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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.41 Medellín July/Dec. 2012

 

SECCIÓN GENERAL

 

Latinoamérica: entre la democracia y el autoritarismo*

 

Latin America: Between Democracy and Authoritarianism

 

 

Jairo García Oñoro1

 

1 Politólogo de la Universidad de los Andes, magíster en Ciencias Sociales y Humanas de la Universitè Paris est Creteil. Coordinador del Área de Relaciones Internacionales, Fundación Universitaria San Martín, sede Caribe. Correo electrónico: jairogarcia55@yahoo.com.

 

Fecha de recepción: marzo de 2012

Fecha de aprobación: octubre de 2012

 

Cómo citar este artículo: García Oñoro, Jairo. (2012). Latinoamérica: entre la democracia y el autoritarismo. Estudios Políticos, 41, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, pp. 15-35.

 


RESUMEN

Los actuales sistemas democráticos latinoamericanos forman parte de lo que Samuel Huntington llama la tercera ola democratizadora. Sin embargo, es innegable que en los últimos años han surgido nuevas dinámicas políticas que han transformado el mapa político de la región y que plantean desafíos —de corte autoritario para algunos— a la democracia en el continente. Este trabajo tiene como objetivo contribuir a la comprensión de las mismas, primero, abordando el problema de las definiciones conceptuales sobre democracia y autoritarismo; segundo, observando algunos antecedentes históricos de la región y, por último, proponiendo preliminarmente que lo que Guillermo O'Donnell llama democracia delegativa es una expresión del nuevo caudillismo y, a su vez, de un nuevo tipo de democracia, que es democrática en cuanto se basa en el apoyo de la mayoría, pero no lo es, en tanto menoscaba derechos individuales, debilita las instituciones de control y disminuye los mecanismos de responsabilidad política. La metodología utilizada consiste en realizar una comparación entre los principales referentes teóricos sobre democracia y autoritarismo, y la evidencia histórica y actual de las acciones de gobiernos de varios países del continente en los últimos años.

Palabras clave: Autoritarismo; Democracia; Olas Democratizadoras; Democracia Delegativa; Caudillismo; América Latina.


Abstract

The current democratic systems in Latin America would be part of what Samuel Huntington called the third wave of democratization. However it is undeniable that in recent years new political dynamics have emerged that have transformed the political map of the region and pose challenges, for some of an authoritarian kind, to democracy in the continent. This work aims to contribute to the understanding of those dynamics, first, addressing the problem of conceptual definitions for democracy and authoritarianism, second, reviewing some historical background of the region and finally proposing that what Guillermo O'Donnell preliminarily called delegative democracy would be an expression of the new warlordism, which in turn is the expression of a new type of democracy that is democratic in that it relies on the support of majorities, but not a democracy on the sense that it undermines individuals rights, weakens institutions of control, and decreases the mechanisms of political accountability. The methodology used was to make a comparison between the main theoretical references on democracy and authoritarianism and, historical evidence and current actions of governments in various nations of the region in recent years.

Keywords: Authoritarianism; Democracy; Waves of Democratization; Delegative Democracy; Warlordism; Latin America.


 

 

Introducción

A principios de la década de los 90, el analista e intelectual Samuel Huntington (1994) catalogó la aparición de las democracias como un acontecimiento cíclico. Al parecer, luego de analizar la evidencia empírica histórica se puede observar que esta forma de gobierno presenta un comportamiento pendular. A un tiempo de auge de regímenes autoritarios en el mundo parece sucederle uno de transición hacia regímenes democráticos que, luego de algún tiempo y a raíz de ciertos factores, da paso a la reaparición de los primeros. Esto es lo que el autor bautiza como ''olas democratizadoras'' de las cuales —hasta la publicación de su libro— se cuentan tres: la primera, aparece a mediados del siglo XIX con el surgimiento del estado liberal (aunque sus orígenes se encuentran en las revoluciones francesa y norteamericana); la segunda, nace después de la segunda guerra mundial a partir del rechazo a los totalitarismos nacionalistas de catastróficas consecuencias; y la tercera, inicia con el final de la dictadura en Portugal a mediados de la década de 1970. Si bien el autor no pretende mostrar uniformidad universal en cuanto a la fecha de aparición de cada ola, incluye a Latinoamérica en cada una de ellas con cierta precisión. En cuanto a la última ola, se inicia en la región con la transición hacia la democracia en Ecuador en 1979.

En los últimos años, se ha dado una creciente manifestación por parte de analistas y académicos de opiniones diversas acerca de los desafíos actuales que enfrenta la democracia en nuestro continente y las perspectivas de este sistema de gobierno a futuro.

Es innegable el hecho de que han surgido nuevas dinámicas políticas que vienen transformando el mapa político de la región y, por lo tanto, es necesario contribuir a la comprensión de las mismas. Ese es precisamente el objetivo principal de este trabajo.

Al final, se intenta también, a partir de un análisis general acerca del estado actual de la democracia en esta zona del mundo, plantear una respuesta preliminar al interrogante de qué tan cercana o lejana está la posibilidad del inicio de una nueva transición que signifique el final de esa tercera ola democrática y el inicio de una contra ola autoritaria en esta zona del mundo.

Metodológicamente, lo primero que se debe hacer en este tipo de trabajos es clarificar las definiciones conceptuales que sustenten las ideas a exponer. Estas son la guía para la comprensión del texto. Autoritarismo y democracia son los conceptos principales en torno a los cuales gira el argumento y, por tal razón, se hace una revisión de las principales teorías que los definen para los contextos global y regional. La teorización es de capital importancia para el análisis en temas que como este despiertan las adherencias ideológicas y las tomas de posiciones subjetivas que distorsionan el análisis serio y científico. Cotejar la teoría con la realidad es también parte fundamental de este trabajo y a medida que se avance, así se irán construyendo los argumentos. El conocimiento de dicha realidad se logra a través de información proveniente de fuentes secundarias como textos históricos, artículos académicos de estudios de caso en aquellos países relevantes y notas de prensa.

 

1.El problema de definir la democracia

Al revisar las distintas, variadas y abundantes conceptualizaciones de democracia, parece que es posible establecer la existencia de dos tipos de definiciones, una mínima y otra máxima. Norberto Bobbio construye una del primer tipo, según la cual la democracia es ''el conjunto de reglas procesales para la toma de decisiones colectivas en el que está prevista y propiciada la más amplia participación posible de los interesados'' (1997, p. 152). Desarrolla más adelante el tema estableciendo la necesidad de la existencia de condiciones mínimas básicas, como la mayor extensión posible del derecho a votar, la regla de la mayoría y la existencia de las libertades de asociación, opinión, expresión, reunión, entre otras.

Sin embargo poner el énfasis en la primera parte —verla tan solo como un conjunto de reglas— ha sido llevado al extremo del mínimo por diversos regímenes a lo largo de la historia. La antigua Alemania del Este se llamaba a sí misma democrática. La Constitución cubana define a su República como democrática. La misma Suiza se consideraba como democrática desde antes de 1971, aunque solo hasta ese año se reconociera el derecho al voto para las mujeres. Incluso la dictadura estalinista se proclamaba democrática (Carpizo, 2007, p. 43).

Al parecer, el hecho de celebrar elecciones o —mejor— de elegir algunos de sus representantes para asambleas nacionales y locales con cierta periodicidad se interpreta, a lo largo de la historia por parte de algunos regímenes, como condición suficiente para definirse democráticos. Joseph Shumpeter (citado por Silva, 2006, p. 87) también utiliza una definición de democracia en la que enfatiza el carácter procedimental-metodológico, en la que es tan solo ''la ordenación institucional establecida para llegar a la adopción de decisiones políticas, por la cual algunos individuos adquieren el poder de decidir, a través de una lucha competitiva por el voto del pueblo''. Esta forma de definir la democracia puede generar un problema ya advertido por Norbert Lechner (2006, p. 32), ya que puede ser utilizada de manera temporal, tan solo como herramienta o método para dirimir diferencias políticas ideológicas, mientras se avanza hacia cualquier otro tipo de sistema político con características antidemocráticas. Según el autor, esta conceptualización puede generar poco aprecio por la democracia y ha sido uno de los elementos posibilitadores del golpe de Estado en Chile.

Las definiciones máximas, por otro lado, involucran más variables y van más allá de conceptualizar la democracia tan solo como un procedimiento o método para escoger gobernantes o proyectos políticos. Incluyen una parte de contenido en la que se establecen condiciones mínimas necesarias no solo para la existencia sino para la permanencia de la misma. Robert Dahl (1971, p. 12) plantea la necesidad de que se den al mismo tiempo la posibilidad y existencia del debate público y la participación electoral: el primero se refiere al derecho de cuestionar públicamente al régimen, así como a cualquier otra ideología o proyecto político, exponer ideas y posiciones políticas diferentes buscando convencer y ganar adeptos; la segunda se refiere a la garantía de cualquier ciudadano de poder participar electoralmente, elegir y ser elegido, sin distingo de raza, género, credo, o filiación política. Todo lo anterior, dentro de un marco legal que reconozca las libertades ciudadanas de expresión, asociación, reunión, prensa e información alternativa. Si bien el autor reconoce que la democracia ideal, a la que él llama poliarquía, no existe ni es factible de hacerlo, lo cierto es que a mayor grado de presencia de las condiciones mencionadas, más democrático es un régimen.

Giovanni Sartori (1988, p. 340) agrega a la definición que democracia significa también control y, sobre todo, limitación a la concentración del poder. Es la antítesis de la autocracia y la dictadura. Por su parte, Michelangelo Bovero (2000) aclara que si bien no es condición suficiente, la alternancia y renovación en el poder es otro síntoma de una democracia madura. En este sentido, para Juan Linz (1996, p. 55) democracia significa gobierno transitorio.

Bobbio, en su definición ampliada, plantea la necesidad de la ''existencia de varios Partidos Políticos en competencia'' (1996, p. 243). Es inconcebible un sistema que se autodenomine democrático, en el cual exista un solo partido, o que de hecho se encuentren varios pero solo uno tenga posibilidades reales de obtener triunfos electorales.

Un desarrollo teórico que en los últimos años ha generado consenso es el que señala que la democracia debe implicar, además de todo lo mencionado, calidad de vida. De acuerdo con Mario Magallón (2003, p. 79), democracia no es solo elecciones libres, libertades de expresión de asociación sino equidad social, derecho a la vivienda digna, salud, educación, entre otros.

En el mismo sentido, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo —PNUD— (2004, p. 25) explica que no puede consolidarse la democracia en lugares donde reine la pobreza y no existan mínimas condiciones de vida digna. Por lo tanto, la democracia debe propender por generar desarrollo humano garantizando al acceso a la seguridad social, salud, educación, vivienda, alimentación, jubilación.

La principal consecuencia de la diferencia entre las visiones o definiciones mínimas o máximas acerca de la democracia se puede sintetizar así: las primeras, solo la perciben como punto de partida para generar nuevas realidades políticas; como un instrumento que permite a ciertos individuos, grupos o movimientos con marcado interés reformista, hacerse al poder para construir regímenes nuevos en ocasiones paradójicamente antidemocráticos; las segundas interpretan la democracia como puerto de llegada, más como fin último que como medio facilitador.

 

2. La democracia delegativa en América Latina: autoritarismo con nuevo ropaje

Una de las consecuencias más visibles de la utilización de las definiciones y concepciones mínimas de democracia es que pueden abrir la ventana a cualquier tipo de régimen que nazca por medio de elecciones, sin importar su contenido o visión institucional a mediano o largo plazo. En pocas palabras, una definición de democracia mínima puede ser el instrumento que genere regímenes más o menos autoritarios. Pero, ¿Cómo se puede definir el autoritarismo?

Como sucede con la mayoría de conceptos de las ciencias sociales, la ciencia política y las relaciones internacionales, no es posible encontrar una definición única y aceptada por todo el espectro académico. En ocasiones incluso se puede cometer el error de confundirlo con otro concepto relacionado, como el de totalitarismo; por lo tanto, se hace necesaria una diferenciación clara.

Para Hannah Arendt (1974, p. 650), el autoritarismo es una forma de gobernar en la que hay pluralismo limitado —pero que no desaparece— y, aunque débil, existe una oposición. El Estado limita y restringe libertades, pero no las elimina del todo. Existe la sociedad civil y los partidos no necesariamente desaparecen, aunque quedan marginados. Los movimientos sociales —especialmente los que cuestionan al gobierno— tampoco desaparecen, pero son silenciados.

El totalitarismo, por otro lado, es la única forma de Estado con la que no puede haber una coexistencia o un compromiso. Según la tesis de la autora, una de las principales diferencias con los regímenes autoritarios es que los estados totalitarios eliminan —o por lo menos lo intentan al máximo a través de la utilización de la fuerza— todas las cosmovisiones e ideologías contrarias, en todas las áreas de la vida humana, no solo en el ámbito político.

Aquí se encuentra con Raymond Aron (1965, p. 243), quien destaca como elemento diferenciador de este tipo de regímenes la justificación de la actuación política mediante una doctrina global que se manifiesta en todas las esferas de la actuación humana: economía, cultura, familia, religión. De ahí su denominación de ''total''.

De acuerdo con el autor, mientras el autoritarismo busca acallar a los disidentes y evitar sus expresiones en público, el totalitarismo, en cambio, busca no solo acallar sino también extirpar las formas de pensamiento opuestas, mediante el adoctrinamiento y la remodelación de las mentalidades culturales. Según Arendt, hasta 1966, esto solo lo habían podido realizar de forma completa el nazismo y el estalinismo. Juan Linz otro de los autores que han contribuido a precisar la distinción entre autoritarismo y totalitarismo, ha propuesto la siguiente definición: ''Los regímenes autoritarios son regímenes políticos sin una ideología elaborada —a diferencia de lo que sucede en los totalitarios— y en los que un jefe (o tal vez un pequeño grupo) ejerce el poder dentro de límites que formalmente están mal definidos'' (1975, p. 22).

Otras definiciones, incluyen algunas condiciones para su aparición. Por ejemplo, según Mario Stoppino (1997, p. 254) el autoritarismo es la forma de gobierno más probable en lugares con un atraso más o menos marcado de la estructura económica y social.

Gabriel Almond y Bingham Powell (1966, p. 67) distinguen entre varios tipos de regímenes autoritarios en los que el lugar común es la concentración del poder en el ejecutivo, debido en gran parte a un ambiente caracterizado por una sociedad casi enteramente tradicional y con poca cultura política. Phillippe Shively (1997, p. 112) también explora las razones para la existencia de regímenes autoritarios, aunque es tímido a la hora de aventurar una definición general del fenómeno. Su argumento busca más bien construir una clasificación, en la cual incluye los autoritarismos militares, los de tipo unipartidista y los que denomina de política palaciega, caracterizados por la concentración del poder en una sola figura individual de autoridad, deteriorándose el mandato de la ley.

El caudillismo latinoamericano, del que nos ocuparemos más adelante, sería un tipo de autoritarismo a raíz de la debilidad de los liderazgos regionales o sectoriales, los cuales actúan tan solo como agentes del poder central.

De acuerdo con Guillermo O'Donnell (1982, p. 16), en algunos países de América Latina —donde se han dado condiciones de alta modernización y aun no profundizada industrialización— es muy difícil que se mantenga un régimen democrático, por las presiones de lo que Huntington (1990, p. 94) ha llamado el pretorianismo de masas. De acuerdo con el planteamiento de O'Donnell, ante la acción política proveniente de sectores populares, los sectores empresariales y tecnocráticos demandan una solución autoritaria.

Buscando elementos comunes entre los diferentes autores para una definición mínima, el autoritarismo, en suma, se asocia a la concentración y la centralización del poder en el ejecutivo, por parte de un individuo o grupo reducido y el predominio de este sobre un legislativo débil o inexistente, aunado por la pérdida de poder punitivo por parte de la rama judicial. Todo lo anterior acompañado y respaldado de un proceso de desinstitucionalización. En algunos lugares del continente se ha llegado y en otros se estaría transitando hacia un tipo de régimen que cumple con esos elementos mínimos de los regímenes autoritarios. Son los que O'Donnell (1992, p. 104) ha llamado democracias delegativas.

Se les llama democracias porque surgen de elecciones libres y mantienen, aunque sin mucho entusiasmo y al filo de la supresión, ciertas libertades como las de expresión, asociación, reunión y acceso a medios de información. Además se caracterizan por:

• Los líderes delegativos suelen surgir de una profunda crisis. En Perú por ejemplo, confluyen, para la llegada de Fujimori, una profunda crisis socioeconómica y el recrudecimiento del conflicto armado interno. En Argentina, los Kirchner aparecen en medio de la grave crisis económica de los años 2001 y 2002. En Colombia, la figura de Álvaro Uribe —incluido por el mismo O'Donnell en esta clasificación en un trabajo más reciente (2007)— surge en medio del descontento por el fracaso de las negociaciones del Caguán con la guerrilla y la poca recuperación económica luego de la crisis de 1999. En Ecuador, Rafael Correa es elegido luego de varios años de inestabilidad política, en los que aparecen una seguidilla de presidentes que no logran terminar su mandato. En Venezuela, la crisis institucional y política por el desgaste y corrupción de los dos partidos tradicionales es innegable.

• Creen tener el derecho y la obligación de decidir como mejor les parezca qué es bueno para el país, sujetos solo al juicio de los votantes en las siguientes elecciones; creen que estos les han delegado plenamente la autoridad durante ese lapso. Por esa razón, promueven reformas constitucionales o remplazan por completo la vigente (más adelante se presentan ejemplos de esto).

• Todo tipo de control institucional es considerado una injustificada traba. Por eso y respaldados en sus éxitos, intentan subordinar, suprimir o cooptar esas instituciones. En Venezuela y Ecuador los funcionarios de los organismos de control son, en su mayoría, afines al gobierno. En Colombia —al trastocarse el balance entre los periodos presidenciales y los de las cabezas de los organismos de control— el gobierno de Uribe tiene como fiscal, contralor y procurador, a funcionarios ternados o apoyados por su administración.

• Obtienen o crean, con prebendas, mayorías en el congreso. Sus seguidores en este ámbito repiten escrupulosamente el discurso delegativo: ya que el presidente ha sido electo libremente, ellos tienen el deber de acompañar a libro cerrado los proyectos que les envía el gobierno. De esta manera el control político del congreso se diluye y, en ocasiones, se comete la mayor abdicación posible de una legislatura: conferir (y renovar repetidamente) carta blanca a las iniciativas del poder ejecutivo y, como si fuera poco, también poderes extraordinarios al mismo. En Venezuela, desde el 2005, el gobierno trabaja con un congreso compuesto en su totalidad por representantes del chavismo y aun conserva amplias mayorías en el mismo. Esto le permite desconocer los resultados del referendo de 2007 y establecer la reelección indefinida a través de una nueva ley. En Argentina, durante los mandatos de Néstor Kirchner y su esposa Cristina Fernández, se da en el legislativo un cerrado apoyo a todas las iniciativas del gobierno.

• En cuanto al poder judicial, se aprietan controles sobre temas tales como el presupuesto de dichas instituciones y, crucialmente, las designaciones y promociones de jueces. En Ecuador, a partir del referendo del 2011, el Presidente crea una comisión que reforma la justicia. Todos sus miembros son escogidos entre sus allegados políticos. Actualmente y a partir de las reformas introducidas, el ejecutivo cuenta con un papel determinante en el nombramiento de los administradores de justicia. En Venezuela, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) (2009, p. 154) viene denunciando que los mecanismos constitucionales establecidos como garantías de independencia e imparcialidad, no son utilizados para el nombramiento de las máximas autoridades del poder judicial ni de los jueces locales.

• En la lógica delegativa, las elecciones no son el episodio normal de una democracia representativa, en las que se juegan cambios de rumbo. Son más bien una suerte de gestas de salvación nacional. En las últimas elecciones en Venezuela, el presidente-candidato plantea la posibilidad de perder como una catástrofe, no para él, su partido o su proyecto político, sino para el país en general. Declara incluso la posibilidad de una guerra civil en caso de no resultar vencedor. En Colombia, el Presidente Uribe utiliza en alguna oportunidad la expresión ''evitar una hecatombe'' para referirse a la razón por la cual considera necesario lanzarse a un tercer periodo presidencial.

Recuerda el autor que, aunque en ciertos casos específicos no se presenten de una vez, todas las condiciones mencionadas propician ese desenlace de autoritarismo; no está de más recordar que ''la democracia también puede morir lentamente, no ya por abruptos golpes militares sino mediante una sucesión de medidas, poco espectaculares pero acumulativamente letales'' (O'Donnell, 2007, p. 82). Esa muerte de la democracia, como la llama O'Donnell, da a su vez nacimiento a un régimen autoritario en lo que sería una nueva contra ola, siguiendo la argumentación de Huntington.

 

3. El caudillismo como manifestación del autoritarismo en Latinoamérica

Al revisar la historia política latinoamericana es posible identificar ciertas tendencias comunes a la gran mayoría de sus países. Por ejemplo, luego de las guerras de independencia en casi todos ellos se desatan inmediatamente guerras civiles entre sectores oligárquicos representantes de elites diferentes. Por un lado, las élites terratenientes conservadoras y, por el otro, las nuevas élites burguesas comerciantes de corte ideológico más liberal. De esas guerras civiles surge, por lo general, una figura política en particular y es la que se conoce como el caudillo. Casi todos los países de la región han visto surgir en algún momento de su historia, este tipo de liderazgo.

Al examinar el siglo XIX, se encuentra —por citar tan solo a algunos— a López de Santa Anna, fuerte presencia política y gobernante intermitente de México, entre 1833 y 1855, haciéndose llamar ''Su Alteza Serenísima''; De Rosas en Argentina, quien gobierna entre 1835-1852, se autoproclama ''Tirano ungido por Dios para salvar a la Patria''; el Doctor Francia en Paraguay, quien obliga a que lo llamen ''El Supremo'' y gobierna el país entre 1814 y 1840; José Antonio Páez en Venezuela, presidente en tres ocasiones entre 1830 y 1863; Carrera en Guatemala, quien en su segundo periodo se constituye como presidente vitalicio y ocupa el cargo hasta que muere en 1865 (Castro, 2007, p. 9-12).

Sin embargo, y a pesar de superadas las guerras civiles, en el siglo XX este tipo de figuras políticas siguen estando vigentes en el continente, como lo demuestran entre muchos otros, los casos de Porfirio Díaz en México, quien gobierna el país directamente o por interpuesta persona entre 1877 y 1910, con medidas como la Ley Mordaza, en la que se establece que cualquier periodista puede ser aprehendido, llevado a prisión y sometido a juicio por denuncias de oposición al gobierno, siguiendo la marcada tendencia del caudillismo latinoamericano de reformar o promulgar una nueva constitución en la que se incluya la posibilidad de reelecciones presidenciales indefinidas (Krauze, 1994, p. 235). Perón en Argentina, presidente en tres ocasiones y quien también logra aprobar una reforma constitucional para hacerse reelegir indefinidamente en 1949 —aunque esta luego es derogada por el régimen militar; Getulio Vargas, en Brasil, presidente en cuatro ocasiones entre 1930 y 1954, crea una nueva constitución, que le confiere el control de los poderes legislativo y judicial y hace desaparecer todos los partidos políticos; Trujillo en República Dominicana, gobierna directamente o a través de allegados entre 1930 y 1960 con un marcado estilo de culto a la personalidad, haciéndose llamar ''El Jefe'' o ''El Benefactor'' (Diederich, 1979, p.15); Torrijos en Panamá, cuyo mandato se prolonga desde 1969 hasta 1981 (es interrumpido por su muerte accidental a los 52 años), en 1972 promulga una nueva constitución en la que se hace reconocer con nombre propio en el artículo 277 como ''Líder Supremo''. También se pueden citar otros casos con características similares como Castro en Cuba, gobernante de la isla desde 1959 hasta 2011 o el de Stroessner en Paraguay, cuyo mandato se extiende desde 1954 hasta 1989.

Ahora bien, es necesaria una aclaración ya advertida por Michel Demelas (2001, p. 133): el término en cuestión es muy ambiguo y tal como sucede con los conceptos de democracia y autoritarismo, no está exento de debate. Como el lector habrá notado, no todos se pueden incluir en el mismo espectro ideológico; además, unos son más autoritarios que otros y ni hablar de los caudillos que no acceden a encabezar el poder ejecutivo nacional pero que cuentan con gran apoyo popular en su momento, como Gaitán en Colombia, Villa y Zapata en México, Sandino en Nicaragua.

Pedro Castro (2007, p. 22) los divide en aquellos típicos dictadores a secas, como Santa Anna y Díaz, y los que fueron razonablemente democráticos, como Hipólito Irigoyen en Argentina. Con todo, el mismo Castro encuentra unos elementos comunes definitorios que nos permiten incluirlos en la misma clasificación:

• El término evoca al hombre fuerte de la política, el más eminente de todos, situado por encima de las instituciones de la democracia formal.

• Aquellos quienes ejercen un liderazgo especial por sus condiciones personales que surge cuando la sociedad deja de tener confianza en las instituciones.

• Pesa más que sus propios partidos.

Si bien estas características son atemporales, el autor plantea una división del fenómeno en dos: el caudillismo viejo —que posee los rasgos fundamentales del fenómeno— y el moderno —que es una puesta al día del anterior—. Los dos comparten las tres características anteriores pero cada uno cuenta con elementos propios diferenciadores.

Una primera diferenciación se puede hacer por su manera de ejercer el poder: los caudillismos más antiguos cuentan con una casi inexistente idea del significado de la legitimidad; los del siglo XX y XXI, por el contrario, utilizan los métodos democráticos para legitimarse, accediendo al poder por medios democráticos y haciendo uso de los recursos estatales con el propósito de mantener y refrendar su apoyo.

Otra línea divisoria es que el nuevo caudillismo surge a raíz del fracaso de las políticas neoliberales y la fatiga con la democracia que para muchos ha fallado en generar los cambios sociales demandados.

A propósito de esta idea, Reid (2009, p. 65), a pesar de expresar optimismo con respecto a la consolidación de la democracia en la región, advierte sobre la existencia de un preocupante obstáculo: Latinoamérica es la región más desigual del mundo y, por ende, el populismo autocrático parece mostrar mayor tendencia a aparecer en aquellos países en los que la mayoría de sus habitantes se sienten excluidos de los beneficios del crecimiento económico. Este descontento luego se expresa en las urnas con la elección de personajes de tipo autoritario y caudillista.

No obstante su aporte a la comprensión del fenómeno, el autor no diferencia conceptualmente entre los caudillismos del siglo XX y los nuevos caudillismos surgidos en pleno siglo xxi, los cuales, además de los factores anteriores, se deben también a que en los países de la región el poder ha estado concentrado, en gran medida, en los sectores oligárquicos que históricamente le han cerrado espacios a nuevas opciones políticas; lo que en ciertos lugares desemboca en la aparición de figuras carismáticas que prometen transformaciones en las relaciones de poder y un mayor acceso de las masas a este.

En la misma línea, otra aproximación teórica que puede ayudar a explicar en parte la propensión en la región a la aparición de este tipo de alternativas políticas es el análisis que hace Mouffe (1999, p. 17) acerca de lo que se puede llamar la ''despolitización de la democracia''. Según su argumento, en la democracia liberal, las pasiones políticas y la necesidad de movilizarlas hacia objetivos democráticos, ha tratado de ser reducida a una racionalidad que elimina los antagonismos. De esta manera, la ausencia de proyectos colectivos, de verdaderas alternativas políticas ideológicas, en el marco democrático, que permitan cristalizar las identificaciones colectivas y las pasiones políticas, es una fuente de peligros para el proceso democrático. El empobrecimiento de la lucha política y la carencia de alternativas, pueden abrir el espacio público a la formulación de proyectos autoritarios por parte de los enemigos de los valores democráticos y liberales.

En otro trabajo de Mouffe y Ernesto Laclau (1985, p. 123), se llama la atención sobre la importancia de ofrecer a las pasiones políticas canales democráticos para expresarse. Argumentan que el deterioro de la distinción izquierda-derecha (claramente visible en los sistemas políticos de muchos países latinoamericanos en las décadas anteriores) y que puede ser celebrado como señal de madurez política es, en realidad, perjudicial para la democracia, ya que esto crea el terreno en el que los extremos de izquierda y derecha pueden empezar a hacer carrera. Según ellos, lo que ocurre es que cada vez que la sociedad tenga un alto grado de demandas insatisfechas (como sucede en América Latina), la necesidad de un discurso de oposición y este discurso no esté presente, el mismo se sustituye por algún tipo de alternativa extrema que prometa generar resultados.

Una definición alternativa sobre caudillismo que nos ayuda a ir consolidando puntos de encuentro es la de Kane Silvert (1976, p. 21), quien establece la alusión del término generalmente a cualquier régimen personalista y cuasi militar, cuyos mecanismos partidistas, procedimientos administrativos y funciones legislativas están sometidos al control inmediato y directo de un líder carismático y a su cohorte de funcionarios mediadores. Debe su aparición al colapso de una autoridad central, capaz de permitir a fuerzas ajenas o rebeldes al Estado apoderarse de todo el aparato político. En consecuencia, es producto de la desarticulación de la sociedad, efecto de un grave quebranto institucional.

Comparte con Castro (2007) la percepción del carisma weberiano que suelen tener estos líderes, quienes son vistos como personalidades únicas, con cualidades casi sobrehumanas o por lo menos poco usuales, lo que lo hace ver como un personaje providencial. Según el autor, sus seguidores piensan que fuera de él está el caos y su presencia es indispensable.

No obstante que su objeto de estudio son las dictaduras dominicanas, Howard Wiarda y Michael Kryzanek (1982, p. 51-53) elaboran una lista de características de los caudillismos, que en algunos casos pueden ser extrapoladas a otros lugares en el continente. Al analizarlas, los autores parecen encontrar más continuidad que diferencias entre los caudillos del siglo XIX y los nuevos caudillismos.

Los caudillos vienen generalmente del cuerpo militar y descansan principalmente en los militares para su apoyo y sostenimiento. En el caso del nuevo caudillismo, llegan al poder por medio de elecciones pero inmediatamente procuran consolidar el apoyo de las fuerzas armadas, por ejemplo, retirando a oficiales enemigos de su proyecto político. En la historia reciente de la región, no parece existir ejemplo más claro que el de Hugo Chávez en Venezuela. Ex Teniente Coronel, ha producido profundos cambios en la forma de ascender a oficiales en las filas del ejército, jubilando temprano a los menos afines a su proyecto político para nombrar de manera directa, como su reemplazo, a seguidores leales. Pero en Colombia sucede algo parecido durante el gobierno Uribe, al incrementarse como nunca el gasto militar y el pago de incentivos, lo que acerca, como nunca antes en la historia reciente, al ejecutivo con las fuerzas armadas.

El liderazgo del caudillo se caracteriza por un fuerte estilo personalista y de su manera correspondiente de relacionarse con la ciudadanía. La palabra es el vehículo del líder carismático, plantea soluciones concretas para problemas concretos, aunque estas sean irrealizables, se dirige a las masas de manera constante y en auditorios públicos, desconoce o desautoriza a intermediarios. Una vez más, la Venezuela de Chávez con su programa Aló Presidente es ejemplo claro de esto. En Colombia, los Consejos Comunales de Uribe, donde se plantean soluciones inmediatas, en ocasiones incluso, a problemas personales de los asistentes, es otro ejemplo.

El caudillo gobierna de una manera paternalista y altamente centralizada. Utiliza expresiones familiares y coloquiales, su estilo de gobierno genera retrocesos en la descentralización política y administrativa que entrega mayores responsabilidades a gobiernos locales y regionales. Según Carlos Mascareño (2007, p. 12), el sistema federal venezolano recentraliza, recorta y, en ocasiones, elimina por completo, competencias y recursos hasta el momento exclusivos de los estados y municipios. Un proceso parecido se vive en Ecuador donde, de acuerdo con Olga Pelayes (2012, p. 28), la nueva constitución recentraliza el poder en el ejecutivo en desmedro del legislativo. Además —como se establece en un punto anterior—, una de las reformas aprobadas en el Referendo del 2011, le entrega al ejecutivo un rol mucho más determinante en el nombramiento de los administradores de justicia a nivel nacional.

Los caudillos tienden a permanecer en su puesto por un periodo extenso de tiempo (continuismo). De esta forma se da un proceso de desinstitucionalización en unas instituciones de por sí débiles, que arriesga la supervivencia de la democracia, quizás la característica más generalizada en la región. Además de los ejemplos históricos expuestos en las últimas décadas, se destacan los siguientes: en Ecuador, Rafael Correa es presidente desde 2006 pero en 2008 se promulga una nueva Carta Magna, por lo cual se llama a elecciones generales, en las que es reelegido hasta 2013 pudiendo aspirar a otro periodo hasta 2017; en Venezuela Hugo Chávez es presidente desde 1999 y las sucesivas reformas constitucionales y legales impulsadas desde su gobierno le permiten ahora reelegirse indefinidamente; en Colombia se tramita, por iniciativa de los más cercanos colaboradores de Álvaro Uribe, una reforma constitucional que le permite ser reelegido en 2006 y se intenta hacer lo mismo para 2010; en Bolivia, gobierna Evo Morales desde el 2006, pero a través de una estrategia parecida a la ecuatoriana, al promulgarse una nueva constitución en el 2009, Morales puede reelegirse y se aprueba la posibilidad de que el presidente se reelija de manera discontinua pero indefinidamente; en Perú, Fujimori, primero a través de una reforma constitucional y luego a través de la aprobación de una ley abiertamente inconstitucional, logra hacerse elegir tres veces consecutivas, en 1990, 1995 y 2000; en Argentina, la casa política de los Kirchner se encuentra en el poder desde 2003 y se debate la posibilidad de tramitar una reforma a la Constitución que le permita a la actual presidenta, ser reelegida por segunda vez.

Los caudillos generalmente gobiernan de una manera autocrática, que con frecuencia implica la supresión de la oposición, la creación de partidos y movimientos oficiales y la supresión de otros. Aunque no siempre lo hace, o no siempre tiene éxito en su intento, el caudillo favorece la formación de partidos únicos o de movimientos que le respaldan y que se proyectan hacia el futuro. El caso del peronismo en Argentina es el mejor ejemplo de ambas cosas. Pero también existen ejemplos más recientes: en el mismo país del cono sur se aprueba en 2011 una ley que hace caducar un gran número de partidos y movimientos, beneficiando a aquellos leales al gobierno de turno. Se puede destacar también la unificación de todos los partidos de izquierda en el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), o la creación en Colombia del Partido Social de Unidad Nacional (Partido de la U) en 2005, que intenta aglutinar a la mayoría de los parlamentarios alineados con el gobierno del presidente Uribe.

Los caudillos generalmente desarrollan políticas públicas designadas para enriquecerse ellos y a su clientela, y a preservar el status quo que ellos han establecido. Si hay algo que es notorio es el enriquecimiento de su círculo íntimo de amigos y familiares a través de la contratación estatal. En Colombia las actuaciones empresariales de los hijos del ex presidente Uribe fueron cuestionadas en varias ocasiones, así como las decisiones de varios de sus más cercanos colaboradores, algunos de ellos actualmente privados de la libertad por acusaciones de corrupción. En Venezuela y Argentina son comunes los titulares de prensa que denuncian el enriquecimiento de familiares y demás miembros de los círculos cercanos a los mandatarios. Lo mismo sucedió en Ecuador, donde el presidente Correa y su hermano vivieron un publicitado distanciamiento en medio de mutuas acusaciones de manejo inadecuado de recursos públicos para fines personales.

Aunque pueden gobernar de una manera autoritaria, suelen no ser completamente totalitarios. Mantienen ciertas reglas de juego político, en apariencia, unas más que otras, o por lo menos en su discurso dicen hacerlo. En ninguno de los países de la región mencionados se dejan de realizar elecciones periódicas, ni se prohíbe legalmente la oposición, sus métodos son más sutiles. En países donde los poderes del presidente utilizados con fines electorales son virtualmente imposibles de superar, se puede permitir presentarse a elecciones sabiendo que sus posibilidades de perder son mínimas. Es muy difícil para la oposición enfrentarse a un contendor que concentra el manejo centralizado del presupuesto de la nación, tiene a su disposición la mayor nómina del país, ejecuta programas asistencialistas que tecnifican la compra del voto y que genera impacto mediático cada vez que lo desea.

Castro añade a la lista que los caudillos tienen la necesidad funcional de buscar un enemigo común que sirve para movilizar y cohesionar grupos sociales diversos y obtener chivos expiatorios para los fracasos, que en el caso de América Latina es, por lo general, Estados Unidos, pero esto no excluye otras posibilidades.

 

Reflexiones finales

La historia de América Latina está caracterizada por recurrentes vaivenes entre regímenes autoritarios o semi autoritarios e intentos democratizadores. En la mayoría de los países de la región prevalece, a lo largo de su historia, un presidencialismo marcado, un ejecutivo fuerte, como herencia histórica del periodo colonial y de la forma republicana de Estado. Los regímenes de tipo presidencialista pueden presentar, por la forma como se encuentra estructurada la distribución del poder, mayor tendencia a brotes de autoritarismo y polarización política (Linz y Valenzuela, 1994, p. 44), así como también contribuyen a la debilidad de los partidos políticos (Riggs, 1988, p. 77). Lo anterior permite pensar que, entonces, son más tendientes a generar prácticas políticas de tipo personalista.

La debilidad de los partidos políticos coadyuva al desprestigio de cualquier sistema político por ser percibido como incapaz de darle trámite a las demandas de la sociedad al fallar en representar a sus diversos sectores a través de colectividades organizadas. No es un misterio que la gran mayoría de los partidos en el continente atraviesan serios momentos de pérdida de credibilidad y, por ende, de legitimidad, entre otras razones, por su carácter oligárquico, burocrático y lejano para con el ciudadano del común.

A propósito de la ciudadanía, también es un componente que guarda mucha relación con la aparición de regímenes autoritarios. La inculcación de valores democráticos está ausente en la construcción de ciudadanía en la región. Al analizar los resultados de encuestas de percepción ciudadana en los últimos años, es fácil notar que los latinoamericanos parecen privilegiar la generación de respuestas, por encima de la observancia de procesos legales y democráticos. En otras palabras, la convicción de que la democracia es el sistema de gobierno más adecuado para generar respuestas no se encuentra generalizada en porciones considerables de la población continental (Latinobarómetro, 2005, 2009); de ahí el apoyo que ciertos sectores sociales —y en muchas oportunidades, grandes masas inconformes— le han brindado a los sistemas autoritarios, cubriéndolos con cierta legitimidad temporal. Al decir que esa legitimidad es temporal se plantea que la experiencia latinoamericana demuestra que a estos regímenes también les llegan tiempos de fatiga y pérdida de popularidad cuando se descubren incapaces de resolver todos los problemas que prometieron remediar. En ese momento se genera el ambiente propicio para el surgimiento de un nuevo ciclo democrático.

En el pasado, la solución para cambiar de régimen ha sido en ocasiones violenta: golpes de Estado o levantamientos populares. En otras ocasiones se han dado grandes procesos sociales de cambio consensuados. Ahora bien, los regímenes autoritarios pueden dejar problemas institucionales difíciles de solucionar. Al haberse embarcado en el proceso de minar la institucionalidad, es necesario reconstruirla. Se necesita crear o resucitar partidos, nuevos liderazgos, nuevas reglas de juego, normativa.

Sintetizando, y para resolver la pregunta del principio, ¿está o no la región acercándose hacia el fin de la tercera ola democratizadora? Según Jorge Lanzaro (2009, p. 88), sí, aunque esta ola no termina con rupturas sino con cambios paulatinos; no con golpes sino con una aparente continuidad de la institucionalidad. En esta argumentación se encuentra con O'Donnell quien, recordemos, señala que la democracia puede morir también lentamente, con una sucesión de medidas poco espectaculares pero acumulativamente letales. La democracia delegativa es una expresión del nuevo caudillismo, que a su vez es la expresión de un nuevo tipo de democracia en Latinoamérica, que es democrática en cuanto se basa en el apoyo de la mayoría pero no es una democracia en tanto deja de lado aspectos centrales de derechos de los individuos y debilita las instituciones de control, disminuyendo los mecanismos de responsabilidad política (accountability).

Luego de revisar las definiciones y conceptualizaciones de los tres términos, parecen contener algunos elementos comunes: la aparición de una figura carismática muy popular que llega al poder a través de elecciones libres pero se queda en el poder más tiempo del que le correspondía a su periodo original; concentración del poder en ese ejecutivo, con el consiguiente debilitamiento del legislativo, la rama judicial y de los organismos de rendición de cuentas; cambios más lentos pero certeros (desinstitucionalización paulatina, mayor debilitamiento de partidos políticos de por sí débiles desde antes del inicio del proceso). Esto parece ser un adecuada descripción de numerosos casos en la región; quizás las excepciones más notables son las de Chile —con un sólido sistema de partidos y un alto grado de institucionalidad logrado fundamentalmente por el éxito de la concertación democrática— y los casos del Uruguay y Brasil. Sin embargo, otros muchos dejan entrever tendencias desdemocratizadoras en el sentido que plantean Charles Tilly (2007, p. 27) y el mismo O'Donnell (2007, p. 83), en tanto se alejan de los marcos de la democracia institucionalizada. Esto puede estar trazando una división en la región entre democracias y regímenes cuasi democráticos o cuasi autoritarios según los casos.

A partir de estas reflexiones iniciales, este trabajo pretende identificar líneas de indagación para la evaluación de los desarrollos recientes en la política democrática de la región. Si bien no se han producido ''regresos autoritarios'' del estilo de los gobiernos militares de la década de 1970, las expectativas democráticas presagian hacia el futuro próximo grandes interrogantes sobre la estabilidad y dirección que llevan. Es necesario ahondar en el papel de los partidos políticos, en los sistemas políticos latinoamericanos, profundizar en temas de construcción de ciudadanía y cultura política, que son la base para la consolidación de valores democráticos que soporten la estabilidad de esta forma de gobierno desde una definición máxima y que permitan romper en el continente con su comportamiento pendular.

 

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Notas

* Este artículo es producto del proyecto de investigación Democracia, Desarrollo y Relaciones Internacionales, del grupo Firel de la Facultad de Finanzas y Relaciones Internacionales de la Fundación Universitaria San Martín, sede Caribe. Una versión preliminar fue presentada ante el Primer Congreso Nacional de la Red Colombiana de Relaciones Internacionales, celebrado en la Universidad del Norte, Barranquilla, octubre de 2009.