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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.42 Medellín Jan./June 2013

 

SECCIÓN GENERAL

 

Dialéctica del castigo. Institución, moralidad y control en las sociedades modernas*

 

Dialectics of Punishment. Institution, Morality, and Control in Modern Societies

 

 

John Fredy Lenis Castaño1

 

1 Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Licenciado, magíster y Candidato a doctor en Filosofía de la misma institución. Correo electrónico: johnlenisc@gmail.com.

 

Fecha de recepción: diciembre de 2012

Fecha de aprobación: marzo de 2013

 

Cómo citar este artículo: Lenis Castaño, John Fredy. (2013). Dialéctica del castigo. Institución, moralidad y control en las sociedades modernas. Estudios Políticos, 42, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, pp. 196–217.

 


RESUMEN

Este artículo se ocupa del tratamiento de la criminalidad y algunas de sus consecuencias para la noción de castigo en las sociedades neoliberales y de control de la modernidad tardía, ampliando la idea legalista de estigmatización culpable, toda vez que esta se inserta en la racionalidad gubernamental y la conducción que opera sobre los ciudadanos a través del convencimiento de estos en el entramado securitario actual, que recoge y transforma tanto el modelo de la soberanía y el modelo jurídico como el de la disciplina. Se mostrará entonces cómo la culpabilidad jurídica se modula con diversos factores de la modernidad y su lógica para castigar, combinándose tanto de forma aleatoria y material —praxis punitiva y azar del acontecimiento— como racional, según el afán de control y seguridad propios de las políticas punitivas actuales. Para esto se empleará una metodología principalmente genealógica toda vez que se trata no solo de interpretar algunos textos clave de la teoría jurídico–criminológica, sino presentar varias influencias y tensiones de la racionalidad económica y material que han impregnado el devenir punitivo en dichas sociedades.

Palabras clave: Castigo; Modernidad; Institución; Moral Culpabilizadora; Seguridad; Control Social; Criminalidad.


Abstract

This paper will approach the issue of the treatment of criminality and some of its consequences for the notion of punishment in neoliberal and controlling societies in late modernity. It expands the legalist idea of guilt stigmatization whenever it inserts itself into the paradigm of governmental rationality and control that operates on citizens through their own convictions and internalization of the laws —subjection and subjectivation— in the current security structure that gathers and transforms the legal, sovereignty, and discipline models. This study will show how legal guilt is modulated by various factors of modernity and its punishment logic, whose elements combine themselves materially, randomly (i.e. the punitive praxis and the randomness of an event), and rationally in accordance with the search for control and security characterizing the punitive policies of modernity. To this end, a mainly genealogical methodology shall be used, since the goal is not only to interpret some key texts of legal and criminological theory but also to point to several influences and tensions of economic and material rationality that have permeated the punitive process in the studied societies.

Keywords: Punishment; Modernity; Institution; Blaming Guilt; Security; Social Control; Criminality.


 

 

Introducción

El derecho penal contemporáneo ha tratado de definir con toda precisión la noción de culpabilidad y gran parte de la política criminal ha partido de la idea de que los delincuentes se merecen la pena porque libremente han realizado el daño y contravenido la ley. Sin embargo, la diversidad de escuelas y corrientes, definiciones y perspectivas, habla de la dificultad de llegar a un consenso jurídico pleno, pues aunque el corpus doctrinario y dogmático del Derecho esté aparentemente determinado con toda exactitud (Cf. Díaz Aranda, 2006, p. 78; Reyes, 1982, p. 141), los conflictos más difíciles surgen en el contraste entre la ley y los casos que la vida social le presenta a los peritos judiciales y, muy especialmente, al equívoco entre crimen y criminal —es decir, entre el castigo del acto y el del individuo— que desde el siglo XIX ha permeado estos debates.

Además, aunque el control de la tradición, la comunidad, la iglesia y la familia sobre el individuo se ha hecho más laxo desde la posguerra, los miedos emparentados con la inestabilidad y la inseguridad han favorecido el reforzamiento de moralidades conservadoras arraigadas de manera fortísima en concepciones tradicionales y religiosas de la culpa y el castigo; así, la paradoja histórica, en este caso, consiste en que ''hacia finales de la década de 1970 el Estado de bienestar estaba siendo atacado sobre la base de las condiciones de la modernidad tardía que él mismo había generado'' (Garland, 2005, p. 163). Por ejemplo, el hecho de tener que regular el sistema económico a la vez que lo debía impulsar —en aras de la sostenibilidad— hacia el autocontrol y la prosperidad (Cf. Offe, 1990, p. 139), más aún cuando la complejidad de la sociedad hace de su pretensión centralista un afán fallido; especialmente cuando estimula exigencias sociales que se convierten en crítica de su control administrativo (Cf. Keane, 1990, p. 39–40) y se muestra insuficiente para resolver problemas que atañen a sistemas colaterales y relativamente independientes como la economía y el derecho (Cf. Luhmann, 2002, p. 106–107).

Por esto se hace fundamental analizar la culpa moderna a la luz de la intersección entre el castigo jurídico y el cultural, económico, social y político, ya que precisamente es a través de estos como se sanciona al acreedor de la culpa en el marco institucional del poder del Estado, el mercado de capitales y en ámbitos como la sociedad civil, los grupos explícitamente religiosos, el vecindario, los amigos o la familia. Es importante tener en cuenta que para Michel Foucault la sociedad civil —que a finales del siglo XVIII era llamada nación— es precisamente el correlato del gobierno decimonónico, una vez se mostró que este no podía manejar totalmente ni al sujeto económico ni al sujeto jurídico (Cf. Foucault, 2007, p. 333–ss.): el primero tiene un movimiento y un juego de intereses que se da en el ámbito de la competencia; el segundo se postula como crítico del gobierno en la medida que se apega a la ley como reguladora no solo de su existencia jurídica sino también del control estatal.

El castigo y la culpabilización cultural entran en juego en esta sociedad civil, precisamente debido al lazo empático y local entre los sujetos que la constituyen, mediado por intercambios materiales y distribución espontánea de poderes, roles, divisiones del trabajo; además de las disociaciones producidas por el egoísmo económico y la transformación histórica y el desgarramiento del tejido social que aquel genera. De tal modo, se hace pertinente la pregunta por la relación entre el Estado y la sociedad civil (Cf. Foucault, 2007, p. 352) en estos avatares de la culpabilización y del castigo. Para el análisis de este complejo entramado, compuesto además por factores culturales, políticos y económicos, se procederá a través de los siguientes apartados: la relación moderna entre derecho–ley–producción de la pena y el papel productivo del castigo en la constitución del Estado; el encierro carcelario; prisión, cultura jurídico–moral y racionalidad político–económica; dialéctica entre el modelo neoliberal y el neoconservador; y finalmente, conclusión.

 

1. La relación entre derecho–ley–producción de la pena y el papel productivo del castigo en la constitución misma del Estado

El desarrollo de la teoría jurídica moderna ocurrió en un contexto complejo que abarcaba diversos aspectos: creencias premodernas que consideran la pena como resultado de una condición metafísico–teológica como el pecado, además de circunstancias sociales, políticas, científicas y económicas que hicieron de la modernidad un giro fundamental en la forma misma de entender el comercio, el orden social, la forma de gobierno y, por supuesto, la culpabilización y el castigo. Allí surgió un movimiento de reforma jurídica que, con autores como Cesare Beccaria, desplegó una intensa búsqueda de racionalización utilitaria de las penas con el objetivo principal de defender el orden social y regular la conducta de los hombres.

En este sentido Beccaria es uno de los más importantes críticos del exceso punitivo por parte del poder nobiliario y su teoría penal está íntimamente ligada a la idea moderna de Estado. En su más afamado libro, De los delitos y de las penas, justifica el pacto social como origen más apropiado de las convenciones humanas —legislación penal— toda vez que tanto las creencias religiosas como las leyes naturales han sido desvirtuadas por los abusos de los hombres (Cf. Beccaria, 2010, p. 4). Así Beccaria da un paso más allá de la reforma luterana al desligar filosofía moral y política de teología, esto es, al diferenciar entre los poderes de los reinos celestial y terreno (Cf. 2010, p. 5; 1995, p. 341–ss), acompañando la razón política del Estado o razón gubernamental (Cf. Foucault, 2006, p. 328–329) con una razón jurídica puesto que ''se gobierna a partir de unos 'principios generales' que ya no son obtenidos por analogía y semejanza (con Dios o la naturaleza), sino producidos por medio de una 'ciencia del Estado', de una Estadística'' (Castro–Gómez, 2010, p. 114).

De este modo, si bien el gobernante ya no tenía que ocuparse únicamente del fundamento jurídico de la soberanía para manejar el territorio y la sociedad —pues se trataba de controlar el comercio, los recursos, la mano de obra, las vías de comunicación; en fin, la economía y la estadística, además de la opinión pública (Cf. Foucault, 2006, p. 320–323) y los procesos biológicos de la natalidad, la morbilidad, las enfermedades y condicionamientos ambientales de la población (Cf. Foucault, 2001a, p. 222)— el refinamiento secular del derecho penal debía ser el correlato de ese auge político–económico. De esta manera Beccaria haría uno de los aportes más interesantes a la ablución de la penalización respecto a residuos de tipo teológico, como refuerzo digno de ese proyecto político de gubernamentalidad económica que estaba surgiendo, poniendo al Derecho a castigar como un instrumento más del Estado que, para ser eficiente, tenía que pasar por el convencimiento de los ciudadanos respecto a su justeza y proporcionalidad.

La crítica beccariana a la violencia punitiva ineficaz también se vio favorecida por el proceso civilizatorio que empezó desde finales del siglo XVII a vincular los castigos exagerados a indicios de retraso, ordinariez, pobreza y falta de educación (Cf. Elias, 1994). El reformador jurídico cuestiona entonces el exceso de violencia y el desequilibrio de las penas, los padecimientos de los débiles sacrificados por cuenta de la ignorancia y la indolencia, la falta de certeza probatoria en muchos de los procesos judiciales, las crueles condiciones de las prisiones y la incertidumbre; características de la mentalidad jurídica de la época, signada por los procedimientos de cuño medieval e inquisitorio que aún se daban. Por eso Beccaria deja de hablar de pecados y enuncia su planteamiento con base en la noción secular de delito. El paso del pecado al concepto de delito implica pues la reconsideración de la racionalidad teológico–metafísica y el giro hacia una racionalidad de talante histórico y político (Cf. Voltaire, 1980, p. 133; Foucault, 2001b, p. 16; Garland, 2006, p. 167), centrada en los intereses como medio para influir en ''los individuos, los actos, las palabras, las riquezas, los recursos, la propiedad, los derechos, etc.'' (Foucault, 2007, p. 65).

Predecesor del normativismo jurídico contemporáneo, Beccaria defiende la positividad de la ley y la transparencia de la demostración culpabilizadora —surgida de un proceso judicial correcto— así como la equilibrada relación entre delito y pena. No se trata de castigar por castigar, con la esperanza de que el solo temor a la crueldad de las penas ejemplarice a la sociedad; por eso es más importante la certidumbre de los castigos que su ferocidad (Cf. Beccaria, 2010, p. 53). El temor debería darse entonces ante la infalibilidad de la justicia, esto es, ante la seguridad de que no habrá impunidad o ''la certidumbre de ser castigado, y no ya el teatro abominable [del castigo], lo que debe apartar del crimen'' (Foucault, 2001b, p. 17).

Así pues con Beccaria se entra al ámbito de la culpabilidad entendida a la luz del contrato social y las vicisitudes jurídicas del Estado moderno, y gran parte de la fuerza de este gravita en torno a la independencia de su corpus legal respecto a las consideraciones teológicas precedentes, las cuales también impregnaban el absolutismo propio de la razón de Estado que, entre otras cosas, pretendía que los súbditos fuesen juzgados y condenados de manera diferente a los nobles (Cf. Beccaria, 2010, p. 64–65). Culpa y penalización quedan así unidas por el marco contextual del derecho que ha sido infringido, el cual fue originado, a su vez, por el pacto que instituyó a cada Estado particular. Dicha racionalidad es potencialmente universal pero aplicada de manera específica, lo cual está marcado en Beccaria por un cierto mecanicismo y empirismo moral; y, en este sentido, placer, dolor e interés hacen parte de los alicientes para la acción humana.1

Sin embargo, es significativo anotar —antes de pasar al asunto de la pena carcelaria— que a pesar de esta pretensión reformista concentrada, en gran medida, en superar la tradición punitiva medieval, se ha dado —en el proceso de secularización moderna— una compleja relación de ruptura y continuidad respecto al poder medieval (Cf. Büttgen, 2007); esto es, mientras que muchos aspectos de la tradición cristiana han sido dejados atrás, otros han prevalecido bajo distintas formas. Para esto es muy pertinente tener en cuenta que el ejercicio de la soberanía siguió basándose, en gran parte, en el poder pastoral cristiano, de tal suerte que biopolítica —poder sobre la vida— y soberanía —poder sobre la muerte— siguen manteniendo una relación muy estrecha en tanto la potestad sobre la vida se funda en el hecho de que el poder soberano puede disponer de ella sin cometer homicidio o sacrificios —mecanismo de excepción—; así, el Derecho y su poder sobre la vida tiene su origen precisamente en la soberanía (Cf. Agamben, 1998; 2004), una soberanía marcada por la teología tanto política como económica, toda vez que se ejerce según el modelo del gobierno de Dios sobre el mundo a través de conceptos como jerarquía, división de poderes, ministerio, misión, aclamación litúrgica —doctrina cristiana de la trinidad, de la providencia y de los ángeles— (Cf. Agamben, 2008).

Precisamente, la prisión se presenta como ejemplo de este mecanismo soberano que incluye la vida prisionera, al tiempo que la excluye de la sociedad como contra imagen de la misma y como ejercicio de un derecho soberano de castigar, que puede suspender los derechos del individuo como ciudadano, excluyéndolo de la sociedad normal (Cf. Agamben, 2004) a la vez que lo incluye en una categoría y unas prácticas específicas; de hecho, a finales del siglo XVIII la prisión había adquirido el estatus de forma de castigo privilegiada frente a algunas consideradas más arcaicas y salvajes como la ley del talión, el patíbulo o el suplicio (Cf. Foucault, 2003, p. 100), u otras como el destierro y la multa, sin que esto signifique una anulación de la violencia, toda vez que, como afirma Roberto Esposito, la violencia del Derecho es la interiorización de la fuerza en la misma comunidad a través de un sistema de delitos y penas (2003). De tal manera, la reforma beccariana germinó en un contexto marcado por graves problemáticas no solo religiosas y jurídicas sino también económicas, a la vez que se continuaba con algunas técnicas del encierro y confinamiento de las celdas católicas y protestantes de finales del Medioevo (Cf. Garland, 2006, p. 127 y 239), acentuando a su vez —aunque de manera muchas veces transformada— algunos rasgos de la moral tradicional, como se abordará más adelante con la tensión entre modelo neoconservador y neoliberal en el arte de castigar.

 

2. El encierro carcelario

En el caso de la prisión —una de las formas de castigo más comunes en la sociedad occidental— se reconoce que su función económica y laboral, previa a la revolución industrial, ha perdido importancia, disminuyendo en gran parte ''la función de las primeras cárceles en Europa y Estados Unidos [que] era disciplinar al proletariado, imbuyéndole las virtudes requeridas en una fábrica: obediencia, trabajo duro y conducta dócil'' (Garland, 2006, p. 127–131); inculcándole orden, regularidad, concentración, aquietamiento, sometimiento a la jerarquía y a la vigilancia, desarrollo de una actitud diligente, activismo orientado, así como entrenamiento contra los desvíos de la imaginación y la pereza (Cf. Foucault, 2001b, p. 245). Luego, ante las altas inversiones que las prisiones exigían y los cuestionables resultados en materia de control de las tasas de criminalidad, el mero argumento de la utilidad económico–laboral de los prisioneros se consideró insuficiente. El afán ya no era la producción y la ganancia económica directa, sino el aprovechamiento político —uso de la criminalidad producida por las cárceles como justificación de las estrategias de control social— y económico indirecto —control de los informantes, alianzas con la ilegalidad—.

De esta manera las cárceles, en una velada oposición a reformadores del siglo XVIII como Beccaria, terminaron convirtiéndose también en símbolo de terror de cara al control de la criminalidad en aumento (Cf. Garland, 2006, p. 128) y, sobre todo, del control social general, pues ''la prisión es la imagen de la sociedad, su imagen invertida, una imagen transformada en amenaza'' (Foucault, 2003, p. 145), lo cual hizo de la racionalidad punitiva y culpabilizadora una estrategia más abierta y generalizada hacia el contexto social. Se está entonces ante un fenómeno de articulación entre funcionamiento de las prisiones, racionalidad económica, racionalidad moral y política, de cruces e intercambios entre lo subjetivo de la convicción y lo intersubjetivo de la administración política. En consecuencia, la sanción culpabilizadora llevada a cabo a través de las prisiones puede tener varios objetivos: controlar el delito, rehabilitar al delincuente, inhabilitarlo, excluirlo, contenerlo, movilizar la solidaridad social —según Émile Durkheim—; mantener el monopolio económico de una clase sobre otra o desarrollar un tipo de dominación política —según Michel Foucault— (Cf. Garland, 2006, p. 35), mediante la exclusión y la marginación apoyadas en el derecho penal del enemigo (Cf. González, 2009, p. 138):

el Derecho penal dirigido contra los terroristas [que] tiene más bien el cometido de garantizar seguridad que el de mantener la vigencia del ordenamiento jurídico [...] El Derecho penal del ciudadano, garantía del ordenamiento jurídico, se transmuta en defensa frente a riesgos (Jakobs, 2008, p. 57).

De tal suerte que en los procesos jurídicos sobresalen dos escenarios complejamente emparentados: el tribunal y la sociedad civil. El primero constituye el más cerrado y especializado del entorno judicial y la subsiguiente aplicación de la pena.

Precisamente, el análisis foucaultiano parte de las particularidades de la vida prisionera para poner de relieve los rasgos moleculares del aparato carcelario, las tecnologías reales del (micro)poder penal, los principios de vigilancia y disciplina, el contacto directo del culpable con la racionalidad y las prácticas penitenciarias, para relacionar posteriormente muchos de estos con el patrón social general (Cf. Garland, 2006, p. 160); aunque el derecho penal y la prisión sean también contextos de lucha y oposición si tenemos en cuenta que la pugna entre culpabilización y defensa trasciende el ritual del tribunal y se instaura en la prisión como juego entre un sujeto que ha sido estigmatizado como culpable y su propio intento de justificación de cara a no ser objeto del exceso del poder de castigar, esto es, entre el ejercicio del poder punitivo como autoridad legítima y como autoritarismo exacerbado. Esto debido también a la conciencia de que con el encarcelamiento sucede la consecuente aniquilación simbólica y social de los delincuentes.2 El delincuente o el culpable, deja de ser considerado ciudadano puesto que rompió el pacto normativo. ''Lo juzgamos enteramente por su crimen y le negamos al acto criminal un significado distinto a ser la expresión, a través de su negación, del Estado de derecho'' (Kahn, 2001, p. 112).

La penitenciaría confina al sujeto como jurídicamente responsable, le cierra la posibilidad de acción política como ciudadano, como sujeto de aparición pública. ''Siempre nos encontramos dentro del mundo del derecho particular con sus distinciones de ciudadano/no ciudadano, inocente/culpable y juez/acusado'' (Kahn, 2001, p. 134); algo análogo a la otrora marcación corpórea y mnémica típica de la época de los suplicios (Cf. Foucault, 2001b, p. 40).

Sin dejar pasar por alto que en la contemporaneidad neoliberal hay además un cambio o ampliación de la economía disciplinaria del poder del Estado–providencia, en el cual —y a diferencia de la omnivigilancia de este— se dará un cierto relajamiento del Estado, apareciendo condescendiente y desentendido de los problemas y tensiones sociales a través de cuatro estrategias principales: a) la definición de unas zonas vulnerables y la aplicación atenta de la vigilancia y el control en estas; dejando así b) otras zonas en la penumbra debido a la tolerancia con la ilegalidad que ocurra en ellas; c) la implementación de un sistema de información general que permita, casi virtualmente, tener datos y coordenadas de las transgresiones cometidas y sus agentes, sin que sea necesario mantener constantemente observados y vigilados a todos los sujetos como ocurría en el modelo del panóptico —esto es, un control sin vigilancia individual; y d) el aprovechamiento del consenso cultivado por los medios de comunicación como forma de que el orden social se autoengendre y autorregule (Cf. Foucault, 1991, p. 165–166). En palabras de Gilles Deleuze (1990) en la actualidad nos encontramos en ''disposiciones de control abierto y continuo, disposiciones muy diferentes de las recientes disciplinas cerradas'' (p. 160), o en una generalización y liberación del modelo disciplinario, su irrigación a toda la sociedad bajo la forma del control (Cf. Ewald, 1990, p. 164–165).

 

3. Prisión, cultura jurídico–moral y racionalidad político–económica

El poder punitivo no se concentra exclusivamente en los aparatos del Estado, sino que circula a todos los niveles de la culpabilización y el control; de este modo, el derecho penal se encuentra entre ambos mundos: el social y el penitenciario; y para pasar del diagnóstico criminológico a la condena moral y carcelaria debe hacer el recorrido —yendo y viniendo— entre la culpabilización moral —cultural—, la formalización jurídica de la imputación, los cargos y el veredicto, y el tratamiento correccional. En este sentido, no puede esperarse que los administradores de la prisión se concentren en su labor técnica y olviden la prevención y estigmatización que la culpabilización ha realizado en los prisioneros, ni que los legisladores no tengan en cuenta las demandas sociales de racionalización de los gastos, la maximización de las penas o del control de la criminalidad.

El trato ''neutral'' de los guardias frente a los convictos obedece más bien a las rutinas técnico–administrativas propias de la profesión, a la vez que el trato parcializado depende de negociaciones y simbolismos de poder insertos en las relaciones intracarcelarias con los estatus y jerarquías que allí aparecen, pero no a una suspensión total de la culpabilización moral; efectivamente, en esta se funda gran parte de la autoridad que los carceleros enarbolan frente a la sociedad regulada, de tal suerte que el juicio condenatorio constituye el paso entre la moral social y la sanción judicial, y la legitimación del grado de violencia y dolor que al interior de las murallas de la prisión pueda presentarse.

Por fuera de ese andamiaje carcelario transcurre la vida cotidiana de los ciudadanos no culpabilizados pero igualmente disciplinados, controlados y virtualmente vigilados; haciendo ''del mercado, de la competencia [ya no del simple intercambio de los economistas liberales del siglo XVIII], y por consiguiente de la empresa, lo que podríamos llamar el poder informante de la sociedad'' (Foucault, 2007, p. 186). Ciudades, calles y espacios donde palpita la buena consciencia de la gente —creyéndose buena y libre— cuando se compara con los que habitan tras las rejas, sin reconocer empero que cualquiera, bajo el régimen de la vigilancia, la seguridad y el control, en cualquier momento y bajo múltiples circunstancias, puede ser convertido en sospechoso y posteriormente encarcelado (Foucault citado por Eribon, 2004, p. 275–276), lográndose así utilizar la violencia sancionadora como amenaza para toda la sociedad, vinculando con esto instituciones, política y cultura (Cf. Dreyfus y Rabinow, 2001, p. 173–174).

En este sentido, si la culpabilización es fundamental para los fines del derecho penal y el Estado de derecho, la carga simbólica, atávica, que ese procedimiento conlleva hace de las sociedades modernas colectividades profundamente marcadas en su cultura por el éthos tradicional de la culpabilidad, incluso a veces del pecado, toda vez que los estándares de racionalidad y consentimiento popular que deben respaldar el orden jurídico y apoyar el discurso político, se encuentran permeados por la moral tradicional y su enfoque del castigo; esto a pesar de que la racionalidad penitenciaria, una vez dada la crítica reformadora de autores como Beccaria y las transformaciones económicas y científicas que la secundaron, funciona a través de un vocabulario administrativo y técnico relativamente alejado de las pasiones punitivas más arcaicas (Cf. Garland, 2006, p. 219).3

Así, por ejemplo, en el contexto del Estado de bienestar, en vez de culpa se habla de crimen; en vez de condena, de rehabilitación; en vez de castigo, de tratamiento. ''Términos como 'degenerado', 'débil mental', 'imbécil', 'delincuente', 'cleptómano', 'psicópata' y criminal de carrera' se volvieron comunes tras sólo unos cuantos años de uso oficial, al igual que los vocabularios afines de 'tratamiento' y 'rehabilitación''' (Garland, 2006, p. 299), lo cual estaba articulado con un pensamiento terapéutico referido a la culpabilidad.

Sin embargo, con el apogeo neoconservador a partir de la crisis del Estado de bienestar puede afirmarse que ese solapamiento técnico y disciplinario de emociones eminentemente punitivas —como el resentimiento, la indignación, el odio o sus complementarios de la misericordia, la justicia y el perdón— ha ido resquebrajándose al punto de hallarse toda una retórica moralista y cuasi religiosa que propaga, a través también de la retórica política y el reforzamiento de los medios de comunicación, los principios del control y la culpabilización en estas sociedades cada vez más desiguales económicamente, atacando principalmente los efectos antes que las causas de la transgresión a través del juicio condenatorio que la misma opinión pública cultiva (Cf. Foucault, 1990a, p. 55).

Con esto la legitimidad social del derecho penal también depende de su alianza con la retórica política contra el crimen y el peligro, a la vez que se ve altamente influenciada por los intereses económicos. Una producción retórica y discursiva de la criminalidad apoyada en la confesión, muchas veces forzada, de los imputados para construir una concepción solemne y grandilocuente alrededor de cualquier hecho considerado como peligroso, con la asistencia de las ciencias del hombre que han permitido no solo construir un conocimiento en torno a los criminales sino también el reforzamiento de prácticas de disciplinamiento y control (Cf. Foucault, 1990b).

 

4. Dialéctica entre el modelo neoliberal y el neoconservador

Precisamente, en el marco del Estado de bienestar, surgido a finales del siglo XIX, primó el principio de no hacer culpables a los individuos por los riesgos y daños sociales, sino a las desigualdades y privaciones económicas —hasta las décadas de 1950 y 1960—; en cambio, en las sociedades actuales de libre mercado los sujetos vuelven a ser culpabilizados (Cf. Garland, 2005, p. 100–101), algo que puede entenderse por el hecho de que el Estado de bienestar representa un tipo de intervencionismo social que va en contravía del principio clásico del liberalismo de no gobernar en exceso, de dejar libre el movimiento del mercado, a la vez que se enfrenta al reto de seguir haciendo viable la gubernamentalidad (Cf. Foucault, 2007, p. 91–92); por lo tanto, dicho Estado se convirtió en objeto de crítica de los movimientos economicistas anclados en la tradición liberal del libre mercado y radicalizados después con el neoliberalismo y su racionalidad gubernamental dirigida a las reglas de juego antes que a los jugadores (Cf. Castro Gómez, 2010, p. 184), más aún cuando las fronteras del Estado–nación son permanentemente atravesadas por los movimientos económicos transnacionales (Cf. Bula, 1999, p. 9).

Paradójicamente, en 1970, muchas de las críticas al modelo penal del Estado de bienestar en países como Estados Unidos, se hicieron en nombre de una aplicación más justa de los castigos como una crítica al poder de castigar y sus vínculos con estrategias de dominación y control, recordando nuevamente el impulso reformador y humanista de la ilustración penal beccariana (Cf. Garland, 2005, p. 110–111), insistiéndose así en una cierta independencia entre dicho Estado y los sistemas económico y jurídico (Cf. Keane, 1990, p. 17).

¿Cómo entender entonces esta crítica que surgía en el interior mismo de la socialdemocracia del Estado de bienestar si la culpabilización y penalización que la caracterizaba también se regodeaba de ser civilizada, humanista y objetiva? Esto se puede explicar si se tiene en cuenta que la expectativa creada por los mismos principios que la constituían se convirtió en la cima desde la cual criticar sus propios logros y procedimientos a partir de los estudios que se hicieron sobre el impacto real de los programas correccionalistas de las prisiones y su potencial para impedir la reincidencia, lo cual generó el fortalecimiento de una tendencia neoconservadora que clamaba por la retribución y el castigo duros (Cf. Garland, 2005, p. 112–ss.) enarbolando así la idea de una culpa retributiva y sus nociones asociadas: disuasión, detención preventiva, incapacitación de los sujetos peligrosos, encarcelamiento masivo, fortalecimiento de la policía, penas expresivas (manifestación de la ira y del resentimiento suscitados por el delito en el público sin que se intente reducir las tasas de criminalidad) y ejemplares; contra la hasta entonces famosa perspectiva rehabilitadora de los culpables promovida por los reformadores liberales y su red conceptual: pena justamente merecida, proporcionalidad y minimización de la coerción penal.

De tal modo que con el declive del Estado de bienestar se ha experimentado un giro en el marco de las valoraciones socialmente compartidas —o moral colectiva—, dando lugar a un individualismo acompañado de una sensación de crisis social y jurídica respecto al poder estatal para controlar la criminalidad y resocializar a los delincuentes, aunque en ciertos sectores aún siga apelándose al principio reeducativo y psicológico; en consecuencia, el optimismo ilustrado y la confianza beccariana depositados en la noción secular y objetivista del derecho ha venido diluyéndose con las crecientes tasas de criminalidad, el fracaso de la prisión como instrumento rehabilitador (Cf. Foucault, 2001b, p. 269–ss.) y la impotencia del gobierno para poner freno a la crisis económica agudizada con el neoliberalismo (Cf. Keane, 1990, p. 20), lo cual constituye:

en cierto sentido, una crisis del modernismo penitenciario; un escepticismo frente a un proyecto penal que data de los tiempos de la Ilustración y que considera el castigo como un medio más para alcanzar el buen funcionamiento social, [...] Después de más de dos siglos de optimismo racional, incluso nuestros 'expertos' han empezado a reconocer los límites del funcionamiento social y el lado oscuro del orden social (Garland, 2006, p. 22).

De una perspectiva liberal en que la obsesión con los culpables era subsumida en la tarea de la rehabilitación psicológica se pasó, a finales de los setenta, con la recesión económica y la caída del Estado de bienestar de posguerra, a la reactivación de esa obsesión neoconservadora por la identificación de los culpables y su neutralización, incapacitación o exclusión. Foucault (1999) lo señala claramente cuando afirma que, a pesar de su fracaso reeducativo, las prisiones siguen existiendo porque a través de la estigmatización y el confinamiento se produce una:

delincuencia [que] tiene cierta utilidad económico–política en las sociedades que conocemos [...]: cuantos más delincuentes haya, más crímenes habrá, cuanto más crímenes, más miedo habrá en la población, y cuanto más miedo haya, más aceptable, e incluso deseable, será el sistema de control policial (p. 248).

Además de la utilidad económica de los delincuentes en ámbitos como el tráfico de armas y de drogas, o la utilidad política de los lazos de la delincuencia con estrategias políticas y administrativas —espías, informantes, asesinos a sueldo, entre otros—.

En consecuencia y ante los fracasos y las fallas del sistema punitivo —por el aumento de las tasas de criminalidad y las inestabilidades sociales y económicas del sistema neoliberal— es comprensible una reactivación del discurso expresivo y catártico que le dé salida a los sentimientos de temor, indignación y culpabilización, a la vez que refuerce la impresión del control del poder estatal sobre la transgresión.

En este sentido la racionalidad culpabilizadora busca las justificaciones punitivas de acuerdo con la definición de pecador, criminal, delincuente, enemigo o sujeto peligroso que más le convenga al poder de turno para degradar lo mejor posible al transgresor señalado, pues ''conforme a la versión de George Hebert Mead, el proceso en el tribunal tiene por objeto despertar en el público la doble emoción de 'respeto por la ley' y 'odio hacia el agresor criminal''' (Garland, 2006, p. 90).

En la definición del otro como sujeto criminal, dicha racionalidad apela a los valores que mejor se adapten a la legitimación de tal determinación, lo cual la convierte también en una racionalidad de tipo instrumental. No se trata entonces de interpretar el problema exclusivamente desde la perspectiva de la dominación de la moral de una clase sobre otra y su consecuente configuración jurídica, sino de la interiorización gradual de una racionalidad moral–legal que opera como sujeción y subjetivación de los ciudadanos, incluso de los subordinados que terminan también apoyando la política penal de turno en aras de la protección de los pretendidos fines universales del ordenamiento social —vida, propiedad, libertad, seguridad, entre otros—. En esta línea hay que entender el carácter ejercido del poder para diferenciarlo de la idea de posesión, toda vez que:

no es el ''privilegio'' adquirido o conservado de la clase dominante, sino el efecto de conjunto de sus posiciones estratégicas, efecto que manifiesta y a veces acompaña la posición de aquellos que son dominados. Este poder, por otra parte, no se aplica pura y simplemente como una obligación o una prohibición, a quienes ''no lo tienen''; los invade, pasa por ellos y a través de ellos [y su legitimación y convicción]; se apoya sobre ellos, del mismo modo que ellos mismos, en su lucha contra él, se apoyan a su vez en las presas que ejerce sobre ellos (Foucault, 2001b, p. 33–34).
[Así] en el proceso de castigar las instituciones penales manifiestan (y autorizan) políticas para culpar, determinar responsables y fijar responsabilidades. Tácitamente las aplican como modelos o ejemplos, mostrando cómo deben responsabilizarse la conducta y las personas, por quién y bajo que términos (Garland, 2006, p. 308).

Estableciendo ideales de persona y sociedad, roles (Cf. Jakobs, 2003) y comportamientos en las tensas relaciones de poder que se dan en el funcionamiento social. De tal forma:

Cuando los gobiernos socialdemócratas en todo el mundo trataron en vano de encontrar una salida a la recesión siguiendo un curso keynesiano, los partidarios de la derecha aprovecharon su oportunidad. Al final de esta década [los setenta], los gobiernos republicanos y conservadores llegaron al poder sobre la base de plataformas que eran explícitamente hostiles al welfarismo y al ''gobierno grande'', a la ''cultura permisiva'' de los años sesenta y a las ''políticas del consenso'' de la socialdemocracia que había gobernado por un cuarto de siglo (Garland, 2005, p. 170).

En este contexto la reivindicación neoconservadora actual de la punición tradicional o premoderna parece mostrar la interesante dialéctica que se da entre la moralización de los individuos a partir de códigos tradicionales–religiosos y la cosmovisión economicista–laica de la sociedad neoliberal, encontrándose así dos líneas de acción gubernamental: una ''soberana'' que intensifica las formas expresivas de castigo y otra ''adaptativa'' que busca la prevención y la realización de alianzas y negociaciones bajo la supervisión de la racionalidad económica (Cf. Garland, 2007, p. 209–210): ''Si las consignas de la socialdemocracia de posguerra habían sido control económico y liberación social, la nueva política de los años ochenta impuso un marco bastante diferente de libertad económica y control social'' (Garland, 2005, p. 174).4

 

5. A manera de conclusión

En la sociedad moderna se trata también de la implementación de un ethos empresarial en el control punitivo de los delincuentes, que hace ''hincapié en la economía, la eficiencia y la efectividad en el uso de los recursos'' (Garland, 2005, p. 199) y para lo cual el sector estatal se alía con el privado en materia no solo de aumento del personal encargado de la vigilancia y el control, sino también en cuanto a discursos, tecnologías y modelos operativos de seguridad, estableciéndose así ''nuevos intereses e incentivos, creando nuevas desigualdades de acceso y provisión y facilitando un proceso de expansión penal y policial que de otra forma podría haber sido mucho más contenido'' (p. 200). Ethos de las relaciones con el cliente, que bien puede ser el Estado, la población general o los delincuentes y sus familias; y el cálculo de la relación costo–beneficio en el control de los crímenes, lo cual ha determinado cada vez más el ámbito de la culpabilidad y la desviación en relación con niveles de peligrosidad y exigencias económicas.

Así, las funciones se especializan: al Estado le sigue correspondiendo el castigo de los culpables y a las agencias privadas el control del delito. Y para ambas partes, Estado —policía y legisladores— y empresas privadas de vigilancia, la colaboración de las comunidades y sociedades de vecinos se hace fundamental en el control de los posibles culpables y victimarios, lo cual cultiva, bajo los principios de la cooperación y la solidaridad, además de la paranoia generalizada frente al crimen, una actitud permanente de sospecha y una tendencia a la delación indiscriminada: muchas circunstancias son interpretadas como oportunidades delincuenciales y cualquier gesto puede ser leído como indicio de peligrosidad.

Por lo tanto ''las agencias estatales adoptan ahora una relación estratégica con otras fuerzas de control social'' (Garland, 2005, p. 212) con miras a desarrollar una gubernamentalidad más eficiente y capilar, a través de ''prácticas aprendidas, irreflexivas y habituales de mutua supervisión, reprobación, sanción y avergonzamiento llevadas adelante, rutinariamente, por los miembros de la comunidad'' (p. 265), dándose así la consumación de una microfísica del poder culpabilizador a través de los lazos sociales más cercanos.

Por su parte, el miedo al peligro y al crimen también es aprovechado por el comercio y la sociedad de consumo para ofrecer sitios y productos más seguros y protegidos; cambios en cuanto a las penas pero justificación de los controles y la seguridad a partir de las mismas concepciones morales y criminalísticas (Cf. Foucault, 1990a, p. 65) en aras de la constitución de mercados libres y Estados fuertes (Cf. Offe, 1990, p. 292); y de esta manera la necesidad de seguridad propia de la sociedad liberal y sus principios de libertad de acción, circulación, ganancia y éxito, introduce, desde el centro mismo de su modo de operación, un factor paradojal: la moralidad conservadora.

Así las cosas, el derecho positivo puede funcionar sin mayores contratiempos o escándalos públicos si cuenta con el respaldo tácito o explícito del código moral o normativo básico de la sociedad, el cual se encuentra en una esfera más profunda que la ley jurídica: el conjunto de tradición, creencias, convicciones, valores, ideas de lo sagrado (Cf. Garland, 2006, p. 46), de la transgresión y miedos generalizados; con lo cual se recupera en gran medida la noción compleja y multifacética de culpabilización y el arsenal mítico y teológico propio de occidente, además de las condiciones económicas y políticas necesarias para ello.

En esta línea el Estado no pierde su importancia. Para Durkheim, de acuerdo con Garland (2006), ''el Estado se concibe como una especie de sacerdocio secular encargado de proteger los valores sagrados y mantener la fe'' (p. 47), posibilitándose que siga latiendo el afán de cargar moralmente al imputado para hacer de la sentencia algo legítimo, es decir, aprobado tanto por los estrados y los conceptos periciales como por el público espectador, cerrando así el periplo de la retórica penal que, para efectuar la penalización, también necesita de la culpabilización moral respectiva. No es entonces que la racionalidad de la ley y del castigo —definida, por ejemplo, en Beccaria (2010)— actúe acompañada por una fuerza puramente emocional e irracional como fruto de la indignación, sino que la racionalidad culpabilizadora opera nutrida por ambas lógicas: la reflexiva–utilitaria y la vengativa–retributiva; esta última funciona a través de la demonización y anatematización de individuos —catalogados como ''otros'', ''extraños'', ''enemigos'', ''perversos'', dignos de ''excomunión''— y grupos (underclass), pregonando que ''debemos volver a una forma de vida más tradicional y, probablemente, más temerosa de Dios'' (Garland, 2005, p. 303). Todo esto porque, como dice Santiago Castro Gómez (2010):

el liberalismo no se reduce a un simple asunto de negocios y dinero. En tanto que técnica de conducción de la conducta, el liberalismo busca hacer de los individuos unos sujetos morales, autorresponsables; individuos capaces de conquistar la responsabilidad, pues sólo así podrá darse ''naturalmente'' la congruencia de los intereses personales y los intereses colectivos (p. 153).

Esto último puede ilustrarse con el caso colombiano: una sociedad en la que no se presenta de modo cabal el Estado de derecho, debido a la existencia de múltiples grupos en una lucha constante por la soberanía, el monopolio de las armas, la autoridad y el poder económico. En Colombia, efectivamente, en muchas ocasiones el orden legal y político produce algunas nociones moralizantes con graves consecuencias, entre ellas, como lo explica Julio González (2009), la idea de:

[un] ''otro'', al que se considera una gran amenaza, y por tanto algo que hay que eliminar a como dé lugar. Ese ''otro'', en Colombia, se ha cristalizado en el vago, el maleante, el sujeto peligroso, el conservador, el liberal, el comunista, el subversivo, el guerrillero, el narcotraficante y últimamente, el terrorista. A ese ''otro'' se le atribuyen todos los males sociales, políticos y morales y se aspira a que su desaparición permita el progreso de la sociedad y la felicidad de los hombres (p. 135–136).

La culpabilización se presenta entonces como un fenómeno móvil, capaz de asumir diferentes sentidos, toda vez que se da en medio de un proceso histórico íntimamente conectado a los intereses económicos y de control social; por ejemplo, en la lucha colonial del Imperio español contra el aguardiente, la Iglesia lo señaló como el culpable de la degradación moral y religiosa de la población, y los médicos, aliados a esta campaña, lo señalaron como el causante de degeneración física, enfermedades y locura (Cf. González, 2009, p. 137).

Se tiene entonces dos modus operandi para la culpabilización según tenga origen religioso o (pseudo) científico: en el primer caso, el fenómeno en cuestión se asocia al pecado y a la transgresión de las leyes divinas; en el segundo, se relaciona con la causalidad natural, estando de todas maneras interconectados ya que al fin y al cabo dicha causalidad, según lo concibe el dogma de la religión imperante, fue puesta en marcha por Dios.

De la idea de pecador se pasó entonces a enfermo, peligroso y enemigo, siendo precisamente la culpabilización —uno de los fundamentos y funciones del derecho penal y de la religión— la intersección entre esas perspectivas, operando a través de la lógica de la señalización del origen del mal; en este sentido, se pueden comprender las múltiples y constantes guerras en Colombia como afirmación de la tesis de que ''el país sólo [sic] puede funcionar cuando se logre exterminar al otro, en tanto mal absoluto'' (Cf. González, 2009, p. 143).

La culpabilización también es un instrumento, un arma, un procedimiento de guerra y política, pues la justicia ha estado permeada por las influencias y los poderes dominantes; de hecho, los criminales protegidos por el poder son declarados inocentes o cobijados con la impunidad; no obstante, tampoco se trata de desconocer los logros positivos del desarrollo jurídico en Occidente y su aplicación en Colombia como la posibilidad de movimientos sociales y políticos amparados en el Derecho en contra de ese tipo de impunidades o dominaciones. En efecto, gran parte de las resistencias sociales y políticas frente a las culpabilizaciones injustas —o su reverso, indulgencias inmerecidas— se concretiza gracias a los recursos mismos del derecho penal.

El problema entonces no es la imposibilidad del Derecho para luchar por una sociedad más justamente responsabilizada, sino las alianzas que muchas veces realiza con poderes interesados en el dominio y el abuso de gran parte de la población bajo el pretexto de garantizar el orden y la seguridad, más aún cuando este dominio y esos abusos han sido interiorizados en todos, incluyendo las propias víctimas, como algo aceptable y legítimo.

 


Notas

* Este artículo se derivó de la investigación doctoral titulada Tribulaciones de la consciencia. Culpabilidad y subjetivación a partir de Michel Foucault, la cual está siendo desarrollada en el marco del Doctorado en Filosofía del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Una primera versión de este artículo se presentó como conferencia en el I Congreso Internacional de Teoría Crítica y III Seminario Nacional de Teoría Crítica realizados por el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia en octubre de 2011.

1 Ni siquiera con la aparición del contrato —o pacto social— el sujeto de interés es anulado por el sujeto de derecho, tampoco aquel tiene que renunciar a sí mismo como ocurre con el sujeto jurídico en la cesión de algunos derechos en aras de conservar algunos; el hombre económico del siglo XVIII es por tanto irreductible al hombre jurídico (Cf. Foucault, 2007, p. 315–ss.).

2 Una vez han pasado por la cárcel muchos de ellos quedan marcados e imposibilitados para reintegrarse a la dinámica laboral normal del exterior pues se convierten en alertas para la seguridad pública.

3 ''Un lenguaje religioso conferirá una determinada cualidad evangélica al trabajo de los funcionarios penales, uno terapéutico les dará el papel de agentes correctivos, en tanto que un estilo administrativo los definirá como gerentes, administradores y funcionarios burócratas'' (Garland, 2006, p. 305).

4 Destacado en el original.


 

 

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