SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue43Rise and Fall of Japan in Chile, 1897-1943Governance and Policy Networks in The Port District, Industrial and Biodiverse of Buenaventura, Colombia author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.43 Medellín July/Dec. 2013

 

SECCIÓN GENERAL

 

La coyuntura geopolítica genocida de la destrucción de la Unión Patriótica (1985–2010)*

 

The Genocidal Geopolitical Conjuncture of the Destruction of the Unión Patriótica (1985–2010)

 

 

Andrei Gómez–Suárez1

 

1 Magíster en Guerras Contemporáneas y Estudios de Paz, doctorado en Relaciones Internacionales y especialista en Resolución de Conflictos Armados. Investigador Asociado, Departamento de Relaciones Internacionales, Universidad de Sussex, Brighton, Reino Unido. Investigador Visitante (2013–2014) Centro de Criminología, Universidad de Oxford, Oxford, Reino Unido. Correo electrónico: A.Gomez@sussex.ac.uk.

 

Fecha de recepción: octubre de 2012

Fecha de aprobación: septiembre de 2013

 

Cómo citar este artículo: Gómez–Suárez, Andrei. (2013). La coyuntura geopolítica genocida de la destrucción de la Unión Patriótica (1985–2010). Estudios Políticos, 43, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, (pp. 180–204).

 


RESUMEN

A partir de la perspectiva crítica de estudios sobre genocidio, este artículo analiza la destrucción de la Unión Patriótica (UP). El argumento es que la destrucción de la UP ocurrió a lo largo de una coyuntura geopolítica genocida. El artículo muestra que durante esta coyuntura varios perpetradores formaron alianzas inestables pero consolidaron un poder duro, que usaron para victimizar primero a la UP y luego a sectores asociados con esta. Múltiples tácticas y estrategias de guerra contrainsurgente fueron empleadas contra sectores civiles que eran representados en principio como los cerebros de la izquierda armada y luego como sus comodines. Dichas representaciones fueron producto de la circulación de discursos geopolíticos entre redes militares, políticas, sociales y criminales. Contra dichas estrategias, la UP creo prácticas de resistencia política, fortaleciendo un poder blando que derivó en: 1) sectores asociados a la UP respondieron con movilizaciones sociales y paros cívicos, 2) organizaciones no gubernamentales difundieron internacionalmente la destrucción de la UP, y 3) organizaciones internacionales tomaron en sus manos la protección de las víctimas y la condena a los perpetradores.

Palabras clave: Conflicto Armado; Genocidio; Geopolítica; Unión Patriótica; Colombia.


Abstract

The article discusses the destruction of the Unión Patriótica (UP) from a critical genocide studies perspective. The argument is that the destruction of the UP occurred within a genocidal geopolitical conjuncture. The article shows that during the genocidal geopolitical conjuncture various perpetrators formed unstable alliances, which still allowed them to consolidate hard power. They used this power to victimize first the UP and then the social networks associated with it. Multiple counterinsurgency tactics and strategies were used against civilians initially portrayed as the brains behind the radical left and then as its puppets. Such portrayal was the product of the circulation of geopolitical narratives amongst military, political, social and criminal networks. The UP resisted against the perpetrators' violence. It began with practices of political resistance which enabled it to consolidate soft power. As a result, 1) various sectors associated with the UP organized demonstrations and civil strikes, 2) non–governmental organizations internationally disseminated the destruction of the UP that was taking place, and 3) international organizations obliged the Colombian state to protect UP victims and are still seeking the prosecution of perpetrators.

Keywords: Armed Conflict; Genocide; Geopolitics; Unión Patriótica; Colombia.


 

 

Introducción

La destrucción de la Unión Patriótica (UP) ha sido un tema de referencia constante entre los académicos colombianos. No obstante, no existe un consenso respecto a cómo llamar a este evento. Eduardo Pizarro (2011), por ejemplo, acuña el término ''partidicidio''; otros comentaristas se refieren a la destrucción de la UP como un genocidio político (Dudley, 2004; Cepeda, 2006).

Las razones para usar o desechar el uso del término genocidio son variadas. Para desechar su uso, se puede tomar una posición ''jurídico–esencialista'', restringiendo la definición de genocidio al derecho internacional; al mismo tiempo que se puede adoptar una posición ''pragmático–académica'' argumentando que, al referirse al genocidio de la UP, se prioriza la condena del Estado, sobre la necesidad de entender la complejidad de los espirales de victimización. Para defender el uso del término genocidio, se puede adoptar una postura ''histórico–sociológica'' ampliando su definición a los debates académicos que han surgido sobre la comparación de varios procesos genocidas a lo largo de la historia; aunque también se podría adoptar una posición ''jurídico–crítica'', para tratar de presionar el derecho a la verdad, justicia y reparación de las víctimas.

Cualquiera que sea la perspectiva adoptada, existe un acuerdo entre los más variados analistas de que la destrucción de la UP es, reutilizando las palabras de Pierre Nora sobre la caída del muro de Berlín (citado en Fazio, 2001, p. 24), un ''acontecimiento monstruo'' en el desenlace del conflicto armado colombiano en el último cuarto de siglo. Se reconoce que la destrucción de la UP sirvió para terminar de transformar a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) de una ''guerrilla de partido'' a una ''guerrilla militar'' (Pizarro 2011, pp. 213–5). Lo que llama la atención es que a pesar de esta constante referencia a la destrucción de la UP, existan pocos trabajos académicos dedicados a entender las complejas prácticas de victimización y resistencia (Suárez, 2007; Carroll, 2011). Esto se debe a que la destrucción de la UP usualmente se interpreta como un efecto secundario del conflicto armado (Guerrero, 2011).

Al supeditar la destrucción de la UP al conflicto armado, se pasa por alto las discontinuidades y los efectos que la destrucción de la UP tuvo en las transformaciones de los victimarios, de las víctimas y en los imaginarios colectivos de la identidad nacional colombiana del siglo XXI. Para entender ''el efecto reorganizador de las relaciones sociales''1 de la destrucción de la UP, es necesario ir más allá de la postura jurídico–esencialista dominante en Colombia que, exceptuando el trabajo de Iván Cepeda y Claudia Girón (2005), desconoce los desarrollos que se han dado en el área de estudios sobre genocidio (EsG).

Este artículo contribuye a la comprensión de la destrucción de la UP desde una perspectiva crítica de EsG, que permite incluir la destrucción de grupos políticos dentro del concepto de genocidio. Por tanto, no se establece como punto de partida la responsabilidad exclusiva del Estado. Más bien, siguiendo la misma línea desarrollada en previas publicaciones (Gómez–Suárez, 2007; 2008; 2010), el artículo presenta los efectos de las prácticas violentas contra la red socio–política que los perpetradores identificaron como UP y analiza las transformaciones ocurridas en los grupos perpetradores y en sus relaciones intergrupales.

El argumento es que la destrucción de la UP ocurrió en medio de una coyuntura geopolítica genocida, razón por la cual resulta contraproducente restringir su estudio a las dinámicas y procesos domésticos del conflicto armado colombiano. Por el contrario, el estudio de los espirales de victimización y resistencia deben enmarcarse en varios ''con–textos geopolíticos'' (Ó Tuathail, 1996). Por lo tanto, el artículo presta especial atención al papel que desempeñaron los cambiantes imaginarios geopolíticos en la construcción de subjetividades que alinearon a varios actores sociales en extremos opuestos, en una coyuntura histórica que interpretaron como una era llena de incertidumbres.

 

1. ¿Genocidio político o coyuntura geopolítica genocida?

El área de EsG ha estado dominada por la definición de la Convención sobre Genocidio de las Naciones Unidas de 1948 (CGNU). Alrededor de la definición de un crimen bajo el derecho internacional, historiadores, sociólogos y politólogos, entre otros, se han dedicado a problematizar el concepto de genocidio (Levene, 2005; Chalk y Jonahsson, 1990; Harff y Gurr, 1988). La discusión se ha dado a partir de tres debates: 1) la identidad y estructura de los perpetradores; 2) la identidad de los grupos víctimas de genocidio; y 3) la importancia de la intencionalidad; adicionalmente, se sugiere revaluar la idea de que los genocidios ocurren dentro de las fronteras nacionales y que la prevención o enjuiciamiento de los perpetradores es responsabilidad de la ''comunidad internacional'' (Gómez–Suárez, 2011).

1.1 ¿Quiénes son víctimas de genocidio?

La CGNU considera exclusivamente a grupos nacionales, religiosos, raciales y étnicos (Naciones Unidas, 1948, artículo II) como víctimas de genocidio, excluyendo aquellos grupos sociales que se materializan por razones políticas, de clase o de género, por mencionar algunas. La exclusión de grupos políticos ha sido criticada desde la década de 1980 (Kuper, 1981); incluso reportes institucionales han propuesto un protocolo adicional para incluir su protección (Whitaker, 1985). A pesar que desde la década de 1990 existe el consenso sobre la importancia de incluir cualquier grupo social en la protección de genocidio (Fein, 1993), nuevas perspectivas críticas han sugerido que pensar a las víctimas de genocidio como grupos es problemático, porque obscurece las complejas dinámicas que ocurren entre los diversos actores que son victimizados.

Christopher Powell (2007) propone estudiar las redes sociales víctimas de genocidio, ya que el genocidio no ocurre contra un grupo claramente demarcado que se identifica así mismo como tal, sino contra una red social, en la que varios actores recrean una identidad colectiva que es (re)construida en una tensión intersubjectiva con otros actores sociales, entre los que se encuentran los perpetradores. El rol de los perpetradores en la construcción de la identidad de las víctimas es fundamental; no solo porque, como sugiere Scott Straus (2006) en su estudio sobre el genocidio ruandés, los perpetradores definen la identidad de sus víctimas, sino porque también las víctimas redefinen su identidad frente a los estereotipos creados por los perpetradores. Lo anterior sugiere que el imaginario identitario no es fijo; por el contrario, este fluye y se transforma de acuerdo con los procesos coyunturales e históricos en los que se desenvuelven y transforman las redes sociales.

1.2 ¿Quiénes son los genocidas?

El artículo IV de la CGNU establece que ''Las personas que hayan cometido genocidio [...] serán castigadas, ya se trate de gobernantes, funcionarios o particulares'' (Naciones Unidas, 1948), no obstante, entre investigadores, activistas sociales, burócratas, tecnócratas y líderes políticos, es común considerar el genocidio como un crimen de Estado. Irving Horowitz (1987) argumenta que la presencia de un ''Estado–perpetrador'' es el elemento que distingue al genocidio de otros crímenes atroces. Esta visión ha contribuido a las críticas enérgicas en contra de la pasividad de Naciones Unidas frente al Estado genocida ruandés (Barnett, 2002). El argumento común es que la línea dura de líderes Hutu, que asumieron el poder después del asesinato del presidente Juvénal Habyarimana, orquestaron una política de Estado que resultó en el exterminio de más de ochocientos mil Tutsis.

Frente a la idea de un Estado–perpetrador, Mark Levene (2005) ha desarrollado el concepto de una pirámide genocida:

en la parte superior está un pequeño grupo de planeadores y directivos que controlan las instituciones estatales, [...] debajo los mandos medios que aseguran que las órdenes superiores se cumplan [...], en la base están los operativos que llevan a cabo las prácticas genocidas (p. 99).2

Esta descripción de los perpetradores mantiene dos elementos problemáticos: el papel orquestador del Estado y el carácter jerárquico de la estructura genocida. Por tanto, resulta difícil explicar desde esta perspectiva por qué en Ruanda, por ejemplo, hubo una región donde no ocurrieron prácticas genocidas (Straus, 2006); incluso se ve en apuros frente al carácter descentralizado y generalizado de pogromos durante el genocidio Nazi (Browning 1998). Por el contrario, el concepto de una ''coalición violenta'' (Gerlach, 2006), en la que coexisten múltiples actores legales e ilegales, permite una mejor comprensión de las relaciones entre varios grupos perpetradores. En este sentido, se sugiere que durante un genocidio se articula un bloque perpetrador que aglutina coaliciones violentas regionales, que cambian a lo largo de los procesos de victimización y como consecuencia de las prácticas de resistencia de las redes sociales victimizadas (Gómez–Suárez, 2007).

1.3 ¿Intencionalidad o relaciones geopolíticas de destrucción?

De acuerdo con el artículo II de la CGNU ''se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente a un grupo'' (Naciones Unidas, 1948).3 Basados en el ''principio de intencionalidad'' los gobiernos turcos han negado hasta hoy la ocurrencia del genocidio armenio. La postura oficial del gobierno turco sugiere que la muerte de más de un millón de armenios no fue planeada intencionalmente para destruir al grupo nacional, sino que ocurrió incidentalmente con la política del gobierno de los Jóvenes Turcos que buscaba trasladar a la población armenia de una región a otra. En la actualidad, gracias a los perpetradores del genocidio bosnio, el término limpieza étnica ha reforzado la idea de que la destrucción de un grupo social a través del desplazamiento forzado, no es un genocidio.

Para no esencializar la importancia de la intencionalidad (Fein, 1993), vale la pena mencionar la propuesta de Tony Barta (1987): para entender la destrucción de los aborígenes australianos a principios del siglo XX, antes que indagar la intencionalidad, es necesario investigar las ''relaciones de destrucción'' que resultan de la lógica explotadora del sistema capitalista. Siguiendo una línea similar de argumentación, Dirk Moses (2002) sugiere que la estructura colonial resultante del desarrollo del sistema internacional europeo es responsable de genocidios modernos como el de los Herero en Namibia. Llevando este argumento aún más lejos, Levene (2005, p. 175) sugiere que el sistema internacional es responsable por los genocidios del siglo XX, ya que estados nacionales buscan el control de territorios a través de la homogeneización de sus poblaciones.

A pesar de celebrar que se haya avanzado el estudio de genocidios desde una perspectiva estructuralista, este artículo sugiere que un giro posestructuralista permite develar la circulación de discursos geopolíticos que materializan coyunturas genocidas. Se propone dejar a un lado el principio de intencionalidad y, más bien, enfocarse en los discursos que circulan en relaciones geopolíticas. Dichos discursos permiten la emergencia de sujetos que victimizan redes sociales para materializar un proyecto de sociedad que, aparentemente, sigue las lógicas naturales del mundo en el que viven.

1.4 Más allá de la geopolítica del genocidio

El carácter nacional de las prácticas genocidas es un elemento central del imaginario liberal, en que el juzgamiento de los perpetradores y la prevención del genocidio, ya sea a través de la verificación de procesos jurisdiccionales domésticos o de ''intervenciones humanitarias'' para detener a los estados–perpetradores, son responsabilidad de la comunidad internacional (Wheeler, 2000). La idea que dichos ''estados'' como entidades jerárquicas aisladas de la comunidad internacional son los genocidas, es problemática. Los perpetradores son estructuras complejas que combinan relaciones tanto horizontales como verticales, que se asemejan a redes acéfalas criminales (Arquila y Ronfeld, 2001); pero además, los perpetradores sobrepasan las fronteras nacionales y se consolidan cuando sus vínculos transnacionales logran materializar canales flexibles por los que circulan armas, recursos e ideas.

Pensar el genocidio como un proceso que sobrepasa las fronteras del Estado nación implica pensar la geografía desde una perspectiva crítica. En vez de adherir a la geometría euclidiana que sostiene una visión lineal del espacio y permite representar al mundo como una superficie plana donde coexisten 193 estados miembros de Naciones Unidas, este artículo concuerda con una visión ''relacional'' del espacio. Parafraseando a David Harvey (1969), el espacio no puede ser entendido en términos de la distancia entre dos puntos, sino como un sistema fluctuante de relaciones. Esto sugiere romper con el estudio tradicional del espacio del genocidio, pasando del Estado, a las coyunturas geopolíticas de destrucción —complejas geometrías de tiempos y espacios coexistentes que emergen gracias a procesos de largo plazo, como el capitalismo o la globalización, y eventos contingentes, ya sean, revoluciones, crisis económicas o reformas políticas—.

Estudiar las coyunturas geopolíticas genocidas es distinto a estudiar la geopolítica del genocidio. Esta última ha sido abordada por Adam Jones (2004) para criticar el papel de Occidente en la ocurrencia de varios genocidios. Basado en el estudio de la destrucción de la UP, este artículo propone entender cómo redes transnacionales militares, políticas, económicas y criminales; espacios políticos legítimos y centros ilegales de extermino; ideas conservadoras y de avanzada, confluyen en una coyuntura geopolítica genocida. Por consiguiente, los perpetradores que ejecutan las prácticas genocidas no están desligados de aquellos actores que en otros lugares circulan ideas que informan su marco referencial para interpretar la realidad. Dichos marcos referenciales constituyen lo que aquí se denomina ''mentalidades genocidas'', según las cuales para ''nosotros'' sobrevivir, ''otros'' deben morir (Gómez–Suárez, 2008).

Sin embargo, las redes sociales victimizadas resisten. A pesar de que dicha resistencia usualmente se enmarca en un sinnúmero de acciones civiles, en algunos casos la vía armada es considerada como último recurso. Sea cual sea la forma de resistencia adoptada por individuos y comunidades, los perpetradores la interpretan como una estrategia de guerra; razón por la cual intensifican sus acciones violentas. Lo anterior impacta fundamentalmente —aunque no necesariamente de manera consciente— las identidades de las redes sociales y sus prácticas de resistencia. Una coyuntura geopolítica genocida es precisamente la extensión en el tiempo y en el espacio del intercambio violento y asimétrico entre un poder blando y un poder duro (Shaw, 2007).

 

2. La destrucción de la UP

El surgimiento y destrucción de la UP se enmarca entre 1985 y 2010. Durante este periodo un número indeterminado de upecistas fueron asesinados. Estadísticas conservadoras estiman que más de 3.000 miembros fueron asesinados, mientras que La Corporación para la Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (Reiniciar) sostiene que fueron más de 6.000. En 2010 finalmente ocurren dos puntos de quiebre en la coyuntura política genocida: primero, el fin del gobierno de Álvaro Uribe (2002–2010), que constantemente criminalizó a los sectores asociados con la UP; segundo, la condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos al Estado colombiano por el asesinato de Manuel Cepeda. Estos dos hechos permitieron que victimarios como Diego Fernando Murillo decidieran colaborar con la justicia para aclarar la los planes de exterminio contra la UP, y políticos como Cesar Pérez fueran investigados por participar en la victimización que había empezado 25 años atrás.

La UP fue formalmente creada en marzo de 1985, como parte de los Acuerdos de la Uribe entre Belisario Betancur (1982–1986) y las FARC. A pesar de que algunos sectores todavía se refieren al grupo como el brazo político de las FARC (Mackenzie, 2011), la plataforma política que se constituyó aglutinó diversos sectores. La violencia contra la UP empezó antes de que se lanzara el grupo; varios guerrilleros desmovilizados y campesinos que apoyaban el proceso de formación de la UP empezaron a ser asesinados apenas firmados los Acuerdos de la Uribe (14 de marzo de 1984). Una vez se lanzó públicamente la UP (25 de mayo de 1985), los asesinatos incrementaron. Jacobo Arenas sugirió varias veces que el asesinato de más de 200 guerrilleros era parte de la estrategia militar para acabar con el proceso de paz (El Espectador, 1986, marzo 2, p. 11A).

Esta violencia temprana desembocó en una violencia sistemática contra los líderes políticos que habían sido elegidos para cargos de elección popular. La violencia contra simpatizantes del proyecto UP aumentó sustancialmente después de las elecciones legislativas y presidenciales de 1986. Manuel Cepeda (1986), miembro del Partido Comunista (PC) y de la UP, sugirió que la escalada era parte del Plan Cóndor. Dicho plan, adoptando la Doctrina de la Seguridad Nacional implementada en el Cono Sur, buscaba cerrar el espacio político para que la izquierda armada transitara hacia la izquierda civil, y, una vez unificada, se convirtiera en una opción real de poder. No solo representantes de asambleas departamentales empezaron a ser asesinados, sino también senadores y representantes a la Cámara como Pedro Nel Jiménez y Leonardo Posada.

En 1986 el presidente Virgilio Barco (1986–1990) tuvo el mandato de elegir alcaldes por última vez; como reconocimiento al éxito electoral de la UP le fueron asignadas 16 alcaldías. Pocos meses después los alcaldes de San José del Guaviare, Guaviare y Sabana de Torres, Santander, fueron asesinados; la libertad con que actuaban los perpetradores contribuyó a que antes de finalizar 1987 los candidatos a las alcaldías de Planadas, Tolima, San Martín y Puerto López, Meta, cayeran asesinados (Romero, 2011, pp. 56–9). Este ciclo de violencia caracterizado por torturas, desplazamientos y asesinatos selectivos llegó a su máxima expresión nacional cuando Jaime Pardo Leal, presidente de la UP, fue asesinado en octubre de 1987. Para entonces, las FARC se habían marginado de la dirección nacional de la UP, los cuadros que habían destacado para la lucha política legal se habían reintegrado a la lucha armada y las tensiones entre ciertos sectores de la UP y las FARC empezaban a aflorar.

Ni la marginalización de las FARC ni el asesinato de Pardo Leal pusieron fin a la persecución contra la UP. Por el contrario, un nuevo ciclo de violencia, caracterizado por masacres en varias regiones del país, hizo que la destrucción del poder político de la UP se extendiera a la destrucción social de los sectores asociados. A pesar de que hubo varias masacres de simpatizantes en el Magdalena Medio antes de noviembre de 1987, la masacre de la Juventud Comunista Colombiana (JUCO) en Medellín abrió el ciclo de violencia que permitió la solidificación y proliferación de prácticas genocidas. Quizá la masacre de Segovia en noviembre de 1988 es el acto más conocido de este periodo. En esta masacre, 43 personas, entre ellos ancianos, mujeres y niños, fueron asesinados por un escuadrón paramilitar, sin que el ejército ni la policía protegieran a la población, aun estando a pocos metros de distancia de donde ocurrió la masacre. Como ampliamente se ha documentado —y en la actualidad lo reconoce el Estado—, el grupo paramilitar Muerte a Revolucionarios del Nordestes (MRN), como parte de una de ''las redes criminales funcionales, cambiantes y coyunturales'' previamente amenazó e intimidó a la población por apoyar a la UP (Memoria Histórica, 2010, p. 118).

A las masacres, como tácticas de guerra que buscaban la destrucción del poder social del grupo en varias regiones del país —como el Nordeste antioqueño, Magdalena Medio y Meta—, se sumaron planes para destruir el reconocimiento nacional del poder político del grupo. Para marzo de 1990, esto se había logrado gracias a una serie de asesinatos selectivos de líderes nacionales comunistas, tales como José Antequera, Carlos Gómina y Teófilo Forero, a lo que se sumaría el asesinato de Bernardo Jaramillo. En medio del descuartizamiento del poder político nacional, gracias al Plan golpe de gracia (Maya, 2011, p. 274), que se selló en 1994 con el asesinato de Manuel Cepeda —último senador por la UP— y el posterior exilio de líderes como Aida Avella y Hernán Motta en 1997, y del despedazamiento del poder social de la UP en varias regiones, la década de 1990 fue un esfuerzo de sobrevivencia y resistencia. Dichos esfuerzos lograron mantenerse en pocas regiones.

En Urabá, por ejemplo, el Plan retorno acabó con los vestigios de la estructura política de la UP en 1996 (Reiniciar, 2006a); mientras que, en Remedios y Segovia, las masacres de la década de 1990 arrasaron con los sobrevivientes de las masacres de la década de 1980 (Memoria Histórica, 2010, pp. 49–124). En el Meta, no obstante, las redes sociales que habían simpatizado con la UP no lograron sobrevivir, ni siquiera renunciando a su identidad política. La masacre de Mapiripán, en julio de 1997, fue una táctica de ''guerra contrainsurgente delegada a actores privados'' (Guerrero, 1999, p. 245), orquestada por sectores del ejército colombiano que asociaban el poder militar de las FARC con el poder social de los sobrevivientes de los ciclos genocidas contra la UP (Verdad Abierta, 2010). De dichas tácticas de guerra contrainsurgente también fue víctima la Comunidad de Paz de San José de Apartado; a pesar de expresar su neutralidad en el conflicto, después de que la mayoría de sus miembros renunciaran a la militancia política en la UP en 1997, la Comunidad fue victimizada al punto de que entre 1997 y el 2001 más de 100 miembros habían caído asesinados, a través de asesinatos selectivos y cuatro masacres perpetradas en su contra (Suárez, 2007, p. 184).

Hacia finales de la década de 1990, algunos sobrevivientes asociados con la UP habían retornado a estructuras políticas tradicionales o se habían unido a nuevos grupos políticos, otros habían renunciado completamente a la lucha política, otros tantos se habían dedicado al activismo de derechos humanos en la búsqueda de protección y reparación, y centenares habían encontrado en el exilio un último recurso para sobrevivir (Simón, 2010). Como era de esperarse, el desangre de la UP estuvo correlacionado con la pérdida de apoyo en las urnas. Por tal motivo, en 2002 el Consejo Nacional Electoral, con el apoyo de la administración Uribe, decidió quitarle la personería jurídica a la UP. A pesar de la desaparición formal del grupo, ''136 asesinatos, 38 desapariciones y 28 amenazas de muerte'' (Reiniciar, 2006b, p. 13) ocurrieron durante su primera administración. Además, según Maya (2011, pp. 262–265), la persecución a movimientos de víctimas se prolongó hasta el final del segundo mandato de Uribe.

Esta descripción permite sacar varias conclusiones respecto a la red social civil que fue victimizada como parte de la violencia política sistemática que buscó acabar con el poder político y social de la UP y una guerra contrainsurgente que buscó debilitar el poder militar de las FARC. Primero, la UP no fue un grupo homogéneo y su carácter heterogéneo se prolongó a lo largo de su existencia; segundo, el rótulo UP permitió la victimización de miembros de la plataforma política, así como de simpatizantes, familiares, y amigos; tercero, aunque en un principio la existencia formal de la UP era un incentivo para la victimización de las redes sociales asociadas con el grupo, una vez los ciclos genocidas se enfocaron en el poder social de las redes civiles, el carácter formal de la UP pasó a segundo plano. En este sentido, la construcción intersubjetiva de las redes sociales civiles como amenazas a poderes políticos regionales y como obstáculos a estrategias de consolidación territorial estatales y no–estatales, alimentó la mentalidad genocida que alineó a varios perpetradores en el bloque que llevó a cabo la destrucción del poder social de comunidades y movimientos cívicos a lo largo de la coyuntura geopolítica genocida.

 

3. El bloque perpetrador

Líderes sociales representando a las víctimas de la UP, han argumentado durante los últimos 15 años que el Estado colombiano es responsable por el genocidio de la UP (Cepeda, 2006). Sin lugar a dudas, varias agencias del Estado colombiano participaron directa o indirectamente en prácticas genocidas contra la UP, como varias investigaciones judiciales lo han demostrado (Córdoba Triviño, 1992). Sin embargo, las agencias estatales no fueron los únicos actores que llevaron a cabo acciones violentas contra la UP. Narcotraficantes como Gonzalo Rodríguez Gacha, narco–paramilitares como Fidel y Carlos Castaño, empresarios de la coerción como El Negro Vladimir, empresarios políticos como César Pérez y Pablo Guarín, esmeralderos como Víctor Carranza, entre otros, se aliaron con generales del ejército y policías en prácticas genocidas contra la UP (Maya, 2011, pp. 269–73).

Estas alianzas entre múltiples sectores, en momentos conflictivas, permitieron una cooperación fluctuante entre sectores aparentemente antagónicos. La prolongación en el tiempo y el espacio de dicha cooperación fue producto de tácticas de guerra y de discursos que legitimaban acciones de guerra contra redes sociales, pero además consolidó una estructura cambiante: un bloque perpetrador, constituido por grupos jerárquicamente organizados —grupos paramilitares, brigadas del Ejército, patrullas de Policía—. Empero, las alianzas horizontales entre los líderes de estos grupos no obedecían a un orden jerárquico, más bien, cooperaban o chocaban dependiendo de intereses y presiones coyunturales. El Plan Democracia del Departamento Administrativo de Seguidad (DAS) en 1989, por ejemplo, buscó desmantelar los grupos paramilitares de Gacha, mientras otros sectores del DAS cooperaban en campañas de asesinatos selectivos contra líderes de la UP, como Gabriel Jaime Santamaría y Bernardo Jaramillo (El Espectador, 2010, febrero 11). A tal punto llegaba la cooperación entre narco–paramilitares y el DAS que según la versión libre de Diego Fernando Murillo ante la Unidad de Justicia y Paz, Carlos Castaño ''mantenía una nómina de funcionarios del DAS'' (El Espectador, 2012, febrero 13).4

Estas alianzas por conveniencia que operaban nacionalmente, vinieron a complementar coaliciones violentas regionales operadas desde comienzos de la década de 1980. La conformación de grupos paramilitares por parte del Ejército, la constitución de grupos de autodefensa por parte de terratenientes y la organización de grupos de asesinos a sueldo por parte de redes de narcotraficantes, crearon el caldo de cultivo para que políticos regionales y sectores sociales tradicionales —como algunos representantes de la iglesia católica— conformaran coaliciones violentas regionales para evitar el desmoronamiento del orden socio–político impuesto desde el Frente Nacional (Behar, 2011). Estas coaliciones se formaban y desintegraban de acuerdo con procesos coyunturales y eventos particulares.

Entre 1984 y 1985, generales del Ejército como Fernando Landazábal eran articuladores de dichas coaliciones, aun si esto iba en contravía de las políticas de Belisario Betancur; mientras que entre 1991 y 1993, los narcotraficantes Carlos y Fidel Castaño desempeñaban un papel fundamental gracias a la cercanía con la administración de César Gaviria (1990–1994) en su lucha contra Pablo Escobar. La decisión de aliar al Estado con criminales para combatir a otros criminales y salvar al Estado, limpió el camino para que en 1997 generales del ejército y comandantes paramilitares orquestaran acciones conjuntas para deshacerse de la ''base social de las FARC''. Con estos precedentes, políticos regionales como Álvaro Uribe permitían, desde sus cargos públicos, la libre circulación de ejércitos paramilitares, a través de la militarización de zonas donde generales implicados en coaliciones violentas regionales contra la UP eran nombrados como autoridades políticas (Verdad Abierta, s.f.).

La dimensión regional de las coaliciones violentas y el carácter nacional de asesinatos selectivos de miembros de la UP son elementos significativos para entender el carácter fluctuante del bloque perpetrador de la destrucción de la UP; sin embargo, no explican su existencia durante 25 años en contextos geopolíticos cambiantes. Vale la pena preguntarse entonces ¿cuál fue el impacto de las relaciones transnacionales en la conformación de coaliciones violentas regionales? y ¿cómo cambió dicho impacto a lo largo del tiempo? Esto permitiría cuestionar la narrativa según la cual unos cuantos miembros del Ejército, en contravía de las políticas de Estado, se aliaron con sectores narcotraficantes en una ola de criminalidad contra la UP por seguir la doctrina de ''combinación de todas las formas de lucha''.

En tal sentido, es importante anotar que algunos actores de una emergente comunidad internacional —liberal y democrática—, no solo permitieron la libre circulación de algunos sectores del bloque perpetrador en el hemisferio, sino que también contribuyeron a su constitución. A continuación se señalan dos procesos relacionados con su constitución:

Primero, respecto al sector de las agencias de seguridad del Estado del bloque perpetrador, es preciso resaltar que los cursos de ascenso de los oficiales colombianos se llevaban a cabo en la Escuela de las Américas (EdA). Esta institución norteamericana se encargó durante la década de 1980 de entrenar a los militares latinoamericanos en campañas contrainsurgentes, quienes luego volvieron a sus países y fueron responsables de violaciones masivas a los derechos humanos (Gill, 2004). En el caso colombiano, muchos de estos oficiales participaron en la constitución de grupos paramilitares o en alianzas con grupos de autodefensa —primero campesinas y luego narcotraficantes—; dichos grupos fueron responsables de masacres y asesinatos selectivos contra miembros de la UP y algunas de sus redes sociales de apoyo (Asfaddes et al, 2000). El anticomunismo promovido por la EdA y las tácticas presentadas en sus manuales de contrainsurgencia, contribuyeron a polarizar la mentalidad de los altos mandos militares colombianos (Myers 1996, septiembre 22). Esto no solo los incitó a consolidar una autonomía clandestina, gracias a la mínima subordinación al poder civil que habían ganado durante la administración de Julio César Turbay (1978–1982) (Dávila, citado en Leal 2002, p. 40), sino que también contribuyó a que adoptaran las estrategias de guerra sucia implementadas en El Salvador (Guerrero, 1999, p. 245). En palabras simples, la mentalidad genocida de sectores militares colombianos no fue ''hecha en Colombia''; sino que gracias a la constante interacción con fuerzas armadas en el hemisferio occidental y a las tecnologías contrainsurgentes desarrolladas por las fuerzas armadas colombianas: fue ''ensamblada en Colombia''.

Segundo, en cuanto a los sectores criminales del bloque perpetrador, se debe recalcar que como lo demostró en su momento el Reporte Kerry (US Congress, 1989) y como ha argumentado Javier Guerrero (1999), la constitución de grupos paramilitares fue sugerida por un agente de la CIA a narcotraficantes colombianos. Además, la interacción cercana entre narcotraficantes y oficiales de las agencias de seguridad del Estado permitió sellar el contacto con mercenarios israelíes e ingleses, quienes entrenaron en tácticas aún más sanguinarias a paramilitares que estaban involucrados en prácticas violentas contra sectores de la población asociados con la UP. Los campos de exterminio encontrados en el Meta y en el Magdalena Medio en 1989, que funcionaban desde 1986, fueron a la vez las escuelas donde los mercenarios extranjeros entrenaron a sus pares colombianos (El Espectador, 1989, abril 9). Las relaciones entre agencias de seguridad norteamericanas y narcotraficantes colombianos para armar a los Contras nicaragüenses se prolongaron en el tiempo y permitieron, según Carlos Castaño, armar a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) (Aranguren, 2002, p. 205). A través de relaciones transnacionales con agencias de seguridad estatales y redes ilegales de comercialización, los narcotraficantes lograron acceder a mercados legales e ilegales de armas (García–Peña 1999), permitiéndoles así construir ejércitos privados que participaron en políticas de tierra arrasada en varios espacios —Urabá y Meta— y tiempos —mediados de las décadas de 1980 y 1990— de la coyuntura geopolítica genocida.

Aunque agencias de seguridad y redes criminales contribuyeron a la constitución del bloque, su consolidación no habría sido posible de no ser porque entre sectores políticos de Colombia y Estados Unidos circulaban discursos que constantemente recreaban la imagen de un cambiante ''enemigo interno'' de la seguridad nacional. La representación discursiva de Colombia en la política exterior norteamericana constantemente recreaba las prácticas violentas contra la UP como eventos marginales de la evolución del régimen liberal–democrático colombiano. Esto permitió que a partir de la administración de Ronald Reagan, se apoyaran procesos locales compatibles con las políticas norteamericanas, desconociendo la gravedad de la violencia contra la UP y permitiendo que los sectores —estatales y no–estatales— del bloque perpetrador circularan libremente en el hemisferio occidental.

 

4. Los discursos geopolíticos de la coyuntura genocida

La destrucción de la UP ocurrió durante tres contextos geopolíticos: el de la segunda guerra fría (1981–1989), el del nuevo orden mundial (1989–2001) y el de la guerra contra el terrorismo (2001–2011). Entre 1981 y 1993 las administraciones de Ronald Reagan y George Bush presentaron a Colombia como ''la democracia más antigua del hemisferio''. La administración Reagan constantemente apoyó a sectores de derecha del establecimiento colombiano, que en su momento se oponían al proceso de paz y auspiciaban la lucha contra el enemigo ''narco–comunista'' (US Congress, 1986). Esto permitió que elites políticas radicalizadas continuaran auspiciando prácticas violentas contra la UP, con la excusa de estar defendiendo la tradición democrática colombiana. Una vez el proceso de paz fracasó en 1987, los reportes de las prácticas de derechos humanos del Departamento de Estado de Estados Unidos empezaron a representar la violencia contra la UP como una táctica para debilitar la legitimidad de la democracia más antigua del hemisferio (US Department of State, 1988, p. 426).

En 1990, la administración Bush complementó esta lectura de Colombia con una serie de recomendaciones en materia de seguridad nacional al Ministerio de Defensa de Colombia. De acuerdo a Human Rights Watch (1996), las recomendaciones del comité conformado por miembros de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Pentágono contribuyeron a que el gobierno colombiano promulgara la Orden 200–05/91, que ordenaba la conformación de una red de inteligencia que incorporaba a grupos paramilitares con el objetivo de llevar a cabo seguimientos y ataques a individuos peligrosos seleccionados por el comando general del ejército. La consolidación de esta red de inteligencia coincidió con 1) la puesta en marcha del Plan golpe de gracia, y 2) la proliferación de masacres contra la red sociopolítica asociada con la UP. Por un lado, la cooperación entre generales del Ejército y líderes paramilitares legitimaba el asesinato de líderes nacionales argumentando que eran ''guerrilleros vestidos de civil'' (Maya, 2011, p. 274); por otro lado, en Meta y Antioquia, los perpetradores justificaban las masacres declarando que su objetivo era ''la defensa de la democracia'' y en contra del poder social de las FARC. Mientras tanto, los líderes políticos norteamericanos elevaban su voz de preocupación por la consolidación del enemigo ''narco–terrorista'' (Gómez–Suárez, 2011, pp. 105–114, 155–165).

En 1994, el terreno estaba abonado para pasar de representar a Colombia como la democracia más antigua del continente a describirla como una ''narco–democracia''. En este escenario, los actores que debían ser apoyados, por continuar ''defendiendo la democracia'' y atacando el narcotráfico, eran las Fuerzas Armadas, la Policía y la Fiscalía (US Congress, 1996, p. 4). Esta caricatura de Colombia hizo que la administración de Ernesto Samper (1994–1998) estuviera supeditada a las presiones de los altos mandos militares, quienes —como en Urabá— estaban orquestando alianzas con grupos paramilitares, a través de las cooperativas de vigilancia y seguridad privadas (Convivir), para seguir con la destrucción del poder sociopolítico de las redes sociales asociadas con la UP. No obstante, el Congreso norteamericano continuaba recurriendo al principio de hiperrealidad (Ó Tuathail, 1992). Así, el complejo conflicto colombiano, intersectado por una guerra sucia y la destrucción de redes sociales civiles asociadas con la UP, era simplificado y —más grave aún— opacado por la amenaza regional de que ''las narco–guerrillas convirtieran a Colombia, la democracia más antigua del continente, en un narco–estado'' (US Congress, 1998, p. 1).5

Sin embargo, el cambio de perspectiva de la segunda administración de Bill Clinton con la llegada a la presidencia de Andrés Pastrana (1998–2002), generó una nueva imagen de Colombia en la política exterior norteamericana. Debido a la negociación con las FARC, que se desarrollaba en una zona desmilitarizada, Colombia fue representada como un ''Estado fallido''; en este contexto el Plan Colombia fue diseñado y empezó a ser llevado a cabo (US Congress, 2001). La modernización del Ejército que resultó de dicho plan contribuyó a mejorar el récord de las Fuerzas Armadas en materia de derechos humanos; sin embargo, las violaciones de derechos humanos por parte de los grupos paramilitares se incrementaron sustancialmente. El Ejército se hizo el de la vista gorda durante la consolidación de las AUC (Dugas, 2005). Por lo tanto, a pesar de que la administración Pastrana buscó una salida amistosa con las víctimas del genocidio de la UP, quienes habían interpuesto una demanda por genocidio ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, agencias de seguridad estatales —gracias al apoyo militar norteamericano— continuaron formando parte de coaliciones violentas regionales que llevaban a cabo prácticas genocidas que buscaban la destrucción del poder social de sectores previamente cercanos a la UP.

Finalmente, entre 2002 y 2010, Colombia fue representada como un ''Estado en consolidación'' pero amenazada por una ''guerrilla narco–terrorista''. La sinergia de la administración Uribe con la guerra antiterrorista de George W. Bush hasta 2008, hizo que procesos de reconstrucción de memoria del genocidio de la UP fueran truncados y que las negociaciones con los líderes de grupos narco–paramilitares fueran representadas como el primer paso para juzgar a los perpetradores. En este contexto, Reiniciar, la organización que agrupa a las víctimas de la UP, se opuso a la Ley de Justicia y Paz, no solo porque Uribe sugería que existía una asociación entre los narco–terroristas de las FARC y ''los traficantes de derechos humanos'', sino porque también la violencia contra los sobrevivientes de la UP había aumentado durante los primeros años de la guerra contra el terrorismo. En respuesta, la estrategia transnacional de Reiniciar se fortaleció y con el apoyo de la Agencia de Cooperación Suiza para el Desarrollo, publicó varios testimonios del genocidio de la UP en regiones como Urabá y Valle (2006a, 2007).

Esta descripción de las narrativas geopolíticas que circularon en la política exterior norteamericana sugiere que la forma como la realidad colombiana fue interpretada y construida permitió: 1) la consolidación de alianzas entre actores legales e ilegales, 2) la armamentización de actores ilegales violentos, 3) la libre circulación de varios sectores del bloque perpetrador, y 4) la consolidación de un imaginario del público general colombiano que relegó al olvido la historia de la destrucción de la UP hasta 2010 o —en el mejor de los casos— la interpretó como el resultado de una guerra entre las FARC y el narcotráfico. En concreto, los discursos geopolíticos permitieron la consolidación de prácticas geopolíticas genocidas que sobrepasaron las fronteras nacionales, ya sea por las alianzas entre varios sectores del bloque perpetrador o porque los imaginarios colectivos resultaron de la interacción transnacional de varias redes sociales, políticas, económicas y militares.

 

Consideraciones finales

La dimensión geopolítica de las prácticas genocidas cuestiona la idea generalizada de que el genocidio es un crimen de un Estado que no es contenido a tiempo por la comunidad internacional. Por el contrario, el genocidio es un proceso extremadamente violento que ocurre gracias a las relaciones geopolíticas de varias redes humanas que en muchos casos forman parte de una utópica comunidad internacional. Así como los perpetradores de genocidio son redes complejas transnacionales que materializan un poder duro contra redes sociales, las víctimas también lo son, solo que materializan un poder blando. Por consiguiente, es importante resaltar el carácter cambiante de la UP y como este afectó sus prácticas de resistencia frente a los genocidas.

En principio, los líderes de las FARC proponían atraer a múltiples sectores políticos y sociales en una plataforma que agrupara a varias tendencias democráticas; por lo tanto, se buscaba la participación de conservadores, liberales, comunistas e independientes, no obstante, las FARC y el PC resultaron convirtiéndose en el eje de la dirección nacional de la UP. En 1987 las FARC terminaron aislándose, en parte por el fracaso del proceso de paz. Después del asesinato de Pardo Leal y hasta 1990, varios sectores que estaban por fuera del PC consolidaron alianzas con actores que promovían la modernización de las directrices del comité central del PC. Esta transformación coincidió y fue influenciada por la Perestroika. Tras el asesinato de Jaramillo hubo un periodo de incertidumbre y reacomodación dentro de una reducida UP. Finalmente, en diciembre de 1991 el PC tomó una posición dominante en la coordinación de la UP. La UP poco a poco fue desapareciendo como una identidad política nacional, relegando su existencia a territorios como Meta y Urabá. En algunos casos, la UP pasó de ser un referente de identidad política a un referente de identidad para defensores de derechos humanos; una identidad que aparentemente superaba la política.

En cada uno de estos momentos las prácticas de resistencia fueron distintas. Durante los primeros años, líderes de las FARC y líderes comunistas denunciaban en la prensa nacional la violencia contra la UP. Después de 1987, denuncias internacionales y movilizaciones nacionales se convirtieron en estrategias de resistencia. En este contexto se creó el boletín Internacional de la UP. Dicho boletín buscaba la solidaridad de movimientos sociales internacionales con la UP. En 1988, entre los esfuerzos internacionales, se priorizó el cabildeo frente la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, esto permitió mayor reconocimiento por parte de Pax Cristi y Amnistía Internacional. A principios de la década de 1990, la Asamblea Nacional Constituyente fue un espacio donde se buscó la protección del grupo.

No obstante, la violencia continuó; la creación de nuevos instrumentos para la protección de los derechos humanos generó una nueva forma de resistencia que se enfocó en el sistema interamericano. En 1993, Aida Avella y Jael Quiroga demandaron al Estado colombiano por genocidio; esto resultó en una resolución que ordenaba especial protección a miembros de la UP (Gomez–Suarez, 2011, p. 218). Sin embargo, la violencia continuó contra sectores campesinos que habían renunciado a su identidad política; dichos sectores establecieron contacto regular con ONG como Peace Brigades International, que servían como escudo de protección. Esta red fluida de relaciones entre múltiples actores políticos y sociales cercanos a la UP les permitió resistir el genocidio. A lo largo de los últimos 25 años la violencia contra la UP se ha extendido a muchos de los nodos de esta red, que eran representados por los perpetradores como elementos clave para la reproducción del poder socio–político de un sector de la sociedad colombiana que era identificado como una amenaza para la identidad liberal–democrática colombiana.

En conclusión, la destrucción de la UP no se restringió al grupo como tal. Más bien, la idea de la UP sirvió para aglomerar varias redes políticas y sociales que confluyeron en un momento histórico. La representación creada por los perpetradores de la amenaza que personificaba la UP se extendió a varios sectores de la población e influenció la identidad de las redes asociadas con el grupo. En defensa de las redes sociales victimizadas salieron otras redes (trans)nacionales de defensa de los derechos humanos, así la violencia sistemática contra la UP se extendió a muchas personalidades articuladas a la defensa de los derechos humanos.

Por consiguiente, la destrucción de la UP demuestra que el carácter cambiante de los sectores sociales víctimas de genocidio no puede reducirse a una identidad étnica, nacional, religiosa o racial, ni tampoco a una identidad política, es contra el poder social de redes humanas, alrededor del que evolucionan organizaciones comunales, que se desatan tácticas y estrategias de guerra.

Por todo lo anterior, los estudios de genocidio no pueden restringirse al terreno donde ocurren las prácticas genocidas, ni a la destrucción de un grupo, ni al Estado–perpetrador, sino que deben extenderse, a los diferentes espacios, tiempos, discursos y actores que confluyen en coyunturas geopolíticas genocidas.

 


Notas

* Este artículo se basa en mi tesis doctoral en Relaciones Internacionales, sustentada exitosamente en la Universidad de Sussex en mayo de 2011.

1 Frase usada por Daniel Feierstein (2007) para el caso argentino.

2 Traducción propia.

3 La cursiva es propia.

4 Énfasis en el original.

5 Traducción propia.


 

Referencias bibliográficas

1. Aranguren, Mauricio. (2002), Mi confesion: Carlos Castaño revela sus secretos, Bogotá, D. C.: Oveja Negra.         [ Links ]

2. Arquila, John y Ronfeldt, David. (2001). Networks and Netwars, Santa Monica: RAND.         [ Links ]

3. Asfaddes, Colectivo de Abogados José A. Restrepo, Justicia y Paz, CSPP, CPDH, CEDROS y Reiniciar. (2000). Colombia nunca más: crímenes de lesa humanidad zona 7. Bogotá, D. C.: Asfaddes.         [ Links ]

4. Barta, Tony. (1987). Relations of Genocide: Land and Lives in the Colonization of Australia. En: Wallimann, Isidor; Dobkowski, Michael y Rubenstein, Richard (eds.). Genocide and the Modern Age: Etiology and Case Studies of Mass Death (pp. 237–253). New York: Syracuse University Press.         [ Links ]

5. Behar, Olga. (2011). El clan de los Doce Apostoles, Bogotá, D. C.: Icono.         [ Links ]

6. Browning, Christopher. (1998). Ordinary Men: Reserve Police Battalion 101 and the Final Solution in Poland. London: Penguin.         [ Links ]

7. Carroll, Leah. (2011). Violent Democratization: Social Movements, Elites, and Politics in Colombia's Rural War Zones, 1984/2008. Notre Dame: University of Notre Dame Press.         [ Links ]

8. Cepeda, Iván. (2006). Genocidio Político: el caso de la Unión Patriótica en Colombia. Revista Cetil, 1 (2), pp. 101–112.         [ Links ]

9. Cepeda, Iván y Girón, Claudia. (2005). La segregación de las víctimas de la violencia política. En: Rettberg, Angelika (ed.). Entre el perdón y el paredón: preguntas y dilemas de la justicia transicional. Bogotá, D. C.: IDRC–Uniandes–Ceso.         [ Links ]

10. Cepeda, Manuel. (1986). La experiencia colombiana y el ''Plan Cóndor''. En: Mashkin, Valentin (ed). Operación Cóndor: su rastro sangriento. Bogotá, D. C.: Sudamérica–Colombia Nueva.         [ Links ]

11. Chalk, Frank y Jonassohn, Kurt. (1990). The History and Sociology of Genocide. New Haven: Yale University Press.         [ Links ]

12. Córdoba Triviño, Jaime (1992), Informe para el Gobierno, el Congreso y el Procurador General de la Nación. Estudio de caso de homicidio de miembros de la Unión Patriótica y Esperanza Paz y Libertad, Bogotá: Defensoría del Pueblo de Colombia.         [ Links ]

13. Dudley, Steven. (2004). Walking Ghosts: Murder and Guerrilla Politics in Colombia, New York: Routledge.         [ Links ]

14. Dugas, John. (2005). The Colombian Nightmare: Human Rights Abuses and the Contradictory Effects of US Foreign Policy. En: Cecilia Menjívar and Néstor Rodríguez (eds.) When States Kill. Austin: University of Texas Press.         [ Links ]

15. El Espectador. (1986, marzo 2). Los colombianos no quieren mas guerra, pp. 11A.         [ Links ]

16. El Espectador. (1989, abril 9). ''Universidad'' de mercenarios en el Meta, pp. 1A–10A.         [ Links ]

17. El Espectador. (2010, febrero 11). Piden vincular a ex funcionario del DAS en homicidio de Bernardo Jaramillo Ossa. Recuperado de http://www.elespectador.com/node/187096/print        [ Links ]

18. El Espectador. (2012, febrero 13). Agentes del DAS habrían participado en asesinato de diputado de la UP. Recuperado de http://www.elespectador.com/noticias/judicial/articulo-326405-agentes-del-das-habrianparticipado-asesinato-de-diputado-de-up        [ Links ]

19. Fazio, Hugo. (2001). Globalización, discursos, imaginarios y realidades, Bogotá, D. C.: Uniandes.         [ Links ]

20. Feierstein, Daniel. (2007). El genocidio como práctica social: entre el nazismo y la experiencia argentina, hacia un análisis del aniquilamiento como reorganizador de las relaciones sociales. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica de Argentina.         [ Links ]

21. Fein, Helen. (1993). Genocide: a sociological perspective. London: Sage.         [ Links ]

22. García–Peña, Daniel. (1999, 29, noviembre). War, Peace and Light Weapons in Colombia: A Case Study. Contemporary Arms Control and Disarmament, Genevaforum, Ginebra.         [ Links ]

23. Gerlach, Christian. (2006). Extremely Violent Societies: Aan Alternative to the Concept of Ggenocide. Journal of Genocide Research, 8 (4), pp. 455–471.         [ Links ]

24. Gill, Lesley. (2004). The School of the Americas. Durham: Duke University Press.         [ Links ]

25. Gómez–Suárez, Andrei. (2007). Perpetrator Blocs, Genocidal Mentalities and Geographies: The Destruction of the Union Patriotica in Colombia and Iits Lessons for Genocide Studies. Journal of Genocide Research, 9 (4), pp. 637–660.         [ Links ]

26. Gómez–Suárez, Andrei. (2008). Bloques perpetradores y mentalidades genocidas: el caso de la destrucción de la Unión Patriótica en Colombia. Revista de Estudios sobre Genocidio, 1 (2), pp. 42–55.         [ Links ]

27. Gómez–Suárez, Andrei. (2010). U.S.–Colombian Relations in the 1980s: Political Violence and the Onset of the U.P. Genocide. En: Esparza, Marcia; Huttenbach, Henry y Feierstein, Daniel (eds). State Violence and Genocide in Latin America: The Cold War Years (pp. 152–167). New York: Routledge.         [ Links ]

28. Gómez–Suárez, Andrei. (2011). A Genocidal Geopolitical Conjuncture: Con–textualising the Destruction of the Unión Patriótica in Colombia (1980s–2010). Tesis Doctoral, University of Sussex.         [ Links ]

29. Guerrero, Javier. (1999). La sobrepolitización del narcotráfico en Colombia. En: Peñaranda, Ricardo y Guerrero, Javier (eds). De las Armas a la Política (pp. 219–295). Bogotá, D. C.: Tercer Mundo.         [ Links ]

30. Guerrero, Javier. (2011). El genocidio político en la construcción del fratricidio colombiano del siglo XX En: Guerrero, Javier y Acuña, Olga (eds). Para reescribir el siglo XX: memoria, insurgencia, paramilitarismo y narcotráfico. Medellín: La Carreta–UPTC.         [ Links ]

31. Harff, Barbara y Gurr, Ted Robert. (1988). Toward Empirical Theory of Genocides and Politicides: Identification and Measurement of Cases Since 1945. International Studies Quarterly, 32 (3), pp. 359–371.         [ Links ]

32. Horowitz, Irving. (1987). Genocide and the Reconstruction of Social Theory: Observations on the Exclusivity of Collective Death. En: Wallimann, Isidor; Dobkowski, Michael y Rubenstein, Richard (eds.). Genocide and the modern age: etiology and case studies of mass death (pp. 61–81). New York: Syracuse University Press.         [ Links ]

33. Harvey, David. (1969). Explanation in Geography. London: Edward Arnold.         [ Links ]

34. Human Rights Watch. (1996). Appendix A. Colombian Armed Forces Directive No. 200–05/91. En: Colombia's Killer Networks. Recuperado de http://www.hrw.org/reports/1996/killerapendixa.htm        [ Links ]

35. Jones, Adam. (2004). Genocide, War Crimes, and the West: History and Complicity. London: Zed Books.         [ Links ]

36. Leal, Francisco. (2002). La Seguridad Nacional a la Deriva, Bogotá, D. C.: Alfaomega–Uniandes–Flacso.         [ Links ]

37. Levene, Mark. (2005). Genocide in the Age of the Nation–State. London: I.B Tauris.         [ Links ]

38. Naciones Unidas. (1948). Convención para la prevención y sanción del delito de genocidio. Recuperado de: http://www.hrweb.org/legal/genocide.html        [ Links ]

39. Mackenzie, Eduardo. (2011). Colombia pide perdón por algo que no cometió. Fundación Centro de Pensamiento Primero Colombia. Recuperado de http://www.pensamientocolombia.org/colombia-pide-perdonpor-algo-que-no-cometio        [ Links ]

40. Maya, Maureén. (2011). Camino minado: Caso 12.531 (Corte IDH) Manuel Cepeda Vargas, Bogotá, D. C.: B.         [ Links ]

41. Memoria Histórica. (2010). Silenciar la democracia: las masacres de Remedios y Segovia, 1982 1997, Bogotá, D. C.: Taurus.         [ Links ]

42. Moses, Dirk. (2002). Conceptual Blockages and Definitional Dilemmas in the ''Racial Century'': Genocides of Indigenous Peoples and the Holocaust. Patterns of Prejudice, 36 (4), pp. 7–36.         [ Links ]

43. Myers, Steven. (1996, septiembre 22). Old US Army Manuals for Latin Officers urged Rights Abuses. The New York Times, 22, p 13.         [ Links ]

44. Ó Tuathail, Gearóid. (1992). Foreign Policy and the Hyperreal: The Reagan Administration and the Scripting of 'South Africa'. En: Barnes, Trevor y Duncan, James (eds). Writing worlds: discourse, texts and metaphors in the representation of landscape (pp. 156–174). London: Routledge.         [ Links ]

45. Ó Tuathail Gearóid. (1996). Critical Geopolitics. Minneapolis: University of Minnesota Press.         [ Links ]

46. Pizarro, Eduardo. (2011). Las FARC (1946–2011) de guerrilla campesina a máquina de guerra. Bogotá, D. C.: Norma.         [ Links ]

47. Powell, Christopher. (2007). What Do Genocides Kill? A Relational Conception of Genocide. Journal of Genocide Research, 9 (4), pp. 527–549.         [ Links ]

48. Reiniciar. (2006a). Historia de un genocidio: el exterminio de la Unión Patriótica en Urabá, Bogotá, D. C.: Reinicar–Embaja de Suiza.         [ Links ]

49. Reiniciar. (2006b). Tejiendo la memoria de una esperanza: Unión Patriótica Bogotá, D. C.: Reiniciar.         [ Links ]

50. Reiniciar. (2007). Memoria de un genocidio: La Unión Patriótica en el Valle del Cauca. Bogotá, D. C.: Reinicar–Union Europea.         [ Links ]

51. Romero, Roberto. (2011). Unión Patriótica: Expedientes contra el olvido. Bogotá, D. C.: Alcaldía Mayor de Bogotá–Agencia Catalana de Cooperació al Desenvolupament.         [ Links ]

52. Simón, Paco. (2010). Volver a nacer: Memoria desde el exilio del genocidio de la Unión Patriótica en Colombia. Barcelona: Centro de Estudios Políticos y Sociales.         [ Links ]

53. Shaw, Martin. (2007). What is genocide? Cambridge: Polity.         [ Links ]

54. Straus, Scott. (2006). The Order of Genocide. Ithaca: Cornell University Press.         [ Links ]

55. Suárez, Andrés Fernando. (2007). Identidades políticas y exterminio recíproco: masacres y guerra en Urabá 1991–2001. Medellín: IEPRI–La Carreta.         [ Links ]

56. US Congress. (1986). Developments in Latin America Narcotics Control, November 1985. Hearing before the Committee on Foreign Affairs, House of Representatives. Washington, D. C.: Government Printing Office.         [ Links ]

57. US Congress. (1989). Drug, Law Enforcement and Foreign Policy Report. [Reporte Kerry]. Hearing before the Committee on Foreign Relations, Subcommittee on Terrrorism, Narcotics, and International Operations, Senate. Washington, D. C.: Government Printing Office.         [ Links ]

58. US Congress. (1996). Overall US Counternarcotics Policy Toward Colombia. Hearing before the Committe on International Relations, House of Representatives. Washington, D. C.: Government Printing Office.         [ Links ]

59. US Congress. (1998). US Narcotics Policy Toward Colombia. Hearing before the Committe on International Relations, House of Representatives. Washington D. C.: Government Printing Office.         [ Links ]

60. US Congress. (2001). Plan Colombia: An Initial Assessment. Hearing before the Caucus on International Narcotics Control, Senate. Washington, D. C.: Goverment Printing Office.         [ Links ]

61. US Department of State. (1988). Country Reports on Human Rights Practices for 1987, 100th Congress. Washington D. C.: US Goverment Printing Office.         [ Links ]

62. Verdad Abierta. (2010, febrero 8). Las injusticias de Mapiripán. Semana. Recuperado de http://www.semana.com/nacion/conflicto-armado/articulo/las-injusticias-mapiripan/112902-3        [ Links ]

63. Verdad Abierta (s.f.). Masacres: la ofensiva paramilitar. Recuperado de http://www.verdadabierta.com/nunca-mas/40-masacres/202-masacres-elmodelo-colombiano-impuesto-por-los-paramilitares        [ Links ]

64. Wheeler, Nicholas. (2000). Saving Strangers: Humanitarian Intervention in International Society. Oxford: Oxford University Press.         [ Links ]

65. Whitaker, Benjamin. (1985). A Report Into Genocide by Special Rapporteur BenjaminWhitaker, for the Sub–Commission on Prevention of Discrimination and Protection of Minorities, UN Document E/CN.4/Sub.2/ 1985/6, 2 July.         [ Links ]