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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.43 Medellín July/Dec. 2013

 

SECCIÓN GENERAL

 

De vuelta a Hobbes*

 

Return to Hobbes

 

 

Wilmar Martínez Márquez1

 

1 Filósofo y magíster en Filosofía. Profesor del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia y miembro del grupo de investigación Hegemonía, Guerras y Conflictos de esta misma institución. Correo electrónico: apofainon@gmail.com.

 

Fecha de recepción: agosto de 2013

Fecha de aprobación: noviembre de 2013

 

Cómo citar este artículo: Martínez Márquez, Wilmar. (2013). De vuelta a Hobbes. Estudios Políticos, 43, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, (pp. 92–112).

 


RESUMEN

El propósito de este artículo es mostrar que el Estado constituye la forma más idónea para resolver las amenazas de inseguridad y guerra que acosan las sociedades contemporáneas. Para sustentar este planteamiento, en el artículo se rescatan varios de los elementos centrales de la teoría política de Thomas Hobbes y se precisa cómo estos pueden servir, en primera instancia, de criterios de explicación y diagnóstico de dichas amenazas, y en un segundo momento, de pautas para enfrentarlas. Resalta especialmente el concepto de soberanía y los debates que han surgido recientemente alrededor de este autor. Finalmente, se concluye que el mantenimiento de esta figura —la soberanía— va a ser esencial para garantizar el orden en la época actual. El método de investigación es el análisis documental. A partir de la identificación de categorías políticas relevantes se pasa a dar cuenta del estado de cosas correspondiente.

Palabras clave: Estado; Soberanía; Violencia; Hobbes, Thomas; Igualdad; Libertad.


Abstract

The objective of this paper is to show that the State is the most appropriate way to resolve the threats of war and insecurity, which plague contemporary society. To support this approach, the article presents central elements of the political theory of Thomas Hobbes and it specifies how they can be used for diagnosis and explanation of these threats, and as well as to guidelines for facing them. The article emphasizes the concept of sovereignty and the discussions that have recently arisen around this author. Finally, it is concluded that the maintenance of this figure —sovereignty— will be essential to ensure order at the present time. The method of research is documentary analysis. From the identification of relevant political categories, the article realizes the state of corresponding things.

Keywords: State; Sovereignty; Violence; Hobbes, Thomas; Equality; Freedom.


 

 

1. Un concepto de soberanía

Sin la coerción del Estado no hay posibilidad para la paz; la mejor forma de proteger la libertad es el Estado (Hobbes, 2009). Ambas premisas son nodales en el paradigma político hobbesiano. Paradigma que en la actualidad parce haber entrado en una decadencia imparable y —desde el credo académico y político dominante— benéfica. La teoría del pacifismo jurídico y las instituciones que ha inspirado —Las Naciones Unidas o La Corte Penal Internacional— han apostado, sin dilación, por la superación de las soberanías: diluir el carácter personalista y restrictivo de los Estados y pasar de la arbitrariedad y caos de un mundo dirigido por el poder a otro donde el imperio del derecho y la libertad se impongan (Habermas, 2006, 1999; Ferrajoli, 2004, 2005; Kelsen, 2008). Es claro que para la teoría y las organizaciones que siempre han considerado el Estado la causa de las mayores tragedias humanas, la limitación del atributo de la soberanía parezca ser una puerta al cielo; aquí se considera, sin embargo, que es todo lo contrario. La desaparición o restricción del poder soberano ha propiciado, en muchas regiones del mundo, la reedición de violencias que se creían superadas desde hace mucho. Por eso es hacia su implementación que la teoría política y la comunidad internacional deben dirigir sus esfuerzos.

No se pretende contravenir el hecho de que actualmente el modelo westfaliano1 se encuentra en un transcurso que parece llevarlo a su fin. Negar esto sería obviar la fuerza de las circunstancias actuales. Pensar en los Estados como unidades plenamente herméticas e independientes como bolas de billar (Carr, 2004), en un mundo donde la economía, las culturas y la información se mundializan no es realista. Ahora, lo que sí es realista es que el resurgimiento de la violencia a manos de actores no estatales o privados es la principal amenaza a los pobladores de gran parte de eso que se ha llamado orden global. Es claro que volver a un Estado que aísle plenamente el ámbito nacional del externo es imposible, si es que alguna vez lo logró realmente.2

Ahora, no es a esto a lo que apunta este texto. Se considera que hoy se hace necesario que los Estados no pierdan —y antes fortalezcan— esa otra propiedad que a la par con la anterior —independencia de las demás unidades políticas—, se constituyó en su componente básico: el control de la violencia y la aplicabilidad de las leyes. Característica esta que más allá de las cargas que ha ido adquiriendo el Estado a través de la historia, fue la razón primordial para su creación: la entrada al Estado, en la modernidad, se vio determinada por la amenaza que significó la dispersión de la violencia, en las guerras de religión europeas del siglo XVII (Sassen, 2010; Tilly, 1990; Strayer, 1981). Por eso, no es extraño que cuando Max Weber (1964) define el Estado, ponga el acento en la reivindicación exitosa que este realiza del monopolio del uso legítimo de la fuerza dentro de un territorio determinado para ordenarlo.

La esencia del Estado es la fuerza legítima, su monopolio. Asunto que un buen discípulo de Weber como Carl Schmitt (2009) tenía muy claro al definir el concepto de soberanía como capacidad de decidir, de crear el estado de excepción para establecer el orden, la paz, de imponer el orden. Para que ella exista no tiene que operar siempre; tampoco debe copar todos los espacios de la vida sobre quienes se ejerce. La soberanía solo debe aparecer cuando el orden está amenazado, para recomponerlo, guardarlo, hacerlo posible. Quienes han leído atentamente a Schmitt saben que él, un acérrimo defensor del Estado —por lo menos en sus primeros textos—, critica, sin embargo, el concepto de soberanía que tiene el creador de esta categoría, Jean Bodin (1986).

Afirma Schmitt que definir la soberanía, como lo hace Bodin, como poder absoluto, indivisible, eterno e impenetrable; corre el riesgo de dejar a la soberanía contenida en las sociedades presentes. Esta definición puede decir nada a quienes vivimos en la actualidad, concluía Schmitt. La soberanía así entendida no puede existir en un Estado donde la pluralidad e independencia de los distintos ámbitos de la vida social es manifiesta —lo económico, lo estético, lo político, lo religioso— y donde es la norma y no los hombres, la que gobierna la mayor parte del tiempo (Strauss, 2008). Por esto Schmitt restringe la soberanía a operar solo en lo concerniente al mantenimiento de la estabilidad política, de la paz. La soberanía es excepcional y tiene que ver básicamente con la creación de las condiciones para que la vida pueda ser protegida: la paz. Aquí Schmitt es verdaderamente hobbessiano. En la normalidad, debe operar la norma; solo cuando la normalidad es quebrantada, la soberanía puede aparecer. Así que ya Schmitt, desde inicios del siglo pasado3 delimita el concepto de soberanía según las exigencias de las complejas sociedades modernas.

Es ''este concepto fuerte, pero minimalista de la soberanía'' (Giraldo, 2008, p.71) el que es preciso destacar actualmente, pues en el fondo, la soberanía y el Estado existen —como lo manifestaba Hobbes— para garantizar la paz, y es esta la que no existe en amplias zonas del mundo. Tal debe ser el fin del Estado y no se puede perder de vista en un contexto en que el origen de los mayores padecimientos son las violencias privadas que emergen ante la ausencia de poderes estatales fuertes y la inoperatividad de instituciones supranacionales que asumen a los tribunales como los mecanismos idóneos para remediar la urgente situación de millones de personas presas de la crueldad y bestialidad de los actores de estas violencias (Veiga, 2009; Rieff, 2007; Ignatieff, 2002).

La gente que más sufre hoy lo hace, como bien lo supo poner de manifiesto Ignatieff, por falta de seguridad:

Cualquiera que haya pasado algún tiempo en Ruanda, en el Zaire, en Afganistán, o en la antigua Yugoslavia habrá comprobado que antes que ninguna otra cosa, esas sociedades necesitaban Estados, y Estados con ejércitos profesionales al mando de oficiales preparados (2002, p.220).

 

2. La culpa de los débiles

No deja de ser extraño postular de entrada, como se hace en el título de este texto, la vuelta a Hobbes como una forma deseable para afrontar las amenazas que se ciernen sobre el contexto global. Como lo afirmó Francis Fukuyama (2004) en uno de sus últimos libros —en el que se retracta de su tesis del fin de la historia—, hablar del Estado o de la necesidad del gobierno en un momento en el que en todas las teorías se predica el desgobierno y la posestatalidad no debe gozar de muchos adeptos; sin embargo, puede que no sea del todo descabellado.

En efecto, el escenario global actual testifica un hecho significativo: igual que en el hipotético estado de naturaleza hobbesiano, hoy son las violencias privadas —los grupos terroristas, los señores de la guerra— las principales enemigas de la vida y la libertad, por lo cual la figura del Estado se erigiría nuevamente como necesaria. Violencias privadas que tienen, por lo demás, su lugar de origen y, en ocasiones, de sustento —Hezbolá, en el Estado Libanés, por ejemplo— en aquellos Estados que nunca lograron consolidarse como tales o que fueron presa de la disolución; es decir, en lo que la terminología de la Ciencia Política se conoce como Estados débiles (Fukuyama, 2004; Fernández, 2009; Migdal, 2011).4

A diferencia del mundo bipolar, donde el exceso de poder era la principal amenaza a la seguridad, en la actualidad es la debilidad de ciertos Estados la que produce riesgos, pues es allí donde se instalan y desarrollan —preferentemente— los grupos de violencia no estatal. No son los poderosos —ni el miedo a los mismos— lo que explica la zozobra mundial actual. Los débiles son el foco de las principales amenazas, lo que tienta a evocar la paradójica fórmula que Friedrich Nietzsche expresó en Así habló Zaratustra (1998) —claro, para otro propósito—: hay que proteger a los fuertes de los débiles. Esto parece dar cuenta, en parte, del panorama global actual.

Hechos como el 11 de septiembre lo pusieron de manifiesto; sin embargo, la debilidad de ciertos Estados no representa exclusiva ni predominantemente, un riesgo para las demás naciones. En términos más urgentes, esta debilidad se traduce en el sufrimiento de la población de dichos Estados débiles, a manos de los actores privados de violencia. Como supo anotar Robert Jackson en sus estudios sobre varios Estados del África Subsahariana, lo más grave en estos contextos es que el Leviatán ni siquiera puede proteger a sus sometidos (1986, 2005). Así, estos leviatanes cojos (Badie, 2000) representan, no solo un riesgo para los demás Estados, sino para sus pobladores, ya que no pueden contener el accionar de violencia de los grupos armados en su interior.

Los señores de la guerra, ejércitos de guerrillas, milicias urbanas y grupos terroristas que campean por buena parte de África, América Latina y Oriente Medio, hacen parte de ese tipo de violencias que, en palabras de John Gray (2006), ''dan forma a una variedad de guerra no convencional surgida de la debilidad del poder estatal'' (p. 122). Así, el debilitamiento de las soberanías, en lo que concierne específicamente al control de la fuerza, ha permitido la reaparición de los horrores de un tipo de guerra que se consideraba superada desde hace mucho: la carnicería étnica de los Balcanes que deshizo el sueño europeo con el que se comenzó el siglo XXI, se debió al colapso de la soberanía del Estado yugoslavo; igualmente, el genocidio de 800.000 tutsis en Ruanda, corrió de la mano no de su débil Estado, sino de las milicias étnicas de carácter irregular que este no podía controlar.

El novelista Amos Oz (2005) escribió que la imprevista consecuencia de un mundo más allá de la soberanía puede ser la vuelta a la preestatalidad y, con eso, la pérdida de la secularización de la política de los demás ámbitos de la vida. En parte, parece haber acertado. Cuando se evalúan los motivos por los cuales se llevan a cabo estos tipos de guerras, se encuentran razones étnicas, morales, religiosas o económicas; en efecto, cuando el Estado pierde el monopolio de la violencia y la decisión sobre su uso no está ya determinada por la protección de la comunidad en general, sino por razones de carácter social, están echadas las bases para una violencia que concibe al no correligionario o al no copartidario como algo a destruir, independientemente de que lleve armas o no.

El freno a la violencia generalizada lo hizo posible el Estado al arrebatarle a la sociedad la misma y la decisión sobre su uso. La violencia del Estado debería devenir, por principio, limitada, ya que se ejerce sobre ejércitos enemigos.5 Por eso, como ha quedado claro en Ruanda o Irak, cuando el Estado pierde el control sobre la guerra y esta se convierte en un privilegio de los ejércitos privados de gánsteres, guerrillas y paramilitares, ''la distinción entre enfrentamiento bélico y barbarie carece de sentido'' (Ignatieff, 2001, p.218).

En la actualidad las amenazas a la paz no provienen de los Estados consolidados, sino más bien de las partes donde estos no existen o lo hacen precariamente. Quienes más hacen usufructo del ocaso de la soberanía del Estado son los grupos de violencia privada o no estatal; en tal sentido, la tarea principal de la teoría política actualmente es apuntarle a propuestas para hacerles frente. Hay que desarmar las milicias, confiscar las armas, dominar las violencias que se extienden sin control dentro de los Estados débiles.

¿Cómo hacer esto posible? La corriente de pensamiento dominante en las sociedades occidentales propugna que el resurgir de la soberanía, como forma de solución, significaría un paso atrás hacia la guerra de todos contra todos y un impulso a la reaparición de la represión estatal. Por tanto, el pacifismo jurídico concibe que la manera ideal de hacer frente al problema de las violencias no estatales consiste en la persecución penal de sus actores. Ambas ideas del pacifismo jurídico están equivocadas. En efecto, a pesar de los riesgos que puede conllevar apostarle al fortalecimiento del viejo principio de la soberanía, el escenario no es tan apocalíptico como lo hace ver el pacifismo.

Fortalecer Estados tiene sus costos —las libertades de sus pobladores pueden verse mermadas, por ejemplo—, sin embargo, como están las cosas, son mayores los beneficios: la decisión y uso de la violencia regresarán a un lugar donde se pueden controlar. Como quedó claro en el Irak post Sadam, el mayor enemigo de la libertad parece ser hoy, más que el Estado, la anarquía. Por otro lado, la persecución penal no parece que pueda brindar caminos de solución a estas violencias, antes bien, puede agravar más su condición. Apostar por la sanción jurídica como forma de salir de la guerra, conduce a un tipo de enemistad nefasta.

 

3. ¿La paz a través del derecho?

a. El pacifismo jurídico es la teoría que actualmente goza de mayor credibilidad y hegemonía en el ámbito académico. Su origen más claro se halla en la obra de Inmanuel Kant (2007), La paz perpetua, y tiene como sus trabajos contemporáneos más representativos las obras de Hans Kelsen (2008), en especial, La paz a través del derecho; así como los textos de Luigi Ferrajoli (2004), Razones jurídicas del pacifismo y de Jürgen Habermas, La inclusión del otro (1996), y El occidente escindido (2006). Más allá de las diferencias entre las distintas obras,6 el principio básico del pacifismo jurídico es la consideración de la guerra como el mayor mal que existe, de ahí que todo su esfuerzo se dirija a tratar de superar plenamente las causas de su origen. El pacifismo jurídico encuentra el camino para lograr este objetivo en la subordinación de las soberanías de los Estados ''a una jurisdicción internacional obligatoria'' (Kelsen, 2008, p. 49), pues la guerra tiene como origen ''la soberanías nacionales independientes'' (Kelsen, 2008, p. 50). Así, la supresión al problema de la guerra encuentra su solución en la creación y aplicación efectiva de un orden jurídico que esté por encima del poder discrecional de los Estados (Habermas, 2006). Este orden jurídico —respaldado por la comunidad de Estados— tiene el propósito de que sus miembros solucionen allí, por vía legal, sus diferencias. La consecuencia de esto es que el recurso de la fuerza es descartado.

Para el pacifismo, el problema de la paz y la superación de la guerra no es una cuestión política, sino jurídica (Kelsen, 2008; Ferrajoli, 2004; Habermas, 1999). De esta manera, esta vertiente teórica pone el acento en el aseguramiento jurídico de la paz (Contreras, 2007), para lo cual es indispensable la proscripción y criminalización de la guerra como medio legítimo de resolver las disputas entre los Estados. Para el pacifismo toda guerra es un crimen, salvo la que un Estado realice como autodefensa o aquella emprendida por la comunidad de Estados como sanción contra aquel miembro de la misma que viole la prohibición de llevarla a cabo —en la actualidad, que viole de manera masiva y sistemática el derecho internacional de los derechos humanos— (Habermas, 1999, 2006; Ferrajoli, 2004).

Finalmente, el pacifismo postula que la responsabilidad por este tipo de violaciones al derecho internacional, más que recaer sobre los Estados, debe imponerse sobre los individuos que los dirigen. El pacifismo jurídico aboga por la penalización individual por las violaciones al derecho internacional. Así, en elementos como la delimitación de la soberanía, la criminalización de la guerra y la responsabilidad penal individual por la violación al derecho internacional, es posible encontrar la base de la propuesta del pacifismo jurídico.

b. Claro está que ni Kelsen, ni Kant, tendrían por qué haber imaginado que las guerras hubieran de adoptar las formas que revisten actualmente en manos de los actores no estatales. Sus conceptos de guerra y paz estaban indefectiblemente atados a la figura del Estado; sin embargo, acordes con el espíritu de la teoría, Habermas y Ferrajoli han llevado la misma a la situación actual. Así, para hacer frente a la violencia actual han apostado por su criminalización generalizada: es a través de medidas de acción policial tipo Kosovo que se les puede hacer frente (Habermas, 2006, p.15). Como escribe el jurista italiano, la eficacia contra los actores de estas violencias pasa por desconocer que sus acciones son de guerra y por tal, por negarles de plano el trato como beligerantes y tratarlos como meros criminales (Ferrajoli, 2004, p. 56).

Para hacer frente a estas violencias se hace necesaria una reforma institucional de los organismos internacionales —en concreto la ONU— que permita responderles de manera efectiva: son palpables las debilidades de la ONU para reaccionar ante este nuevo tipo de violencia (Habermas, 2006, pp. 166–167). De ahí que ''el problema más urgente es, naturalmente, la limitada capacidad de unas instituciones internacionales que no disponen del monopolio de la violencia y que dependen del apoyo ad hoc de los miembros poderosos, especialmente en casos de intervención''(Habermas, 2006, p. 107). Por esto, es necesario trabajar para que las acciones armadas de carácter selectivo y arbitrario que lleva a cabo actualmente la comunidad internacional, se transformen:

en acciones policiales autorizadas por el derecho internacional [...]. También necesitamos la transformación del ius in belllo en un derecho de intervención que debería parecerse más a los ordenamientos policiales intraestatales que a las Convenciones de la Haya sobre la guerra terrestre, cuyos diseños siguen el modelo de las acciones bélicas y no las formas civiles de criminalización y ejecución de penas. Dado que también las intervenciones humanitarias ponen en peligro la vida de inocentes, la figura requerida debería estar tan minuciosamente reglamentada que las supuestas acciones de policía mundial perdieran su condición de pretextos y pudiesen aceptarse en el mundo como lo que son (Habermas, 2006, p. 100).

Así, para esta postura de pensamiento, el camino para la superación de este tipo de guerras —y en general, de todas— es negarles el estatus de tales, tratarlas como crímenes y someter a sus actores a sanción penal. El derecho, la sanción penal, se hace ver aquí como aquella fuerza y técnica no solo capaz de mantener la paz, sino de lograrla. Es claro en la historia del Estado, que la sanción jurídica se ha mostrado como bastante efectiva en tanto medio para conservar la paz. La sanción jurídica disuade, en la mayoría de las ocasiones, a los actores que quieren dañar el orden; pero, una vez que la guerra surge —sin importar las razones— ¿puede el derecho, la sanción penal, sacarnos del atolladero? ¿Es la paz una obra del derecho? Para el pacifismo jurídico es evidente que sí, al punto que declara como innecesario (¡!) el mecanismo que históricamente, al limitar la violencia de las guerras, ha permitido su superación: el ius in bello.

Por supuesto, la función del derecho, como bien lo recuerda Fernando Mires (2001) y Francisco Contreras (2007), es institucionalizar la paz, pero esta función supone la existencia de la paz misma (Contreras, 2007). Si la paz no existe, ''no habría nada por institucionalizar'' (Mires, 2001, p. 17). Antes bien, en un contexto en que la paz no existe, aplicar el derecho como si esta sí se diera, se convierte en una justificación de una violencia terrible al estar sustentada en los principios de la justicia (Kennedy, 2007; Giraldo, 2008; Rieff, 2007). Así, la estructura del derecho, ''dedicada al mantenimiento de la paz se presta a ser utilizada a un fin opuesto: la legalización formal y legitimación de la guerra'' (Zolo, 2000, p.78). Una guerra que, como señala apasionadamente Consuelo Ramón Chornet —en un libro dedicado a la paz, en el que defiende la doctrina del pacifismo jurídico—, se mueve en ''la lógica del bellum iustum'' (2006, p. 53).

El panorama es claro: para los teóricos de esta vertiente la mejor manera de hacer frente a las guerras contemporáneas es a través del recurso a una guerra justa —revestida de legalidad— que someta a los criminales. Esto no parece distar mucho de la cruzada moral que el gobierno norteamericano lleva actualmente en contra del terrorismo. Es cierto que hay diferencias considerables entre el unilateralismo de los Halcones de Washington y el multilateralismo propugnado por los defensores del pacifismo jurídico, al fin de cuentas, esperar la sanción jurídica para actuar no es un hecho despreciable; sin embargo, ambos grupos comulgan con la posición excepcional que tiene los Estados Unidos para arreglar los problemas del mundo y defender la causa de la democracia y los derechos humanos.7

La invasión a Irak dio la impresión de un quiebre insuperable entre ambos grupos; pero, como bien supo poner de manifiesto André Glucksmann (2004), eso de irrumpir por la fuerza en un domicilio —país—, en la búsqueda de armas ilegales no está muy lejos de la gramática policial defendida por los autores del pacifismo. Es más, es claro que autores como Habermas y Ferrajoli —así como los otros miembros de la comunidad defensora de la aplicación irrestricta del derecho internacional, tipo Human Rights Watch o La Fundación Soros— siempre propugnaron por la necesidad de sanciones penales a los dirigentes del Estado Iraquí. Siempre quisieron —por buenas razones, es cierto— ver a Sadam Husein ante un juez.

Ahora, la pregunta que es necesario plantear es si un juicio tipo Núremberg hubiera sido posible sin una acción de guerra tipo Dresde. ¿Querían una justicia de vencedores, pero no sus costos? Más allá de esto, tales diferencias entre Halcones y los defensores del pacifismo jurídico no son sino peleas de familia: ambos son hijos del wilsonianismo. En efecto, unos y otros creen que la ausencia de intervención estadounidense ha hecho del mundo un lugar más cruel; unos y otros creen que ya es hora de intervenir; en lo que discrepan es en el clima que debería acompañar la intervención (Rieff, 2007).

Por supuesto, el clima está, para el pacifismo, en que Estados Unidos debería actuar siempre bajo la bendición de la comunidad internacional, como vicaria de la ONU (Ramón, 2006); por lo tanto, que deje de actuar discrecionalmente para que lo haga cada vez que lo requiera el derecho. En efecto, una fuerza policial no decide cuándo operar, sino que debe hacerlo siempre que el derecho lo postule. Así, en vez de un Irak, los defensores del pacifismo propugnan por cientos de intervenciones tipo Kosovo. Allí donde un Estado vulnere derechos, allí donde los señores de la guerra —guerrillas, paramilitares— actúen, allí donde se presuma la presencia de terroristas, allí debe actuar Estados Unidos y capturar a los villanos. Así, la idea de una política interior mundial, defendida por Habermas y Ferrajoli, lograría por fin volverse realidad: ''esta innovación apuntaría en la dirección de un régimen de paz y derechos humanos sancionado a nivel [sic] supranacional, que mediante la progresiva pacificación de la sociedad mundial debe crear las condiciones para una política interior mundial sin gobierno mundial'' (Habermas, 2006, p. 156). Tal política:

hace imposible la guerra en tanto guerra, pues en el marco de una comunidad que abarca el mundo entero no puede haber conflictos 'externos'. En el seno de un orden jurídico global lo que una vez fueron enfrentamientos bélicos adquieren la condición de actos de defensa ante el peligro y actos de persecución penal (Habermas, 2006, p.121).

Por supuesto, una política interior mundial de este tipo convierte toda guerra, como bien lo supo ver Schmitt (1998), en una guerra civil mundial. El mundo se divide así en dos partes: de un lado, los que defienden el derecho, la paz, la humanidad; del otro, los que se oponen. La neutralidad aquí es imposible, la diferencia entre actores beligerantes y no beligerantes pierde todo sentido: o se está del lado de los que defienden la paz o se es un proscrito. Así las cosas, la persecución penal de las guerras nos arroja al infierno de una violencia absoluta. El derecho no puede dar la paz. Aplicado, en estas condiciones, produce todo lo contario: una guerra legal. Guerra en la que, al ''ser inevitable que se ponga en peligro la vida de inocentes'' (Habermas, 2006, p.100), se le daría estatus legal y legítimo a la muerte de civiles (¡!). Una de las lecciones básicas de la teoría del Estado —en su vertiente hobbesiana— es que la paz, el orden, es obra de una decisión política, pues en la guerra el derecho no es aplicable. Solo una decisión y acción política —un contrato, un pacto, una negociación— nos puede sacar del infierno de la guerra. Es aquí hacia donde debe apuntar la teoría.

c. La criminalización de la guerra y el desconocimiento de sus actores como enemigos, dista mucho de poder brindar una salida a las mismas. Como bien escribió Julien Freund (1963), ''al negar al enemigo bajo una forma, reaparece bajo otra'' (p.22). Pensar que hoy la humanidad entera vive en paz porque las guerras entre Estados han desaparecido y que las violencias que perviven son un mero crimen, pues quienes las ejecutan son delincuentes, ubica a estos en una posición en la cual su violencia no tendría por qué tener algún limitante o hacer diferenciaciones. Si la violencia de estos actores es calificada como amenaza a toda la humanidad, ellos encuentran la justificación para dirigir su violencia en contra de todo lo que signifique la paz o la humanidad de los que se les oponen. Llevar la guerra a lo privado —a lo no político—, a lo penal, no la limita, antes bien, hace blanco de la misma a los que por principio debieran estar por fuera de su accionar: los civiles, los no combatientes.

Si ya no se combate a alguien por ser un soldado, sino por ser el representante del terror o del mal, el criterio de la aplicación de la violencia no va a ser portar o no armas, sino no compartir un credo. A la inversa, para los actores de la violencia no estatal, todo aquel que no comparta sus principios se encuentra en el bando enemigo, sea o no un civil. Aquí ya no se mata a alguien por ser un soldado rival sino por ser un no creyente. Cuando el enemigo desaparece, la guerra es absoluta:

Perder al enemigo, en esta hipótesis, no sería necesariamente un progreso, una reconciliación, la apertura de una era de paz o fraternidad humana. Sería algo peor: una violencia inaudita, el mal de una maldad sin medida y sin fondo, un desencadenamiento inconmensurable en sus formas inéditas y así monstruosas (Derrida, 1998, p.101).

El retorno de los miserables campos de concentración —llevados a cabo no por Estados sino por los grupos de violencia privada—, las masacres y desplazamientos masivos, esa violencia nefasta que corroe sociedades enteras, ¿no son, en parte, el producto de una hostilidad encaminada al plano de lo absoluto? ¿En qué ha contribuido a esto una teoría que al criminalizar la guerra, la lleva al plano de lo no político, de lo privado? ¿En qué piensan, pues, los intelectuales?

Es necesario aclarar que aquí no se busca entrar en el debate sobre si estos actores estatales son o no políticos. Sobre esto no hay claridad en la teoría (van Creveld, 1991; Kaldor, 2001; Münkler, 2005; Giraldo, 2008) y el salvajismo de sus prácticas ofrece pocas razones para dicho estatus. Sin embargo, lo que sí es, de manera incuestionable, una cuestión política, es el problema a solucionar: la guerra. Este ha sido, a despecho del pacifismo, el problema político por definición; de hecho, la política como discurso y práctica independiente de los demás ámbitos de la vida, surgió en la Europa sometida a las guerras de religión, en los inicios de la modernidad. Este fue el crisol de la política. El resultado: el Estado. El Estado como la forma política que, por medio de pactos, indultos, negociaciones y fuerza, logró dejar atrás las violencias no estatales.

Hoy el asunto no es muy distinto y Hobbes puede contribuir más, que muchos de los pensadores posteriores. Hoy, lo que necesita la población sometida a esas violencias es un pacto o una decisión política que los ayude a construir o consolidar el Estado. No quiere decir que el pacto o la negociación sea la única salida, hay lugares donde esto simplemente es imposible. En la Ruanda de la década de 1990, esto no hubiera podido darse; allí la enemistad llegó a tal punto que la construcción del Estado estaba atada a una limpieza étnica o a cierto tipo de intervención por parte de la comunidad internacional que dispusiera del tiempo y los recursos necesarios para construir un Estado desde arriba; ya se sabe, por desgracia, cual solución se impuso.

Ahora, el punto sigue siendo el mismo: lo que sociedades de este tipo necesitan son Estados y los Estados se forman de dos maneras —descartando, lógicamente, la que se sustenta en una limpieza étnica o religiosa, como se dio en Ruanda y parece buscarse en el Irak actual—: por medio de un pacto entre los actores domésticos de la violencia o a partir de una intervención extranjera, de carácter imperial.

Las medidas policivas no solucionan el problema. En estos contextos, la salida es eminentemente política: invade un poder imperial —con los recursos y determinación para quedarse el tiempo que requiere construir un Estado—, o las partes involucradas se comprometen en un pacto o negociación política. Ahora bien, como señala Ignatieff (2002), la primera opción es la menos probable en una época en que se desconfía —por buenas razones, sin duda— de la política imperial. Así, la salida preferente a esta circunstancia pasa por el establecimiento de pactos y negociaciones entre las partes involucradas para lograr el fortalecimiento del Estado, hecho que requiere su reconocimiento como enemigos. Así, la sombra de Carl Schmitt (2009) se cierne sobre este panorama: con el enemigo se hace la guerra, pero también se puede pactar la paz.

¿Cómo se sirve a la paz? ¿A caso no llegaríamos a ser más pronto y más profundamente kantianos si somos transitoriamente schmittianos y concedemos al que desafía al Estado el estatus de combatiente reconocido que tiene que formar parte del futuro contrato ideal? (Villacañas, 2008, p. 14).

Ya lo decía Freund (1963), si no hay enemigos, no hay paz por establecer. El establecimiento de la paz, la consolidación del Estado, es el requerimiento fundamental de la población que padece las guerras actuales, esto solo se hace posible desde la política. El Estado supone la política (Schmitt, 1998); así, en la política y el Estado se encuentran las esperanzas de millones de personas, es la existencia del Estado la que va a marcar el hecho de que las poblaciones que actualmente carecen de las libertades humanas más básicas, comiencen a disfrutarlas.

 

4. El sentido de la libertad

Hobbes afirmó que el poder del Estado no se manifiesta como una amenaza a la libertad del individuo, antes bien, es garantía de la misma, junto con la seguridad: ''[...] por consiguiente, si no se ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo [sic] a su fuerza la protección''. (Hobbes, 2009, p. 137). No es el exceso de poder, sino la carencia excesiva de poder del Estado lo que pone en riesgo a los individuos pues los arrojaría al infierno de las luchas privadas. Por eso, para Hobbes, no existe dicotomía alguna entre libertad y autoridad, ya que esta última es la condición de posibilidad de la primera. Lo que quiere decir que el Estado es la garantía de la libertad. Ya Gray (2000) ha llamado la atención sobre este punto: se piensa comúnmente en la libertad como si fuera un fenómeno natural, cuando esta es efectiva solo como obra de lo político, como institución, como producto del Estado. Por naturaleza se puede tener derecho a todo, pero sin una fuerza que lo haga cumplir, este derecho es derecho a nada; o mejor, a ser esclavizado, expoliado o perseguido. Dice Hobbes:

Si consideramos además la libertad como exención de leyes, no es menos absurdo que los hombres demanden, como lo hacen, esta libertad, en virtud de la cual todos los demás hombres pueden ser señores de sus vidas. Y por absurdo que esto sea, esto es lo que demandan, ignorando que las leyes no tienen poder para protegerlos si no existe una espada en las manos de un hombre o varios para hacer que eses leyes se cumplan (Hobbes, 2009, p. 173).

Los nefastos intentos que quisieron hacer de la libertad algo más allá o por fuera del Estado, terminaron por convertirse en las formas más terribles de Estados: los totalitarismos. Ahí el terror era el precio de la libertad absoluta. Las teorías que han llevado el terror a su máxima expresión comparten entre sí el deseo de una plena libertad. Lo paradójico del asunto es que para alcanzar tal libertad, terminaron negándola totalmente. Su amor a la libertad absoluta los llevó incluso a erradicarla, como medio para conseguirla. No se puede olvidar que el terror como práctica de Estado tuvo su origen en aquellos Estados que se veían como transiciones, en aquellos que no buscaban ser Estados, que buscaban superarse, dejar atrás la política; aquellos Estados que se veían como el puente entre la servidumbre absoluta y el reino de la libertad: este era el estribillo que escuchaban quienes morían en la guillotina a manos de los jacobinos o en el Gulag por la acción de los bolcheviques.

Terry Eagleton (2008) señala que la libertad absoluta termina siempre por consumir todo lo que se le opone y a sí misma. ''Puede sentirse viva únicamente en el acto de destrucción'' (p. 88). Por esto, el terror revolucionario que todo lo consume, incluso a sus propios adalides: las cabezas de los jacobinos también se contaban en las carretas ensangrentadas al lado de los cadalsos en las calles de París. Los bolcheviques también estercolaban, con sus esqueléticos cuerpos, los fríos campos de Siberia. ¡Esta es la forma de la libertad absoluta!

Así, todo se reducirá a poder,

Poder a voluntad, voluntad a apetito,

Y el apetito, lobo universal

Con el doble apoyo de voluntad y poder,

hará presa en todo el universo

Devorándose a sí mismo.

(Shakespeare. (1981). Troilo y Crésida. Acto I, escena tercera).

La libertad absoluta es terror absoluto. De ahí que Hobbes, contrariamente a esta libertad, postule su idea de libertad como derecho, como garantía. No hace falta tener vasto conocimiento sobre la Ciencia del Derecho para saber que, aunque la mayoría de los que hablan sobre la libertad tienden a olvidarlo, el concepto de derecho subjetivo es relacional, esto es, implica siempre un deber.8 Cada vez que se esgrime un derecho es necesario que haya un deber —un poder— correspondiente que lo satisfaga. Cuando Hobbes postula la idea de libertad como derecho, que según creo yo es la única forma en que realmente puede existir, se mueve en este ámbito:

Pero con frecuencia ocurre que los hombres queden defraudados por la especiosa definición de libertad —la libertad bajo la ley y el poder— que doy. Por falta de juicio para distinguir, consideran como herencia privada y derecho innato, lo que sólo [sic] el derecho público puede garantizar (Hobbes, 2009, p. 175).

Basta decir, aquello que solo lo público, el Estado, puede garantizar. Sin Estado, la valiosa libertad no es más que una quimera, fluctus vocis.

 

Para concluir

El pacifismo jurídico —y todas las teorías que tienen como punto de partida la condena al Estado— está lejos de poder brindar la solución a las sociedades que actualmente más sufren. Lo que aquí se necesita es apostar por la renovación de la soberanía, entendida como la capacidad de monopolizar y aplicar la violencia. Esto no puede hacerlo una teoría que surgió como antagonista de esta institución. Solo una filosofía inspirada en la necesidad del poder del Estado puede brindarnos guías de solución:

A pesar de que nos neguemos regresar a un mundo de grandes potencias enfrentadas, hemos de ser conscientes de la necesidad del poder. Lo único que los Estados y sólo [sic] los Estados son capaces de hacer es acumular poder legítimo y desplegarlo con determinación. Ese poder resulta necesario para aplicar el Estado de derecho en el ámbito nacional, pero también para preservar el orden mundial. Quienes han optado por apostar a un ocaso de la soberanía, habrán de explicar qué será lo que sustituya el poder del Estado en el mundo contemporáneo. Lo que ha llenado ese vació de facto es una vario pinta colección de compañías multinacionales, organizaciones no gubernamentales, organizaciones mafiosas, grupos terroristas y demás. En ausencia de un respuesta clara, sólo [sic] podemos recurrir a la opción del Estado (Fukuyama, 2004, p. 177).

En un mundo donde las demandas de seguridad son apremiantes, las teorías y organizaciones internacionales que justifican y se perfilan como alternativas al Estado se han mostrado totalmente deficientes: los reiterados holocaustos africanos son apenas uno de los trágicos ejemplos de esto (Veiga, 2009; Power, 2008; Giménez, 2003; Rieff, 2004). Solo el Estado, su fortalecimiento y acción en los lugares donde no existe, parece poder dar respuesta a estos problemas que recrean la condición de miseria del estado de naturaleza hobbesiano: ''La protección de los derechos humanos depende ante todo y en primera instancia del adecuado funcionamiento del Estado'' (Fernández, 2009, p. 124).

Popper quien afirmó alguna vez que cambiar algo que se tiene por una idea es irracional (2010). Asunto que deben recordar quienes plantean la utopía de un mundo del imperio del derecho más allá de las soberanías, pues según se ha visto, la desaparición de estas, más que un preludio al paraíso, abrió el camino del infierno. Basta echar una mirada a la condición de Libia, Irak, Afganistán, Somalia, Timor Oriental:

En la época actual, puede que Hobbes nos proporcione una orientación mejor sobre cómo afrontar las amenazas globales. [...] él sí que entendió, al menos, que la libertad no es la condición humana normal, sino un artefacto del poder del Estado. Sin seguridad no se puede ser libre. Y para eso se necesita de un Estado fuerte. Hobbes comprendió esto porque vivió en un contexto de guerra civil. Esperemos que no tengamos que padecer algo similar —o peor— para que dejemos de demonizar al Estado. (Gray, 2000, p.129).

 


Notas

* Este artículo es producto del proyecto de investigación La paz a través de la guerra: contradicciones del humanitarismo liberal, que contó para su financiación con el apoyo del Comité para el Desarrollo de la Investigación–CODI de la Universidad de Antioquia, en la convocatoria de menor cuantía del año 2010.

1 Danilo Zolo (2000) precisa la característica de dicho modelo: lo propio del modelo normativo westfaliano es que concibe al Estado como el único sujeto de la política internacional y a su soberanía a partir del principio básico de no intervención e independencia de sus asuntos internos. Claro está que hoy día se está muy lejos de algo así. Stephen Krasner (2001), por su parte, argumenta que es posible distinguir práctica y analíticamente diferentes facetas de la soberanía, por lo cual el hecho de que una se encuentre cuestionada, no implica que las otras deban desaparecer. Para Krasner cuatro son los tipos de soberanía: la westfaliana trata de aquellas organizaciones basadas en la exclusión de protagonistas externos en las estructuras de autoridad de un territorio dado; la legal internacional hace referencia a aquellas prácticas que se relacionan con el reconocimiento mutuo, por lo general entre entidades territoriales que poseen independencia jurídica formal; la interna se refiere a la organización formal de la autoridad política dentro del Estado y a la capacidad de las autoridades para ejercer un control efectivo dentro de las fronteras del propio Estado; por último, interdependiente relacionada con la capacidad de las autoridades públicas de regular el flujo de información, ideas, bienes, gentes, sustancia contaminantes o capitales a través de las fronteras del Estado en cuestión (2001, p. 14). Lo interesante de esta clasificación es que muestra que la opacidad en uno de los sentidos de la soberanía, no implica el fin de las otras; antes bien, puede posibilitar el fortalecimiento de estas. Así, por ejemplo, el debilitamiento del concepto de soberanía westfaliana, en tanto las instituciones internacionales se fortalecen, va acompañado del fortalecimiento de la soberanía como reconocimiento internacional, en la medida en que la comunidad de Estados exige a sus miembros la adopción de pautas internacionales para poder ser reconocidos como tales.

2 Para un debate interesante sobre la soberanía westfaliana y su supuesta consagración incontestada entre los Estados, véase el texto de Osiander (2001).

3 Es necesario recordar que el Concepto de lo político, en el que Schmitt restringe el concepto de soberanía como aquí se manifiesta, tuvo su primera edición en 1932.

4 El debate en torno al carácter científico o meramente ideológico del concepto de Estados débiles es muy amplio; sin embargo, no es propósito de este trabajo dar cuenta del mismo. A pesar de ello, aquí se parte del principio de que tales Estados débiles sí existen. Llamar Estado débil o fallido al Afganistán actual o al Irak post Sadam, dista mucho de ser una postura ideológica. Un Estado que no pueda proteger a su población de manera efectiva de la violencia de grupos privados, no debe ser considerado como tal —por lo menos no en la acepción tradicional del concepto— (Derrida, 2005; Collier, 2009; Migdal, 2011; Rotberg, 2007).

5 Los horrores totalitarios y el surgimiento de las dictaduras en la segunda parte del siglo pasado pueden esgrimirse como una objeción a esta afirmación. La sospecha hacia el Estado tiene bastantes razones para sustentarse. Como apuntó Ignatieff (2003a), pagamos su idolatría al precio de una barbarie en masa. Sin embargo, como ha mostrado con suficiencia John Gray, en lo que respecta a los totalitarismos europeos; y autores como Jorge Dotti y Paula Canelo, en lo que concierne a las dictaduras en América Latina; no es posible derivar ninguno de estos nefastos modelos de Estado de la propuesta teórica de Estado esbozada por Hobbes (Gray, 2008; Canelo, 2002; Dotti 2000).

6 A este respecto es ilustrativo el trabajo doctoral de Ramón Campderrich (2005).

7 Escribe Habermas: ''En la medida en que Bush —en su guerra a Irak por apoyar terroristas— quería eliminar un sistema injusto y democratizar la región de Oriente Medio, sus fines normativos no se oponen al programa de Naciones Unidas. La cuestión controvertida no era si era posible la justicia entre naciones sino cual era la vía'' (2006, p.102). Prosigue: ''Por otro lado, el proyecto de un orden cosmopolita fracasaría sin el fomento o incluso liderazgo estadounidense'' (2006, p.174).

8 En este sentido, el profesor estadounidense Stephen Holmes (2011) realiza una importante aclaración: Es un equívoco manifiesto pensar que pueden existir algo así como libertades negativas —que no requieren de la intervención del Estado— a diferencia de las positivas —que si la requieren—. En efecto, todas las libertades son positivas, pues todas presuponen cooperación social administrada por funcionarios gubernamentales. Por ejemplo, la esfera privada que con justicia valoramos tano, es sostenida, o más bien creada, por la acción del Estado.


 

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