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Estudios Políticos

Print version ISSN 0121-5167On-line version ISSN 2462-8433

Estud. Polit.  no.45 Medellín July/Dec. 2014

 

SECCIÓN GENERAL

 

La definición del campo estatal y su relación con la guerra civil: un horizonte teórico*

 

The Definition of the State Field and its Relation to Civil War: A Theoretical Horizon

 

 

Manuel Alberto Alonso Espinal1

 

1 Sociólogo. Magíster en Ciencias Sociales. Doctorando en Historia. Profesor del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia e integrante de la línea de investigación Campo estatal, poder local y conflictos del grupo Hegemonía, guerras y conflictos. Correo electrónico: manuel.alonso@udea.edu.co

 

Fecha de recepción: febrero de 2014

Fecha de aprobación: mayo de 2014

 

Cómo citar este artículo: Manuel Alberto Alonso Espinal. (2014). La definición del campo estatal y su relación con la guerra civil: un horizonte teórico. Estudios Políticos, 45, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, pp. 135–157.

 


RESUMEN

El artículo presenta algunos elementos teóricos que pueden resultar útiles para estudiar los procesos de formación del campo estatal y el papel de las guerras civiles en dichos procesos. En el texto se destacan cuatro asuntos: 1) la imposibilidad de estudiar el Estado bajo el presupuesto de la separación entre este y la sociedad; 2) la importancia de examinar el proceso de formación del campo estatal a partir de una perspectiva histórica y cultural que incluya, entre otras cosas, la reflexión sobre las luchas, silencios, acuerdos, consensos y resistencias de los diferentes actores que intervienen en ese campo; 3) el valor de abordar el campo estatal en la esfera local y regional; y 4) sus múltiples tensiones, conflictos y violencias.

Palabras clave: Estado; Poder; Hegemonía; Resistencia; Violencias Colectivas; Guerra Civil.


Abstract

The article presents some theoretical elements that can be useful to study the processes of formation of the State field and the role of the civil wars in these processes. In the text four matters are outlined: 1) The impossibility to study the State under the presupposition of the existing separation between State and society; 2) The importance of examining the process of formation of the State field from a historical and cultural perspective that includes, among other things, the reflection on the fights, silences, agreements, consensuses and resistances of the different actors who intervene in this field; 3) the value of addressing the State from the local and regional perspectives; and 4) its multiple tensions, conflicts and violence.

Keywords: State; Power; Hegemony; Resistance; Collective Violence; Civil War.


 

 

Introducción

En el siglo XIX colombiano se dibujan y aprecian algunos de los aspectos centrales de su estructura como sociedad y como Estado moderno. Particularmente, este siglo anuncia en sus continuidades y rupturas, la compleja relación existente entre los procesos de configuración y funcionamiento del Estado y la presencia, más o menos repetida, de desórdenes civiles, enfrentamientos armados y guerras. Se puede afirmar que uno de los rasgos fundamentales ese siglo en Colombia es la presencia, permanente y continua, de guerras civiles orientadas a definir los procesos de integración territorial y social del Estado, es decir, guerras que tuvieron como objetivos centrales la definición del carácter y los alcances de la soberanía, la caracterización de la comunidad y el régimen político, y la delimitación de los alcances y límites de la ciudadanía.

Esta relación entre guerras civiles y procesos de formación del Estado ha sido documentada y analizada por varios historiadores (González, 1997, 2006a, 2006b; Uribe, 1990; Zambrano, 1989; Sánchez, 1991; Palacios, 2007, Safford, 1977; Guillén, 1979), de tal forma que hoy se cuenta con un número significativo de trabajos que establecen vínculos directos entre esos conflictos armados y los procesos de construcción política, social, cultural e ideológica del Estado y la nación. Sin embargo, esas investigaciones se han concentrado en el análisis de la formación de los imaginarios y representaciones de la nación y, por tanto, han puesto en un segundo plano aquellas preguntas sobre las características y formas de funcionamiento del Estado y sus aparatos burocráticos.

La historiografía colombiana sobre el siglo XIX ha mostrado que:

[...] la guerra desempeñó un papel múltiple, generó instituciones (ejército, justicia) y rompió lazos amistosos y corporativos, formó Estado, cohesionó grupos y sectores de la sociedad, excluyó a otros, mejoró logísticamente al ejército, produjo ascenso social, afectó negativamente el desarrollo económico, creó lazos de identidad nacional a través de los partidos, la iglesia [...], familias, ejército, clientelas, relaciones de parentesco; asoció y polarizó en bandos a los colombianos; [y] no creó suficiente presencia estatal ni suficiente legitimidad (Ortiz, 2004, p. 54).

Sin embargo, esa misma historiografía ha saldado la discusión sobre las características y formas de funcionamiento del Estado en medio de la guerra con la tesis que afirma, de manera genérica, que el rasgo fundamental aquella concepción clásica del Estado que postula que su atributo central es poseer el monopolio de la violencia y la fiscalidad, y tener una presencia más o menos homogénea y continua en un territorio definido como soberano. Posiblemente, esta concepción del Estado resulta bastante cómoda para demostrar su debilidad pero, al mismo tiempo, es insuficiente para entender los complejos procesos de formación del campo estatal en el siglo XIX colombiano y su relación con los conflictos locales y las guerras civiles. En este sentido, este artículo pretende esbozar una ruta teórica que puede resultar útil para estudiar algunos de los procesos de formación del campo estatal1 y el papel de las guerras civiles en dichos procesos.

 

1. La definición del campo estatal

Un número significativo de las investigaciones realizadas por politólogos y sociólogos políticos, tiene como presupuesto analítico la existencia de una clara separación entre lo político y lo social. Resulta más o menos obvio que la búsqueda de autonomía de estas disciplinas y la construcción de ellas como campos especializados, se sustenta en la pretensión de justificar la existencia de estos mundos objetivos y separados. El correlato de esta distinción, en términos de los análisis de la política, es la definición del Estado como un agente político concreto, una cosa o una estructura diferente a las estructuras de la sociedad en las cuales opera. Se presupone que el Estado tiene una naturaleza universal dada, que su proceso de formación es lineal y más o menos homogéneo, que su esencia es la dominación y el establecimiento de una soberanía plena, y que su naturaleza está estrechamente vinculada a las antinomias represión–consenso, fuerza–voluntad, legitimidad–ilegitimidad, legalidad–ilegalidad y objetivo–subjetivo. En el trasfondo el Estado aparece como un aparato más o menos acabado, o un objeto material que se puede señalar, tomar, golpear y destruir.2

Siguiendo la estela trazada por Max Weber (1995), la investigación sociológica y politológica reproduce, de manera casi axiomática, la definición del Estado como: ''aquella comunidad humana que dentro de un determinado territorio reclama para sí el monopolio de la violencia física legítima'' (p. 83).3 La adopción acrítica de esta definición, y la omisión que se hace a los planteamientos weberanianos sobre la dominación, se materializa en la idea del Estado moderno como el resultado histórico de un proceso de transición hacia una nueva forma de organización del poder político (Strayer, 1986; Crossman, 1981; Tilly, 1975), cuyos rasgos básicos son la centralización del poder, el monopolio de la violencia legítima, el monopolio fiscal y la delimitación incuestionable de la soberanía.4

En sus intentos por reintroducir la reflexión sobre el Estado en el campo de la Ciencia Política, Dietrich Rueschemeyer y Peter Evans (1985) afirman que: ''[El] Estado es un conjunto de organizaciones investidas con la autoridad de tomar decisiones inapelables en nombre de las personas y organizaciones jurídicamente localizadas en un territorio dado y de implementar esas decisiones, si es necesario, empleando la fuerza'' (pp. 46–47). Esta definición y aquellas ligadas a la vieja idea weberiana del monopolio de la fuerza legítima sobre un territorio, circunscriben el tema de lo estatal a lo puramente instrumental —el Estado como aparato o institución que tiene como recurso el uso de la violencia legítima— y a lo estrictamente funcional —el Estado como una institución legítima y creadora de reglas—.

Postular lo anterior como rasgo básico y central de lo estatal, y afirmar que el objetivo del Estado es la paz interna, la eliminación del conflicto social y la normalización de las relaciones de fuerza a través del ejercicio monopólico del poder, conduce a una mirada limitada del campo estatal que niega la existencia de las partes grises del Estado, se postula una discutible concepción sobre la centralidad y monopolización del poder, y se establece una peligrosa separación de las esferas social y política.

La definición centrada en el monopolio de la violencia legítima diluye o vuelve anormales aquellos procesos en los cuales la autoridad es disputada y fragmentada, desvía la mirada y no presta atención a las situaciones en las que se aprecian fuertes conflictos en torno a las formas ''dominantes'' de autoridad. Aquellos Estados que no se acoplan a los rasgos enunciados atrás son catalogados como Estados capturados o Estados débiles y fallidos (Herbst, 1997; Cliffe y Robin, 1999; Ignatieff, 2002; Kingston y Spears, 2004), es decir, Estados con formas exógenas que no se ajustan al modelo de Estado propuesto por la terminología tradicional.

El determinismo económico de algunos marxistas reduce el Estado a la idea de un objeto o sujeto que sirve y refleja los intereses de una clase (Althusser, 1974). Desde esta perspectiva, el Estado es un aparato especializado, centralizado y de naturaleza política, que tiene un papel constitutivo en las relaciones de producción, en la delimitación–reproducción de las clases sociales y en la organización de las relaciones ideológicas que dan forma a esas relaciones de producción. Para la reproducción de la dominación política, el Estado posee el ejercicio de la represión, la fuerza y la violencia desnuda, recurre a la ideología, cuya función es legitimar la violencia, y generar consensos alrededor de las formas de dominación. La ideología dominante se encarna en los aparatos del Estado, que tienen la función de elaborar, inculcar y reproducir esa ideología, materializándose en una serie de aparatos ideológicos —Iglesia, Escuela, aparatos oficiales de información y aparato cultural— y otros sobre los que recae el ejercicio de la violencia física legítima —Ejército, Policía, Justicia, prisiones y administración—.

Ralph Miliband (1970; 1977), Göran Therborn (1978) y Nicos Poulantzas (1979), han realizado críticas al determinismo económico de la vieja escuela marxista y han debatido sobre las funciones socioeconómicas desempeñadas por el Estado capitalista. Poulantzas (1979) critica aquella concepción del Estado: ''construida a través de la imagen de Jano o del poder centauro, medio hombre y medio bestia'' (p. 6), que asume como punto de partida la existencia de un Estado, un poder, con el cual las clases dominantes establecen tales o cuales relaciones de proximidad o de alianza. Paralela a esta, corre la crítica a la concepción instrumental del Estado, en la cual: ''[este] se reduciría a la dominación política, en el sentido en que cada clase dominante confeccionaría su propio Estado, a su medida y conveniencia, manipulándolo según sus intereses'' (p. 6); y la crítica a la tradición economicista–mecanicista del Estado, que se basa en el equívoco de la vieja representación topológica de la base y la superestructura, para concebir al Estado como un simple apéndice reflejo de lo económico, es decir, la crítica a aquella postura en la cual el Estado no posee un espacio propio y es reducible a la economía.

En abierta oposición con la concepción del Estado que subyace a la argumentación neoweberiana y la ortodoxia marxista, Philip Abrams (1988) recuerda que se debe:

[...] abandonar la idea del Estado como un objeto material de estudio concreto o abstracto sin dejar de considerar la idea del Estado con absoluta seriedad [...] El Estado es, entonces, en todos los sentidos del término, un triunfo del ocultamiento. Oculta la historia real y las relaciones de sujeción detrás de una máscara ahistórica de ilusoria legitimidad (pp. 75–77).

De manera categórica Abrams afirma que el Estado ''no es una cosa'' y como tal ''no existe'', por tanto, no se debe tomar como objeto de estudio. Lo que subyace a esta provocadora cita es la definición del Estado como una afirmación, que en su mismo nombre: ''intenta proporcionar unidad, coherencia, estructura e intencionalidad a lo que en la práctica generalmente son intentos de dominación deshilvanados y fragmentados'' (Sayer, 1994, pp. 371–372). Por eso: ''el Estado no es la realidad que se encuentra detrás de máscara de la práctica política. El mismo es la máscara'' (Abrams, 1988, p. 82). El Estado es un proyecto ideológico y no un agente que tenga tal proyecto y por eso es necesario abandonar las nociones instrumentalistas o reificadas del Estado, para examinar los efectos y formas del poder, y las dimensiones práctica y procesal de su evolución dinámica o de su proceso de formación. Esto supone centrar la atención en eso que Abrams denomina ''la sujeción políticamente organizada'' (p. 63).

La adopción de las recomendaciones de Abrams permite afirmar que la distinción Estado–sociedad es profundamente artificial (Tilly, 1991), que el Estado no es un aparato compacto y homogéneo, que no es ese actor absolutamente coherente y sistémico que se postula en el enunciado ''el Estado'', y que su proceso de formación y relación con la sociedad depende de la manera en que se resuelven las relaciones conflictivas con las distintas redes de poder que median entre ambos (Bolívar, 2003, p. 8). Relaciones que operan por fuera de las clásicas antinomias y que presuponen un complejo campo de negociación, interacción y choque entre múltiples sistemas de reglas.

El abandono a la clásica separación entre el Estado y la sociedad, que va acompañada de una crítica a aquellas teorías que presuponen la unidad y coherencia del aparato estatal, permite definir al Estado como:

[...] un campo de poder marcado por el uso y la amenaza de violencia y conformado por 1) la imagen de una organización dominante coherente en un territorio, que es una representación de las personas que pertenecen a ese territorio, y 2) las prácticas reales de sus múltiples partes (Migdal, 2011, p. 34).

La imagen del Estado se constituye a través de su representación como la unidad que integra a la nación en términos territoriales y sociales. Presupone la creación política de la comunidad imaginaria que da forma a la nación (Anderson, 1993) y el despliegue de dispositivos orientados a reafirmar la idea de la soberanía, centralización, autonomía, unidad y monopolización del control sobre la creación de reglas. Así, el Estado aparece como:

[...] la imagen poderosa de una organización claramente definida y unificada, de la que se puede hablar en singular [...] como si fuera un solo actor con una motivación central que se comportara de una manera coherente para gobernar sobre un territorio claramente definido (Migdal, 2011, p. 44).

Las prácticas del Estado, por el contrario, nombran el desempeño de las instituciones, organismos, actores y sujetos que dan forma al campo estatal y ellas pueden, por tanto, reforzar, cuestionar o debilitar la imagen que el Estado construye de sí mismo. En este ámbito el Estado aparece como la agregación más o menos contingente de fragmentos y partes que tienen fronteras imprecisas entre ellos y en relación con otros grupos dentro y fuera de las fronteras oficiales del Estado.

La definición del Estado realizada por Joel Migdal se apoya en Pierre Bourdieu (1999), para quien el Estado es un campo estratégico de relaciones de poder y su función es garantizar el orden en medio de la contingencia, mediante la concentración de diversos tipos de capital que dan forma al poder político del Estado.

El capital de la fuerza nombra la concentración de la coerción y la reafirmación de la fuerza física del Estado —a través de la Policía y el Ejército— en relación con otros Estados, actuales o potenciales, y con todos los contrapoderes o resistencias que puedan surgir en el interior. El capital económico del campo estatal se refiere al proceso de concentración de la fiscalidad y la unificación del espacio económico mediante la creación del mercado nacional. En palabras de Bourdieu (1999), ese proceso nombra la instauración progresiva de: ''una lógica económica absolutamente específica, basada en la recaudación sin contrapartida [y en un proceso de redistribución que permite] la transformación del capital económico en capital simbólico'' (p. 102). La conversión del capital económico en capital simbólico, por medio de la tributación y la redistribución, está íntimamente ligada al proceso de legitimación y construcción de la nación, pues es probable que en el proceso de formación del Estado: ''la percepción general de los impuestos haya contribuido a la unificación del territorio o, más exactamente, a la elaboración, en la realidad y en las representaciones, del Estado como territorio unitario'' (p. 104).

El capital informacional presupone la creación de un aparato administrativo que tiene por función gestionar el capital coercitivo y fiscal, configurar procesos de delimitación y control de la población, y unificar a la sociedad situándose: ''desde el punto de vista del todo, de la sociedad en su conjunto'' (Bourdieu, 1999, p. 105). En este sentido, está íntimamente ligado al surgimiento de las burocracias y a los intentos desplegados por el campo estatal para homogeneizar a través del sistema educativo y el dispositivo simbólico de la ciudadanía. A través de la concentración, tratamiento y divulgación de la información, la burocracia clasifica y ordena la vida social, impone formas de individualización, reconocimiento, estratificación y exclusión, y configura los sentidos de pertenencia a la comunidad imaginada de la nación.

Finalmente, el capital jurídico representa la objetivación y codificación del capital simbólico del Estado mediante leyes, decretos, sanciones y castigos. Su concentración está relacionada con la configuración y codificación de un conjunto de reglas a través de un ejercicio de racionalización que se presenta como neutral, universal y atemporal. Este ejercicio de racionalización, que presupone la configuración de una estructura especializada para la administración de justicia, confiere: ''la apariencia de un fundamento trascendental tanto a las formas históricas de la razón jurídica, como a la creencia en la visión del orden social que ellas producen'' (Bourdieu, 2000a, pp. 163–164).

El uso del concepto de campo de Bourdieu presupone dos asuntos: 1) asume al Estado como un campo de fuerzas que enmarca, enjaula y se impone a los agentes que se insertan en él; y 2) piensa el Estado como un campo de luchas en el cual los agentes se enfrentan, de acuerdo al acceso que tienen a medios y fines diferenciados, para transformar ese campo de fuerzas. En este sentido, resulta fácil concluir que el campo de luchas posibilita la conservación o transformación, más o menos continua, del campo estatal (Bourdieu, 2000b, p. 5).5

 

2. Enjaulamiento, luchas y resistencias

Abrams y Bourdieu nos ubican en un horizonte teórico en el cual es posible afirmar que el Estado es: ''una forma específica de la sociedad en la que los grupos sociales y los territorios se han ‘enjaulado' en un espacio compartido y delimitado'' (Bolívar, 2003, p. 8). Esta definición del Estado puede acompañarse con dos ideas complementarias: el proceso de enjaulamiento, y su correlato, la construcción de hegemonías, deben entenderse como un proceso político de dominación y lucha, problemático, debatido e inacabado.

Se coincide con Theda Skocpol (1984; 1985) cuando afirma que el Estado, entendido como organización, puede formular y seguir metas que no son el reflejo absoluto y pleno de los intereses y demandas de grupos sociales. Sin embargo, la autonomía del Estado siempre será relativa, pues el Estado es un espacio de interacciones, un campo estratégico de relaciones de poder (Poulantzas, 1979), con fisuras, luchas, divisiones y resistencias. Desde esta perspectiva, el Estado debe entenderse, tal como lo señala Florencia Mallón (2003): ''como una serie de espacios descentralizados de lucha, a través de los cuales la hegemonía es tanto cuestionada como reproducida'' (p. 91). Esta autora nos recuerda que: ''la hegemonía puede pensarse como una serie de procesos sociales, continuamente entrelazados, a través de los cuales se legitima, redefine y disputa el poder y el significado a todos los niveles de la sociedad'' (p. 85).

Entender al Estado como campo de fuerzas y campo de luchas, cuestiona la idea de la hegemonía entendida como consenso ideológico. James Scott (1985) afirma que un número significativo de situaciones sociales de dominación están marcadas por la inexistencia de ese tal consenso. Por su parte, Michel Foucault (1992) señala que:

[...] no existen relaciones de poder sin resistencias; [y] que éstas [sic] son más reales y más eficaces cuando se forman allí mismo donde se ejercen las relaciones de poder; la resistencia al poder [...] existe porque está allí donde el poder está: es pues como él, múltiple (p. 171).
En una línea argumental semejante, Barrington Moore (1996) anota que:

[...] la sociedad se refiere a un amplio cuerpo social de habitantes de un territorio específico que tienen un sentimiento de identidad común, viven bajo un conjunto de acuerdos sociales distintivos y lo hacen con un grado de conflicto que siempre está cerca de la guerra civil (p. 25).

Este autor apunta que el contrato social inherente a las relaciones de autoridad siempre está siendo puesto a prueba y renegociado. En el campo estatal, los grupos subalternos no están capturados o inmovilizados por una especie de consenso ideológico y las relaciones entre estos grupos y los grupos gobernantes se caracterizan por la disputa, la lucha y la discusión. William Roseberry (1994) propone utilizar el concepto de hegemonía:

[...] no para entender el consenso sino para entender la lucha; las maneras en que el propio proceso de dominación moldea las palabras, las imágenes, los símbolos, las formas, las organizaciones, las instituciones y los movimientos utilizados por las poblaciones subalternas para hablar de la dominación, confrontarla, entenderla, acomodarse o resistir a ella (p. 360).

De lo anterior se desprenden, al menos, cuatro consecuencias: 1) el concepto de hegemonía enmarca las líneas de continuidad y fractura en el interior de un campo de fuerzas que es multidimensional y complejo; 2) no se puede dar por sentada la existencia de algo llamado el proyecto hegemónico de las élites del Estado, pues la construcción de procesos de dominación no es otra cosa que un espacio de controversia y confrontación entre los grupos dominantes, y entre estos y algunos grupos subordinados; 3) es necesario hablar de la pluralidad de las resistencias y tener presente que aquello que se puede llamar genéricamente como las clases subalternas no están todo el tiempo resistiendo al Estado, ellas no siempre están del mismo lado y también encarnan y reproducen formas de dominación; 4) los grupos subalternos desempeñan un papel central en las luchas políticas que se van tejiendo en el proceso de construcción de los Estados nacionales.

Es necesario anotar que ese proceso de enjaulamiento se produce en el marco de una profunda tensión entre las configuraciones de lo nacional y las prácticas y procesos políticos de lo regional y lo local, pues el proceso de formación del Estado siempre ostenta las huellas de la estructura social y económica, de los actores, de los tiempos y de los procesos culturales de lo regional y local, de tal suerte que el proceso de formación del Estado es discontinuo y profundamente heterogéneo. Puede afirmarse que cada región y localidad tiene su particular experiencia en el proceso de formación del Estado, y esto explica la permanente tensión existente entre lo nacional, lo regional y lo local.

Este conjunto de tensiones o campo de luchas se inserta en una racionalidad histórica —aquella de la formación del Estado—, en la cual se construye y reconstruye, inventa y reinventa permanentemente, mediante la interacción de sus partes. El Estado, entendido como un campo, no es una entidad o un aparato fijo e inmutable: ''su organización, objetivos, medios, socios y reglas operativas cambian [en una perspectiva histórica] cuando se alía o se opone a otros dentro y fuera de su territorio'' (Migdal, 2011, p. 45). La conclusión lógica de este enunciado es que las rivalidades y luchas entre los grupos dominantes, y entre estos y sectores subalternos, no presuponen un mal funcionamiento del Estado, su captura, debilidad o disolución, evidencian, por el contrario, las modalidades y formas de funcionamiento del campo estatal en contextos históricos determinados.

 

3. Centralización y descentralización del poder

Para Norbert Elias (1987; 1998) el proceso de construcción del Estado es un ejemplo del proceso de cambio estructural experimentado por el conjunto de la sociedad en la dirección de un grado superior de diferenciación e integración. El fenómeno social que da origen al Estado está profundamente emparentado con las luchas de exclusión que se dan en un territorio determinado. Estas luchas, como proceso social de selección, hacen que una sociedad con muchos centros de poder y de propiedad relativamente similares, al estar sometida a la presión de la competencia, tienda al engrandecimiento de unos pocos y, en últimas, a la constitución de una situación en la cual, por medio de la acumulación, una unidad social acaba alcanzando una posición de monopolio sobre las oportunidades de poder económico, social y político que están en discusión. En este sentido, la lucha, la exclusión y la monopolización de recursos y oportunidades escasas, dan forma al Estado en el sentido moderno del término.

El proceso de evolución de la civilización, es decir, la configuración de lo que se denomina sociedad moderna, está determinado por el desarrollo de formas de organización monopolista o centralistas. En el proceso de lucha y de selección social que da forma a este tipo de sociedad, se arrebata a los individuos aislados la libre disposición sobre los medios militares y sobre la facultad de recabar impuestos, aspectos que se concentran en un poder central. Monopolio del capital de la fuerza y del capital económico, constituyen las dos caras y el resultado del proceso de selección social, de las luchas de exclusión, que dan forma a la organización monopolística y centralizada de la sociedad moderna (Bourdieu, 2007).

Sin embargo, el proceso de monopolización que da forma al Estado moderno no se agota en el capital de la fuerza y el capital económico. Philip Corrigan y Derek Sayer (2007) plantean que el Estado y sus instituciones también tienen una dimensión cultural, pues las instituciones y actividades estatales afirman y: ''definen, con gran detalle, las formas e imágenes aceptables de la actividad social y de la identidad individual y colectiva; regulan, de manera que se pueden describir empíricamente, buena parte de la vida social'' (pp. 44–45). El Estado, como proyecto ideológico, encarna en prácticas y rutinas específicas y su proceso de formación debe entenderse también como una gran transformación de las formas de articulación social y cultural (Bourdieu, 2007, pp. 103 y ss.).

Tal como lo recuerda Romana Falcón (1994), el proceso de formación del Estado debe ser entendido: ''como una profunda revolución cultural, que tiende a imponer una ‘regulación moral' en las más dispersas esferas de la sociedad'' (p. 107). En su dimensión cultural, el Estado define las formas e imágenes aceptables de actividad social y de identidad individual y colectiva, y regula una parte importante de la vida social a través de un ejercicio de totalización, que se concreta en los censos, la estadística, la contabilidad nacional; un ejercicio de objetivación, que se manifiesta en la cartografía, las representaciones unitarias del espacio y los símbolos nacionales, la expedición de los códigos jurídicos, lingüístico y métrico (Bourdieu, 2007, p. 105), y un ejercicio de individualización que clasifica a la gente según modos muy definidos y específicos: ciudadanos, votantes, contribuyentes, jurados, consumidores y propietarios (Corrigan y Sayer, 2007, pp. 46–47).

El Estado moderno nunca para de hablar,6 y al hacerlo da nuevas formas a las clasificaciones sociales y las cimienta en rutinas, rituales y representaciones colectivas oficiales (Kaplan, 1980). En este sentido, tal como lo anota Roseberry (1994):

[...] el poder del Estado descansa no tanto en el consenso de sus dominados, sino en las formas y órganos normativos y coercitivos del Estado, que definen y crean ciertos tipos de sujetos e identidades mientras niegan y excluyen otros. Además, el Estado lo logra no solo a través de su policía y sus ejércitos, sino a través de sus funcionarios y sus rutinas, sus procedimientos y formularios (p. 357).

Es decir, lo logra también a través de la monopolización creciente del capital informacional y jurídico.

De los planteamientos esbozados hasta aquí interesa retener tres ideas básicas: 1) el proceso de constitución del Estado y la creación de monopolios implica la imposibilidad de acceso directo a ciertas oportunidades por parte de un número creciente de personas y una centralización cada vez más intensa de la capacidad de disposición sobre estas oportunidades (Elias, 1987, p. 352); 2) la lucha por los monopolios —o el proceso que da origen al Estado— es fundamentalmente una lucha por la centralización y la integración territorial y, por tanto, una lucha contra las fuerzas localistas y centrífugas (Elias, 1987, p. 337); y 3) el monopolio político no surge de modo rectilíneo y los procesos de concentración de poder e integración social y territorial no son homogéneos y totalmente acabados.7

En la formación histórica del campo estatal sobresalen dos tipos específicos de procesos de integración, con sus respectivas luchas, conflictos y tensiones: los procesos de integración territorial o regional, cuya tensión fundamental se manifiesta como tensión entre el centro y sus periferias — nacional–regional–local—, y el proceso de integración de los estratos sociales, cuya tensión fundamental se manifiesta en las pugnas entre diversos actores y fuerzas en torno a la concentración y desconcentración del poder (Elias, 1998, p. 109). En este sentido, en los procesos de constitución del Estado, la centralización e integración siempre se ve acompañada de una fuerte presión por la descentralización y desconcentración del poder (Elias, 1987, p. 368), pues la centralización del poder no es un fenómeno permanente y está siempre sometida a tensiones, retrocesos, desintegraciones, discusiones y negociaciones. Tal como lo anota Mann: ''lejos de ser singulares y centralizados, los Estados modernos constituyen redes polimorfas de poder, atrincheradas entre el centro y los territorios'' (Mann, 1997, p. 110).

Al hablar del proceso de formación del Estado, necesariamente se hace referencia a los procesos de centralización política e integración territorial y a la tensión que se da entre esos procesos de centralización y concentración de los diferentes capitales, y los permanentes impulsos hacia la desconcentración del poder. Esta tensión, que da forma a la compleja y problemática relación existente entre lo nacional, lo regional y lo local, y a las tensiones existentes entre las pretensiones hegemónicas y las resistencias a ellas, se manifiesta en la contraposición entre las formas de dominio directo y las formas de dominio indirecto del Estado y, en algunos casos, en el cuestionamiento a las pretensiones del aparato central de ser el único portador del monopolio de la violencia.

Charles Tilly (1992), en su estudio sobre los procesos de formación del Estado en Europa, señala que en la configuración de todo Estado se encuentra siempre presente un claro impulso hacia la centralización política, que no es otra cosa que ese proceso histórico a través del cual el dominio político de los distintos grupos sociales tiende a desplazarse hacia una burocracia central. Este impulso presupone la consolidación de formas de poder directo y la sustitución de esas formas de poder indirecto que se sustentan en el papel de los intermediarios, en la capacidad que tienen para hacer oposición, chantajear y negociar con el poder central, y en la capacidad que tienen de ejecutar las medidas que se quieren implementar desde el centro. No sobra señalar, retomando a Ingrid Bolívar (2003), que:

[El] dominio indirecto del Estado es aquel que se articula con base en una red de poder, en una red de intermediarios sobre el cual se ‘monta' el poder central y que comparte con distintas personas el uso de los medios políticos de dominación [...] el poder directo implica que ese poder central coopta los antiguos intermediarios, los margina o los hace parte de una red de poder nueva que se sustenta en la creciente burocratización y racionalización de la vida social. Dominio directo es el dominio de burócratas (p. 36).

La centralización política y el dominio directo del Estado suponen que en la relación existente entre el centro político y las regiones o grupos sociales tiende a desaparecer la mediación de otras dependencias territoriales o grupos sociales.

De acuerdo con Bolívar y con las tesis de Tilly, se puede afirmar que en el proceso de formación del Estado se encuentra siempre presente una clara tensión entre lo nacional y lo regional, que uno de los filones sobre los que se despliega esta tensión gira en torno a los acoplamientos y contraposiciones que se presentan entre los procesos de centralización y descentralización del poder, que en esas luchas en torno a los alcances y límites de la centralización se encuentra presente la tensión existente entre las formas de dominio directo y las formas de dominio indirecto del Estado, y que esas tensiones se desarrollan y alientan de distintas maneras, entre ellas, el recurso a la violencia (Mann, 1997; Rokkan, 1970).

Norbert Elias (1998) afirma que:

[...] los procesos de formación del Estado y de construcción de la nación pueden mostrar que cada esfuerzo hacia una mayor interdependencia, hacia una integración de los grupos humanos previamente independientes, o menos recíprocamente dependientes, atraviesa por una serie de conflictos y tensiones de integración específicas, de equilibrios de luchas de poder que no son accidentales sino concomitantes estructurales de esos esfuerzos hacia una mayor interdependencia funcional de las partes dentro del todo (pp. 106–107).

En esta perspectiva, la violencia no es una patología del Estado, como supondrían aquellos autores ubicados en el enfoque del Estado objeto, ni una muestra de su debilidad, sino un episodio dentro de sus procesos de integración social y territorial (Tilly, 2007). La violencia hace parte del repertorio con el que los distintos actores sociales presionan o repelen un tipo específico de incorporación política y, en este sentido, pone en evidencia algunas manifestaciones de la tensión existente entre lo nacional y lo regional, es decir, penetra y en algunos casos da forma a la tensión existente entre centralización y descentralización del poder, y a la tensión existente entre proyectos hegemónicos y resistencias a ellos.

En todo caso, no se puede pasar por alto dos asuntos: 1) muchas localidades y muchos individuos de las localidades deciden sobre su propia participación en el ejercicio de la violencia o la política, basándose en sus historias locales de interacción con el ámbito regional y nacional; 2) todo Estado, en su proceso de formación, ostenta las huellas del desarrollo local y regional, en un proceso de ida y vuelta en el que cada localidad y región tienen una experiencia propia —más no exclusiva— de formación estatal.

 

4. Formación del Estado y guerra civil

En el amplio abanico de las violencias colectivas8 que los actores sociales usan como instrumento para presionar o repeler formas de integración e incorporación política, la guerra civil ocupa un lugar destacado. Andrés Bello (1840) señala que:

[...] cuando en el Estado se forma una facción que toma las armas contra el soberano, para arrancarle el poder supremo o para imponerle condiciones, o cuando una república se divide en dos bandos que se tratan mutuamente como enemigos, esta guerra se llama civil, que quiere decir, guerra entre ciudadanos (p. 240).

De manera más simple se puede decir que la guerra civil es la confrontación armada entre miembros de una misma república o ciudadanos de una misma unidad política.

María Teresa Uribe de Hincapié y Liliana María López (2006) resaltan el vínculo existente entre la guerra civil y el campo de lo estatal cuando afirman que:

[...] la guerra civil adquiere el carácter de guerra cuando los actores enfrentados son capaces de obligar al Estado a que haga la guerra regularmente, cuando establecen dentro de la comunidad política dominaciones alternas a la estatal, cuando promulgan leyes y obligan a las autoridades a capitular, es decir, cuando ejercen actos de soberanía (p. 36).

Siguiendo los hilos de esta definición se puede anotar que la característica definitoria de la guerra civil es la escisión de la soberanía o la presencia de soberanías en disputa (Uribe, 1999, pp. 23 y ss.).

Para Stathis Kalyvas (2001): ''la guerra civil altera de manera crucial la esencia de la soberanía. En su núcleo se halla la ruptura del monopolio de la violencia legítima por la vía del desafío armado interno'' (p. 10). El rasgo básico de la guerra civil es que en ella la soberanía del Estado se divide, y esta idea de la soberanía dividida vincula la guerra civil con los procesos de configuración del campo estatal al menos en dos sentidos: 1) pone en evidencia la presencia de dos o más actores que ejercen soberanía sobre partes distintas del territorio que define al campo del Estado —soberanías segmentadas—; y 2) refleja la presencia de dos o más actores que se disputan y ejercen simultáneamente grados distintos de soberanía sobre las mismas porciones del territorio estatal —soberanías en disputa— (Münkler, 2005).

Las soberanías segmentadas y las soberanías en disputa tienen como correlato la fragmentación de la sociedad, es decir, la presencia de fisuras, divisiones y quiebres en la autorrepresentación que la sociedad tiene de sí misma. Sin embargo, en la profunda interdependencia existente entre procesos de configuración del campo estatal y guerra civil, esos quiebres y fisuras, y las disputas por la soberanía, no deben interpretarse exclusivamente como ruptura del orden institucional o como debilidad del Estado. Por el contrario, en un número significativo de guerras civiles está en juego la construcción del orden institucional del Estado y en ellas se definen formas de integración territorial, y formas de integración de los estratos sociales en el vasto y complejo espectro que da forma al campo estatal (Tilly, 1985).

Tilly (1992) señala que la organización de la coerción y la preparación de la guerra constituyen el eje central en el estudio del proceso de formación del Estado pues su estructura aparece, primordialmente, como producto de los esfuerzos de los gobernantes para adquirir los medios para la guerra. Para este autor, la guerra: 1) da forma a la estructura del Estado y a su relación con la población que lo constituye definiendo fronteras territoriales más o menos reconocidas; 2) establece quiénes son los protagonistas principales en una comunidad política —polity— concreta y cuál es su planteamiento respecto a la lucha política dentro del Estado; 3) determina la presión que ha de soportar el Estado y de dónde procede dicha presión; y 4) define los parámetros de inclusión y exclusión de una comunidad política determinada, es decir, las formas y derechos que dan forma a lo público y a la ciudadanía (Tilly, 1992, p. 149). A estos cuatro aspectos se puede agregar que la guerra es un instrumento de primer orden en los procesos de estatalización de la violencia, aspecto que es determinante en la definición territorial del campo estatal (Münkler, 2005).

Finalmente, es importante señalar que así como el proceso de formación del campo estatal no es lineal, homogéneo e incremental, las guerras civiles tampoco son conflictos binarios y claramente delimitados, son procesos complejos y ambiguos que fomentan una aparente mezcla masiva aunque variable de identidades y acciones, al punto de ser definida por esa mezcla. En las guerras civiles no hay una causa única y verdadera, y presentan —siguiendo a Kalyvas (2004, p. 52)— una compleja interacción entre la escisión maestra que da forma a las identidades y acciones de los actores y las elites centrales de la guerra civil, y las escisiones locales que dan forma a las identidades y acciones de los actores locales y regionales de la guerra. La primera, es una escisión binaria articulada alrededor de los discursos sobre la ideología, lo religioso, la ciudadanía, la representación, la forma de gobierno y la clase; las segundas, son escisiones complejas articuladas en torno a conflictos locales de carácter político y conflictos locales de naturaleza privada.

 

Conclusión

Las premisas básicas que se deben tener en cuenta para el estudio de la guerra civil y su relación con la formación del campo estatal son: 1) los actores de las guerras civiles no pueden ser tratados como unitarios; 2) los actores que buscan el poder en el centro utilizan recursos y símbolos para aliarse con los actores marginales que están luchando por conflictos locales, logrando así la producción conjunta de la acción; 3) siempre es posible identificar una profunda desconexión entre las causas de la guerra enunciadas en el macronivel y los patrones de la guerra que se experimentan en el micronivel (Kalyvas, 2010, pp. 17 y ss); 4) las acciones propias de la guerra con frecuencia se relacionan más con los asuntos locales y privados que con la confrontación dominante de la guerra; 5) los actores individuales y locales toman ventaja de la guerra para arreglar conflictos locales o privados que generalmente no tienen ninguna relación con las causas de la guerra o los objetivos enunciados por los beligerantes centrales; 6) las escisiones locales tienen un impacto sustancial en la distribución de las alianzas y en el contenido, la dirección y la intensidad de la violencia que se despliega en la guerra civil; 7) las escisiones locales pueden ser preexistentes o inducidas por la guerra, se pueden alinear ordenadamente con las escisiones centrales o subvertirlas, y pueden ser consistentes con el paso del tiempo, o ser más fluidas y aleatorias; 8) cuando las escisiones locales previas a la guerra ya han sido politizadas e injertadas en la estructura nacional de escisiones, su autonomía y visibilidad en cuanto a las escisiones locales disminuyen; 9) en el más extremo de los casos, las escisiones locales pueden perder toda autonomía y convertirse en meras manifestaciones locales de la escisión central. A la inversa, la escisión central puede ramificarse en escisiones locales que permanecen activas aun después de que la escisión central haya terminado; y 10) la guerra puede reforzar o generar nuevas escisiones locales porque los cambios en el poder local producto del uso de la violencia, puede perturbar los arreglos preexistentes.

De acuerdo con estas premisas, el complemento lógico de la tesis básica señalada afirma que:

[...] las guerras civiles son ribetes de luchas complejas más que simples conflictos binarios pulcramente ordenados a lo largo de una sola dimensión del asunto. En este sentido, las guerras civiles pueden ser entendidas como procesos que brindan un medio para que una variedad de ofensas salgan a flote dentro de un conflicto mayor, particularmente a través de la violencia. [...] Las guerras civiles son [...] agregaciones fluidas de múltiples, más o menos traslapadas, más pequeñas, diversas y localizadas guerras civiles que entrañan una complejidad bizantina y un astillamiento de la autoridad dentro de miles de fragmentos y micro–poderes de carácter local (Kalyvas, 2004, p. 59).

 

Notas

* Este artículo es el resultado del proyecto de investigación Hegemonías enfrentadas. Burócratas y configuraciones estatales durante la guerra civil colombiana de 1859–1862, financiada por Colciencias, contrato 497–2011.

1 Muchas de las reflexiones presentadas aquí deben su origen a los aportes de Juan Carlos Vélez Rendón (2004).

2 Michael Mann (1997, pp. 71 y ss.) identifica tres grandes teorías sobre el Estado: las teorías de las clases provenientes del núcleo marxista, la teoría pluralista y la teoría del elitismo. Según el autor, estas teorías cometen un mismo error: asumen que el Estado es un aparato o un actor, y no una forma de organización de la vida social.

3 No sobra anotar que Weber (1992) fue mucho más cuidadoso que aquellos que utilizaron sus supuestos. Su reflexión sobre el Estado está precedida de una clara conceptualización sobre la dominación política, que generalmente se omite.

4 Estos rasgos están presentes, con pocas variantes, en las definiciones del Estado que se hacen en manuales y diccionarios de Ciencia Política.

5 Esta idea de lo estatal se puede conectar con la idea de la dominación desarrollada por Max Weber y el concepto de contradicciones sociales que aparece en la obra de Nicos Poulantzas. El problema es que Weber queda atrapado en la dominación institucional o racional burocrática y Poulantzas no puede superar del todo la idea del Estado como aparato.

6 Aunque lo que el Estado dice no tiene que ser escuchado de modo unívoco y por todos (Poulantzas, 1979, p. 64).

7 Que no sean totalmente acabados no presupone la fragilidad o debilidad del Estado, y mucho menos el colapso o la presencia de Estados fallidos.

8 Por ejemplo: asonadas, sedición, sublevación o reyertas.

 

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