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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.42 Medellín Jan./June 2013

 

SECCIÓN GENERAL

 

''Guerra civil continuada por otros medios'': dimensiones normativas e ideológicas del conocimiento científico–social e histórico en torno al conflicto armado colombiano*

 

''Civil War by Other Means'': Normative and Ideological Dimensions of Social Scientific and Historical Knowledge about the Colombian Armed Conflict

 

 

Paul Anthony Chambers1

 

1 Doctor en Filosofía, Departamento de Estudios de Paz, Universidad de Bradford, Inglaterra. Correo electrónico: paulchamberscolombia@gmail.com.

 

Fecha de recepción: febrero de 2013

Fecha de aprobación: abril de 2013

 

Cómo citar este artículo: Chambers, Paul Anthony. (2013). ''Guerra civil continuada por otros medios'': dimensiones normativas e ideológicas del conocimiento científico–social e histórico en torno al conflicto armado colombiano. Estudios Políticos, 42, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, pp. 37–60.

 


RESUMEN

El análisis científico–social e histórico del conflicto armado colombiano se ha convertido en un tipo de ''guerra civil continuada por otros medios'', lo cual tiene que ver con las inevitables dimensiones normativas e ideológicas de las ciencias sociales y humanas. Estas dimensiones se demuestran en algunos argumentos históricos sobre cómo caracterizar y explicar las violencias y el conflicto armado en Colombia, y en análisis encontrados de la política de ''seguridad democrática'' del expresidente Álvaro Uribe Vélez. Se analiza el problema a la luz de los argumentos de Alasdair MacIntyre e István Mészáros y, mediante el análisis hermenéutico, se concluye que para evitar la arbitrariedad teórica, normativa y metodológica en el análisis científico–social e histórico del conflicto colombiano, es necesario poner las bases teóricas y normativas de nuestros análisis en diálogo sistemático con la filosofía moral.

Palabras clave: Ciencias Sociales y Humanas; Conflicto Armado Colombiano; Dimensiones Normativas; Filosofía Moral; Ideología; Metodología.


Abstract

The social–scientific analysis of the Colombian armed conflict has become a ''civil continued war by other means'', which is due to the inevitable normative and ideological dimensions of the social and human sciences. These dimensions can be seen in some historical arguments about how to characterize and explain the violences and the armed conflict in Colombia, as well as in conflicting analyses of ex–president Uribe Velez's ''democratic security'' policy. The article analyses the problem in light of the arguments of Alasdair MacIntyre and István Mészáros and concludes that, in order to avoid theoretical, normative and methodological arbitrariness in the social scientific and historical analysis of the Colombian conflict, it is necessary to engage the theoretical and normative bases of our analyses in systematic dialogue with moral philosophy.

Keywords: Social and Human Sciences; Colombian Armed Conflict; Ideology; Methodology; Moral Philosophy; Normative Dimensions.


 

 

Introducción

El análisis científico–social e histórico del conflicto armado colombiano presenta varios desafíos epistemológicos y éticos para los investigadores (Cf. Blair, 2012). Se sugiere que uno de los principales retos tiene que ver con la manera en que los análisis del conflicto colombiano reflejan y refuerzan los desacuerdos éticos e ideológicos de primer orden que subyacen en el conflicto armado y social en Colombia; es decir, hay un tipo de ''meta–conflicto'' de segundo orden sobre cómo caracterizar y explicar los diversos fenómenos sociales asociados con el conflicto colombiano que se extiende a las diversas prescripciones para políticas públicas y soluciones en relación con el mismo, lo cual vincula lo epistemológico y lo ético–normativo.

Se procede a perfilar este problema y sus implicaciones para el análisis del conflicto colombiano, luego se exponen de modo algo esquemático los argumentos de los filósofos Alasdair MacIntyre e István Mészáros. Se recurre a estos dos filósofos en particular ya que ambos han hecho análisis profundos sobre los vínculos entre las ciencias sociales, la filosofía moral y la ideología, y se sugiere que arrojan luz sobre el fenómeno del conflicto teórico–ideológico en las ciencias sociales y humanas que se ocupan del análisis del conflicto armado colombiano; después, se continúa con una mirada a un análisis histórico de la violencia y el conflicto en Colombia y un análisis científico–social de corte más cuantitativo sobre la política de ''seguridad democrática'', a la luz de los postulados de los autores mencionados. Se concluye que, para solucionar el problema de la arbitrariedad teórica, normativa y metodológica de las ciencias sociales y humanas, es necesario que entren en diálogo sistemático con la filosofía moral o, más bien, con las diversas filosofías morales, cuyas premisas sobre la motivación humana y el bien humano frecuentemente se incorporan implícitamente en los esquemas explicativos y analíticos de las ciencias sociales.

 

1. Conflicto sobre el conflicto

Para el filósofo Alasdair MacIntyre (2001), la política moderna no es sino una ''guerra civil continuada por otros medios'' (p. 311). Según su diagnóstico, los discursos políticos y éticos contemporáneos reflejan la precaria condición fragmentada e irracional de la filosofía moral y política. Los discursos encontrados no se pueden conciliar de manera racional; por ende, la manipulación retórica, legalista o el simple uso de la fuerza, son las herramientas que quedan para ''ganar'' argumentos políticos y éticos, y para ''persuadir'' a los demás. Las ciencias sociales reflejan y propagan esta situación; es decir, el conocimiento teórico científico–social, ya que está inevitablemente imbricado con posturas normativas e ideológicas, es cada vez más arbitrario, adoleciendo de justificación racional; y si tiene justificación racional interna, es incapaz de convencer a los que no comparten sus premisas teóricas. Este problema es particularmente relevante en el contexto de una guerra interna prolongada en una sociedad en la que la politización de ciertas formas de conocimiento —como en el caso de los derechos humanos, los grupos armados, el Estado, entre otros— ha pagado un precio muy alto en términos del demérito del diálogo y del poder de la argumentación racional.

El problema es, primero, si las ciencias sociales y humanas incorporan dimensiones normativas e ideológicas —juicios de valor— en sus teorías, métodos y conclusiones, ¿cómo sopesar y evaluar los diferentes marcos teóricos y las diversas conclusiones a que llevan, ya que es notoriamente difícil llegar a consensos sobre los valores?; segundo, ¿cómo convencer a otros teóricos a aceptar las premisas y conclusiones propias?

El reto es tratar de combinar el rigor científico con el reconocimiento de la dimensión inevitablemente normativa de las ciencias sociales y dar cuenta crítica de los valores éticos que influyen en las investigaciones (Cf. Pearce, 2010, pp. 1–2). En cuanto a este reto en el contexto colombiano, el exdirector del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), Mauricio García Durán (2008), señala que una de las tareas que tienen las ciencias sociales en Colombia:

[...] es dar cuenta crítica de los principios y fundamentos normativos que subyacen en las categorías y conceptos que utilizamos en las investigaciones para analizar las situaciones de conflicto y los esfuerzos en la construcción de la paz [...]. De hecho, la crisis de paradigmas dejó en la sombra la relación entre nuestras categorías de análisis y las condiciones de cambio social. Es necesario rescatar ese debate. En los estudios del conflicto no siempre es claro el horizonte normativo que existe en algunos de nuestros análisis y las condiciones de cambio social (p. 361).

Además, las ciencias sociales en Colombia no solo tienen el reto de comprender la realidad diversa y conflictiva del país, sino ante todo el de ''la consolidación de los caminos de respuesta y las estrategias de transformación necesarias para consolidar una convivencia justa, sostenible y en paz entre nosotros'' (García, 2008, p. 359). De ahí que las ciencias sociales tengan que vincularse con la filosofía moral, ya que de lo que se trata, al menos en parte y de acuerdo con Karl Marx (Cf. Marx y Engels, 1969, p. 15; Dussel, 1999), es que el objetivo no es solo interpretar el mundo sino transformarlo, lo cual inevitablemente implica algún concepto de justicia y del bien humano que no es ética o ideológicamente neutral (Cf. Harvey, 1974).

La producción de conocimiento sobre el conflicto armado no se restringe al ámbito académico, sino que involucra agencias estatales, organizaciones de la sociedad civil, movimientos sociales, think tanks, entre otros. Con frecuencia estos diversos sectores acuden a consultores académicos, de ahí que la producción académica inevitablemente esté implicada en la estructuración y contestación del conflicto político e ideológico en torno al conflicto armado. Como observa Iván Orozco (2005):

El hecho de que las nuevas redes de paz y derechos humanos sean redes complejas que incluyen no solo miembros de ONG sino también funcionarios públicos del orden estatal y supraestatal, etc. sometidos a la compulsión de sus respectivos ''roles'', determina que aquellos se debatan entre múltiples lógicas morales y hasta amorales en lo que atañe a sus definiciones de las situaciones y dilemas que deben enfrentar (p. 336).

Este ha sido el caso en el debate sobre las causas del conflicto y las investigaciones sobre las lógicas y motivaciones de los actores enfrentados. Como notan los destacados analistas del conflicto colombiano, Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez (2002), los estudios enfocados sobre las causas estructurales u ''objetivas'' de la violencia explican el nacimiento y la consolidación del movimiento insurgente como una respuesta a la ''violencia estructural'' de una sociedad profundamente injusta y excluyente. Tales análisis y explicaciones tienden a ser descalificados por algunos analistas como un intento de justificar la opción violenta como una ''guerra justa''; por otra parte, los análisis y explicaciones enfocados en aspectos subjetivos relacionados con la elección racional, centrados en la acción voluntaria de agentes organizados, han sido criticados por criminalizar a los insurgentes y suprimir toda diferenciación entre delincuentes políticos y comunes, al mostrar a los insurgentes como totalmente desprovistos de propósitos políticos y de motivaciones ideológicas (Cf. González et al., 2002, p. 19). Como advierten, ciertas perspectivas ideológicas basadas en la lógica de ''amigo–enemigo'' propia del conflicto pueden hacer que:

la misma investigación sobre el conflicto y su difusión en los medios terminen convertidas en un escenario más del conflicto, pues la interpretación estereotipada y maniquea con frecuencia implícita en discusiones supuestamente teóricas, respaldadas con abundante información empírica, que a veces ocultan ideologías contrarias y opciones políticas contrapuestas (González et al., 2002, p. 19).

Se sugiere aquí que la historia también está implicada en el mismo problema. Las conocidas comisiones de expertos que se han dedicado a analizar las violencias y los conflictos, que incluyeron a diversos profesionales de las distintas disciplinas académicas, hacen uso de conocimiento histórico o plantean sus propios argumentos históricos. Como anota Jefferson Jaramillo (2011):

[...] las comisiones no solo condensan y administran saberes, sino también genealogías narrativas diferenciadas de país, al posicionar lecturas explicativas del pasado, diagnosis del presente y representaciones de futuro. Sobre la base de estos marcos de representación se evocan y omiten responsabilidades en el desangre y se legitiman distintas lógicas políticas de solución a los conflictos de acuerdo con macrolecturas de época (pacificación/modernización/rehabilitación; paz dialogada/cultura democrática; seguridad democrática/escenarios posconflicto) (pp. 238–239).

Entonces la producción de conocimiento científico–social e histórico sobre el conflicto colombiano y sus violencias inevitablemente supone alguna postura normativa–ética e ideológica, lo cual complica la manera en que se deciden ciertas controversias y se sopesan diversos enfoques teóricos y metodológicos y las conclusiones a las que se llegan.

Evidentemente, la historia se puede hacer desde diversas posiciones teóricas e ideológicas —hay historias escritas con lentes marxistas, conservadores, subalternos, feministas, entre otros—; hay historias sociales que buscan ''rescatar'' historias ''escondidas'' o poco contadas; y hay historias ''oficiales'' que narran la historia desde la perspectiva de las clases dominantes; pero ¿qué se hace con estas historias encontradas? Si la idea es que una historia sobre x tema, desde una perspectiva marxista, pueda convencer a otro historiador que escribe desde una perspectiva conservadora, no parece muy probable; si la idea es que nuestras historias convenzan al público, hay que reflexionar sobre los criterios que ''el'' público —ya que existen diversos públicos— tiene para evaluar las posiciones teóricas e ideológicas.

Claro que en la visión positivista de la historia, se sostiene que el criterio de evaluación de una historia es su fidelidad a los ''hechos'' y su exactitud descriptiva basada en la evidencia disponible y el uso riguroso de las fuentes; sin embargo, las críticas posmodernas cuestionaron la epistemología dominante y alegaron que entre el historiador–observador y los ''hechos puros'' siempre hay algún esquema teórico e ideológico que media y complica la relación entre los hechos observados y el observador (Cf. Evans, 1997).

Por supuesto, apelar a los hechos y las fuentes sí puede servir para decidir ciertas controversias; sin embargo, cuando se trata de decidir controversias en torno a cómo —por ejemplo— explicar, describir y juzgar las llamadas ''causas'' del conflicto o ciertas políticas y gobiernos, inevitablemente entran elementos valorativos; en estos casos los hechos y fuentes todavía sirven para delimitar las controversias pero el problema sigue siendo cómo evaluar determinadas posturas valorativas. Se volverá sobre esto más adelante.

Según el historiador posmoderno británico Keith Jenkins, ''la historia es teoría y la teoría es ideológica y la ideología simplemente se trata de intereses materiales'' (citado en Evans, 1997, p. 204); esta posición es reduccionista pero lleva a Jenkins a afirmar que el papel de la historia es poner en entredicho la ideología dominante y legitimar ideologías e historias que cuestionan la ideología hegemónica. Para Jenkins la historia tiene que estar al servicio de alternativos programas políticos e ideológicos.

En el campo de la sociología, el sociólogo colombiano Orlando Fals Borda (1994) planteó lo mismo, pero el problema es: ¿con base en cuáles criterios se legitiman estos alternativos programas, ideologías e historias? También, si los valores desempeñan un papel fundamental en el análisis ''científico'', ¿no se arriesga con promover sesgos e intereses ideológicos a costa de una exploración ''objetiva'' de la realidad social y conflictiva?

En el caso del análisis del conflicto armado colombiano, Mauricio Rubio (1998) critica la supuesta ''asimetría'' de los análisis en que las actuaciones de ciertas organizaciones armadas que defienden unos intereses son percibidas como ilegítimas, mientras que las actuaciones de otros grupos son percibidas como legítimas. Para Rubio, ''Lo que este prejuicio refleja es la naturaleza esencialmente normativa de tales análisis que parten de la premisa de que unos intereses son menos legítimos que otros'' (p. 125). Este punto permite aproximarse al grueso de los problemas filosóficos con los análisis científico–sociales del conflicto.

 

2. La inevitable dimensión normativa e ideológica de las ciencias sociales

Para Max Weber (1994), todo conocimiento de la realidad social concreta se logra ''desde puntos de vista particulares'' (p. 537). Weber sostiene que los valores personales de un científico social influyen en la construcción del esquema conceptual utilizado en su investigación; sin embargo, esto no distorsiona la ''verdad'' que es alcanzada por medio de tal esquema. El conocimiento producido es universal en la medida en que es visto como válido para todo el mundo, independiente del origen de este conocimiento en una perspectiva particular. De tal forma, las ciencias culturales son aquellas disciplinas ''que analizan los fenómenos de la vida en términos de su importancia cultural'' (p. 537), lo cual supone una ''orientación evaluativa''; lo que es percibido como importante depende de nuestros valores y posturas normativas e ideológicas. Da el ejemplo de que se puede estudiar la importancia cultural del hecho histórico del intercambio económico genérico y de cómo en su época la ''economía de dinero'' —money economy— es algo significante, lo cual urge a investigar sobre cómo surgió; anota que: ''La pregunta por lo que debería ser el objeto de conceptualización universal no se puede decidir sin algunas suposiciones, sino solo con referencia al significado que tienen para la cultura ciertos elementos de esa infinita multiplicidad que designamos 'comercio''' (p. 538).1

Por lo tanto, es posible decidir no solo enfocarnos en la importancia del comercio o el intercambio económico, sino en la importancia de la injusticia o la explotación. Como se expondrá, tal decisión, en últimas, depende de nuestros intereses, que a la vez dependen de nuestros valores. En palabras de Donald Comstock (1994): ''Una ciencia social crítica reconoce que los científicos sociales son participantes del desarrollo socio–histórico de la acción humana y su conocimiento. Como tal, deben decidir cuáles son los intereses que quieren servir'' (p. 630).

Finalmente, nuestros intereses —nuestras posiciones normativas e ideológicas— influyen metodológicamente en la selección, percepción y análisis de los hechos y fenómenos del mundo social; lo cual, según István Mészáros (1972), en el momento de buscar explicaciones sociológicas no es percibido por Weber ni por los científicos sociales de inclinaciones positivistas.

Según Weber, las ''categorías ideales'' analíticas no tienen conexión alguna con ''juicios de valor''; como anota Mészáros, la definición que Weber le da al capitalismo se trata de una categoría ideal, es decir, para Weber su definición es ''neutral'' y no se enreda con evaluaciones normativas o ideológicas. Según Weber, la característica central del capitalismo es que su ''principio regulador es la inversión de capital privado'' (citado en Mészáros, 1972, p. 39), pero, como observa Mészáros:

La selección de las características que definen un fenómeno social está lejos de ser ''valorativamente neutral'', aunque superficialmente pareciera expresar una verdad evidente: a saber, que el capitalismo y la inversión de capital privado están íntimamente conectados. Sin embargo, esto es, por supuesto, una verdad meramente tautológica (1972, p. 40).

Al definir y delimitar su campo de estudio —el fenómeno del capitalismo— de esta manera, Weber determina de antemano el tipo de datos que va a analizar y, de hecho, el tipo de datos que podrá ver (Cf. Dussel, 2000):

La definición de Weber está formulada desde una perspectiva muy concreta: no la de la ''lógica pura'' sino una que muy convenientemente bloquea la posibilidad de otras definiciones encontradas con base no más en suposiciones especificativas. La adopción de tal categoría ideal como el principio de selección de todos los datos disponibles necesariamente conlleva el riesgo que la investigación ''científicamente controlada'' sea limitada a esos datos que más fácilmente se encajen con el marco ideológico de las suposiciones especificativas de Weber (Mészáros, 1972, p. 40).

En el modelo descriptivo–analítico de Weber, que supuestamente separa la descripción de la explicación causal, el supuesto ''principio regulador'' del capitalismo —la inversión del capital privado— deja por fuera otro ''principio'' posible: el papel de la ''mano de obra''; pero como anota Mészáros (1972): ''¿Para qué molestarse con el asunto espinoso de 'la extracción de la plusvalía' si convenientemente ya tiene a su disposición de manera pre–establecida 'la inversión del capital privado' como el 'principio regulador' del capitalismo?'' (p. 41). Es claro, entonces, que la explicación del capitalismo depende, metodológicamente, de las suposiciones teórico–normativas que se adopten de antemano.

 

3. Una mirada desde la filosofía de Alasdair MacIntyre

No se retomarán en detalle las tesis de MacIntyre, solo se resaltarán unos elementos y conceptos claves en su trabajo: primero, sostiene que las ciencias sociales y humanas nunca pueden ser valorativamente neutrales ya que, en últimas, lo que buscan es explicar la acción humana, lo cual requiere de algún concepto de racionalidad práctica, que es lo que mueve a los seres humanos a la acción. Cada esquema de racionalidad práctica está enmarcada dentro de una determinada tradición filosófica —aristotélica, agustiniana, liberal, nietzscheana, entre otras— que hace una serie de proposiciones más amplias sobre la naturaleza humana y que tiene alguna concepción del bien humano que nunca es teóricamente o valorativamente neutral. Según MacIntyre (2001), el principal conflicto filosófico de hoy en día es entre la tradición aristotélica y la filosofía de Nietzsche, y observa que:

Las diferencias entre la una y la otra son muy profundas. Se extienden más allá de la ética y la moral, a la forma de entender la acción humana, de tal manera que los conceptos rivales de las ciencias sociales, de sus límites y posibilidades, están íntimamente enlazados con el antagonismo de estos dos modos de concebir el mundo humano (p. 318).

Según MacIntyre (2001), el rechazo del esquema moral aristotélico —con su concepción teleológica del ser humano— y su reemplazo en la Ilustración por diversas teorías éticas, han llevado a la fragmentación de la ética, a la confusión normativa y al desacuerdo radical en los ámbitos de la ética y la política. Esto se debe a la inconmensurabilidad de las premisas y principios básicos de las diversas teorías éticas: derechos versus utilidad, la prioridad del individuo versus la prioridad de la comunidad, libertad versus tradición, entre otros. Los argumentos morales y políticos que apelan directa e indirectamente a tales conceptos como premisas de su argumentación no se pueden resolver ya que:

las premisas rivales son tales, que no tenemos ninguna manera racional de sopesar las pretensiones de la una con las de la otra. Puesto que cada premisa emplea algún concepto normativo o evaluativo completamente diferente de los demás, las pretensiones fundadas en aquéllas son de especies totalmente diferentes (p. 21).

Se sigue que los marcos teóricos científico–sociales que de una manera u otra, implícita o explícitamente, emplean tales premisas conceptuales, tampoco se pueden evaluar de manera racional.

La fragmentación ética–normativa inevitablemente engendró desacuerdos sobre significativos aspectos de la vida social y política; por ejemplo, sobre la legitimidad de los gobiernos, sobre el objetivo de la educación, sobre la economía, sobre la conveniencia de diversas formas de organización política, sobre la interpretación de la ley. Con la avanzada de la modernidad y su creciente complejidad, la multiplicación de perspectivas, el surgimiento de la noción del individuo y el quiebre de la tradición escolástica en la educación, cuando se formaron las primeras ciencias sociales profesionales era inevitable que reflejaran e incorporaran esta diversidad, fragmentación y confusión conceptual, ética e ideológica. Los conceptos se volvieron ''esencialmente debatibles'' (MacIntyre, 1973, p. 7), ya que no hubo consenso sobre el significado de conceptos y fenómenos como la familia, la democracia, la violencia, la explotación, la educación, entre otros. En el caso de investigaciones sobre la educación, por ejemplo: ''La manera como caracterizamos las instituciones educativas y cuáles normas, desde nuestra perspectiva, definen la educación, no se pueden separar'' (MacIntyre, 1973, p. 7).

Desde la perspectiva de MacIntyre (2001) esta pluralidad normativa y teórica representa una pérdida, una degeneración cultural; sin embargo, para los proponentes de la Ilustración y sus sucesores, representa una ganancia, una liberación de viejos dogmas y certezas. Es de notar que la interpretación histórica de la ética que hace MacIntyre no es valorativamente neutral. Escribe:

Un prerrequisito para entender el estado de desorden [...] sería el de entender su historia [...]. Observemos que esta historia, siéndolo de declive y caída, está informada por normas. No puede ser una crónica valorativamente neutra. La forma del relato, la división en etapas, presuponen criterios de realización o fracaso, de orden y desorden (p. 15).

La ''catástrofe'' del desorden irracional del lenguaje y de la práctica de la moral contemporánea ha pasado desapercibida por la academia. Dice:

Supongamos que se diera el caso de que la catástrofe de que habla mi hipótesis hubiera ocurrido antes, mucho antes, de que se fundara la historia académica, de modo que los presupuestos morales y otras proposiciones evaluativas de la historia académica serían una consecuencia de las formas de desorden que se produjeron. En este supuesto, el punto de vista de la historia académica, dada su postura de neutralidad valorativa, haría que el desorden moral permaneciera en gran parte invisible. Todo lo que el historiador —y lo que vale para el historiador vale para el científico social— sería capaz de percibir con arreglo a los cánones y categorías de su disciplina es que una moral sucede a otra: el puritanismo del siglo XVII, el hedonismo del siglo XVIII, la ética victoriana del trabajo, y así sucesivamente; pero el lenguaje mismo de orden y desorden no estaría a su alcance. Si esto fuera así, al menos serviría para explicar por qué lo que yo tengo por mundo real y su destino no ha sido reconocido por la ortodoxia académica. Ya que las propias formas de la ortodoxia académica serían parte de los síntomas del desastre cuya existencia la ortodoxia obliga a desconocer (MacIntyre, 2001, pp. 16–17).

Se sugiere que, sin necesariamente aceptar en su conjunto la tesis de MacIntyre, la actual situación de las ciencias sociales y humanas, en la que parece que la validez de los diversos enfoques y conclusiones se decide finalmente con base en el poder y la persuasión retórica más que en la convicción racional, apunta a la veracidad de su diagnóstico.

MacIntyre sostiene que para rescatar la moralidad y la dimensión normativa del mundo social de su condición de irracionalidad e inconmensurabilidad es necesario vincular de nuevo los hechos y los valores, el discurso evaluativo y práctico (Cf. MacIntyre, 2006, p. 156), y la teoría y la práctica a través de una resucitación de la teoría y la práctica aristotélicas. Los argumentos neo–aristotélicos de MacIntyre obligan a reflexionar sobre la relación entre nuestros marcos normativos, nuestros lenguajes, y nuestra manera de analizar y describir el mundo social. El sociólogo Peter McMylor (1994) señala que desde la perspectiva de MacIntyre, ''Los individuos necesitan compartir un lenguaje que hay que aprender antes de poder ejercer nuestra capacidad de criticar. Compartir un lenguaje significa tener criterios compartidos para hacer distinciones y evaluaciones'' (p. 170).2

La propuesta de MacIntyre (1991) no es que todos se conviertan en aristotélicos, más bien, llama a reorientar la investigación académica en torno a las distintas tradiciones filosóficas; esto clarificaría las suposiciones y lenguajes filosóficos, normativos e ideológicos de las distintas perspectivas y escuelas en las ciencias sociales y humanas, brindándoles más coherencia y permitiendo entablar debates más racionales y rigurosos entre las diversas perspectivas; por ejemplo, si los conceptos o supuestos analíticos tienen afinidad con una de las corrientes de la tradición liberal —como es el caso de ciertos análisis economicistas basados en la teoría de escogencia racional (Cf. Collier y Hoeffler, 2001; Cramer, 2002)—, se debe hacer una reflexión filosófica para aclarar los supuestos teóricos y explorar, en diálogo con esa corriente o tradición —sea kantiana, utilitarista, hayekiana—, cómo impactan sobre los modos de análisis y la interpretación del mundo social, el tipo de variables que parecen relevantes, entre otros. Luego de aclarar las bases normativas de las categorías analíticas será posible entrar en diálogo y debate con otras escuelas de pensamiento científico–social que han hecho el mismo trabajo reflexivo; de esta manera se sientan las bases para una comparación y evaluación más coherente entre análisis científico–sociales e históricos del conflicto.

 

4. Historias encontradas

Se sugiere que el problema metodológico señalado por Mészáros y MacIntyre afecta la producción de conocimiento científico–social e histórico sobre el conflicto colombiano; primero, se esbozará unos ejemplos sobre el conocimiento histórico alrededor del conflicto, luego se continuará con un ejemplo de un análisis económico y más cuantitativo de la política de ''seguridad democrática''.

En términos generales el problema, según István Mészáros (1972), radica en: ''[...] la red de principios fundamentales y suposiciones dentro de la cual un conjunto de proposiciones teóricas particulares —de cierto sentido lo que se llaman 'deducciones operacionales'— son elaboradas'' (p. 75).

En cuanto a este tipo de suposiciones básicas, según el historiador estadounidense Geoff Simons (2004), por ejemplo, ''La historia de Colombia es de colonialismo, liberación, lucha de clases y guerras civiles —una cronología larga y sangrienta cuyas dimensiones se han complicado por los imperativos del narcotráfico y la intervención estadounidense'' (p. 9); el título de su libro es Colombia. Una historia brutal. Por otro lado, el historiador Eduardo Posada Carbó (2006) escribe en su libro, de título algo más sonoro y romántico, La nación soñada, que quiere ''reivindicar las tradiciones liberales y democráticas del país, y sugerir en ellas los valores que han indicado, con marcada insistencia histórica, el curso de la nación soñada'' (p. 11). Por su parte, el historiador Renan Vega Cantor (2011) critica:

[La] ''historia revisionista'', que practica un individuo como Eduardo Posada Carbó (ver ese conjunto de ocurrencias sin sentido histórico que se encuentran en ese libelo de mal gusto titulado La nación soñada), que pretende convencernos que este país es un remanso de paz, democracia y libertad, con unas instituciones sólidas [...] (s.p.).

También, ''la burocracia intelectual de la guerra'' está ayudando al Estado a crear ''una nueva historia oficial sobre la violencia'' (Vega, 2011, s.p.); según él, la falsificación histórica en que se incurre para tal creación sirve ''para negar las raíces históricas del conflicto interno y para ocultar la responsabilidad de las clases dominantes y de su Estado en la perpetuación de la violencia en este país hasta el momento actual'' (2011, s.p.)

Estos ejemplos evidencian que la descripción histórica no es valorativamente neutral. Las categorías obviamente moldean la percepción de los hechos y el tipo de explicaciones que serán relevantes. Como observa el filósofo Charles Taylor (1994), en la Ciencia Política diferentes ''marcos teóricos'' han sido desarrollados y propuestos para brindar explicaciones científico–sociales e históricas: enfoques marxistas, hobbesianos, estructural–funcionalistas, metodológico–individualistas; y otros basados en la teoría de escogencia racional, en la teoría de juegos, entre otros; anota que ''Estos distintos enfoques son frecuentemente rivales, ya que ofrecen perspectivas distintas sobre la identificación de los elementos cruciales para la explicación y las relaciones causales involucradas'' (p. 550). De esta manera, los marcos teóricos delimitan el campo de investigación científica al orientar hacia lo que requiere ser explicado y el tipo de variables que serán relevantes. Para sacar un ejemplo de Taylor, ''Un enfoque marxista ortodoxo no aceptará que el macartismo se pueda explicar en términos de la experiencia de crianza en la niñez y la resultante estructura de personalidad'' (p. 551).

Otros ejemplos de la inevitable relación entre descripción y evaluación son: la caracterización del conflicto armado —guerra civil, amenaza terrorista, guerra contra la sociedad—; la caracterización de los grupos armados —paramilitares o autodefensas; insurgentes o criminales—; Estado terrorista o democracia asediada—. La arbitrariedad normativa e ideológica diagnosticada por MacIntyre inevitablemente lleva a una cierta arbitrariedad teórica.

Un buen ejemplo de esta arbitrariedad en el contexto colombiano es el libro ya mencionado del historiador Eduardo Posada Carbó, La nación soñada (2006). En este libro Posada indaga en los grandes esquemas interpretativos de la violencia y el conflicto empleados por ciertos intelectuales y otros sectores sociales influyentes en la sociedad colombiana que, según él, retratan una imagen de un ''país asesino'' y que buscan explicar la violencia y los conflictos sociales y políticos en términos de ''intolerancia'', ''sectarismo'', ''autoritarismo'', ''falta de democracia'', entre otros. Posada intenta rectificar estos marcos analíticos y sus premisas básicas, resaltando las tradiciones democráticas colombianas, contextualizando las cifras sobre la violencia con base en una mirada comparativa internacional, y criticando las tendencias simplistas de leer la historia del conflicto y los rasgos nacionales de colombianidad.

Sin duda, Posada acierta en muchas de sus críticas y quizás tiene razón al afirmar que el papel de los intelectuales —incluyendo a los científicos sociales— es ''civilizar las diferencias''3 y propiciar debates informados y con argumentos bien sustentados; sin embargo, esto no quita el problema de cómo hacer esto, de cómo elaborar un ''lenguaje afín'' para el propósito de construir debates ''civilizados''; es más, el mismo trabajo de Posada está repleto de afirmaciones normativas e ideológicas que contradicen sus propias críticas a otros autores.

Por ejemplo, discutiendo el trabajo del historiador William Ramírez Tobón, para quien la democracia es ''un embeleco ideológico'' que en Colombia ha sido constituida por la violencia, Posada (2006) responde: ''Tal confusión está basada en una normativa y en una interpretación histórica que no comparto'' (p. 284). El error normativo es que, según Posada, Ramírez niega el ''sentido normativo de la democracia'' (p. 284).

''Normativamente [...] la violencia no es una forma constitutiva ni dinámica de la democracia —un sistema que, por el contario, excluye por definición la violencia'' (Posada, 2006, p. 285); sin embargo, aunque desde una perspectiva normativa la democracia proscribe el uso de la violencia, las fuerzas económicas y sociales dominantes en el sistema ''democrático'' de los países occidentales como, por ejemplo, Estados Unidos y el Reino Unido, recurren a la violencia estatal para prevenir ''excesos de democracia'' (Chomsky, 1992, p. 365) y para asegurarse de que las masas no extiendan y profundicen la muy limitada democracia formal y procedimental hacia una democracia económica y social.

Es más, la democracia no se puede entender en términos abstractos como si fuera un mero proceso o técnica de gobierno divorciada de intereses y contextos económicos; por ejemplo, la llamada democracia inglesa iba de la mano de la expansión capitalista, la erosión de los derechos tradicionales del campesinado, el desplazamiento forzado y la creciente industrialización con todos sus horrores; se recurrió a la represión para excluir a las mujeres y estratos enteros de personas. Posada ignora todo esto o, al menos, no percibe tales hechos como impedimento para hacer su propia valoración política y prescribir que en Colombia se establezca una democracia liberal representativa.4 Es más, Posada cree que el Estado moderno puede servir de árbitro neutral en el caso de los conflictos que surgen en el contexto de una democracia, lo cual es una postura ideológica relacionada con la tradición filosófica liberal.

Desde la perspectiva rival de la tradición filosófica neo–aristotélica, Alasdair MacIntyre (1998; 2006) argumenta que el Estado moderno encarna su propia y contradictoria normatividad que está lejos de ser neutral. El Estado moderno jamás surgió de la nada, como un producto de un mítico ''contrato social'' construido pacíficamente entre todos; al contrario, siempre ha sido el fruto de contestación, violencia y resistencia.

Se evidencia, entonces, cómo la interpretación histórica de Posada tiene un fuerte elemento normativo e ideológico, igual que los que critica; por otra parte, es de alabar su sinceridad y transparencia en cuanto a su objetivo de buscar reivindicar la democracia liberal en el contexto colombiano, pero el problema es cómo justificar su postura sobre otras que critican este modelo.

Posada (2006) destaca la ''dimensión intelectual de la crisis contemporánea colombiana, arraigada [...] en un discurso adverso a las instituciones democrático–liberales, y propiciador de ese clima de opinión confuso y deslegitimador que ha tendido a dominar el debate público en las últimas décadas'' (p. 289); pero, dado el fuerte elemento ideológico y normativo de la interpretación histórica y analítica del mismo autor, se puede preguntar: ¿por qué se debería aceptar su contra–discurso? El argumento de Posada parece ser otro ejemplo de la inconmensurabilidad teórica, normativa e ideológica señalada anteriormente.

Tales formas de conocimiento se pueden imponer sobre la sociedad, aunque en realidad son los que tienen más poder y recursos quienes tendrán más éxito. Esto conduce a reconocer que los mismos científicos sociales tienen que reflexionar profundamente sobre la manera en que se contribuye a la estructuración del mismo conflicto; es decir, se producen informes, análisis y asesorías para diferentes sectores de la sociedad —desde el Estado hasta organizaciones no gubernamentales (ONG), sindicatos y organizaciones comunitarias—, y así implícitamente se legitiman o deslegitiman ciertas miradas, interpretaciones, discursos y enfoques.

Sin criterios racionales y compartidos para clasificar e interpretar el conflicto y sus dinámicas complejas, simplemente se trata de una multiplicidad de posturas y enfoques sin ningún criterio para sopesar y evaluarlas; por supuesto, cualquier estudio sociológico o histórico se puede evaluar mínimamente en términos técnicos: si la argumentación es lógica, si la evidencia citada apoya las conclusiones, si las fuentes son fidedignas, entre otros. Cualquier estudio que no alcanza tales estándares mínimos se puede descartar con justificación; sin embargo, si tales estándares se logran, como importantes miembros de las academias colombianas y norteamericanas parecen pensar en el caso de los libros de Eduardo Posada (2006) y Geoff Simons (2004),5 pareciera que lo que queda como criterios para sopesarlos son nuestras convicciones valorativas e ideológicas.

Como ya se verá, en el caso de los análisis y perspectivas de Jorge Restrepo y Michael Spagat (2004,) estos investigadores afirman el buen uso y manejo de los datos crudos sobre violaciones de derechos humanos y de violencia política por parte de los investigadores del CINEP —lo cual apunta a un consenso mínimo sobre asuntos técnicos y reglas de investigación—, mientras discrepan de sus conclusiones y prescripciones respecto a lo que tales estadísticas indican sobre las virtudes y los vicios de la política de seguridad democrática.

 

5. Analizando la ''seguridad democrática''

En junio del 2004 unos economistas de la Universidad de Royal Holloway, Inglaterra, publicaron un análisis de los primeros 17 meses del gobierno de Álvaro Uribe Vélez (Cf. Restrepo y Spagat, 2004; Restrepo, Spagat y Vargas, 2004a), concluyendo que la situación para la población civil había mejorado mucho —menos muertes debido al conflicto—. Tan seguros estaban en sus conclusiones que escribieron una carta al periódico The Guardian para urgir apoyo continuo al gobierno colombiano por parte del gobierno británico (Cf. Restrepo, Spagat y Vargas, 2004a). De esta manera estos investigadores estaban tomando una posición abiertamente normativa e ideológica frente al conflicto armado y su transformación;6 sin embargo, lo que interesa analizar es la manera en que las suposiciones teóricas de su metodología, desde el principio, incorporan posiciones normativas e ideológicas que inciden, de una manera u otra, en las interpretaciones de las estadísticas y las conclusiones prescriptivas de los autores.7

Lo que les interesa a los investigadores es hacer un análisis de las dinámicas del conflicto, no de la situación política, social o de derechos humanos en el país respecto al conflicto; por lo tanto, no hacen una evaluación integral y compleja del conflicto en su conjunto; no obstante, llegan a una evaluación política muy clara —recomiendan apoyo al proyecto del entonces presidente Uribe— con base en solo una evaluación de las dinámicas del conflicto. Su método de investigación abstrae estas dinámicas del contexto histórico, social y político, pero las conclusiones sacadas del análisis de estas dinámicas se insertan en un contexto histórico, político y social muy específico.

Seguramente, para interpretar el significado de las dinámicas de conflicto —en forma general, pero especialmente en el periodo de un gobierno cuyas políticas estaban siendo fuertemente criticadas por importantes organizaciones de la sociedad civil— es de suma importancia metodológica establecer una descripción e interpretación robusta del conflicto, de lo contrario se corre el riesgo no solo de llegar a conclusiones erróneas o simplistas sino de contribuir inadvertidamente a proyectos políticos peligrosos y represivos; pero tal interpretación requeriría un trabajo laborioso de análisis multidisciplinario, combinando elementos cuantitativos y cualitativos, lo cual sin duda no es nada atractivo comparado con hacer análisis más ''eficientes'' basados en estadísticas y regresiones.

Aunque los autores abstraen las unidades de análisis del contexto histórico, social y político del conflicto colombiano y, por lo tanto, de los elementos esenciales para una interpretación adecuada del conflicto, prefijan su análisis con unos breves apuntes interpretativos históricos y políticos que son —por lo menos— controversiales y que, inevitablemente, moldean su uso e interpretación de los datos cuantitativos. Por ejemplo, afirman que no ha habido ''mayores periodos de represión política organizada por el gobierno'' y que Colombia tiene ''una sólida tradición de libertades civiles y de libertad de expresión'' (Restrepo, Spagat y Vargas, 2004b, p. 398). Tales afirmaciones son altamente cuestionables pero, poniendo de un lado la cuestión esencial acerca de su precisión, lo que es significativo es el hecho de que es precisamente en torno a la interpretación histórica, política y social, con respecto a estos temas y fenómenos, que giran la interpretación y significado de las dinámicas del conflicto y su evaluación; esto se demuestra claramente en relación con la lectura cuestionable que hacen del paramilitarismo. Dicen:

En Colombia la paramilitarización de la guerra empezó alrededor de 1997 [...] El grado de separación es grande: las fuerzas paramilitares están completamente independientes de las fuerzas estatales, tanto en términos operacionales como institucionales. No obstante, indudablemente ha habido y hay vínculos entre los militares y los paramilitares. Pero estos vínculos no reflejan políticas de los gobiernos y no dictan la estrategia principal de cualquier de los grupos (Restrepo, Spagat y Vargas, 2004b, p. 414).8

Tal lectura histórica difiere radicalmente de otras9 e inevitablemente problematiza su análisis, llevándolos a hacer aseveraciones poco creíbles respecto al comportamiento de las fuerzas del Estado y, por ende, en relación con la interpretación de las dinámicas conflictivas que les interesan. Por ejemplo, al reconocer que ''es importante observar que los paramilitares apenas registran como blancos de ataque de las fuerzas estatales, al menos no hasta la última parte del periodo cronológico de la muestra'' (Restrepo, Spagat y Vargas, 2004b, p. 411), los autores atribuyen esto a que los paramilitares tendían a ''rendirse'' frente a las fuerzas gubernamentales, ''prefiriendo evitar pelear, llevando a la detención de muchos paramilitares en cárceles colombianas'' (p. 411, nota 22); pero según otras fuentes e interpretaciones, esto es factualmente falso y, además, conceptualmente incoherente tomando en cuenta la suposición de los autores de que los paramilitares son una fuerza que combate y se involucra en acciones militares contra el Estado. ¿Por qué simplemente se rendirían para evitar pelear si son una fuerza opuesta al gobierno? La explicación más lógica que concuerda con la evidencia disponible en el momento en que los autores hicieron su análisis —y con toda la evidencia posterior que llevó al destape de la ''parapolítica''—, es que los paramilitares actuaban en pleno concierto con las fuerzas del gobierno; sin embargo, esto contradice tajantemente el marco interpretativo de los autores según el cual los paramilitares eran totalmente independientes del gobierno.10

Con una interpretación distinta de la relación entre el gobierno y los paramilitares, y el comienzo de la paramilitarización de la guerra, el significado de las dinámicas del conflicto durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y el supuesto mejoramiento en índices de seguridad ciudadana se pueden interpretar de una manera totalmente distinta. Lo que esto sugiere es que los datos estadísticos crudos, sobre los cuales se hace una interpretación de las dinámicas del conflicto, no son descriptiva o normativamente neutrales; no permiten hacer análisis desprovistos de juicios de valor, ya que siempre requieren de algún marco teórico–normativo para clasificar e interpretarlos.

Es claro, entonces, que cualquier análisis de las dinámicas conflictivas no puede prescindir de una interpretación histórica y cualitativa rigurosa de los actores armados y la naturaleza del conflicto en su conjunto. Tales interpretaciones inevitablemente involucran posiciones ideológicas y evaluaciones éticas; por ejemplo, sobre qué es un Estado legítimo; sobre qué son libertades civiles y el tipo de acciones que las violan; sobre cómo se define un periodo grave de ''represión política sancionada por el gobierno''. Es claro que para los autores el genocidio político de la Unión Patriótica (UP) no constituye un mayor episodio de represión estatal, ni tampoco lo es el uso frecuente de la figura de Estado de sitio. Dependiendo de la perspectiva normativa que se tenga, la descripción del contexto histórico, político y social, cambia; y con ella, el marco analítico con el cual se interpretan las dinámicas del conflicto y su significado político y social.

Lo que es interesante resaltar, y es algo que subraya el problema de las dimensiones normativas e ideológicas de las ciencias sociales y humanas, es que uno de los autores principales de la base de datos Noche y Niebla, Javier Giraldo, de la cual los mencionados autores sacaron los datos crudos para su análisis cuantitativo, expresó una opinión totalmente opuesta respecto a la política de seguridad democrática y su relación con el paramilitarismo (Cf. Giraldo, 2003).

La posición de Giraldo se basa en la evidencia histórica de los manuales de contrainsurgencia de Estados Unidos que muestran la existencia de un proyecto paramilitar promovido por este país, con la colusión del gobierno colombiano y las fuerzas armadas desde 1962; aquí, la evidencia histórica brinda las bases para una interpretación radicalmente distinta sobre la naturaleza del gobierno de Uribe y el significado de las cifras y las dinámicas del conflicto; sin embargo, ¿tales datos históricos son suficientes para cambiar la interpretación normativa sobre las políticas del gobierno de Uribe? Parece que para Giraldo este sí es el caso.

No obstante, su posición involucra posturas normativas e ideológicas respecto a cómo evaluar las acciones de la guerrilla que inevitablemente influyen en su análisis de las políticas del Estado y de otros actores. Para Giraldo, por ejemplo, el surgimiento de los grupos guerrilleros corresponde a una legítima protesta contra las injusticias sociales y, por ende, se puede interpretar la lucha armada como una guerra justa; tal posición ético–ideológica inevitablemente colorea su observación e interpretación de las dinámicas del conflicto durante el gobierno de Uribe. La diferencia con la postura de Giraldo es que él afirma abiertamente su postura ética e ideológica, lo cual no es el caso con los economistas arriba mencionados.

 

Conclusión

Las inevitables dimensiones normativas e ideológicas de las ciencias sociales y humanas hacen surgir la pregunta de cómo construir conocimiento científicamente ''objetivo'' y no sesgado que pueda llevar a consensos mínimos y ciertos lenguajes afines para interpretar y transformar el conflicto armado. Se ha sostenido que el problema de la ''guerra civil'' científico–social frente al análisis del conflicto colombiano tiene raíces en las dimensiones normativas e ideológicas de las ciencias sociales que está exacerbada por la fragmentación de la filosofía moral y su subsiguiente impacto en las ciencias sociales y humanas, tal como lo sugieren MacIntyre y Mészáros. La solución propuesta por MacIntyre llama a recentrar la filosofía —en particular la filosofía moral— en las ciencias sociales y humanas para establecer la coherencia interna de sus premisas teóricas y metodológicas, lo cual serviría para entablar debates más fructíferos entre las diversas escuelas de pensamiento; de tal manera, los análisis científico–sociales, históricos y filosóficos del conflicto social armado colombiano podrán suavizar su guerra civil teórica y empezar a mejorar sus interpretaciones del conflicto, para algún día acercarse a soluciones y transformaciones compartidas.

 


Notas

* Artículo derivado del proyecto de investigación Las ciencias sociales en el conflicto colombiano: una exploración de sus dimensiones normativas e ideológicas, adscrito al Grupo de Investigación Estudios en Ciencias Sociales y Educación, Departamento de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad de Medellín. El título del artículo incorpora una cita de la obra maestra de Alasdair MacIntyre, After Virtue. Señala mi deuda filosófica con MacIntyre y la relevancia de su diagnóstico radical para el análisis del conflicto colombiano.

1 ''The question as to what should be the object of universal conceptualization cannot be decided 'presuppositionlessly' but only with reference to the significance which certain segments of that infinite multiplicity which we call 'commerce' have for culture'' (Weber, 1994, p. 538). Los textos en inglés han sido traducidos al español por el autor.

2 ''Individuals need to share a language which is acquired before our capacity to criticize. To share a language is to share criteria for making distinctions and making judgements''.

3 Desde la perspectiva de las hipótesis nietzscheanas, planteadas para la interpretación del conocimiento sobre la guerra en Colombia de manera iluminadora por Mónica Zuleta (2009; 2010), la noción de ''civilizar las diferencias'' esconde la ''voluntad de verdad'' e implica que el aparato estatal, a través de una política liberal–democrática, es el mecanismo adecuado para llevar esto a cabo.

4 Para Posada, los bancos capitalistas ¡son ejemplos de instituciones democrático–liberales! (Cf. Posada, 2006, pp. 259–260). Esto revela la suposición escondida según la cual la ''democracia'' liberal presupone el capitalismo y la existencia de corporaciones privadas que nada tienen que ver con la democracia entendida en términos de un verdadero control por parte del público. A la luz de la reciente crisis financiera se ha puesto a la vista el hecho de que los bancos actualmente van en contra de la democracia; han tenido el descaro de exigir la intervención estatal, después de promocionar la ideología neoliberal durante años, una doctrina que, como es bien sabido, ha minado la soberanía nacional y la democracia en muchos países del mundo; exigían total libertad para invertir sus fondos, haciendo cabildeo en contra de la regulación estatal y predicando sobre las virtudes del ''libre mercado'', para luego contradecir esto contundentemente al exigir que los Estados los salvaran y no los dejaran caer víctima de las supuestas ''leyes del libre mercado'' que profesaban seguir antes.

5 Véanse las reseñas críticas en las portadas de los dos libros.

6 Los autores adoptan una postura abiertamente a favor del Estado; por ejemplo, al notar que en combates directos con la guerrilla las fuerzas del gobierno suelen salir victoriosas, los autores urgen al gobierno a mantener una postura ofensiva.

When the government is an active force it has the lead, and in most cases these events are clashes, inflicting larger losses on the guerrillas than the guerrillas inflict on the government forces. This fact contrasts with the relatively similar number of losses of guerrilla forces and government forces in guerrilla operations that we noted above, suggesting that the government should maintain an offensive posture to the extent possible (Restrepo y Spagat, 2004, p. 410).

7 Aunque el análisis que hacen no cuestiona directamente la tesis de las llamadas ''causas objetivas'' del conflicto, ni tiende a la criminalización de la guerrilla como otros enfoques económicos, lo hace indirectamente en la medida en que le resta importancia al contexto social e histórico para evaluar las políticas de ''seguridad democrática''.

8 Sin embargo, los autores contradicen esto en la página 411, donde afirman la existencia de operaciones paramilitares en 1994 y 1995. Confrontar la perspectiva de Javier Giraldo (2003) quien data los inicios del paramilitarismo desde 1962.

9 Por ejemplo Giraldo (2003), para quien el paramilitarismo es una política de Estado muy arraigada.

10 La posición dominante sobre la relación Estado–paramilitares ha sido que la relación es ''compleja'' (Cf. Restrepo, 2001; Orozco, 2005) y no se trata de una política de Estado, que es lo que afirman la mayor parte de ONG y movimientos sociales, tal posición se encuentra en informes de la ONU. En el informe del PNUD del 2003 se lee: ''[...] no es válido aseverar, como lo hace la guerrilla, que el paramilitarismo en Colombia sea 'una política de Estado''' (PNUD, 2003, p. 38); pero no es solo la guerrilla la que afirma esto: organizaciones internacionales de prestigio como Human Rights Watch y Amnistía Internacional lo han dicho de manera persistente (Cf. Human Rights Watch, 1996; 2001).


 

 

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