especialistas con formación humanística a sus unidades. Por ejemplo, el comandante de la División Airborne 32 declaraba con entusiasmo al New York Times en octubre de 2007 que su unidad, desplegada en Afganistán, había tenido que librar 60% menos combates desde que se habían incorporado a su batallón algunos antropólogos: ''Vemos ahora la situación desde una perspectiva humana, es decir, desde el punto de vista de un sociólogo. No nos enfocamos en el enemigo, sino en proporcionar gobernanza —governance— a las personas'' (Rohde, 2007). En el mismo artículo se reportaba que el Ministro de Defensa estadounidense Robert Gates habría dispuesto 40 millones de dólares adicionales para que las 26 brigadas de combate estacionadas en Irak pudieran ser provistas de equipos de antropólogos y sociólogos.

Quizás tales esfuerzos se podrían interpretar como signos de que el estamento militar se civilice. Sin embargo, la crónica de las recientes guerras de ocupación apunta más bien en la dirección opuesta, a saber, a que con la incorporación del lenguaje antropológico y sociológico la guerra penetra el tejido social de manera cada vez más efectiva. Pues la incitación a las tropas a ''granjearse la simpatía de la población'', no implica en absoluto una renuncia a la aplicación de la violencia extrema. En la ''Guerra contra el Terrorismo'' en el ámbito planetario, los países occidentales han desactivado las más elementales restricciones a la violencia: los Estados Unidos han autorizado la tortura y han construido campos de prisioneros fuera de su territorio que, a pesar de estar bajo las órdenes del ejecutivo estadounidense, están localizados fuera del alcance de cualquier legislación. Unidades especiales han secuestrado a cientos de personas, para lo cual han desarrollado una compleja red logística a la que están integradas bases militares norteamericanas en todo el mundo. Y este sistema de estado de excepción global, formalmente no declarado, está pérfidamente infiltrado por conocimientos médicos y sicológicos sobre el hombre y la sociedad. Las prácticas de interrogación empleadas en Abu Ghraib y Guantánamo —privación sensorial, cambios radicales de temperatura, provocación de escenarios de angustia individuales o culturalmente condicionados— no surgen de las fantasías sádicas de los interrogadores. Están basadas en conocimientos especializados de tipo psicológico, incorporados sistemáticamente al régimen carcelario.19

Lamentablemente, hasta ahora nada hace pensar que lo anterior vaya a cambiar bajo la presidencia de Barack Obama. Así, a comienzos de 2009 Obama nombró nada menos que al hasta entonces Jefe del Comando Unificado de Operaciones Especiales (Joint Special Operations Command, JSOC), general Stanley McChrystal, como nuevo Comandante en Jefe de la misión en Afganistán. Bajo el mando de McChrystal, el JSOC había venido actuando durante años, con el conocimiento del gobierno estadounidense, como un escuadrón de muerte. Según el periodista norteamericano Seymour Hersh, el JSOC habría perpetrado durante los últimos años en todo el mundo —incluso lejos de los teatros bélicos— 121 asesinatos en operaciones cuyos objetivos habrían sido supuestamente aprobados personalmente por el Vicepresidente Dick Cheney (Cf. Democracy Now, 2009). Finalmente, es preocupante que, en su conducción de la guerra durante los últimos diez años, el Occidente haya estado recurriendo con una frecuencia cada vez mayor a la subcontratación —outsourcing—. Ya se habló arriba de la creciente importancia de empresas militares privadas, como por ejemplo la DynCorp en Colombia, que operan de hecho en un espacio extralegal. Pero es aun mucho más preocupante el papel que desempeñan los grupos paramilitares irregulares en las guerras de ocupación.

A comienzos de 2005 el semanario Newsweek informaba (Hirsh and Barry, 2005) que el Pentágono estaba discutiendo la llamada ''Alternativa El Salvador'' —Salvador Option— para Irak. En ella se trataría de constituir grupos formalmente independientes del poder estatal que a pesar de ello pudiesen intervenir a favor del Estado (y de la fuerza interventora estadounidense). La propuesta discutida en el Pentágono comportaba, según el informe de Newsweek, enviar, como se había hecho en El Salvador en la década de 1980, ''equipos de fuerzas especiales estadounidenses para que asesorasen, apoyasen y entrenasen a escuadrones iraquíes —formados de peshmerga kurdos y de milicianos chiítas [sic]— cuyo fin sería atacar a los rebeldes sunitas y a sus simpatizantes'' (Hirsh and Barry, 2005). Los informantes del Ministerio justificaban sus reflexiones apelando al hecho de que la población sunita apenas tenía que temer un castigo cuando daba protección a los insurgentes. ''La población sunita no tiene que pagar precio alguno por su apoyo a los terroristas'', citaba la revista Newsweek a un oficial. ''Ellos no creen que eso les traiga perjuicios. Debemos cambiar esa ecuación''.

En un artículo de investigación, la New York Times Magazine (Maass, 2005) aludió unas semanas después a los continuismos personales en tales modelos de outsourcing: Jim Steele, el principal planificador de la campaña bélica norteamericana en Irak en 2005, ya había dirigido, según la revista, las Fuerzas Especiales Estadounidenses —US Special Forces— en El Salvador durante la década de 1980. Por otra parte, el principal asesor norteamericano en el Ministerio del Interior iraquí era por ese entonces el antiguo funcionario de la DEA Steeve Casteel que a comienzos de la década de 1990 había coordinado las operaciones contra el cartel de Medellín (Maass, 2005), una guerra en la que funcionarios estadounidenses igualmente cooperaban con escuadrones de la muerte paramilitares.20

También en Afganistán se puede observar ese tipo de patrones en la conducción indirecta de la guerra, junto con sus problemas. Ahí los combates terrestres contra los talibán habían sido delegados en los señores de la guerra de la Alianza Norte de Afganistán en 2001. En vista de lo abrupto del terreno, los Estados Unidos adoptaron una política de bajo perfil, manteniendo en la retaguardia a sus propios destacamentos y, a cambio, apoyando desde el aire a sus aliados de la Alianza Norte. Paralelamente, unidades especiales terrestres se cercioraban de que fueran alcanzados ciertos objetivos estratégicos. Ni ocho años de ocupación ni críticas crecientes desde las filas del propio gobierno estadounidense han podido hasta ahora revertir esa situación. Aunque los señores de la guerra son, de acuerdo con la nueva doctrina de seguridad de la OTAN, uno de los peligros más serios para el orden interestatal occidental, siguen desempeñando una función vital en la precaria arquitectura de seguridad de la ocupación. Fungen realmente como tropas locales en la lucha contra los talibán.

No debe sorprender, por otra parte, que la informalización y el traspaso de las acciones militares vayan de la mano de un uso excesivo de la fuerza. Los señores de la guerra —warlords—, que ocupan posiciones directivas fundamentales en el gobierno de Hamid Karzai, compran su inmunidad con los servicios que prestan. Eso significa, a su vez, que hacen cosas que les están vedadas a las tropas regulares. Un buen ejemplo de ello lo constituyen aparentemente los sucesos acaecidos en la ciudad del norte de Afganistán Mazar-i-Sharif, donde a finales de 2001 ''desaparecieron'' varios miles de combatientes islámicos tras haber sido capturados por las tropas del señor de la guerra Abdul Rashid Dostum. Hay fuertes indicios de que los prisioneros, entre 1.500 y 3.000 personas, fueron introducidos en containers ante la mirada de los asesores estadounidenses y llevados hasta el desierto, donde se los abandonó para que murieran de sed (Doran, 2002). La cuestión de si las tropas de los señores de la guerra actuaron en este caso siguiendo órdenes de altos oficiales estadounidenses, como se afirmaría después, es a fin de cuentas secundaria. El aspecto terrorista de la lucha antisubversiva delegada en terceros consiste precisamente en que sucedan tales crímenes, no en si éstos fueron ordenados directamente o no. Basta con que las condiciones circunstanciales estén organizadas de manera tal que se produzcan actos de violencia para que desde el punto de vista de la fuerza de ocupación se puedan calificar de ''útiles''.

El Seminario de Cuarta Generación —Fourth Generation Seminar—, un think tank del político conservador estadounidense William Lind que busca poner a disposición de los soldados norteamericanos conocimientos operacionales para las guerras de ocupación, no deja lugar a dudas sobre la potencial funcionalidad de la violencia extrema.21 Un documento táctico del Fourth Generation Seminar (2007) anima a las tropas de ocupación estadounidenses a ganarse la simpatía de la gente por medio de su moderación en el uso de la fuerza, pero advierte al mismo tiempo que no debe vacilar en aplicar medidas radicales cuando ello sea necesario. Tales ataques deberán, en todo caso, realizarse de forma encubierta o ser delegados a tropas aliadas:

Jamás aterrorizamos a los civiles ni dejamos que sean víctimas del fuego cruzado. Si tenemos que atacar a alguien, preferimos dejar que otro realice la tarea. La gente local hace el trabajo sucio y así nosotros no dejamos huellas estadounidenses. Si hay alguna célula subversiva que los nativos no puedan manejar, enviamos a nuestros 'Cazadores Nocturnos' —Nighthunters—, nuestro equivalente a la Delta Force. Son expertos en operaciones quirúrgicas y se especializan en hacerse invisibles. Los lugareños jamás los ven ni se relacionan con ellos, y eso hace que dejen de considerar al soldado estadounidense promedio como una amenaza (Fourth Generation Seminar, 2007, p. 14).

El control de la población, la irregularización de estructuras y medios, el empleo de actores externos, aunados al mencionado entrelazamiento de programas de desarrollo y de la lucha militar contrainsurgente, parecen ser los elementos centrales de los nuevos regímenes de contrainsurgencia y de ocupación. Las recientes doctrinas de seguridad asimétricas se presentan a la luz de lo anterior como una pesadilla en la que se conjugan la violencia desreglamentada y un premeditado empleo del terror.

 

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Notas

* Este artículo hace parte de la investigación ''El paramilitarismo colombiano'', financiada por la fundación Hans-Böckler de Alemania.

1 Kaldor (1999) ha hecho ciertamente un aporte más preciso al debate, al poner de relieve la interconexión de elementos posmodernos, modernos y premodernos, así como de los procesos y repercusiones de la globalización, en las ''nuevas guerras'', pero ha tenido mucho menos acogida, al menos entre el público de habla alemana; sin duda porque, a diferencia de lo que sucede por ejemplo en Münkler, dicha autora concede un papel importante a la crítica del capitalismo.

2 Teniendo en cuenta las estrategias de genocidio perseguidas por el ejército alemán en Europa del Este entre 1939 y 1945, además parece bastante escandaloso que Münkler (al igual que Schmitt) hable de una ''restricción'' de la violencia por parte del Estado occidental.

3 Generalmente el concepto del ''Orden de Westfalia'', por lo demás, no se utiliza de manera históricamente correcta. Benno Teschke (2007) refiere que la Paz de Westfalia distó de ser un orden estatal europeo. Lo que se habría buscado más bien era el equilibrio entre poderes en el seno del fragmentado Imperio Alemán. No se puede negar, empero, que los siglos XVIII y XIX presenciaron la consolidación arquitectónica de los Estados en Europa.

4 Se estima que la mayor parte de la población de los hereros y aproximadamente la mitad de los nama, en total unas 70.000 personas, perdieron la vida en el transcurso de esta represión colonial de la revuelta (Cf. Schaller, 2008, p. 304).

5 Para Hammes, las cuatro generaciones de guerra se caracterizan respectivamente por: a) grandes concentraciones de tropas, así como jerarquías militares muy acentuadas (siglos XVIII al XIX), b) el empleo masivo de la artillería (Primera Guerra Mundial), c) maniobras rápidas (Segunda Guerra Mundial), y d) actores fl exibles organizados en redes y la desaparición de frentes definidos (confl ictos partisanos y de baja intensidad). De forma parecida argumentan John Arquilla y David Ronfeldt (2000) en un estudio de la Corporación Rand. Distinguen cuatro categorías de conducción de la guerra: a) las luchas cuerpo a cuerpo —melée—, b) la concentración de fuerzas —massing—, c) las maniobras, y d) los comportamientos de enjambre —swarming— (Arquilla y Ronfeldt, p. 7). Es interesante que estos autores pongan a la red islamista Al Qaeda en la misma categoría que la del ''activismo social militante'' como el de las protestas contra la convención de 1999 de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que tuvo lugar en Seattle (p. 37); signo este de la cuestionable ampliación del concepto de guerra.

6 Cf. Rempe, 1995; Giraldo, 1996, 2004a y b; Noche y Niebla, 2004.

7 Reglamento de Combate de Contraguerrillas EJC-3-10, p. 147.

8 Manual 1979: Instrucciones Generales para Operaciones de Contraguerrillas, p. 160, citado en: Noche y Niebla, 2004, p. 19.

9 Véase: Manual de 1987: Reglamento de Combate de Contraguerrillas EJC-3-10: 181-207, citado en: Noche y Niebla, 2004, p 19.

10 Por ''objetivos nacionales'' se entiende aquí la eliminación de movimientos clasistas que supuestamente cuestionan la ''unidad'' de la nación. Véase: Manual 1979: Instrucciones Generales para Operaciones de Contraguerrillas, p. 174.

11 La insistencia reiterada en que las PsyOp solo se aplican al público extranjero está relacionada con el mandato limitado de las Fuerzas Militares dentro de los EE. UU.

12 McCoy (2005) afirma que a consecuencia de ello el entrenamiento fue luego asumido por el ejército.

13 A raíz de lo anterior, el gobierno de Estados Unidos anunció en la década de 1990 una revisión exhaustiva de su política de asesoramiento militar y una reforma de la cuestionada academia militar School of America, algo que nunca llegó a materializarse, en buena parte debido a la nueva doctrina antiterrorista (Cf. Washington Post, 21.09.1999; New York Times, 6.10.1996; Kennedy, 1997, Gimmett y Sullivan, 2000).

14 Cf. Scahill, 2008; Uesseler 2006; Jäger y Kümmel, 2007.

15 U. S. Army Special Warfare School, ''Subject: Visit to Colombia, South America, 26 February 1962''. Citado por Human Rights Watch. (1996).

16 Para ampliar sobre esta concepto, véanse: Sarkesian y Scully, 1981; Sarkesian, 1986; críticamente: Klare, 1988; Bermúdez, 1989.

17 En los años 1950, la contrainsurgencia francesa, admitiendo su impotencia operativa ante los partisanos del Vietminh, recurrió a la minoría de los Hmong, una etnia nativa del norte de Laos. Los militares reclutaron a estos nativos para conformar grupos paramilitares que actuaran contra el suministro de los partisanos vietnamitas. Puesto que la guerra de Indochina fue poco popular en Francia, los militares además tuvieron que hacer uso de un método irregular de financiación. Toleraban e incluso apoyaban logísticamente al narcotráfico en el territorio de los Hmong para poder armar y alimentar al ejército irregular. El ejército norteamericano reactivó estas prácticas de cooperación encubierta con la minoría étnica en los años 1960 en su guerra contra el Vietcong (Cf. Warner, 1996).

18 El historiador suizo Daniele Ganser (2005) ha mostrado que tales vínculos también existieron en Europa. Así, los servicios secretos estadounidenses fundaron a partir de 1945 en casi todos los países del oeste de Europa unidades clandestinas de reserva —stay-behind—, que en caso de una invasión soviética debían llevar a cabo actividades partisanas. Estas milicias secretas fueron reclutadas entre la delincuencia organizada y grupos de extrema derecha, e intervinieron de lleno en confl ictos políticos internos de varios países europeos. El caso italiano es el más ilustrativo y dramático. Allí, la red de Gladio perpetró entre 1969 y 1984 numerosos atentados que costaron la vida a cientos de personas. El objetivo de tales ataques era, como lo expresara a la BBC un protagonista de estos grupos, hacer que la población ''se entregara en brazos del Estado'' (Francovich, 1992).

19 En este contexto se han producido en los Estados Unidos intensos debates sobre el empleo de médicos y sicólogos en las filas del ejército de ese país (Marks y Boche, 2005 y 2008).

20 Del llamado escuadrón PEPE, punta de lanza de la guerra contra el cartel de Medellín, surgieron más tarde las milicias de las Autodefensas Unidas de Colombia —AUC—. Véanse: Reyes (2000); Bowden (2000); Orozco (2006); Semana (2008); Zelik (2009, pp. 298-300).

21 El Fourth Generation Seminar constituye una iniciativa privada fuertemente ligada al ejército de los Estados Unidos. De ahí que sus publicaciones sean dispuestas en Internet bajo www.military. com, una página web oficial de Ejército norteamericano.

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